París, Francia
Mahmoud estaba completamente seguro. Al girar la cabeza en el andén, por un instante había visto a la chica del aeropuerto de Bruselas. Iba caminando tranquila y serena junto con el resto de pasajeros a unos veinte metros por detrás de él y Klara.
Sin soltar el codo de Klara, cruzaron los tornos y salieron del andén. En el vestíbulo de la terminal vio el cartel con una flecha que llevaba a las consignas de equipaje. Una planta más abajo. Al lado de los coches de alquiler. Mahmoud notó la adrenalina mezclándose con la sangre pero hizo un esfuerzo para no aparentar que había descubierto a sus perseguidores.
—¿Cómo has pagado los billetes en Bruselas? —le susurró a Klara.
—Hum, con la tarjeta, creo.
Él asintió en silencio.
—Mierda. Debería haberte avisado. Joder. Parece que pueden seguir todos nuestros movimientos. Vieron que compraste los billetes y nos han seguido en el tren.
Klara no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza. No parecía asustada, solo concentrada.
—¿Tienes el teléfono que compramos en Bruselas? —dijo Mahmoud.
Después de que Klara volviera de las taquillas con dos pasajes de tren, Mahmoud había comprado dos móviles baratos de prepago por si se separaban y necesitaban ponerse en contacto.
—Sí —respondió—. En el bolso.
—Vale. Tendremos que correr un riesgo importante. Nuestra mejor apuesta es separarnos.
Mahmoud giró la cabeza y la miró directamente a los ojos.
—De acuerdo —dijo ella.
Durante las primeras semanas de la formación de paracaidista, Mahmoud había aprendido que nunca sabes cómo va a reaccionar alguien bajo estrés extremo. Hay quienes pierden la conciencia, la sensatez, se vuelven irracionales. Los que se presentaban como líderes, de repente se vuelven incapaces de actuar. Con otras personas aumenta la calma y la concentración en proporción al grado de estrés. De alguna forma siempre había intuido que con Klara no tenía de qué preocuparse. Aun así, pensarlo de nuevo lo tranquilizó e incluso lo conmovió.
—¿Y tienes el recibo de la consigna, también? —preguntó Mahmoud.
—En la cartera —contestó ella.
—Bien. Haremos esto. Caminaremos a paso normal hasta los taxis de fuera. Si hay cola esperaremos tranquilamente. Cuando nos toque, tú entras primero, cruzas el asiento de atrás y sales por el otro lado. ¿Me sigues?
Klara paseó la mirada y tragó saliva. Ella también notaba la adrenalina.
—Te sigo.
—Yo me iré en el taxi y me llevaré a los que nos siguen. Tú guardas las distancias durante un rato y con un poco de suerte luego vacías la consigna y coges el metro y te vas lo más lejos que puedas. Te llamo dentro de una hora o así y nos volvemos a reunir.
—¿Y si no me deshago de los que nos siguen? ¿Qué hacemos entonces?
—Entonces nos inventaremos otra cosa. Pero este es el plan. Ahora mismo es todo lo que tenemos.
—Recuérdame que nunca vuelva a ir contigo de viaje —dijo Klara.
Mahmoud se detuvo, se volvió para mirarla, le tomó la cara en la mano y se la acercó, fingiendo que la besaba suavemente en la mejilla.
—Podrás con esto, Klara —susurró—. Lo conseguiremos. ¿Qué era lo que suele decir tu abuelo? ¿Roca y pólvora? Tú estás hecha de eso, ¿no?
Casi habían llegado a los taxis. Mahmoud notó que el pulso se le aceleraba aún más. Era un momento decisivo. Que saliera como tuviera que salir.
—Espera —le dijo a Klara.
Mahmoud se quitó la mochila, se agachó e hizo ver que buscaba algo en la mochila al mismo tiempo que miraba por encima del hombro. La chica rubia estaba trazando un arco en la misma dirección que ellos. En el lado opuesto vio a un hombre de unos treinta y cinco moviéndose de forma similar. Parecía encajar en el perfil. Atlético, pantalón militar de color caqui un poco holgado. Chaqueta de esquí y una bolsa de deporte. Auricular bluetooth en la oreja. Muy probablemente, estadounidense. Había por lo menos dos. Mahmoud no pudo ver a nadie más.
—Por lo menos dos —le susurró a Klara sin mirarla—. Una chica rubia con coleta y chaqueta azul marino tipo Canada Goose. Un chico con pantalón caqui y chaqueta de esquí roja y gris. Con gorra. Los dos llevan pinganillo. Finge que te estiras mientras yo busco en la mochila.
Klara hizo como le decía. Estiró el cuerpo y aprovechó para otear la terminal.
—Los veo —dijo—. Reconozco a la chica. Estuvo en mi piso.
Su voz sonaba angustiada, su cara se estremeció, se volvió dura y miedosa.
—Concéntrate, Klara —susurró Mahmoud—. Solo es cuestión de técnica. Aquí no hay sentimientos, ¿me oyes? No hay sentimientos. Entrar y salir del taxi. Ese es el plan.
Klara asintió tranquila con la cabeza, se recompuso.
—Bien, vamos allá —dijo Mahmoud y se puso de pie.
Salieron con paso decidido al primer taxi de la cola.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —soltó él.
—No te preocupes. Tú haz tu parte y yo me encargo de la mía —respondió ella.
Mahmoud abrió la puerta y Klara se metió en el asiento trasero del taxi. Agachando un poco la cabeza se deslizó por el cuero raído y abrió la puerta del otro lado solo lo necesario para volver a bajar a la calle. Ni siquiera se volvió para mirar a Mahmoud.
—Louvre —le dijo Mahmoud al taxista.
Era lo único que se le ocurrió con tanto estrés. El conductor se volvió y miró por encima del hombro, visiblemente confundido por la chica joven que se había bajado y que ahora estaba agachada junto a la rueda trasera izquierda del coche.
—¡Vamos! ¡Ahora! —dijo Mahmoud en inglés.
El taxista se encogió de hombros y metió una marcha. El vehículo comenzó a mezclarse con el tráfico de París. Mahmoud miró atrás desde el asiento y vio al chico de pantalón militar metiéndose en un pequeño Volkswagen Golf de color azul que parecía haberlo estado esperando al otro lado de la calle. «Así que son más de dos», pensó Mahmoud. La chica del aeropuerto seguía en la cola de taxis con el dedo apretando el pinganillo. Mahmoud no pudo ver a Klara, pero si la de la coleta no la había descubierto —de lo cual no había indicios—, seguramente habría logrado escabullirse.