Mayo de 2003 - Diciembre de 2010

Virginia del Norte, Estados Unidos

De verdad es así como termina? ¿No con un estruendo sino con un pitido? ¿Diez horas de vuelo, unas semanas de vacaciones forzadas, una palmadita en el hombro y un escritorio vacío, gris, a la despiadada luz de los fluorescentes en un paisaje de oficina desolado?

—Luego te buscamos un despacho —dice Susan sin mirarme.

Pero los días pasan y el despacho se vuelve tan ajeno como mis labores. Miradas compasivas, murmullos junto a las máquinas de café. No me conocen —aquí todos son más jóvenes que yo—, pero los rumores se me han adelantado.

Soy el viejo agente de campo al que han mandado a casa, el que ya no podía con las decisiones que se toman en una guerra, el que ya no tenía suficiente estómago para estar en Afganistán. No me sorprende. Todos somos espías. ¿Qué tenemos, aparte de rumores, medias verdades, fragmentos sacados fuera de su contexto?

No conozco a nadie excepto a mis compañeros que han ido subiendo de rango. Los que han aceptado la conveniencia y que han sabido dominar las alianzas cambiantes. Los que siempre estaban más a gusto en sus casas adosadas que en las sombras. Aquellos cuyos objetivos siempre fueron las reuniones de desayuno con los consejeros del presidente y las cenas con embajadores. No me interesaban entonces y no me interesan tampoco ahora. Pero aun así cumplen con su deber y pasan por mi mesa para dejar que sus ojos se paseen por mi pulcro escritorio mientras intentan no cruzar su mirada con la mía, sus dedos tamborileando en el plástico rojo de mi bandeja de entrada.

—Aquí tu experiencia será de valor incalculable —dicen, y hacen un cálculo aproximado de los años que me quedan hasta que por fin puedan jubilarme.

Alguien me recomienda un contacto en una empresa privada en Irak. Ahora todo son empresas privadas. Contratistas. Trabajo de campo y grandes sumas de dinero.

—Allí tu experiencia sería de valor incalculable.

Pero no soy capaz de mandar una solicitud. Las únicas fuerzas que me quedan son para levantarme y poner los pies en el suelo tras otras doce horas de sueño inducido por el whisky y las pastillas. Y casi ni para eso. Ni siquiera veo la piscina cuando voy de camino al trabajo. ¿Me habré olvidado de cómo se nada? Dios sabe que me he obligado a mí mismo a olvidarme de todo lo demás.

Y ya no sueño cada noche, como me pasaba una vez. Ni siquiera las pesadillas repetidas, con las que me despertaba febril, con las sábanas pateadas hasta que caían de la cama, tocándome el pecho desesperado en busca de orificios de bala, huesos rotos, tristeza. Las echo de menos. Ahora cuando sueño lo hago con las montañas. Una panorámica infinita de tierra y hierba en technicolor roto, cielos azul Klein, cimas cubiertas de nieve y caminos que no llevaban a ningún sitio excepto más lejos. Me despierto y no deseo nada más que ser transportado por ellos.

Así pasan los días, las noches. Los instantes interminables que se convierten en semanas, y luego años. Un bullicio monótono de la autopista me sigue como un tinnitus. Cuando Abu Ghraib ha llenado los medios de comunicación durante un mes me dan un despacho. Ni una palabra, nada. Pero es una rehabilitación. Un susurro apenas perceptible. Un gesto de reconciliación o un soborno. Así es como lo quiero interpretar. Como que no tienen muy claro dónde me ubico. Pero saben perfectamente dónde es, naturalmente. Siempre lo han sabido. ¿Quién, sino el más inquebrantablemente leal, seguiría allí?

Cambiamos de presidente y como consecuencia natural la organización se ve sacudida hasta que todo acaba cayendo exactamente en el mismo lugar en el que estaba desde el principio. Pero no es verdad. Algunas cosas cambian. Al final la locura termina por ascender como una nube de vapor y nos deja como fuimos una vez: racionales, realistas. Bebemos del sentido común en lugar del evangelismo. Y nos recostamos y leemos en el Washington Post acerca de lo que hemos creado. La maquinaria de guerra alternativa, privada, rentable. Los interminables subcontratistas. La envergadura resulta chocante incluso para los que estamos dentro, los que deberíamos saber.

Poco a poco me obligo a volver a la piscina, poco a poco aprendo a nadar otra vez. Un largo tras otro, hasta que dejo de contar, hasta que mis brazos están tan cansados que apenas tengo fuerzas para levantar el mando de mi televisor de plasma en mi piso, amueblado hasta el último detalle como un hotel de categoría.

Poco a poco, casi sin darme cuenta, cambio el whisky por té, las pastillas para dormir por cinco secuencias de veinte flexiones sobre la suave moqueta de mi dormitorio, doce horas de dormir sin soñar por siete de pesadillas entrecortadas, tristeza y, en algún lugar, una versión de mi vida repleta de interferencias. Hasta que dejo de beber. Ni siquiera café.

Langley y la piscina y reuniones de apoyo en aulas deprimentes en Palisades o Bethesda. No tengo mucho más. Noches de televisión por cable y comida para llevar. Días tras día. Mi vida se ha quedado en esto. No es mucho. No es casi nada.

Llevo Damasco colgada al cuello en el colgante que me diste. No se separa de mí ni por un segundo. Todo aquello de lo que huí. Todo lo que abandoné y sacrifiqué. Me llenas como el vacío. Cada viernes busco el nombre de nuestra hija en las bases de datos. La dejo revolotear en nuestros registros interminables, mientras aprieto el colgante con la mano. Mientras rezo la única plegaria que me importa, lo único que ahora significa algo: Dios Todopoderoso, que el resultado sea cero.

Faltan pocas semanas para Navidad. He comprado luces eléctricas titilantes para poner en el balcón en una torpe aproximación a la normalidad. La caja de cartón con las luces es grande pero tan ligera que puedo cargarla en una mano mientras uso la otra para hurgar en el abrigo en busca de las llaves de mi Mazda. Una luz gris constante en el parking cubierto del centro comercial. Mis pasos resuenan solitarios en el hormigón.

Hay un hombre junto a mi coche. Un centenar de reflejos aprendidos se propagan y multiplican a través de mi columna vertebral, de mis nervios. Un centenar de impulsos contrapuestos de violencia y fuga. El hombre se yergue, se vuelve hacia mí, se estira como quien lleva mucho rato en la misma posición. Es una invitación, un lento ademán de alguien a quien no hay que temer. Oigo la frecuencia de mis pasos pereciendo en el eco. Al final me detengo. A veinte metros del coche. Solo el zumbido de un ventilador gigante en algún sitio. Solo el tráfico, tres plantas más abajo. Solo un instante que tiembla y amenaza con zozobrar.

El hombre permanece quieto y levanta las manos abiertas en un movimiento tan lento que parece no terminar nunca, un gesto de paz, de buenas intenciones. Pero no es hasta que da un par de pasos cortos, también lentos, hacia mí cuando me doy cuenta de quién es. Veinticinco años de alianzas cambiantes. Pero sé quién es.

El bigote es más corto. La cara envejecida, llena de nuevas arrugas. No es el aspecto lo que lo delata. Es lo que el reencuentro hace con el recuerdo de un instante. Es el contexto y el momento.

Salam aleikum —dice.

Yo me aclaro la garganta y saco la llave del coche. Lo abro con un clic, un pitido.

—Aleikum salam.

Y nos sentamos en el coche. Dos espías destituidos en un coche japonés, en un centro comercial estadounidense, en un mundo que se retorció para salir y alejarse, en medio de este presente impredecible con el que no entendemos cómo debemos relacionarnos. Al principio no decimos nada. Solo estamos ahí sentados. Sin ni siquiera mirarnos. Al final tomo la iniciativa.

—¿Cómo me has encontrado? —digo en árabe.

Me mira de reojo, desde arriba. Un destello de decepción en sus ojos.

—¿Que cómo te he encontrado? Llevo bastante tiempo en Estados Unidos. Tengo contactos. Con nuestro pasado, ya sabes. Cuando quieres encontrar a alguien, lo consigues.

Me siento tonto. No se lo debería haber preguntado. Lo he herido, a él y a su profesionalidad, a lo que queda de una vida que a lo mejor ya no vive.

—Entonces —digo yo—, ¿ahora vives aquí?

Él asiente en silencio, suspira, se abre de brazos.

—Vi por dónde iban los tiros. Desde el 11 de septiembre. Solo era una cuestión de tiempo. Y tus compañeros se mostraron complacientes.

—¿Y ahora? —pregunto—. ¿Qué haces ahora?

Sonríe y se reclina en el asiento.

—Ahora doy clases de árabe en un centro preuniversitario en St. George’s County. Mi esposa vuelve a ser enfermera.

Se queda callado, niega con la cabeza, visiblemente incómodo, sobre todo con esa parte de su nueva vida. Al final se encoge de hombros.

—Ahora ella es americana y parece gustarle. Para ella ha sido rápido. Es el sueño americano, ¿no? ¿Trabajar duro, dos coches y una casita en Millersville?

Vuelve a sonreír. Una sonrisa que es irónica pero no resignada ni amarga. Es la sonrisa de alguien que desde hace tiempo ha entendido la importancia de dejarse llevar por las olas, de no intentar comprender ni quejarse de cómo cambia la vida. Es la sonrisa de un fugitivo.

—Nada ha salido como nos lo habíamos imaginado —digo yo—. Todo ha salido diferente.

Él asiente.

—Ha pasado mucho tiempo desde Estocolmo.

La campana de buceo ha tocado fondo. El motivo por el que me ha buscado y que debe de haberle sido más difícil de lo que quiere aparentar. Asiento con la cabeza.

—Hace veinticinco años —digo—. Parece que fue ayer.

—¿Recuerdas que me pediste algo antes de nuestra reunión? ¿Que me pediste que mirara una cosa? Como un favor. Entre espías.

—Por supuesto.

La velocidad de mi pulso se ha duplicado. Intento tragar saliva pero mi boca ha dejado de producirla.

—Fue valiente por tu parte. Corriste un riesgo. Contactar con alguien a quien no conocías. Meter una petición personal en una reunión oficial. Es poco habitual. ¿No es así?

Se gira en el asiento y me mira directo a los ojos.

—Alguien que pide algo así es o bien un ignorante o bien busca engañarse a sí mismo. ¿Estás de acuerdo?

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

Él niega despacio con la cabeza. Se le ve cansado, viejo.

—Tú no eres ignorante. Tenías tus sospechas. Sospechas fundamentadas. Y sabías que yo nunca las podría verificar. Que no funcionaba así. Sabías que yo te iba a dar una respuesta vacía. Algo que no fuera mentira pero tampoco verdad. Aun así preguntaste. Aun así preguntaste quién asesinó a tu novia, la madre de tu hija. Me lo preguntaste a mí cuando ni siquiera sabías quién era.

—Estaba desesperado —digo con cuidado—. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

Él vuelve a negar con la cabeza y abre su mochila, saca una carpeta beis. La deja descansar sobre sus rodillas. Yo cierro los ojos. Me reclino, siento la sangre bombeando por todo mi cuerpo.

—Me lo preguntaste porque sabías que mi respuesta estaría vacía. Abierta a ti para que pudieras llenarla con la interpretación que quisieras. Querías poder escoger el camino fácil. Mentira o verdad. Elegiste la menor resistencia. ¿Quién soy yo para criticarte?

Guardo silencio. Apenas respiro.

—Y a lo mejor debería dejarlo estar. ¿Qué utilidad puede tener ahora —dice— remover el pasado? Hace tanto tiempo. Pero esta vida nos ha convertido en instrumentos. Nada más. Siempre listos para actuar en lo que ellos deciden compartir con nosotros. Siempre listos para cambiar de bando, cambiar de ideología y métodos.

Todavía tengo los ojos cerrados, asiento con la cabeza. No hay ninguna diferencia. Somos todos iguales.

—Y ahora se nos ha acabado a los dos. La vida tal como nos la habíamos imaginado. A lo mejor también ha llegado el momento de dejar de mentirnos a nosotros mismos.

Levanta la carpeta y la pone en mi regazo. No pesa casi nada. La verdad no pesa casi nada. No abro los ojos hasta que oigo cerrarse la puerta del coche, hasta que oigo el eco de sus pisadas en el aparcamiento desierto. No necesito abrirla. Ya sé lo que contiene.