París, Francia
El tren de alta velocidad que llegaba de Bruselas frenó sin apenas hacer ruido bajo el techo art nouveau de la Gare du Nord en París, la estación de trenes más recargada de toda Europa. Klara se volvió hacia Mahmoud, quien todavía estaba profundamente dormido. Liberó la mano de la suya. La intimidad que se había creado una hora atrás seguía allí como una sombra, desacostumbrada y ajena.
Mahmoud se despertó con un sobresalto y miró a su alrededor.
—¿Ya estamos? —preguntó, mientras miraba por la ventana al bullicioso andén.
Se le veía más animado. Una hora de sueño le había hecho bien.
—Sí —le dijo Klara—. Vamos a ver si hemos acertado.
—Hay policías aquí fuera —advirtió Mahmoud—. Dijiste que no suelen mirar los pasaportes en la estación.
—Creo que no —contestó Klara—. Solo si sospechan de algo. ¿No están prohibidos los controles rutinarios desde el acuerdo de Schengen?
—Tú eres la superexperta de la UE —dijo Mahmoud y se encogió de hombros—. Pero espero que tengas razón. Si no, a lo mejor se nos complica un poco la cosa.
—¿Porque te buscan por asesinato? —susurró Klara.
Parpadeó abriendo mucho los ojos, haciéndose la inocente.
—¿Podrías dejar de decir que me buscan por asesinato? —espetó Mahmoud—. Te lo digo en serio, no es ninguna broma.
Klara no pudo reprimir una risita nerviosa. Toda la situación era demasiado absurda como para no hacer bromas. Se pusieron de pie y empezaron a seguir la corriente de pasajeros que salían por el pasillo.
Klara notó que la adrenalina le entraba en las venas. Por el momento se las habían apañado. No era habitual toparte con un control de pasaportes en París, ella habría estado aquí por lo menos diez veces y nunca se lo habían mirado. El mercado interior cubría un radio considerable. Muchos iban y volvían en tren de París a Bruselas cada día. Pero ella nunca había viajado acompañada por un sospechoso de asesinato. Vio en la cara de Mahmoud que estaba estresado, los músculos tensos, las mandíbulas moviéndose un poco, como si estuviera mascando un chicle diminuto.
Se bajaron del tren y siguieron al resto de personas en dirección a los tornos del final del andén. Klara hizo un esfuerzo para no mirar a los dos policías que estaban observando a los recién llegados. Aunque tampoco estaban prestando demasiada atención, sino más bien oteando sin intención alguna el mar de gente.
Casi habían llegado a los tornos cuando Klara oyó a alguien gritar a sus espaldas. Pasos apresurados que se acercaban por el andén.
—Monsieur! Monsieur! Arrêtez! ¡Deténgase! —oyó a un hombre gritar un poco más atrás.
Creyó que se le iba a parar el corazón, como si de pronto se hubiera soltado de sus bisagras y hubiese caído al suelo del andén delante de sus pies. Presa del pánico miró de reojo a Mahmoud. Él le devolvió la mirada. Contenido. Duro. Sus ojos reflejaban una decisión que la asustaba. Mahmoud giró lentamente la cabeza.
Pero la persona no le estaba llamando a él. Klara vio a uno de los conductores alcanzando a otro pasajero y entregándole un bolso que, por lo visto, se había dejado en el asiento. Si sus vías respiratorias no hubiesen estado comprimidas como una pajita habría soltado un suspiro de alivio.
Mahmoud no parecía relajado. De pronto la agarró del brazo y la dirigió con brusquedad por el torno y estación adentro.
—Haz exactamente lo que te digo —ordenó—. No mires atrás en ningún momento. Nos están siguiendo.