Estocolmo, Suecia
Gabriella se bajó del taxi delante de Albert and Jack’s Bakery and Deli en el puente de Skeppsbron, pared con pared con el bufete de abogados Lindblad y Wiman. Mientras subía los tres peldaños de la escalinata de la cafetería cambió de idea. Eran más de las tres y no había comido nada, pero se dio cuenta de que ya no tenía hambre. La persistente preocupación parecía anular el resto de funciones corporales.
«Mahmoud —pensó—. ¿Qué está pasando?».
Bronzelius le había pedido que lo llamara si Mahmoud se ponía en contacto con ella. Que a lo mejor podría hacer que las cosas fueran más fáciles. Le había dicho que la Säpo estaba convencida de que era un error, que se trataba de una confusión. Que todo lo que necesitaban era que Mahmoud se presentara y explicara todo lo que había pasado. Que seguramente podrían resolverlo de manera informal.
Gabriella suspiró. No sabía qué pensar. En cualquier caso, era un alivio que la Säpo lo considerara inocente.
La nieve húmeda de diciembre se le pegaba en el pelo grueso y rojo cuando dio los pocos pasos que la separaban del portal de Lindblad y Wiman. Nubes oscuras colgaban sobre el barrio de Djurgården y la entrada del puerto. Hasta la fecha, el mes de diciembre no había mostrado compasión alguna.
Se sentó con un suspiro delante de su ordenador y empezó a responder a los e-mails que no había tenido tiempo de repasar con detalle en su BlackBerry en el taxi de vuelta del juzgado. Pero no estaba concentrada y al final se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Sus altas ventanas daban a una fachada roja del siglo XVIII al otro lado del callejón Ferken.
Sacó el teléfono e intentó llamar a Mahmoud, tal como ya había probado una decena de veces. Al no dar con él probó suerte con el número de Klara otra vez, pero tampoco daba señal.
Joder. ¿Qué estaba pasando?
—¿Por qué estoy hablando por teléfono con un cárdigan de la Säpo durante mi supuesta hora del almuerzo?
Gabriella dio un respingo y levantó la cabeza del ordenador. Hans Wiman estaba en la puerta. Sus ojos inteligentes, fríos, vistos infinidad de veces en conferencias de prensa y debates matinales televisados, estaban clavados en Gabriella. «Cárdigan» era el famoso apodo con el que se refería a todo aquel que perteneciera a un oficio en el que el traje no fuera la ropa laboral exigida.
Wiman siempre iba trajeado. Zegna o Armani. Incluso los sábados, había podido comprobar Gabriella durante los múltiples fines de semana que la habían obligado a ir a la oficina para terminar un caso viejo o comenzar uno nuevo.
El primer síntoma de que una carrera en Lindblad y Wiman se acercaba a su fin era si se había oído a Hans Wiman describir a alguien como un cárdigan. A partir de ese momento, normalmente solo era cuestión de semanas o unos pocos meses hasta que la persona aludida fuera informada de que ya no tenía «potencial de copropiedad». Nada de despidos, aquí las cosas no se hacían con tan poco tacto, pero era una señal evidente de que había llegado la hora de comenzar a pensar en un plan B.
—¿Säpo? —dijo Gabriella.
Esto la había pillado desprevenida. Hizo un cálculo mental rápido. Si la Säpo había hablado con Wiman, él ya estaría al corriente de que ella conocía al «terrorista» o «soldado de élite» —según el periódico elegido— en busca y captura, Mahmoud Shammosh. Mejor poner las cartas sobre la mesa.
—¿Por Mahmoud Shammosh? —preguntó.
—Por ti, Gabriella —respondió Wiman.
No la soltaba con la mirada. La corbata roja brillaba en la penumbra.
—¿Por mí?
Tragó saliva. Si había algo que podía comprometer una carrera debía de ser estar en el centro de mira de una investigación de la policía secreta. Wiman asintió con la cabeza. Parecía disfrutar de verla en apuros. ¿Era una prueba?
—Un tal Bronzelius, quiero recordar. Dijo que te había buscado en el juzgado.
Gabriella carraspeó. ¿Por qué se sentía culpable? No había hecho nada malo.
—Correcto. Me estaba esperando en el juzgado esta mañana y me ha interrogado sobre un amigo mío. Mahmoud Shammosh. Por lo visto, lo buscan por un asesinato en Bélgica.
—Doctorando Muerte —dijo Wiman.
Dibujó una sonrisa fina, apenas perceptible. La prensa de la tarde parecía haber actualizado su descripción de Mahmoud a medida que habían conseguido más información sobre él.
—A veces la lían un poco, los periódicos.
Gabriella no decía nada, solo asentía en silencio.
—Te rodeas de unos amigos muy interesantes, Gabriella —dijo Wiman—. O sea que un terrorista.
Estaba saboreando cada palabra.
—¿Qué más hay en tu pasado? ¿Ladrones de bancos, quizá? ¿Rateros normales, violadores?
Gabriella se sonrojó. No porque se avergonzara de ser amiga de Mahmoud, sino por la falta de tacto en el tono de mofa que Wiman estaba empleando. Hizo un esfuerzo por no interrumpirlo.
—Quiero decir, cuanto más interesante es tu pasado, mejor debería ser para los negocios, ¿no es así? Un terrorista sospechoso es una mina de oro potencial para una joven abogada. Sobre todo un caso como este. La abogada y el terrorista, amigos de la universidad. Tomaron caminos diferentes para acabar reencontrándose en un largo proceso judicial con trasfondo internacional. Los medios por las nubes. Independientemente de cómo termine el proceso, tú te habrás hecho un nombre. Y en este oficio, un nombre es lo más importante de todo.
—Vale —dijo Gabriella—. No estoy segura de estar entendiendo. ¿Adónde quieres llegar con esto?
Estaba desconcertada. No cabía duda de que Wiman era un magnífico abogado defensor y hombre de negocios. Y como muchos abogados y empresarios brillantes, él también tenía una fachada pulida que infundía la sensación de imprevisibilidad. Y la frialdad emocional que muestran los adolescentes entre colegas.
—Lo que quiero decir es que nos interesa, te interesa, ponerte en contacto con tu amigo el terrorista. Cuando lo hayas conseguido tienes que encargarte de que te contrate a ti como abogada inmediatamente, para que la Säpo no pueda hacerte preguntas pesadas. El secreto profesional de la abogacía no es válido antes de que él sea tu cliente, como puede que recuerdes de la carrera.
Gabriella se sentía seriamente irritada. No necesitaba que nadie le recordara las reglas más básicas del oficio. Pero al mismo tiempo sentía alivio. Quizá el asunto de la Säpo no solo no iba a representar una traba a nivel personal, sino que tal vez incluso podría tener la oportunidad de ayudar a Mahmoud gracias al buen corazón de su jefe.
—Una vez hayas establecido contacto —continuó Wiman—, y no dudo de que eso tendrá lugar en un futuro inminente, encárgate de que Shammosh venga a Suecia. Es un requisito, a menos que seas miembro del colegio de abogados de Bélgica, claro. Una vez lo tengamos aquí tendremos que encargarnos de que se esconda por un tiempo, para maximizar la difusión. Al final habrá que entregarlo a Bélgica, naturalmente. Y entonces tendremos que ayudar a encontrarle un buen bufete en Bruselas…
—Maximizar la difusión —lo interrumpió al final Gabriella. Ya no podía aguantarse—. ¿Te refieres a que esto no es más que una oportunidad para la empresa de hacer relaciones públicas y ya está? Estamos hablando de un amigo mío. Y al margen de eso, es inocente. Por Dios, se supone que eso es nuestro centro de atención, ¿no?
Wiman negó con la cabeza y esbozó su sonrisita de nuevo, fina como el filo de un cuchillo.
—Gabriella, aprecio tu… ¿cómo llamarlo? ¿Idealismo? ¿Lealtad?
Pronunció los términos como si fueran preguntas, como si sus implicaciones fueran genuinamente desconocidas para él.
—Hay distintos tipos de casos, Gabriella. Hay casos que tenemos que ganar para que se nos vea, para hacernos un nombre. Y luego hay casos en los que nos basta con participar. En los que al final puede incluso que sea mejor si no ganamos. Casos en los que es preferible el empate, podríamos decir. Tú lo llamas oportunidades de relaciones públicas. Sí, puede ser. El oficio de abogado tiene que ver con los negocios. Si tú quieres entretenerte con la justicia, creo que te sentirás más en casa con los cárdigans del tribunal.
Gabriella respiró hondo. Estaba a puntito de que la metieran en el paquete de los cárdigans. Eso no podía ser bueno.
—Además, esto no es solo una oportunidad para la empresa, es una oportunidad para ti. Esto puede acabar convirtiéndose en un caso crucial para tu carrera. Es en momentos como este en los que se encienden las estrellas. Y súmale que tienes la oportunidad de ayudar a tu amigo. Es ganar o ganar, Gabriella. Nadie pierde.
A decir verdad, ¿qué razones tenía para protestar? Lo que Wiman estaba diciendo implicaba que ella tendría una posibilidad oficialmente autorizada para ayudar a Mahmoud. En el fondo, si se debía al deseo de Wiman de que la empresa apareciera en los medios o a otra cosa, a ella le importaba un bledo. Ganar o ganar. Gabriella tragó la ácida saliva que los gélidos monólogos de Wiman le habían generado.
—Suena bien —dijo—. Siempre y cuando dé señales de vida.
—Verás como lo hará. Mantenme informado de esto. Quiero seguirlo de cerca. Si necesita un escondite, seguro que podemos arreglar algo. Y cuando se desate la tormenta pasaremos tus tareas rutinarias a tus compañeros. No les importará facturar un poco más.
Gabriella asintió con la cabeza y pensó que dentro de poco sus compañeros tendrían nuevos motivos para despreciarla más de lo que ya debían de hacerlo.