Mayo de 2003

Afganistán

Cuando la cámara hace zoom al estandarte rojiblanco del puente de mando del portaaviones, abandono el comedor rebosante de júbilo y testosterona y salgo a la gravilla del patio del cuartel provisional para tomar el aire. Aquí fuera la tarde es templada, fresca, el calor ya no es más que un susurro en la suave brisa. El tono grave de los generadores se mezcla con la melodía del himno nacional, el estruendo de botellas de cerveza e incredulidad. Siento una náusea que se niega a ceder. A lo mejor es algo que he comido. A lo mejor estoy cansado. A lo mejor mi cuerpo reacciona físicamente a esto que soy ahora, la persona en la que me he convertido.

Ya no puedo mirar al presidente en televisión sin llenarme de preocupación y este último espectáculo me deja mal. Misión cumplida. Tanto aquí como en Irak, según el ministro de Defensa. Ha pasado un mes y medio desde que sostuve a mi joven y demasiado patriótico compañero en brazos mientras moría allí fuera, tendido en la tierra, rodeado de las inconsolables y terribles montañas. Su sangre en el polvo, en mis manos, mi camisa. Le gustaba la cerveza alemana y Estados Unidos. Harvard Law School y fútbol. Sus ojos no ardían de impaciencia, de desarraigo, sino de idealismo. ¿Cómo es eso que dicen? ¿La inocencia es la primera víctima de la guerra? ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Un mes? Ya no cuento. Ni meses ni muertos.

Los oigo vitorear en el comedor. Celebran la ilusión de una victoria, un holograma parpadeante, tembloroso, una mentira tan mal preparada que resulta humillante esperar que alguien se la vaya a creer. Pero esta noche ya no pueden más. Tras meses de tensión, el simbolismo simplificado a niveles infantiles es justo lo que necesitan. ¿Cuánto tiempo les queda para morir aquí en la grava, para que sus jeeps desarmados estallen en unidades atómicas, para que sus cuerpos queden desperdigados en un radio de un kilómetro a la redonda? ¿Qué saben ellos del cementerio de los imperios?

Me pongo en cuclillas, apoyando la espalda en el acero corrugado, y le doy un buen trago a la Coronita. Vuelvo a beber. Han pasado quince años desde que estuve sentado con los estudiantes, los talibanes, en unas montañas que no quedan lejos de aquí. Quince años desde que los armé, desde que compartí con ellos las imágenes de satélite, los conocimientos sobre beligerancia asimétrica, las promesas de amistad. Quince años. Un susurro. Un paréntesis. Hace dieciocho años que le prometí destrucción total a un hombre en un ferry en un gélido Estocolmo. Si os preguntáis por qué estamos tan convencidos de que tienen armas de destrucción masiva es porque nosotros se las proporcionábamos. Nosotros cosechamos lo que hemos sembrado. Tierra, sangre, mentira tras mentira. Sembramos caos y cosechamos statu quo.

Apenas alcanzo a verlo hasta que se pone a mi lado. La cicatriz blanca brilla por sí sola en el sol del atardecer. Está pálido. Poroso. El pelo gris lo lleva rapado alrededor de la incipiente calvicie. Igual que yo, lleva un uniforme de campo mal combinado sin graduación. Un espía en guerra. Le da un trago a la cerveza y eructa en un puño. Se le ve satisfecho. Esto es su ambiente, su guerra.

—Qué parida tan maravillosa —dice y se estira.

Una sonrisa asoma en sus labios. Yo no digo nada.

—¿Bush en ese maldito barco? Una parida realmente maravillosa.

Lanza la botella vacía en un amplio arco para hacer canasta en un contenedor de basura a diez metros de distancia. La botella aterriza con un tintineo pero sin romperse.

Asiento con la cabeza, señalo vagamente que estoy de acuerdo.

Nos quedamos unos minutos en silencio hasta que él da media vuelta y mira la puerta del comedor.

—¿Quieres otra cerveza o qué? —dice por encima del hombro.

Yo niego con la cabeza.

—No aguantará —digo.

Él se detiene y se vuelve. Arquea las cejas fingiendo sorpresa o exagerándola.

—¿Cómo? ¿El qué no aguantará?

En lugar de mirarlo entorno los ojos de cara al sol, que centellea en las lunas de los jeeps llenos de polvo.

—Sabes a qué me refiero. La política de interrogatorios. Los métodos en las salas. No aguantará.

Él se aleja de la puerta y vuelve conmigo. Esa sonrisita en una de las comisuras.

—Aunque diera resultado —continúo yo—. Los métodos son demasiado brutales. Dicen cualquier cosa, se responsabilizan de lo que sea. Para librarse. Los resultados no son fiables.

—Chorradas —dice él y me mira directo a los ojos—. Chorradas. No me vengas con esa mierda. Tú has visto los resultados. Los niveles de información enemiga se han cuadruplicado desde que empezamos con interrogatorios reforzados. Interceptamos más armas. Sabemos más sobre su liderazgo. Sobre sus planes.

Da un paso atrás y me inspecciona.

—Me cago en la leche, ¿no estarás perdiendo el control, verdad?

—¿Perder el control? Todo lo que digo es que los métodos son inhumanos. Y que no conducen a resultados seguros. Eso es todo. Destrozamos todas sus barreras y a cambio no obtenemos nada que sea de fiar. Todos los exámenes apuntan a ello.

—Exámenes —espeta él—. ¿Qué exámenes ni qué cojones? ¿Te has doctorado en técnicas de interrogatorio o qué? Esto es una guerra, joder, por si no te has enterado. Independientemente de lo que diga el presidente por la tele. Una guerra, ¿te enteras? O devoras o te devoran. Si no te entra en la mollera ya te puedes montar en el avión a casa y podrás hablar del último editorial del New York Times mientras haces cola en alguna fuente de Langley. Mañana mismo. Pero aquí fuera hablamos de lo que funciona. Y lo que hacemos, funciona. No es más difícil que eso.

—¡Que no funciona, coño!

Mi intención no es alzar la voz, pero sus ojos de reptil, su sed de sangre, aumentan mi furia. Los de su calaña tienen la sartén por el mango. Baterías de coche y electrodos. Todo ha cambiado desde Kurdistán.

Mi compañero no dice nada. Se limita a inspeccionarme detenidamente con la mirada. Así que continúo. Doy una patada en la arena, dejo que mis ojos se vacíen de empatía. Nos miramos. El murmullo de la tele y las voces que llegan del comedor. El olor a comida frita y primavera seca. Él es el primero en volver la cara.

—Ha llegado tu hora de volver a casa —dice—. Tus días en el campo han superado la fecha de caducidad desde que no eres capaz de tomar las decisiones difíciles. Será mejor que hagas las maletas.

Yo no digo nada, sino que me limito a seguir mirándolo con calma.

—Te enteras, ¿no?

Da un paso más. Lo tengo pegado a la cara. Su aliento a cerveza y polvo y tabaco.

—Siempre fuiste una nenaza —dice—. Lo sé desde Irak. Eres una nenaza de mierda. Encárgate bien de tener un sitio en el avión a casa desde Kabul. Aquí ya has terminado.

Escupe a la tierra, da media vuelta y se mete en el comedor sin mirar atrás. ¿Es así como termina?