Karlsborg, Suecia
Euforia y endorfinas. Es tan impensable y al mismo tiempo tan tangible que todos pueden percibir el olor de la libertad mezclado con betún y grasa de armas, fieltro y detergente. Tan repentino y tan real que ellos mismos pueden notar el sabor de la libertad atravesando el vodka. Lo mezclan con Fanta y beben en sus kuksa de color verde, unos cuencos tallados en abedul, los mismos que los acompañan desde el primer día. A su lado durante dos semanas de marcha, interminables ejercicios de supervivencia a veinticinco bajo cero en algún lugar de la provincia de Norrland, haciendo cumbre en el pico Kebnekaise y abajo otra vez, en el avión durante el primer salto y el último. Ríen, ríen, ríen. Se llaman por los motes y apodos. Cuentan batallitas de las clasificaciones, los saltos, los dedos congelados, las marchas. Historias que han memorizado y pulido, moldeado hasta la perfección sobre el cuidado de las armas y los turnos de vigilancia, noches en vela y mañanas tempranas.
Es como la primera vez. Parece que se acaben de conocer, como un enamoramiento. Parece que ninguno haya estado nunca sin los demás. Todo tiene una luz nueva esta noche. Un primer reflejo resplandeciente de nostalgia o sentimentalismo. Juegan a luchas, no puede dejar de sentir el calor y la fuerza en los cuerpos de los otros. Quince meses de una proximidad puramente física que aún no saben que no volverán a experimentar jamás. Ni con novias, esposas ni hijos. No de esta manera, no de la misma forma. Se frotan las coronillas de tres milímetros los unos a los otros. Están tan aliviados de que haya terminado. Les cuesta creer que se haya acabado.
Mahmoud se reclina en la litera. Por un instante deja fuera la testosterona y la energía. Cierra los ojos y siente el vodka y la boina púrpura apretándole las sienes. Siente que le gustaría llorar. Que le gustaría que su madre lo estuviera viendo. Que no importa, que ella tampoco lo entendería. Que nadie puede entender por lo que ha pasado. Lo que ha alcanzado.
La tremenda disciplina que ha hecho falta. La concentración. Tener la boina y las alas. Haber salido del cemento para llegar aquí. Que él, más que nadie, ha mostrado el valor, la voluntad y la perseverancia. Que él se ha puesto por encima de la desconfianza y los motes. Los oficiales que lo llamaban Bin Laden los dos primeros meses. Las pintadas en rotulador negro y grueso. Al-Qaeda. Moro. Allahu akbar. Cada mañana las primeras semanas. A veces una cruz gamada. Cómo se había obligado a sí mismo a levantarse media hora antes que el resto para borrar la vergüenza de la taquilla. Cómo ignoraba las voces a su espalda y el repentino silencio cada vez que entraba en una habitación. Cómo aguantó sin doblegarse. Cómo se fue haciendo más y más fuerte. Más duro. Hasta que ya no lo pudieron excluir. Hasta que casi sin darse cuenta se convirtió en uno de ellos. Cómo pasó de Bin Laden a Shammosh. Cómo acabó percibiendo su confianza, su respeto. Cómo pasó a notar que ellos ya no hacían ninguna diferencia.
Justo ahora, en el duro catre, con las jóvenes voces, que conoce mejor que ninguna otra cosa, a su alrededor, con el alcohol que lo levanta y lo aleja, se siente como portador de un oro olímpico. Aquí y ahora es un logro que supera todo entendimiento.
—¡Shammosh! ¡Cagüendiooooos! ¡Vamos!
Nota los brazos de alguien alargándose por debajo de la litera de arriba para agarrarlo y sacarlo a rastras de la habitación. Derrama el combinado en sus Levi’s. Ni siquiera se da cuenta. Todos bailan y se dedican movimientos pélvicos. Leves, por el momento controladas, explosiones de reprimida energía varonil. Ventiladores que amenazan con salir eyectados por la presión si ellos no se marchan de allí dentro. Lejos del barracón y el regimiento. A cualquier sitio. Les gustaría tanto ponerse las tiesas boinas. Les gustaría tanto que todo el mundo viera quiénes son, lo que han conseguido. Pero la disciplina es más fuerte y las dejan en las taquillas, antes de salir a la noche de la pequeña ciudad tambaleándose, bailando, montándose unos encima de otros. Sus voces son fanfarrias triunfales en el silencio.
El bar está lleno de estudiantes de instituto y cajeras de supermercado. Una gran masa de admiradores que está haciendo el servicio militar, cuyo rango es considerablemente inferior al de ellos. Se percatan de que no necesitan las boinas. Se ve quiénes son. Sus ojos. Su presencia. La autoestima puramente física y la crudeza de su jerga tienen un aura mística. Encuentran una mesa en la terraza, junto al agua, y algún conferenciante rezagado los invita a una ronda de chupitos de regaliz. Es una de esas noches. Una noche de verano en la que el amanecer titilará y tiritará eternamente a su alrededor, los hará brillar como plata y agua, los hará crecer y despegarse del suelo.
Más tarde Mahmoud está en el bar. Es como si no tuviera fondo. Ni una gota de alcohol en quince meses, ni tampoco grandes cantidades antes de eso, pero ahora puede beber cuanto se proponga. Tropieza y pone una mano en la barra. Intenta controlar su lengua. Sacude la cabeza. Él es Mahmoud Shammosh, de Alby. Él es Mahmoud Shammosh, el paracaidista, en breve también estudiante de Derecho en Upsala. Él es Mahmoud Shammosh, el invencible.
—Tú eres uno de esos paracaidistas, ¿no?
Una voz se destaca entre el bullicio, el zumbido y la música. Muy cerca, pegadita a la oreja de Mahmoud. Este gira la cabeza, contesta antes de ver quién ha hecho la pregunta.
—Soy invencible.
Es un hombre. Quizá diez años mayor que él, delgado, lleva un traje oscuro. Una corbata fina que no ha sido aflojada, a pesar de que están en un bar, a pesar de que es tarde. Una camisa blanca, lisa, bien planchada. Su cara también es delgada. Alargada y curiosa. Un hoyuelo en una mejilla cuando se ríe de la respuesta de Mahmoud. Pelo rubio, corto. Ojos azules que atienden con mucho más que mera curiosidad.
—Vaya —dice él—. Invencible. Hay que ver.
Su mirada. Está complacida y parece abrirse paso directamente al núcleo de Mahmoud. Es desvergonzada, esa mirada. Le dice a Mahmoud: eres tú quien elige. Pero si te quedas, ya habrás elegido.
—Sip —repite Mahmoud—. Invencible. Soy paracaidista. ¿Sabes lo duros que somos?
Se esfuerza para que la lengua no tropiece con las consonantes. Piensa que debería irse de ahí, que esto no puede acabar bien.
—Vaya —dice el hombre y se lleva una mano a la boca, parpadea—. ¿Cómo de duros, soldado?
—Muy duros.
Hay algo que está intentando abrirse paso hasta la superficie. Salir del letargo y de la abnegación. Del escondite. Y él lo permite. Deja que el alcohol lo libere. Deja que la libertad fluya por todo su ser. La invencibilidad. Salta y baila como oxígeno en su lóbulo frontal. La erección forcejea con los vaqueros.
—¿Vives aquí en el hotel o qué?
Ahora es tan fácil. Como si nunca hubiese hecho otra cosa. Se lo merece. Él más que nadie. De todos modos, ya ha terminado todo. Todos los roles fingidos y las demostraciones. Tiene la boina. Es quien es.
—Vas directo al grano, soldado —dice el hombre y esboza una sonrisita—. Me gusta.
No pierden tiempo. Se escabullen del bar, salen a la recepción, suben tambaleándose por dos escaleras enlaminadas. El sabor a cerveza en la boca, el nuevo y fresco olor a madera y pintura que apenas oculta el moho. Mahmoud no entiende las escaleras. Se balancean y parecen subir en ángulos imposibles en alguna forma de geometría extraterrestre. Entran y salen por puertas y pisos. Es un laberinto imposible, un castillo encantado. Al final cruzan una puerta entre tropiezos. La puerta se cierra con un sonido de vacío, una sensación de cierre hermético.
No hay tiempo para recuperar el equilibrio ni para orientarse. La ola tiembla y acaricia y amenaza con llevárselo por delante. Lo empuja hasta derribarlo en la cama. Dedos fervorosos que pelean con cinturones y botones. Bocas, labios y dientes que besan y chupan y muerden. Manos que acarician muslos y pechos y genitales palpitantes, pulsantes. Pieles desnudas rozándose, apretándose, bombeándose. Y Mahmoud deja que pase. Por fin se permite perder el control y se deja llevar lo más lejos que puede. Por fin deja que la ola vaya y vuelva. Se deja envolver por ella.
Después está sobrio. La clara noche de verano ya no es ni mágica ni sobrenatural, extraterrestre, sino fría y blanca y solo demasiado visible. El hombre que tiene al lado se mueve en las sábanas baratas, rueda hasta ponerse de lado y se lo queda mirando. Unos cuantos pelos grises brillan en su ralo pecho. El hoyuelo. Esos ojos que no lo dejan en paz.
—Tengo que irme —dice Mahmoud—. Tengo que volver al barracón.
Se queda callado. Se acabó. Es demasiado tarde. Ya no tienen horarios.
—Tengo que irme y ya está.
Se levanta y se pone los calzoncillos y los tejanos a la vez. Se pasa la camiseta blanca por la cabeza. Se abotona mal la camisa. Pasa de atarse las Nike. Tropieza, se tambalea hasta la puerta.
—¿Te puedo llamar? —pregunta el hombre.
La voz llega desde la cama cuando Mahmoud ya ha bajado la manilla, ya ha abierto una rendija, tan fervorosa y patética que no sabe qué decir. Así que suelta de una tirada su número de teléfono sin pensar. Medio esperando que el hombre no se acuerde. Medio esperando que lo llame ahora, siempre, todo el tiempo.
La tarde o la noche o la mañana. Es un permiso sin tiempo. Un instante triunfal, ignominioso, liberador, esclavizador que carece de marcadores y referencias. Es un peso ingrávido y sin fondo. Karlsborg solo le es lejanamente conocida. Un recuerdo sin profundidad. Como un déjà vu. Le sorprende encontrar el camino por las calles y callejones hasta el campamento. Le sorprende encontrar el pase en el bolsillo, que el vigilante se lo acepte, que ahora sea el mismo hombre que el chico de la foto, quien hace lo que puede por parecer invulnerable.
Entiende que se ha acabado todo en cuanto abre la puerta del barracón. Lo entiende cuando ve que los fluorescentes están encendidos, que los soldados recién licenciados no están durmiendo. Lo descubre en el silencio y las sonrisas y las miradas esquivas. La conocida sensación de marginación que crece y crece cada vez que toma aire, cada instante interminable que pasa sin decir nada, limitándose a quedarse allí quieto, como un ladrón pillado in fraganti, con la camisa desarreglada, en el umbral de la puerta. A medio camino entre lo que es y lo que también es. En medio de la comprensión de que nunca hay un camino de vuelta. De que la marginación tiene infinitas facetas.
Es Lindman quien rompe el silencio. El que se levanta de una litera de abajo. Es Lindman quien se infla de la nada hasta llenar sus dos metros, sus ciento diez kilos, un globo cuadrado, pesado. Es Lindman quien se desliza por el suelo, quien se le acerca hasta quedarse pegado. Quien se le planta delante con aliento a regaliz, cerveza y adrenalina.
—Bueno —empieza—, sabíamos que follabas con camellos, Bin Laden. Pero no teníamos ni puta idea de que también te gustaban los culos humanos.
Carcajadas y risitas. Glans y Petrov sueltan un «déjalo, joder» sin demasiado entusiasmo. Pero no significa nada. Dos frases. Es todo lo que se necesita para borrar quince meses de asimilación.
Al principio Mahmoud no dice nada. Solo siente que un terrible cansancio se apodera de él. Debería haberse quedado fuera. ¿Qué locura lo ha traído de vuelta hasta aquí?
—¿De qué coño estás hablando, Lindman? —dice.
Clava la mirada en los ojos azules, hipersuecos, de su compañero. Un par de compañeros más se han puesto de pie. Detecta a Malm y a Svensson. Landskog y Torsson. Se desplazan como la niebla desde la pared hacia donde están ellos.
—¿Que de qué estoy hablando?
Lindman se vuelve con una sonrisa al coro griego, a los extras.
—Hablo de que eres un puto petaculos, Bin Laden. De eso estoy hablando.
—Ríndete, Shammosh. Te vimos con ese marica en el bar, ¿vale? Os vimos salir juntos.
Es Glans. Está mirando el fondo de la litera de arriba. Glans. Con quien ha compartido guardias y estrés. A quien ayudó con las ampollas y con su deplorable interpretación de mapas. Ya no queda nada.
Dos pitidos cortan el aire de la habitación. Dos pitidos amortiguados que salen del bolsillo de los tejanos de Mahmoud. Antes de que tenga tiempo de reaccionar, alguien le hace una llave y le inmoviliza los brazos desde atrás. Como si hubiesen tenido una orden secreta, un preacuerdo. Tiene a Lindman encima, sus dedos tantean en el bolsillo. Pesca, tira y encuentra. Levanta el Nokia con gesto triunfal. Un par de clics rápidos. Se aclara la garganta. Suena a victoria.
—Gracias por esta noche, soldado —lee en el móvil—. No era broma, realmente eres muy «duro». Saludos… —Hace una pausa para crear efecto—. ¡Saludos, Jonas!
Toda la habitación estalla en carcajadas y triunfo asqueado. Mahmoud siente que lo empujan al suelo, contra la alfombra jaspeada de plástico. Se percata de que no se resiste. Nota sus cuerpos aplastándolo. Sus alientos.
—Jodeeer, Bin Laden —le espeta Lindman al oído—. Jodeeer, qué asco. ¿Jonas te ha follado bien el culo? ¿Eh? ¿Lo ha hecho?
Tiran de él en distintas direcciones, claramente sin saber qué hacer, qué castigo aplicar. Al final están en las duchas y Mahmoud nota cómo su camisa, su camiseta, son destrizadas. Le bajan los tejanos por las caderas, los muslos, hasta las rodillas. Nota agua corriente, patadas y golpes. Se descubre tirado en el suelo, desnudo, con los pantalones por las rodillas, bajo el chorro de agua helada del barracón. A su alrededor las voces rebotan. Las voces estridentes, gritonas, hacen eco en los azulejos. Esas voces que, engañándose a sí mismo, se decía haber convencido. Ahora todas ellas están diciendo lo mismo de mil formas distintas: para los que son como tú no hay piedad, no hay respeto, no hay nada.