20 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

No sabía cuánto tiempo llevaba delante del Palacio Real —¿diez minutos? ¿Veinte?— cuando por fin vio a Mahmoud al otro lado de los adoquines irregulares. Apenas distinguible al lado de uno de los postes de la verja de entrada del parque. No se movía. Klara notó que el corazón le daba un vuelco. Cuando él pareció entender que ella lo había visto, Mahmoud levantó la mano derecha y le hizo una señal para que se acercara. Después se dio la vuelta y desapareció tranquilamente en el parque.

Un rato antes, después de terminar la conversación con Mahmoud, Klara se había quedado sentada sin moverse. Boman ya había vuelto a casa para pasar el fin de semana. No había nada que la atara a la oficina. Nada que no se pudiera posponer. Se sentía anestesiada, aún desconcertada y desequilibrada por el descubrimiento que había hecho en casa de Cyril. De repente consideró completamente natural quedar con Mahmoud.

Él le había pedido que saliera del Parlamento por una puerta trasera. La única alternativa que ella conocía era un camino que atravesaba el edificio del aparcamiento, así que había cogido ese. Después, metro hasta Gare du Nord para tomar un taxi hasta el castillo. Había hecho lo que él le había pedido. Sin preguntar, sin pensar. Necesitaba salir y alejarse, fuera cual fuera el motivo. Y su voz le había parecido tan desnuda, tan sola y tan tensa. Klara miró a su alrededor una última vez antes de seguir a toda prisa los pasos de Mahmoud por el parque.

Se había sentido totalmente expuesta, entre el castillo gris desvencijado y la ancha avenida peatonal de adoquines que lo separaba del parque. Pero al menos había podido constatar que estaba sola. La paranoia de Mahmoud no estaba fundamentada. Quizá era por eso por lo que había querido quedar con ella ahí. Para poder constatarlo.

Volvió a verlo en cuanto entró en el parque. Estaba sentado en un banco en el caminito de arena, esperándola. Parecía cansado, mayor. Llevaba el pelo más corto de lo que ella recordaba. No tanto como cuando se habían conocido, cuando él acababa de licenciarse como paracaidista y lo llevaba rapado a tres milímetros, como indicaba el reglamento. Aun así, seguía siendo mucho más corto de lo que recordaba de la época en Upsala.

Haciendo acopio de fuerzas, Klara se cruzó con su mirada cuando él se puso de pie. Había dedicado tanto tiempo a dejar atrás sus ojos, a olvidarlos. Y ahora volvían a estar ahí, justo delante de ella. A pesar de los grandes y oscuros cercos que tenían debajo, eran los mismos ojos que ella recordaba. Profundos y tan indomables que podían confundirse con arrogantes. Una inteligencia irónica y una calidez a la que ella, después de todos esos años, seguía sin poderse resistir.

Iba sin afeitar. Su abrigo oscuro tenía manchas secas de algo marrón rojizo en la solapa del cuello y en todo el lateral. Se le veía jodido, pero seguía igual de hermoso que como ella lo recordaba.

—Moody —dijo, y se detuvo delante de él—. Dios mío. ¿Qué ha pasado?

Él levantó una mano, la hizo callar.

—Lo siento —empezó él, susurrando—, pero tienes que darme tu bolso, ¿te importa?

Klara lo miró confusa.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Por favor —dijo Mahmoud—. No te lo pediría si no tuviera motivos para hacerlo, te lo prometo.

Dubitativa, Klara le pasó su bolso Marc Jacobs azul marino.

—Lo siento —repitió él.

Luego se volvió hacia el ajado banco del parque y vertió todo el contenido sobre la madera.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Klara, intranquila.

Él no pareció oírla.

—¿Has apagado el móvil como te dije? —respondió Mahmoud mientras, deprisa y metódico, inspeccionaba todos los bolsillos del bolso, el maquillaje, la cartera, los tampones. No dejó nada sin tocar.

—Sí, pero ¿me piensas explicar lo que estás haciendo?

Él levantó la cabeza para mirarla y empezó a meter de vuelta todas sus cosas en el bolso.

—Sé que te sonará a locura —dijo—, pero las últimas horas han sido bastante intensas. Levanta los brazos.

Klara lo miró insegura. Había algo suplicante, desesperado, en los ojos de Mahmoud. Un atisbo de algo que jamás había visto antes en ellos. Algo que la animó a no seguir protestando. Mahmoud se puso de pie y se le acercó. Apenas unos centímetros los separaban. Klara pudo percibir su aroma. O bien usaba la misma colonia que antes o bien era su olor natural. Almizcle y jazmín. Pero más suave de lo que ella recordaba, casi oculto bajo una capa de tierra, sudor y sangre. Sus manos en los bolsillos de su trenca. Rápido y efectivo. Luego por dentro del gabán, en los bolsillos de sus pantalones, rápidamente por su cintura. Al final siguieron las costuras de su ropa. De arriba abajo, por todo su cuerpo. Cuando hubo terminado, Mahmoud dio un paso atrás y apartó la mirada.

—Lo siento —se disculpó otra vez—. Créeme, no era así como había pensado que sería cuando al final volviéramos a vernos.

Se sentó en el banco y se pasó las manos por la cara. Klara se sentó con cuidado a su lado. Titubeante le pasó un brazo por los hombros. Se le hizo tan extraño. Pero tan natural.

—Como ya me has cacheado, a lo mejor puedo darte un abrazo —dijo ella.

Él la miró, le correspondió la media sonrisa.

—Debes de pensar que me he vuelto loco —replicó Mahmoud.

Klara se encogió de hombros.

—En serio, Moody, no sé qué pensar. Vi tu e-mail de que ibas a venir a Bruselas. —Se aclaró la garganta. Echó un vistazo al parque—. Y no sabía qué contestar. Fue difícil para mí. Lo que tuvimos. Que se acabara. Tardé tanto tiempo en aceptar que nunca recibiría ninguna explicación. Que tú, simplemente, habías dejado de quererme. Es muy difícil entender algo así, ¿sabes? Sinceramente, la verdad es que no sabía si quería volverte a ver.

Lo miró de nuevo. Él estaba con los ojos fijos en el suelo. Una de sus piernas temblaba, botaba. De nervios o de estrés.

—Y ahora esto. ¿Qué ha pasado?

Mahmoud se levantó de repente.

—No podemos quedarnos aquí —dijo—. Ven, tenemos que movernos.

Se adentraron en el parque, bajo árboles pelados, por senderos de arena cubiertos de hojas secas y duras. El sol era pálido y frío, como si estuviera más lejos que de costumbre.

Klara no dijo nada mientras Mahmoud se aclaraba la garganta y tomaba carrerilla. Y al final se lo contó. Su investigación, los viajes a Afganistán e Irak. El mensaje de alguien que parecía un antiguo compañero paracaidista. La conferencia y la conversación telefónica. La reunión en el Museo Real de África y la muerte de Lindman. Por último, el inverosímil ataque de la madrugada en el hotel y el emisor que había encontrado en su mochila. Se lo contó todo, sin guardarse nada. Era un caudal poderoso que fluía de su boca, tranquilo en la superficie pero con una fuerza tremenda por debajo.

—Cielos —dijo Klara cuando llegaron al final del parque—. ¿En qué lío te has metido?

—No lo sé —contestó Mahmoud—. Lindman parece, o parecía, tener algún tipo de información por la que alguien está dispuesto a matarlo tanto a él como a mí con tal de conseguirla.

—¿Los norteamericanos para los que trabajaba? —preguntó Klara.

—No lo sé.

Mahmoud hurgó en su cartera y sacó un papelito.

—Todo lo que sé es que Lindman dijo algo sobre una estación de tren en París y por lo que parece tiene equipaje allí, en una consigna. Es todo lo que tengo en este momento.

Mahmoud paró un taxi, que se detuvo junto a la acera. Abrió la puerta de atrás y miró interrogante a Klara.

—O sea, no es que quiera que me acompañes a París, pero ¿tienes un poco más de tiempo? —Respiró hondo. Parecía que se estaba ruborizando—. Te debo una explicación en toda regla. Y curiosamente, o como quieras decirlo, tiene bastante que ver con Lindman.