Cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, Estados Unidos
Todos somos sospechosos. Más que eso. Culpables hasta que se demuestre lo contrario. Nos movemos como sombras por los pasillos. Sombras que son sombras de sombras. Los que se atreven intercambian miradas por encima de montañas de documentos triturados, ordenadores en marcha. Las conversaciones junto a las fuentes de agua son discretas, intensas, llenas de incredulidad y de cuidadosos cálculos. Los que ya están bajo investigación oficial cargan el estrés como un cascabel al cuello, una estrella judía. En la cantina se sientan solos con sus bandejas y la cabeza dándole vueltas al dinero de la pensión, al dinero para la universidad que se evapora con cada nuevo interrogatorio, con cada nueva sospecha más o menos verbalizada. Nadie habla de ello. Todo el mundo lo hace.
No hace más de dos semanas que cogieron a Aldrich Ames. Vertefeuille y su obstinado comando de señoras y pensionistas de la segunda planta. Un topo en Langley. Nuestro propio Philby. ¿Es peor vender a tu país por dinero que por ideología? La opinión imperante en las fuentes de agua es que sí.
Y ahora la casa está llena de FBI. Policías poco complicados en trajes oscuros. Ya podrían uniformarse aquí, donde abundan los pantalones chinos y la camisa. No saben nada de nosotros, de nuestro trabajo. Es de chiste. Los detectores de mentiras no hacen mella en los que no saben distinguir la mentira de la verdad. Para nosotros, a quienes ni siquiera nos importa qué es qué, son irrelevantes.
No me sorprendo cuando oigo los pasos sobre la moqueta al otro lado de la puerta de mi despacho y apenas alzo la vista cuando la abren sin llamar primero. Su táctica es evidente, anticuada, amoldada como un par de botas viejas. Un hombre cansado de mi edad que necesita un corte de pelo y perder diez kilos para evitar el infarto que ya debe de estar intuyendo en el pecho. Un novato de pómulos prominentes y traje nuevo que lucha por mantener la testosterona por dentro del cuello de la camisa.
—Si nos lo quieres explicar directamente resultará mucho más fácil para todos —dice el bisoño, y clava en mí sus ojos de recién licenciado—. Ya sabemos la mayor parte, así que sólo tienes que rellenar los huecos.
El hombre más mayor se sienta en una de las viejas sillas de tubos de acero delante de mi escritorio y vuelve la mirada hacia las placas insonorizadas del techo. Es el truco más viejo del manual. Echa una acusación sobre la mesa, desequilibra al sujeto, observa cómo reacciona. Eso funciona en un barrio de yonquis en el Bronx, en la oficina de Wall Street donde el corredor de bolsa ya se ha echado atrás por lo que respecta a aquel asunto de tráfico de influencias.
Pero aquí no funciona. No en Langley. No contra los que se inventaron el método, los que son infinitamente mejores en mentir que en decir la verdad. No contra aquellos que, por una vez, no tienen nada que ocultar.
Catorce horas más tarde estoy sentado con electrodos pegados al cuerpo delante de un técnico viejo y cansado que parece demasiado consciente de la insensatez de la tarea. Es una pantomima. Interpretamos nuestros papeles lo mejor que podemos.
Zanjamos las formalidades, las preguntas de control. Dónde vivo, dónde he estado destinado, el divorcio y el alcohol.
—¿Es la primera vez que lo investigan? —dice al final y mira de reojo el regulador que tiene delante.
—No —respondo—. Me investigaron entre 1980 y 1981. Estuve suspendido unos meses, luego me dejaron pasar pero me tuvieron aquí en Langley hasta 1985.
—¿Sabe por qué lo investigaron?
—Sí, circunstancias de mi vida privada me llevaron a comprometer una operación cuando estaba profundamente infiltrado en el extranjero.
—¿Qué circunstancias?
Levanta la cabeza y se cruza con mi mirada con sus ojos grises de perro.
—No sé si tiene permiso para saberlo —respondo.
—Puede partir de la base de que tengo permiso —dice él.
—Lo siento, no quiero complicarnos la vida ni a usted ni a mí, pero no parto de ninguna base. Mis superiores tienen que revocar el sello de confidencialidad y si usted no tiene un documento que tenga ese efecto no diré nada más al respecto.
Hago un esfuerzo por sonar afable. Él no es más que un instrumento, un altavoz para las preguntas que alguien le ha escrito.
—¿Cuál fue el resultado de la investigación?
—Volví al servicio. Supongo que las motivaciones estarán en algún lugar en mi dossier. Nunca las he visto.
Se deja contentar y continúa preguntando por nombres y fechas. Amigos y compañeros. Le contesto lo mejor que puedo.
—15 de enero de 1985 —dice él al final—. Estocolmo.
—Vale —respondo yo—. Si usted lo dice.
—Usted estaba hospedado en el hotel Lord Nelson y su vuelo volvía a Dulles vía Londres por la tarde.
Mira sus papeles.
—A las 16.15. Alquiló un Volvo con un alias a las 08.30 y lo devolvió en el aeropuerto a las 14.30. ¿Lo recuerda?
—Recuerdo Estocolmo. Hacía frío —digo.
—Seis horas con el coche —dice él—. Redondeando. ¿Adónde fue?
Miro la hora.
—Hace casi diez años exactos de eso —digo yo—. Me sobraba un poco de tiempo y alquilé un coche. ¿Adónde fui? Al norte, siguiendo la costa, si no recuerdo mal. Había tenido una misión y quería un poco de tiempo para mí.
—Se quitó las sombras de encima —dice el hombre y echa un vistazo a la maquinaria.
—Una vieja costumbre. Me quito las sombras cuando voy a comprar un paquete de seis McNuggets.
Una sonrisa asoma unos segundos en sus labios. Una decena de preguntas rutinarias más tarde hemos terminado. Nos damos la mano y ambos sabemos que esta investigación ha concluido.
Más tarde estoy sentado en mi despacho. Un sol pálido de primavera se abre paso entre la hojarasca de los árboles. El susurro de la autopista.
Cierro los ojos y recuerdo Estocolmo. Recuerdo la popa del ferry partiendo del parque de atracciones. Recuerdo las promesas y la muerte. Recuerdo las cavidades y con qué las llenamos. Recuerdo hasta la última palabra que dijo la mujer amable y estresada de la embajada. Recuerdo el Volvo y que me deshice de las sombras, que alquilé el coche con un tercer o cuarto nombre, que conduje al sur y no al norte, que creí que jamás volvería la luz. Recuerdo un café suave y bollos secos en alguna gasolinera desierta. Recuerdo que nevaba, que el coche se desplazaba sin hacer ruido, atravesando la nieve como en un sueño. Recuerdo que al final me paré en un pueblecito de la costa que se llamaba Arkösund.
Recuerdo que bajé del coche, que pasé junto a la verja del colmado local y por delante de casas de fin de siglo de madera amarilla cubiertas de nieve. Recuerdo el silencio, solo roto por el crujido de mis pasos. Recuerdo estar de pie en el pantalán, otear el hielo, protegerme los ojos de la nieve que caía. Recuerdo que pronuncié el nombre de mi hija y recuerdo que las lágrimas se helaron en mi mejilla. Recuerdo que estaba lo más cerca que podía llegar. Recuerdo que le susurré al hielo, al mar, al viento:
—Pienso volver.
Recuerdo que no lo decía en serio.
Recuerdo que cuando me di la vuelta para regresar al Volvo la nieve había borrado mis huellas, que era como si me hubieran soltado en el pantalán desde el cielo, como si mi presencia careciera de sentido, contexto, causalidad.
Más tarde aquel mismo día. En el camino de vuelta paro en la piscina pero me he dejado el bañador y demás. Entro de todos modos. La piscina está desierta excepto por dos ancianos que nadan a crol a conciencia en el agua verdosa. Me siento en los fríos azulejos con la espalda apoyada en la pared. Fuera vislumbro grandes copos de nieve que caen ondeando hasta tocar el suelo húmedo. Cuando cierro los ojos camino sobre un hielo cubierto por una gruesa capa de nieve que es tan blanca que me ciega. El viento me muerde las mejillas. A mi paso, mis pies crean surcos tan profundos que por mucho que lo intente no consigo taparlos.