Archipiélago de Sankt Anna, Suecia
El silencio posterior era casi igual de paralizante que los dos disparos ensordecedores de la escopeta. Lo único que se oía eran unos patos que parpaban mientras se alejaban por la ensenada y el perro que tiraba del collar mientras gimoteaba débilmente, frenético. Todo era gris. Las rocas y el mar. El viento susurraba entre los pálidos juncos de la orilla.
—Has fallado —dijo el anciano de los prismáticos.
—Qué va —respondió la joven mujer que estaba a su lado. Todavía mantenía la escopeta pegada al hombro. La madera de cerezo de la culata le refrescaba la mejilla—. Quizá el primer tiro sí, pero el segundo no, ni por asomo —dijo—. Suelta a Albert, a ver qué pasa.
El hombre mayor se agachó y desenganchó la correa del collar del cocker. El perro salió disparado entre ladridos agudos, se metió en los juncos y subió las rocas en la dirección a la que apuntaba la escopeta.
—Has fallado los dos. Créeme. Ya no atinas, Klara.
El hombre negó en silencio. La sombra de una sonrisa cruzó los labios de la chica.
—Eso lo dices cada vez que salimos, abuelo. Que he fallado. Que ya no atino. —Imitó la cara de preocupación del hombre—. Pero Albert siempre vuelve con la cena del domingo en la boca.
El hombre negó de nuevo con la cabeza.
—Yo solo digo lo que he visto con los prismáticos, eso es todo —murmuró.
Sacó un termo y dos tazas de la mochila desgastada que estaba apoyada en una piedra junto a sus pies.
—Una taza de café y luego nos iremos a despertar a la abuela —dijo él.
Desde la orilla de la playa llegó un corto ladrido seguido de un chapoteo salvaje. Klara esbozó una amplia sonrisa y acarició a su abuelo en la mejilla.
—Que ya no atino, ¿eh? ¿Era eso lo que decías?
El hombre le guiñó uno de sus ojos, azules como el hielo, sirvió una taza de café y se la pasó. Con la otra mano sacó una petaquita de un bolsillo escondido.
—¿Quieres un traguito, gran cazadora? Para celebrar tu triunfo —dijo.
—¿Qué? ¿Te has traído el aguardiente? ¿Sabes qué hora es? Informaré a la abuela de esto, que lo sepas.
Klara negó seria con la cabeza, pero dejó que su abuelo le echara un lingotazo de destilado casero en el café. Antes de que le diera tiempo a darle un trago su móvil empezó a sonar desde el fondo de uno de los profundos bolsillos del impermeable de hule. Soltó un suspiro y le dio la taza a su abuelo.
Pescó su BlackBerry. No le sorprendió ver el nombre de Eva-Karin parpadeando en la pantalla. La jefa. La dinosaurio socialdemócrata y diputada del Parlamento Europeo Eva-Karin Boman.
—Uf —jadeó antes de descolgar—. Hola, Eva-Karin —dijo luego con un tono de voz una octava más alto y mucho más enérgico que el habitual.
—Klara, cariño, ¡qué suerte que te haya localizado! Verás, tenemos un lío bastante gordo. Glennys me acaba de llamar ahora mismo y me ha preguntado por nuestro posicionamiento respecto al informe de seguridad sobre tecnologías de la información. Y ni siquiera he tenido tiempo de abrirlo, ¿sabes? Hemos tenido tanto trabajo con…
Su voz desapareció por un momento. Klara echó un vistazo rápido al reloj. Poco antes de las nueve. No cabía la menor duda de que Eva-Karin iba en el tren exprés de camino al aeropuerto de Arlanda. Paseó la mirada por las rocas grises y erosionadas por el viento. Se le hacía tan absurdo hablar con Eva-Karin aquí fuera, en el archipiélago. La voz de su jefa era una intrusa en su único refugio.
—… así que si pudieras tenerme un resumen para… ¿cuándo podría ser? Antes de las cinco, ¿sí? Para que pueda repasarlo antes de la reunión de mañana. ¿Verdad que te da tiempo? Eres un ángel, cariño.
—Claro —dijo Klara—. Bueno, Eva-Karin, a lo mejor no te acuerdas, pero estoy en Suecia y no vuelo a Bruselas hasta las dos. No sé si me da tiempo para las cinco.
—Klara, sé muy bien que estás en Suecia —la interrumpió Eva-Karin con una voz que no daba margen a seguir la discusión—. Pero puedes trabajar durante el viaje, ¿verdad? Quiero decir, has tenido todo el fin de semana libre, ¿no?
Klara hincó las rodillas en el musgo húmedo y apoyó la cabeza en las manos. Era domingo por la mañana. Había tenido un sábado libre. Era como si le estuvieran chupando las ganas de vivir.
—¿Klara? ¿Klara? ¿Sigues ahí? —sonó la voz de Eva-Karin en su oreja.
Klara se aclaró la garganta y sacudió la cabeza. Respiró hondo y tensó la voz, se forzó a que sonara animada, decidida, dispuesta a servir.
—Por supuesto, Eva-Karin —dijo—. No hay problema. Te mando el resumen por mail hoy antes de las cinco.
Media hora más tarde, Klara Walldéen estaba de vuelta en la habitación donde se había criado, rodeada del empapelado rosa con cenefas de flores que había conseguido a los diez años después de insistir hasta la saciedad. Tablas de madera lisas y desgastadas bajo sus pies descalzos. Al otro lado de la ventana se podía vislumbrar el mar Báltico entre los árboles pelados. Había gansos en las olas. Antes de que terminara el día habría llegado la tormenta. Tendrían que darse prisa. Su amigo de la infancia Bosse Bengtsson, que vivía más adentro en la ensenada, la iba a llevar hasta Norrköping en barco y coche. Después, tren hasta Arlanda y luego avión hasta la vida normal en Bruselas.
Se quitó el jersey de Helly Hansen afelpado, dejando sus delgados hombros al descubierto, y lo reemplazó por un top ajustado de color claro y una rebeca asimétrica. Tejanos de mezclilla japonesa en lugar de los viejos pantalones de pana, que en verdad eran de su abuela. En los pies, un par de Nike de edición limitada en vez de las botas forradas que se había puesto para la caza matutina. Un toque de maquillaje en torno a los ojos. Un par de pasadas con el cepillo por el pelo negro carbón. En el espejo del pequeño tocador era otra persona. Las tablas de madera crujían a su paso.
Klara se levantó de la silla y abrió la puerta del desván. Con cuidado, acostumbrada, se agachó para adentrarse en la oscuridad y cogió una vieja caja de zapatos de la que sacó un puñado de fotografías. Las esparció en el suelo y se sentó a mirarlas.
—¿Ya estás aquí otra vez mirando esas viejas fotos, Klara?
Klara se volvió. En la tenue luz que inundaba el cuartito su abuela parecía transparente. Su cuerpo, tan frágil y vulnerable. Quien no lo viera con sus propios ojos no podría creer que aquella mujer todavía se subía a la parte más alta de los manzanos para robarles hasta la última fruta a los pájaros.
Los mismos ojos azules que el abuelo. Podrían haber sido hermanos. Pero sobre eso no se hacían bromas aquí en el archipiélago. Su cara tenía algunas marcas, pero no arrugas. Nunca se maquillaba, solo sol, risa y agua marina, solía decir. No parecía superar los sesenta ni en un día, pero en un par de meses cumpliría setenta y cinco.
—Solo quería echar un vistazo, ya sabes —respondió Klara.
—¿Por qué no te las llevas a Bruselas? Nunca lo he entendido. ¿Para qué las vas a tener aquí?
La abuela negó con la cabeza. Algo triste, solitario, titiló en el océano azul de sus ojos. Por un instante parecía que fuera a decir algo más, pero cambió de idea.
—No lo sé —dijo Klara—. Tiene que ser así y ya está. Pertenecen a esta casa. ¿Qué, al final hay bollos de azafrán?
Recopiló las fotografías y las metió con cuidado en la caja de zapatos antes de seguir los pasos de su abuela que crujían escaleras abajo.
—¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Con ropa de ciudad y todo! Quién te ha visto y quién te ve.
Bosse Bengtsson estaba de pie en el embarcadero esperando a Klara cuando su amiga llegó caminando por el sendero que bajaba desde la deteriorada finca de sus padres. Como tantas veces antes. Aquí sus pies parecían encontrar solos el camino. Como si el cerebro o la columna vertebral de Klara no estuvieran por la labor de esquivar raíces, piedras, charcos.
—Déjalo, Bosse. Pareces mi abuelo —dijo Klara.
Se dieron un abrazo patoso. Bosse tenía un par de años más que ella y habían crecido más o menos juntos en la isla. Él era como su hermano, dos hermanos con aspectos y personalidades invertidos.
Eran una pareja singular. Klara, pequeña y fina, la mejor de la clase, y tan buena en fútbol que estuvo un tiempo jugando en el equipo masculino de Österviking. A Bosse le gustaba pescar y, de mayor, ir de caza, beber y pelearse. Ella siempre a punto de marcharse. Él sin pensar nunca en salir del archipiélago. Pero habían ido juntos a la escuela día sí, día también. El semestre de verano cogían el barco escolar y el de invierno usaban el aerodeslizador. Esas cosas generan una confianza que suele ser más fuerte que la mayoría de las cosas.
Klara subió a bordo y recogió las defensas desgastadas del viejo caballo de carga que Bosse tenía por barco mientras él maniobraba para salir del embarcadero. Cuando Klara hubo terminado fue a hacerle compañía a Bosse en la diminuta cabina. Al otro lado de los ojos de buey las olas habían crecido, sus crestas eran blancas e impetuosas.
—Esta noche habrá tormenta —dijo Bosse.
—Eso dicen —respondió Klara.