20 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

Cómo coño lo habían vuelto a encontrar? Era la pregunta que corroía a Mahmoud por dentro desde que, aún tembloroso, se había escabullido dentro del metro después de la experiencia cercana a la muerte que había sufrido por la mañana. ¿Cómo demonios era posible? ¿Pudieron seguirlo ayer? Al Museo Real de África y luego al hotel. Si lo persiguieron debieron de ser invisibles. Había elegido el hotel al azar. Que él supiera, su foto no estaba circulando por los medios belgas. Se había mantenido alejado de internet, no había usado el teléfono. No encajaba.

Mahmoud se compró una Coca-Cola y una porción de pizza, dura como una piedra y que parecía llena de pegamento y gravilla, en un agujero en la pared en Gare Centrale. Luego continuó bajando hasta uno de los andenes. Todo el rato lo abrumaban el estrés y la paranoia. Tenía la sensación de estar en una escena de algún tipo. Como si todo el mundo lo estuviera mirando, inspeccionando, a la espera del momento adecuado para dar el golpe.

No podía continuar así. No tenía ninguna dirección, ningún objetivo más que mantenerse apartado. Estaba completamente pasivo, reactivo en lugar de creativo.

Tal como estaba ahora la situación era difícil tener menos iniciativa. Algo tenía que cambiar. Se sentó en un banco y esperó al siguiente tren. Sus piernas temblaban y saltaban por los nervios. A su lado oyó a un hombre trajeado soltando un taco en inglés porque no tenía cobertura.

Mahmoud se quedó de piedra. Le costaba entender que no lo hubiera pensado antes.

Lleno de energía soltó lo que quedaba de su triste comida en la papelera más cercana, subió las escaleras a paso ligero y deshizo el camino por el hediondo túnel meado que acababa de cruzar. Siguió los carteles oxidados que indicaban los lavabos en el sótano de la estación central.

Le pagó treinta céntimos a la adusta mujer que había en la puerta. Las dos monedas tintinearon en el cuenco de cerámica que tenía en su mesita de picnic. Dentro del baño los compartimentos estaban vacíos y sorprendentemente limpios. Escogió el primero, echó el cerrojo y bajó la tapa del retrete. Se quitó la mochila. Vació todo el contenido sobre la tapa. Pasaporte, cartera, los teléfonos móviles y las baterías. La presentación en PowerPoint y el programa de la conferencia. Calzoncillos y calcetines. Una camisa y una camiseta. La edición de bolsillo de Torture Team de Philip Sands con la que se había quedado dormido en el avión. Y la cartera de Lindman. La repasó deprisa. Una American Express, una Visa. Ni siquiera tarjeta oro. Doscientos euros en billetes de veinte. Carné de conducir y un recibo de una consigna de equipajes en París. Mahmoud se detuvo. Volvió a mirar el recibo, le dio la vuelta. Lindman había mencionado que había escondido algo en París. ¿Había mejor lugar que una consigna de equipajes? Quizá merecía la pena hacer un intento. Se guardó el recibo en su propia cartera y siguió hurgando entre sus pertenencias sin saber exactamente qué estaba buscando. Fuera lo que fuera no parecía estar entre sus cosas. Buscó en los bolsillos de la mochila y de su ropa. Nada. Al final le dio la vuelta de dentro para fuera a la mochila de nailon.

Y ahí, al fondo del rincón izquierdo, había algo pegado con cinta aislante negra.

Arrancó la cinta con frenesí y acercó el objeto a la fría luz del fluorescente. Parecía una caja de cerillas de última tecnología, totalmente envuelta en plástico templado. Le dio varias vueltas. Podía ser cualquier cosa, pero para Mahmoud no cabía ninguna duda. Era un emisor de GPS. Era así como habían logrado seguirlo y dar con él en el hotel.

Y peor aún: era así como habían encontrado a Lindman. Mahmoud tuvo que sentarse en el suelo, todavía con el emisor en la mano. Había conducido a los norteamericanos, o quienes fueran, directos hasta Lindman. No importaba cuántas maniobras evasivas hubiera intentado. La idea lo hizo sentirse mareado. La muerte de Lindman era culpa suya, su responsabilidad. ¿Cómo pudo ser tan ingenuo? No se lo había tomado del todo en serio. Aunque había tenido indicadores de que estaba siendo vigilado, no los había terminado de reconocer abiertamente. Pero ahora mismo no podía dejarse vencer por el arrepentimiento y la angustia. Quizá habría tiempo para ello. Pero desde luego, no ahora.

Con un esfuerzo se levantó y recogió sus cosas. Tiró los dos teléfonos junto con las baterías al cubo de basura para compresas. No podía permitirse correr el riesgo de que también pudieran rastrearlos. Por un instante sopesó tirar el emisor allí también, pero cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. El resto de cosas, el libro y la ropa interior, pasaporte y carteras, las volvió a meter en la mochila. Se la ajustó a la espalda, abrió la puerta y salió de los baños.

Mientras cruzaba la estación central se preguntó cómo habían logrado meterle el emisor en la mochila. No la había facturado en el avión y nunca la había perdido de vista. Excepto cuando se le había caído en el aeropuerto. La chica guapa de ojos verdes. ¿Era posible? ¿Por qué no? ¿Por qué iba a ser una chica guapa menos criminal que cualquier otra persona? Negó con la cabeza. Menudo idiota había sido.

Mahmoud siguió los carteles que indicaban la parada de autobús y subió de un salto al primero que pasó. Buscó un asiento libre detrás de la puerta trasera. Con la mano izquierda pegó el emisor de GPS debajo del asiento con ayuda del celo. Cuando estuvo seguro de que estaba bien pegado se levantó y bajó del autobús justo antes de que cerraran las puertas. No sabía adónde se dirigía el transporte, pero por lo menos mantendría entretenidos durante un rato a los perseguidores. Y por parte de Mahmoud, había llegado la hora de tomar la iniciativa.