Kurdistán
Es tan hermoso. Al atardecer, el cerro ondulado es mate como la seda pura. La calima flotando sobre las cumbres, el cielo tan alto y tan azul que casi se ve blanco. Por dentro canto una canción cuyo nombre no me sé, una de un grupo que a lo mejor se llama Dire Straits. No tengo ni idea de música. Me interesa igual de poco que la ficción. Pero hay algo en este verso: These mist covered mountains are a home now for me. Algo en ese tono eléctrico y consolador de la guitarra.
Aquí no huele a nada. Este paisaje carece de aroma. Solo al gasoil que pierde el motor del Landcruiser. Té negro y dulce cuando paramos para almorzar. La comida es sencilla, a base de pan, yogur, nueces, en ocasiones cordero. Comida para campesinos y soldados. Raciones de guerra, a pesar de que vemos tomates, higos, granadas en los puestos de la carretera. Hasta el momento lo han tenido fácil. ¿Se estarán preparando para lo que pueda venir?
Me duele el cuerpo, de pronto percibo cualquier agujero, huella de neumático y piedrecita que los amortiguadores moribundos del coche no consiguen atenuar. ¿Cuántos cientos de kilómetros llevamos en este trasto? ¿Cuántos kilómetros he viajado en coches como este, por rutas y caminos de burro y tractores similares?
Es otra época. Ahora las alianzas que hacemos aquí fuera son a plazo cada vez más corto. En el campo de batalla. El campo real, no en sentido metafórico. Estrechamos los lazos de confianza con vasos de té, de uno en uno, solo para soltar nuestras promesas antes de que el sabor del té desaparezca de nuestras bocas. Ya no vivimos tras una fachada. No de la misma manera. Los parámetros han cambiado. Ya no es un juego de sumas que tiende a cero. El objetivo ya no es no perder. ¿Quién se había creído que era posible ganar antes de aquel día incomprensible que escalaron el muro? Al mismo tiempo, no ha cambiado nada. Para mí todo sigue siendo una cuestión de supervivencia.
—Estoy hasta los cojones de esta mierda de coche —le dice mi compañero a nadie en especial, pero yo soy el único, aparte del intérprete, que habla inglés.
Es su manera de empezar. Crearse una superficie donde moverse. Para mí no es nuevo. Conozco a los de su clase.
—¿Qué has dicho? —digo yo.
A pesar de haberlo oído. Echo un vistazo en dirección a él. Va sentado a mi lado en el asiento de atrás, hundido en el asiento agrietado en una postura que le dará problemas de espalda esta misma noche. Su coronilla despejada, su calvicie incipiente. La cicatriz gruesa y mal curada que le sale del nacimiento del pelo y le corre como un alambre de espino por toda la mejilla izquierda. La cicatriz que le estira y tensa la cara, la que le da una sonrisa singular y asimétrica, imposible de interpretar.
En realidad no sé nada de él, aparte de que bebía Jim Beam hasta que la botella que traía consigo se acabó ayer y tuvo que pasarse a un brebaje trementinoso que había comprado sin dilación en las afueras de un mercado en Mosul. Echa de menos seguir el fútbol americano universitario, dice.
Yo ya no bebo nada más fuerte que el té negro. Todos bebemos o demasiado o nada. Echo de menos la monotonía de la natación. Echo de menos los largos en la piscina, el olor a cloro, el sonido de los azulejos. Echo de menos los músculos tensándose y doliéndome por el esfuerzo.
—He dicho que estoy hasta los cojones de esta mierda de coche. Invertimos toneladas de dinero en esta guerra pero somos incapaces de usar coches de verdad sobre el terreno. La clásica mierda del Pentágono. ¿O no?
Me encojo de hombros. No me interesa el lloriqueo quejumbroso y la cháchara de los de su calaña. No hemos hablado sobre el tema, pero es evidente que es exmilitar. Carece de la inteligencia metálica y letal de un Navy seal, así que no cabe duda de que es de las Fuerzas Especiales. Su perspectiva es torpe, objetiva, desconsiderada. No sabe nada de Oriente Medio, desconoce la importancia de tomar té, no sabe nada de nada excepto la distancia más corta entre dos puntos. Un hombre para cuadrados y líneas rectas, no para la inconsecuencia, la frustración ni la paciencia en la tierra del crepúsculo.
En el viejo mundo —el que llegó a su fin hace menos de un año y que ya apenas recordamos—, él era uno de los que venían después de mí, uno de los que actuaban según la información que yo generaba. En el viejo mundo trabajábamos en turnos diferentes. Ahora trabajamos codo con codo.
—El intérprete ha dicho que falta media hora más —digo.
Me reclino y cierro los ojos. Dejo que el ritmo, el camino irregular, la imperceptible irritación, me envuelvan en un sueño vacío.
Está casi oscuro cuando el coche entra rodando en el poblado. Son todos iguales. Grises, llenos de piedra, grava, colada, cabras. En la penumbra se podría decir que es el mismo pueblo del que partimos, el mismo al que nos dirigiremos mañana. Unos cuantos niños corren al lado del coche y gritan algo que ni oigo ni entiendo. Somos comerciantes de promesas y armas y nos reciben como héroes en cada rincón de este país provisional. Las expectativas son altas y no hacemos nada para reducirlas. Nuestro trabajo es entusiasmar.
—¿Hemos llegado? —le pregunto en árabe al conductor.
El hombre asiente con la cabeza y aminora en lo que con una dosis de buena voluntad podría describirse como una plaza polvorienta. Hombres sucios con caftanes, pañuelos en la cabeza y una abigarrada colección de armas están reunidos en un pequeño grupo delante de una de las casitas de piedra. Ahuyentan a los niños.
Mi compañero duerme y yo lo sacudo fuerte del hombro. Se despierta al instante, como si nunca se hubiera quedado dormido.
—Hemos llegado —le informo.
—Vaya agujero —dice él.
Bajamos del coche y los hombres vienen a nuestro encuentro, intercambiamos formalidades. Mi compañero sonríe con ironía cuando se inclina, pero pronuncia las frases de cortesía a la perfección. Tiene buen oído para las lenguas, pero le falta paciencia para aprender cualquiera que no sea inglés. Las sombras lo habrían engullido en un segundo. No le interesan los matices.
Dentro de la casa —poco más que una choza, suelo de tierra, hogar encendido— tomamos el enésimo vaso de té y yo miento sobre las intenciones de nuestro país. Él pide algo más fuerte que el té y nuestros anfitriones agitan una botella que parece contener whisky de una marca que no he visto antes. Están ansiosos de victoria. Sus miradas transmiten inmortalidad. Justo ahora, en este instante, han alcanzado aquello por lo que han luchado durante mil años. Dominan las fronteras del país que se han inventado. Tomaron Mosul un par de días atrás y no pueden dejar de explicar sus proezas, la relevancia histórica. Yo los felicito una y otra vez y les explico lo impresionados que estamos de su valor. Les prometo armas. Apoyo aéreo.
—¿Apoyo aéreo? —preguntan, como hacen siempre. Por lo visto la palabra kurda no es lo bastante clara.
—Le meteremos una bomba por el culo a Sadam como se acerque por aquí —dice mi compañero, cansado de oírme explicar siempre la misma cosa—. Tradúceselo —dice haciéndole un gesto al intérprete, que obedece.
Nuestros anfitriones se ríen, se dan palmadas en la espalda, sirven más del sospechoso whisky en los vasos sucios de té.
Al final están satisfechos con mis promesas. Quieren tocar con sus propias manos el poder estadounidense, así que los sacamos al Landcruiser.
Mi compañero baja tres cajas y abre la primera bajo el haz de luz de los faros del coche.
—Lanzagranadas —dice—. Tres. Con estos cabroncetes haréis saltar por los aires cualquier carro de combate.
Los campesinos, ahora partisanos, soldados, libertadores, leyendas, se inclinan devotos y cogen las armas. Se las van pasando.
—Luego os hacemos la instrucción —dice.
—No es necesario —dicen los libertadores, las leyendas—. Sabemos manejar armas.
Mi compañero coge los lanzagranadas con decisión y los vuelve a meter en la caja.
—Luego os hacemos la instrucción.
—¿Podemos ver la munición? —dicen los soldados.
Mi compañero abre la otra caja y les muestra las granadas. Hay veinte, apenas da para la instrucción de mañana.
—¿Eso es todo? —dicen los partisanos.
—Es todo lo que tenemos hoy —digo yo—. Pero como ya he dicho, entregaremos más durante la semana.
Murmuran.
—Pero ¿y si los iraquíes llegan antes que vosotros?
—Entonces les meteremos una bomba por el culo —dice mi compañero y se vuelve hacia el intérprete—. Tradúcelo.
Los campesinos se ríen, niegan con la cabeza.
En la última caja hay más munición para sus armas rusas. Están decepcionados. Se esperaban más. El fervor arde con menos intensidad en sus ojos. Pero arde.
Los campesinos, partisanos, susurran entre sí. La instrucción ha sido completada. La cena tardía, terminada. El té ha sido sustituido por botellas parecidas a las de mi compañero. Están excitados, fervorosos. Veo que los movimientos de mi compañero se ralentizan, empieza a relajar la cara. Ha bebido de forma constante, sin parar, desde que hemos llegado.
El intérprete se encoge de hombros.
—Quieren enseñaros algo. Pero no sé el qué.
Al final están todos de acuerdo, nos cogen de las manos. Ebrios. Es obvio que la decepción por los lanzagranadas ha quedado atrás. Vuelven a ser soldados, libertadores, leyendas pasajeras. Nos sacan del pueblo. Caminamos sobre grava y piedras iluminadas por la luna, entre oscuridad y plata. Hasta otro conjunto de casitas pequeñas y bajas. Huele a cabras. A lo mejor las casas son almacenes o cuadras. Delante de una de las construcciones hay una leyenda barbuda, un partisano. De su hombro cuelga una metralleta rusa. Tiene un cigarrillo casi apagado en la comisura de la boca.
Deja caer la colilla al suelo, la aplasta con el pie, abre la puerta torcida de madera para dejarnos pasar. Las luces de las linternas que llevan los hombres saltan y tiemblan en la oscuridad de allí dentro, resulta difícil enfocar. La peste es insoportable. Animales y otra cosa, algo más amargo. Al final las linternas se posan sobre un par de sacos en el rincón del fondo, el más alejado de la puerta. Tres de los hombres se acercan a los sacos y los patean, les gritan, tiran de ellos.
Los sacos se mueven, se lamentan, se encogen. Los hombres los levantan, vierten su contenido sobre el suelo de hormigón lleno de mierda. Son dos muchachos muertos de miedo, apenas adultos, con las caras destrozadas y uniformes desgarrados, holgados. Dos muchachos iraquíes muertos de miedo.
Las leyendas se ríen y escupen a los chicos. Tacos en árabe. El intérprete se vuelve hacia nosotros, se encoge de hombros.
—Dicen que los prisioneros se niegan a decir nada. Que aseguran que solo son soldados de infantería.
Niego con la cabeza.
—Eso es porque solo son soldados de infantería. ¿Qué quieren que les cuenten?
Por el rabillo del ojo veo que mi compañero desaparece por la puerta.
Lo alcanzo junto al Toyota. Está tocando algo del motor, el capó está abierto. Unos cables de arranque le cuelgan al cuello.
—¿Qué coño haces? —le digo.
Él no responde. Toquetea el motor con las dos manos hasta que encuentra la batería y la saca. La deja en el suelo de tierra.
—Coge de aquí —farfulla.
—¿Por qué?
A pesar de saberlo.
—No seas idiota —dice él.
Me mira a los ojos. Un brillo nuevo. Un atisbo de puro sadismo. El sonido de metal de los cables de arranque cuando los azota entre sí.
—Un poco de corriente directa en los huevos les soltará la lengua a nuestros amigos iraquíes.
Noto que se me seca la boca. La cabeza me palpita.
—Estás demasiado borracho —respondo—. No son más que dos críos de infantería que quedaron rezagados en la retirada de Mosul.
—Si no quieres ayudar puedes quedarte aquí esperando en el coche —dice él y se agacha para coger la batería.
El pánico que se me viene encima a hurtadillas. El pequeño orificio por el que se me escapa el control como una fuga de aceite. Veo lo esquivos que son sus ojos. No hay nada que decir. Ningún argumento hará mella.
Saco la Glock del cinturón. Siento su peso en mi mano. Gritos de queja llegan desde las cuadras. Tonos que se elevan. Golpes. ¿Dónde coño está el intérprete? ¿Y el conductor?
—Te doy una última oportunidad para volver a poner la maldita batería en el coche —le digo.
Él gira la cabeza para mirarme. Niega en silencio. Escupe a mis pies.
—Eres una auténtica nenaza de mierda —dice él—. Igual que tu pequeña zorra en Damasco.
Lo golpeo con el cañón de la pistola justo en el tabique nasal. Oigo un crujido de hueso y cartílago. Veo sangre derramándose en el suelo. Estoy sentado sobre su pecho antes de que él siquiera tenga tiempo de llevarse las manos a la cara.
—¿Qué cojones has dicho? —pregunto—. ¿Qué cojones sabes tú de Damasco?
El sabor a metal y endorfinas en la boca. El sabor a pánico y a no retorno. Aprieto la boca de la Glock contra su ojo, lo obligo a apoyar el cogote en la tierra plateada y ensangrentada.
—Conseguiste que mataran a tu putita —espeta él—. La hiciste volar en mil pedazos…
—¡Cierra la boca! —rujo.
Aprieto la pistola aún más contra su ojo. Después alguien me levanta desde atrás. Unas manos agarran las mías. La Glock se desprende de ellas con un giro. Veo que los campesinos se inclinan sobre mi compañero, lo levantan a él también. Lo ponen de pie, lejos de mí. Él escupe sangre, se sorbe y se sacude. Silba al respirar.
—Tendrías que haber sido tú. Lo sabes, maricón de mierda.
Abandonamos el pueblo a primera hora de la mañana. Caen gotas. Llovizna. Atrás dejamos tres lanzagranadas, una veintena de granadas que no perforan el acero blindado, unas cuantas rondas de munición para kaláshnikovs, dos iraquíes maltratados. Atrás dejamos el ayer. La sangre en el suelo de tierra. Lo que se dijo y lo que no. Nunca hay otra alternativa más que seguir adelante.
Me doy la vuelta. En el asiento de atrás mi compañero ya está durmiendo. Un vendaje provisional y la peste a alcohol son los únicos recuerdos de ayer. Mi cabeza se niega a calmarse. Pienso en los rumores y los cotilleos. Lo que el iraquí del ferry en Estocolmo no quería contar. Lo que yo no quería que contara.
Pienso en los ojos como platos del bebé, en cómo lo abandoné. En que nada podrá arreglarse jamás. Pienso en los tejados de Beirut. En el calor y en la resistencia que oponía el gatillo. Pienso en todo en lo que tenemos que confiar para que el mundo no sucumba. Las alianzas cambiantes. Pienso en los planos del paso subterráneo que le entregué aquella tarde helada, con las decoraciones navideñas reflejadas en el agua, en el cristal de sus gafas. Una vía en un acuerdo que ahora ya ha invertido el rumbo.
Pienso en que los campesinos a los que acabamos de dejar atrás serán ejecutados en cuanto Sadam ponga rumbo al norte. Pienso en que nunca hacemos lo que decimos. En que nunca mantenemos nuestras promesas. En que al final siempre sacrificamos a aquellos a los que nos decimos que estamos salvando.