Bruselas, Bélgica
Klara se despertó con el ruido de un mensaje en el móvil. Se frotó los ojos y alargó la mano para leerlo. Eva-Karin.
«8.30 en oficina, ¿sí?».
Conciso, como de costumbre. El teclado numérico del teléfono era demasiado pequeño para los dedos de Eva-Karin. Cosa que, naturalmente, se negaba a reconocer.
Klara se pasó las manos por la cara en un intento de quitarse el sueño. El móvil indicaba que eran poco más de las siete. Recordaba que Cyril la había intentado despertar hacía un rato, pero ella se había dado la vuelta y había vuelto a dormirse. Él había cogido un tren a primera hora de regreso a París. Algo sobre una reunión, distrito electoral, lo que fuera.
Seguro que Eva-Karin quería darle algunas instrucciones para el resto de la semana. Su vuelo de vuelta a Suecia salía antes de la comida. Pero querría pasarse también por el Parlamento para fichar en la lista de pagos. Los parlamentarios recibían dietas por todos los días que trabajaban en Bruselas. Eran muchos los que tomaban un vuelo el viernes por la mañana en lugar de la noche anterior para así poder facturar un día extra.
«Como si no tuvieran bastante sueldo —pensó Klara—. Ratas de mierda».
«OK», respondió, y se incorporó en la cama.
Encendió la lamparita de noche y miró a su alrededor. El dormitorio tenía luz natural y estaba limpio. Nada de ropa tirada en el suelo. En una esquina había una silla redonda de plástico transparente de la casa Kartell. Un biombo. Un grabado abstracto, firmado y numerado, en rojo y azul en la pared junto a la puerta. Ventanas a la calle cubiertas con cortinas blancas y gruesas que le daban a la habitación un aspecto —si no acogedor— de hotel. Toda la estancia tenía un aire de clase media-alta neutral y europea. Era un apartamento elegante e impecable donde pernoctar.
Klara no sabía cuánto rato se había quedado delante del bar de tapas la noche antes. Lo suficiente como para sentirse segura de que la chica de la coleta no iba a volver. Al final había hecho de tripas corazón y había vuelto a su portal con paso decidido. Con todos los sentidos alerta había subido la quejumbrosa escalera y se había detenido delante de su delgada puerta, en el último piso del edificio. Había respirado hondo, girado la llave en la cerradura y abierto la puerta de par en par.
El piso estaba oscuro y en silencio cuando cruzó el umbral y encendió la luz del salón. No sabía qué se había esperado. ¿Que todo el piso estuviera del revés? ¿Sofá rajado y televisor destrozado? Pero todo estaba como siempre. Los cojines del sofá estaban dispuestos tal y como ella los solía dejar. El último número de New Yorker estaba abierto por la reseña del nuevo libro de John le Carré, tal como ella lo había dejado por la mañana. Había trepado por la escalerilla hasta su habitación-desván. Las sábanas revueltas. Sus bragas de Agent Provocateur de color rosa estaban hechas un embrollo a los pies de la cama, justo donde Cyril se las había arrancado ocho horas antes. Todo estaba como siempre, tal como debía estar.
¿Era todo fruto de su imaginación? ¿Podían venir los ruidos que había oído de algún otro sitio? ¿Era posible que la chica que había salido del portal fuera solo una vecina a la que no conocía?
Sentada en el clínicamente pulcro retrete de Cyril, Klara se masajeaba las sienes con las puntas de los dedos. Un leve dolor de cabeza había comenzado a hacerse notar en cuanto se levantó de la cama. Por el momento solo podía intuirlo, pero sabía que si no se tomaba alguna pastilla cuanto antes, pronto tendría que vérselas con toda su fuerza. Se limpió y abrió el armarito del espejo de Cyril.
En el estante superior había una cajetilla de paracetamol. Klara sacó un blíster, liberó dos pastillas y se las tomó con un trago de agua del grifo. Estaba a punto de cerrar el armarito cuando observó algo que le hizo dar un respingo. Dos cepillos de dientes.
Uno azul.
Y otro rosa.
En contra de su voluntad cogió el rosa y lo levantó bajo el haz de luz. Parecía usado. Cuando iba a ponerlo de vuelta en su sitio descubrió otro cepillo. Uno pequeño, con Blancanieves en el mango.
Con la angustia aumentando en su interior, Klara salió a la cocina americana. Toda ella era de Miele, con isla incluida. Ventanas del suelo al techo con vistas a los cuatro árboles de la plaza de Ambiorix. Un diván blanco y caro en la parte del salón, un televisor anclado a la pared. Una mesa de comedor de roble con seis sillas Kartell, iguales que la del dormitorio. Un cartel enmarcado de alguna exposición de Duchamp en el MoMA de Nueva York. Todo de una pulcritud clínica y de lo más impersonal. Aun así faltaba algo. Las palabras de Cyril del otro día resonaban en la cabeza de Klara. «Cualquier persona que viva en el extranjero tiene fotos de su familia».
Klara volvió al dormitorio. Estaba de pie delante de la cama. Una mesita de noche a cada lado. Dos lamparitas de diseño con pantallas cilíndricas de metal blanco pulido. Rodeó la cama hasta el lado en el que había dormido Cyril. Su almohada aún conservaba el hoyo que había dejado su cabeza. Su olor aún seguía allí cuando Klara se inclinó. Cerró los ojos mientras tiraba del único cajón de la mesita. Poco a poco los fue abriendo.
Allí dentro solo había un marco de foto puesto boca abajo. De pronto Klara se sintió pesada, como si sus piernas ya no tuvieran fuerzas para sostenerla. Con cuidado se sentó en el borde de la cama y le dio la vuelta a la foto.