Bruselas, Bélgica
Mahmoud miraba al techo tumbado en la dura cama del hotel. Estaba agotado, tan cansado que no podía dormir. Y su cerebro no le daba margen para recuperarse. Desde que había decidido hospedarse en aquel hotel barato del centro de Bruselas, a un tiro de piedra del Boulevard Anspach, no había podido conciliar ni un minuto de sueño. Giró el brazo. Las cifras verde fosforito de su reloj marcaban las 04.35.
Acababa de apoyar otra vez la cabeza en la almohada para hacer un nuevo intento en vano de dormir cuando lo oyó. Un ruido crepitante de neumático sobre asfalto, un coche que se deslizaba lentamente con el motor apagado. El crujido cesó delante de su ventana y le siguió el ruido de puertas que se abrían y cerraban con cuidado, casi en silencio.
Demasiadas molestias. Mahmoud se incorporó en la cama y aguzó al máximo el oído. La ventana de un solo cristal filtraba casi todos los ruidos de la calle, a pesar de que estaba en la cuarta planta. Lo que oía le parecieron botas y susurros, voces disciplinadas. Gore-Tex y armas automáticas. Recuerdos de otra época. Una unidad que se estaba preparando.
Mahmoud se puso la ropa a toda prisa y apartó ligeramente la cortina para echar un vistazo a la iluminada calle de atrás. Había medio esperado encontrarse coches patrulla de la policía y la calle cortada, pero allí abajo solo había una furgoneta de color negro. Llegó justo a tiempo de ver lo que parecían tres individuos también de negro que doblaban la esquina a paso ligero en dirección a la entrada del hotel.
Había una cuarta persona junto al parachoques delantero del vehículo y parecía ocupado con algo al pie de la farola. Estaba de espaldas a Mahmoud, así que este no pudo ver qué estaba haciendo. Pero de pronto la farola se apagó y el callejón quedó a oscuras. Algo verde, como el texto de los ordenadores de antaño, titiló por un segundo donde Mahmoud intuía que debía de estar la cabeza del hombre.
«Visión nocturna», pensó y corrió la cortina por acto reflejo. El hombre debía de haber apagado la farola para poder vigilar la ventana de Mahmoud con gafas de visión nocturna. Definitivamente, no eran policías.
Cuando pegó la oreja a la puerta le pareció oír pasos más abajo en el edificio. Suelas de goma silenciosas pero rápidas sobre la moqueta moteada. Pero ni siquiera estos profesionales podían disimular el hecho de que las escaleras crujían y chirriaban al pisarlas, como si fueran seres vivos. Mahmoud comprendió que no tenía mucho tiempo. Apretó tanto los dientes que le dolió la mandíbula. El repentino estrés era como mercurio corriendo por sus venas. Estaría muerto en menos de cinco minutos. No podía quedarse ahí sentado para recibir a sus asesinos.
Rápidamente metió sus cosas en la mochila y se la sujetó fuerte a la espalda antes de abrir la puerta con cuidado. El pasillo aún estaba vacío, pero pudo distinguir los pasos, sigilosos pero efectivos, acercándose. Sonaba como si estuvieran en el piso de abajo.
Al otro lado del pasillo desde la habitación de Mahmoud estaba la salida de emergencia. Las escaleras normales estaban en la otra punta. Decidió jugársela. Tres pasos rápidos con piernas que temblaban por la adrenalina. Empujó la puerta y una bofetada de aire saturado de hormigón y humedad le azotó la cara.
La escalera de caracol estaba vacía, en silencio, a oscuras. Mahmoud partía de la base de que sus perseguidores habían puesto un guardia en recepción o incluso junto a la puerta de la escalera de emergencia, por lo que decidió ir hacia arriba. Al mismo tiempo que comenzaba a subir por el primer tramo, totalmente a oscuras, intuyó unos pasos en el pasillo a su espalda. Parecía que había varias personas. Oyó cómo se acercaban, no podían estar a más de diez metros de su posición.
Subió los dos primeros tramos de escalera lo más ágilmente que pudo, los escalones de dos en dos. Al tropezar con un descansillo y rasparse las rodillas no pudo reprimir un taco silencioso. Todo estaba negro y no se atrevía a encender la luz.
A través de las finas paredes pudo oír cómo alguien le soltaba una patada a lo que intuyó debía de ser la puerta de su habitación, en algún punto por detrás y por debajo de donde estaba ahora. Madera astillándose. Voces apagadas que daban órdenes en staccato. A pesar del frío de la escalera, Mahmoud pudo notar que empezaba a sudarle la nuca. Continuó subiendo. A mitad de camino para llegar a la séptima y última planta del hotel, oyó que una puerta se abría más abajo. Una rendija de luz se abrió paso en la oscuridad un par de pisos más abajo y una sombra llenó el hueco de la escalera. Había alguien en la puerta de la salida de emergencia.
Mahmoud ya estaba arriba del todo. Abajo había un grupo de personas que parecían estar decididas a matarlo. El único camino a seguir era la puerta que daba al pasillo de la séptima planta. Si la abría, los asesinos verían la luz y lo descubrirían. Se sentó en cuclillas e intentó no respirar, no moverse. No hacer nada que pudiera revelar su existencia.
Mahmoud tanteó la pared en busca de la manilla de la puerta. Sus manos toparon con una cajetilla cuadrada, lisa. Se giró lentamente hacia ella. Abrió los ojos de par en par para ver en la oscuridad. Una alarma de incendios. En su cabeza resonó una voz de otros tiempos:
«Si tienes los pronósticos en contra, el caos es tu mejor amigo».
Caos. Mahmoud hurgó en el bolsillo y sacó la llave de la habitación. Caos. Se levantó lo más silencioso que pudo. Respiró hondo. Alzó el brazo con la llave en la mano y golpeó el cristal de la alarma de incendios con todas sus fuerzas.
En el hueco de la escalera estalló una alarma ensordecedora y anticuada. El volumen lo cogió por sorpresa y tuvo que taparse los oídos mientras intentaba asimilar lo que había hecho.
Pasaron unos segundos. Después la sombra de abajo comenzó a moverse hacia arriba. La luz se encendió y toda la escalera quedó inundada por el resplandor de los fluorescentes. Varios pares de pies comenzaron a moverse a paso rápido en dirección a la séptima planta. «Vienen a por mí —pensó Mahmoud—. Se acabó. Se acabó de verdad». La alarma cantaba a su alrededor, dentro de él. Amenazaba con volverlo loco.
Bajó la manilla de la puerta, la abrió de un bandazo y entró corriendo al pasillo de la sexta planta.
—Está aquí arriba. ¡Vamos! —oyó gritar una voz grave más abajo.
Mahmoud salió tropezando al pasillo. Miró desesperadamente a su alrededor. Un hombre de mediana edad con el pelo revuelto abrió la puerta de una de las habitaciones y dijo algo que quedó ahogado por la alarma. Al final del pasillo Mahmoud vio una escalera que continuaba hacia arriba. No tenía la menor idea de adónde llevaba, pero corrió hacia ella. Cuando la alcanzó vio que solo eran un par de escalones que terminaban en una puerta que estaba cerrada con candado. Junto a ella había un gran extintor. Mahmoud lo levantó y lo arremetió con fuerza contra la grapa con la que el candado se sujetaba a la pared. Falló el golpe y el extintor se le cayó al suelo. Con manos temblorosas lo volvió a levantar.
Al segundo intento acertó en la grapa, que salió volando trazando un complaciente arco en el aire. El candado rebotó en la moqueta. Mahmoud bajó la manilla de la puerta al mismo tiempo que por el rabillo del ojo pudo vislumbrar que la puerta de la escalera de emergencias se volvía a abrir. Sus perseguidores casi lo habían alcanzado. El pánico se apoderó de él y Mahmoud abrió la puerta con una fuerza descomunal. El frío gélido que lo recibió fuera estuvo a punto de cortarle la respiración. La repentina libertad de la alarma era sedante.
Ante sus ojos había una terraza mal cuidada del tamaño de media cancha de tenis. Él estaba en la esquina del edificio del hotel, siete pisos por encima del suelo. Los dos lados de la terraza que daban a la calle estaban delimitados por una malla de alambre rota y oxidada. Desde abajo llegaba el ruido de sirenas lejanas. Los bomberos ya iban de camino. Mahmoud tendría su caos.
A su izquierda había un par de varillas de acero corrugado fijadas a la fachada a modo de escalera provisional. No tenía mucho donde elegir. Lo único que podía hacer era seguir subiendo. De alguna forma logró trepar y reptar hasta el tejado inclinado del hotel. Las tejas parecían moverse bajo su cuerpo. No había tiempo para pensar en la altura a la que se encontraba.
Dio gracias a Dios porque la inclinación del tejado no fuera más pronunciada. Con los brazos a un lado del caballete y el cuerpo al otro, comenzó a alejarse. No tenía ni idea de hacia dónde estaba yendo. Pero a la luz de la luna pudo distinguir una tapa negra y cuadrada de metal que quedaba a unos dos metros de distancia en el tejado. A lo mejor era una salida de ventilación o la entrada a una buhardilla. Mahmoud comenzó a moverse hacia allí. En la terraza de abajo oyó cómo sus perseguidores salían por la puerta.
—¿Cuál es la situación? Los bomberos están aquí. ¿Qué mierda de circo es esto? —oyó que alguien decía en inglés.
Le pareció que alguien corría hasta el otro lado de la terraza. Luego el ruido tembloroso y ondulante de la malla de alambre.
—Aquí no hay nadie. Como no haya saltado —informó la voz a sus compañeros tras un par de segundos.
—Debe de haber seguido hacia arriba.
Mahmoud oyó que alguien empezaba a trepar por la escalera improvisada hacia el tejado. Al mismo tiempo él llegaba a la trampilla.
Si pudiera abrirla quizá podría meterse por ella y esconderse allí dentro. Con sumo cuidado se descolgó, meciéndose en el viento, hasta que sus pies aterrizaron en la tapa. Luego se dio la vuelta con un movimiento intrincado y se sentó en cuclillas. Tenía las manos rígidas y le resbalaban en el acero. La adrenalina. El corazón que parecía estar abriéndole un agujero en el pecho.
Al tercer intento logró agarrar los bordes y empezó a mover la tapa. Justo cuando comenzó a notar que estaba cediendo oyó que alguien se subía al tejado.
—¡Objetivo localizado! —dijo una voz tranquila a su espalda.