19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

George tragó saliva y se inclinó para abrir el archivador amarillo. En algún lugar de su mente ya sabía lo que se escondía allí dentro. Era imposible, pero lo sabía.

Y en cuanto vio el logotipo del bufete de abogados Gottlieb en la primera página comprendió que estaba jodido. Sacó el documento lentamente. Era como si la sala temblara y crepitara a su alrededor.

Lo que tenía en las manos era una copia del acuerdo de confidencialidad que tenían él y Mikael Persson, socio del bufete Gottlieb. Solo existían dos ejemplares del convenio. Uno estaba en la caja fuerte de George en Estocolmo y el otro había visto a Persson guardarlo en la caja fuerte de su despacho en la plaza Norrmalmstorg. George le echó un vistazo rápido con ojos entornados. En realidad no quería verlo, no quería leerlo, no quería hacer como que estaba sentado en un salón sin amueblar en Bruselas junto a un hombre que parecía el gemelo malo de Gene Hackman y sosteniendo aquel acuerdo entre las manos. Pero a pesar de que no tenía la menor duda, quería comprobar que era el documento correcto.

Lo era, naturalmente.

Estaba todo ahí. Hasta el último párrafo irrefutable. No era ni largo ni detallado, se limitaba a especificar que ni George ni Persson podían decir ni media palabra acerca de sus esporádicas relaciones con el fondo de inversión Oaktree Mutual. Apenas mencionar la existencia del contrato de confidencialidad ya era un delito contra el mismo. Cosa que, por otro lado, complicaba aún más el poder invocarlo. Pero el día que lo firmaron, George no estaba en posición de proponer cambios.

En sí mismo el acuerdo no era especialmente agravante. Pero era vertiginoso, convulsivo, ver que Reiper había tenido acceso a él y que incluso lo había copiado.

George no quería seguir mirando el archivador. Sabía lo que iba a encontrar.

Aun así no podía evitarlo.

Y tal como había sospechado, el resto de documentos estaba compuesto por unas treinta y cinco hojas de correspondencia vía e-mail y extractos bancarios. En conjunto demostraban, sin dejar el menor atisbo de duda, que George había cobrado por filtrar información a Oaktree Mutual sobre una gran fusión empresarial con la que estaba asistiendo a Persson.

Oaktree había sido una de las firmas inversoras que habían financiado la fusión. Pero al mismo tiempo, mediante testaferros, había comerciado con acciones en ambas empresas. Con la información de George había sido imposible que ninguna de las dos partes fracasara con sus colocaciones. Jugaban a póquer de alto riesgo con cartas marcadas. George no quería ni pensar en cuánto dinero debían de haber ganado gracias a su información, gracias a él. Las sumas que él recibió por las molestias eran insignificantes dentro del contexto, si bien eran cantidades desorbitadas para un jurista recién licenciado y con caprichos caros.

Pero George no había llegado a tener siquiera una parte del dinero antes de que Persson comenzara a sospechar. Era un zorro viejo de las grandes finanzas y enseguida comprendió que Oaktree Mutual jugaba a dos bandas. No era problema suyo siempre y cuando no usaran información venida de él. George no sabía cómo se las había ingeniado Persson para descubrir de dónde venían los soplos. Habían sido por lo menos diez juristas asistentes y tres socios los implicados en el negocio en Gottlieb. A lo mejor Persson escaneó los correos electrónicos que trataran del negocio. A lo mejor tuvo la intuición de que era George.

En cualquier caso, un día lo habían llamado al despacho de Persson y allí se lo había encontrado con una expresión digna de funeral. Sobre su mesa había un archivador prácticamente igual al que George tenía ahora en la mano.

Persson le había explicado secamente que el abuso grave de información privilegiada implicaba cárcel entre un mínimo de seis meses y un máximo de cuatro años. Más multa. Su carrera de abogacía y cualquier otro tipo de puesto de trabajo dentro del sistema económico sueco se habían convertido en humo. Por no hablar de la reacción de su viejo. Apenas veintisiete años y ya estaba quemado.

A decir verdad, George le había dado las gracias a Persson cuando este le había explicado que George iba a dimitir de forma inmediata de toda actividad y que nunca jamás mencionaría ni una sola palabra sobre aquel asunto. Persson aseguraba que habría preferido ir a la policía. Habría querido poner a George en la picota ante el tribunal de Estocolmo. Pero si salía a la luz que de alguna forma Gottlieb estaba envuelto en un abuso de información privilegiada, el daño sería demasiado grande. Un bufete de abogados del calibre de Gottlieb no podía permitirse el lujo de verse arrinconado en esa esquina del ring. «De la esposa de César no se puede ni sospechar», había dicho Persson.

George había firmado, había cobrado su indemnización y le había dado las gracias a su hada madrina. Hasta hacía un par de minutos casi había conseguido superar la vergüenza y el pánico horroroso que había sufrido aquel día.

—Te pido disculpas, George, pero, tal como te he dicho, realmente necesito tu ayuda y no puedo permitirme dudar de tu motivación.

George dio un respingo. No se había percatado de que Reiper se había puesto detrás del sofá.

Giró la cabeza.

Reiper no parecía del todo comprensivo. Más bien daba la impresión de que estuviera aliviado de haber terminado con las formalidades.

—¿Cómo…? —La voz de George no era más que un graznido solitario. De pronto tuvo la sensación de que le costaba respirar y se aflojó la corbata Ralph Lauren de color limón pálido—. ¿Cómo han conseguido toda esta información?

Reiper se limitó a hacer un aspaviento con sus burdas manos.

—Eso no es relevante. Tenemos nuestros métodos, como quizá empieces a comprobar. Pero centrémonos en tu papel para el futuro.

Miró la hora.

—Tendrás que disculparme, pero me espera una noche ajetreada, así que tendremos que darnos un poco de prisa.

George solo tenía fuerzas para asentir con la cabeza. Le dolía la garganta y se secó el sudor frío de la frente con las palmas de las manos. Se sentía como si su sistema inmunológico fuera a colapsar.

—Aquí —dijo Reiper y le lanzó una memoria USB a George—. En ese granujilla hay un programa muy útil. Nos da la posibilidad de ver exactamente qué está pasando en el ordenador en el que esté instalado. Lo que quiero que hagas es que entres en el Parlamento Europeo y lo instales en el portátil de Klara Walldéen.

—¿Pero cómo?

Es lo único que George logró decir.

—Seguro que lo sabrás resolver. Como ya habrás notado, tenemos recursos bastante impresionantes, pero nunca somos mejores que nuestros agentes de campo. Ahora eres nuestro agente en el Parlamento Europeo. Con tu condición de lobista tienes acceso a él siempre que quieras. Te mueves por sus pasillos como si fueras el dueño del lugar.

«¿Era a esto a lo que se había referido Appleby durante la cena?», se preguntó George. Le costaba imaginar que sus jefes de Merchant & Taylor se hubieran dedicado a la delincuencia de jovencitos.

—Y aquí… —dijo Reiper y puso un par de cilindros de plástico sobre la mesa.

Parecían dos tapones de botellas de plástico.

—Micrófonos. Debajo de la mesa de Klara en su despacho. Tiene que ser mañana a primera hora. Estamos bastante seguros de que su ordenador sigue en el trabajo. Y no te preocupes por la tecnología. Pan comido.

George cerró los ojos y se reclinó en el sofá.

—Lo siento, George, aún no ha llegado la hora de dormir. Josh tiene un par de cosas técnicas que enseñarte para mañana.

George no recordaba cómo había llegado a casa. Solo que de pronto estaba sentado en su Audi delante de su apartamento con el motor en marcha, poco después de la una de la madrugada. Estaba exhausto. Toqueteó el USB en el bolsillo. Si no fuera por la autenticidad de ese pequeño objeto, aquella noche podría haberse quedado en una mera pesadilla.