19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

Las vibraciones del teléfono, en algún lugar al fondo de un bolsillo del gabán de Klara, se abrían paso por su cansancio como el haz cortante de un láser. La semana había estado repleta de informes, reuniones de grupo, horas interminables en salas con falta de oxígeno, comidas de pie y largas noches delante del ordenador. El único punto de luz habían sido las horas que había pasado con Cyril en su piso. Todavía sentía un cosquilleo en todo el cuerpo.

No era la primera vez que le robaban un par de horas a la jornada laboral y tomaban taxis distintos a su casa para meterse en la cama. ¿Para qué disimular? Era así y punto. Y al principio había sido la mayor motivación. Lo prohibido. Escaparse de su vida de alto prestigio, hacer que él se escapara de la suya. Un poco deshonesto, un tanto sucio, pero sin ningún peligro. Un juego en el que nadie salía herido. Y merecía la pena andarse con cuidado. En el Parlamento Europeo los cotilleos eran inmediatos y devastadores. Una perito sueca y un parlamentario francés, medalla de oro en citas después del trabajo.

Pescó el teléfono del bolsillo. El corazón a galope. ¿Quizá habría salido antes de la cena? ¿Estaría yendo hacia su casa? Pero sus expectativas murieron en cuanto vio la pantallita del móvil. Jörgen Apelbom. Mierda. Se le había olvidado.

—¡Perdona, Jörgen! —respondió.

Su voz, lo más sincera y dulce que supo ponerla. Apoyó el teléfono en el hombro mientras buscaba las llaves de casa en el bolso.

—Lo siento muchísimo. Tenía tantas cosas…

—Sí, sí, sí —la cortó Jörgen—. Tenías muchas cosas que hacer. Bla, bla, bla. Como siempre. También me plantaste el martes.

Siguió soltándole el rollo, esforzándose por sonar irónicamente herido. Pero era una actuación demasiado mala. Detrás de la ironía Klara podía intuir su decepción real. Dios, qué pesadez.

En efecto, ella se había dejado convencer por Jörgen para ir a tomar una copa en el bar de prensa después del trabajo y hablar de algún informe sobre el anonimato en internet que el Partido Pirata por lo visto defendía a capa y espada. Ella se lo debía por todas las veces que él la había ayudado siempre que en el Parlamento Europeo surgía alguna duda sobre internet y la seguridad informática. Seguro que él pretendería convencer a los delegados socialdemócratas para que votaran igual que el Partido Pirata en esta cuestión. Así era como funcionaba. Favores de ida y favores de vuelta. Se ayudaban hasta donde podían.

Pero últimamente Jörgen se había empecinado en que debían verse más a menudo, cada semana en vez de una vez al mes. Además, las reuniones se habían ido desplazando a un horario cada vez más tardío y bajo unas formas cada vez más informales. Klara tenía una incipiente sensación de que los intereses de Jörgen quizá no eran solo profesionales. Y ahora este falso martirio quejumbroso.

—Sí, ¿qué quieres que te diga? —lo interrumpió ella.

Se sorprendió con la irritación que oyó en su propia voz, al tiempo que empujaba la puerta y entraba en el estrecho portal de su casa con un suspiro.

—En serio, Jörgen, me he olvidado. Sé que es una mierda, pero son cosas que pasan. Son las nueve y media, ¿por qué no has llamado antes si era tan importante?

La escalera estaba a oscuras. Klara estiró el brazo para apretar el interruptor de la luz. Pero no dio resultado. La bombilla debía de haberse fundido. Un golpe de aire cerró el portal a sus espaldas. De pronto tuvo la sensación de que había algo fuera de lugar.

—Estaba en una reunión —le dijo Jörgen al oído.

«Una reunión con World of Warcraft», pensó Klara, pero no dijo nada. Los escalones crujían bajo su cuerpo cuando comenzó el ascenso totalmente a oscuras hasta el cuarto piso.

—Hagamos lo siguiente —continuó él—. Como me has plantado dos veces tendrás que invitarme a cenar la semana que viene.

En algún punto por encima de su cabeza Klara, oyó el chirrido de una puerta que se abría con cuidado. Una cerradura soltó un chasquido cuando la puerta se cerró. Crujidos en la madera, como un eco de sus propias pisadas. Se detuvo en el descansillo entre el segundo y el tercer piso. Los pasos venían de más arriba. Los crujidos. Ella era la única que vivía arriba. Su cerebro iba tan despacio, no estaba preparado para algo así. La puerta que se había cerrado. Solo podía haber sido la suya.

Dio media vuelta y se abalanzó escaleras abajo, tropezó con el siguiente descansillo en la oscuridad. Un fuerte sabor a hierro en la boca. Las sienes le palpitaban. Giró como el rayo, bajaba los escalones de dos en dos, ni siquiera prestaba atención a si oía ruidos a su espalda. Tardó un par de segundos. Una eternidad. Se torció un poco el tobillo cuando puso el pie sobre los adoquines agrietados de la planta baja. Le dio igual. Avanzó a trompicones hasta el portal, tanteó el anticuado mecanismo de la cerradura. A su espalda solo había silencio. Nada. De alguna forma eso la asustaba aún más. Abrió el cierre, empujó la puerta y salió a la llovizna nocturna de Bruselas.

Cayó de bruces en el mundo real. Las farolas delante del parque, personas jóvenes bien vestidas que iban de camino a algún bar o a cenar tarde, la luz del pequeño bar de tapas español del portal de al lado. Corrió hasta la ventana. La seguridad en las copas de vino medio llenas de allí dentro, los platitos con jamón, tortilla, aceitunas. Las corbatas desajustadas y los pendientes brillantes. Se detuvo delante de la ventana y se dejó envolver por la cálida luz amarilla que salía por ella. Se volvió despacio hacia su portal.

—¿Hola? ¿Klara? ¿Estás ahí? ¿Qué estás haciendo?

La voz de Jörgen sonó lejana en el teléfono. Klara se lo pegó al oído.

—Perdona —dijo—. Es…

Al mismo tiempo vio que el portal de su casa se abría desde dentro.

—Te llamo luego —susurró sin aliento y cortó la llamada.

Se giró de nuevo hacia el bar e hizo ver que leía el menú. Se levantó el cuello del gabán para que le tapara las mejillas. Miró de reojo al portal.

Una chica joven. Quizá algún año más que ella. Coleta rubia y ropa de correr oscura y seria. Los reflectantes de las mallas y el jersey titilaban con la luz de los faros de los coches que pasaban por la calle. Postura erecta y segura. Una mochila ajustada a la espalda. Se inclinó hacia delante como estirando los muslos un par de veces. Después se levantó y pasó corriendo junto a Klara sin fijarse lo más mínimo en su presencia. A su paso dejó una intensa estela química de olor a chicle de canela norteamericano.

Klara esperó a que la chica hubiese girado la esquina y ella hubiese recuperado el aliento. Luego sacó el teléfono otra vez. Titubeó un segundo antes de marcar el número de Cyril.

Él se lo cogió después de seis tonos. Susurrando, un atisbo de irritación en su voz.

—Klara, es mal momento.

—Perdón —dijo ella—. Pero ha pasado algo. Solo quería preguntarte una cosa.

Pudo percibir la impaciencia al otro lado.

—Sí, ¿el qué? ¿Qué pasa?

—¿Puedo dormir contigo esta noche?

—¿Qué?

Klara pudo ver perfectamente la frente arrugada de Cyril y sentir lo incómodo que aquello le resultaba.

—¿Qué ha pasado?

Klara respiró hondo. Se sentía tonta e infantil. Pero también irritada con Cyril. ¿Por qué coño tenía que preguntar? ¿Por qué no, simplemente, decir «sí, por supuesto, ven»?

—Creo que han entrado en mi casa.

Cyril le dijo algo a alguien en francés. Tintineo de copas.

—¿Te han entrado en casa? ¿Has llamado a la policía?

—Mira, da igual —dijo Klara—. Olvida que te he llamado. Ya me las arreglaré yo sola.

Oyó cómo él ahogaba un suspiro.

—No, no, claro que puedes dormir en mi casa. ¿Puedes coger un taxi? Estamos esperando el postre. Dame una hora y media, ¿vale?

Klara cerró los ojos.

—Ni siquiera sé dónde vives.