8 de diciembre de 2013

Upsala, Suecia

En realidad Mahmoud Shammosh no estaba paranoico. Al contrario. Si alguien le preguntara, él se describiría como todo lo opuesto. Racional. Académico. Y más que ninguna otra cosa: decidido.

Mahmoud nunca había creído en la marginación ni en las conspiraciones. Eso era cosa de adolescentes, yihadistas y conspiranoicos. Él no había conseguido salir del cemento y la desesperanza de la periferia hasta alcanzar el doctorado en Upsala, pasando por todo lo que había tenido que aguantar, a base de buscar excusas. Si había algo de lo que estaba seguro era de que en nueve casos de cada diez la solución más simple era la correcta. La paranoia era cosa de perdedores.

Con un pequeño chasquido consiguió soltar su oxidada Crescent del aparcamiento de bicicletas delante del edificio Carolina Rediviva de la universidad. Una vez, mucho tiempo atrás, había sido de color azul claro. Solo los estudiantes de primer año tenían bicis bonitas en Upsala. Los veteranos sabían que esas las robaban la primera semana. La bicicleta de Mahmoud parecía hacer equilibrios en la finísima frontera entre el perfecto camuflaje y la total inutilidad.

Dio un par de pedaladas fuertes y luego dejó que la cuesta abajo hacia la ciudad hiciera el resto. Tras casi siete años en Upsala seguía adorando dejarse caer por la calle Drottninggatan con el viento acariciándole la cara. El frío gélido cortándole los nudillos. Lanzó una mirada por encima del hombro con resignación. Las farolas de la cuesta que subía a la biblioteca brillaban con solitaria melancolía en la temprana oscuridad de diciembre. Nadie lo estaba siguiendo.

La recepción de la facultad de Derecho en la plaza Gamla Torget estaba llena de adornos brillantes. El árbol de Navidad y los candelabros de adviento estaban encendidos, a pesar de que era domingo, pero el pasillo de la tercera planta estaba a oscuras y en silencio. Abrió con llave la puerta de su despachito abarrotado. Entró, encendió la lámpara del escritorio y puso en marcha el ordenador.

Se sentó en la silla de espaldas a la ventana y apartó dos libros sobre la privatización de las funciones del Estado y derechos humanos. Dentro de poco, si todo iba según lo previsto, él mismo sería el autor orgulloso de un libro de la misma temática: La privatización de la guerra. Era el título de su tesis doctoral. Llevaba escrito más o menos la mitad.

En verdad lo que había escrito hasta la fecha era bastante tradicional. Quizá contuviera más trabajo de campo de lo que suelen hacerlo las tesis de Derecho, pero esa era precisamente la idea que perseguía con la tesis. Era moderna, interdisciplinaria. Había entrevistado a una cincuentena de empleados de empresas estadounidenses y británicas en Irak y Afganistán. Empresas que cumplían las mismas funciones que hasta ahora solo habían llevado a cabo los ejércitos, desde transportes y abastecimiento hasta distintas variantes de servicios de vigilancia, e incluso combate puro y duro.

Al principio había cruzado los dedos para conseguir una exclusiva, un Abu Ghraib o un My Lai. El académico que revela los crímenes más grandes y terribles. Y su pasado había sido una ventaja, Mahmoud lo sabía. Pero no había descubierto nada espectacular. Solo había sido lo bastante bueno a la hora de hacer un mapa y catalogar las empresas y sus normas como para publicar un artículo en el European Journal of International Law y un resumen en el periódico sueco Dagens Nyheter. Y a ello le siguió una entrevista inesperada para la CNN en Kabul. Eso había llevado a que de pronto lo invitaran a conferencias y simposios internacionales. No era ninguna exclusiva, pero sí el dulce, muy dulce, sabor de un triunfo inminente.

Hasta que llegó el mensaje, vaya.

Con un suspiro, Mahmoud levantó una pila de quinientas hojas de su escritorio. El último capítulo de su tesis. Ya la primera página estaba repleta de comentarios en rojo. Su director de tesis, un viejo reservista, revisaba cualquier intento de atajo que Mahmoud probara a hacer con su material. Notó que su corazón se le desinflaba en el pecho y dejó el montón de papeles a un lado. Primero el mail.

El anticuado ordenador soltó un gruñido cuando Mahmoud trató de abrir el programa de correo electrónico, como si estuviera protestando por verse obligado a trabajar en domingo. Los equipos informáticos de la facultad no es que fueran de última generación. A esta facultad no venías por sus facilidades modernas sino más bien por lo contrario: quinientos años de tradiciones.

Mahmoud echó un vistazo por la ventana y contempló la oscuridad de diciembre. Puede que su despacho fuera pequeñito, pero tenía las mejores vistas de toda Upsala. En primer plano el río Fyris y esa casa que Ingmar Bergman usó en Fanny y Alexander. ¿Cómo se llamaba? ¿Akademikvarnen? Por detrás, la iglesia y el castillo, iluminados con luz casi fantasmagórica en todo su esplendor burgués, académico e impoluto. Mahmoud ya casi nunca reparaba en ello, pero esa vista no tenía nada que ver con el pequeño parque infantil y el hormigón desconchado en el que había pasado su infancia. Al final el ordenador se rindió y dejó que Mahmoud entrara a ver su correo. Solo uno nuevo, sin título. No era de extrañar, había revisado el mail hacía apenas un cuarto de hora en la biblioteca. Estaba a punto de marcarlo como spam cuando reaccionó por la dirección del remitente. Jagareoo@hotmail.com.

Se le aceleró el pulso. Era el segundo e-mail que le llegaba de esa dirección de correo. El primero lo había recibido justo al volver de su último viaje a Afganistán y era el causante de la paranoia que lo había abordado en las últimas semanas.

El mensaje había sido escueto, en sueco, y, por lo que parecía, lo había enviado alguien que había estado presente en Afganistán:

Shammosh:

Vi que te entrevistaban en la CNN hace un par de días. Por lo visto te has vuelto serio de cojones. ¿Existe alguna posibilidad de que nos veamos en Kabul los próximos días? Tengo información sobre algo que nos interesa a los dos. Ten cuidado, hay gente que te está vigilando.

Voluntad, coraje y perseverancia.

El tono familiar. «Voluntad, coraje y perseverancia». Palabras conocidas de un tiempo remoto. Sin duda, se trataba de alguien que lo conocía.

Y el final: «Hay gente que te está vigilando». Mahmoud lo había ventilado rápido con una risotada. Era algún colega, no cabía la menor duda. Alguien que le estaba gastando una broma. En cualquier momento le llegaría un e-mail nuevo diciendo «LOL! ¡Has caído!». Algunos fragmentos de su pasado resultaban singulares entre los círculos sociales en los que ahora se movía y eran una importante fuente de bromas para sus nuevos amigos. Pero no llegó nada más a su buzón de entrada. Y poco a poco comenzó a mirar a su alrededor. Solo para estar seguro. Solo para… bueno, ¿por qué no?

Y aquella misma noche lo había visto. Un Volvo normal y corriente V70. Gris burocrático. Y más tarde aquella misma semana lo vio otra vez cuando salía del Centro de Salud Estudiantil después de su partida semanal de baloncesto. Memorizó la matrícula. Y a partir de ahí lo había visto en todas partes. Mahmoud sintió un escalofrío. Quizá fuera un farol. Quizá no.

Se volvió hacia el ordenador y abrió el nuevo correo. ¿Iba a revelarse la broma? Jamás le reconocería al autor que en parte se la había creído.

El texto estaba en sueco:

Shammosh:

Me pondré en contacto contigo en Bruselas. Tenemos que vernos.

Voluntad, coraje y perseverancia.

Mahmoud volvió a sentir que se le aceleraba el pulso. ¿Cómo podía saber esa persona que iba a estar en Bruselas esa misma semana? Que él supiera, solo su director de tesis estaba al tanto de que había aceptado una invitación para hablar en una conferencia organizada el jueves por el International Crisis Group. A Mahmoud se le puso la piel de gallina, un estremecimiento le recorrió el espinazo. ¿No podía tratarse de una broma, a pesar de todo? ¿El Volvo, una alucinación suya? Pero al mismo tiempo… En alguna parte, una sensación de tensión, una pequeña dosis de adrenalina.

Negó con la cabeza. Quizá no había más que esperar y ver si alguien se le cruzaba en Bruselas. Pero le quedaba una cosa por hacer antes de salir del despacho. Un e-mail que tenía que escribir sí o sí. Un contacto que llevaba mucho tiempo esperando recuperar.

Klara Walldéen había surgido de repente, de forma totalmente inesperada. Un día apareció, sin más, rodeándolo con los brazos, apoyando la cabeza sobre su hombro, con las manos metidas en su pelo cada vez más largo. Había sido un periodo muy turbulento de su vida. Él estaba vacío y desconcertado, exhausto e insomne. Completamente solo. Y un día ella estaba de pie en la puerta de su diminuto y austero piso.

—Te he visto en las clases —dijo ella—. Eres el único que parece estar más solo de lo que yo me siento. Así que te he seguido. Qué locura, ¿no?

Después cruzó el umbral y tumbó su soledad al lado de la de Mahmoud sin decir nada más. Y él dejó yacer la suya hasta que ambas se acercaron la una a la otra por sí solas, hasta que se fundieron. Para él era una liberación el hecho de que a menudo permanecieran en silencio, sin tener que hablar. Que pudieran quedarse tumbados en su modesto colchón o en la cama estrecha y dura de Klara en Rackarberget, escuchando alguno de sus singles de mercadillo crepitando en el desvencijado tocadiscos de viaje.

Seguía sin pasar un solo día sin que Mahmoud pensara en ello. En cómo respiraban de la forma más discreta posible para no rasgar la frágil membrana que los envolvía, en cómo los latidos de sus corazones armonizaban con el ritmo de I’m so happy de Prince Phillip Mitchell.

Aun así él había sabido desde el principio que la cosa no iba a funcionar. Que había algo en su interior que no se entregaba, algo que era inconciliable con lo que él y Klara habían creado. Algo que guardaba para sí, en lo más hondo, en la parte más escondida de su corazón. Cuando Klara fue aceptada en la London School of Economics, al final de la carrera de Derecho, habían jurado que irían y vendrían, que lo harían funcionar, que la distancia era irrelevante para una relación tan fuerte como la suya. Pero en el fondo Mahmoud sabía que era el final. Por dentro sentía que el fuego que tanto le había costado sofocar se reavivaba con una nueva llama de determinación.

Jamás olvidaría los ojos de Klara cuando estaban en el aeropuerto de Arlanda y él comenzó a tartamudear su discursito de memoria. Que si quizá estaría bien hacer una pausa. Que si serían una carga el uno para el otro. Que si no había que verlo como un final sino como una nueva posibilidad. Todas esas cosas que eran excusas, cualquier cosa menos la verdad. Ella no dijo nada. Ni una sola palabra. Y no le quitó los ojos de encima. Cuando Mahmoud hubo terminado, o cuando las palabras terminaron de traicionarlo, todo el amor, toda la sensibilidad, se habían esfumado de los ojos de Klara. Ella lo miraba con un desprecio tan penetrante que las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Mahmoud. Después ella cogió las maletas del suelo y se fue al check-in sin darse la vuelta. Ya habían pasado tres años. No habían vuelto a hablar desde entonces.

Mahmoud se inclinó sobre el ordenador y abrió un correo nuevo. Sus dedos picaban las teclas a toda velocidad. Lo único que había tenido en la cabeza desde que lo habían invitado a la conferencia en Bruselas era que se pondría en contacto con Klara. Pero no lo había conseguido. No se había visto capaz de escribirle.

—¡Va, tío! —se dijo a sí mismo en voz alta—. ¡Ya!

Tardó casi media hora en escribir un e-mail que al final no pasaba de las cinco líneas. Le llevó otro cuarto de hora borrar todo lo que pudiera interpretarse como segundas intenciones, desesperación o referencias a una historia a la que ya no tenía acceso. Al final respiró hondo y dio a «Enviar».

Cuando salió de la facultad, veinte minutos más tarde, lo primero que vio fue el Volvo gris. En un aparcamiento protegido por la oscuridad, abajo, junto al río. Mientras abría el candado de la bici oyó que el vehículo arrancaba, sus faros despertaron del letargo y un cono de luz fantasmal iluminó la vieja baranda metálica que se extendía a lo largo del río Fyris. Por primera vez en mucho tiempo, Mahmoud sintió auténtico miedo.