19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

George se abrió paso a codazos hasta la barra de Ralph’s blandiendo la American Express entre los dedos. Se zambulló con habilidad entre un grupo de estudiantes en prácticas de mejillas enrojecidas y ojos azules y volvió a salir a la superficie junto a la barra, al lado de un ruidoso irlandés que, con la corbata a tres cuartos y los verbos franceses en tremendo desorden, intentaba hacerse oír por el camarero.

El Ralph’s no era más grande que dos salones de casa juntos pero, gracias a su perfecta combinación de becarias sexis, jóvenes de distintas instituciones de la UE, lobistas y abogados, desde hacía un par de años era el único bar del barrio de la UE al que iba la gente que realmente quería ser vista. Sin duda, clavaba el gusto de George. Posibilidades perfectas de mezclar los contactos con la fiesta y el flirteo con jóvenes italianas de ojos admirables y tops escotados debajo de la americana.

En apenas unos minutos, y ante la irritada sorpresa del irlandés, George se encontró con dos copas de champán en las manos. Pagado y listo. Se encogió de hombros mirando al otro al mismo tiempo que una ola de satisfacción lo llenaba por dentro. Era el puto amo en este ambiente. El rey.

Se estiró un poco para ubicar la mesa de pie que acababa de abandonar. Bien, ella seguía allí. ¿Mette? Se llamaba así, ¿no? De Copenhague. Estudiante en prácticas del comisionado danés para la UE. Perfecto. Un buen contacto y además estaba muy buena. A veces este trabajo era demasiado maravilloso. Negocios y placer. Ya tenía su tarjeta de visita, así que ahora todo era placer.

Lo único pesado era que resultaba imposible pillar ni jota de lo que decía. Su danés se mezclaba con la cortina de sonidos, formada por al menos diez lenguas más y Justin Timberlake de fondo, antes de llegar a los oídos de George. Era más de lo que podía aguantar. Pero quedaba totalmente descartado pasar al inglés. No tenía más remedio que hacer ver que se las apañaba bien con las lenguas nórdicas. Y ella parecía entender su sueco sin ningún problema.

Bueno, en breve ya se la estaría llevando de allí. Le propondría pasar a comprar un sushi para cenarlo en su casa. Abriría una botella de champán. Después, los contratiempos lingüísticos quedarían en segundo plano. Era la ventaja de vivir a un tiro de piedra de Place du Luxembourg.

Había llegado a la mitad del local cuando notó que el teléfono le estaba vibrando en el bolsillo interior. Con las copas de champán en una mano, pescó el móvil con la otra. ¿Quién coño llamaba tan tarde un jueves? «Digital Solutions» parpadeaba en la pantalla. Maldita sea. El buen humor que había experimentado en la barra se disipó como la niebla en la sala. Después de la cena con Appleby se había puesto nervioso solo de pensar en Digital Solutions. El teléfono dejó de parpadear antes de que le diera tiempo a cogerlo. Por un instante sopesó pasar de todo. Hacer como que no había oído el teléfono. Pero entonces le vinieron los ojos de tiburón de Appleby a la mente. Sintió un escalofrío mientras dejaba las copas en la mesa alta delante de Mette.

—Lo siento —dijo él. Levantó el teléfono y señaló la puerta—. El deber me llama.

Mette sonrió y respondió algo incomprensible que George interpretó como que la chica le entendía. Le gesticuló que volvía enseguida y comenzó a abrise el camino de salida a través del muro de carne bien vestida hacia la puerta que daba a la plaza.

Una vez fuera, todo estaba oscuro, hacía un frío glacial y, por extraño que fuera, no había casi nadie. La única vida que George pudo distinguir era la cola de taxis delante del bar deportivo Fat Boy’s, al otro lado de la plaza, y algunas almas heladas que correteaban de bar en bar con abrigos demasiado finos. A la izquierda estaba el Parlamento Europeo, un coloso descansando. Su presencia era casi orgánica y a George le pareció oír su respiración.

George dejó la copa en una de las mesas vacías de la terraza desierta. El aire estaba impregnado de una llovizna gélida. Se abrochó el abrigo, encendió un Marlboro y dio una calada. Antes de que tuviera tiempo de sacar el teléfono para llamar a Reiper, el aparato volvió a vibrar. George se puso los auriculares del manos libres al mismo tiempo que miraba la hora para poderle facturar a Digital Solutions el tiempo que durara la conversación.

—Señor Reiper —respondió—. ¿En qué puedo ayudarle esta noche?

—Buenas noches, señor Lööw —dijo Reiper con su timbre átono y áspero—. Perdone que le moleste. Imagino que ya no está en la oficina.

—No, correcto. Acabo de salir. Pero como ya le dije el lunes, en Merchant & Taylor siempre estamos a su disposición. ¿Qué puedo hacer por usted?

George dio un trago de champán al mismo tiempo que se agachaba para mirar por la puerta de cristal de Ralph’s. Con la tenue iluminación no pudo ver si Mette seguía donde la había dejado.

—Bien, bien. Escuche, mister Lööw, lamento mucho molestarle esta noche, pero estaría muy bien que nos pudiéramos ver. O sea, ahora.

George se sentía incómodo y pisó a fondo el acelerador de su Audi, a pesar de que tendría que haber pegado un frenazo por el siguiente semáforo, cincuenta metros más adelante. Normalmente, le calmaba estar hundido en el asiento deportivo de piel con Swedish House Mafia sonando en la radio del coche. Pero ahora no le funcionaba. En absoluto.

Apagó la música. No podía con el martilleo de los bajos. Lo que había sido un incipiente pelotazo de champán ya se estaba convirtiendo en dolor de cabeza. Sacó dos paracetamoles del paquete que tenía en el bolsillo derecho del pantalón y se los tragó sin agua.

En general esto le encantaba, que lo llamaran fuera de horario como si fuera un consigliere. La sensación de ser imprescindible. Joder, se lo había visto en los ojos a Mette, o como se llamara, cuando le había dicho que tenía que largarse para aconsejar a un cliente. Admiración. Calentura. Podría habérsela tirado. Sin esfuerzo.

Y si se hubiera tratado de un cliente normal no habría sido ningún problema. Se habría limitado a llamar a Mette de vuelta a casa. Habría comprado otra botella de Bollinger en alguna tienda nocturna. Le habría dejado ver el coche. Como quien chuta a portería vacía. Pero con Digital Solutions era diferente. Había algo con Reiper y con ese tal Josh que se había presentado en su oficina. Algo que le retorcía el estómago. Y encima esos documentos confidenciales. Y la cena de Appleby de esa noche. Por primera vez en mucho tiempo George sintió que no acababa de hacer pie.

Un cuarto de hora más tarde George giró por Avenue Molière en el barrio de Ixelles. No solía ir por allí muy a menudo. Sí, había tomado algún brunch alguna vez en el burgués Caudron, y una comida de resaca en la cafetería americana esa de Place Brugman a la vuelta de la esquina, pero en general siempre se movía por el barrio de la UE o el centro.

Estaba bastante guapo, a pesar de todo. Muchas embajadas estaban en la Avenue Molière y la calle era de alta categoría, con sus maisons de maître de art nouveau y árboles frondosos a lo largo de las aceras. En algún sitio había leído que aquí las fincas eran las más caras de toda Bruselas.

El GPS pitó y le explicó a George que había llegado a su destino, en el número 222, la dirección que Reiper le había dado. Aparcó el Audi delante de la entrada de una casa de tres plantas bastante magnificente. Como pasaba con muchas casas de art nouveau, esta hizo estremecer a George. La fachada tenía un aire gótico que recordaba al mundo vegetal, con sus ángulos suaves y ventanas redondas. Toda esa ornamentación abovedada y los detalles de hierro forjado parecían salirse del edificio y cubrirlo con un manto. La fachada estaba presidida por un enorme saledizo. Las ventanas emplomadas debían de alcanzar los dos metros de altura. Las cortinas, de tela gruesa y pesada, estaban corridas y no dejaban ningún hueco por donde mirar adentro.

George negó con la cabeza y sintió que sus ánimos decaían otro tanto. La casa le iba a Reiper como anillo al dedo. Transmitía la misma sensación de fuerte incomodidad que su anfitrión. Se bajó del coche, que cerró las puertas de forma automática con un pitido acogedor, y subió los cuatro escalones que lo separaban del portón. En un panel de latón del tamaño de un DIN-A4 que había a un lado ponía Digital Solutions. Parecía nuevo. Como si lo hubieran puesto el día antes.

George llamó al timbre y se sorprendió con el riiinng moderno que sonó, en lugar de un ding-dong de otra época. Había una cámara montada en una de las esquina superiores del marco. Se movía a trompicones, como si alguien de dentro la controlara con un joystick.

—George. Bienvenido.

La puerta se abrió y al otro lado apareció Josh, vestido con lo que parecía un pantalón negro de combate y una sudadera con NAVY estampado en el pecho. Había algo irascible en su presencia. Tenía la cara enrojecida, como hinchada por las endorfinas. Como si volviera de correr.

—Ehmm, gracias —respondió George.

—Entra, entra. Reiper te está esperando en la oficina. —Josh echó un vistazo por la puerta, en dirección al coche de George—. Bonito coche. ¿Leasing? Os cuidan bien en Merchant & Taylor.

No esperó ninguna reacción por parte de George, sino que dio media vuelta y avanzó por el pasillo.

George solo asintió con la cabeza y le siguió los pasos. Se sentía incómodo. No era dueño de la situación. En ningún sentido.

Josh abrió una puerta gigante de roble que conducía a una especie de biblioteca de la campiña inglesa. Una moqueta raída cubría el suelo y las partes de las paredes que no estaban tapadas por estanterías empotradas vacías estaban cubiertas con tablillas de madera oscura. Unos ventanales franceses daban a lo que George dedujo que era un jardín en la parte trasera de la casa. Estaba demasiado oscuro como para distinguirlo bien. La sala estaba sin amueblar, a excepción de un juego de sofás nuevecito que parecía recién salido de Ikea y una mesa enorme en el centro de la estancia en la que había una colección impresionante de ordenadores, pantallas y otros aparatos electrónicos. Reiper se levantó de su silla delante de un portátil negro.

—¡Señor Lööw! Bienvenido a Digital Solutions. Tendrás que perdonarnos.

Extendió los brazos en lo que debía de ser un gesto de disculpa. Llevaba unos pantalones negros similares a los de Josh. Encima, una camiseta negra. La corona de pelo gris aguanieve estaba pegada al cráneo.

—Todavía no hemos podido poner orden del todo y la decoración no es mi especialidad.

George asintió en silencio y miró a su alrededor.

—¿Cuántos trabajadores hay en realidad en Digital Solutions? —preguntó.

—Bueno, es un poco difícil de decir con exactitud. Algunos de nosotros trabajamos sobre una base contractual, un poco como freelance.

—Pero ¿cuántos están en Bruselas en este momento?

George notaba que le aumentaba la irritación. El dolor de cabeza. Todo ese secretismo de las pelotas.

—En este momento seremos unos cinco o seis en Bruselas. Hay otros que están en movimiento, por así decirlo. Atados a otros proyectos, etcétera. Pero sentémonos en el sofá. Hay un par de cosas que quiero mirar contigo.

Como obedeciendo a una señal preacordada, Josh se levantó de la mesa, cerró el portátil y abandonó la sala. Reiper y George se sentaron uno enfrente del otro en los dos sofás duros de color crema. Los separaba una vieja mesa de centro bastante gastada. Había empezado a llover otra vez. Gotas de agua mezclada con nieve repicaban en las ventanas francesas. Fuera estaba completamente negro.

—Antes de nada, gracias por la traducción —dijo Reiper—. Un trabajo rápido y hábil.

George se encogió de hombros, intentó sobreponerse al dolor de cabeza con una sonrisa. ¿No podían hacer ya efecto esas dichosas pastillas? Reiper se estiró, apoyó las manos detrás de la cabeza y dejó que su mirada se perdiera en la oscuridad de fuera, los copos de nieve detrás del cristal.

—Obviamente, no ha servido de nada. Pero imagino que ya te diste cuenta tú mismo.

George negó con la cabeza inconscientemente, parpadeó. ¿Qué coño estaba diciendo?

—¿Perdón? ¿Qué dice que no ha servido?

—No importa.

Reiper zanjó el tema sacudiendo el aire con la mano.

—Tú no eres tonto. Al contrario. Puede que no seas un genio, pero no cabe la menor duda de que estás por encima de la media. Te diste cuenta de que los documentos llevaban un sello de confidencialidad, de que estaban vinculados a algún tipo de delito. Aun así no dejaste que eso te parara los pies. Es interesante.

—Yo… —empezó George otra vez.

Pero se quedó callado. Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Era como si estuviera resbalando cuesta abajo por una roca mojada. Como si sus pies lucharan por encontrar dónde agarrarse pero sin poder dejar de deslizarse.

Reiper se levantó con una agilidad inesperada, se acercó a la mesa grande y levantó un archivador delgado de color amarillo que abrió y hojeó distraído. Tras un par de segundos se volvió hacia George y se lo quedó mirando con sus ojos vacíos. En la tenue luz de la mal iluminada estancia parecían verdes. Reflectantes. Como los de un gato.

—Pero para que podamos seguir trabajando juntos tengo que estar completamente convencido de tu lealtad. Cien por cien seguro. Así que me he tomado la libertad de sacar un seguro, por así decirlo.

Volvió al sofá y con cuidado dejó el archivador amarillo delante de George.