Afganistán
Así que al final me mandan aquí. Al hermoso, tozudo, terrible Afganistán. Aquí, donde el tiempo ha estado detenido, donde el tiempo sigue detenido.
—Conoces la región —me dicen mis nuevos jefes.
Los que no se han criado en campo abierto, sino en los pasillos y las salas de reuniones.
—Hablas el idioma —dicen, y sus mentes ya están en alguna otra parte, en la siguiente reunión, en la próxima conversación lisonjera.
No tengo fuerzas para explicarles que hablo árabe, no persa, ni pastún. En mis manos ya tengo los billetes de avión, una nueva identidad, promesas de olvido, promesas de futuro.
Cruzamos la frontera a Pakistán, con pañuelos en la cabeza y kaláshnikovs como cualquier otro gánster local, en una vieja camioneta Toyota oxidada. Todos estos caminos, baches, gravas y arenas. En un mercado en las afueras de Jalalabad me compro una bayoneta inglesa con el año 1842 grabado en el acero. Estas montañas son las lápidas de los reinos que en algún momento se creyeron capaces de poseerlas. Primero los ingleses. Ahora los rusos. Se retiran, desconcertados, heridos. ¿Qué les pasa a estas montañas? Envío informes a mis superiores sobre los muyahidines, les cuento lo indomables que son, la tenacidad que los caracteriza. Pero también que son imposibles de coordinar y controlar. Un día estaremos cara a cara con lo que nosotros mismos hemos creado. Las capas se van pelando una tras otra. El fanatismo no se percibe en Washington. Las religiones no son un factor en el crisol. Hasta el día que lo son. Tras la ideología viene la religión. Los que eran nuestros amigos acabarán siendo nuestros enemigos.
Mi crimen por fin está purgado o quizá olvidado. Cinco años en Langley antes de que me dejaran siquiera hacer de emisario. Días interminables de papeleo y autopista. La piscina y la tele. La tristeza infinita e insuperable de la vida normal. Es el castigo por haber dejado crecer los lazos. Es el castigo por haberme despistado un instante. Como si no estuviera ya lo bastante castigado.
Pensé que en algún momento dejaría de hacerme mella la idea de lo que decidí abandonar, no una sino dos veces. Me dije que me había liberado cuando vi a Annie y cuando nos casamos, tras un año de cenas torpes pero poco a poco cada vez más convincentes en restaurantes, películas en el cine, tardes en casa y al final escapadas de fin de semana a casa de sus padres en Connecticut. Pero todo eso era pura fachada. Masilla y adornos. Lámparas de colores y espejos.
Al final Susan se plantó en la puerta. Con su traje planchado azul marino, sus ojos cansados y su pelo mal teñido. Tal como yo había previsto que haría. Cómo se me aceleró el corazón en aquel momento. Cómo me temblaron las manos cuando abrí la carpeta gris con sus solemnes sellos de confidencialidad. La habitación dejó de existir, oí la realidad crujiendo en los cimientos mientras leía hoja tras hoja de indicios y soplos, informes de campo frenéticos, llenos de errores ortográficos, que hablaban sobre Ammán y El Cairo, Beirut, París, Londres. Recuerdo cómo cerré los ojos antes de pasar la hoja en la que mis dedos ya habían patinado sobre el liso papel fotográfico. Cómo los abrí despacio. Y miré directamente a los ojos de tu asesino.
Annie no hacía más que mirarme mientras yo le explicaba mi nuevo puesto, procurando ocultar minuciosamente todos los detalles y mi entusiasmo, mi ansia de evasión y venganza. Sabía que ella no iba a llorar, ella no funciona así, ninguno de los dos lo hacíamos. No dijo nada, solo se limitó a levantarse y recoger los restos de nuestra triste cena de McDonald’s, sus pasos silenciosos en la moqueta de nuestro salón.
Y yo, yo no quería nada más que sentir la adrenalina de cuando me acercara a Beirut en un Black Hawk de vuelo bajo. Nada más que despertarme cada mañana con la violencia, los disparos, las explosiones, en lugar de continuar el interminable trayecto hacia el vacío, sumirme más y más en el arrepentimiento. Lo único que estaba deseando era que llegara mi momento, esperar la información que abre la ventana, la pequeña grieta en el tiempo. Dólar tras dólar. Amenaza tras amenaza. Halago tras halago, promesa tras promesa, copa tras infinitas copas. La matrícula del coche, dónde está aparcado por las noches, cuándo es la próxima vez que hay que cogerlo, quién lo hará, adónde irá.
Y luego cálculos y aproximaciones. Minimización de riesgos y evaluación de la fuerza explosiva. El trabajo paciente y asiduo que conduce al bomba por bomba. Al ojo por ojo. Un intercambio de peones sin sentido.
Montaña arriba. Todo lo que vemos son cerros. Sueño con montes y campos abiertos cubiertos de nieve. Hielo y luz pálida del sol. Inviernos que nunca se acaban. Tomo té con guerreros locales que se hacen llamar «estudiantes», talibanes. El intérprete me cuenta que han estudiado en las escuelas islamistas en Pakistán y que son fervorosamente religiosos. Wahabís, como en Arabia Saudí.
Pero aquí son rebeldes, no intelectuales. Su religión es simple y está llena de reglas. No hay ninguna autoridad más que Alá. Ningún texto más que el Corán. Y sobre todo: ninguna religión más que el islam. A mí me toleran porque les entrego armas y munición para acabar con la ocupación soviética. La guerra parece permitir ciertos compromisos. Sus caras son máscaras de cuero endurecido, sus caftanes no han cambiado en mil años, y están dispuestos a vencer al ejército más grande del mundo con armas de fuego y algún que otro lanzacohetes.
¿Y luego? ¿Cuando los rusos se hayan marchado, cuando las imágenes de Lenin hayan sido quemadas y solo queden las ruinas de los muertos? ¿Construirán estos hombres intemporales un país en nombre de Alá? ¿Les dejaremos prohibir la música, el teatro, la literatura e incluso los monumentos históricos? ¿Tal como dicen que harán? ¿Preferimos eso antes que la depravación del comunismo? ¿En qué manos dejamos el destino del mundo?
Es una experiencia poderosa, esto de medir la venganza. Tan poco concedida. Tantas injusticias que pasan sin que nadie se responsabilice. Tantas cosas que nos vemos obligados a aceptar. Y aun así es tan poco lo que recuerdo. Solo la febril intensidad el día antes de las instrucciones al técnico, un veterano medio sordo de algún comando de élite, traído por su conocimiento y su sombrero mágico solo para esto. Recuerdo su farfulleo y toqueteo de cables y explosivo plástico en una casa bombardeada en algún barrio periférico abandonado. Nos estrechamos la mano y luego yo estaba estirado en un tejado, bajo un sol implacable, con los prismáticos tan pegados a los ojos que luego los tuve amoratados durante dos semanas.
Recuerdo una cara en los prismáticos. Una cara como cualquier otra. Unos ojos como otros cualesquiera. Rasgos anónimos que había memorizado de la última página del informe de Susan. Recuerdo la resistencia del botón del disparador remoto. Lo sentía resbaladizo en mi mano sudada, en el sol ardiente.
De la explosión en sí no recuerdo nada. Nada en absoluto. Todo lo que recuerdo es posterior. Humo y sirenas, gritos lejanos. Todo tan impersonal, una mera parte fundamental de la esencia de Beirut. Recuerdo que cerré los ojos. Que pensé que ya se había terminado. Recuerdo el vacío. Piedras que se echan sobre piedras. Culpa sobre culpa.
Mi siguiente recuerdo era más claro. Tres noches sin dormir más tarde saludé a la voz crepitante y estratosférica de Annie a través del teléfono satelital, fuertemente encriptado, en nuestro pequeño fuerte que hacía sus veces de embajada en Beirut.
—Aún es pronto, no debemos tener demasiadas expectativas —dijo ella.
Pero su voz estaba tan llena de esperanza que me vi obligado a tomar asiento y ocultar la cara entre las manos.
—¿Sigues ahí? —preguntó, su voz filtrada por el polvo de estrellas, metálica, estática.
—Sigo aquí.
—Un bebé. Una pequeña vida. ¿No es fantástico?
Fuera yo oía cómo la noche se estrenaba con explosiones de granadas, el cielo iluminado por el fuego de los disparos, los reflectores.
—Aquí el suelo está temblando —dije.
—Aquí también, cariño. Aquí también.
Y entonces, aunque fuera solo por un instante, reconozco que me liberé. Por un segundo dejé de culparme a mí mismo por tu muerte, por mi traición, por mi venganza. No porque me lo mereciera, sino porque el bebé que iba a nacer merecía tener dos padres. Era imposible entender lo inaudito de contar con una segunda oportunidad, un segundo hijo. Solo Beirut, después nunca volvería a cruzar la circunvalación de Washington. Ya teníamos la casa, el crédito, coches nuevos cada dos años. Lo único que faltaba éramos el bebé y yo.
Volvía a casa de Beirut dos semanas más tarde, una noche a finales de agosto, cuando el olor a césped cortado del campo de fútbol de la escuela local impregnaba el aire, cuando el traqueteo de los aspersores de agua se mezclaba con el murmullo adormecedor de la autopista. Vi a Annie sentada sola en la escalera de nuestro bungaló, nuestro sueño residencial, como lo había llamado el triste agente inmobiliario provincial de sonrisa blanqueada que soñaba con Wall Street. Vi los ojos de Annie en la penumbra. Y lo supe. Como siempre sé.
—No digas nada —le susurré y la abracé de aquel horrible modo insuficiente que es el único que conozco.
—El bebé —dijo Annie—. Intenté contactar contigo.
—Shh, no digas nada. Lo sé, lo sé.
La abracé en la escalera hasta que la oscuridad se hizo compacta y los aspersores se hubieron acostado. Hasta que la autopista quedó reducida a un susurro.
Más tarde, sentado a la mesa de la cocina, cuando Annie por fin dormía en nuestra cama en la habitación que daba al jardín, yo estaba de vuelta en la casilla de salida. Sin tristeza. Sin nada excepto la añoranza de ir lejos, salir fuera, seguir adelante. Nada excepto la comprensión de que, aunque las mentiras sean falsas, el auténtico enemigo es la verdad.
Me despiertan al amanecer y estamos sentados en el Toyota otra vez antes de que haya tenido tiempo de quitarme el sueño de los ojos, antes de que los sueños de montañas se vean sustituidos por montañas reales. Conducimos en silencio por los valles de color naranja, por grava y arena, un invierno tempranero sin nieve. Esta guerra ha terminado. La política es lo único que retrasa la victoria de David contra Goliat. Una pequeña victoria en la eterna búsqueda del statu quo. Mi tiempo aquí se acerca a su final y he pedido que me sustituya alguien que hable persa, pastún. Pero mis deseos son susurros al viento. Nadie recuerda qué lenguas se hablan en Afganistán una vez cazado el dragón rojo. Hemos llegado adónde queríamos, nuestro objetivo está cumplido.
A lo mejor me recompensarán en Washington por mi valioso trabajo en el campo de batalla. El futuro me asusta tanto como el pasado. Un trabajo de despacho a la espera de que todo vuelva a empezar. Noches solitarias en el bungaló con el eco casi imperceptible de los pasos de Annie sobre la gruesa moqueta. Conversaciones corteses por teléfono que terminan en lágrimas. Explicaciones que no tengo. La conciencia de que he perdido dos familias, dos hijos. Los recuerdos de humo y sirenas. La tristeza y luego el cansancio. La monótona espera de la próxima oportunidad de olvidar, de desaparecer en un ahora que no tenga contexto.
Al otro lado de la ventanilla del coche, las montañas son reemplazadas por montañas, la tierra por más grava. Nos movemos hacia delante, pero seguimos estando en el mismo sitio.