19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

Había algo en el ambiente, algo en los sonidos del parque. Algo había cambiado, ya no encajaba. Mahmoud se agachó de manera instintiva, se hizo una bola y se volvió hacia las parcelas de césped. La vista no servía de nada en aquella oscuridad. Un copo de nieve se le posó en la mejilla. El viento había amainado y la temperatura seguía cayendo. Aguzó el oído, todos los sentidos. Todo lo que oía era el viento barriendo las ramas, muy por encima de su cabeza, y más allá el susurro lejano del tráfico. Pero aun así. Había algo que no encajaba.

Cuando Mahmoud se volvió otra vez vio el puntito rojo deslizándose por la mejilla de Lindman, como un pequeño insecto, durante una fracción de segundo. Fue más que suficiente. Supo en el acto lo que era.

—¡Agáchate! —gritó—. ¡Fuego!

Al mismo tiempo que gritaba se tiró de bruces en el césped, sin quitar los ojos de Lindman. Notó la humedad en los dedos, el frío en la mejilla. Mahmoud volvió el cuello justo cuando la cabeza de Lindman daba una fuerte sacudida hacia atrás y su cuerpo se levantaba un par de centímetros del suelo girando media vuelta en una imitación absurda y torpe de ballet clásico. Un monstruo bailarín de una película de Pixar. La pirueta terminó con Lindman desplomándose sentado en el banco de madera. Como si de pronto alguien le hubiera desconectado las articulaciones y nada lo mantuviera erguido.

El pulso de Mahmoud se aceleró, pero el instinto o el hábito se pusieron en marcha. Sin saber cómo, había percibido el ángulo de donde venía el disparo y dónde debía de haberse escondido el tirador. Usando codos y rodillas, reptó alrededor de la zona de tiro hasta el cuerpo inerte de Lindman. Desde el parque llegaban susurros de voces, ruido de pasos sobre el césped mojado. La mano de Mahmoud topó con algo fino y blando junto al banco. La cartera de Lindman. Sin pensarlo, se la metió en el bolsillo. Sus manos tantearon junto a las piernas de Lindman y llegaron a la chaqueta militar, subieron por su brazo. El tiempo se había detenido. Tiró del brazo de Lindman con fuerza para quitarlo del banco bajándolo al suelo. Luchó por ponerlo de alguna forma a cubierto, a pesar de saber que era completamente en vano.

Antes de conseguirlo vio de nuevo la mira láser dando saltitos por la cara lacerada de Lindman. Entonces Lindman dio un respingo, su cabeza saltó a un lado. Algo caliente salpicó las mejillas de Mahmoud. Este soltó a Lindman en el acto y con pánico controlado se tiró de cabeza dentro de los setos que hacían de frontera con el bosquecillo.

«Sangre —era lo único que le pasaba por la cabeza—. Tengo su sangre en mi cara».

Pero esta vez tampoco había oído ningún disparo. Entonces volvió a ver el puntito rojo. Por un instante quedó fijo en uno de los árboles que tenía justo enfrente. En una especie de cámara rápida vio trozos de corteza pulverizados en silencio y la bala atravesando la madera. «Me están disparando —pensó sorprendido, desconcertado—. Me están disparando con un rifle con silenciador». Se puso en cuclillas y se metió en el bosquecillo lo más rápido que pudo. El suelo era blando y liso. Entre los árboles dispersos vio el destello de las farolas de una calle que parecía volver a Tervuren. La sangre de Lindman goteaba de sus mejillas y le manchaba el abrigo de color gris oscuro.

En el taxi de vuelta a Bruselas apenas recordaba cómo había salido del parque. Solo tenía un vago recuerdo de haber oído pasos rápidos a su espalda. Ramas que se partían y voces norteamericanas. Vaho y gotas de sangre. Recordaba fragmentos de cómo había llegado a la calle, la había cruzado y luego había continuado atravesando jardines privados y se había metido por callejuelas secundarias hasta que estuvo en el centro histórico de Tervuren. No tenía ni idea de cómo había encontrado el taxi. Todo lo que había hecho hasta aquí le había salido automático. Supervivencia. No hay nada más importante que sobrevivir.

Mahmoud se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Una ola de cansancio le vino encima. Detrás de sus ojos cerrados veía una y otra vez el puntito rojo bailando sobre la mandíbula sin afeitar de Lindman y el momento en que le destrozaban la cara. ¿Cómo habían logrado seguirlo hasta el museo? A pesar de todo no había sido lo bastante precavido. Él los había llevado hasta Lindman. Él era el responsable de que Lindman estuviera muerto.

Mahmoud ni siquiera se había percatado de que la radio estaba puesta en el taxi hasta que el torrente de temas de moda se apagó para dar lugar a una voz de hombre seria y grave. Noticias. Mahmoud echó un vistazo a su reloj. Las 20.51. Primero pensó que hacía dos horas que había quedado con Lindman. Casi dos horas desde que su vida había dado un vuelco. ¿Había estado tanto tiempo escondido en los jardines de las casas en Tervuren? Después se preguntó qué clase de noticias empezaban nueve minutos antes de la hora en punto. Luego aguzó el oído en busca de palabras que pudiera reconocer en el flujo rápido de francés belga. Y ahí estaban: assassiner. Tervuren. Extrêmement dangereux.

Palabras que solo podían significar una cosa: que estaba en busca y captura por el asesinato de Lindman. Fue como si el taxi se encogiera a su alrededor, como si el techo comenzara a descender, como si el aire se estuviera acabando. Vio al taxista árabe toquetear el panel de la radio en un intento aterrado de cambiar de emisora. Vio las miradas de pánico del hombre a través del retrovisor. Y recordó cada detalle de lo que había aprendido en Karlsborg. Y recordaba lo más importante de todo: «Sé creativo, nunca reactivo».

Antes de que el taxista se diera cuenta de lo que había pasado, Mahmoud estaba sentado a su lado en el asiento del copiloto, clavándole la punta de un bolígrafo en la palpitante arteria de su cuello. Mahmoud se sentía sorprendentemente tranquilo, entumecido, desconectado.

—Ni una puta palabra, ¿está claro? —dijo tranquilo en árabe—. Te juro que te corto el cuello. Te lo juro.

El sudor de la cara del taxista. El pánico en sus ojos. «Lo tengo —era lo único en lo que Mahmoud podía pensar—. Lo tengo donde lo quiero tener».

—Dirígete a Bruselas —ordenó Mahmoud—. Con calma. Que no se te ocurra ninguna idea maravillosa.

Los ojos del conductor iban saltando de la carretera a la cara de Mahmoud. Asintió con la cabeza de forma casi imperceptible.

Mahmoud se percató de que el tráfico cambiaba de ritmo unos segundos antes de vislumbrar las luces azules que se reflejaban en el asfalto mojado. Un control. Por supuesto. El taxi aminoró la marcha, siguió la cola cada vez más lenta que se estaba haciendo. Cambio de planes. Creativo, no reactivo.

—Escúchame —le dijo con calma Mahmoud al taxista—. Tengo una bomba pegada al pecho. Una bomba de verdad, ¿me oyes? Al estilo yihad.

Agarró la cara del taxista con la mano que tenía libre y lo obligó a mirarlo a los ojos, a respirar su aliento, ácido por la adrenalina, con la nariz y la boca.

—Y no voy a dudar en volarme por los aires. Allahu akbar. Me llevaré a esos cerdos de allí delante.

El taxista apenas respiraba. El pulso palpitaba contra el bolígrafo que Mahmoud le apretaba cada vez más fuerte contra el cuello. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

—Puedes salvarte —continuó—. Cuando yo te diga, abres la puerta y sales corriendo lo más rápido que puedas. Lo más rápido que puedas, ¿me oyes? Da igual si alguien te persigue. Si no te alejas trescientos metros de aquí acabarás saltando en pedazos junto conmigo y el resto de infieles. ¿Me has entendido?

El taxista asintió con la cabeza, sollozando.

—Sí, sí —dijo—. ¡Por favor, tengo familia, soy musulmán!

—Tranquilo, tú solo haz lo que te he dicho. Desabróchate el cinturón.

El taxista obedeció frenético. Un chasquido y luego el sonido del cinturón recogiéndose solo. Mahmoud se inclinó hacia delante, observó las luces azules. Pudo contar a varios agentes. Linternas y armas automáticas. Tres coches patrulla, por lo que podía ver. Quizá diez vehículos entre el taxi y ellos. Todavía no. El momento tenía que ser perfecto.

—¿Ves ese callejón de ahí? —dijo.

Señaló en diagonal al otro lado de la calle, hacia un callejón mal iluminado que se metía entre las casitas adosadas de color gris.

—Allí estarás seguro. Cuando cuente hasta tres saltas por la puerta y corres más de lo que has corrido en toda tu vida, ¿está claro?

El taxista siguió el dedo de Mahmoud con la mirada. Asintió en silencio y volvió a mirarlo a los ojos. Una expresión de agradecimiento en su rostro. Como si Mahmoud realmente estuviera a punto de perdonarle la vida. Cinco coches entre el taxi y el control.

—¿Listo? —dijo Mahmoud.

Tenía un sabor a hierro y sangre en la boca. De pronto el estrés se volvió real, tangible, casi abrumador.

—¡Sí! —dijo el taxista casi gritando—. ¡Sí! ¡Estoy listo!

—Bien. A la de tres. Una. Dos. Tres.

Mahmoud apenas tuvo tiempo de decir el último número antes de que el conductor abriera la puerta de un bandazo y se echara a la calle. Trastabilló con los primeros pasos y por un segundo Mahmoud creyó que se iba a caer, pero el hombre recuperó el equilibrio y corrió con un frenesí que solo puede mostrar quien se ve perseguido por la muerte. Cruzó la calle, se metió entre los coches y fue directo hacia la callejuela de viviendas que Mahmoud le había señalado.

Pasaron un par de segundos antes de que los policías, veinte metros más adelante, entendieran lo que estaba pasando. Un árabe que sale corriendo a toda prisa huyendo de los controles. Hubo un instante de caos y sorpresa seguido por órdenes dadas a gritos, linternas que se giraban, suelas de goma que empezaron a moverse por el asfalto.

Mahmoud no esperó mucho tiempo. Abrió la puerta del copiloto lo más discretamente que pudo y desapareció en la dirección contraria. A su espalda oía voces fuertes, pasos pesados moviéndose por el asfalto en la otra dirección. Caminando agachado desapareció detrás de un seto y se metió por un callejón, pasado el control. Acudir a la policía ya no le parecía una buena idea.