19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

George cruzó las puertas del Comme chez Soi a las siete en punto del jueves. Era una parte de su nueva vida desde que llegó a Bruselas. Siempre era puntual. Antes era un tema que llevaba más o menos como podía, pero ya no. Intentó ocultar una sonrisa sin demasiado éxito. Cuando George hubo terminado el trabajo de traducción, Appleby había pasado por su despacho y le había propuesto que hicieran la valoración anual de George con una cena en el restaurante de dos estrellas. Era demasiado cojonudo. Esto era lo que le encantaba de su vida. Ya le podían endosar todos los trabajos imposibles que quisieran y hacerle traducir auténticos bodrios hasta la eternidad, que si podía seguir viviendo así él estaría contento.

En cuanto puso un pie al otro lado del umbral fue recibido por un camarero.

—¿Monsieur Lööw? Monsieur Appleby lo está esperando en el piso de arriba —dijo en francés.

Merci —respondió George, y lo acompañó por el restaurante. Ventanas pintadas. Nivel de ruido amortiguado pero animado. Corbatas y dinero. Taburetes para las señoras donde poner los bolsos. George notó que cada vez estaba de mejor humor. Esto era lo suyo. Restaurantes con estilo y camareros que estaban avisados de su llegada. Una copa de champán y a lo mejor una rayita discreta de coca en el lavabo y ya estaría en plena forma.

Al llegar al final de la estrecha escalera, el camarero abrió una puerta de espejo que daba a lo que parecía ser una salita privada. Appleby estaba solo, sentado a una mesa preparada para dos. Se encontraba absorto escribiendo algo en su BlackBerry, pero hizo pasar a George con un gesto impaciente de la mano. Las paredes de la estancia estaban cubiertas de madera clara. Unas cortinas pesadas decoraban las ventanas y detrás de Appleby colgaba un gran cuadro al óleo, una especie de bodegón. Junto a una de las ventanas había dos sillones de piel. Probablemente, ahí era donde se tomaba el coñac. El restaurante no era del todo del gusto de George. Demasiado polvo y aspecto de antiguo. A George le iban más las paredes blancas, el acero y el cristal. Las propuestas de diseño de la revista Wallpaper. Pero en este sitio era imposible dejar la clase de lado. Costaba un pastón.

—¡Pasa, pasa, siéntate, por Dios! ¿Qué tal te va, old boy? —Appleby utilizaba con gusto expresiones como old boy. Seguramente, le hacían sentirse británico. No siempre debía de ser fácil ser yanqui en Bruselas.

—Gracias. ¡Fantástico, todo bien! —dijo George.

Garçon! Tomaremos una botella del champán de la casa. —Appleby apretó el botón de enviar del teléfono con gran dramatismo y lo dejó a un lado del plato.

«Garçon —pensó George—. Hoy en día solo los norteamericanos llaman así a los camareros».

—Bueno, George, ¿qué te parece el Comme chez Soi? ¿Habías venido alguna vez?

—Lo cierto es que sí, un par de veces.

—¡Excelente! —lo interrumpió Appleby.

Parecía haber perdido el interés por su propia pregunta y pasó a zarandear el menú con una mano.

—¿Ya sabes lo que quieres? Yo tengo mis favoritos aquí preparados.

George abrió el menú. Ostras de Colchester. Lenguado con medallones de bogavante. George hizo un esfuerzo para no sonreír de oreja a oreja. Appleby asentía con aprobación.

—Perfecto. Entonces solo nos queda ponernos de acuerdo en quién pagará esta pequeña reunión —dijo con una amplia sonrisa.

Los dientes blancos de Appleby brillaron en la salita. «Es como dicen las secretarias —pensó George—. Parece un tiburón. Grande, suave y ágil. Ojos negros y malvados». George respondió a la sonrisa un poco nervioso. ¿No pretendería aquel loco que él pagara la cena a la que lo habían invitado? Sobre todo teniendo en cuenta que el sueldo de Appleby debía de ser diez veces mayor que la remuneración —en todo caso, bastante generosa— de George.

—¿Tabaco o coñac? —dijo Appleby y sacó un euro del bolsillo—. El rey Alberto es Philip Morris y la marca del euro es Hennessy.

Ambos eran clientes en Merchant & Taylor. Appleby lanzó la moneda al aire. Salió el rey Alberto.

—Excelente. Philip Morris se hace cargo de la cuenta. —Con una expresión de satisfacción se guardó el euro.

—Será mejor que también le carguemos las horas. Seguro que esto nos lleva un par de horas o tres. Encárgate de ponerlo en su cuenta mañana. Yo la aprobaré durante la semana.

Era una sensación vertiginosa. No era tan extraño que alguna comida se pusiera a cuenta de algún cliente de vez en cuando, aunque tampoco resultara demasiado relevante para este. Pero cargarle una cuenta de 400 euros por una cena para dos a un cliente era nuevo para George. Súmale tres veces 350 euros por las horas de George y quizá 500 euros por cada hora de Appleby y Philip Morris acabaría con una cuenta de narices por nada. Casi 25 000 coronas suecas por una noche que no tenía nada que ver con ellos. Así era como la cosa funcionaba entre la élite. Nada de tonterías. Que paguen ellos, los muy cerdos. Tienen pasta de sobra.

La conversación fluyó bien. Appleby quería saber de los grandes clientes de George y las cuentas. Al cabo de un rato la conversación pasó a girar en torno a cotilleos de oficina y rumores. Era agradable. Distendido.

Pero aun así había algo que incomodaba a George. Una cena en Comme chez Soi era demasiado ostentosa, incluso para Merchant & Taylor. Era como si hubiera algo flotando a su alrededor, una nube, una niebla. Un presagio de otra cosa, algo más lúgubre. Algo que también parecía estar reflejado en los ojos de Appleby. Un destello de oscuridad y océano. Y sus movimientos eran impacientes, un indicio de que hasta el momento la cena no era más que un calentamiento, un breve trayecto de desplazamiento. George vació la copa de champán de un trago y miró a Appleby con una sonrisa, seguro de sí mismo. «Dale caña —pensó—. Estoy preparado».