19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

El temporal arreció cuando el taxi de Mahmoud lo llevaba por el barrio de la Unión Europea en dirección al Museo Real de África Central, en Tervuren, un poco al norte del centro de Bruselas. El viento traía consigo olas de aguanieve con las que el viejo Mercedes parecía lidiar arduamente para que no atravesaran la carrocería. Eran las seis y media y ya estaba oscuro, lúgubre. De alguna forma parecía un mal augurio. Mahmoud se agachó para poder ver las puntas de los bloques de oficinas, donde se concentraba el poder europeo, a través de la ventanilla. Los edificios parecían adentrarse en la oscuridad infinita del cielo. El taxi avanzaba a paso de caracol. La Rue Belliard, la arteria sur-norte del barrio de la UE, parecía hallarse siempre sumergida en un tráfico caótico constante. Al menos uno de los carriles estaba cortado y el taxista refunfuñaba y maldecía en francés. Algo sobre putas y políticos y la relación entre las dos categorías, si es que el francés escolar de Mahmoud no lo traicionaba demasiado.

Miró a su alrededor, a través del acuario que el taxi tenía como luna trasera. Los faros relampagueaban en las fachadas de cristal. Con la oscuridad y la lluvia era imposible discernir si alguno de los coches de detrás lo estaba siguiendo. Lo dudaba bastante. Sus maniobras en el metro habían sido tan irracionales que probablemente incluso un grupo grande de vigilantes le habría perdido la pista. Luego el cambio de taxi. Debería estar a salvo. Si no hubiese sido por el Volvo en Upsala le costaría creer siquiera que alguien lo pudiera estar espiando. Ahora era una posibilidad real.

En algún punto más atrás de la misma Rue Belliard empezaron a sonar sirenas. Luces azules rebotaban en el hormigón pulido, las ventanas, y teñían la penumbra dentro del coche. Por el rabillo del ojo Mahmoud vio policías en moto acercándose a toda velocidad y luego una cantidad considerable de Mercedes negros de un modelo mucho más moderno que aquel en el que él iba sentado. Una bandera de la UE y una bandera que parecía afgana iban fijadas en el morro. Ondeaban agonizantes en la tormenta. ¿Tendría algo que ver con la gran reunión sobre Afganistán en primavera? El plan Marshall que se estaba preparando y con el que se conseguiría afianzar la paz. O quizá no fuera más que un embajador solitario de camino al aeropuerto.

Justo cuando estaba perdiendo la esperanza de que pudieran salir del barrio de la UE dejaron atrás Bruselas y entraron en una carretera totalmente recta que atravesaba un bosque ralo. Parecía que se estaban acercando. Mahmoud notó que se le aceleraba el corazón y se le secaba la boca. De pronto se arrepintió de no haberle contado a nadie adónde se estaba dirigiendo. Quizá debería haberse puesto en contacto con Klara antes de embarcarse en esto. ¿Pero cómo demonios habría sonado eso, cuando ella ni siquiera le había respondido al mail?: «Hola Klara, por lo visto me están vigilando y he quedado con alguien que me quiere pasar una información comprometida en Tervuren. ¿Esquizofrenia paranoide? Pues ahora que lo dices…». Muy fuera de lugar. Y había dado su palabra de que no se lo contaría a nadie. Estaba solo. No había más que aceptarlo. Respirar tranquilo.

No le llevó más de cinco minutos llegar al hotel desde la rotonda donde le había pedido al taxista que lo dejara. Era poco antes de las seis. El aparcamiento del museo se había convertido en un charco fangoso y Mahmoud lo cruzó de puntillas para no ensuciarse demasiado. Cuando dobló la esquina del macizo edificio se topó con un gran parque bien planificado, con pasillos de grava, setos recortados y césped gris. La iluminación era precaria, pero aun así se detuvo un segundo para tratar de comprender dónde debía estar dentro de una hora. Era fácil identificar el gran estanque, justo delante de la escalinata de entrada. A su derecha. Más no podía ver en la penumbra. Llegado el momento tendría que confiar en su intuición.

Media hora más tarde pudo constatar lo curioso que era que un país con una historia colonial tan controvertida no pudiera dignarse a montar un museo un poco más interesante. A decir verdad, lo mejor era el edificio en sí. El resto consistía más que nada en jirafas devoradas por las pulgas, vitrinas cansadas con animales más pequeños y algunas lanzas y escudos de rigor del centro de África. Como cualquier museo de historia natural del mundo. Sin embargo, tampoco estaba aquí para aprender más sobre la historia colonial de Bélgica.

Eran casi las siete menos diez y una voz por megafonía le aclaró que el museo iba a cerrar en diez minutos. Mahmoud se dirigió a paso lento hacia la sala en la que se suponía que estaba la puerta. Estaba completamente solo entre vitrinas llenas de polvo. La aterradora sombra de la enorme jirafa cruzaba la sala. Mahmoud hizo de tripas corazón. Había llegado la hora. Con un movimiento decidido accionó la manilla.

La puerta se abrió de un bandazo y Mahmoud tuvo que hacer fuerza para que el viento no se la arrancara de la mano. Había dejado de llover y, a juzgar por el vaho que salía de su boca, la temperatura debía de haber descendido un par de grados durante la hora que había estado dentro del museo. Sintió un escalofrío y bajó por la escalerilla de hierro que llevaba al caminito fangoso de grava. El estanque de delante del museo estaba suavemente iluminado pero el parque de abajo apenas podía distinguirse en la oscuridad. Como medida cautelar añadida, Mahmoud procuró ir por la sombra del lado derecho del estanque. Se maldijo a sí mismo por no haber cogido otro calzado aparte de los mocasines para ir a Bruselas. Ya tenía los calcetines empapados de agua helada. Unos pies secos son el alfa y omega. No hay soldado en el mundo que diga lo contrario. Pero Mahmoud había creído que sus días de soldado habían quedado atrás.

Las cifras fluorescentes de su reloj G-shock marcaban las 18.53. Siete minutos para la hora señalada. Protegido por las sombras se metió entre el seto ralo del otro lado del estanque. Se detuvo y aguzó el oído. En el parque reinaba el silencio. Lo único que se oía era un susurro lejano de tráfico. Debía de ser hora punta para los funcionarios de la UE y los diplomáticos que habían elegido establecerse en Tervuren. Desde su posición tenía todo el museo controlado. Estaba desierto. Nadie lo había seguido.

Cuando se dio la vuelta no tardó demasiado en vencer la oscuridad e identificar la escultura que le habían descrito. El bronce titilaba débilmente a la luz del estanque. Giró a la derecha y cruzó una pequeña parcela de césped mojado. Delante de sí pudo distinguir un bosque, o por lo menos algo que parecía un bosque. Continuó hacia delante. Y allí, casi escondido entre unos arbustos de hoja perenne, vio el contorno de un banco de parque. Hizo un alto. En el extremo derecho del banco vio la clara silueta de una persona.