19 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

Klara respiró hondo y giró la cara hacia el empapelado de flores para doblegar su propio impulso de esconder la nariz en el cuello de Cyril, tumbado en su cama, desnudo y soñoliento, a tan solo unos centímetros de distancia. A pesar de la desnudez de ambos, a pesar de que ella le había examinado todo el cuerpo con la boca, las manos, un gesto así habría resultado desconcertantemente íntimo, sorprendentemente cariñoso.

Su relación no era cariñosa. Apasionada, sin duda. De Klara saltaban chispas siempre que Cyril estaba dentro de cierto radio de distancia, una carga sexual arrebatadora que no sabía reconocer pero que sospechaba, sin querer indagar más en ello, que tenía que ver con la inaccesibilidad que caracterizaba a Cyril. ¿Cuántas veces se había despertado al amanecer los últimos meses para ver a Cyril medio vestido y a medio salir por la puerta de su dormitorio? ¿Cuántas veces se había despertado con el crujido en la escalera que bajaba al salón? ¿Cuántas veces habían anulado sus escasísimas citas porque Cyril estaba atrapado en un aeropuerto, una reunión o una cena?

Habían pasado veinte noches juntos. Si llegaba. A lo mejor eran quince. Cyril, igual que la mayoría de los parlamentarios, solo estaba en Bruselas un par de días a la semana. El resto del tiempo estaba de viaje o en casa reconectando con su masa electoral parisina.

Cuando comenzaron a verse, un par de meses atrás, a Klara le había ido perfecto. No quería más. Cyril era emocionante. Inteligente. Y la carga que los envolvía era revolucionaria, la hacía flaquear y sentirse inestable, inferior, dominada. Y podía percibir cómo esa carga lo afectaba también a él. Sus manos se endurecían, la forma en que la agarraba de los brazos, el cuello, los dedos en su pelo al empujarla contra el colchón tras penetrarla desde atrás. Klara todavía tenía su sabor en los labios, en la boca. Era pasión, placer maravilloso, ardiente. Pero no era cariño, no era intimidad real. Y le había resultado inesperadamente liberador. La falta de exigencias y la propia liviandad de la historia que tenían juntos.

Por eso se sorprendió cuando Cyril de pronto se volvió y la miró un rato sin decir nada. Su mirada oscura, un tanto irónica. Ella la sostuvo dubitativa, ruborizada de repente, y compartió el silencio.

—¿Por qué no tienes ninguna foto de tu familia? —preguntó él—. He estado aquí varias veces a la semana los últimos meses y aun así no sé nada de ti. O bueno, sí que sé algunas cosas.

Se subió la manta hasta las caderas, como si de pronto se hubiera percatado de su desnudez.

—Hablamos del Parlamento, el mundo. La comida. Pero casi no sé nada de ti. Tu familia. Y acabo de darme cuenta de que tampoco tienes fotos. Cualquier persona que viva en el extranjero tiene fotos de su familia en algún lugar de la casa. Pero tú no. ¿Por qué?

Su voz, el tenue acento francés, el vocabulario norteamericano. ¿Había estudiado en Estados Unidos? Klara apartó la mirada y se tumbó de espaldas, con los ojos clavados en el techo inclinado que caía sobre la cama, y se concentró en respirar.

De repente sintió que no estaba preparada para romper el pacto, el compromiso eventual. Al mismo tiempo, lo único que quería era vestirse con su pasado y su historia, las prendas una a una, y ver a Cyril hacer lo mismo. Pero necesitaba tiempo para hacerse a la idea. No podía suceder así sin más, sin previo aviso, sin tiempo para aclimatarse. Así que, en vez de dejarse llevar, Klara se limitó a encogerse de hombros y soltar un suspiro.

—No sé. Ni me lo había planteado. A lo mejor no soy muy de fotos, y ya está.

Bajó los pies hasta el fresco parqué y se incorporó en el borde de la cama, desnuda, de espaldas a Cyril.

—¡Venga ya! —dijo él—. Todo el mundo necesita fotos de su familia.

¿No podía darle un momento, dejarla acostumbrarse? ¿Dejarla recuperar el aliento y entrar en calor?

—¿No me puedes contar algo? ¿Tienes hermanos? ¿A qué se dedican tus padres? Cualquier cosa.

Klara se volvió para mirarlo. Dejó que sus ojos mostraran un halo de irritación.

—No tengo hermanos —dijo mientras se peleaba con el sujetador. Con los dedos se mesó el pelo oscuro, que apenas le llegaba a los hombros, y se lo pasó por detrás de las orejas.

—Hija única.

Recogió su teléfono de la mesita de noche. Miró la hora.

—Vamos. Tengo una reunión dentro de media hora. Tenemos que darnos prisa.

Miró a Cyril con una sonrisa torcida y no demasiado convencida y señaló la estrecha escalera que llevaba a la parte del salón de la buhardilla, su pequeña guarida.

—¡Te hace sentir incómoda! —dijo él.

Extendió los brazos, como si por fin hubiera conseguido hacerla reconocer algo que llevaba tiempo negando. La satisfacción del gesto aumentó el recelo de Klara a seguir con la discusión.

—¿El qué? —dijo ella.

¿De verdad era esto lo que Cyril quería?

—¿Te refieres a que me resulta incómodo hablar de mi familia? Vale, pues sí, me resulta incómodo. ¿Suficiente? ¿Te quedas contento con la respuesta?

Klara lo acorraló con sus ojos azules. No doblegó la mirada ni un centímetro, sentía la irritación crecer como una ola.

Cyril levantó las manos en señal de rendición y se incorporó.

—Claro, claro. Si no quieres hablar de ello —murmuró mientras se ponía los bóxers—. Solo quería mostrar un poco de interés.

Unos minutos más tarde estaban abajo, esperando el taxi en el salón, preparados para reincorporarse a la vida normal.

—Perdón —dijo Klara—. No era mi intención exagerar. Supongo que es de lo más normal que me preguntes por mi familia.

Alargó la mano y acarició la de Cyril. Él todavía parecía herido. Picado. A lo mejor sus amantes solían ser más dóciles.

—No pasa nada —contestó él y se mesó el pelo—. Lo entiendo. No quiero que te sientas incómoda.

—Mi familia… —dijo ella.

Cyril se volvió hacia ella, atento, interesado.

—Mi familia es fácil de describir. Está formada por mis abuelos maternos, que son todo lo que tengo. Punto. Y Gabriella, mi mejor amiga. He tenido novios. Relaciones cortas. Una más larga que a veces, en noches oscuras en las que no me puedo dormir, me gustaría que lo hubiese sido todavía más. ¿Es lo bastante sincero para ti?

—¿Por qué no duró más si tú lo deseabas? Me cuesta creer que él te pudiera dejar.

—Eso… —empezó Klara—. Eso lo podemos dejar para otro día. Pero no fue una época feliz. Y yo estaba a punto de irme. Primero a Londres y después aquí. Después ya no ha habido sitio. Y puede que sea mejor así.

—¿Tus padres? —dijo Cyril con cuidado, como si no quisiera correr el riesgo de interrumpir su historia.

—No tengo padres. Mi madre murió cuando yo tenía dos meses. Tengo fotos de ella en un ropero en casa de mis abuelos, pero ningún recuerdo. Ninguno.

Klara lo miró directamente a los ojos. Su triste pasado. Su soledad y exposición. No había nada de lo que le gustara menos hablar. Las miradas compasivas, los ojos vidriosos que seguían de forma inevitable a la historia de la niña huérfana del archipiélago. Las malditas comprensión y empatía. Las que la ponían en situación de inferioridad, las que la convertían en otra persona, la que ellos creían que era.

Pero Cyril asintió en silencio y le apartó un mechón de pelo de la frente.

—Lo siento —dijo—. No sabía nada.

Cogió la mano de Klara. Ella no se lo impidió, pero no le devolvió la caricia.

—Nunca conocí a mi padre. No sé nada de él aparte de que era estadounidense y que mi madre lo conoció mientras trabajaba en Damasco. Era diplomática. A lo mejor él también lo era. A lo mejor era un hombre de negocios. ¿Quién sabe? Mi madre nunca se lo contó a mis abuelos. Y luego murió en un coche bomba en Damasco.