Enero de 1985

Estocolmo, Suecia

La nieve mata todos los sonidos. Si cierro los ojos ya no estoy en una ciudad. El crujido del manto blanco bajo mis suelas de goma, el viento que me envuelve la cara. Estoy pisando hielo. Solo en un lago helado donde el cielo y la nieve se funden y se convierten en una misma masa. Si me permitiera echar de menos, añoraría los inviernos en Michigan.

Aquí las calles son anchas, recuerdos de otros tiempos. Tiempos de ejércitos y desfiles, campos de batalla, banderolas al viento. La simplicidad en todo ello me entristece. La ciudad es hermosa y solemne como un entierro. Los coches todavía llevan los faros encendidos, incluso ahora, durante las escasas y desconcertantes horas que van del alba al anochecer. Llevo poca ropa, a pesar del abrigo de plumón azul que casi no me he puesto desde la universidad.

Me esperan en la embajada americana. Mis nuevos papeles están listos. Aquí nadie sabe quién soy. Pero tienen sus instrucciones y saben que no deben hacer preguntas. Guardo la maletita en la caja fuerte del despacho del agregado militar y rechazo su amable propuesta de cenar juntos. Puedo percibir su interés, su curiosidad. Detrás de todo secreto hay otro. Detrás de toda mentira hay una más grande.

Tardo un segundo en decidirme a preguntar. Es arriesgado, pero alguien como yo está dispuesto al desafío. Puede que sea mi única oportunidad.

—Necesitaría que alguno de vuestros empleados locales me ayudara con una cosa —digo—. Alguien que hable bien el idioma y que sepa cómo funciona el sistema sueco.

—Claro, por supuesto —contesta él y parece contento de poder contribuir con algo.

Es un hombre simpático en todos los sentidos. Un hombre de pubs irlandeses, historias de guerra.

—Pero, obviamente, no tenemos a nadie que tenga asignado un grado de confidencialidad lo bastante elevado.

—No importa —digo yo—. Es un asunto privado. Solo necesito ayuda para dar con un viejo conocido que creo que ha vuelto a Suecia.

—Entiendo. Creo que el departamento de prensa tiene contratados a un par de investigadores locales. Le pediré a mi secretaria que se ocupe de que recibas toda la ayuda que necesites.

Sigo la ruta que he marcado en el mapa de mi habitación y que luego he memorizado. Me abro paso entre las calles serpenteantes llenas de turistas hasta que estoy seguro de que mis sombras me han dejado atrás en el metro. Dicen que es más fácil aquí en Estocolmo. Que Helsinki es peor. Puede ser.

Falta una hora. Cojo un taxi en el Palacio Real y pido que me lleve a Djurgården. El taxista no entiende lo que le digo, así que se lo enseño en el mapa. Me estreso. Recordará al pasajero norteamericano. Un rastro. Yo no dejo rastros. Pero ya es demasiado tarde. Le pido que me deje en el puente. Él solo chapurrea el inglés, así que se lo tengo que señalar otra vez. Tiene rasgos árabes, pero no puedo cambiar de idioma. Entonces el rastro se pondría al rojo vivo. No importa. De todos modos, mis sombras ya me han perdido la pista.

En el lavabo, dentro de las verjas del zoológico de Skansen, cambio el plumón azul celeste por un abrigo beis. Me quito el gorro rojo. Saco la carpeta amarilla con cuidado del maletín y la meto en la mochila azul marino de nailon. El maletín lo dejo, vacío y limpio de huellas, debajo de la papelera de una de las marquesinas. Después salgo del zoo, bajo por el camino que lleva al ferry. Ya está oscureciendo.

A las tres y cuarto embarco en el ferry. Él está solo en la popa. Tal como habíamos quedado. Gafas ahumadas y un abrigo de invierno de color beis con un pequeño clavel en el ojal. Tiene un bigote que se puede comparar con el de su jefe. Una cara digna de una larga carrera en los edificios gubernamentales de Bagdad. Me pongo a su lado y miro la espuma generada por las hélices. Los restos olvidados de la decoración navideña titilan melancólicos sobre el parque de atracciones que poco a poco dejamos atrás. Tenemos unos diez minutos.

Assalamu alaikum —digo yo.

Wa alaikum assalam —responde él por acto reflejo, sorprendido—. ¿Habla usted árabe?

—Sí —respondo.

—¿De qué quiere informar? Debe de ser importante, si los americanos envían a un representante hasta Estocolmo.

—Imágenes de satélite de antes de ayer. La flota iraquí se está posicionando para bloquear el tráfico en el golfo Pérsico. Hay unidades de artillería moviéndose para tomar posición para atacar Bagdad.

Miro a mi alrededor y le doy la carpeta a mi contacto iraquí. Él asiente en silencio y la guarda en su maletín sin mirar. A pesar de que estamos resguardados por la superestructura del barco, el frío nos corta las mejillas.

—¿Eso es todo?

La decepción se hace patente en su cara. Ninguna novedad para él. Niego con la cabeza.

—Una cosa más. Hemos reunido a cinco empresas que están dispuestas a vender lo que ustedes quieren. Quieren fijar una cita en Zúrich dentro de dos semanas. Los detalles están en la carpeta. No hace falta que le explique lo delicado que es este asunto, ¿no es así?

Otro brillo en su mirada. Esto era lo que estaba deseando.

—¿Agentes químicos? —Se controla, pero ahora está interesado.

—Más aún.

Él asiente. Las alejadas luces del parque de atracciones se reflejan en sus gafas. Bajo mis pies siento las vibraciones del motor.

—Debemos darles a ustedes las gracias —dice al fin.

Me limito a asentir con la cabeza.

—No me las dé a mí. Yo solo soy el mensajero. Y evidentemente, mis dirigentes políticos esperan algún tipo de compensación cuando todo haya terminado. Lo podrán acabar de discutir en Zúrich.

Nos quedamos callados. Dejamos que el compás de los motores llene los huecos. No sé si tiene frío. Al menos no hay indicio de ello en su rostro, oculto tras las gafas, el bigote y la bufanda de color vino, perfectamente doblada y metida bajo el abrigo de piel de camello.

—En cuanto a lo otro… —empieza.

Sus ojos suben paseando con la mirada por el muelle sur, el gran ferry rojiblanco, la ciudad que se yergue y se extiende más allá. Átomos de nieve, comprimidos por el frío y duros como granos de sal, revolotean entre nuestros cuerpos. No digo nada. Le doy el tiempo que necesita. Una tensión eléctrica me cruza ahora por dentro, me hace crepitar, hace que la nieve se derrita al primer contacto. Las raíces de la venganza son eléctricas.

—Nadie sabe nada —continúa—. Ni nosotros. Ni los sirios. Nada.

Se vuelve hacia mí y se quita las gafas. Sus ojos, inesperadamente desnudos, son cálidos.

—¿Era su familia? —pregunta.

No digo nada, no doblego la mirada. Aun así sabe la respuesta. Todas las preguntas son retóricas. Tengo que mirarlo a la cara, necesito mirarlo al fondo de los ojos.

—Lo lamento —continúa—. De verdad. Sobre todo teniendo en cuenta la gran ayuda que ha sido para nosotros. Me gustaría poderle dar una respuesta más completa.

Ahora asiento en silencio. Si está mintiendo, es un maestro.

—¿Sabe que no significa nada? ¿Que no tenga ninguna información? ¿Sabe que nuestros sistemas son más orgánicos que los de ustedes? Son contadas las ocasiones que este tipo de información sale fuera del núcleo más cerrado del servicio secreto.

Vuelvo a asentir. Lo sé todo sobre la organicidad. Todo sobre las tomas rápidas de decisiones.

—Alguien da una señal, otro la pasa a un tercero. Hay muchos caminos.

—Pero siempre hay rumores —señalo yo—. Siempre.

—Claro —dice él.

Asiente con la cabeza. Una sonrisa un tanto triste.

—Pero no hay que hacer caso a los rumores, ¿verdad?

—Solo si es lo único que tienes —replico yo.

Él no contesta. Su mirada es intensa, recta, carente de toda falsedad. Se mantiene así un segundo. Los copos de nieve secos en su bigote, en sus pestañas.

—A veces es mejor, simplemente, seguir adelante —dice al final—. Dejarlo en manos de Dios. Inshallah. Si Dios quiere.

Nos separamos antes de que el ferry atraque. Yo ya me estoy alejando, lleno de duda. Atrás dejo las promesas de muerte.

No me entretengo con maniobras de evasión cuando camino por la avenida Strandvägen en dirección a la embajada. Ahora ya me pueden perseguir todo lo que quieran. La empleada local, Louise, me espera en su mesa en el pequeño despacho que comparte con otra local. Parece que somos las últimas personas en el edificio.

—Llegas tarde —dice y se aparta el pelo largo y rubio de la cara.

Ronda los treinta y no es guapa aunque hay algo en su seriedad que resulta atractivo. Su inglés es estadounidense pero con un acento cantarín que conozco demasiado bien.

—Tengo que ir a buscar a mis hijos.

—Lo siento —respondo, y lo digo de corazón.

Pone estresada unos pocos papeles sobre la mesa.

—Aquí está la mujer que estabas buscando —dice—. Este es su certificado de defunción. Efectivamente, trabajó como diplomática para el Ministerio de Asuntos Exteriores y por lo que parece murió en una explosión en Damasco en 1980.

Asiento en silencio y toqueteo la hoja emitida en una lengua que no entiendo.

—Encontré algunos artículos al respecto en la prensa sueca. Por lo visto aquí fue todo un tema. La verdad es que yo misma lo recuerdo. No es demasiado frecuente que un diplomático sueco fallezca en el extranjero. Saqué copias a un par de los artículos. Parece que fue un accidente. Un coche bomba que creen tenía como objetivo a otra persona. Usaron el coche equivocado.

Me siento en la pálida silla de madera que hay al lado de su escritorio. De repente desconfío de mis piernas.

—Tenía una hija —le digo y me percato de que mi tono de voz es vacuo, inerte.

Louise asiente con la cabeza.

—Correcto —asiente ella—. Tenía una hija de un par de meses que sobrevivió. Es una historia rara. Muy rara. En todos los medios aparece que la niña murió junto a la madre en el coche, pero si hurgas un poco… —Se aparta el pelo de la frente y lanza una mirada impaciente al reloj de su fina muñeca—. Si hurgas un poco la encuentras en el registro. Klara Walldéen. Tengo un amigo en el Ministerio de Asuntos Exteriores que le echó un vistazo rápido. —Hojea impaciente entre los papeles—. Por extraño que resulte, no hay más documentos. Pero según los rumores, si es que hay que tenerlos en cuenta, la encontraron envuelta en una manta en la embajada sueca de Damasco el mismo día que estalló la bomba. Obviamente, todo quedó silenciado. Después de la bomba y todo eso. Supongo que se temía que fuera a pasarle algo malo.

La electricidad que me sacude, mi circulación sanguínea.

—¿Adónde fue a parar? —pregunto.

—Vive con sus abuelos en el archipiélago de la comarca de Östergötland. Déjame ver… Sí, aquí está. En una islita que se llama Aspöja.