Bruselas, Bélgica
Mahmoud pasó una hora haciendo trayectos por la red de metro de Bruselas. Cambió de sentido y de tren, tal como le había pedido la voz del teléfono. Una vez llegado a Gare du Midi subió las escaleras mecánicas hasta un andén vacío. Una nube baja cubría todo el sur de Bruselas y daba la impresión de que estuviera anocheciendo. La llovizna caía sobre el hormigón agrietado. Los únicos puntos de color eran el óxido de los raíles y el grafiti descolorido en una marquesina que había en el andén.
Medio escondido detrás de una columna le puso la batería al teléfono. Desde ahí podía ver a los que subían por las escaleras. Notó que se le aceleraba el pulso y se le estrechaba la tráquea. El andén, la lluvia, de pronto le resultaron más tangibles, más reales. En cierto modo era emocionante. Un juego.
Mahmoud escaneó el andén otra vez a pesar de saber que estaba vacío y buscó el único número que tenía guardado en el móvil. Descolgaron antes de que sonara el primer tono.
—Coge un taxi a Gare du Nord —dijo la voz impersonal—. Cambia de taxi y sal de la ciudad hasta el Museo Real de África Central en Tervuren. Tienes que estar allí dentro de una hora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Mahmoud.
—Tómate tu tiempo cuando estés allí. Mira las exposiciones. Al fondo de la sala de la jirafa hay una salida de emergencias. A las siete menos diez sales por ella y bajas al parque. La puerta estará abierta y la alarma desconectada. Rodea el estanque de la derecha del museo. Al otro lado del seto, enfrente del museo, hay una estatua. La verás. A la derecha, en el lindero del bosque, hay un banco que queda oculto por unos arbustos. A las siete estaré allí. No llegues tarde.