Damasco, Siria
Cada vez que te tengo en mis brazos es la última vez. Lo he sabido desde el primer día. Y cuando volviste, y yo cogí al bebé con manos insomnes, en lo único en lo que podía pensar era en que esa sería la última vez que lo tenía en mi regazo.
Me miras, ojos purificantes como una promesa de lluvia, y yo sé que tú sabes. Que lo llevas sabiendo el mismo tiempo que yo. Mi traición, ahora, en este mismo instante, tan próxima que ambos percibimos su aliento hediondo, sus latidos, el ritmo irregular de su corazón.
El bebé jadea en la cuna y tú te levantas, pero yo me anticipo y lo cojo en brazos. Lo recuesto sobre mi pecho. Siento su respiración, sus latidos acelerados, a través de la mantita de punto azul celeste que tu madre nos hizo. Su corazón es mi corazón. No hay nada que pueda justificar el abandono de tu propia sangre. No hay excusas ni motivos. Solo un puñado de pretextos, solo mentiras de distintos niveles. Cosas que yo, más que nadie, domino a la perfección.
La ciudad está más que caliente. Después de dos meses de sequía mortal la urbe parece lava incandescente. Cuando por fin cae la noche, sus calles ya no son grises ni beis, sino transparentes, están extenuadas, deshidratadas, temblorosas como la gelatina. Aquí nadie piensa con claridad. Todo huele a basura. Basura, humo de tráfico, ajo y comino. Pero yo solo noto el olor de la criatura. Cierro los ojos y respiro hondo varias veces con la nariz pegada a su coronilla casi calva. Y el bebé todavía está caliente. Demasiado caliente. La fiebre no cede.
Tú remarcas que es el tercer día. Te oigo hurgar en los cajones en busca de una aspirina o cualquier cosa. Es el calor. Nos vuelve locos. Los dos sabemos que aquí no tengo nada de eso, en mi piso, mi espejismo. ¿Por qué estamos aquí?
—Dame las llaves —dices tú.
Agitas la mano como los vendedores de los bazares cuando piden el dinero. Y cuando yo titubeo:
—Dame las puñeteras llaves, maldita sea.
Tu voz una octava más aguda, un matiz de desesperación.
—Pero oye, espera. ¿No es mejor si yo…? —empiezo.
El bebé inmóvil sobre mi hombro. La respiración tan leve que es casi imposible de discernir.
—¿Y cómo coño vas a entrar tú en la embajada? ¿Eh? Tú mismo puedes ver que necesitamos un antifebril.
A regañadientes saco el manojo de llaves del bolsillo. Mientras hago equilibrios con el bebé en mi pecho las llaves se me escurren de los dedos y aterrizan con un tintineo apagado en el suelo de mármol del recibidor. «El calor apaga hasta los ruidos», pienso. Los retrasa, los frena. Nos agachamos al mismo tiempo para recogerlas. Por un instante nuestros dedos se rozan, nuestros ojos. Luego tú te haces con el manojo de un tirón y te levantas, desapareces entre los ecos de la escalera, dejando atrás el sonido amortiguado de la puerta al cerrarse.
Estoy con el bebé en la minúscula sombra del balcón que da a la calle. El recuerdo de una brisa me acaricia la cara. El calor hace que sea difícil respirar. En el aire solo flota el mal olor de la ardiente ciudad. ¿Qué pasó con el jazmín? Hubo una vez en que toda la ciudad olía a esa flor.
El colgante que me diste antes de que todo se volviera calor, fiebre y huida me quema la piel del pecho. El que una vez fue de tu abuela y luego de tu madre. Pienso que lo dejaré aquí, que lo pondré en la mesita de pared del recibidor, la de taracea de nácar y palisandro que compramos juntos en el bazar cuando hacía menos de una semana que los lazos habían empezado a crecer. Pienso que no tengo derecho a llevarme el colgante. Que ya no me pertenece. Si es que alguna vez lo ha hecho.
Sé todo lo que hay que saber para sobrevivir. Me sé todas las calles de la ciudad, todas las cafeterías. Conozco hasta al último anticuario con bigote y dudosos contactos, a los bocazas de los vendedores de alfombras, al chico que vende té hecho en el samovar de un metro de alto que carga a la espalda. He bebido whisky importado con el presidente en salas llenas de humo, junto con dirigentes de organizaciones a las que él oficialmente desprecia. El presidente sabe mi nombre. Uno de ellos. He invertido bien el dinero. He procurado que caiga siempre en las manos que más beneficio me pueden proporcionar para conseguir los intereses que me han puesto como objetivo. Si os cruzáis conmigo hablaré vuestros idiomas mejor que vosotros mismos. Al mismo tiempo: llévame a otro sitio, suéltame en la jungla, en la estepa, en el vestíbulo del Savoy. Dame un minuto. Me convierto en una lagartija, una brizna de hierba seca, un joven banquero en traje de rayas, con el pelo un poco demasiado largo y un pasado variopinto pero privilegiado. Conozco ligeramente a vuestros amigos de la universidad a través de terceros. Ellos nunca se acuerdan de mí.
No lo sabéis, pero soy infinitamente mejor que vosotros. Cambio mucho más deprisa. Me adapto mejor. Tengo un contorno más incierto y un núcleo más sólido. Llevo las riendas más cortas. Si se alargan, las corto. ¿Y ahora? Ahora me he desconcentrado y las he dejado crecer, las he dejado endurecerse. Lazos de sangre.
El juego es eterno, pero esta partida ha terminado. Abrazo más fuerte al bebé contra mi pecho, zapateo impaciente en las baldosas. Cuando las imágenes de muerte se filtran en mi sinapsis cierro los ojos y sacudo la cabeza. Sin darme cuenta me digo a mí mismo con un susurro:
—No, no, no…
La cara hinchada en el sumidero abierto junto a la autovía hacia el aeropuerto. Los ojos abiertos. Las moscas en el calor. Las moscas.
—No, no, no…
¿Por qué no lo dejé en paz? Yo ya lo sabía todo. ¿Por qué convencí a Firas para tener otra reunión cuando la pista ya estaba al rojo vivo? Pero era demasiado contradictoria, demasiado difícil de creer. Necesitaba oírlo una vez más. Mirar una vez más a los ojos nerviosos de Firas para ver si había algo escondido allí dentro. Ver si una sombra se posaba en su cara cuando repetía a despecho los detalles por última vez. Ver si sus tics nerviosos se habían acentuado o desaparecido del todo. Todas esas señales. Todos los matices. Todo aquello que constituye la casi imperceptible línea divisoria entre verdad y mentira, vida y muerte. Cierro los ojos, niego con la cabeza mientras la angustia, la culpa, me atraviesan. Tendría que haberlo visto.
Y ahora ya no hay tiempo que perder. El coche está alquilado a nombre de uno de mis contactos y está aparcado a la vuelta de la esquina. La mochila con ropa, dinero y pasaportes nuevos me espera en el maletero. El camino de huida está activado, escrito con tinta invisible en el interior de mis párpados. Es la única solución en este momento. Convertirse en niebla y luego esfumarse como el aire. Formar parte del comino, el ajo, la basura y los humos. En un día bueno, incluso del jazmín.
Levanto al bebé y lo miro. Es un alivio que tenga tus ojos. Así es más fácil. ¿Qué clase de ser humano es el que abandona a su descendencia? Aunque sea para protegerla. Una traición tras otra. Una mentira tras otra. ¿Por cuánto tiempo puede la relatividad salvar el alma de una persona?
El ruido de la calle. Más lento y apático en el calor. Contornos de voces cansadas que apenas llegan hasta donde estoy, en la tercera planta. Coches que se arrastran sedientos y atormentados por el hormigón escaldado.
Y entonces el traqueteo de un coche que no arranca. Una llave que gira pero que no logra hacer que la bujía suelte una chispa. Una vez:
«Aaaaannnnnananananananan».
Me pongo al sol en el balcón, tapando al bebé, y me acerco a la barandilla. Es como meterse en una bañera demasiado caliente. El sudor corre por mis mejillas. Mis axilas, mi espalda y mi pecho ya están empapados. Me asomo por la baranda, paseo la mirada hasta encontrar el viejo Renault verde oxidado al otro lado de la calle. Pensamientos que me pasan por la cabeza: que me pusiera contento al encontrar justo ese hueco para aparcar. Que pensara que el coche se quedaría allí durante semanas, meses. Que quizá al final encontrarías las llaves y lo cambiarías de sitio. Que por qué te ibas a interesar por el coche.
Los reflejos del sol centellean en la luna del conductor. Pero cuando entorno lo ojos puedo verte. Tu pelo hermoso y rubio, liso y graso por tantas noches en vela y falta de agua. Inclinada hacia delante, la cara desencajada de irritación, dolor de cabeza, todas las ideas que pasan por ella, toda la preocupación. Pienso que eres lo más bello que he visto en toda mi vida. Que es la última vez que te veré. El cuchillo que se retuerce, vuelta tras vuelta, en mi corazón.
Giras la llave una vez más:
«Aaaaannnnnananananananan».
Es la señal. Una de ellas. Una de las miles de señales que he aprendido a reconocer para sobrevivir. Y sé que ya es tarde, demasiado tarde. Caigo en la cuenta. El pánico mortal, el desengaño, la culpa, la culpa, la culpa. Todo en el lapso de tiempo que tarda un nervio en reaccionar al dolor.
Cuando la explosión me revienta los tímpanos ya estoy tirado en el suelo. El estallido no es sordo, no está amortiguado por el calor. Es terrible, majestuoso. Es un campo de batalla comprimido en un instante. Siento miles de partículas diminutas, leves, afiladas, que me cubren como ceniza. Cristales y lo que quizá sean trozos de la fachada, trozos de metal.
Después reina un silencio sepulcral. Creo yacer bajo un manto de vidrio, un manto de cemento barato, acero oxidado. Pienso que debo de estar sangrando. Pienso que si estoy pensando es que estoy vivo. Pienso que tengo los brazos por aquí en algún sitio, que los noto debajo del hormigón. Pienso que qué es lo que estoy abrazando, sobre qué estoy tirado. Consigo rodar el cuerpo media vuelta a un lado. Tintineo de hormigón y cristales a mi alrededor. Con cuidado me incorporo, me apoyo sobre un codo que parece responder a las señales de mi columna vertebral.
Debajo de mí está el bebé, mis manos aprietan fuerte sus orejas. El bebé me mira y parpadea, respira de forma pesada, febril. No lo ha tocado ni un solo cristal.