El sábado 22, a las nueve de la mañana, el fiscal fue despertado por las campanas de los treinta y tres templos de la ciudad que anunciaban la resurrección y gloria de Cristo. Al mismo tiempo, la policía tocaba su puerta fuertemente, casi con rabia. Antes de abrirles, ya imaginaba lo que les iba a escuchar.

—Tenemos órdenes del capitán Pacheco de llevarlo al levantamiento de un cadáver.

Mientras se lavaba rápidamente, se arrepintió de haber dejado escapar a Edith. No se le ocurrió que su locura homicida seguiría desatada aun después de la advertencia. Se recriminó su propia debilidad y su estupidez. Sobre todo, se recriminó por haber escogido justamente a esa mujer. Y sin embargo, la noticia no lo había sorprendido. Quizá se estaba acostumbrando a la muerte. Antes de salir, tuvo tiempo de sorprenderse de no haber sido él mismo la última víctima. Descubrió que casi lo estaba deseando.

Afuera, comenzaban los preparativos para el final de la Semana Santa. En el cerro de Acuchimay se reunían los feriantes de Andahuaylas, Cangallo y hasta de Bolivia alrededor de los puestos de artesanías, chicha, quesos frescos y calabazas de sopa. Algunos borrachos, aún con sus botellas de chacta en la mano, yacían en las calles. Aquí y allá se veían los escupitajos verdes de los que masticaban coca.

También había elegancia. Los notables se dirigían a la bendición del nuevo fuego y los cirios pascuales en la catedral. Algunos pasarían todo el día en las misas de vigilia. Otros comenzaban el traslado festivo de los toros para el asilo de ancianos y la cárcel. Los policías le comentaron al fiscal que Olazábal había tratado de prohibir el traslado del toro por razones de seguridad, pero sus propios hombres querían algo de fiesta en ese lugar tan triste.

El fiscal aún estaba un poco dormido. Iba pensando cómo formular en su informe la acusación contra Edith. Le dolería tener que hacerla, a pesar de todo. Sería triste pero necesario. Pero pronto, conforme avanzaban, empezó a reconocer el camino que estaban recorriendo. El progresivo envejecimiento de las casas, el barrio penosamente modernizado, los límites de la ciudad en el cerro, el edificio de tres pisos, la vecina Dora, destrozada, mirándolo con desconfianza desde su ventana. Tras unos segundos de parálisis, corrió por las escaleras hasta el tercer piso. Las escaleras rechinaban a cada paso como si fueran a hundirse. El capitán Pacheco lo detuvo en la puerta.

—No sé si usted deba entrar aquí —le dijo.

Tenía que entrar. Empujó al policía y franqueó la puerta. La pequeña habitación estaba casi enteramente pintada de sangre. El suelo estaba cubierto con hojas de plástico transparente para caminar sin dejar huellas y salir sin llevar las suelas teñidas. En la única pared que no estaba por completo cubierta, había pintas con lemas senderistas, escritos con un pincel que el asesino había mojado en el cuerpo que descansaba sobre la cama. Cuerpo. No era un cuerpo en realidad. Cuando el fiscal se acercó a las sábanas —las sábanas que él ya había manchado de sangre y sudor—, descubrió que esta vez era todo lo contrario: dos piernas, dos brazos, una cabeza. Amontonados sobre la cama dejando libre el espacio del tronco, y nada más. Aún tuvo una esperanza antes de reconocer, entre el rojo absoluto de los miembros, el diente brillante de Edith y el lustre, ahora bermellón, de su cabello. No pudo reprimir un largo grito. Tuvo que contenerse de patear la habitación, de destruirla, como si así destruyese también el recuerdo. Tuvo que salir a la escalera para vomitar, para llorar, para patear.

Media hora después, se había repuesto ligeramente. Por lo menos ya podía ver sin que su vista se empañase de bruma roja. Un agente le enseñó un caño donde podía lavarse la cara un poco. No sabía qué sentir: rabia, dolor, frustración, autocompasión… Todos los sentimientos se le acumulaban en el pecho sin definirse.

Cuando bajó, el capitán Pacheco lo esperaba.

El juez Briceño también estaba ahí. Su mirada era extraña, distante. El fiscal pensó que debía tener un aspecto lamentable. No había espejo en el caño. No le importaba tampoco. Pocas cosas le importaban a estas alturas. Trató de peinarse instintivamente, pero sin convicción. Trató de decir algo, pero ninguna palabra salió de su boca. El juez habló:

—Una carnicería, ¿no?

Asintió con un gesto. Trató de volver al trabajo. No tenía sentido, pero quizá era uno más de esos gestos inútiles que uno hace, como peinarse, como horrorizarse, como temer o llorar, cosas inútiles que no podemos evitar.

—Denme… denme el acta de levantamiento del cadáver. Firmaré y acompañaré la autopsia si… si algo puede hacer el médico con esto.

Pacheco y Briceño se miraron. El juez dijo:

—Yo asumiré la investigación. No sé si usted… esté en condiciones.

—Estoy en condiciones —dijo el fiscal mirando al suelo. Trató de contener las lágrimas—. Edith era… miembro de una célula terrorista. La han asesinado para silenciarla. Sólo habrá que buscar a sus cómplices. Hay… una línea de investigación muy clara por seguir.

Pacheco sacudió la cabeza. Se quitó el kepí. Jugó con él entre las manos mientras decía:

—Ya tenemos una línea de investigación muy clara, señor fiscal.

El fiscal se quedó esperando la continuación de esa frase. Como no llegaba, levantó la vista. La mirada de los otros dos era de hielo. Pacheco sacó un cuaderno y leyó con tono de informe oficial:

—Anoche se le vio salir en compañía de la víctima del restaurante El Huamanguino. Según nuestra información, estaba usted visiblemente alterado. Hay testigos que aseguran que ustedes dos discutieron. Muchísimos testigos. Varios de ellos afirman que la amenazó usted con un arma de fuego en plena vía pública. Después de eso, ella no volvió al restaurante. Nadie más volvió a verla viva. ¿Qué tiene usted que decir?

Nada. No tenía nada que decir. Ni siquiera la carcajada enferma que lo había azotado el día anterior en la comisaría salió esta vez en su defensa. Los policías que se le acercaron entonces parecían sorprendidos de que no opusiese resistencia, de que se dejase arrastrar como un juguete del viento, como un hombre de papel. Lo metieron en un patrullero y lo sacaron ya en la comisaría. Lo arrojaron a una celda del tamaño de un armario. En una esquina había un agujero para que hiciese sus necesidades ahí. Supo por el olor que no era ni de lejos el primero en ocuparla. En las paredes aún quedaban vivas a la guerra popular arañados con cantos de piedra. Pasó varias horas ahí, tratando de pensar en una solución, pero le parecía que no quedaba nada en que pensar, que todo lo que necesitaba saber quedaba ya más allá de sus pensamientos. Por la tarde, lo interrogó Pacheco en persona. No fue necesario ejercer la violencia:

—¿Por qué no confiesa de una vez? —le preguntaba el policía. Parecía tranquilo, protector, paternal—. Hemos enviado a Lima las huellas que encontramos junto al cuerpo de Quiroz. Los resultados llegarán el martes, pero ni siquiera son necesarios. Hay más testigos que lo vieron salir armado de la casa parroquial. Y la vecina de Edith Ayala lo vio entrar enloquecido en casa de la chica la noche anterior, inmediatamente después de los hechos de sangre que perpetró en el Corazón de Cristo. Figura en las listas de visita de Hernán Durango, y el coronel Olazábal afirma que usted ofreció negociarle un ascenso antes de la fuga del terrorista. Nos ha llegado un informe firmado por usted en el que declara haberse puesto en contacto con Justino Mayta Carazo en la clandestinidad. Eso lo convierte en la última persona que afirma haberlo visto con vida. Por lo que hemos visto, usted llevaba la investigación sin informarnos de ella y redactaba los informes con el solo fin de cubrirse las espaldas…

El fiscal Chacaltana respondía a todo con vagos movimientos de cabeza, como un bulto inane. Por primera vez, el policía perdió la paciencia.

—¡Usted ha matado como si estuviera en su casa! ¡Hasta los terroristas dejaban menos rastros cuando ponían bombas!

El fiscal no levantó siquiera los ojos. El policía recuperó la tranquilidad y continuó:

—Es comprensible, Chacaltana. No es justificable, pero es comprensible. La muerte flota en esta ciudad. He visto a otros como usted perder la cabeza. Pero a nadie del modo que usted lo hizo. Por ahora, tiene asegurada la cadena perpetua, y agradezca que nunca se reglamentó la pena de muerte. No obstante, su régimen penitenciario puede ablandarse en la medida en que coopere. Hágame el favor, hágase el favor…

El fiscal no reaccionó. Se veía embrutecido, sobrepasado. El policía le mostró unos papeles. Eran las notas senderistas dejadas en los cuerpos de Durango y Mayta.

—Vamos por partes —dijo—. ¿Escribió usted estas notas? Dígamelo con confianza. Sólo eso. ¿Las escribió usted?

El fiscal miró los papeles. Recordó las notas. Recordó las pintas en el cuarto de Edith. La firma: Sendero Luminoso.

—Lo hizo usted mal —dijo el policía—. Muy mal. Sendero nunca firmaba así. Firmaban PCP, Partido Comunista del Perú. O simplemente dejaban sus consignas: Viva la Guerra Popular, Viva el Presidente Gonzalo, ese tipo de cosas. ¿Ah? Cómo se nota que usted no vivía acá en la época del terrorismo. Sus pruebas para despistar no habrían convencido ni a un niño de ocho años. Estos papeles no lo ayudan. Al contrario, obran en su contra. Y sus métodos. Los senderistas eran unos salvajes pero tenían cierto sentido político. ¿Me entiende? Lo de usted, en cambio, es carnicería pura, señor fiscal.

Por primera vez, el fiscal dio muestras de responder. Movió la boca, como si tuviera que desentumecerla para hablar. Luego dijo, en un susurro inaudible:

—¿No fue Sendero?

Pacheco, que había tenido un segundo de animación, volvió a parecer decepcionado.

—Señor fiscal, ténganos un poco de respeto y deje de hacerse el imbécil. Admítalo todo de una vez y quíteselo de la conciencia. Le traeremos una declaración, la firmará y podrá descansar tranquilo. A fin de cuentas, usted era uno de los nuestros, Chacaltana. Se le tomará eso en consideración, nadie le hará daño.

—No era Sendero… —repitió el fiscal. Ahora sí se sentía un inútil. Había estado siguiendo todo el tiempo un callejón sin salida, persiguiendo fantasmas, persiguiendo a sus propios miedos, a sus propios recuerdos, más que a una realidad que se reía de él. Entonces, sólo entonces, la luz empezó a iluminar su mente. Quizá la luz del fuego, quizá la luz de las teas ardientes en los cerros, pero una luz clara e intensa que empezaba a abrirse paso en la oscuridad de su razón. Recordó a Pacheco, cuando le advertía de sus malas compañías. Éste es un pueblo chico, todo se sabe. Lo habían estado siguiendo, habían sabido siempre adónde iba, habían sabido siempre con quién hablaba. Sus ojos se iluminaron. Preguntó con recuperado aplomo:

—¿Me ha dicho que tiene mis informes? ¿Cómo es que el jueves no tenían los informes y ahora sí los tienen?

—¿Perdone? —dijo Pacheco. Aún conservaba una sonrisa apacible.

—¿Por qué obstaculizaron toda la investigación y ahora la asumen de repente?

La sonrisa de superioridad de Pacheco fue borrándose de su rostro.

—Bueno, la salida de Carrión ha dejado un hueco de seguridad ciudadana que…

—¿Por qué me dejaron suelto si los testigos me incriminaron el jueves y, una vez más, durante la noche del viernes? ¿Por qué no fueron por mí de inmediato?

Pacheco empezó a balbucear. Estaba repentinamente pálido.

—Los testigos… bueno… es que…

—Me quieren incriminar. ¡Me quieren incriminar a mí en esto! ¡Me quieren encerrar!

—Chacaltana, cálmese…

Chacaltana no se calmó. Se levantó de la mesa y se abalanzó sobre el policía. Lo tomó del cuello. Todo estaba tan claro y era tan tarde. Ahora que estaba perdido, quizá podría llevarse al menos a Pacheco al infierno con él. Lo arrojó al suelo y empezó a apretarle el cuello, como recordaba que Mayta se lo había apretado a él mismo. Al final, los asesinos cambian de cara, pensó, se confunden unos con otros, se convierten todos en el mismo, se multiplican, como imágenes en espejos deformes. Pacheco trató de quitárselo de encima, pero el fiscal estaba demasiado enardecido. El policía empezaba a ponerse morado cuando el fiscal sintió el porrazo en la cabeza. Trató de apretar un poco más mientras sentía que perdía la consciencia, que entraba en un sueño, y que todo a su alrededor se convertía en una misma y única oscuridad.

El último sueño que tuvo el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar antes de lo que ocurrió después fue muy distinto a todos los anteriores: no había fuego ni sangre, ni golpes. Había sólo una enorme pradera pacífica, un paisaje andino, quizá. Y un cuerpo acostado en medio de la tierra. Poco a poco, primero con lentitud, después cada vez con más agilidad, el cuerpo se iba levantando, hasta que lograba ponerse de pie. Entonces se veía con claridad. Era un cuerpo hecho de partes distintas, un Frankenstein cosido con hilos de acero que no cerraban bien sus junturas, de las que goteaban coágulos y costras. Tenía dos piernas distintas, y tampoco los brazos parecían corresponderle exactamente. El tronco era de mujer. La visión era macabra, pero no parecía tener una actitud violenta. Se limitaba a levantarse e irse reconociendo poco a poco mientras tomaba conciencia de ser. Lo que sobresaltó realmente al fiscal fue sólo el fin de la visión, cuando el engendro terminó de incorporarse y, sobre sus hombros, el fiscal vio su propia cabeza, atrapada sobre ese cuerpo que no había elegido, antes de que la luz fuese haciéndose más intensa, cada vez más, hasta cegarlo todo como una luminosa oscuridad blanca.

Entonces despertó. A su lado, la reja de su cubículo estaba abierta. Dos policías extendieron sus manos hacia él y lo arrastraron afuera. A empellones lo llevaron hasta la oficina del capitán. Lo arrojaron a los pies de Pacheco. El fiscal pensó que todo había terminado, que él tampoco merecería un juicio, sólo lo llevarían a alguna de las fosas y eso sería el final. Caso cerrado, aquí no hay terroristas y nunca pasó nada. Pensó en la fosa casi con alivio mientras levantaba la cabeza hacia su captor.

—Tiene usted amigos poderosos, señor fiscal —dijo Pacheco—. ¿Con quién está en esto?

El fiscal no entendió la pregunta. El policía parecía furioso.

—No debo preguntarlo, ¿verdad? A veces son tantas las cosas que uno no debe preguntar que ya no sabe cuáles sí debe. A veces, señor fiscal, me pregunto para quién trabajamos. Sobre todo cuando lo veo a usted.

El fiscal empezó a levantarse. De verdad, le pareció que el cuerpo que habitaba no era el suyo, que estaba hecho de pedazos ajenos, que alguien se lo había prestado para usarlo como una marioneta.

—¿Es un asunto de Inteligencia? —volvió a preguntar el policía—. Es eso, ¿verdad?

El fiscal no respondió. El capitán se dio por satisfecho con su silencio.

—Lárguese —dijo.

—¿Qué?

Estaba seguro de que había oído mal.

—¡Que se largue de una vez! Su paso por aquí no está registrado, señor fiscal. Usted nunca vino aquí. Pero sepa que yo no seré responsable por esto, Chacaltana. Y que en cuanto tenga la menor oportunidad, me lo quemo. Llévenselo.

Chacaltana trató de protestar, pero no sabía de qué protestar. Entonces se le ocurrió preguntar algo. Nuevamente, no sabía qué. Se dejó arrastrar por los mismos policías hasta la puerta. El bullicio de la calle le pareció un recuerdo lejano e informe. Sus propias piernas, cuando lo soltaron en la esquina de la plaza, se le hicieron extrañas, como si tuviese que acostumbrarse a ellas. Se preguntó si el olor del ponche y el sonido de las bandas de música en la plaza no eran el sonido del cielo. O el del infierno.

Caminó hasta su casa. Le dolía todo el cuerpo. Cuando llegó, se precipitó al cuarto de su madre. Juntó todas las fotos y las colocó sobre la cama. Luego prendió velas en las cuatro esquinas de la habitación, como si dedicase una ceremonia a su madre. Se arrodilló ante la cama y besó sus sábanas. Acarició la madera del dosel. Lloró.

—Sé lo que ha pasado, mamacita. Sé lo que me han hecho. Falta un muerto, ¿sabes? Mañana es Domingo de Resurrección. Y falta la cabeza. Yo soy la cabeza, mamacita. Esta noche me van a matar.

Permaneció ahí varias horas, preguntándose cómo sería la muerte. Quizá no fuese tan terrible. Quizá fuese una cama suave, con un dosel de madera. Quizá fuese simplemente nada. Vivir en el recuerdo de nadie, porque todos los que conocía estaban muertos. Se preguntó a qué hora irían sus asesinos a buscarlo. Pasaba de medianoche. Se preguntó si estaría más seguro en la celda de la comisaría. Se rió débilmente de su propia idea. Los esperó con impaciencia. Imaginó la sierra que debía cortar su cuello. La pensó atravesando arduamente sus vértebras, sus venas. Llegado un momento, se enojó, deseó que llegasen de una vez. Se pasó un rato meditando y recordando imágenes aisladas y caóticas de su madre, sonriéndole, aconsejándolo, abrazándolo, esperando por él ahí donde estaba, donde había estado siempre, en el fuego. Al evocar la imagen de su madre saliendo de las llamas, una idea cobró forma en su mente. Quizá no todo estaba perdido. Quizá había un lugar en el que podía estar seguro. Sólo uno, el último. Tomó una decisión. Antes de ponerla en práctica, besó todos los retratos de su madre, uno por uno, como en una larga y cariñosa despedida a través de las sábanas. Cariñosamente, apagó cada una de sus velas. Luego, con nuevos bríos, volvió a su habitación, sacó el arma, la cargó, la guardó en la cartuchera, bajo su manga, y salió. Sintió que quizá no moriría esa noche.

Atravesó la fiesta callejera como un zombie, rozándose con la gente que bailaba y cantaba. A veces, quienes lo veían acercarse se apartaban para cederle el paso. Comprendió que su aspecto no era pulcro. No pensó más en eso. Después de caminar unos diez minutos, llegó a la comandancia militar. Quizá por la fiesta, no había guardias en la puerta. Tampoco se veía a nadie en el interior. Tocó el intercomunicador y el comandante le abrió desde su oficina. Sonaba contento de oírlo. El fiscal atravesó el sombrío patio y subió las escaleras de madera que rechinaban bajo sus pies. Cuando llegó a la oficina del comandante Carrión, entró sin golpear. El comandante estaba adentro, preparando una maleta. Cuando vio al fiscal, su rostro se contrajo en una mueca de susto:

—Chacaltana. ¿Qué carajo le ha pasado?

—¿No lo sabe usted?

—A mí ya nadie me informa de nada, Chacaltana. Mi retiro ha roto récords de velocidad.

Lo dijo con tristeza. Tenía nostalgia adelantada del horror ayacuchano. Chacaltana avanzó unos pasos y se vio de reojo en un espejo del despacho. Estaba horroroso, de verdad. Parecía salido de una cloaca. O de una fosa común.

—Me han acusado de los asesinatos —explicó el fiscal— y luego me han vuelto a soltar. Es extraño, ¿no? Estas semanas han sido muy extrañas.

—Lo sé. Para mí no han sido fáciles.

El fiscal se fijó en las cosas que el militar guardaba en la maleta. Fotos, papeles, viejos álbumes de las promociones militares. Recuerdos. Sólo recuerdos. Afuera se oían los fuegos artificiales y las voces y los cantos, pero amortiguados, como si viniesen de otro mundo. El militar se acercó a la ventana y contempló la fiesta. Cerró la cortina.

—No es Sendero el de los asesinatos —dijo el fiscal. No se había sentado—. ¿Sabía eso? Parecía… pero no.

El comandante le sonrió tenuemente.

—Me lo temía. A veces creo que es mejor que me hayan retirado. No seré yo quien cargue con todo esto. ¿Hay alguna nueva vía de investigación?

El comandante encendió un cigarrillo. Le ofreció uno al fiscal, que lo rechazó.

—Hay alguna, sí —respondió.

El comandante aspiró el humo mientras esperaba el desarrollo del fiscal. El fiscal tenía la mirada ausente, como si viese los fuegos artificiales a través de la persiana.

—¿Y bien? —preguntó el comandante—. No me deje así. ¿De quién sospecha?

El fiscal pareció volver en sí. Luego dijo:

—De usted, comandante.

El comandante se rió, como si apreciase la broma. Luego entendió que el fiscal no estaba bromeando.

—Creo… que no comprendo —dijo.

—Yo tampoco, comandante. Pensaba que usted me lo explicaría.

El comandante retiró unos papeles del escritorio sin perder la compostura. Chacaltana había llegado a ver que estaban todos escritos en minúsculas y llenos de faltas ortográficas. El comandante cerró la maleta diciendo:

—Me temo que comete usted un error…

—Usted era el único que podía enviar mis informes a la policía porque era el único que los tenía, comandante —la voz del fiscal había subido de volumen y de autoridad—. También era el único que conocía todos mis movimientos. Y el único interesado en borrar su pasado, durante los ochenta. Pacheco fue destacado a Ayacucho mucho después y lo único que quería era largarse. Igual que Briceño, igual que todos.

El comandante Carrión dio una larga calada a su cigarro. Su mirada perforó al fiscal. Ahora era como la mirada de los padres de Edith en las fotos. El fiscal siguió:

—Usted me mandó a Yawarmayo para que Justino me quitase de en medio. Pero Justino fracasó. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera servía para matar a un hombre desarmado y cobarde como yo. Además, se iba de lengua. Lo que él quería en realidad era denunciarlo a usted. Entonces lo mató también a él y decidió darme la investigación en secreto para callarme y de paso librarse de todos los que podrían incriminarlo en algún momento: Quiroz, Durango… Finalmente me incriminaría a mí… o para asegurar mi silencio me mataría también, como pensaba hacer esta noche. Por eso dio orden de que me soltasen en la comisaría. Aquí nadie le dice que no a un jefe militar, aunque se esté retirando. Lima lo sabe todo, el Servicio de Inteligencia está al tanto de lo que ha hecho. Pero es como siempre, ¿no? Cuando salta la pus, a ustedes los retiran o los trasladan. Nadie toca a un militar. Es lo que hicieron con el teniente Cáceres.

—¡Cáceres era un animal! —dijo Carrión, perdiendo los papeles de repente—. Todo estaba bien, todo estaba tranquilo, hasta que ese mierda volvió de Jaén. Dijo que lo tenían haciendo trabajo de escritorio. Dijo que él era un héroe de guerra, que se había dejado el pellejo por este país. Quería que se lo reconocieran. Es el mayor asesino que hemos tenido. ¡Y quería que le levantásemos un monumento, el puta! Se arrogó el derecho de organizar milicias de defensa entre la población. ¿De defensa contra qué?

—Quizá contra ustedes mismos.

El comandante ahora parecía más grande y resoplaba, como un animal herido. No hizo caso de la interrupción:

—No nos dejó más remedio. Estaba resucitando los viejos fantasmas. La población lo estaba reconociendo. Los senderistas de Yawarmayo estaban más agitados que nunca. No tardaría en aparecer algún opositor de mierda para denunciar a la prensa que el teniente había vuelto a Ayacucho. O peor aún, un atentado terrorista en elecciones y Semana Santa. Si eso pasaba, iban a venir a freírnos. Traté de hablar con Cáceres, traté de explicárselo, de calmarlo. Cáceres era mi amigo, Chacaltana, peleamos juntos. ¿Sabe usted lo que es tener que quemarse a un amigo? Yo entendía lo que él sentía. ¡Yo me sentía igual! ¡Hemos dado sangre por esta nación!

—Pero esa sangre no era la suya, comandante.

—¡No me interrumpa, mierda! —gritó. Luego hizo una pausa para calmarse. Fue una pausa triste, dedicada quizá a su viejo amigo muerto—. Fue fácil convencer a Justino Mayta para deshacernos del teniente. Ningún militar habría matado a otro militar…

El fiscal pensó: ninguno excepto usted.

—Justino, en cambio —siguió el militar—, recordaba bien la entrada de la policía en su casa. Y quería vengar a su hermano. Consideraba… consideraba que su hermano actuaba a través de él, que era como la mano de Dios. Alguna mierda religiosa. Ese estúpido era muy devoto. A él se le ocurrió usar el horno de Quiroz para desaparecer el cuerpo. Y Quiroz estuvo de acuerdo, porque también él tenía mucho que perder si Cáceres hablaba. Todo fue un desastre desde el principio. El horno estaba tan viejo que se jodió a la mitad de la quema. Quiroz y Justino no dejaban de gritarse. Hubo que sacar el cuerpo chamuscado, llevarlo a Quinua y dejarlo ahí. Aun después de eso pensamos que todo quedaría tranquilo, que no pasaría nada. Todo iba a salir bien. Iba a terminar ahí. Pero apareció usted y todo el mundo empezó a ponerse nervioso. Quiroz quería echar la pista sobre Justino. Justino no sabía ni lo que quería. Hubo que silenciarlos. Igual que a Durango… No había modo de saber de qué hablaba usted con Durango… Ni con su amiga, la terruca esa.

Sus últimas palabras atravesaron a Chacaltana como un cuchillo.

—Edith Ayala no era una terruca, hijo de puta.

—Ahora da igual, Chacaltana. Ahora no es nada. Usted nos la regaló. Después de su escena de anoche, me puso muy fácil acabar con ella. Yo hasta pensé que le estaba haciendo un favor porque usted no se atrevía.

La mirada del comandante no era de arrepentimiento sino de desafío, como una llamarada o una ráfaga. El fiscal pensó en él, en Durango, en Justino, en Cáceres, en Quiroz. Asesinos matando asesinos. Sicarios exterminándose entre ellos, una espiral de fuego que no pararía hasta que todos fuésemos uno solo, un solo gigante de sangre. Pero Edith no. Justamente ella, no. Recordó sus restos esparcidos por la cama. Recordó su cuerpo entero entregado en la misma cama, forzado, roto por adelantado.

—Es usted un monstruo, Carrión. Aun si lo que dice es cierto. ¿Por qué así? ¿No le bastaba con un tiro en la nuca? ¿No era ése el método habitual?

El comandante ensombreció su mirada. Le mostró los papeles que llevaba en la mano.

—Lo he escrito todo. Lo he explicado todo.

Chacaltana tomó los papeles y trató de leer.

Pero no había nada que entender en ellos. Sólo incoherencias. Barbarismos. No eran sólo los errores ortográficos, era todo. En el caos no hay error, y en esos papeles ni siquiera la sintaxis tenía sentido. Chacaltana había vivido toda su vida entre palabras ordenadas, entre poemas de Chocano y códigos legales, oraciones numeradas u ordenadas en versos. Ahora no sabía qué hacer con un montón de palabras arrojadas al azar sobre la realidad. El mundo no podía seguir la lógica de esas palabras. O quizá todo lo contrario, quizá simplemente la realidad era así, y todo lo demás eran historias bonitas, como cuentas de colores, diseñadas para distraer y para fingir que las cosas tienen algún significado.

El comandante bajó la voz. Tenía una mirada nueva, una que el fiscal nunca había visto. Dijo:

—Está claro, ¿verdad? ¿Ahora comprende usted? ¿Necesita más explicaciones?

El fiscal se preguntó si no sería él quien leía en renglones torcidos. Si eran sus informes los que carecían de significado. Si quizá los papeles de Carrión eran los verdaderamente legibles, pero él ya no era capaz de entenderlos. Pero entonces recordó a Edith, y se dio cuenta de que en realidad ya no importaba.

—No hay ninguna explicación para lo que ha hecho —dijo.

Mientras Carrión caminaba lentamente hacia su escritorio, el fiscal acercó la mano al arma. El comandante dijo:

—Yo no quería, Chacaltita. Yo no quería que fuese así. Ellos me obligaron.

—¿Quiénes?

Ahora el comandante se retorcía a un costado del escritorio, se desparramaba hacia el suelo y los ojos se le llenaban de lágrimas. Temblaba.

—¿No los ve, Chacaltita? ¿Acaso no puede verlos? Están por todas partes. Están aquí siempre.

Chacaltana los vio entonces. En realidad, llevaba un año viéndolos. Todo el tiempo. Y ahora la venda se le cayó de los ojos. Sus cuerpos mutilados se agolpaban a su alrededor, sus pechos abiertos en canal apestaban a fosa y muerte. Eran miles y miles de cadáveres, no sólo ahí, en la oficina del comandante, sino en toda la ciudad. Comprendió entonces que eran los muertos quienes le vendían los periódicos, quienes conducían el transporte público, quienes fabricaban las artesanías, quienes le servían de comer. No había más habitantes que ellos en Ayacucho, incluso quienes venían de fuera, morían. Sólo que eran tantos muertos que ya ninguno era capaz de reconocerse. Supo con un año de retraso que había llegado al infierno y que nunca saldría de él. El comandante siguió hablando con una voz cavernosa, gutural:

—Me pedían que la sangre no fuese derramada en vano, Chacaltana, y yo lo hice: un terrorista, un militar, un campesino, una mujer, un cura. Ahora todos están juntos. Forman parte del cuerpo que reclaman todos los que murieron antes. ¿Comprende usted? Servirán para construir la historia, para recuperar la grandeza, para que hasta las montañas tiemblen al ver nuestra obra. A principios de los ochenta prometimos resistir el baño de sangre. Los que se han sacrificado en estos días no han muerto. En nosotros viven y palpitan en nosotros. Sólo falta uno para que la tierra se estremezca, se incendien las praderas, lo de arriba quede abajo y lo de abajo, arriba. Sólo falta la cabeza…

Desapareció detrás de su escritorio. El fiscal sacó la pistola. Apuntó en su dirección. Ninguna imagen turbó su pulso en ese momento. Era como si todos los malos sueños hubiesen llegado a su final.

—¡Aléjese del escritorio, mierda!

El comandante sacó la cabeza y sonrió de repente, como si todo le pareciese divertido, original.

—Veo que está usando mi arma. ¿Se va acostumbrando a ella?

—Levante los brazos y retroceda. Si no le vuelo la cabeza en este momento es únicamente porque no lo hizo usted solo. Quiero que me diga quién es o quiénes son sus cómplices. Y quiero que me lo diga antes de que pierda la paciencia, porque después ya no podrá decir nada.

El comandante se quedó quieto a un lado de la ventana. Tenía los brazos en alto, más como un gesto irónico que como una rendición. La sonrisa no había abandonado su rostro.

—Mi mejor cómplice —respondió—, a decir verdad, fue usted.

En ese momento, se apagó la luz de la oficina. El fiscal trató de mirar por la puerta entreabierta. Ni siquiera supo dónde estaba la puerta. El apagón se extendía por todo el edificio. Las persianas estaban cerradas.

—¿Quién está ahí afuera? ¿Quién ha apagado la luz?

En la penumbra, escuchó la voz del militar.

—Debería usted sentirse un poco culpable, Chacaltana. Toda la gente con que habla muere. Eso está muy mal.

Oyó abrirse y cerrarse un cajón. Disparó hacia el lugar de donde venía el ruido. Por un momento, la oscuridad del edificio vacío sólo le devolvió el eco de la bala. Luego volvió a oír la voz de Carrión:

—No es la primera vez que mata después de todo, ¿verdad? Quizá por eso me ha divertido tanto todo esto. Es un juego entre iguales.

Volteó el arma hacia el origen de la voz, pero el comandante se desplazaba constantemente. Quiso seguirlo. Quiso hablarle para poder rastrear su voz, aunque eso también delatase su propia posición:

—¿De qué mierda habla?

Al chocar con un dintel se dio cuenta de que estaba atravesando una puerta. Avanzó. La voz parecía estar muy cerca pero rebotaba a su alrededor en el espacio abierto de la comandancia.

—¿Por qué nunca habla de su padre, señor fiscal?

Se apoyó en una pared. Tuvo miedo. De repente, el recuerdo de sus sueños se proyectó en la oscuridad. Volvió a oír al comandante:

—Yo conocí a su padre.

—Yo nunca tuve un padre.

El fiscal sintió un temblor emergiendo de su estómago.

—Todos tuvimos uno, señor fiscal. A menudo nos toca un conchasumadre, pero eso no es obstáculo para la paternidad. El suyo fue casi mejor que el mío.

El fiscal disparó. Oyó crujir un pedazo de madera. Supuso que estaban fuera de la oficina, cerca de las escaleras. El comandante continuó:

—El suyo también era militar. Un joven guapo, blanco. Se casó con una cusqueña muy dulce. Sé que usted la tiene muy presente.

—Basta, Carrión. ¡Cállese!

—¿Por qué? ¿Le dan miedo las historias de muertos? Porque él está muerto. Deberían darle más miedo los vivos. Y también debería saber que él está muerto. Debería saberlo muy bien.

El fiscal tropezó con un escalón y cayó. Cuatro escalones más abajo logró agarrarse de la baranda.

Se levantó apuntando hacia delante, sin saber qué era adelante y atrás. Ahora tembló. Los golpes de la escalera no le dolieron tanto como los de la memoria.

—¿Ahora recuerda bien?

—¡Silencio, Carrión! ¡Basta!

—Era un poco bestia, ese joven. Un buen chico, salvo cuando bebía. Entonces se ponía difícil. No era usted tan pequeño como para haberlo olvidado…

El fiscal volvió a disparar. Ahora oyó caer un pedazo de yeso de una pared.

—Su madre sufría mucho cuando él se ponía así… Sobre todo porque le daba una borrachera… digamos… violenta. A usted tampoco le gustaba. Pero no eran tiempos para estar protestando a un marido, ni usted tenía edad para poder devolver los golpes. ¿No es cierto? Eran demasiados golpes. Lluvias enteras de hematomas. A su madre llegó a romperle el brazo dos veces. Usted estuvo a punto de perder un ojo. ¿Recuerda?

Ahora las imágenes se sucedían en la mente del fiscal. Como si se rebelase después de décadas de olvido, su padre aparecía ante él. Su sonrisa retorcida, su aliento a alcohol, los golpes, los golpes, el cinturón, el puño, los golpes.

—Ya no existe… Él ya no existe…

—Era un chico listo usted. Y las lámparas eran de keroseno. O quizá de aceite. Una de esas cosas inflamables que siempre llevan encendida una llama. El suministro eléctrico ayacuchano, para ser francos, siempre fue bastante deficiente.

—No es cierto… ¡No es verdad!

El fiscal no sabía si la voz del comandante venía de un piso u otro. Ahora venía de todas partes, de dentro de sí mismo, de la oscuridad.

—¿Lo disfrutó como yo he disfrutado, Chacaltana? ¿Le gustó? Él estaba demasiado ocupado pateándola para ver lo que hacía el niño, al que por lo demás consideraba un retrasado mental. ¿Eran ésas sus palabras?

—¡Déjeme en paz!

Pero el torbellino de recuerdos no iba a dejarlo en paz. No iba a dejado en paz nunca.

—¿Se da cuenta de lo que hizo, Chacaltana? ¿Y de cómo huyó? Ni siquiera volvió al oír los gritos de su madre, ni siquiera por ella se arriesgó. Sólo corrió, corrió hasta donde diesen sus piernas, y llegó hasta Lima, lejos, muy lejos, hasta donde no llegaran los alaridos de la señora Saldívar de Chacaltana. Pero los muertos no mueren, Chacaltita. Se quedan gritando para siempre, reclamando un cambio. Y ahora que estamos a punto de cambiarlo todo, no le gusta. Ahora que sólo falta entregar una vida, a usted le parece repugnante. Entregará usted una vida, Chacaltana. Y después de entregarla, puede estar tranquilo. Todo habrá terminado. No tendrá que preocuparse más.

—¡Noooooo!

El resto fue cuestión de un segundo. Quizá una brizna de aire, la ligera vibración que produce un cuerpo al desplazarse en el espacio. Para Chacaltana fue quizá una intuición. Se dio la vuelta sin dejar de gritar y vació el cargador de la pistola contra el cuerpo que sintió más cercano. Una, y otra, y otra vez, tiró del gatillo, como si toda su vida se fuese en ello, como si él solo encarnase toda la guerra de los asesinos, como si la pistola fuese una metralleta de helicóptero, o una sierra de campaña, hasta sentir que ya no disparaba más, porque no tenía más munición o simplemente porque ya nada respiraba del otro lado.

Permaneció una hora más agazapado en la escalera, temiendo recargar el arma o moverse, temiendo que la voz de Carrión volviese a sonar.

Pero no fue así.

El fiscal respiraba pesadamente y no escuchaba otra respiración en el aire. Desde afuera, llegaban los cantos del Domingo de Resurrección que había oído tantas veces. Tanteó la pared hasta alcanzar una de las ventanas y la abrió. Con la luz que se filtraba desde la calle y los fuegos artificiales, alcanzó a ver a Carrión, que yacía en el rellano de la escalera. Los disparos le habían atravesado un pulmón, la frente, un riñón y una pierna. Cuando se acercó a revisar el cuerpo, constató que no llevaba un arma. El comandante Carrión no había estado tratando de matarlo en ese duelo final. Sólo había caminado hacia su muerte, igual que todos los demás, igual que hacemos todos. La cabeza de su monstruo era la suya. Ahora su obra estaba terminada.

Secándose las lágrimas de los ojos, el fiscal salió a la calle. En cada esquina de la plaza atestada se quemaba la retama del domingo anterior. En la catedral, la imponente pirámide blanca de la Resurrección empezaba a asomar por la puerta, entre los fuegos artificiales. Sobre cada una de sus gradillas llevaba cirios encendidos. El fiscal se confundió entre la gente. Lentamente, desde el interior de la pirámide, fue emergiendo Cristo resucitado entre los aplausos del pueblo. Más de trescientas personas empezaron a pasar el anda de hombro en hombro alrededor de la plaza. Cuando el anda llegó a sus hombros, Chacaltana se persignó y dijo mentalmente una oración. Al fondo, entre los cerros secos, el sol insinuaba las primeras luces de un tiempo nuevo.