El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar volvió a mirar el papel que acababa de escribir, pensando en alguna otra manera de cubrir su presencia en el lugar. No. Era suficiente. Borró la palabra «policiales» para no entrar en discusiones con Pacheco y dio por concluido el informe. No tendría que enfrentarse en un careo con la pareja de la noche anterior, que probablemente estaba más aterrada que él mismo, pero sabía que tarde o temprano llegarían a él. La noche anterior ni siquiera se había cuidado de no dejar sus huellas en el sótano. Con eso tendrían suficiente para acusarlo. Las huellas tendrían que ir al laboratorio de Lima, tardarían un poco, quizá el tiempo suficiente para encontrar al verdadero asesino. Cuestión de días.

Ojalá.

A pesar de que tenía que conseguir una solución rápida, no podía quitarse de la cabeza el incidente con Edith. No entendía por qué había hecho lo que había hecho. Trataba de recordar y a la vez de olvidar el episodio de esa mañana. No era sexo lo que había buscado, sino una especie de poder, de dominio, la sensación de que algo era más débil que él mismo, que en medio de este mundo que parecía querer tragárselo, él mismo también podía tener fuerza, potencia, víctimas.

O quizá simplemente quería sexo. En cualquiera de los dos casos, se sentía como un perfecto imbécil. Costaría mucho convencerse de lo contrario.

Sobre todo, costaría mucho convencer a Edith.

Decidió concentrarse en su investigación para no pensar en ella, aunque había instantes a su lado que volvían como flashes a azotarle los recuerdos. Sus ojos cerrados, apretados como sus dientes, sus piernas tratando de resistirse al embate. Volvió al archivo de la fiscalía. Quería saber si el padre Quiroz había sido amenazado o había sufrido atentados antes, durante los años del terrorismo. Quizá eso le daría una pista. Esta vez no había una nota de Sendero, pero eso debía ser por falta de tiempo. Chacaltana había interrumpido a los asesinos en mitad de su trabajo, a saber cómo se proponían terminarlo.

Almorzó un pan con pollo en un puesto callejero y luego fue a la fiscalía. En la iglesia de Santo Domingo, los fieles formaban colas con algodones en la mano para limpiar las heridas de la imagen del Señor del Santo Sepulcro. El fiscal imaginó todas esas manos, una tras otra, tocando las llagas de Cristo. Sin saber por qué, eso le recordó a su madre y a Edith.

Volvió a recorrer los pasillos solitarios de la fiscalía en día festivo, hasta llegar al salón de archivos. Se echó a buscar. Entre los papeles no figuraba Quiroz. O quizá estaba en algún lugar, más allá de las imágenes de Edith que el fiscal llevaba pegadas a los ojos: su cuerpo envuelto en la toalla recortándose contra las primeras luces del día. Sus pies pequeños, dos paquetitos suaves. El sabor de su pubis. El sendero luminoso que unía su cuello con su ombligo, un camino que el fiscal nunca más volvería a recorrer. Quizá ella aceptaría una disculpa, pensó mientras abría las cajas de casos desestimados. Él no era un mal tipo después de todo. Se había portado bien con ella… al menos hasta esa mañana. Quizá podría olvidarlo pronto. Le llevaría flores esa noche. La invitaría a cenar. La llevaría a bailar. Eso le gustaría. Pronto, el bochornoso incidente de esa mañana sería sólo un mal recuerdo fácil de borrar.

Sin darse cuenta, por acto reflejo, estaba buscando en los archivos el nombre de Edith. Trató de reponerse de su poco profesional desviación del tema. Luego, por curiosidad, la buscó deliberadamente. Sus padres, al menos, tenían que estar por algún lado. Él quería saber más de ella. Tenía ganas de buscarla en todas partes, de saber cómo podría darle una buena impresión, de encontrarla en cada minuto de su vida. Temía que no volvería a encontrarse con ella personalmente, que ella no querría. Pero al menos ahí, entre las denuncias, entre los muertos y victimarios de uno y otro lado, Edith Ayala, al menos un poco de ella, sí podía estar.

Pasó la tarde rebuscando entre los viejos papeles y soportando la alergia producida por el polvo. Los padres de Edith, Ronaldo Ayala y Clara Mungía, no aparecían entre las denuncias desestimadas. Siguió buscando hasta encontrarlos entre los reportes de bajas en combate. El asalto al puesto policial que habían liderado había sido una maniobra desesperada. Seis terroristas mal armados contra un destacamento de diez policías. Habían atacado al amanecer de un día de julio, a mediados de los ochenta. Aparentemente, calcularon mal el número de efectivos que los esperaban. La policía había sido prevenida del ataque. El asalto fue una masacre. Murió un policía, dos quedaron heridos. Y todos los terroristas fueron aniquilados. Los partes legistas señalaban disparos en la nuca de Ronaldo Ayala. Lo habían rematado después del asalto. Su mujer presentaba heridas en el estómago y un disparo final en el pecho. Ya herida, había seguido avanzando. En la foto se parecía un poco a Edith: el pelo, el cuello que el fiscal recordaba tan bien, eran una herencia materna. Pero Clara Mungía no tenía la dulzura de su hija. El retrato tamaño carné, tomado en una detención anterior, la mostraba con la mirada inexpresiva y resuelta que el fiscal había visto tantas veces bajo las cejas de los senderistas.

El archivo incluía un anexo que hablaba de Edith. A mediados de los noventa, un arrepentido la había sindicado como miembro del aparato logístico del partido. No tenía ni dieciséis años, pero según el testigo, pasaba armamento y mensajes entre las células que sobrevivían en la Ceja de Selva. La habían interrogado sin sacar nada de interés. No presentaba lesiones al salir de los interrogatorios. Luego la habían dejado en paz. Un informe de Inteligencia añadía que se había dedicado durante dos años a llevar ayuda médica y comida a los presos por terrorismo en el penal de máxima seguridad de Ayacucho, mientras trabajaba como ayudante en una carnicería del mercado central.

Carnicería. Cárcel. Inevitablemente, recordó a Hernán Durango, camarada Alonso, y su historia del sueño del pongo, y sus historias. Recordó la primera vez que lo había visto. El partido tiene mil ojos y mil oídos, había dicho. Los ojos del pueblo. O quizá sólo dos ojos como dos nueces cerradas, sobre dos mandíbulas apretadas, sudorosas de rabia, dos ojos vacíos de sus cuencas. Casi a su pesar, el fiscal hizo un par de deducciones y sacó una conclusión. Quizá tenía al asesino. En ese momento, se le heló la sangre en las venas.

Pensó que era una sospecha infundada y volvió a su oficina. Quería descartarla. Quería quitarse de encima esa posibilidad. Llamó por teléfono al coronel Olazábal:

—Buenas tardes, coronel. ¿Cómo está usted?

—Jodido, pues, Chacaltana. Igual que usted, supongo, que está trabajando en fiestas.

—Hablé sobre su ascenso con el comandante Carrión —mintió el fiscal—. Se mostró muy bien dispuesto, pero lo han pasado a retiro.

—Ya. Las noticias vuelan.

—Tendremos que empezar ese trabajo de nuevo con su sucesor. No se preocupe usted, yo lo ayudaré.

—Muchas gracias, señor fiscal. Ya sabe usted que si necesita algún tipo de ayuda que yo le pueda brindar…

—Pues, a decir verdad, sí, ya que lo menciona. Necesito la lista de visitas que recibía Hernán Durango González.

—¿Ahorita mismo?

—Si fuera posible, sí, coronel.

El coronel prometió devolverle la llamada en cinco minutos. El fiscal se quedó esperando junto al teléfono. Tenía que ser una casualidad, un error de cálculo, un callejón sin salida. Toda esta historia estaba llena de ellos. Pasó una hora y media junto al aparato acariciando su pistola hasta que el coronel llamó:

—Déjeme ver… Aquí están: para empezar, los padres del reo: Román Durango y Brígida González…

—Ajá…

—Una hermana llamada Agripina…

—Sí…

—Y sólo una persona más. No era pariente. Quizá una novia, aunque en ese caso, tenía mucha paciencia, ¿no? Aunque ya ve usted, hay novias que esperan por veinte años, se lo digo yo…

Se extendió en un pequeño discurso sobre las novias y los presos hasta que pronunció un nombre de mujer, que el fiscal acompañó con un movimiento de sus labios y con un gran dolor en el pecho. Sin despedirse, colgó el teléfono y corrió a la calle.

Afuera, la noche acababa de empezar. El Señor del Santo Sepulcro había tomado las calles acostado en una urna transparente sobre un lecho de rosas blancas. La sangre goteaba de su frente, de su costado, de sus manos y pies. Sólo los cirios de los notables y adinerados del pueblo que lo rodeaban iluminaban su figura en medio de la oscuridad. Los fieles iban de negro. El alumbrado público estaba apagado. En ese momento, el silencio era absoluto.

Chacaltana atravesó la solemne multitud a empujones avanzando directamente hacia el restaurante de la plaza. Algunas personas le devolvieron los empujones, pero nadie se atrevió a romper el silencio del Sepulcro. Incluso entre los turistas del interior del restaurante El Huamanguino, el ambiente era de recogimiento y silencio. Edith estaba en su mostrador cuando él entró. Lo miró con un gesto de sorpresa que pronto se convirtió en susto y después en odio. Retrocedió un poco, por reflejo, pero no se movió del mostrador. Fue él quien se acercó a ella y la tomó del brazo:

—¿Qué haces? —chilló ella.

—Tengo que hablar contigo.

—¡No me toques!

Sus ojos. El odio de esos ojos que había visto en el archivo esa misma tarde.

—¡Ssshhht!

El público les pidió silencio. El dueño del restaurante se acercó y dijo, en voz baja pero firme:

—¿Se puede saber quién chucha es usted?

—Fiscalía —dijo autoritariamente Chacaltana—. Tengo que hablar con Edith Ayala. Es una investigación oficial.

El dueño lo miró y luego miró a Edith, a ambos, con una reprobación que la mención de la fiscalía atenuaba y convertía, quizá, en miedo. Los fiscales no son policías, pero el dueño del restaurante sabía bien que cualquier cosa oficial podía ser una fuente constante de problemas. Edith estaba roja de rabia y vergüenza. Quería evitar una escena. Dijo:

—¿Puedo salir un momento?

El dueño aceptó con una mueca de fastidio, más para librarse de ellos que por cortesía.

—Cinco minutos, no más —advirtió mientras salían.

Se apartaron de la turba con pasos largos en dirección al barrio del Carmen Alto. El fiscal recordó haber ido a la catedral cuando era pequeño, otro Viernes Santo. Había oído un largo lamento y luego la iglesia se había oscurecido, cubierta con paños morados. Uno tras otro, los canónigos se habían acercado al altar vestidos con lobas negras que arrastraban sus colas al avanzar. Llevaban inmensas banderas negras y las sacudían en el aire, como alas de pájaros siniestros. Sin saber por qué, le pareció que esa vieja ceremonia tenía algo que ver con todo esto. En cuanto llegaron a una calle más tranquila, el fiscal buscó algún lugar para hablar con calma. Llevaba a Edith cogida del brazo fuertemente, quizá como esa misma mañana. Ella se soltó:

—¡Me haces daño!

—¿Yo? ¿Yo te hago daño?

El fiscal estaba furioso. Si por la mañana había estado brutal, ahora su furia le parecía algo justo y digno.

—No quiero hablar contigo —siguió ella—. ¡No te quiero ver más!

Ella le dio la espalda y empezó a volver hacia el centro. Algunos paseantes se cruzaron con ellos. Varios niños jugaban con una pelota de plástico. Él volvió a cogerla y la empujó contra una pared.

—Conocías a Hernán Durango, Edith. Eres la única persona que podría haberle hablado de mí, de mi madre.

Ella pareció sorprendida. Luego siguió llorando sin decir palabra. El fiscal la tomó de los pelos:

—¡Lo conocías!

—¿Y qué? —gritó ella—. ¡Dime! ¿Y qué importa?

—¿Por qué le hablaste de mí?

—¿Por qué no podía? No sabía que tú lo conocías hasta anoche.

—¡No me mientas! —le levantó la mano, pero la detuvo en el aire, antes de golpearla. No entendía por qué tenía tantas ganas de golpearla—. ¿Por qué le hablaste de mí? ¡Dime la verdad!

Ella trató de zafarse pero él volvió a empotrarla contra la pared, ahora con más violencia. Cuando Edith levantó la mirada de nuevo, era difícil saber si el brillo de sus pupilas se debía al pavor o al odio.

—¡Porque me gustabas! —dijo con un hilo de voz. Luego empezó a llorar. Los niños, que se habían quedado quietos, salieron corriendo. Algunas parejas pasaron cerca de ellos acelerando la velocidad. Nadie se acercó—. Creía que eras diferente… —siguió diciendo ella. Sollozaba entre jadeos, como un animalito—. Creía que eras un hombre bueno, no el miserable que eres…

El fiscal la soltó. Su cuerpo se puso rígido. Su voz se endureció:

—Conozco a los terrucos como tú, Edith. Conozco sus mentiras. Ya no me vas a engañar.

—Entonces déjame en paz.

—¡Cállate! —el grito le había salido más fuerte de lo que tenía calculado, pero había funcionado. Ella se había quedado quieta y temblorosa, como un pollito en una tómbola.

Ella empezó a tragarse los mocos y la saliva.

—¿Me estás… me estás acusando…?

—Hay suficientes indicios de tus vínculos con Sendero. Y tus padres, claro. Los salvajes que te educaron. Mira lo que hicieron contigo.

—Lávate la boca para hablar de mis…

No la dejó terminar. Le tapó la boca y le empujó la cabeza contra la pared.

—El asesino que estoy buscando conocía a las víctimas. Podía entrar a la casa parroquial y tenía la confianza de Durango, seguramente también la de Justino. Y sabía que yo había hablado con ellos. Como tú. Pero tú no hiciste eso sola. ¿Dónde está el resto de tu célula? ¡Habla!

—¿De qué carajo estás hablando?

—Nunca se lo pudiste perdonar, ¿verdad? Esperaste quince años para vengarte. Guardaste el odio toda tu vida. ¿Qué hiciste? ¿Lo hiciste venir a Ayacucho con engaños? ¿O simplemente te enteraste de que había venido y no pudiste contenerte? ¿Durango te ayudó a hacerlo desde la prisión?

—¿De qué me hablas? ¿De quién me voy a vengar yo?

—¡Del teniente Alfredo Cáceres Salazar! Del hombre que tenía a su cargo el destacamento que mató a tus padres. ¿O tú crees que soy imbécil? ¿O creías que nunca llegaría a ti si matabas a todos los involucrados? ¿Cuándo ibas a matarme a mí?

Ahora, ella no podía hablar más. Su cuerpo se había ido derramando por la pared hasta el suelo. Parecía un costal de arroz medio vacío, casi sin forma. La calle se había quedado vacía y muda, salvo por el borboteo que salía de su boca, de la boca que él había besado.

—Si quisiera matarte —dijo ella de repente—, lo habría hecho anoche. Debería haberlo hecho…

El fiscal pensó en Cáceres Salazar blandiendo en persona la pistola que le perforó la nuca al padre de Edith. Recordó la escena de esa misma mañana, mientras penetraba en el cuerpo de Edith. Ya no sentía arrepentimiento, sino placer. El placer de la labor bien hecha. Sacó la pistola y apuntó a la pequeña cabeza que temblaba cerca del suelo. Recordó a todos los muertos que había visto. Se dio cuenta de que ya no le temblaba la mano.

—Tú tampoco mereces un juicio —le escupió.

Ella no se movió, ni levantó la vista. Él pensó que ni siquiera se había dado cuenta de que le estaba apuntando. Estaba hecha un ovillo lloroso que se arrastraba hacia abajo por la pared. Quizá sí había visto el arma. Quizá no le importaba morir, como a los suyos. El fiscal Chacaltana rastrilló. Apuntó directamente a la frente. Pensó que ella debía morir mirando lo que se había buscado. Ella levantó la cabeza y lo miró fijamente, fue como si su mirada atravesase el arma para ir a alojarse directamente en los ojos del fiscal.

—No seré la primera que muera así —dijo—. Tampoco la última.

Eso era una confesión. El fiscal ahora se sentía seguro. Movió el cañón ligeramente hacia la derecha para colocar la bala justamente entre los ojos. Acomodó el dedo en el gatillo. Le dedicó la última mirada, una mirada de decepción, lástima y odio. Quizá también sentía asco, por haber tocado ese cuerpo manchado de sangre, hundido en la muerte, como los siniestros pájaros del Sepulcro. Ahora no lo tocaría más. Se despidió mentalmente de ella. Después de todo, iba a extrañarla. Echaría de menos el calor de sus manos, el olor de su cuello, las almendras de sus ojos, el bálsamo de su sonrisa. Empuñó el arma con más firmeza y se adelantó unos pasos. Pero en cuanto logró apuntar al blanco, volvieron a su cabeza los golpes, el fuego, la lluvia de sangre, como si en la cabeza de Edith estuviesen en realidad todas las cosas que habían aparecido en sus sueños. Las banderas negras. Quiso disparar de inmediato, sin esperar más, quiso borrar de una vez esa vida que había sido la suya, quiso acabar con las noches de amor que ya nunca tendría y con las que nunca tuvo, todas de un plumazo, todas de un balazo, deseó con todas sus fuerzas no tener que oír sus mentiras nunca más, ni que su rostro le recordase lo estúpido que había sido. Y sus ojos se incendiaron con un fuego rojo, sintió gritos en sus oídos, puñetazos, patadas en el estómago. Deseó poder acabar con todo mediante un solo, último y fatal, movimiento de su dedo.

No pudo.

Se alejó unos pasos y luego se volvió a acercar.

Ahora, la mirada que ella no le quitaba de encima se había convertido en un escudo. Se recordó a sí mismo en el borde de la fosa común, con un arma apuntándole a la cabeza. Por la espalda. Quiso pedirle que no lo mirase, quiso abofetearla, quiso arrancarle la ropa y forzarla. Pero esa mirada lo paralizaba. Aún tenía el arma levantada cuando habló, con la voz quebrándosele de dolor:

—¿Por qué así? ¿Por qué esa gente murió con tanta crueldad? ¿Por qué el ensañamiento?

Ella ya no sollozaba. Parecía una estatua de hielo negro. Cuando respondió, su voz sonaba entera y resuelta:

—¿Acaso hay otro modo de morir?

No. No lo hay. El fiscal trató de rehacerse. Se sintió inexplicablemente derrotado, vencido, como si la pistola apuntase contra su cabeza y no contra la de ella. Fue bajando el brazo lentamente. Parecía que una mano invisible lo calmaba y lo detenía. Cuando su brazo terminó de bajar, Edith estaba de pie, frente a él, desafiante. Parecía incluso más alta. Él ni siquiera podía sostenerle la mirada. Con los ojos fijos en la calzada, el fiscal dijo:

—Mañana por la mañana voy a denunciarte ante la policía de Ayacucho. Tienes tiempo de huir hasta entonces. Si te atrapan, sugiero que delates a tus cómplices. A cambio de tu declaración, reducirán tu condena.

Ella hizo el gesto de hablar. Él la detuvo con una mano en el aire. No era una mano agresiva ni armada. Era sólo una mano abierta.

Ella se desplazó a lo largo del muro caminando de costado, sin darle nunca la espalda. Al llegar a una esquina, se echó a correr. El fiscal cayó de rodillas en el suelo, como si suplicase protección. Hundió el rostro entre las manos. Cayó de hinojos. Luego de un rato descubrió que la gente volvía a circular por la calle a su alrededor. Las señoras mayores lo miraban con reprobación al pasar y murmuraban entre ellas quejándose de los borrachos que asolaban la ciudad. Él no se movió. En algún momento se sintió observado desde algún lugar más allá de la calle, pero no descubrió nada extraño. Pensó que quizá era hora de levantarse y volver a casa. Podría seguir llorando ahí. Miró la hora. Era medianoche.