Eran las 2.30 am cuando el fiscal llegó a la casa parroquial. En la calle aún quedaban algunos turistas con sus parejas ayacuchanas, todos achispados pero ya no tan ruidosos. Algunos peleaban entre ellos o quizá se gritaban con los novios oriundos y abandonados por la fiesta. Los devotos se habían ido a dormir en previsión de las siguientes noches, las principales de las festividades. El fiscal Chacaltana ni siquiera se fijó en ellos. Caminaba resuelto, acostumbrándose a cada paso al peso de la pistola en su costado, ganando seguridad conforme se acercaba a la puerta. Antes de tocar, se preguntó cómo justificaría su visita a esas horas. Luego se dijo que el padre comprendería perfectamente su preocupación, de hecho, quizá lo estuviese esperando. Tocó el timbre sin vacilar.
Esperó un momento. Creyó escuchar un ruido dentro, quizá una voz. Respondió diciendo quién era.
—Sólo vengo a ver si todo está bien —añadió.
Nadie le respondió, ni volvió a escuchar ningún sonido. Le llamó la atención el ruido de un golpe seco. No había venido de adentro de la casa, sino de su costado. Se preguntó si debía quedarse en la puerta o buscar su origen. Recordó que había un ventanuco arriba del sótano que daba justo a ese callejón. Se preguntó si una persona podría salir de la casa por ahí. Volvió a tocar el timbre, con el mismo resultado que hasta entonces. El sonido se apagó y, pocos segundos después, volvió a comenzar. El fiscal se acercó al callejón que separaba la casa del templo. Desde la esquina, no se veía a nadie, pero ahora un gemido sordo salía de detrás de un recodo de la iglesia. Acarició la pistola y se acercó. Se detuvo antes de doblar el recodo, pegado a la pared. Ahora, al gemido se sumaba el eco de un roce constante y el sonido de los basureros contra la pared, como si alguien los empujase contra el muro. Se dio cuenta de que tenía la mano pegada a la culata de la pistola pero no había abierto el estuche. Lo abrió con los dedos, sin moverse de su sitio. Le pareció que lo que oía eran las respiraciones agitadas de dos personas, probablemente agitadas por arrastrar un cuerpo. Se preguntó si estarían armados. Considerando que se trataba de asesinos terroristas, se respondió que sí lo estarían. Estaba confuso. En un tiroteo, llevaría definitivamente las de perder. Quizá lo mejor sería sólo descubrirlos sin dejarse ver y luego perseguirlos a la luz del día. O quizá lo mejor sería abandonar el caso y visitar al juez Briceño para formar parte de su grupo de trabajo y algún día comprar un Datsun. Pensó que era tarde para eso. Que el asesino, a fin de cuentas, lo estaba siguiendo a él, casi parecía estar jugando con él al escondite. Este caso, pensó, no lo puedo abandonar. Quizá ni siquiera si lo resuelvo podré abandonarlo. Resolverlo. Hasta hace un mes, su función era sólo pasar informes, no resolver cosas. Respiró hondo tratando de no hacer ruido. Conteniendo el aire, se asomó al otro lado del recodo. Un par de sombras se agitaban en un rincón, detrás de los basureros. Estaban de espaldas. El fiscal pensó que podría aprovechar la oportunidad para detenerlos oficialmente en nombre de la ley. Tomó conciencia de que no tenía facultades legales para detener a nadie. Mientras tomaba una decisión, avanzó un paso y pateó una lata de cerveza, que fue a parar ruidosamente a la pared de piedra. Las dos sombras dejaron de jadear y moverse. Dijeron algunas cosas en susurros. El fiscal descubrió que sólo una estaba de espaldas en realidad, la de un rubio alto que murmuraba con acento extranjero y sostenía a la otra contra la pared mientras ella, una mujer, lo abrazaba con las piernas. El fiscal retiró la mano del arma. No pudo reprimir un suspiro ahogado de alivio y se recostó contra el muro. Su mirada se cruzó con la de los otros dos. El hombre se había quedado quieto, no sabía qué hacer. Fue la chica la que dijo:
—¿Eres policía?
El fiscal respondió:
—¿Cómo? Ah, no. Claro que no.
—¡Entonces, fuera de acá, mierda!
Ésa sí tenía acento peruano. Chacaltana pensó en echarlos de ahí. Era una falta de respeto contra el padre Quiroz y contra la iglesia. Pero se sintió ridículo. Regresó a la puerta de la casa parroquial. Se preguntó si alguien la habría abierto mientras él se distraía. Las luces en el interior seguían apagadas, pero eso no significaba nada. Volvió a tocar el timbre. Quizá el padre ni siquiera estaba adentro. Su encuentro con la pareja le hizo pensar que tal vez se estaba dejando llevar por los nervios. Quizá había salido de Ayacucho y se había quedado a dormir en algún pueblo. Imposible. No en Semana Santa. Se le ocurrió entrar por la ventana, pero tenía barrotes de hierro forjado. Descartó entrar por el ventanuco del sótano. La pareja no se lo permitiría. Además, tendría que romperlo. Se le ocurrió buscar un teléfono, pero ni siquiera sabía si había uno en la casa parroquial. El padre usaba el teléfono de su despacho. Además, si no contestaba ni siquiera el timbre, tampoco levantaría el auricular. Guiado por un impulso de fastidio y frustración, llevó la mano a la perilla de la puerta. Para su sorpresa, la puerta cedió ante su empuje. Adentro reinaba la oscuridad. Permaneció un par de minutos en el umbral. Ahora no tendría más remedio que entrar. Se suponía que eso quería, pero no sabía si lo quería de verdad. Sólo quería dormir tranquilo. Llamó en voz alta al padre Quiroz. No obtuvo respuesta. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Se adelantó dos pasos sin cerrar la puerta, para aprovechar las luces de la calle. Las sombras que el alumbrado público producía en el interior parecían moverse sacudidas por la brisa nocturna. Mientras buscaba el interruptor de la luz, volvió a preguntar en voz alta:
—¿Padre Quiroz?
Ahora lo oyó claramente. Era el sonido de algo arrastrándose por el suelo, como un siseo grave.
—¿Padre? Soy Félix Chacaltana.
Encontró el interruptor y encendió la luz. Se sobresaltó ante la imagen de un hombre, pero era un crucifijo de un metro de altura. La habitación estaba en el mismo desorden que había visto la vez anterior. La pesada puerta del sótano estaba abierta. Penetró en la sala hasta el dormitorio del sacerdote. Abrió la puerta manteniéndose a un costado de ella. Como nada salió de adentro, encendió la luz.
Ahí, por el contrario, reinaba el orden más pulcro. Sólo había una mesa de trabajo, una cómoda y una cama escrupulosamente bien tendida, sin arrugas en las sábanas. De la pared colgaba otro crucifijo, muy pequeño, que parecía vigilar la paz del dormitorio.
Volvió a oír el siseo afuera, en el salón. Casi por instinto, desabrochó la cartuchera y sacó el arma. Regresó a la sala apuntando hacia delante, hacia las cajas. Rastrilló, para que la bala saliese más rápido en caso de emergencia. Se dio cuenta de que su mano temblaba. Apoyó la espalda contra la pared y empezó a recorrer así el perímetro de la habitación, bordeando las cajas donde las había. Sacó su pañuelo para secarse el sudor. Estaba empapado. Llegó a la puerta del sótano y empezó a bajar por las escaleras, siempre pegado a la pared. No sabía hacia qué lado debía apuntar el arma. Optó por apuntar hacia abajo, donde la oscuridad era más densa. Reconoció el olor de incienso y humedad, mezclado con un perfume químico que no pudo identificar.
Al llegar abajo, trató de recordar dónde estaba el interruptor. Como tenía el arma en la mano derecha, palpó la pared izquierda de arriba abajo con la mano libre. No encontró nada más que la pared mohosa y fría. Cambió el arma de mano y repitió la operación con la derecha. Ahí estaba, a una altura bastante baja. Encendió. El parpadeo de la luz le sugirió que había alguien más en la habitación. Levantó el arma hacia él y gritó:
—¡Quieto, carajo! ¡Estoy armado!
No obtuvo respuesta. Cuando la luz dejó de temblar, pudo fijarse bien. El cuerpo, en realidad, el medio cuerpo que sobresalía del horno, era el del padre Quiroz. Aún llevaba puestas las ropas de misa, con las mangas recogidas y los brazos abiertos en cruz. Venciendo su repulsión, el fiscal se acercó aún más. Algo emergía de la boca del sacerdote, como una lengua rígida y muy larga. Al llegar a su lado, el fiscal descubrió que era la empuñadura de un cuchillo. El resto estaba adentro, atravesando su garganta hasta la nuca. La sangre que se derramaba de la boca no se había coagulado todavía. Seguía goteando sobre el suelo húmedo del sótano y manchaba los bordes del horno. La muerte era muy reciente. No era lo único que goteaba. Antes o después de la ejecución, el asesino había vertido ácido sobre la cara y los brazos del sacerdote. Las botellas aún estaban abiertas a un costado. Las partes que había tocado el líquido aparecían mordidas y deshechas, con la piel entre arrugada y rasgada, convertida en un pegajoso chicle de carne. Adentro del horno, el fiscal percibió que le habían separado la pierna del tronco. Se estremeció y se echó hacia atrás. El rostro del padre miraba sin ver el techo del sótano, quizá tratando de ver el cielo, pero el cielo para él estaba bajo tierra.
El fiscal oyó un sonido arriba, en las escaleras. A pesar del horror de su hallazgo, o quizá justamente debido a él, reaccionó a tiempo. Se dio la vuelta y disparó. Era la primera vez que disparaba en su vida. El disparo sonó mucho más fuerte de lo que había calculado y lo empujó hacia atrás, hasta hacerlo caer sobre el cuerpo. La bala rebotó contra las paredes, atronando la casa con el eco agudo de sus golpes en la piedra. Percibió en una esquina de la pared el ventanuco del sótano. Calculó que la pareja de afuera estaría a pocos metros de ahí. Lo habrían escuchado. Quizá llamarían a la policía. Ojalá lo hicieran. Oyó un tintineo metálico, ahora claramente, llegando desde las escaleras. El sonido se alejaba. Supuso que el asesino no tenía un arma de fuego, estaba huyendo. Corrió tras él. Se abalanzó a las escaleras justo a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta del sótano. Antes de llegar arriba oyó la llave dando vueltas en la cerradura. Gritó. Golpeó la puerta con todas sus fuerzas. Pateó. Pero la puerta no se movió ni un milímetro.
Volvió a bajar caminando lentamente. El padre Quiroz parecía esperarlo. Su cara le dio la impresión de una mueca de decepción. Decidió esperar. Las autoridades vendrían alertadas por su disparo. Podría explicarles lo que había ocurrido. Quizá aún estarían a tiempo de perseguir al asesino. Luego recapacitó: ¿Qué podía explicarles a las autoridades? ¿Qué podía decirles? Lo encontrarían encerrado con un cadáver, llevando un arma de fuego sin licencia y al lado de todos los instrumentos del crimen. Luego pensó, además, que cada una de las últimas tres víctimas había hablado con él poco antes de morir. Trató de despejar su cabeza. No. Era inocente. Esa misma tarde había pedido protección para las calles de la ciudad. Se la habían negado. Protección para las calles. No había mencionado la casa parroquial. Podía parecer que había pedido la protección justamente para ponerse a cubierto. Pacheco estaría encantado de firmar esa investigación, y el juez Briceño lo condenaría con el mismo placer. Quizá ni siquiera el comandante Carrión se sentiría seguro de él.
Su corazón empezó a latir muy fuerte. Se imaginó ante los jueces, probablemente lo mandarían al fuero militar. O quizá al fuero civil. Se enfrentaría a un fiscal, a un fiscal «como usted», había dicho el terrorista refiriéndose al que había dado el paso a Operativos Especiales en el penal de máxima seguridad. Si él fuera su propio fiscal, podría llenar miles de escritos probatorios en su contra. Se imaginó los escritos: «Con fecha viernes 21 de abril de 2000, en circunstancias en que Félix Chacaltana Saldívar fue encontrado en posesión de arma de fuego…». Ni siquiera podía deshacerse del arma en ese lugar. Ensayó una defensa: «Yo estaba tratando de perseguir al asesino». Vio claramente al juez Briceño: «¿Por qué no pidió la intervención de la policía? Los fiscales no andan por la vida persiguiendo a los ladrones. Si no, ¿cómo pues?». Agregarían a sus cargos el intento de usurpación de funciones. Quizá también ocultamiento de información. Ninguna de las denuncias había llegado al Poder Judicial. Carrión preferiría negarlo todo antes de verse involucrado con un asesino en serie.
Trató de expulsar de su mente el proceso judicial entero, que parecía desarrollarse ante sus ojos. No lo logró totalmente. Mientras veía declarar al capitán Pacheco, se le ocurrió juntar todas las cajas que pudiese hasta llegar a la ventana y salir por ahí. Atravesó la habitación y empezó a moverlas. Pesaban demasiado para cargarlas. Tendría que arrastrarlas. Al mover la primera, tiró sin querer una de las botellas de ácido. El líquido se desparramó por el suelo hasta alcanzar las manos y la cabeza de Quiroz. El fiscal retrocedió hacia las escaleras. Si avanzaba, dejaría sus huellas por toda la habitación. Ahora el ácido recorría todo el lugar, hasta el pie del ventanuco. Subió dos escalones.
Luego recordó que tenía la pistola. Tendría que volver a usarla. Subió hasta la puerta y calculó el ángulo más alejado desde el que podría darle a la cerradura. Disparó a media altura de las escaleras. El primer tiro atravesó la madera pero no acertó a la cerradura. El segundo le dio casi de lleno. El fiscal se acercó a abrir. Tuvo que patearla un poco y jalarla con la mano, en la que se le incrustó una astilla. Mientras se arrancaba la astilla y chupaba la sangre, comprendió que estaba dejando sus huellas dactilares y hasta su sangre por toda la madera de la puerta. Sacó su pañuelo para limpiarla. Desde afuera le llegó el sonido de la gente que volvía a sus casas y hoteles de madrugada. Risas de hombres y mujeres. Acentos extraños. Pensó que debía darse prisa. Apoyado en la puerta, pateó la cerradura con la planta del pie hasta romperla y abrir la puerta. Salió a la sala oscura, luego a la calle. Ya en la vereda, miró a todos lados. La pareja que había sorprendido en el callejón estaba a pocos metros de la puerta. Se quedaron petrificados al verlo. Tomó conciencia de que aún tenía el arma en la mano. Les hizo un gesto para tranquilizarlos mientras trataba de guardarla. Ellos levantaron las manos. Se veían rígidos.
—Escuchen, esto no es lo que parece… por favor…
—Tranquilo, tranquilo —dijo el hombre—, no pasa nada… No vimos nada…
Los dos dieron algunos pasos hacia atrás conforme él se acercaba.
—No se vayan, escúchenme… Tenemos que llamar a la policía…
Cuando llegaron a la altura de la primera esquina, dejaron de avanzar. El fiscal pensó que al fin lo escucharían. Aceleró el paso, pero ellos dieron la vuelta y echaron a correr. Trató de seguirlos, pero rápidamente desaparecieron entre las calles.
Ahora lo habían visto claramente. Chacaltana pensó que cada uno de sus avances era un paso atrás. Trató de pensar con calma. Cerró el estuche de la pistola para no meterse en más problemas. Ningún vecino había asomado la cabeza. Quizá pensaban que los disparos eran fuegos artificiales. Sí. Quizá, después de todo, lo mejor era esperar a las autoridades y explicarse convenientemente para iniciar una investigación. Después recordó las caras del juez y del policía en la oficina del capitán. Sin poder controlarse, echó a correr.
Tras unos minutos corriendo trató de pensar adónde se dirigía. No a su casa. O el asesino o la policía lo estarían esperando ahí, probablemente, si no lo estaban siguiendo ya. Tampoco a la fiscalía ni a la comandancia. Atravesó el arco y siguió alejándose hacia el extremo de la ciudad, en dirección al barrio de San Juan. Quince minutos después, llegó a la casa de Edith, que estaba casi en el límite de la ciudad. Puso el dedo en el timbre y lo dejó ahí hasta que la joven diese una señal de vida. Se dio cuenta de que estaba llorando. Pateó un poco la puerta. Gritó el nombre de Edith. Luego pensó que así llamaría la atención de todo el barrio. Trató de recuperar la compostura. Era un fiscal. Sabía acusar, tenía que saber eludir las acusaciones. Respiró hondo. Una anciana sacó una cabeza llena de ruleros por una ventana del segundo piso.
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
—Busco a Edith.
—¿Y ésta le parece hora? ¿Y eso le parece una manera de tocar el timbre?
—Lo siento… yo…
¿Yo qué? ¿Qué podía decir? Se le ocurrió responder que la policía lo perseguía, o que era de la policía y perseguía a alguien. La mujer seguía observándolo mientras él se preguntaba si no era mejor salir corriendo de ahí también. Entonces se abrió la puerta. Edith estaba ahí, adormilada, vestida con una camiseta, un pantalón de franela y unas sayonaras. Llevaba el pelo suelto y brillante. Tras ella había una escalera. Félix Chacaltana nunca había visto el interior de la casa de Edith cuando la había acompañado de vuelta. Era un viejo edificio de tres pisos subdividido donde, por lo visto, el mismo timbre se escuchaba en todos los departamentos. Recién comprendió que la anciana no vivía con Edith cuando la joven lo dejó entrar disculpándose con ella. La oyó decir que él era su primo, que acababa de llegar de Andahuaylas para la Semana Santa. Prometió que la escena no se repetiría. La mujer no respondió. Sólo volvió a meter la cabeza en su ventana y en su vida.
Félix y Edith subieron al tercer piso, hasta una habitación mínima con una hornilla eléctrica en un rincón. No había un baño ni un refrigerador. Chacaltana supuso que ella compartiría esas instalaciones con algunos vecinos, quizá con la misma anciana que lo había regañado. No pensó más en eso. En cuanto la chica, aún medio dormida, cerró la puerta, la abrazó muy fuerte, como para fundirse con ella. En el abrazo, ella sintió el bulto de la pistola contra su cuerpo. Trató de separarse de él.
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué está pasando?
Félix no la soltó. Pasó un largo rato aferrado a ella antes de darse cuenta de que se le seguían escapando las lágrimas de los ojos.
—¿Quieres un mate?
Él asintió. Ella calentó el agua en la hornilla sin que él se despegase de su cuerpo. Ella sirvió el mate y se sentó. Le acarició el pelo suavemente, mientras él, de rodillas, apoyaba la cabeza entre sus piernas y se abrazaba a su cintura temblando.
—¿No quieres decirme qué pasó? ¿Tiene que ver con tu trabajo?
Ahora, ni siquiera las imágenes del fuego y los golpes pasaban por la mente del fiscal Chacaltana. Sólo había un gran vacío, una oscuridad hambrienta, las fauces de la nada cerrándose sobre su cabeza. Necesitó hablar. Necesitó decir todo lo que había pasado en el último mes y medio. Necesitó llorar como un niño. Empezó a contarlo todo, animado por las caricias de la joven. Cuando las primeras luces del amanecer se colaban por la pequeña ventana de la habitación, había terminado su historia. El regazo de Edith estaba cálido y seco. Segundos después, como si se hubiera quitado un gran peso de encima, se quedó dormido.
Despertó a las ocho de la mañana. No había dormido mucho. Tampoco podía dormir más. Ni siquiera le parecía poder moverse. Tras el susto inicial de no reconocer dónde estaba, recorrió con la mirada el pequeño departamento de Edith. Estaba en la cama. Su saco y la cartuchera de la pistola colgaban de la única silla, debajo de la cual estaban sus zapatos, uno al lado del otro, tan ordenados y sin arrugar como el resto de las cosas que Edith había tocado. Ella estaba ahí también, de pie frente a él, quitándose la camiseta y el pantalón. Había sacado de algún lugar un barreño de agua y se lavaba cuidadosamente las axilas y la entrepierna, el cuello y los pies, bajo la luz aún tenue de la mañana.
—Buenos días —dijo el fiscal.
Al oírlo, ella se tapó el cuerpo como pudo. Su brazo derecho abarcó su pecho de un lado a otro y su mano izquierda ocultó su sexo.
—Voltéate —le respondió—. Aquí no tengo dónde meterme.
El fiscal no se volteó. Le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Se había puesto roja.
—¡Voltéate! —insistió.
Pesadamente, el fiscal se volteó. Se quedó así unos segundos, hasta que se volvió hacia ella, ya no tan pesadamente. Ella se tapó de nuevo.
—Si no te portas bien, no vuelves a venir. Acuérdate de que eres mi primo.
El fiscal recordó la noche anterior. En su cabeza se agolparon fragmentos de su encuentro con el padre Quiroz en el sótano, de su llegada a casa de Edith, del tierno regazo de la joven. Sentía ganas de tocarla. De refugiarse en ella.
—Acércate —dijo él. Sonó como una orden.
—Tengo que ir a trabajar y ya llego tarde. Mi jefe va a estar ahí, porque esperamos mucha gente. Tú no te muevas de aquí. Doña Dora está furiosa. Me ha regañado veinte minutos cuando bajé por agua.
—Acércate —repitió él.
Ella se enrolló una toalla en el cuerpo y se acercó. Le tocó la frente y le dejó llevar la mano lentamente hasta los labios. Él la besó en la palma y en el dorso. Metió la mano suavemente en su boca y chupó cada uno de sus dedos.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Gracias por ayudarme —dijo él—. No lo olvidaré nunca.
Ella se acercó a besarlo. Él la tomó por el talle y la atrajo hacia la cama. Ella se negó, primero con el cuerpo y luego con la voz, pero luego se dejó llevar.
—Me tengo que ir —le recordó riendo.
Él se acostó sobre su cuerpo y metió su lengua en la boca de ella. Ya no se sentía como un niño necesitado de protección. Al contrario, quería recuperar la adultez. Mostrarle que él también podía ser un hombre protector, un hombre. Le besó el cuello, los hombros, la nuca, de la que escapaban algunos pelos negros y cortos, como una larga pelusa. Ella le respondió con besos en la frente y las mejillas. Trató de devolverlo a un costado. Él se resistió.
—No vayas a trabajar —dijo.
Ella se rió.
—No vayas tú.
Él se preguntó si habrían descubierto el cuerpo. Luego apartó el recuerdo de su mente. Necesitaba otra cosa, fuera de tanta muerte. Necesitaba algo de vida. Resopló. Ella tenía la boca abierta a medias. Él le mordió los labios.
—¡Au! —gimió Edith—. ¿Sabe tu mamá que haces esas cosas?
—Aquí ella no nos ve.
—Ella siempre está contigo. Ése es el problema.
El fiscal se turbó. No le parecía un contexto para hablar de su madre. Respondió:
—A ella le caes bien —le pareció un momento delicado, uno de esos momentos en que se dicen cosas importantes—. A ella no le importaría que… que me casase contigo.
El color subió a las mejillas de Edith. Parecía sorprendida.
—¿A ella?
Él sonrió, pero no recibió una sonrisa de vuelta. Lo desconcertaba eso, lo desconcertaba no recibir de la gente lo que tenía planeado. Las sonrisas se pagan con sonrisas, debía haber algún lugar en que eso estuviera escrito normativamente. Ella le devolvió una caricia en la frente y unas palabras que tampoco esperaba.
—Escucha, Félix… Te quiero mucho pero… en verdad… para casarme contigo… necesitaría que ella no estuviese ahí.
—¿Cómo?
—Entiendo tus sentimientos. Pero no podría irme a vivir a una casa que ya es de otra. Y menos de una… que no está en realidad.
—Ella está —dijo el fiscal—. ¿Tú crees que sólo están las cosas que puedes ver?
Edith bajó la mirada.
—No, claro. Voy a vestirme.
Ella se levantó. Él trató de retenerla, pero no lo consiguió. Algo se había roto en el aire, y el fiscal trató de pegar los pedazos.
—Escucha… Tienes que entender… yo te quiero pero… mi madre… justo ahora…
Sabía que había palabras atoradas en su garganta tratando de salir, pero no tenía claro cómo sacarlas, le habría gustado desatorarlas con una cuchara. Siempre había sido bueno con las palabras, pero ahora parecía incapaz de convocar las palabras justas para hablar de lo que más le importaba. Y lo peor es que justo ahora no tenía el tiempo de un funcionario ante su escritorio, ni el de un poeta frente al papel. Las palabras que necesitaba debían brotar directamente de su corazón, y sin embargo, su corazón estaba seco. Ella recogió su ropa de la silla. El fiscal sintió que nunca volvería a verla al descubierto.
—No hay problema —dijo ella—, comprendo.
Era como si lo dijese desde el otro lado del mundo. Desde la punta de un glaciar. Él se acercó a ella. Quiso abrazada, pero ella se zafó. Él la apretó, y la besó en los hombros. Sentía una gran necesidad de adueñarse de ella, de no dejarla ir, y sentía que ninguna palabra podría atarla. Le quitó la toalla del cuerpo con un solo movimiento y bajó su cabeza hasta el pecho y el vientre de ella, sin dejar de lamer. Ella trató de empujarlo por los hombros.
—Basta… —susurró.
Pero él no la soltó. La sostenía de las piernas y bajó su boca hasta su sexo, hasta sentir los vellos púbicos rozando su lengua. Su vulva sabía a jabón y a ella. Sintió un tirón en el pelo. Levantó la cabeza. Ella lo miraba con furia.
—Suéltame —le dijo secamente—. Me voy a…
En cualquier situación, el fiscal la habría dejado ir y se habría disculpado por su proceder. Le habría dicho que no había querido faltarle. Pero, sin saber por qué, su reacción lo sorprendió a él mismo. Volvió a bajar la cabeza y la aferró más fuertemente por las piernas. Succionó. Esta vez, ella gritó:
—¡Déjame!
Y lo sacudió por los pelos. Él arrancó las manos de Edith de su cabeza. Salieron llenas de pelos negros que sobresalían entre los dedos. Las bajó contra la cama y volvió a subir hasta la altura de ella para aprisionarla entre su cuerpo y el colchón. La cama rechinó y se bamboleó. Ahora, la mirada de Edith reflejaba miedo. Inexplicablemente, eso lo excitó aún más. Trémula, Edith trató de zafarse de su abrazo. Él apretó su cuello con una mano, mientras con la otra se bajaba la bragueta. Llegó a ver las marcas rojas que sus garras habían dejado en las muñecas de la joven antes de que ella le arañase el rostro, hasta meterle el dedo en el ojo. Entonces se puso violento. La abofeteó contra la cama y bajó un poco su pantalón mientras se ponía en posición. Llegó a ver su propio pene envejecido contrastando con la carne limpia y fresca de Edith. Su estómago redondo caía sobre el liso vientre de ella. Embistió. Ella cerró los ojos y apretó los dientes. Él volvió a embestir, una y otra vez, sacudiéndola entre los quejidos de la cama y sintiendo cómo su cuerpo pequeño, cada vez más diminuto, se estremecía bajo el cuerpo del fiscal, arrugado pero fuerte, aún fuerte, más fuerte que nunca.
Cuando terminó, se quitó de encima de ella y se recostó a un lado. Sudaba. La cabeza le daba vueltas entre los recuerdos de la noche anterior y lo que acababa de hacer. Ella no se movió. Era difícil distinguir si las gotas que surcaban su rostro eran de sudor o de llanto. Él sintió un extraño placer al preguntárselo en silencio. Ella temblaba. Se sentía en carne viva, desgarrada.
—Ayer le disparé a un hombre —dijo él—. No sé a quién ni si le di. Pero pude haber matado a alguien. Sentí que era como un ensayo, como un entrenamiento para algo. Sentí que algo cambiaba en mí.
Todas las personas con que hablo mueren.
—Vete —respondió ella, primero en un susurro, luego en un alarido—. ¡Vete! ¡Hijo del diablo!
Sonaba inocente como insulto. Pero el fiscal Chacaltana sabía lo que significaba. Supaypawawa. Hijo del diablo. Era la traducción directa de lo peor que se le puede decir a alguien en quechua. Supo que tendría que irse de verdad. Tenía la entrepierna húmeda, pero ella no le permitiría lavarse. Ella también estaba húmeda, y un hilo de sangre corría entre sus piernas.
El fiscal no quiso preguntarle si era virgen. Quiso pensar que sí lo era.
Mientras cerraba la puerta de Edith alcanzó a verla sollozando sobre la cama. Empezó a bajar las escaleras mientras se ponía el saco y verificaba que el estuche de la pistola estuviese bien cerrado. En la puerta se cruzó con la vecina de la noche anterior. La saludó por su nombre, doña Dora. Cuando salió a la calle, le pareció que la ciudad estaba llena de luz, mucha más de la que entraba en la pequeña habitación de Edith. Dirigió sus pasos hacia la comisaría. Había decidido entregarse.
Avanzó lentamente, como si tuviera los zapatos llenos de cemento, por entre las calles en que el pueblo preparaba la procesión del Santo Sepulcro. Se sentía mareado. Pensó que entraría en la oficina del capitán, entregaría su arma y contaría paso por paso todo lo que había ocurrido la noche anterior. Casi sería un alivio que no le creyesen. Casi sería un alivio ir preso y poder olvidar. Si el capitán insistía, contaría inclusive lo que había hecho con Edith. Se sentía demasiado cansado para tratar de huir, incluso para tratar de pensar adónde huir.
Antes de llegar a la comisaría, pasó por su casa. No había guardias en la puerta. Pensó que quizá habrían entrado a registrarla durante la noche. Abrió la puerta y entró. Todo estaba tal cual lo había dejado: su habitación, la de su madre. Tomó la foto sonriente de su madre en Sacsayhuamán. La besó.
—Ya ves, mamacita, no he logrado hacer nada para que estés orgullosa de mí. Espero no decepcionarte demasiado.
Siguió hablándole mientras se aseaba un poco. Pensó que en una celda podría tener algunas fotos de ella. Detuvo el aseo especialmente en sus partes íntimas. Olían a Edith. Trató de no llorar. Trató de no llorar más. Volvió a salir a la calle. Conforme se acercaba a la Plaza Mayor, iba cruzándose cada vez con más policías que pasaban a su lado acelerados, llevando sus órdenes de un lado a otro de la ciudad. Esperaba el momento en que uno de ellos le apuntase al pecho y le ordenase soltar el arma. Esperaba que le ahorrasen el trabajo de confesar algo que no había hecho, que ya lo tuviesen relacionado con la escena del crimen, que la pareja de anoche lo hubiese identificado sin lugar a dudas. Lamentó que no hubiese habido más luz en la calle. Se arrepintió de no haber seguido disparando hasta la llegada de la policía. Se cruzó con algunos soldados también. Se sintió impune. Supo lo que era pasear entre sus perseguidores sin que nadie voltease a verlo, como un fantasma. Tuvo ganas de gritar que era un asesino, que habla matado ya a cuatro personas, que quizá acababa de cometer una violación, de eso último no estaba seguro por aquello del ordenamiento jurídico. El ordenamiento jurídico. No pudo contener una carcajada. Empezó a reír ahí en medio de la plaza. Tuvo ganas de bailar, pero pensó en su madre. A ella no le habría gustado verlo así. Se contuvo. De todos modos siguió riendo mientras se acercaba a la comisaría. Pensó en Pacheco. Estaría contento de verlo. Se atribuiría el mérito, seguramente, diría que lo capturó tras una larga persecución llena de balas y patrulleros. Volvió a reírse, cada vez más fuerte.
En la puerta de la comisaría, el guardia de la entrada parecía dormir apoyado en su fusil. El fiscal se detuvo a admirar la insignia con el escudo nacional que colgaba sobre la entrada. Volteó a ver la ciudad que bullía en los preparativos para la procesión. Le pareció que pasaban siglos antes de dar el último paso hacia la recepción.
El sargento de siempre estaba en su escritorio. Al fiscal le hizo gracia pensar que tendría que esperar horas para poder entregarse, que tendrían a su asesino sentado al lado de la puerta durante un buen rato antes de dejarlo confesar. Al verlo entrar, el sargento se levantó. El fiscal esperó sus palabras. Sabía cuáles serían. Volvió a sonreír. Sintió el peso del arma en su costado. Se había acostumbrado a la pistola. El sargento lo saludó con la mano en el kepí:
—El capitán Pacheco lo está esperando, señor fiscal.
Lo sabían. Ya lo sabían todo. Sintió que flotaba hasta la oficina de Pacheco, se preguntó si debía levantar las manos para recibir las esposas. Pacheco estaba sentado frente a varios papeles y también se levantó al verlo entrar.
—¡Chacaltana! ¿Dónde carajo estaba? Llevo toda la mañana buscándolo.
Chacaltana trató de poner orden en su cabeza antes de explicar dónde carajo había estado. Pero el capitán continuó:
—Han matado al padre Quiroz. Puta madre, Chacaltana, tiene que verlo. Lo han hecho mierda.
¿«Han» matado? ¿No «ha» matado usted? Chacaltana iba tan preparado para confesar que no supo qué decir ahora. Hasta había comenzado a convencerse de que era culpable.
—¿Como…?
—Lo encontraron de madrugada. Los vecinos denunciaron disparos. Pero no lo han matado a tiros. Parece que el asesino quería anunciar lo que había hecho. Sólo le faltó reventar fuegos artificiales al conchasumadre.
¿Y la pareja? ¿Y los que lo vieron salir de la casa?
—¿Hay… testigos… declaraciones de vecinos?
—¿Testigos? Ya sabe usted cómo es, Chacaltana. Nadie habla, nadie declara, nadie quiere meterse en problemas. Hasta la llamada de denuncia fue anónima. Esto es una mierda. Lo siento por lo de ayer. Usted… usted tenía razón.
Se notaba que al capitán le costaba enormemente disculparse. Le dolía. Chacaltana no pudo creer lo que estaba diciendo cuando dijo:
—No se preocupe, capitán. Lo comprendo. Todos tenemos demasiadas preocupaciones, ¿verdad?
El capitán agradeció su comprensión con un gesto.
—Lo de que la gente se quede callada no es tan grave. Hemos conseguido mantener el asunto al margen de la prensa de milagro. Y eso que estamos llenos de turistas y periodistas. A veces me pregunto si no es ciega toda esta gente.
El fiscal Chacaltana se estaba haciendo exactamente la misma pregunta. Pero el capitán puso su voz en la tesitura de orden militar y dijo:
—Quiero que me diga todo lo que sepa sobre este caso.
El fiscal Chacaltana se lo contó lenta y detalladamente, como si recitase todos sus informes. No mencionó el detalle de que todas las personas que sabían de su investigación habían sido asesinadas. Pensó que el capitán lo descubriría por sí mismo. El policía tenía en mente hacerse cargo de la investigación. Parecía muy interesado. Quizá lo habían llamado de Lima, ellos todo lo sabían siempre, si habían pasado a retiro al comandante sería justamente porque estaban al corriente de todo. Al fiscal, en realidad, todo eso lo tenía sin cuidado. Cuando terminó su relato, el capitán dijo:
—Vaya donde el forense y prepare un informe para abrir el caso.
Por un instante, Chacaltana quiso decir que no se podría ocupar rápido de este asunto. Que lo que tenían entre manos llevaba siglos y duraría siglos más. Que estaban peleando contra fantasmas, contra muertos, contra el espíritu del Ande. Que acababa de forzar sexualmente a la que probablemente fuese la mejor mujer que había conocido en su vida. Que según la ley ahora debía casarse con ella. Que ya no quería ver este caso, que prefería largarse con Carrión a alguna playa bonita de la costa norte. Abrió la boca y dijo finalmente, con toda la convicción de la que fue capaz:
—Sí, señor.