El fiscal levantó la cabeza de la máquina de escribir. Esta vez, ni siquiera se fijó en la sintaxis de su informe. Le pareció que, simplemente, era un papel inservible. Los datos no bastaban. Los hechos narrados no tenían nada que ver con el asesinato, sino con su hallazgo. Era como si para describir una sesión de pesca, se informase de cómo el pescado se sirve en la mesa para el almuerzo. No tenía nada que ver con lo verdaderamente importante. Ninguno de sus informes, en realidad, tenía nada que ver con lo importante. Pensó que la información relevante era justamente la que el informe no contenía: quién lo hizo, por qué, qué pasaba por su cabeza. Un verdadero informe útil debía ser escrito conociendo cada detalle de la vida de los involucrados, su pasado, su memoria, sus costumbres, hasta sus conversaciones más irrelevantes, las perversiones que cruzaban por su mente en el momento de la ejecución, todo lo que ninguna persona podía saber. Un informe de verdad, concluyó, sólo podía ser escrito por Dios, al menos por alguien que tuviese mil ojos y mil oídos, que lo pudiese saber todo. Pero si hubiese gente así, pensó, los informes no serían necesarios.
Esa mañana, por primera vez, había asistido al lugar donde estaba el cadáver crucificado. En la parte de arriba del árbol, como un cartel de INRI, había una nota escrita con la sangre del cadáver:
MUERTO POR SOPLÓN
Sendero Luminoso
Imposible saber si era la misma letra de la nota anterior. Uno no escribe igual con lapicero que con la punta de un cuchillo. En realidad, aunque asistir al lugar del cuerpo le había parecido un gesto más profesional, no sabía de ese cuerpo más que lo que había sabido de los cuerpos anteriores. Cerca del lugar había huellas de camión, pero ése era el camino de paso hacia el penal. Casi todos los vehículos que circulaban por ahí eran camiones de alimentos, reclusos o relevos de guardia.
Volvió a la ciudad a las seis de la mañana, cuando terminaban las misas y los trabajadores empezaban a decorar con panes, uvas y corderos las iglesias. Ayacucho olía a las hierbas aromáticas que los devotos hacían hervir en un brasero.
Después de escribir su informe, fue a buscar al forense.
—No puedo decirle que sea un gusto verlo cada vez más a menudo —saludó el doctor Posadas mientras le pasaba la mascarilla. El fiscal iba a decirle que el olor a muerto se sentía en todo el pabellón de obstetricia, pero prefirió callarse. Eso no era su problema. Ya tenía bastantes problemas.
El cuerpo, ya retirado de su cruz, yacía en la mesa de siempre, sin tapar. Los agujeros de sus antebrazos permitían ver la superficie de la mesa a través de ellos, igual que el de la única pierna que tenía. La corona había sido ajustada fuertemente a la frente.
—Ahórreme los detalles sórdidos, doctor. ¿Qué hay de nuevo?
—Más detalles sórdidos, señor fiscal. Aquí eso es lo único que hay de nuevo siempre.
El doctor dijo eso con media sonrisa en el rostro, mientras encendía un cigarrillo. Nunca parecía demasiado agobiado, al contrario, se veía casi contento. El fiscal se preguntó si al doctor le gustaba su trabajo, si esculcaba los cuerpos con verdadero placer de hacerlo.
—De nuevo parece acción de una célula. Un hombre solo no podría haber montado todo ese espectáculo en tan poco tiempo.
—Claro. Hablamos de unos cuatro hombres entonces.
—Podrían ser sólo dos. Y una mujer, habitualmente.
—¿Una mujer?
—Cosa rara de los terrucos. Se organizaban en grupos de hombres comandados por mujeres. No sé si lo sigan haciendo así, uno nunca sabe con ellos. Pero aparentemente, las mujeres siempre fueron las más fuertes ideológicamente. Y las más sanguinarias. Los hombres eran unos mandados, por decirlo así. Servían para los enfrentamientos y las tareas técnicas. Pero si había que dar un tiro de gracia, lo hacía la jefa.
—Una mujer no podría hacer esto.
—No. Pero podría ordenarlo.
El fiscal se desplomó en una silla. Se veía agotado. Dijo:
—Ni siquiera sé si tiene sentido mirar mucho el cuerpo. Ahora hay otros detalles incomprensibles. La fuga, por ejemplo. ¿Cómo desapareció Durango de la cárcel de máxima seguridad sin que nadie lo viera?
El doctor sacó un chocolate y empezó a comerlo. Ahora sostenía el chocolate en una mano y el cigarrillo en la otra.
—¿Eso es lo que le preocupa? Si me garantiza su discreción, yo le daré una respuesta: el coronel Olazábal es un tarado que vive pensando en un ascenso. Le habrán ofrecido algo. Hace mucho que a él no le importa para quién trabaja.
Era lo único que faltaba. Ahora los mejores aliados de los terroristas eran los policías. Pero aún había algo que no cuadraba:
—¿Y Durango se fugó para morir?
—Quizá lo mataron ellos mismos.
—Si hubiese visto las caras de los policías ante el cadáver, no diría eso.
—Eso ya es otro problema. Yo sólo sé lo que le digo. Y recuerde, yo no le he dicho nada.
La luz parpadeó. El médico tenía razón. Era otro problema, de verdad. Pero era el problema principal. Todas las víctimas parecían haber ido directamente, casi voluntariamente, hacia su asesinato. Con Mayta y Durango era razonable. Confiaban en sus camaradas, se dejaron llevar. El primero, Cáceres, también tenía una explicación: estaba loco de remate, loco de sangre. La gente que ha matado demasiado ya no se arregla nunca. No importa de qué lado lo haya hecho.
El médico hizo una descripción general de las heridas: hematomas en los hombros y chichones que sugerían una ardua pelea antes de ser clavado. Desgarros musculares a consecuencia de los largos clavos de las extremidades. Chacaltana no escuchó. Apenas se fijó en la mezcla de líquidos que manaba de las heridas. El rojo de la sangre y una cosa verde negruzca que no sabía qué podía ser. Tampoco lo preguntó. Estaba perdido en sus pensamientos.
Salió del hospital sumido en una náusea oscura. La multitud estaba reunida en torno al obispo de Huamanga, que hacía el lavado tradicional de los doce menesterosos. El fiscal llevaba el informe para entregárselo a Carrión. Al pasar por la comandancia, se preguntó qué carajo le iba a decir. Que no tenía idea de nada, que los terroristas seguían libres, que ya no tenía más teorías ni había tenido ninguna nunca. Se dio cuenta de que los ojos se le estaban llenando de lágrimas. Pensó qué habría hecho su madre en esa situación. Decidió dejar el informe en la recepción y siguió de largo hasta la iglesia del Corazón de Cristo. Encontró al padre Quiroz a punto de salir. El padre Quiroz siempre estaba a punto de salir. Cuando el fiscal apareció, lo recibió con una sonrisa que disimulaba mal su hastío.
—Hoy sí que lo siento, señor fiscal, pero es Jueves Santo y, como comprenderá, no puedo atenderlo. Además, estos días no son laborables. ¿Por qué no continúa con su investigación el lunes?
—No he venido a investigar, padre.
—¿Ah, no?
—He… venido a confesarme.
—Bueno, eso quizá puede esperar también. Dios comprenderá.
El padre miró hacia la puerta, donde lo esperaban dos monjas. Miró el reloj. El fiscal dijo:
—Hay un nuevo cadáver.
El padre empezó a llevarlo del brazo lentamente hacia la puerta mientras lo escuchaba.
—Lo siento. ¿Cómo murió?
—Usted no quiere ni saberlo. Pero yo sé quién los ha matado a todos.
—¿En serio?
El padre no parecía escucharlo con atención. Parecía perdido en sus pensamientos.
—Fui yo —dijo el fiscal.
El sacerdote palideció. Pareció dejar de respirar. Como para recuperarse, suspiró hondo y se volvió hacia las monjas de la puerta. Con un gesto, las mandó a seguir su camino. Ellas se mostraron decepcionadas pero sumisas. Luego, Quiroz se llevó al fiscal a un confesionario y cada uno de los dos tomó su posición. El fiscal se arrodilló al oír correr la rejilla del confesor y dijo:
—No sé cómo se hace esto, padre. Hace mucho que no me confieso.
El padre susurró apresuradamente algunas fórmulas que Chacaltana no llegó a oír. Luego dijo:
—Tú sólo cuéntame. No vamos a darte un curso intensivo sobre sacramentos ahora.
El fiscal tragó saliva. Detuvo su mirada en las imágenes barrocas de la iglesia, en los cirios rojos de cada altar, antes de decir:
—Todas las personas con que hablo mueren, padre. Tengo miedo. Es… es como si estuviera firmando sus sentencias al separarme de ellas.
—Hijo —dijo el sacerdote. De repente, Chacaltana había dejado de ser el señor fiscal—, quizá… quizá te estás cargando demasiado… Esas muertes no son culpa tuya.
—Tengo miedo. No duermo bien. Esto… todo esto es como si ya lo hubiera visto. Hay algo de todo esto que ya ocurrió, hay algo que habla de mí. ¿Me entiende? No me entiende, ¿verdad?
—Hijo, la demencia terrorista no conoce de razones ni de sentimientos. Si te dejas destruir moralmente por ellos, los estás dejando ganar. Eso es lo que ellos quieren. Que te derrumbes. Entonces su labor será más fácil.
Las lágrimas volvieron a escapar de los ojos del fiscal:
—He visto cosas… Cosas que usted no puede imaginar. Les… —recién notó cuánto le costaba decirlo—… Les arrancan los miembros… Les cortan los brazos y las piernas…
—No me subestimes, hijo. Yo también peleé. Sé que tú lo sabes. Yo los conozco.
—¿Por qué, padre? ¿Por qué no pueden simplemente matarlos? ¿Por qué tiene que ser así?
—Hay una razón más allá de la barbarie —la calidez paternal del padre se fue congelando en un tono grave y seco—. En los Andes existe el mito del Inkarri, el Inca Rey. Parece haber surgido durante la colonia, después de la rebelión indígena de Tupac Amaru. Tras sofocar la rebelión, el ejército español torturó a Tupac Amaru, lo golpearon hasta dejarlo casi muerto… —golpes, golpes, golpes, pensó el fiscal—. Luego tiraron de sus extremidades con caballos hasta despedazarlo.
Las imágenes de Tupac Amaru descuartizado se sucedieron en la mente del fiscal como si las hubiera vivido. Su madre le había contado la historia una vez, en Cuzco, la ciudad que el cacique sitió y donde recibió la muerte. La madre del fiscal era cuzqueña. El sacerdote continuó:
—Los campesinos andinos creen que las partes de Tupac Amaru fueron enterradas en distintos puntos del imperio, para que su cuerpo nunca se volviese a unir. Según ellos, esas partes están creciendo hasta unirse, y cuando encuentren la cabeza, el inca volverá a levantarse y se cerrará un ciclo. El imperio resurgirá y aplastará a los que lo desangraron. La tierra y el sol se tragarán al Dios que los españoles trajeron de fuera. A veces, cuando veo a los indios tan sumisos, tan dispuestos a aceptar lo que sea, me pregunto si por dentro no piensan que ese momento llegará, y que algún día nuestros papeles se invertirán.
—¿Qué tiene que ver Sendero Luminoso con eso?
—Muchísimo. Sendero se presentó como ese resurgimiento. Y siempre fue consciente del valor de los símbolos. A una mujer la mataron y volaron su cuerpo con explosivos para despedazarla. Así, sus pedazos nunca volverían a juntarse. Su resurrección se hacía imposible.
—¿Contra qué estamos peleando, padre? Están por todas partes y a la vez no están. Son invisibles. Es como pelear contra fantasmas.
—Es como pelear contra los dioses que no vemos. Quizá estamos peleando contra los muertos.
Se quedaron unos minutos en silencio. Súbitamente, Quiroz pareció recordar algo:
—¿Cuándo mataron al último?
—Anoche, de madrugada más o menos, después de la procesión del Encuentro —el fiscal se sentía aliviado de haber hablado con el padre, pero exhausto, como si en la conversación hubiese perdido todo el aire. Suspiró—. Ya no había vigilancia especial. La desplegamos para el Domingo de Ramos, inclusive el lunes, pero no se pudo justificar más.
El sacerdote reflexionó un poco y dijo:
—Hay… otro mito andino que quizá deberías conocer. Por lo general, desde la noche del Miércoles Santo, los indios se abandonan a las fiestas más… pecaminosas. Corren mares de alcohol, mucho sexo, normalmente hay incidentes violentos. Es así hasta el Domingo de Resurrección.
—Hasta el Domingo de Gloria.
El padre se molestó:
—Se llama Domingo de Resurrección. Sólo los ignorantes y los blasfemos lo llaman Domingo de Gloria.
—Perdone. ¿Y por qué hacen eso?
—Es otra superstición andina. A partir del Miércoles Santo, día del calvario de Cristo, Dios está muerto. Ya no ve. Ya no condena. Hay tres días para pecar.
Chacaltana comprendió al oír eso que no tenía más tiempo que perder. Tendría que reactivar la vigilancia. Fue como si volviese en sí después de un largo intervalo místico. El padre también tenía cosas que hacer. Al salir del confesionario, Chacaltana le estrechó la mano con sincera gratitud:
—Muchas gracias, padre. Me siento mucho mejor. Y me ha dado muchas pistas útiles. He hab… —se contuvo. Luego decidió decirlo—. He hablado con gente que no confía mucho en usted. Pero hay otras personas que me han manifestado su aprecio por su persona.
El padre sonrió mientras caminaba hacia la puerta. El fiscal reparó en que era la única figura que sonreía en ese templo.
—No le pediré que me diga quién ha hablado mal de mí, pero sí me gustaría saber quién ha hablado bien.
El fiscal se sintió en confianza. Pensó que no sería malo decirlo, al contrario.
—Edith Ayala. La del restaurante de la plaza.
El padre le ofreció una gran sonrisa.
—¡Claro que la conozco! Venía aquí con frecuencia. Pobre chica, sufrió mucho con lo de sus padres.
—¿Sus padres?
—¿No lo sabe usted?
—Habla poco de eso.
—Es comprensible. Sus padres eran terroristas. Murieron en el asalto a un cuartel policial. Los dos juntos.
El fiscal recordó su conversación con Edith: ¿Cómo fue que fallecieron? Por los terrucos. Por. No asesinados por los terrucos sino en nombre de ellos. Mientras se despedía del párroco, trató de olvidar que había oído eso. Tenía cosas más urgentes en que pensar. Corrió a la comandancia entre la gente que visitaba las iglesias y disfrutaba de la comida típica en los puestos de la Plaza Mayor. Pensó que cualquiera de ellos podía ser miembro del renacimiento senderista. Llegó a la comandancia y entró hasta el antedespacho de Carrión. Su secretaria se veía nerviosa.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
La secretaria lo miró con angustia.
—No quiere ver a nadie. Está encerrado ahí desde el viernes. No ha salido ni para comer. Le llevamos comida, pero apenas la prueba.
—Quizá yo pueda hacer algo.
—Trate, por favor. Tal vez a usted lo escuche. Si intento anunciarlo, no contestará el interno.
El fiscal Chacaltana abrió la puerta del despacho. Estaba oscuro adentro y apestaba. Las cortinas estaban cerradas y dos platos de comida llenos se pudrían bajo la mesa de trabajo. El comandante estaba sentado en su escritorio, ojeroso y demacrado, con apariencia de no haberse bañado en meses. No lo saludó.
—¿Supo lo de Durango? —preguntó el fiscal. El comandante pareció volver de un lugar muy lejano antes de responder con voz cavernosa:
—Ya no es asunto mío.
Le extendió una hoja que tenía en la mano. El fiscal logró leerla a pesar de la semipenumbra. Era una carta de Lima con el membrete del comando conjunto de las Fuerzas Armadas. Le anunciaba a Carrión su pase a retiro.
—No le corresponde todavía —se sorprendió el fiscal.
—Aquí corresponde lo que ellos quieran. Han modificado las cadenas de mando a su antojo. Se acabó.
Se sumieron los dos en un silencio oscuro que sólo rompió el militar minutos después:
—¿Le filtró usted información a Eléspuru, el de Inteligencia? ¿Habló con él de esto?
—No, señor. No sé cómo pueden haberlo sabido…
—Ellos todo lo saben, Chacaltana. Todo. Pero eso ya no importa, supongo. Mi relevo llegará cuando acaben las fiestas. Quizá ni siquiera tenga que ver con esto. Habrá segunda vuelta en las elecciones, quizá quieren poner aquí a un militar menos quemado que yo, o más manejable, qué carajo será.
Era difícil saber si su voz expresaba alivio o frustración. El fiscal se sintió abandonado, traicionado. Le parecía que para el comandante dejarlo tirado en medio de los problemas era la salida más fácil. Miró bien al militar y cambió de opinión. Nada parecía ser fácil para ese hombre.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó el fiscal.
—Me iré al norte, a Piura o a Tumbes. Quiero un lugar tranquilo. Y sobre todo, muy lejos de aquí.
El fiscal se dejó caer en una silla del despacho. A pesar de la diferencia de tamaño entre sus asientos, no parecía más pequeño que el comandante esta vez.
—No puede irse así —dijo con aplomo—. Aún no hemos acabado…
El comandante se rió. Primero muy bajito, luego a carcajadas. Cuando logró controlarse, encendió un cigarrillo entre toses. El fiscal nunca lo había visto fumar. Carrión dijo:
—¿Acabar? Esto es sólo el principio, Chacaltita. Nuestro trabajo de dos décadas se acaba de ir a la mierda. No podemos garantizar ni nuestra propia seguridad. Nunca los detendremos. Volverán una y otra vez.
—Pero es nuestro trabajo…
—¿Luchar contra el mar? Porque eso es lo que estamos haciendo. He estado leyendo después de todo en estos días de encierro. Ayacucho es un lugar extraño. Aquí estaba la cultura Wari, y luego los chancas, que nunca se dejaron sojuzgar por los incas. Y luego las rebeliones indígenas, porque Ayacucho era el punto medio entre Cuzco, la capital inca, y Lima, la capital de los españoles. Y la independencia en Quinua. Y Sendero. Este lugar está condenado a bañarse en sangre y fuego para siempre, Chacaltana. ¿Por qué? No tengo ni idea. Da igual. No podemos hacer nada. Le sugiero que se vaya usted también. Ya debe estar fichado, usted será el siguiente.
—Deberíamos investigar a Olazábal. La fuga de Durango es muy sospechosa. ¿No cree? Y quizá es el coronel quien ha pasado informe a Lima sobre esto.
—¿Está sordo usted? Hoy es feriado y el lunes me voy. Haga usted lo que quiera, me da igual. Y guarde la pistola. Es un regalo.
Luego hizo el mismo gesto de siempre, cuando decía «gracias, puede retirarse». Pero no dijo nada. Se quedaron en silencio de nuevo.
—Quiero pedirle algo… —dijo por fin el fiscal—. Tengo razones para pensar que los siguientes atentados serán en estos días. Quiero redoblar la vigilancia.
La irritación se intensificó en los ojos ya irritados de Carrión.
—¿Otra vez, Chacaltana? ¿No hemos hecho ya suficiente el ridículo?
—Créame esta vez. No fallaré.
Carrión lo miró como a un hijo, como a un heredero, con más ternura que orgullo.
—Yo también fui como usted una vez, Chacaltana. Pensé que podríamos detener esto. Pero esto es más fuerte que nosotros dos. Esto es la historia de un país. Ahórrese la desilusión.
Chacaltana ya no era un jovencito. Pero quizá se sentía fuerte a pesar de todo. Sentía que estaba cada vez más cerca, que su vida, después de todo, tendría algún sentido, aunque ese sentido se encontrase en la muerte. Era una idea que ya no le parecía contradictoria. Sostuvo la mirada de Carrión y dijo:
—Tengo que quedarme. Eso también es más fuerte que yo. Usted es aún la autoridad. Firme la orden de vigilancia. Yo me ocuparé de todo lo demás.
El comandante sacó de su escritorio una hoja membretada en blanco y la firmó.
—Díctele a mi secretaria lo que quiera ponerle. Es el último favor que le hago, Chacaltita. Le pido otro a cambio: cuídese, por favor.
Chacaltana se despidió del comandante con un saludo militar. Pensó darle un abrazo, pero no se atrevió. Le habría gustado, de todos modos. Habría sido como abrazar a un padre. El comandante Carrión había sido cualquier cosa menos un hombre bueno, pero al menos, quizá, sus últimos gestos lo habían redimido por el miedo. Tal vez ése era el único modo de redimirse de verdad.
Veinte minutos después, se dirigía con la orden firmada a la comisaría. El sargento de siempre estaba en la puerta.
—Buenos días, señor fiscal. Desafortunadamente, el capitán Pacheco me ha mandado decir que de momento no se encuentra presente, pero que s… Señor fiscal. ¡Señor fiscal!
Chacaltana entró directamente a la oficina de Pacheco y abrió la puerta. Adentro estaba el capitán con el juez Briceño. El sargento de la puerta tiró del brazo del fiscal mientras le hablaba al capitán.
—¡Disculpe, señor! Le informé al fiscal de que usted se encontraba en calidad de ausente, pero…
—¡Cállate, imbécil! —le respondió Pacheco—; y lárgate. Pase, señor fiscal. Ya que se le han perdido los modales, al menos tome asiento.
Sin sentarse, el fiscal dejó la hoja sobre su escritorio.
—Tengo una orden del comandante Carrión para redoblar la vigilancia con efecto inmediato.
—¿De quién? —preguntó el capitán con cara de no reconocer el nombre.
—El comandante Carrión, quien me ha manifestado su preocupación por…
—Me temo que no sabe la noticia —intervino el juez Briceño. El capitán sonreía—. Es comprensible. Se le ve a usted demasiado distraído con sus cosas. El comandante ya no manda aquí.
Parecían de buen humor con la noticia. Quizá justamente la estaban celebrando. El fiscal respondió:
—Su retiro aún no se ha hecho efectivo, señor Juez.
—Cuando la gente se muere —respondió el juez— no espera a que su muerte se haga efectiva. Se muere nomás, fiscal Chacaltana.
Chacaltana miró alternativamente a uno y otro.
Luego dijo:
—La orden responde a la necesidad de medidas de seguridad extremas…
—En ausencia del comandante, yo decido qué medidas de seguridad se necesitan —dijo Pacheco—. Y no voy a quitarle su descanso a mis hombres sin una buena razón. A menos que tenga una orden judicial. ¿Por qué no le pide una al juez Briceño? ¡Ah, lo olvidé, es festivo, el juez no trabaja! —se puso serio—. Nosotros tampoco.
—Ustedes no entienden. ¡Hay un asesino suelto!
—¿Un asesino? —preguntó el juez—. No sabemos de ningún asesino. No consta ninguna denuncia por asesinato en el Poder Judicial. No sé si usted ha cuchicheado alguna cosa con su comandante, pero nosotros no sabemos nada. Si quiere que las instituciones funcionen, tiene que hacerles llegar su información, señor Chacaltana. Si no, ¿cómo pues?
Chacaltana titubeó. Luego recobró el aplomo:
—Ustedes serán cómplices si no se ejecuta la orden.
—Perdón —respondió Briceño falsamente ofendido—. ¿Nos está acusando de algo? Si es así, dígalo con claridad, por favor. Podría incurrir en desacato e insubordinación. ¿Nos está llamando qué?
Hizo gesto de tomar notas en un papel mientras esperaba la respuesta de Chacaltana. El policía seguía sonriendo, con una sonrisa como la del presidente que lo miraba también desde su foto en la pared. El fiscal pensó que estaban en esa oficina, juntos, la ley y el orden. Y comprendió que no tenía sentido continuar insistiendo.
—Nada: señor juez. Esto… debe haber sido un malentendido.
—Claro, un malentendido —confirmó el capitán Pacheco.
El fiscal notó que los dos lo miraban a los ojos perforándole las pupilas, como si tratasen de saber algo más, algo que se alojase en el interior de su nervio óptico, quizá. Briceño dijo:
—Ahora que las cosas están más claras, debería tomar asiento. Quizá aún estamos a tiempo de conversar sobre el futuro. El capitán y yo precisamente hacíamos las coordinaciones pertinentes para la ausencia del comandante Carrión. Quizá deba usted sumarse a nuestro grupo de trabajo.
Un mes antes, quizá, la invitación lo habría halagado. Habría visitado a Edith para felicitarse por su entrada en los círculos del poder ayacuchano. Habría participado con entusiasmo en las reuniones del grupo de trabajo, entregando informes y sugiriendo reformas para agilizar los procesos administrativos. Pero la oferta le llegaba tarde, como si le viniese de otro momento de su vida. Se dio cuenta de que se sentía un hombre mayor ahora, quizá por primera vez en su vida, un adulto, que tomaría las decisiones consultando sólo consigo mismo. Miró a ambos funcionarios y no pudo contener una pequeña sonrisa, que colgó apenas de las comisuras de sus labios, una sonrisa de superioridad, de suficiencia.
—Veo que le agrada la idea —dijo Briceño. Al otro lado del escritorio, el capitán Pacheco parecía limitar su función a sonreír y celebrar cada frase ingeniosa y estirada del juez. El fiscal primero sacudió la cabeza sin dejar de sonreír. Luego pronunció su decisión:
—No, no… Creo que será mejor que no.
Ante la sorpresa de los otros dos, se acercó a la salida y abandonó la oficina dando un portazo. Se imaginó al juez y al capitán riendo adentro, celebrando la muerte con la Semana Santa, preparando como dos vampiros el saqueo de la sangre de la ciudad. El gato Carrión estaba fuera de combate. Los ratones comenzaban la fiesta aun antes de que dejase la ciudad.
Afuera, ya había oscurecido. No había procesiones ese día, los turistas llenaban las calles en desorden, sin ir a ningún lugar en particular. Los borrachos se amontonaban en las esquinas de la Plaza Mayor. Chacaltana no podía vigilar solo toda la ciudad. No podía tener mil ojos y mil oídos, ni siquiera servía para hacer un informe. Se dio cuenta de que no había almorzado nada. Necesitaba dormir. Decidió no buscar a nadie, no ver a nadie e ir directamente a su casa. Volvió a casa, saludó a su madre, se hizo una sopa de pollo y se recostó. Estaba triste y cansado, cansado de no poder hacer nada. Pensó que esa noche habría un muerto más y él era el único que lo sabía. Luego tomó conciencia de que la víctima de turno podría ser él. Con la tranquilidad de quien hace los preparativos para la cena, se levantó y echó los cerrojos en la puerta y las ventanas de su casa. En la ventana de su madre puso hasta un candado, disculpándose con la señora Saldívar de Chacaltana por las inconveniencias y asegurándole que se trataba de una medida temporal. Empujó el sofá y un sillón contra la puerta de la casa, y la cómoda y los armarios contra las ventanas. Volvió a acostarse, asegurándose de tener cerca el arma. Mientras trataba de dormirse, pensó en Edith. Mejor no buscarla. Sólo la pondría en peligro. Todas las personas con que hablo mueren, pensó. Se le ocurrió masturbarse con el recuerdo de sus pechos lisos con sabor a trucha. No tuvo tiempo de hacerlo. A pesar del miedo, sintió que los párpados se le cerraban.
A las dos de la mañana, lo asaltó una nueva pesadilla. Tenía que ver con fuego y una iglesia. Golpes sobre un cuerpo ensangrentado en un templo. Vio a un hombre blanco con acento limeño golpeando a una mujer. Vio la sangre de ella manchando la pila bautismal, las ropas blancas del altar, el cáliz, la casulla. Y luego la explosión, el fuego devorándolos a los dos. Pero el hombre no dejaba de golpear a la mujer, de patearla en el suelo, de gritarle. Trató de acercarse a defenderla y atravesó las llamas. Los gritos le resultaban familiares. La voz de él, sobre todo, la conocía de algún rincón de su memoria que había dejado consumir por las llamas. Cada vez estaba más cerca del agresor. En el sueño no tenía el arma, pero estaba seguro de poder reducir al salvaje con sus propias manos. Ahora la sangre no parecía manchar el templo sino inundarlo. El charco iba creciendo bajo sus pies, le llegaba a las rodillas, a la cintura, y le estorbaba el paso hacia el violento, que no dejaba de golpear a la mujer mientras empezaba a ahogarse en el líquido rojo. Una vez a su lado, lo tomó del hombro y lo giró para encararlo. Fue como voltear un espejo. Era su propio rostro el que se sostenía sobre los hombros del agresor.
Despertó de golpe, sudando. Fue al baño a lavarse la cara. Se miró en el espejo. Se sintió viejo. Pensó en lo que había dicho esa mañana en el confesionario. Todas las personas con que hablo mueren. Sintió un pálpito. Trató de volver a dormir. No lo consiguió. Se levantó, se vistió y quitó los muebles de la puerta rayando el piso. Salió. Cien metros después, se dio la vuelta. Regresó a su casa. Silenciosamente, para que su madre no lo escuchase, se acercó a su mesa de noche. Sacó la pistola del estuche, se la colgó bajo el saco y volvió a salir hacia la iglesia del Corazón de Cristo.