El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar recibió el sábado bailando. Hacía mucho que no lo hacía. Como no lo consideraba adecuado para su estado de ánimo, trató de resistirse. Pero Edith insistió al salir del trabajo y lo llevó a un concierto de grupos vernaculares en un campo ferial.
En el centro del campo brillaba una enorme fogata, alrededor de la cual danzaban cientos de cuerpos, a veces abrazados, a veces sueltos, moviéndose al ritmo de la música popular y bebiendo ponche y cerveza. Al principio, el fiscal se negó a bailar. Edith lo arrastraba hacia la pista, pero él se sentía rígido, incapaz de mover un cuerpo que sólo le servía para cumplir las funciones vitales básicas.
En un momento, agobiado por la multitud y la bulla, se acercó al puesto de una vivandera. Pidió un chorizo ayacuchano y un vaso de ponche. La mujer le sirvió un trozo de carne de cerdo con especias frita en ají y vinagre. Estaba bueno. Mientras comía, vio a Edith, que se había quedado bailando en el grupo del centro. Se preguntó si tenía sentido lo que estaba haciendo. Edith no tenía más de veinte años, había nacido con la guerra. Y él estaba viejo.
Bebió un poco de ponche. El sabor de la leche y la canela con el efecto del pisco le dieron más calor a su cuerpo. Ahora Edith bailaba cerca de la fogata, su sonrisa quedaba oculta a veces por su pelo. El fiscal pidió otro ponche mientras los hermanos Gaitán Castro subían al escenario y la gente los recibía con fuertes aplausos. Aun en sus canciones más alegres, predominaba el lamento andino que su público les agradecía. El fiscal se dio cuenta de que estaba marcando el ritmo con el pie. Se adelantó unos pasos.
Edith vio que se acercaba y le ofreció una sonrisa. A veces, la masa la ocultaba, porque era muy bajita. A empujones y de buen humor después de los dos ponches, el fiscal llegó hasta su lado. Empezó a mover los pies tratando de parecerse a toda la gente alrededor. Estaba bien parecerse a todos y desaparecer entre las personas, disolverse en ellas. Edith le dedicó una sonrisa que no sabía si era de ternura o de burla por lo mal que bailaba. Pero él siguió. Ahora tenía que mover los brazos, como cuando se recoge la cosecha, ahora la cintura, y de nuevo los pies. Se le hacía difícil hacerlo todo al mismo tiempo. Mientras lo intentaba, Edith giraba a su alrededor, enmarcada por el fuego, haciendo girar la cabeza y los hombros, riendo, con una risa que al fiscal le pareció tan acogedora como una habitación caliente en el invierno.
La mañana siguiente comenzó gris, pero conforme se acercaba el mediodía, fue limpiándose de nubes. El fiscal Chacaltana se levantó más tarde que de costumbre y corrió a saludar a su madre y abrir las ventanas de su habitación. Le contó que había bailado. Supo que ella le devolvía su sonrisa desde algún lugar. Luego salió.
En la prefectura y el mercado distribuían palmas amarillas y verdes traídas desde la provincia de La Mar, en la Ceja de Selva. Los fieles recorrían la ciudad llevando su retama para el Domingo de Ramos. En la iglesia de Pampa San Agustín se preparaba la procesión del Señor de la Parra, que debía salir esa noche con su racimo de uvas en la mano para asegurar la fertilidad. La ciudad entera estaba entregada a la fiesta.
El fiscal distrital adjunto se apersonó en la iglesia del Corazón de Cristo a las 11.35 aproximadamente. En la oficina del párroco, los mayordomos de las ocho procesiones de la fiesta discutían con el padre Quiroz porque querían modificar sus recorridos. Quiroz respondía sin contener su indignación:
—¡Llevamos casi quinientos años haciendo la misma ruta y no vamos a cambiarla para que se detenga en los hoteles!
—Es que ahí están los turistas, padrecito. Los hoteles van a patrocinar más las procesiones si pasan por en delante de ellos…
Los mayordomos eran comerciantes y profesionales prósperos de Ayacucho. En años anteriores solían ser señores muy devotos y fieles, pero desde el final de la guerra habían mostrado más interés por la industria de la hostelería que por la conservación de las tradiciones. Mientras escuchaba su discusión desde la sala de espera, el fiscal recordó a un empresario huantino que el año anterior había propuesto prolongar la temporada a un mes santo entero con diversas procesiones cada día. Calculaba que eso multiplicaría la llegada de turistas. Y de dinero.
Los mayordomos salieron de la oficina visiblemente malhumorados. El fiscal distrital adjunto prefirió esperar un momento antes de entrar en la oficina. Cuando finalmente lo hizo, el padre Quiroz se preparaba para salir.
—Espero que sea breve, señor fiscal —dijo el padre sin invitarlo a sentarse—. Ésta es la semana más complicada del año.
—Lo comprendo, padre.
—¿Y cómo van las cosas? ¿Tiene otro cremado que investigar?
—No. No un cremado. Tengo a Justino Mayta Carazo. ¿Lo recuerda usted?
El padre pareció hacer un ligero esfuerzo de memoria mientras revisaba el interior de su maletín. Respondió mientras lo cerraba:
—Ah, sí. ¿Qué pasó con ese ladronzuelo? ¿Lo descubrieron?
—Sí, pero muerto —el sacerdote se petrificó. El fiscal se preguntó si no había sido demasiado tosco en su expresión—. Quiero decir… Lo encontraron en el cerro de Acuchimay, comido por los gallinazos. Ocurrió en la madrugada del viernes.
El padre se persignó. Pareció susurrar unas palabras rápidas, quizá alguna fórmula para quienes descansan eternamente en paz. O no, el fiscal no sabía cómo descansan los cadáveres.
—¿Fue un accidente? —preguntó.
—No.
—¿Fue el mismo… el mismo de la vez anterior?
—Creemos que sí.
—Acompáñeme.
Salieron hacia el comedor popular de la iglesia del Corazón de Cristo, que estaba a media cuadra de ahí. El fiscal distrital adjunto se preguntó si alguna vez lograría conversar con el padre Quiroz sentados. Cuando llegaron al comedor, los esperaba una larga cola de mendigos sentados en la calle, ante la puerta cerrada del comedor. Instantáneamente, los mendigos rodearon al párroco, que se deshizo de ellos con un gesto amable que denotaba amplia experiencia en la materia. El fiscal y el padre entraron al local, donde una monja pequeñita y morena esperaba con ansiedad la llegada de Quiroz.
—¿Cómo estamos, hermana?
—Tenemos un nuevo donativo de leche, padre, pero no va a alcanzar. Son demasiados —añadió señalando hacia fuera.
—Haremos lo que podamos. Divida las raciones por la mitad y cuando se acabe, se acabó.
—Sí, padre.
La monja corrió a transmitir las instrucciones a la cocina y luego volvió a la puerta. La abrió. Decenas de pordioseros entraron empujándose unos a otros, algunos de ellos eran lisiados de la época del terrorismo, otros eran simplemente campesinos que habían llegado a la ciudad por la Semana Santa pero no podían pagar su alimentación. Se sentaron a lo largo de cuatro enormes mesas. La monja, con otras dos de sus hermanas, servía trozos de pan, vasos de leche y un espeso caldo en platos hondos.
—Parece un hombre muy devoto, su asesino —comentó el padre, volviendo al tema.
—¿A qué se refiere?
—La cremación… los gallinazos. Parece que trata de destruir el cuerpo para que no pueda resucitar… Si me permite una interpretación mística.
—No… no se me había ocurrido esa posibilidad.
—Mmh. Es curioso. Los humanos, señor fiscal —empezó a disertar el padre—, somos los únicos animales que tenemos conciencia de la muerte. Las demás criaturas de Dios no tienen una experiencia colectiva de la muerte, o tienen una completamente fugaz. Quizá cada gato o cada perro se crea inmortal, porque no ha muerto. ¿Me sigue usted? Pero nosotros sabemos que moriremos y vivimos obsesionados con combatir la muerte, lo cual hace que ella tenga una presencia desmedida, a menudo aplastante, en nuestra vida. El ser humano tiene alma en la justa medida en que es consciente de su propia muerte.
Algunos comensales se acercaron al padre para pedirle bendiciones. El sacerdote detuvo su charla para dibujar signos de la cruz en el aire, como si los arrojase hacia todos lados, al descuido. El fiscal trató de recapitular lo que acababa de oír. Algunas palabras le resultaban familiares, pero el conjunto se le escapaba. Quizá era el tema de la muerte lo que se sustraía a su pensamiento. ¿Cómo podía pensar en la muerte o saber lo que era? Él no estaba muerto, al menos no lo creía. El padre continuó:
—Vivimos la experiencia de la muerte en otros, pero no la asumimos en nosotros. Queremos vivir para siempre. Por eso guardamos los cuerpos para la resurrección. Enterrarlos es guardarlos. Etimológicamente, «camposanto» o «cementerio» no son palabras que se refieran a la muerte, sino al descanso, el reposo hasta que el cuerpo se reencuentre con el alma. Es hermoso, ¿no?
El fiscal sí entendió esas palabras, pero no entendió qué tenían de hermosas.
—Sí, muy bonito.
El padre se detuvo un segundo a bendecir a uno de los comensales, un hombre sin piernas que se acercaba a él impulsándose con los puños. Le encajó la bendición en la frente y el otro volvió a su mesa satisfecho. Quiroz siguió hablando:
—Algunas culturas precolombinas enterraban a sus muertos con todos sus utensilios, para que pudiesen usarlos en su vida ulterior. Aquí mismo, a treinta kilómetros de lo que ahora es Ayacucho, los wari enterraban a la gente importante hasta con sus esclavos. Sólo que los esclavos eran enterrados vivos. Eran una cultura guerrera.
Les trajeron dos vasos de leche caliente. Les habían puesto canela, como en una versión sin alcohol del ponche. El fiscal no quiso preguntar si había mate. Mientras sentía el primer trago reanimando su cuerpo, el fiscal distrital adjunto recordó el significado de la palabra Ayacucho: «Rincón de muertos». Por un momento, pensó en su ciudad como un gran sepulcro de esclavos enterrados vivos. La tumba que él mismo había escogido y decorado con los viejos recuerdos de su madre. Quiso cambiar de tema:
—¿Y la sangre? El cuerpo de Justino fue encontrado sin sangre. ¿Tiene algún sentido eso?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Puestos a buscárselo, todas las cosas tienen un sentido trascendental. Todo es una expresión de la misteriosa voluntad del Señor. Lo de la sangre quizá tenga un significado más bien pagano. Podría ser la sangre del sacrificio. En muchas religiones, los sacrificios de animales tienen el fin de ofrecer a los muertos la sangre necesaria para conservar la vida que se les atribuye. Vaciar la sangre de alguien es vaciar el cuerpo de vida para ofrecerle toda esa vida a un alma distinta.
El fiscal quiso beber un trago de leche antes de responder, pero el punto de canela le pareció una mancha de sangre. Sin saber por qué, recordó las palabras: «No comeréis la sangre de ninguna carne, pues la vida de toda carne es su sangre, y todo el que coma sangre, será eliminado». Las dijo en voz alta. El padre acotó:
—Levítico, 17, 10-14. Lo veo muy al día en su lección de Biblia.
—No sé dónde lo oí. Supongo que lo recuerdo de alguna misa a la que fui de chico. Solía ir con mi madre. ¿Y los siete puñales en el pecho de la Virgen Dolorosa? ¿Qué representan?
—Siete puñales de plata por los siete dolores que la pasión de Cristo produce en su madre. ¿Está usted investigando un caso, señor fiscal, o quiere hacer la primera comunión?
—Es que las dos muertes parecen tener algo que ver con la Semana Santa: Miércoles de Ceniza, Viernes de Dolores… es… demasiada casualidad, ¿no?
—No. Las festividades se superponen. El carnaval es originalmente una celebración pagana, la fiesta de la cosecha. Y en la Semana Santa también resuenan ecos de la cultura andina anterior a los españoles. Es porque no tiene una fecha fija, como la Navidad, sino que depende de las estaciones. Como le dije la vez anterior, los indios son insondables. Por fuera, cumplen los ritos que la religión les exige. Por dentro, sólo Dios sabe qué piensan.
El fiscal observó a todos los mendigos que se acumulaban en las bancas del comedor, presididos por una imagen de Cristo ensangrentado, con la corona de espinas. Un mendigo más se acercó a pedir una bendición que el sacerdote le concedió. El fiscal comentó:
—A mí me parecen muy devotos, padre Quiroz.
—Honestamente, no creo que todos los campesinos que han venido a Ayacucho por Semana Santa sepan exactamente qué significa lo que hacen. Y eso que ésta es la Semana Santa con más tradición en el mundo. ¿Sabía usted eso? Ésta y la de Sevilla. Ayacucho guarda el recuerdo del cristianismo más antiguo. El Viernes de Dolores, por ejemplo, ya no se celebra en la mayor parte del mundo.
El fiscal se preguntó en qué provincia del país estaría Sevilla. Se prometió revisarlo en el mapa político nacional cuando tuviese tiempo. Siguió preguntando:
—¿Y entonces qué significado le atribuyen los campesinos a la Semana Santa?
—Supongo que forma parte de su ciclo, simplemente. Es el mito del eterno retorno. Las cosas pasan una vez y luego vuelven a pasar. El tiempo es cíclico. La tierra muere después de la cosecha y luego vuelve a nacer para la siembra. Sólo disfrazan a la Pachamama con el rostro de Cristo.
Al fiscal le faltaba un dato. Se sobrepuso de su vergüenza para preguntar:
—¿Y qué significado le atribuimos nosotros?
El padre pareció contrariado. Clavó sus ojos en los del fiscal con reprobación, como lo haría con un mal alumno.
—Iba usted tan bien con sus citas bíblicas… —pero luego sonrió con las comisuras—. La muerte, señor fiscal. Celebramos la muerte de Cristo y la representamos para morir con él.
—Oh, comprendo eso, pero… quiero decir… ¿Por qué celebramos la muerte? ¿No es un poco extraño?
—La celebramos porque no creemos en ella en realidad, porque la consideramos la transición hacia la vida eterna, una vida más real. Si no morimos, señor fiscal, no podemos resucitar.
Esa misma tarde Chacaltana trató de explicarle a Carrión lo poco que había entendido de su conversación con el padre. Pero el comandante recibió sus palabras con una mueca de decepción.
—¿Terroristas católicos, Chacaltana? Pero ¡si son unos comunistas de mierda!
En la oficina se habían acumulado algunos papeles, entre ellos los informes del fiscal, y platos con restos de comida. El fiscal adivinó que el comandante no estaba haciendo las gestiones ni las visitas personalmente, que pedía informes de todo, que no se movía de su oficina ni para ir a dormir a su casa. Pero a él lo escuchaba. De hecho, Chacaltana había atravesado sin controles ni preguntas la entrada y el patio central de la comandancia, hasta el segundo piso. En el antedespacho del comandante estaba el capitán Pacheco. La secretaria le estaba diciendo al policía que Carrión estaba en una reunión muy importante, pero al fiscal lo había dejado entrar a la oficina sin chistar. Pacheco lo había mirado con odio. El fiscal supo que tendría problemas con él. Pero por ahora, su problema era cómo convencer al comandante de lo que decía, si él mismo no estaba muy convencido.
—Los dos asesinatos están llenos de referencias religiosas, señor. Son como… celebraciones de la muerte.
—¿Ha estado viendo muchas películas, Chacaltana?
Chacaltana pensó en el televisor del restaurante de Edith. No. No había estado viendo muchas películas.
—Es… lo que he averiguado… señor.
El fiscal Chacaltana se sintió tonto, torpe, mal investigador. Pensó que preferiría nunca haber ascendido y seguir dedicado a sus poemas y memorándums. No le gustaba ser importante, ni le gustaba ser importante precisamente con este caso. Si fuese un don nadie, estaría en ese momento con Edith, pensando en otras cosas. En sus cosas. En su vida y no en un montón de gente muerta. El comandante volvió a mirado con desconfianza.
—¿Y qué le ha dicho al cura? ¿Que tenemos un asesino en serie?
—No le he dado demasiada información, señor. Sólo lo indispensable. Me ha garantizado su discreción.
—¡Discreción! ¡Un cura! Debe haber corrido al arzobispado a gritarlo por ahí. Los curas son como mujeres chismosas. Por eso van con falda.
—Creo que podemos confiar en él, señor.
—¡Confiar! —Carrión se rió a carcajadas—. Confiar. ¿Sabe usted por qué hay un crematorio en la iglesia del Corazón de Cristo?
—No, señor.
—Para borrar cadáveres inconvenientes, Chacaltana. Era una buena alternativa logística. En vez de fosas, fuego. Ellos mismos se ofrecieron a implementarlo. Pero la solución se reveló inconveniente. Era demasiado visible, en el centro de la ciudad y con humo. Además, eso era abrirle a los curas una ventana directa a nuestros operativos confidenciales. Al final, casi ni usamos el horno, y cuando lo usamos, supimos que de eso estaba enterado hasta el Papa. En ellos no se puede confiar. Si ofrecieron ponerlo fue sólo por espionaje.
—¿Lo ofrecieron… ellos?
—Sonaba razonable. Todos teníamos las mismas ganas de librarnos de los terrucos, ¿no?
El fiscal lo consideró razonable. Pero de todos modos, creía en el padre Quiroz. Se había mostrado muy colaborador. Y además, el fiscal tenía que creer en alguien. Si todo es mentira, pensaba, nada lo es. Si uno vive en un mundo de falsedades, esas falsedades son la realidad. Quiroz hablaba de la vida eterna como una vida más real. Por un instante, el fiscal pensó que comprendía a qué se refería. El comandante se arrellanó en su sillón. Parecía molesto.
—¿Y en usted, Chacaltana? —preguntó—. ¿Podemos confiar en usted?
Chacaltana quiso responder que no, que no confiase en él.
—Claro que sí, señor.
El comandante llevaba camisa y pantalón de uniforme, pero se veía desaliñado. Sus zapatos y sus galones no habían sido pulidos. En su rostro demacrado asomaban las primeras señales de una barba rala, más parecidas a manchitas de mugre que a vellos faciales.
—Vienen por mí, Chacaltana. Lo sé. Puedo sentirlo. Cada segundo que pasamos aquí es una oportunidad para nuestros asesinos.
—No vendrán por usted, señor. Para eso estamos nosotros: para evitarlo.
El comandante lució una breve sonrisa de agradecimiento. Luego, su rostro se ensombreció:
—Llegarán de todos modos —dijo con pesar—. La muerte se abre paso. Lo sé bien.
A veces, el fiscal Chacaltana comprendía de golpe que estaba investigando bajo órdenes de un asesino. A veces se preguntaba si era posible no hacerlo en algún lugar de su ciudad o de cualquier otra. Pero siempre esos pensamientos se alejaban de su cabeza por sí mismos, para no distraerlo de sus funciones.
—Quizá tenga usted razón —concluyó el comandante—. Quizá esto tenga que ver con la Semana Santa. Pero no como usted cree. Es usted un tipo curioso, Chacaltana. Siempre está a punto de dar en el blanco y siempre falla.
—Gracias, señor —dijo el fiscal. Se preguntó si debía haber dicho eso.
—Están tratando de aguar la fiesta. El símbolo de Ayacucho, ciudad pacificada. El récord turístico de Semana Santa. Están tratando de mostrar que han regresado por todo lo alto. Y en pleno milenio, para concha. Un golpe de efecto. Por suerte hemos logrado ocultárselo a la prensa. Salir en las noticias los excitaría. Aún tienen pocos recursos, pero los han sofisticado. Antes no se les ocurrían estas cosas.
—En ese caso, es posible prever que su próximo golpe será mañana. Domingo de Ramos. El inicio oficial de la Semana Santa.
—La entrada triunfal de Cristo en Ayacucho.
—Exactamente, señor.
El comandante Carrión meditó unos segundos. Luego llamó a su secretaria por el interno y se volvió hacia el fiscal.
—Me van a creer loco, pero qué carajo. Retiraré los permisos de la policía y pediré refuerzos militares. Los pondré a patrullar por toda la ciudad armados pero de civil, para no alarmar. Ya me inventaré algo para justificarlo internamente. Puede retirarse, Chacaltana. Y gracias.
El fiscal se levantó. El comandante recordó algo más:
—¿Lleva su arma?
—¿Cómo, perdón?
—¿Dónde está la pistola que le di? ¿No la lleva? ¡Llévela, no sea cojudo! Usted también es una víctima posible. Muy posible.
—Sí, señor.
El fiscal abandonó la comandancia pensando en las últimas palabras del comandante. No había tomado conciencia de que él mismo era una víctima posible. Le costaba acostumbrarse a la idea de ser un funcionario lo suficientemente importante como para ser aniquilado. Aniquilado, se repitió mentalmente. Convertido en nada. Le pareció una palabra horrible. Fue a su oficina y abrió el cajón. Sacó la pistola con cuidado, verificando una vez más que tuviese el seguro puesto. La contempló sobre el escritorio y luego la levantó ante el espejo del baño. Trató de imaginarse disparando. No lo consiguió. La guardó en el estuche y la metió en un sobre manila tamaño oficio. Era demasiado grande, no se disimulaba bien. Guardó el sobre a su vez en la funda de la máquina de escribir. Salió cargándola como si fuera un bebé. Caminó hacia su casa rápidamente, tropezando nerviosamente con grupos de turistas y vendedores, temiendo que se disparase a pesar del seguro, porque las armas las carga el diablo. Cuando llegó a su casa, llevó el paquete al cuarto de su madre y lo dejó sobre la cómoda.
—Tranquila, mamacita, no la voy a abrir, no te asustes. Sólo es para que sepas que la he traído. Creo… creo que es mejor guardarla en la mesa de noche, por si acaso, aunque no vaya a pasar nada. Porque no va a pasar nada, ¿verdad? No va a pasar nada.
Siguió repitiéndose esas palabras sin quitarle la vista al arma durante al menos un par de horas, hasta que alguien llamó a la puerta. Antes de abrir, escondió el paquete en su mesa de noche. No se convenció. Lo sacó y lo dejó debajo de la cama. Tampoco. La puerta seguía sonando. Nerviosamente, lo dejó detrás del barril de agua que usaba cuando cortaban el suministro. Sí. Nadie lo buscaría ahí. Antes de abrir, volvió a sacarlo y lo devolvió a la mesa de noche. Corrió a la puerta. Era Edith.
—Hoy me han dado libre, porque mañana trabajo todo el día —dijo.
Pasaron la tarde paseando por una ciudad que no reconocían, llena como estaba de gente rubia y con acento de la capital. Un par de limeños borrachos le silbaron a Edith cuando pasó. El fiscal les gritó:
—¡Fuera de acá, conchasusmadres!
Edith se rió, pero cuando se sentaron a comer en una pollería, le dijo:
—Estás nervioso. ¿Qué te pasa?
—Cosas del trabajo. Nada importante.
—Estuviste en el Corazón de Jesús hoy, ¿no? Te vieron con el padre Quiroz.
—¿Quién me vio? —el fiscal no pudo reprimir un matiz de angustia en la voz.
—No sé. La gente. Ayacucho es un pueblo muy chiquito, todo se sabe. ¿Por qué? —sonrió pícara—. ¿Era un secreto?
—No, no. Es sólo que… estoy trabajando en un caso difícil.
—Así es cuando te ascienden, ¿no? Más responsabilidad te dan.
—Sí, así es. ¿Me vieron en algún otro lugar?
—No sé. Sólo oí eso. ¿No me puedes contar cuál es tu caso?
—Es mejor que no lo sepas. Para mí sería mejor no saberlo.
—Ese cura es buena gente. Yo voy mucho a esa iglesia. Es amable.
—Sí. Amable.
—¿Cuándo me vas a llevar a Lima?
Para el fiscal, Lima era sólo un recuerdo lleno de humo y tristeza. Su trabajo, su ex esposa, se iban desvaneciendo de su memoria voluntariamente, para no volver a ella jamás. De todos modos, respondió:
—Pronto. Cuando acabe este caso.
Vieron el crepúsculo desde el mirador de Acuchimay, al lado del Cristo. Edith insistió en ir ahí, a pesar de las negativas del fiscal. Mientras ella bebía una Inca Kola y lo tomaba de la mano, el fiscal empezó a calmarse. Pensó que el Cristo no lo había protegido mucho, pero Edith sí.
—La semana pasada hablé con un terrorista —se atrevió a contarle—. Y creo que esta semana tendré que volver a hacerlo. Me dio miedo.
Sólo al decir eso, entendió que necesitaba hablar. Al menos hasta donde fuera posible. Y con alguien que respondiese. Recordó el cuerpo de Justino. En el cielo, los gallinazos parecían esperar un nuevo manjar. Ella dejó pasar unos segundos antes de responder:
—No tengas miedo. Eso se acabó. La guerra se acabó.
Notó que la llamaba «guerra». Nadie, aparte de los militares, llamaba guerra a lo que había ocurrido ahí. Era el terrorismo. Tomó su mano más fuerte.
—Esta pradera puede encenderse en cualquier momento, Edith. Basta con que encuentre la chispa adecuada.
—Ya empieza a ponerse el sol —señaló ella. No le gustaba hablar de eso.
Abajo, la procesión del Señor de la Parra empezaba a avanzar. El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar recordó que era Sábado de Pasión, y en atención a eso, se preguntó si tratar de hacer el amor con Edith sería una falta de respeto para con ella y con Nuestro Señor. Para ahuyentar esos pensamientos, trató de decirle algo bonito.
—Le gustarías mucho a mi madre.
Edith no respondió.
Y soltó su mano.
El Domingo de Ramos, tras la bendición de las palmas y la misa, Cristo entró en la ciudad de Ayacucho sobre las alfombras de flores que decoraban sus calles. Primero, hicieron su aparición centenares de asnos y llamas adornados con retama y enjaezados con cintas multicolores y campanas colgantes. Los pobladores que los llevaban hacían estallar cohetes y bombardas en el camino, entre el jolgorio general. Delante de la procesión, sobre un brioso corcel, marchaba el mayordomo principal con la cinta blanquirroja que le cruzaba el pecho. La fiesta había sido anunciada y acompañada por un pelotón de jinetes y amazonas al lomo de caballos adornados según las tradiciones huamanguinas, entre ellos el prefecto, el subprefecto y los arrieros y campesinos que tocaban cuernos de toro para festejar la llegada del Señor.
El fiscal distrital adjunto estaba ya entre el público, al lado de una alfombra de flores rojas y amarillas que representaba el corazón de Jesús, alerta a cualquier movimiento sospechoso, nervioso por los cohetes de la fiesta. Podía reconocer a los agentes vestidos de civil porque eran los únicos que llevaban traje, corbata y medias blancas deportivas, y porque a su actitud de centinelas sólo le faltaba un cartel que pusiese «agente secreto» en la frente de cada uno. Estaban, sin embargo, bien distribuidos. Había por lo menos dos en cada cuadra del recorrido de las acémilas, y una red de vigilancia tendida alrededor del conjunto y en las salidas de la ciudad. Cuando la fiesta se acercaba al centro de la ciudad, el fiscal se topó con el capitán Pacheco, vestido con el uniforme de gala de la Policía Nacional pero ubicado entre la gente, no en el palco de honor. Chacaltana quiso apartarse al verlo, pero el capitán se le acercó:
—¿Me puede explicar qué está pasando, señor fiscal?
—Es la fiesta del Domingo de Ramos, capitán.
Un cohete estalló cerca de ellos.
—¡No me huevee pues, Chacaltana! El comandante Carrión cancela todas sus citas menos la de usted. Usted sale de la oficina y de repente toda la policía tiene que hacer turno doble. ¿Sabe cómo está mi gente? ¿Cómo les explico yo por qué les han cancelado el permiso?
—No sé de qué me habla, capitán. Sólo me reuní con el comandante para entregarle un informe.
En una esquina de la plaza, uno de los caballos estuvo a punto de desbocarse por el ruido y la gente.
Su jinete logró controlarlo.
—¿Usted cree que me chupo el dedo, Chacaltana? Entre esos caballos debía estar el mío. Alquilé el mejor y se lo he tenido que dar al imbécil de mi yerno porque yo estoy de guardia a pie. ¿Por qué se nos ha prendido, señor fiscal? ¿Por qué le gusta tanto jodernos?
—En ningún momento quise enturbiar sus relaciones con su yerno, capitán. El comandante está muy preocupado con la seguridad de estas fechas. Eso es todo.
Una turba de turistas se interpuso entre los dos.
El capitán se sobrepuso a la gente para decir:
—No crea que no me entero de las cosas. Sé bastante sobre usted. Y debería cuidar más con quién anda. Sus amistades podrían meterlo en problemas.
Luego, se dejó llevar por la multitud. Desapareció antes de que el fiscal pudiese reaccionar. ¿Qué había querido decir con esas palabras? ¿Tendría conocimiento de su verdadera relación con el comandante? ¿O se referiría al terrorista? Los policías intercambian información, probablemente el coronel Olazábal le había contado de su visita al penal. Temió que pudiese malinterpretarse de algún modo. Consideró conveniente informar oportunamente al comandante Carrión de que había acudido al penal de máxima seguridad y que lo había hecho en estricto cumplimiento de sus funciones.
Las acémilas empezaban a llegar a la Plaza Mayor para dar la vuelta. El fiscal pensó que para las llamas, el Domingo de Ramos era el camino más largo hacia el matadero, porque después los pobladores se las comerían a todas. Pero andaban con esa cara boba que también tienen las vacas, esa mirada de no entender nada. Afortunadas ellas.
Una delegación se detuvo al lado de la catedral, ante el patio de la Municipalidad, para depositar la retama que descansaría ahí hasta ser quemada el siguiente domingo. Mientras dejaban ceremoniosamente las palmas, entre flashes y aplausos, se oyó una nueva detonación. Y varios gritos. No eran gritos de alegría, sino de terror.
El fiscal y los dos agentes de su cuadra corrieron hacia el origen de los gritos. Tuvieron que avanzar a contracorriente entre la procesión que se dirigía al centro. Más adelante, dos turistas estaban en el suelo. El público había formado un círculo a su alrededor. Otros cuatro policías de civil llegaron al mismo tiempo. Dejaron a dos a cargo de los heridos. Los demás corrieron hacia donde la gente les indicó. El fiscal llegó a ver las espaldas de varios jóvenes huyendo a empellones entre la concurrencia. Los siguieron. Conforme se alejaban de la plaza, la multitud se iba abriendo y se podía correr más rápido, pero eso daba ventaja a los que estaban delante. En el camino, algunos refuerzos policiales de uniforme se plegaron a la persecución. Los curiosos, que al principio estorbaban, empezaron a ceder el paso a los agentes, pero sus indicaciones sólo los confundían más: «Por ahí, no, por allá». Al salir del centro, los jóvenes perseguidos se separaron para escurrirse entre las calles más angostas.
No eran un grupo de improvisados. Sabían lo que hacían. El fiscal escogió a los que tenía más cerca y los siguió con dos de los agentes. Los fugitivos atravesaron una residencial nueva de edificios iguales tratando de escabullirse por los pasadizos. Los agentes se dividieron para cubrir las salidas y emboscadas. Uno pidió refuerzos por radio. En el extremo de la residencial, vieron correr a un chico. Lo siguieron entre los tres. La residencial terminaba en un asentamiento humano con casas de esteras y calaminas y calles sin asfaltar. El escondite perfecto. Los tres policías trataron de seguir al joven, al que se unió uno más, entre las esquinas y los rincones del asentamiento. Volvieron a separarse. El fiscal se dio cuenta de que estaba corriendo solo. Se preguntó qué haría si alcanzaba a uno de sus jóvenes, cómo lo detendría, si su vida estaba en riesgo, quién estaba persiguiendo a quién. No se detuvo. Tampoco tuvo tiempo de sorprenderse de su propio valor. Al doblar una esquina, ya casi en el final del asentamiento, donde comenzaba la pendiente de un cerro, se encontró cara a cara con uno de los agentes. Hasta ahí habían llegado.
—¡Mierda! —dijo el fiscal, tratando de recuperar el aire. Tuvo que apoyarse en una de las paredes. El segundo agente llegó pocos segundos después.
—Tienen que estar en una de estas casas —indicó el primer agente—. Sólo pueden haber llegado hasta acá.
Se quedaron de pie, sin saber qué hacer, aspirando el aire con grandes bocanadas. Uno de los agentes se acercó a una tienda a pedir algo de beber. El fiscal se sintió frustrado y furioso. Lo siguió hasta la tienda, donde atendía una chica de catorce años. El otro agente se quedó afuera. La chica colocó dos Inca Kolas sobre el mostrador. En la tienda no había más que eso y paquetes de galletas saladas Field. Mientras daban el primer trago, el agente se quedó mirando fijamente a la chica. El agente pareció dudar. Levantó la vista hacia la trastienda, que estaba oculta tras una cortina. Luego sacudió la cabeza, como si se hubiera confundido. Le sonrió a la chica:
—¿Me das unas galletas también, mamacita?
La chica les dio la espalda para buscar las galletas. Estaban en una repisa alta. Cuando levantó el brazo, el agente sacó su pistola, una 9 mm, como la que tenía el fiscal en su casa, y saltó el mostrador. Tomó a la niña del cuello y apoyó el cañón contra su cabeza. Luego, poniéndosela como escudo, la empujó hasta la trastienda levantando el arma y gritando:
—¡No se muevan, carajo, porque la mato! ¡No se muevan, carajo!
Entró a la trastienda mientras el fiscal no sabía qué hacer. Alertado por los gritos, el otro agente entró rastrillando su arma. En la trastienda, se oían los gritos del primer agente y otras dos voces más:
—¡No, papacito, no hemos hecho nada, papá! ¡Déjanos!
El agente apuntó hacia la puerta. Se oyeron golpes, vidrios quebrados, objetos que caían de anaqueles, llantos de mujer, más bien de niña.
—¡Las manos en la cabeza, mierda! ¡Atrás!
Con las manos en la nuca, dos jóvenes salieron de la trastienda. El fiscal reconoció la camiseta blanca de uno de los que había perseguido. El agente que los esperaba afuera, apuntándoles a la cara, se fastidió al verles la cara:
—¿Ustedes? Chuchasumadre…
Los pusieron contra la pared, siempre apuntándoles a la cabeza, y el fiscal los cacheó: encontró navajas y un revólver pequeño, del 28. Los policías los patearon un poco y los hicieron acostarse en el suelo, con los brazos extendidos, mientras llegaba el patrullero a llevárselos. A la niña también la acostaron con ellos.
—No se puede ser delincuente en Ayacucho —comentó el agente que había reconocido a la chica—. Aquí todos se conocen.
Uno de los detenidos gimió.
—¡Cállate, mierda! —dijo el otro agente. Le pateó el estómago. El otro contuvo un quejido.
—¿Quiénes son? —preguntó Chacaltana.
—¿Éstos? Unos cachivaches. Cuando Sendero Luminoso estaba ya muriendo, bajó la edad de sus cuadros. Comenzó a reclutar niños de diez años, de once, hasta de nueve. Les daban armas y los entrenaban en manipulación de explosivos. Luego, Sendero se acabó, pero ellos quedaron vagando por ahí, ya convertidos en delincuentes comunes nomás.
El fiscal se fijó en los jóvenes acostados en el suelo. Uno tenía ya alrededor de dieciocho años. El otro no llegaba a quince.
—¿Y por qué siguen actuando?
—¿Y qué hacemos con ellos? Hasta hace poco eran menores de edad. Y aquí no hay reformatorio. Pero los veteranos como este conchasumadre —y le pateó la cara al mayor— llevan años entrenando a niños como este otro —le pisó la mano al menor. El fiscal lo oyó gimotear desde el suelo. Era como el lloriqueo de un niño—. La edad sigue bajando y cada vez se ponen peores. Y no podemos hacer nada.
El fiscal notó que la niña tenía un ojo morado.
—¿Y qué harían ustedes con ellos?
El otro agente respondió:
—Yo, si fuera por mí, les daba la vuelta sin más trámite. Éstos ya no tienen arreglo. Árbol que crece torcido…
El mayor volteó a mirar con odio al agente. El agente le escupió y le dijo:
—¿Qué me miras, carajo? Tú ya estás grandecito. ¿Ah? Debes tener tus veinte años tú, pero te haces el mocoso, indocumentado de mierda. Con tus antecedentes, ya te podemos mandar a que te violen en máxima seguridad. Así que no me mires mucho, porque te voy a convertir en mujer, ya sabes.
El fiscal comprendió por qué no sabía nada de ellos. No había denuncias en el Ministerio Público, no había papeles sobre esos muchachos. Como decía el comandante Carrión, ellos no tenían ni nombre.
Volvió al centro de la ciudad cabizbajo y preocupado. Mientras atravesaba la residencial le pareció que alguien venía detrás de él. Cuando volteó, sólo había una señora con algunas flores para la procesión.
Después, en la comisaría, los agentes le informaron de que los turistas atacados no tenían ni siquiera heridas leves. Puro susto, dijeron. El que les tomó la denuncia comentó:
—Gringos pues, fiscal, son unos maricones todos. Chillan y chillan y no les han hecho nada. Ni siquiera llegaron a robarles porque se pusieron todos a gritar. Deberíamos exportarles delincuentes para que sepan lo que es un robo de verdad y no nos hagan perder el tiempo con cojudeces.
El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar pasó el resto de la tarde vigilando los festejos. Vio al Señor de Ramos salir del monasterio de Santa Teresa montado en un pollino blanco, acompañado por doce ayacuchanos disfrazados de apóstoles y por las principales autoridades civiles de la ciudad. Tras ellos venía otro burro cargando canastas de frutas. Cuando llegaron a la catedral, la escultura de Cristo fue desmontada e introducida en el templo entre vítores y aplausos. El fiscal reconoció la alfombra del Corazón de Jesús que había visto al principio de la ceremonia. Tras el paso de las personas y los animales había quedado destrozada. El dibujo del corazón aparecía cuarteado, con sus jirones aún colgando de las patas de los asnos.
El lunes por la tarde, después de almorzar con Edith, el fiscal distrital adjunto se encaminó hacia el penal de máxima seguridad de Huamanga. Su ingreso fue más sencillo que la vez anterior. El coronel Olazábal lo recibió con los brazos abiertos y le ofreció un mate porque sabía que era su bebida favorita. El fiscal no preguntó cómo lo sabía. Imaginó que conocía la respuesta: Ayacucho es una ciudad pequeña, todo se sabe. Le aseguró a Olazábal que había intercedido por su ascenso y luego pudo ver a Hernán Durango González, alias camarada Alonso.
—Me está usted agarrando cariño, señor fiscal —fue lo primero que dijo el terrorista—. No tengo muchas visitas tan asiduas.
—He venido a realizar una diligencia laboral, señor Durango.
—Llámeme Alonso, por favor.
—Su nombre es Hernán.
La vez anterior, el terrorista se había mostrado agresivo y seguro. Ahora, cierta ironía parecía emanar de su mirada, por lo demás tan fija y pétrea como de costumbre. A sabiendas de que Durango siempre tenía una respuesta aun antes de conocer la pregunta, el fiscal decidió adelantarse a su declaración.
—Quiero saber qué vínculos…
—¿Por qué cree que yo le diré algo, señor fiscal?
Era una buena pregunta. El fiscal barajó posibles respuestas: porque no se me ocurre con quién más hablar, porque no tengo idea de qué ocurre aquí, porque no soy policía y no sé investigar, porque necesito rendir un informe que, por primera vez, no sé cumplimentar…
—Porque a usted le gusta hablar, señor Durango —dijo finalmente—. Se siente superior a todos nosotros y le gusta ostentarlo.
—De ahí a la traición hay un largo trecho. ¿No cree?
—Ya le dije que no queda nada que traicionar. Los suyos están acabados. Pero tengo entre manos un caso especial, para el que usted quizá pueda ser útil.
—Gracias —dijo con sarcasmo el otro—. ¿Puedo fumar?
Como la vez anterior, el terrorista estaba esposado. El fiscal pensó que podría relajarse un poco con un cigarrillo. Abrió la puerta de la oficina y le pidió uno al vigilante. Tosió al encenderlo. Volvió a entrar y se lo dio al terrorista. Durango dio una larga calada y miró por la ventana.
—Dígame, allá afuera es Semana Santa, ¿verdad? Lo he notado por las visitas de Pascua.
—No me diga que no lo sabía.
—Hace mucho que no cuento el tiempo.
El fiscal notó un matiz de tristeza en la voz del terrorista. Pensó que era una de sus estrategias para confundirlo. Trató de confundido él a su vez:
—No me imaginaba que fuese usted tan devoto.
El terrorista tenía la mirada pegada a la ventana. La volvió hacia el fiscal y, súbitamente, se puso a recitar:
—Entró Jesús en el templo de Dios y arrojó de ahí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas diciéndoles: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración», pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones.
Se quedó mirando al fiscal fijamente, con orgullo. El fiscal preguntó:
—¿Eso está en la Biblia?
—En el evangelio de San Mateo. Hay cosas que son universales, fiscal Chacaltana, como la indignación ante las cuevas de ladrones.
—Interesante. ¿Hay… algún tipo de relación entre su movimiento y alguna profecía religiosa? ¿El apocalipsis o… algo así?
Ahora, el terrorista soltó una carcajada. Dejó que el estallido de su risa resonase entre las paredes vacías de la oficina. Luego dijo:
—Somos materialistas. Pero supongo que usted ni siquiera sabe lo que es eso.
—¿Qué cree usted que pasará después de la muerte?
El camarada Alonso esbozó ahora una sonrisa nostálgica.
—Será como el sueño del pongo. ¿Lo conoce? Es un cuento de Arguedas. ¿Lee usted?
—Me gusta Chocano.
Ahora el terrorista se rió con sorna. Había algo de petulancia cultural en su actitud. Él no consideraba al fiscal un intelectual.
—Yo prefiero a Arguedas. Aquí no nos dejan leer, pero siempre recuerdo ese cuento. Habla de un pongo, lo más bajo de los esclavos de una hacienda, un siervo de los siervos. Un día, el pongo le cuenta a su patrón que ha tenido un sueño. En su sueño, morían los dos y se iban al Cielo. Ahí, Dios mandaba a sus ángeles a que cubriesen al pongo de estiércol, hasta que toda su piel quedase oculta por la mierda. En cambio, al rico ordenaba que lo bañasen en miel completamente. El patrón está contento de oír el sueño del pongo. Le parece justo, cree que eso es exactamente lo que hará Dios. Lo anima a continuar, le pregunta: «¿y entonces qué pasa?». El pongo responde: «Entonces, cuando vio a los dos ya cubiertos respectivamente de estiércol y miel, les dice: ahora lámanse mutuamente todo el cuerpo, el uno al otro, hasta dejarse completamente limpios». Eso debe ser la justicia divina, el lugar donde todo se vuelve al revés, donde los derrotados se vuelven vencedores.
El fiscal rezumó incómodo. Se aclaró la garganta.
—Eso es un cuento —dijo—. Yo me refería a si cree usted en el Cielo o en la resurrección…
Al fiscal le pareció una pregunta muy extraña para un interrogatorio, pero todo el caso era demasiado extraño, de modo que supuso que era una pregunta adecuada. El terrorista se tomó su tiempo para mirar por la ventana y fumar un poco más antes de empezar a contar:
—Hace unos cuatro años, la camarada Alina recibió un aparato de radio de una de sus visitas, una… pequeña radio a pilas, casi invisible. A veces lograba hacérnosla llegar hasta el pabellón de varones. La oíamos un par de noches y la mandábamos de vuelta por cualquier vía. A menudo los mismos policías la llevaban de un pabellón a otro a cambio de cigarros o algo de comer. Para nosotros era un acontecimiento. Llevábamos años sin ver televisión ni escuchar noticias, nada de periódicos, nada para leer. Conservamos la radio durante un par de meses, hasta que uno de los guardias peleó por alguna razón con la camarada Alina, por alguna cojudez supongo, y denunció a sus superiores que teníamos ese aparato. El coronel Olazábal exigió que se le entregase la radio. La camarada Alina y los miembros de Socorro Popular se negaron. Dijeron que teníamos derecho a tener un aparato de radio según todas las leyes y tratados de derechos humanos. El coronel amenazó con una requisa, pero la camarada no le entregó la radio. Dijo que tendría que pasar sobre su cadáver…
Al terrorista se le quebró la voz. Tiró al suelo el cigarro y lo pisó. Pareció venirse abajo. Al fiscal, en un principio, le sorprendió su vulnerabilidad. Pero volvió a pensar que trataba de confundirlo. Durango continuó:
—Olazábal no se atrevió a provocar un levantamiento y todos olvidaron el tema. Pero dos días después, nos hicieron formar a hombres y mujeres presos por terrorismo en el patio central. Los demás reclusos fueron encerrados en sus celdas. Pensamos que habría una revisión de rutina. Hasta que se abrieron las puertas y entraron los de la Fuerza de Operativos Especiales acompañados por un fiscal… un fiscal como usted, por cierto. El fiscal dijo que haría una requisa de material ilegal y preguntó si alguien tenía algún objeto que declarar. Tras un largo silencio, Alina levantó la mano y mencionó la radio, pero se negó a entregarla.
El fiscal se lo pidió dos veces sin resultados. Luego dijo que había hecho lo que la ley le exigía… Nos declaró amotinados… y dejó a cargo al oficial al mando de las Fuerzas Especiales. Se fue. Luego… —ahora se le hincharon los ojos. En el interior de su boca se formaron hilos de saliva mientras hablaba—, cuando cerraron la puerta, los de Fuerzas Especiales se nos arrojaron encima, señor fiscal. Eran unos doscientos armados con garrotes, gases paralizantes y cadenas, sueltos como perros rabiosos cruzando el patio a zancadas, hacia nosotros. La mayoría de los nuestros estaban esposados o con grilletes. Algunos, que estábamos libres, corrimos a rodear a Alina para defenderla… —se detuvo un segundo. Pareció que no continuaría, que se quebraría—. Unos veinte de ellos vinieron directamente hacia ella. Nos rociaron la cara, y mientras no podíamos ver nos arrojaron a garrotazos al suelo. Ahí no se detuvieron hasta asegurarse de que no podríamos levantarnos en mucho tiempo… A mí me dieron en la cabeza, en los testículos, en el estómago… Pero no se quedaron contentos con eso —ahora, Durango miraba hacia algún punto de la pared blanca, hacia algún lugar del infinito—. A las mujeres les… —cerró los ojos—… les arrancaron la ropa, y luego, frente a nosotros, empuñaron sus garrotes riéndose, diciéndoles cosas, «ven, mamita, que te va a gustar», decían… ¿Quiere… quiere usted saber lo que les hicieron con esos garrotes, señor fiscal?
No. El fiscal no quería saberlo. Quería levantarse e irse, quería cerrar los ojos y apretar los dientes para siempre, quería arrancarse las orejas para no tener que seguir oyendo. El terrorista ya no disimulaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—Debería saberlo —continuó, ahora mirando fijamente al fiscal, con odio—. Debería saber lo que hicieron con sus garrotes a las mujeres, porque luego a los hombres nos hicieron lo mismo…
Trataba de contenerse, de tragarse las lágrimas de vergüenza y rabia. El fiscal trató de hacer lo mismo. Guardó silencio. El terrorista, después de un rato de sollozar, concluyó:
—Usted me preguntó si yo creía en el Cielo. Creo en el infierno, señor fiscal. Vivo ahí. El infierno es no poder morir.
Félix Chacaltana Saldívar, fiscal distrital adjunto, volvió a la ciudad a las 7.00 pm, cuando la procesión del Señor del Huerto salía del templo de la Buena Muerte rumbo a la Plaza Mayor. El anda estaba adornada con piñas, frutas y choclos, cirios y ramas de olivo, en memoria de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, cuando le pidió a su padre no morir. El fiscal se preguntó por qué nadie en el mundo puede escoger no morir o eventualmente morir, según el caso. Y se respondió que quizá nuestros ruegos no tengan nadie que los escuche allá arriba, quizá las oraciones sean sólo las cosas que nos decimos a nosotros mismos porque nadie más quiere oírlas.
En la procesión del Lunes Santo no se reventaban cohetes, ya que se trataba de recordar un acto de dolor. Pero esa noche, mientras avanzaba sobre el cuerpo de Edith tratando de no sobrepasarse, el fiscal volvió a pensar en golpes. Golpes que atronaban sus oídos y su nuca, golpes como del odio de Dios, golpes que sólo el fuego podía detener, convertir en cenizas, en silencios, en súplicas mudas. De repente, no pudo seguir.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella.
El fiscal pensó en contarle. Recordó al teniente Aramayo de Yawarmayo. Recordó su incapacidad de hablar.
—Te quiero —se limitó a responder.
Y luego siguió tocándola, apretando contra el suyo el primer cuerpo caliente que se le había ofrecido en años, el único cuerpo vivo que había tocado en los últimos días. Hizo un intento por quitarle la ropa interior, pero ella resistió. Luego se acostó sobre Edith y trató de frotar su entrepierna con la de ella, hasta que Edith se apartó de sus embates, molesta.
—Eso es lo único que quieres, ¿verdad? —le pregunto.
Lo que más preocupó al fiscal no fue el impulso de responder que sí, que en ese momento era lo único que le importaba y que no se sentía capaz de contenerse más. En realidad, lo que más le preocupó fue la certeza de que podía conseguirlo, tan fácilmente, apenas estirando la mano y dejando de ser tan bueno como siempre, tan amable, tan débil. Casi sin darse cuenta, volvió a intentarlo. Mordisqueó sus orejas y deslizó las palmas por su espalda. Esta vez, cuando ella lo detuvo, le señaló una foto que colgaba de la pared. Su madre los observaba desde la imagen, y no parecía aprobar lo que hacían.
—Es como si estuviera aquí —dijo Edith. Luego, no se atrevieron a continuar.
Esa noche, después de acompañar a Edith a su casa, volvió a la suya, se despidió de su madre, se aseguró de haber dejado su puerta bien cerrada y se masturbó en el baño, temiendo que ella lo escuchase.
El martes, el fiscal tuvo que participar en la procesión del Señor de la Sentencia, que estaba a cargo del personal del Poder Judicial. Normalmente se habría sentido orgulloso de formar parte de la procesión, pero ese día no tenía ganas. Se sentía agotado y no hacía más que pensar en el pecho de Edith. La imagen de Cristo capturado por los judíos tenía las manos atadas y signos evidentes de tortura. De soslayo, se fijó en ese cuerpo amoratado y exhausto, en sus cardenales y sus cicatrices. Sintió que no podría mirar directamente al anda durante el recorrido.
Antes de salir, se le acercó el juez Briceño, que era uno de los ocho mayordomos de la procesión:
—Se ve usted cansado, señor fiscal —le dijo con una sonrisa de rata—. ¿Ha tenido una noche larga? Me dicen que hace usted más vida social últimamente…
—Sólo… dormí mal.
Sintió que le latían las sienes. El juez Briceño parecía muy contento.
—Supongo que ha soñado con el capitán Pacheco. Últimamente, no sé por qué, ese señor le ha agarrado una tirria a usted especialmente fuerte, si me permite que lo diga.
—No me imagino por qué, doctor.
—Es inexplicable, ¿verdad? En fin, quiero manifestarle mi alegría porque comparta usted con nosotros esta procesión. Entre colegas siempre es conveniente compartir, ¿verdad? Quedarse las cosas para uno solo es muy feo.
El fiscal ni siquiera tenía ganas de entender el subtexto de lo que decía el juez.
—Claro —se limitó a responder.
—Ahora lo dejo con sus pensamientos —se despidió el juez.
El fiscal hizo la procesión mecánicamente, como un autómata, deteniéndose en las catorce estaciones de rigor para rezar el Vía Crucis, entonando de memoria los cánticos sacros en quechua y castellano. Nadie había muerto ese día. Aprovechó las oraciones para pedir que los asesinatos hubiesen terminado, sólo dos ya eran suficientes para una semana, pidió que no hubiera más, que el anuncio del retorno de Sendero fuese sólo ése. En ningún momento de la procesión, sin embargo, logró dejar de pensar en los golpes, los golpes, los golpes…