—Usted cree que somos un montón de asesinos. ¿Verdad, Chacaltana?

La pregunta del comandante llegó después de un largo silencio, cuando ya tomaban la carretera de regreso a Ayacucho, entre los montes y el río. Él mismo conducía el vehículo. Iban solos.

—No sé… no sé a qué se refiere, comandante.

—No se haga el cojudo, Chacaltana. Sé leer entre líneas los informes. Y también sé leer los rostros. ¿Qué cree? ¿Que usted es el único que sabe leer aquí?

El fiscal se sintió obligado a explicarse.

—Libramos una guerra justa, comandante —lo dijo así, en primera persona—. Es indudable. Es sólo que a veces me cuesta distinguir entre nosotros y el enemigo. Y cuando eso pasa, empiezo a preguntarme qué es lo que combatimos exactamente.

El comandante dejó pasar varios minutos más antes de retomar la palabra:

—¿Alguna vez ha estado en una guerra, Chacaltana?

—¿Cómo, señor?

—Que si ha estado en una guerra. Entre los disparos y las bombas.

El fiscal recordó los incidentes de Yawarmayo. Luego pensó en las bombas, en los cortes de luz en Lima, recordó las guardias nocturnas, las ambulancias, los edificios demolidos por el anfo, los ojos de los policías ante los cuerpos mutilados y ensangrentados que salían de los escombros. No. Nunca había estado en una guerra. El comandante continuó:

—¿Alguna vez se ha sentido sitiado por el fuego y ha sabido que su vida en ese momento vale menos que un pedazo de mierda? ¿O se ha visto metido en un pueblo lleno de gente sin saber si quieren ayudarlo o matarlo? ¿Ha visto cómo sus amigos van cayendo en la batalla? ¿Ha almorzado con la gente sabiendo que quizá sea la última vez, que la próxima vez que los vea probablemente estén en un cajón? ¿Ah? Cuando eso pasa, uno deja de tener amigos, porque sabe que los perderá. Uno se acostumbra al dolor de perderlos y se limita a evitar ser una de las sillas vacías que se van multiplicando en los comedores. ¿Sabe lo que es eso? No. Usted no tiene ni la menor idea de lo que es eso. Usted estaba en Lima, pues, mientras su gente moría. Estaba leyendo poemitas de Chocano, supongo. Literatura, ¿verdad? La literatura dice demasiadas cosas bonitas, señor fiscal. Demasiadas. Ustedes los intelectuales desprecian a los militares porque no leemos. Sí, no ponga esa cara, he escuchado sus bromas, he visto la cara de los viejos políticos cuando hablamos. Y las comprendo. Nuestro problema es que estamos hasta los huevos de la realidad, nunca hemos visto las cosas bonitas de las que hablan sus libros.

El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar tomó conciencia de que era considerado un intelectual. A su manera sí había estado en una guerra, como un incómodo testigo, como el que se mantiene en el fortín de la capital hasta que el fuego empieza a tumbar sus paredes y el olor de los muertos a infestar el aire limpio. De golpe, el comandante detuvo el jeep en un recodo del camino y se volvió hacia él:

—Aquí no hubo un grupo terrorista o dos. Aquí hubo una guerra, señor fiscal. Y en la guerra, la gente se muere.

El comandante había comenzado a exaltarse. Su voz siempre tan impositiva pareció quebrarse en algunas sílabas, mientras encaraba a Chacaltana muy de cerca. Quizá por eso no dijo más. El fiscal trató de aliviarlo.

—Yo estoy con usted, comandante. Comprendo lo que ocurrió. Yo también lo vi, desde otro lado.

El comandante retrocedió la cabeza. Respiró hondo. Ya no parecía furioso. Parecía desorientado.

—Otro lado. Tarde o temprano vendrán de su lado. Tarde o temprano vendrán de Lima, Chacaltana. Vendrán por nuestras cabezas. Nos sacrificarán a nosotros, que somos los que peleamos.

El comandante sudaba. El fiscal le ofreció su pañuelo. El comandante miraba hacia delante. Parecía muy concentrado. El fiscal no se atrevió a acercarle demasiado el pañuelo.

—Eran ellos o nosotros.

El comandante no dijo más. Ellos o nosotros, pensó Chacaltana, hasta que seamos todos iguales, hasta ya no distinguirnos.

—Entiendo —dijo.

El comandante volvió a poner el vehículo en marcha. Pareció disiparse poco a poco mientras volvían a la carretera.

—Es importante que lo entienda —insistió—, porque aún no ha visto nada.

Siguieron su camino hasta Ayacucho, y después hasta el hospital militar, donde bajaron. Subieron las escaleras y atravesaron juntos la sala de espera. Nadie les preguntó adónde iban ni les negó el paso. Nadie fue a consultar a una oficina si podían pasar. Entraron en el pasillo que Chacaltana recordaba bien de su última visita, entre varios heridos que tampoco se acercaron a pedirles ayuda. No caminaron mucho antes de que el fiscal comprendiese que iban al pabellón de obstetricia, a la oficina cerrada entre las parturientas. Pensó en su madre mientras la fría iluminación les mostraba al médico legista.

—Por favor, cierren la puerta rápido.

Desde la puerta, la caspa de sus hombros no se notaba. Sólo cuando llegaron a la altura de la mesa de autopsias el fiscal pudo notar que parecía más sucio que la vez anterior. El olor también era distinto que la vez anterior. Esta vez era un claro olor a muerto. Aún no demasiado podrido, pero ya penetrante. Bajo la mesa se acumulaban varias colillas y unos fósforos. Esta vez no había envolturas de chocolate.

—Señor fiscal, veo que ya no viene solo.

—Buenos días, Posadas.

Esta vez nadie habló de ningún papel. El comandante saludó con un gesto. El forense les dio dos mascarillas quirúrgicas untadas con Vicks VapoRub.

—Las van a necesitar —dijo.

Luego se levantó y se acercó a la mesa cubierta con un paño. El fiscal se llevó el pañuelo a la boca, en previsión de lo que había debajo. La luz parpadeó. Nadie la había arreglado desde la vez anterior. Nadie la arreglaría nunca. El médico descubrió la mesa. Esta vez, el cuerpo no estaba tan descompuesto como la anterior. Era un muerto reciente y sin quemar, con el cuerpo aún morado de los inicios del rigor.

—Completamente vacío de sangre —acotó Posadas—. Observen el hombro.

El pecho era una enorme vulva roja con varias protuberancias metálicas y puntiagudas que se elevaban hacia el techo. Del lado izquierdo brotaba un amasijo de huesos, músculos y arterias. No brotaba un brazo.

—La primera vez fue el derecho, ahora le han quitado el izquierdo. Parece que estos señores se quieren hacer un muñeco.

El comandante se acercó al rostro. Era un rostro expandido en un último grito, con los ojos abiertos tratando de huir de la cara. Cerró los ojos del cadáver. Sólo entonces, a salvo de la presión de esa mirada sobre la suya, el fiscal pudo reconocer a Justino Mayta Carazo.

—Lo acaban de traer —dijo el militar—. Lo encontraron de madrugada, justo después de la noticia de la fosa común.

El fiscal no recordó fuego en ese momento, pero sí golpes, golpes en el pecho, uno tras otro, como el goteo desde la mesa, golpes en la puerta de madrugada, en una casa sin luz.

—Tenemos claro que son varios —dijo el fiscal—. O por lo menos dos hombres bien entrenados. Las cosas que han hecho en ambos casos no se pueden hacer individualmente.

—Tampoco desenterrar las fosas —añadió el militar.

El fiscal pidió un vaso de agua. El médico sacó una botellita de un refrigerador de muestras. El fiscal decidió no beber esa agua. El médico se la alcanzó diciendo:

—También son personas instruidas. Al menos el del cuchillo. Son obras de cirugía. Clavaron siete puñales en su corazón con precisión perfecta. Todo tipo de cosas: machetes, navajas de explorador, hasta un cuchillo de carne. Tenían una buena colección, por lo visto. Lo destrozaron sin cortar las principales vías de circulación y dejaron el cuerpo deliberadamente boca abajo. De su pecho salió casi toda la sangre, el corazón pulverizado llegó a bombear aún unos minutos después de la muerte. Se fue extinguiendo. Fue lento, pero para acelerar el desangramiento cortaron el brazo. Parece el mismo método de la vez anterior. Como de cuajo.

—Una sierra de campaña, probablemente —dijo el comandante—. Dos personas, se atraviesa el hueso como si fuera un pedazo de madera. Sólo se necesita un poco de paciencia. ¿Qué son estos desgarros por todo el cuerpo?

—Picotazos —aclaró el médico—. Dejaron el cuerpo donde lo encontramos, en el cerro de Acuchimar, para que se lo comiesen los gallinazos.

El fiscal sintió que debía hacer algún aporte a la discusión. Temió que si abría la boca se le escaparía algo, unas lágrimas, unas náuseas, unas palabras inconvenientes. Un muñeco. Un muñeco de pedazos humanos, un Frankenstein de ayacuchanos. Trató de mantener un tono profesional.

—¿Se… encontró alguna reivindicación… de índole… senderista junto al occiso?

El médico pareció sorprendido con la pregunta. Su rostro reflejó alivio y a la vez temor. Se volvió hacia el militar, que sacó un papel de su bolsillo y lo desdobló. El fiscal pensó en sugerir un cuidado más atento de las pruebas, pero prefirió concentrarse en la nota. Leyó:

ASESINADO POR LA JUSTICIA POPULAR

por abijeo

Sendero Luminoso

Han vuelto, pensó el fiscal.

El comandante dijo:

—Después de todo… quizá dio usted en el clavo con su idea de los terroristas, señor fiscal.

«Clavo» era una palabra desafortunada. El fiscal trató de concentrar su mirada en algún punto poco chirriante del cuerpo. Se fijó en los pies gruesos de caminar por el campo, las uñas gordas, ahora verdes.

El doctor Posadas encendió un cigarrillo.

La segunda vez que el fiscal entró en la comandancia del Ejército, no tuvo que presentar ninguna identificación. Junto al comandante Carrión, atravesó el patio central del antiguo edificio y subió por unas escaleras de madera hasta el segundo piso. Ahí, al fondo de un pasillo de madera rechinante, estaba la oficina del comandante. Adentro, el aire parecía más pesado que la primera vez. Le hacía pensar en el aire de Lima, del centro, de la avenida Tacna a las seis de la tarde. El comandante sirvió dos vasos de pisco. El fiscal no quiso rechazarlo. Se sentaron frente a frente, esta vez en la mesa de trabajo. Se veían a la misma altura sentados ahí. El comandante dio el primer trago.

—No me gusta demasiado trabajar con civiles, señor fiscal. Y vamos a ser sinceros, usted y yo no nos gustamos mucho en general. Pero estoy muy preocupado.

—Bueno, mi comandante, yo creo que podríamos tender puentes interinstitucionales de la mayor…

—Chacaltana, vamos al punto.

—Sí, señor.

—Trabajaremos juntos pero bajo mis órdenes.

—Claro, señor.

Los dos se quedaron en silencio por un tiempo que pareció años. Finalmente, el comandante dijo:

—¡Bueno, diga algo, carajo!

El fiscal trató de calmarse. Se preguntó si estaba sintiendo palpitaciones, o si quizá todo a su alrededor sufría palpitaciones. Trató de ceñirse al caso:

—He redactado un informe que le haré llegar, señor. Le adelanto que yo pediría la declaración de los involucrados en ese informe, a saber, teniente del Ejército Peruano Alfredo Cáceres Salazar y ciudadano Edwin Mayta Earazo, quienes pueden arrojar indicios útiles sobre la vinculación del fallecido con…

—¿Verlos? ¿A Mayta y Cáceres? ¿Usted quiere verlos?

—Verlos… y hablar con ellos, señor.

—Lo de hablar con ellos va a estar difícil. Pero verlos, ya los vio usted. Conoció a Edwin Mayta Carazo, al menos a una parte de él, esta mañana mientras se asomaba a la fosa. Y al teniente Cáceres Salazar lo vio hace 38 días, cuando se encontró su cuerpo carbonizado en Quinua.

El fiscal se sintió cegado por la información, sobrepasado.

—¿Señor? —balbuceó.

—Era el conchasumadre de Cáceres, sí. Lo reportaron desaparecido en Jaén un mes antes del hallazgo del cuerpo.

—¿El Perro Cáceres?

El comandante esbozó media sonrisa, como recordando a un viejo camarada:

—El Perro le decían, ¿no? Era una mierda de gente. Un sinchi. A ésos los tenían pudriéndose en una base de la selva. Luego los trajeron aquí a ponerse al día. Cáceres se pasó en todos los interrogatorios. Toda la fosa que ha visto usted la hizo él casi solito. Edwin Mayta Carazo cayó en uno de sus operativos. Empezaron a hacerle preguntas y no se derrumbaba. Luego comenzó a confesar. Confesó todo lo que le pidieron, pero empezó a contradecirse a la segunda ronda de preguntas. Sus testimonios no cuadraban, sus datos eran imposibles…

—Quizá porque no sabía nada.

—O quizá porque quería confundirnos. ¿Usted también cree que no sabemos distinguir a un terrorista cuando lo vemos?

El fiscal retrocedió en su asiento. El comandante se había puesto rojo de ira pero recuperó rápidamente la compostura.

—Lo siento —dijo—. Por lo que sea, a Cáceres se le fue la mano. Como siempre. Creo que fue respiratorio, no recuerdo bien. Supongo que el teniente se inventó un informe de liberación y lo declaró clandestino días después. Enterraron el cuerpo en un basural cercano. Pero no bastó. Su madre iba todas las mañanas a buscar al hijo en el basural. Los soldados trataban de mantenerla lejos, pero al menor descuido, la vieja de mierda se colaba en el basural. Cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles, los cuerpos fueron retirados y amontonados en la fosa que usted vio. Desde entonces, cada vez que encuentran una fosa en algún lugar, aparece la madre de Edwin Mayta Carazo para buscar el cuerpo. Aunque no salga en la prensa. No sé cómo chucha se entera, pero siempre está ahí, tratando de llegar, arrastrada por los soldados que no pueden dispararle, rebuscando entre los cuerpos. A menudo, a los cuerpos se les… arrancaba la cabeza para dificultar su identificación… pero esa mujer podía distinguir que no era su hijo, aunque el cuerpo llevase meses pudriéndose.

—¿Qué pasó con el teniente Cáceres… cuando las cosas se pusieron difíciles?

—Le dieron veinte años en el fuero militar de Lima. Cumplió dos años de condena y lo enviaron a la guarnición de Jaén, para que nadie lo viese. Le cambiaron los documentos. Le dieron órdenes de no existir.

El fiscal supuso que las órdenes habían sido cumplidas rigurosamente. El teniente Cáceres Salazar ya no existía. El fiscal completó la frase:

—Hasta que desapareció. Huyó de Jaén para venir justo aquí. ¿Por qué?

—No lo sé, Chacaltana —el comandante se sirvió otro pisco—. Pero me lo imagino. Lo he visto antes. La gente que ha matado demasiado ya no se arregla. A veces pasan años normales, tranquilos. Pero es sólo cuestión de tiempo antes de que estallen. Inteligencia informó de la presencia del teniente en Vilcashuamán tres días antes de su muerte. Decían que había establecido contacto con las rondas campesinas para organizar la «defensa contra la subversión». Imagínese. Nadie le hizo caso. Simplemente se había vuelto loco.

—Quizá los grupos terroristas de Yawarmayo lo encontraron y se vengaron de él.

—Ésos están controlados. No actúan fuera de esa zona. Pero parece que hay otros. Usted tenía razón con sus fechas. Pero además de las que dijo, es el décimo aniversario de la muerte de Edwin Mayta y el fin de la primera cosecha del 2000: «La cosecha de sangre de la lucha milenaria», como dicen ellos.

—Si fueron terroristas, ¿por qué mataron también a Justino Mayta?

El comandante levantó la mirada hacia una de las banderas de la mesa. Luego la fijó sobre el fiscal.

—Creo que la razón de eso es usted, señor fiscal.

—¿Cómo?

—Según su informe, usted habló con él, ¿no? Los senderistas solían asesinar a los sospechosos de soplones, a su propia gente.

—Pero ¡él no me dijo nada importante!

—¿Y eso cómo lo saben ellos? Es comprensible, yo habría hecho lo mismo, honestamente.

El fiscal sintió de repente que cargaba con una muerte. Nunca se le habría ocurrido que uno podría ser responsable de una muerte simplemente así, por defecto, sin haber hecho nada para producirla. Quizá él no era el único culpable. Quizá había más, de hecho, quizá vivía en un mundo donde todos eran culpables de algo.

—¿Por qué no han acabado con ellos, comandante? ¿Por qué están todavía en Yawarmayo? El Ejército podría…

—El Ejército tiene órdenes de no hacer nada ahí. Y la policía no tiene recursos. El teniente Aramayo lleva diez años pidiendo armas y pertrechos. Lima no lo aprueba.

—Tienen que saber lo que está pasando…

—Lima lo sabe, señor fiscal. Ellos lo saben todo, están en todas partes. Si por alguna razón lo necesitan, entrarán a Yawarmayo y los masacrarán. El operativo saldrá en televisión. Vendrá la prensa.

Al fiscal todo se le empezó a enredar en la cabeza. Se sentía agotado de pensar. Uno no puede escoger ver o no ver, oír o no oír, uno ve, uno escucha, uno piensa, los pensamientos se niegan a salir de la cabeza de uno, rebotan, se desenvuelven, se agitan.

—¿Por qué… por qué me cuenta esto, comandante?

El comandante volvió a mostrar esa sonrisa borrosa, mezcla de ironía y decepción. Ahora parecía en otro mundo, envuelto por un manto de recuerdos.

—¿Sabe usted lo que hacía Cáceres cuando encontraba a un terrorista en un poblado? —dijo—. Convocaba a todo el pueblo que le había dado refugio al terruco, acostaba al acusado en la plaza y le cortaba un brazo o una pierna con una sierra de campaña. A menudo daba orden a sus sinchis de hacerlo, pero a veces lo hacía él mismo, con la ayuda de otro. Lo hacían mientras el terruco estaba vivo, para que nadie en el pueblo pudiese dejar de verlo u oír sus alaridos. Luego enterraban las partes del cuerpo separadas. Y si la cabeza se seguía quejando, le daban el tiro de gracia justo antes de meterlo al agujero, que luego obligaban a los campesinos a cubrir de tierra. Cáceres decía que, con su sistema, ese pueblo nunca volvería a desobedecer.

—Murió en su ley.

—Murió en la única ley que había, señor fiscal, si había alguna.

—¿Por qué le importa tanto a usted?

El comandante pareció dudar sobre lo que iba a decir. Miró la botella de pisco, pero no se levantó. Luego dijo:

—En esa época yo era capitán. Era el superior inmediato de Cáceres. Y según las señales que están dando, la siguiente víctima… seré yo.

Trató de decir la última frase con aplomo. Un ligero quiebre en su voz delató su verdadero estado de ánimo. El fiscal se sintió conmovido de ver a ese hombre confesar que tenía miedo. Se sintió mejor consigo mismo por temer. Dijo:

—¿Por qué no habla con los Servicios de Inteligencia?

—Nada de Lima, Chacaltana. Lima no debe saber nada de esto. La Semana Santa va a meter en esta ciudad a 20.000 turistas. Es el símbolo de la pacificación. Si se llega a saber que hay un rebrote, nos van a cortar los huevos. No quiero que hable usted con nadie. ¿Se acuerda usted de Carlos Martín Eléspuru?

El fiscal recordó al funcionario Eléspuru. Su ubicuidad, su voz casi imperceptible, su corbata celeste. Su tranquilidad, su superioridad.

—Nada de esto debe llegar a sus oídos —continuó el comandante—. Y si nos encontramos con él en medio, repita usted todo lo que yo diga: que el terrorismo está acabado, que el Perú libró esa gloriosa lucha, cualquier cojudez que se le ocurra.

—No lo entiendo, comandante. ¿Nada de qué debe llegar a sus oídos?

De uno de sus cajones, el comandante sacó una cartuchera de cuero con una pistola dentro. La colocó en la mesa, delante del fiscal. Recuperó el tono autoritario para decir:

—Desde ahora se ocupará de esta investigación exclusivamente usted, Chacaltana. Y rápido. Me elevará sus informes directamente a mí y tendrá todo mi apoyo, pero quiero que averigüe de una vez qué chucha está pasando y de dónde está saliendo tanto terruco. Llévese esto, lo necesitará.

—No será necesario, señ…

—¡Llévesela, carajo!

El fiscal agarró la cartuchera por el cañón, para que no se fuese a disparar. Era la primera vez que cogía un arma. Pesaba mucho para su tamaño.

—Agárrela como hombre, Chacaltana. Ahora, váyase. Tengo que trabajar.

El fiscal se levantó. No sabía si su nombramiento era un honor o una carga. No sabía si agradecer o pedir un traslado. No sabía muchas cosas. Era una venganza larga la de Mayta. Había tardado diez años en llegar. Desde la puerta, se volvió hacia el comandante para hacerle una última pregunta:

—Comandante, necesito saber algo. Edwin Mayta Carazo… ¿era inocente?

—No lo sé, Chacaltana. Creo que ni siquiera él lo sabía.

Salió de la oficina del comandante ya por la tarde, entre la multitud de turistas que esperaba las primeras procesiones del día. Tomó conciencia de que era Viernes de Dolores. No habría nadie en la fiscalía. Corrió a su oficina y se encerró con llave.

Dejó la cartuchera sobre su escritorio. La observó. No quería llevarla a su casa, tan cerca de su madre. Pensó en la madre de los Mayta. Dos hijos perdidos en intervalos de diez años. Las balas le habían llegado a su familia desde las dos orillas de una batalla que, seguramente, esa mujer jamás entendió del todo, igual que el fiscal. Abrió la cartuchera y sacó la pistola con dos dedos antes de volver a dejarla sobre el escritorio. Era una 9 mm negra con una caja de municiones en el revés del estuche. El tipo de arma que usan los tenientes, como Cáceres, que se había intoxicado de muerte ajena y había terminado por abandonar su puesto y correr directamente hacia la propia. ¿Por qué?

Le costó trabajo sacar la cacerina del arma para verificar que estaba llena de munición. Más esfuerzo aún le demandó pensar qué pasaría si Sendero se estaba armando de nuevo. Para controlarlo no bastaría él, ni el comandante Carrión ni todos los funcionarios de Lima. Cerró la pistola con cuidado y le puso el seguro, o lo que creía que era el seguro. Si Sendero se estaba reagrupando, lo mejor que podría hacer con esa pistola era volarse la tapa de los sesos.

Pero había algunos detalles más extraños en las últimas muertes. Cosas que debía investigar, que no encajaban con los métodos senderistas tradicionales. Su función ahora era investigar solo, meter la cabeza donde nadie quería meterla, ni él mismo. Quizá eso era un ascenso, después de todo. A eso lo llevaban a uno las famosas ambiciones.

Guardó la pistola en la cartuchera y la colgó bajo su saco, entre la axila y la cintura. Se aseguró de que no se viera. Se sintió extraño y pesado. Volvió a quitársela y la guardó en su cajón con dos vueltas de llave. Antes de cerrar, sacó el informe y lo metió en el sobre para llevárselo personalmente a Carrión. Al caminar sin el arma encima, lo invadió una sensación de paz y normalidad. Salió de la oficina de noche, cuando empezaba a oírse la procesión de la Virgen Dolorosa.

El barrio de la Magdalena estaba atiborrado de limeños en ropa deportiva con cervezas y cámaras de fotos en las manos. Las ayacuchanas más jóvenes se acercaban a los turistas llamándolos «amigo, amigo» y sonriéndoles. Las mayores, las que habían crecido encerradas en sus casas durante la guerra, miraban a esas descocadas con desaprobación, aunque muchas madres albergaban la esperanza de que algún limeño o, mejor, americano, se enamorase de alguna de sus hijas para llevársela de Ayacucho. Al fiscal se le hacía difícil avanzar. Quedó atrapado entre la gente, entre los puestos de bebidas, el olor a ponche y el bullicio. Su mente divagaba con el movimiento de los cuerpos. Cada persona con la que chocaba le parecía un golpe en la memoria.

Cuando creía haber encontrado su camino entre la multitud, una turba aún mayor le cerró el paso. A su lado surgió el anda de San Juan que acababa de salir de la iglesia. Se dejó llevar, rendido. Las luces de la ciudad y los fuegos artificiales le daban la impresión de un cielo sobrepoblado, lleno de almas que circulan juntas hacia algún lugar. A veces, el estallido de un cohete lo asustaba, pero el sonido era amortiguado por la masa. El fiscal avanzó con la procesión hasta el momento que más le interesaba: el encuentro del Señor de la Agonía y la Virgen Dolorosa, que simbolizaba el sufrimiento de Cristo y su Madre. Cuando las andas empezaron a acercarse una a otra, el fiscal distrital adjunto se sintió acicateado por una corazonada. Tensamente, quiso acercarse más, entre los cargadores, hasta que se sintió retenido de la camisa. Alguien le había cosido la manga a la de otro asistente. Era parte de la fiesta. El fiscal se soltó fuertemente ante la sorpresa del otro, que reía. Se sintió mareado, quizá por el olor de las andas y las personas. Sintió un pinchazo. A su lado, varias mujeres se pinchaban mutuamente con agujas entre risas, «para ayudar al Señor en su dolor». Logró avanzar más hacia el anda de la Virgen, que ahora relucía casi encima de él, como una verdadera aparición de luz, como una madre que se materializa ante su hijo, el Señor de la Agonía, el hijo que va a morir en su último adiós en vida. Llegó hasta los bordes del anda y pudo verla al fin con claridad. El vestido negro de la Virgen, los cirios del anda que la iluminaban desde abajo, su rostro inmaculado, y los siete puñales que le atravesaban el pecho, como a Justino Mayta Carazo, el hijo de la madre que recorría las fosas comunes.

El fiscal trató de arrodillarse ante la imagen santa, pero el movimiento de la gente era demasiado compacto. Trató de apartarse esquivando los pinchazos como dagas al acecho. Con los siete puñales perforándole el cerebro, trató de apartarse del centro de la procesión. Levantó la vista cuando calculó que estaba frente al restaurante de Edith. A empujones entre las personas, llegó hasta la puerta. Edith lo miró desde el mostrador. Le sonrió dejando brillar su diente. El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar sorteó los últimos obstáculos humanos para acercársele, entró en el local, se precipitó hacia ella y la abrazó, muy fuerte, entre la gente que por primera vez llenaba el restaurante. Algunos turistas aplaudieron, otros sonrieron, como la misma Edith, sorprendida, pero él no dejó de abrazarla. Siguió aferrado a ese cuerpo pequeño y a ese olor a cocina, con los ojos cerrados, como si fuese la última vez.