El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar leyó el informe por décima vez. Esta vez no lo tiró a la basura. Pero sí vaciló. Estaba preocupado. La sintaxis no estaba mal, aunque quizá era demasiado directa y respetaba poco las formas tradicionales. Faltaba por ejemplo la edad de los implicados, que no había podido constatar en todos los casos. Pero al fiscal le preocupaba sobre todo que reabrir el caso sería improcedente y, como le había dicho el capitán Pacheco, la policía no sería competente ante un problema de terrorismo.

Volvió a pensar en las palabras de Justino: Mi hermano es. Mi hermano es que hace todo. Quizá el fiscal debía haber dejado correr esas palabras sin dar más vueltas al asunto, quizá debía cerrar los ojos, olvidar. Olvidar es siempre bueno. Pero todo el tema de Yawarmayo era un zumbido que le vibraba en los oídos, en la nuca y en el estómago.

Además, no hacía nada en todo el día. Desde su regreso de Yawarmayo, se había convertido en un fantasma del Ministerio Público. Nadie le había encargado un trabajo, ni una denuncia, ni siquiera un memorándum. Sus encargos pendientes habían sido transferidos a otras dependencias durante su viaje. El fiscal provincial no le dio ninguna explicación al respecto. Sus colegas afirmaron no saber nada. Por su parte, el juez Briceño lo llamó aparte para felicitarlo con complicidad por ser el nuevo protegido del comandante Carrión. Le dijo que ése era el mejor modo de comprarse un Datsun. El fiscal agradeció la felicitación sin terminar de entenderla y, horas después, en el baño, oyó al mismo juez en los urinarios diciéndole a alguien que Carrión había mandado aislar al fiscal porque ya no confiaba en él. «Ese cojudo ya se jodió», completó el juez. Más que las habituales intrigas del Poder Judicial, lo que fastidiaba al fiscal Chacaltana era la sensación de vacío. Llevaba veinte años despachando cada mañana y ahora, de repente, se sentía inútil, como si su oficina fuese una burbuja de hielo que lo apartase del mundo. Se aburría.

El resto del lunes lo pasó jugando a encestar una pelotita de papel en un tacho de basura. De vez en cuando, como un relámpago, se le aparecían los recuerdos de Yawarmayo y de Justino. Mi hermano es. Todo hace. ¿Qué hermano? ¿Qué hace?

No quiso almorzar con Edith, al menos mientras no tuviese una señal de apoyo o de ascenso de sus superiores. Se había despedido de ella diciéndole que la invitaría a los ágapes de los jefes. No volvería ahora diciendo que sólo podía invitarla a una oficina vacía. Sintió que la defraudaría, que ella se sentiría decepcionada de él. Almorzó en su oficina un arroz con pollo que había llevado hecho desde su casa en un termo y pasó el resto de la tarde dedicado a su pelotita de papel. Por la noche durmió mal.

El martes se desarrolló exactamente igual. A sus pesadillas se sumaron sudores y náuseas.

El miércoles 12 a las 9.35, acicateado por la necesidad de hacer algo, tomó la decisión de buscar el apellido de Justino entre los archivos de la fiscalía.

Quizá encontraría algo útil, o por lo menos daría la impresión de hacer algo útil. Había aprendido que no era tan importante trabajar realmente como hacer notar que se trabaja. En Lima, donde la competencia era mayor, el fiscal Chacaltana permanecía en su oficina hasta las diez de la noche aunque no tuviese nada que hacer, para no dar la impresión de irse demasiado temprano a su casa. En Ayacucho, los funcionarios salían antes, pero las malas lenguas corren con mayor velocidad en las ciudades pequeñas.

El archivo estaba en una enorme sala sin ventanas llena de papeles y cajones, donde el fiscal pasó toda la mañana rebuscando las memorias de los años ochenta entre documentos empolvados y viejos en busca del apellido Mayta Carazo. No figuraba en los archivos clasificados según nombre. Tampoco estaba entre los detenidos o requisitoriados por terrorismo, ni por delitos comunes. Cuando estaba a punto de abandonar, el fiscal decidió buscar entre los casos sobreseídos o descontinuados. Encontró la denuncia puesta por la madre de Edwin después de su desaparición. Debía tratarse de la misma mujer que le había abierto la puerta en Quinua el día en que recibió el golpe. Los cargos habían sido retirados al día siguiente de la denuncia sin la firma de la denunciante.

Con la información de la denuncia, pudo buscar los antecedentes de Edwin Mayta Carazo, que estaban en el apartado de «denuncias desestimadas». Finalmente, encontró una pista: el hermano de Justino había sido señalado una vez como miembro de una célula que operaba cerca de Huanta, pero nunca le habían podido probar nada. Tras la voladura de unas torres eléctricas, algún vecino denunció a otros dos miembros de esa misma célula. Entonces, el Ejército decidió buscar a Edwin para hacer las averiguaciones pertinentes.

Junto a la información sobre Edwin estaban los nombres de los demás integrantes de la célula. Dos de ellos, un hombre y una mujer, figuraban como «en paradero desconocido». El tercero, Hernán Durango González, alias camarada Alonso, purgaba condena a cadena perpetua en el penal de máxima seguridad de Huamanga.

El fiscal tomó conciencia de que nunca en su vida había hablado con un terrorista. Se preguntó si sería válido para la investigación, si podría consignar como prueba las declaraciones de un reo por traición a la patria. Luego comprendió que daba igual. No había pruebas porque no habría proceso ni juicio. El tema del cadáver de Quinua era un caso cerrado.

Esa tarde, después de almorzar en un puesto de la calle, se dirigió hacia la prisión. Pensaba que, si al menos cerraba el caso para sí mismo, sus pesadillas nocturnas terminarían.

El penal de máxima seguridad de Huamanga, con capacidad para trescientos ocupantes, albergaba a 974 reos, 252 de ellos acusados de terrorismo o traición a la patria. Mientras se acercaba a pie, el fiscal pasó revista a los muros de diez metros de altura y a las torres de vigilancia en sus esquinas. No había nada ni nadie en un radio de tres kilómetros, de modo que cualquier movimiento en los alrededores podía ser detectado antes de acercarse demasiado al precinto. Para entrar era necesario mostrar el DNI en la puerta y ser anotado en el cuaderno de visitas. Tras el primer control comenzaba un largo pasillo que desembocaba en otra cabina de guardia.

—Hoy no es día de visitas —dijo el segundo vigilante secamente.

El fiscal mostró su identificación. El guardia ni la miró.

—Hoy no es día de visitas —repitió.

El fiscal quiso evitar polémicas innecesarias. Agradeció la atención prestada, recogió su documento y procedió a volver sobre sus pasos. Ya estaba fuera del lugar cuando recordó que no tenía nada que hacer en su oficina. Pensó en su pelotita de papel. Y en sus pesadillas. Se dio la vuelta y sacó su identificación ante el primer guardia, que volvió a anotar el nombre en el cuaderno de visitas sin decir nada. Se internó de nuevo en el pasillo, hasta llegar a donde estaba el segundo control.

—Llame al funcionario del Instituto Nacional Penitenciario. Vengo en misión oficial —dijo con aplomo.

El guardia dejó escapar un gruñido, como si le molestase que una persona turbase la paz de sus miércoles. Luego articuló:

—No hay ningún funcionario.

—Perdóneme, pero esto es una penitenciaría. Tiene que haber un funcionario del…

—Aquí manda el coronel Olazábal. Si quiere hablar con él, tiene que enviar un fax a la Administración General de la Policía solicitando una entrevista.

Un policía. Chacaltana sabía que en muchas cárceles había policías en lugar de funcionarios, porque el Instituto no se daba abasto para controlarlas todas ni tenía mando de tropa. Se sintió frustrado mientras volvía a salir, pensando que quizá podría enviar también un oficio de requerimiento al Instituto Nacional Penitenciario para pedir ser presentado oficialmente. Luego volvió a recapacitar: su caso estaba cerrado y el sistema de mensajería interinstitucional no se había revelado muy eficiente. A pesar de su confianza en las instituciones, entendió que nadie le daría esa cita. Pero también entendió de repente que él mismo era también una autoridad institucional. Ya había dejado atrás el penal cuando, resuelto y seguro, dio la vuelta, mostró una vez más su DNI ante el silencioso guardia de la entrada y volvió a presentarse ante el segundo guardia, que parecía somnoliento mientras refunfuñaba algo, quizá su sorpresa de ver a un ser humano tantas veces en un solo día desde su puesto de trabajo.

—Llame al coronel Olazábal —exigió el fiscal—. Hablaré con él.

—Está ocupado. Ya le dije que tiene que mandar un fax a…

—Entonces deme su nombre y número de placa, porque lo mencionaré a usted en el fax.

Repentinamente, el policía pareció recuperar la consciencia. Ya no se veía dormido.

—¿Perdone? —preguntó sagazmente.

—Deme sus datos. Los voy a anotar aquí y le transmitiré al coronel Olazábal su negligencia para apoyar investigaciones ordenadas por la superioridad.

El guardia ahora no refunfuñaba. Más bien, iba palideciendo e inclinándose hacia un lado para ocultar su placa:

—No pues, jefe —dijo, el fiscal notó que lo había llamado «jefe» y que su voz era ahora más suave—, así no es pues, yo tengo mis órdenes y las cumplo. No es mi intención negligir…

—No me interesan sus historias, cabo. Le he dicho que me dé sus datos o me comunique con el coronel Olazábal. Usted escogerá.

El fiscal se preguntó si lo podrían acusar de falta de respeto a la autoridad, insubordinación y traición a la patria. Se respondió que sí. Pero repentinamente, sentía que estaba haciendo algo distinto, quizá algo importante, al menos para sí mismo, para sus sueños. El guardia lo miró con odio, se levantó y salió de su cabina. Volvió quince minutos después. Con un gesto, le ordenó al fiscal que lo siguiese.

Entre el edificio de entrada y los pabellones se levantaba un segundo muro de diez metros de altura, rematado por alambre de púas y separado del muro exterior por la Tierra de Nadie, una zona gris y árida de ocho metros de ancho donde todo lo que se moviese tenía orden de recibir bala.

Al fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, la Tierra de Nadie le pareció un primer aviso del infierno. Los presos prendidos de las rejas de los pabellones, sus miradas vacías que no habían visto más que esos muros durante diez años. Los policías que jugaban a las cartas y se secaban el sudor del cuello con sus galones sabían que ése no era buen lugar para un ascenso y eventualmente descargaban su frustración a escupitajos contra los barrotes. Para dieciséis presos del pabellón E, condenados a cadena perpetua, ese canchón desértico no era más que la última franja de terreno relativamente libre que verían, sólo para nunca olvidar que no volverían a pisarla.

Subieron al segundo piso del edificio de entrada. Al final de las escaleras, de pie, los esperaba un oficial alto, blanco y casi sin pelo pero joven aún. Llevaba camisa de manga corta y no tenía el kepí. El guardia de la entrada lo saludó marcialmente. Lo llamó coronel Olazábal. El otro le pidió que los dejasen solos.

—No se nos ha informado de ninguna inspección —dijo con mal humor.

El fiscal trató de justificarse:

—No vengo por ninguna inspección formal. Es sólo una entrevista personal.

—Sólo responderé ante mi comando.

—No es con usted. Es con el recluso Hernán Durango González.

—No puedo permitir entrevistas irregulares sin una orden.

El fiscal sintió que estaba ante el último muro antes de ver a su sospechoso. Observó la pistola en el cinturón del policía. Pensó que él mismo también tenía un arma. Una de doble filo. Dijo:

—Llame al comandante Carrión, por favor. Él le dirá lo que quiera saber. Pero no le gustará que discutan su autoridad.

Entonces, fue como si el coronel perdiese el paso. Sus ojos se abrieron, su cuerpo se puso rígido, todo menos la cara, que trató de distenderse en una sonrisa. El fiscal continuó:

—Estoy trabajando en una investigación de Estado Mayor sobre…

—No necesita decírmelo —lo interrumpió el coronel—. Nuestras puertas siempre están abiertas para el comandante.

Súbitamente, todo se volvió más rápido. El policía le dejó a cargo de un cabo que lo llevaría a buscar a su reo. Con esa escolta, el fiscal Chacaltana atravesó la Tierra de Nadie y entró en los pabellones. Voltearon a la derecha. En el largo pasillo del pabellón E se cruzaron con rostros de curiosidad pétrea y silenciosa. Llegaron a un patio central. Entre las ventanas con barrotes, se elevaban mesas de talleres de artesanía y manualidades. Algunos de los reos armaban cañas de pescar o hacían pesas.

—¿Ha venido a revisar nuestras sentencias? —preguntó uno de los reos.

—Silencio, carajo —dijo el cabo. Y luego gritó al aire—: ¡Hernán Durango González!

El fiscal percibió las miradas de los reos, todas concentradas en él, en ese hombre de terno y corbata que podía ser cualquier persona, quizá un abogado. El fiscal se hizo cargo de su situación. Se compadeció. Le dijo al reo:

—Trataré de que se revise su caso, señor. Anóteme sus datos y yo…

El policía se rió. Le dijo al fiscal:

—¿A este conchasumadre le van a revisar el caso? Ya se lo revisaron. Éste ha matado a veintiséis personas, entre ellas seis niños. Todos a sangre fría. Revíselo de nuevo si quiere.

El reo no contestó. Pareció molesto. Del otro lado, se les acercó otro reo, delgado, moreno y con la mirada de hielo. Se presentó como Hernán Durango González. Prefería que lo llamasen camarada Alonso. El cabo esposó las manos del terrorista y los llevó a una oficina en la torre de la entrada, donde podrían entrevistarse a solas. Mientras el fiscal pensaba qué decir, el reo se le adelantó:

—Si va a pedirme información a cambio de beneficios, olvídelo. No traicionaré a mis compañeros.

El fiscal esperaba ese reto directo, el primer intento de intimidación. Lo había leído en innumerables manuales de guerra contrasubversiva. También había leído la respuesta. El desprecio:

—¿Tus compañeros? Ya no existen tus compañeros. Están todos presos. La guerra se acabó. ¿No ves la tele tú?

Hernán Durango González clavó sus ojos en los del fiscal. Pareció entablar un pulso de miradas, hasta que el fiscal bajó la suya. La del terrorista era difícil de sostener. No. No podía bajar la mirada. Trató de disimular el escalofrío que recorrió su espalda. Le habían dicho ya que los terroristas confesos tratan de imponerse en los interrogatorios, que se necesita mucha personalidad o un par de culatazos para amansarlos. Trató de levantar la vista, de no desviarse del tema:

—Vengo a preguntarte sobre una persona que conociste: Edwin Mayta Carazo.

El terrorista pareció sorprendido.

—¿Edwin?

—¿Lo recuerdas bien?

Durango pareció recuperarse y tratar de ganar terreno.

—No hablaré.

—Fue detenido hace diez años. Luego de su liberación, pasó a la clandestinidad.

—¿Liberación? —a pesar de la sonrisa que se formó en su boca, el terrorista mantenía una mirada de acero, como una bala—. A ése lo detuvo el Perro Cáceres. Cáceres no liberaba sospechosos. Se deshacía de ellos.

El fiscal recordó que no debía discutir, no debía pisar el palito de comenzar a argumentar. Ya le habían dicho que los terroristas sólo discutían para confundir, que mentían para distraer, que se escudaban en las peores falsedades. El fiscal respiró hondo:

—Es lo que consta en nuestros archivos.

—¿Y los asesinatos de Cáceres constan en sus archivos? ¿Y cuando decía que más valen cien cholos muertos que un terrorista vivo?

—No he venido a hablar de…

—¿Sabe cómo entrenaba el teniente Cáceres a su gente? Los hacía matar perros y comerse sus intestinos. El soldado que no aceptase, sería tratado como perro. Por eso le decían así a Cáceres. ¿Dónde está eso en sus archivos?

El fiscal recordó los perros de Yawarmayo. Trató de apartar ese recuerdo de su cabeza, como quien espanta a un mosquito.

—Señor Durango, yo haré las preguntas por ahora.

—Ah, verdad. Se me había olvidado para quién trabaja usted.

El fiscal deseó un vaso de agua. Se dio cuenta de que en la oficina en que estaba no había nada, ni agua, ni baño, ni adornos, sólo dos sillas y un escritorio vacío excepto por una banderita del Perú. Decidió continuar:

—Según la información de que dispongo, no es claro si Edwin formaba parte efectiva de Sendero Luminoso o era inocente…

—¿Y usted? ¿Usted es inocente? ¿Y sus superiores? ¿Son inocentes?

—Me refiero a si cometió actos de terrorismo…

—Claro. Si uno mata con bombas caseras se llama terrorismo y si mata con ametralladoras y hambre se llama defensa. Es un juego de palabras, ¿no? ¿Sabe cuál es la diferencia? Que a nosotros no nos importa. En cambio los suyos, sin una metralleta en la mano, se orinan de miedo.

Casi veinte años antes, en su última vista a Ayacucho, el fiscal había sobrevolado los alrededores de Huanta en un helicóptero militar a invitación de un capitán amigo. A la mitad del viaje entre los montes, un hombre salió de los matorrales llevando una bandera roja. Estaba solo. Y corría delante del helicóptero mostrando la bandera. El soldado de a bordo tenía una metralleta Star. Disparó. El conductor modificó la ruta para seguir al estandarte. El de abajo corría tan rápido como podía, seguido por las ráfagas de la metralleta, que trataba de alcanzarlo antes de que volviese a la maleza. Pero cuando el de la bandera llegó al pie de unos arbustos que habrían podido ocultarlo, siguió de largo, continuó corriendo por los claros con su bandera como un escupitajo rojo en la cara de los militares. No se ocultó, y siguió aún centenas de metros despreciando los escondites naturales que se ponían a su paso, seguido por el polvo que levantaban las balas cada vez más pegadas a sus talones. Tras cinco minutos de persecución, las balas lo alcanzaron, primero en las piernas y luego, ya caído, en la espalda y el pecho, mientras dedicaba sus últimos movimientos a mantener la bandera flameando en alto. El tirador se felicitó como si hubiera cazado un pájaro y siguió disparándole mientras le gritaba insultos que el de abajo ya nunca escucharía.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó el fiscal esa vez—. ¿Por qué se ha dejado matar de ese modo?

—Para mostrar que no le importa morir —respondió el conductor.

Luego, el helicóptero dio marcha atrás, hacia el lugar del que había salido la bandera, y acribilló los matorrales, los árboles, los recodos del río, las plantas. El fiscal volvió a preguntar:

—¿Y por qué ahora disparan hacia el vacío?

—Para ver si le damos a alguno de los chicos que lo vieron. Eso formó parte de uno de sus adiestramientos. Sendero está lleno de niños de trece años que se excitan cuando ven estas cosas. Cada muerto con una bandera como el que hemos visto produce de diez a doce sicarios dispuestos a lo mismo.

Recordó ese episodio en un segundo, antes de volver en sí para responderle a Hernán Durango González:

—No le permito que compare a los efectivos de las Fuerzas Armadas con…

—No tienen comparación. Ésos son perros guardianes de sus dueños.

—Ustedes están derrotados. Ustedes ya no existen.

—¿Suele hablar usted con gente que no existe? —El fiscal pensó en su madre. Titubeó.

—E… Están derrotados. Usted está preso, se lo recuerdo.

—Estamos ahí, señor fiscal. Estamos agazapados. Esta pradera se encenderá, como ha hecho durante siglos, en cuanto salte una chispa.

Se encenderá. Al fiscal Chacaltana lo ponía nervioso ese verbo. Volvió a repetirse que no debía entrar en discusiones ni justificarse. Respondió:

—He venido a preguntarle simplemente por Edwin Mayta Carazo. No a escuchar sus discursos.

El terrorista pareció relajar su mirada un momento. Miró por la ventana. Las ventanas de las oficinas tenían menos barrotes que las de las celdas. Habló:

—Debería usted pasar de vez en cuando por los penales de máxima seguridad, señor fiscal. ¿Es la primera vez que viene a uno?

—Bueno… sí. Antes no llevaba casos de este…

—Debería usted pasearse un poco entre las celdas. Vería cosas interesantes. Quizá se le quitaría esa manía de distinguir entre terroristas e inocentes, como si esto fuera cara o sello.

El fiscal no quiso decir lo que iba a decir. Pero no pudo evitarlo.

—Me temo que no comprendo.

—Hay un reo por repartir propaganda senderista, pero es analfabeto. ¿Inocente o culpable?

El fiscal buceó mentalmente en el ordenamiento jurídico en busca de una respuesta mientras tartamudeaba:

—Bueno, en un sentido técnico, quizá…

—Otro está preso por arrojar una bomba a un colegio. Pero es retrasado mental. ¿Inocente o culpable? ¿Y los que mataron bajo amenaza de muerte? Según la ley son inocentes. Pero entonces, señor fiscal, todos los somos. Aquí todos matamos bajo amenaza de muerte. De eso se trata la guerra popular.

Eran demasiadas preguntas juntas. La capacidad de rastreo entre los reglamentos del fiscal se colapsó.

—Yo me he limitado a preguntarle qué sabe de un sospechoso.

—Y yo me he limitado a decírselo, señor fiscal.

Entre ambos cayó un silencio como una lápida. Al fiscal no se le ocurrió nada más que preguntar. Estaba confundido. Quizá no debía haber ido al penal. No estaba sacando ninguna información útil. Ya le habían advertido que para interrogar a un senderista hay que tener maña, huevos y un garrote. El fiscal tenía mucha sed. Cuando iba a dar la entrevista por terminada, el terrorista preguntó:

—Ahora dígame usted. ¿Cómo está su mamacita?

Félix Chacaltana sintió que cada músculo del cuerpo se le contraía en una náusea pesada y gris. Durango tenía los ojos sin expresión, esos ojos de desprecio que el fiscal había visto en cada terruco arrestado.

—¿Cómo?

—Sé que usted guarda muy presente su recuerdo. Ella murió, ¿verdad? —continuó Durango.

—Yo…

—Era usted muy pequeño, ¿no?

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó el fiscal, quizá sólo para invertir los papeles del encuentro. De repente, le había parecido que el interrogado era él.

—El partido tiene mil ojos y mil oídos —dijo Durango sonriendo con una mirada inexpresiva fija en los ojos del fiscal—. Son los ojos y los oídos del pueblo. Es imposible encerrar y matar a todo el pueblo, él siempre está ahí. Como Dios. Recuérdelo.

El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar abandonó la oficina mareado y con un nudo en la garganta. De repente había sentido como nunca que el caso del muerto de Quinua tenía algo que ver con él de un modo más concreto del que imaginaba. Entró a un baño del edificio de guardia y se lavó la cara. Como no había papel higiénico, se secó con su pañuelo mientras corregía los pelos rebeldes de su peinado pegado hacia atrás. Respiró. Trató de distenderse un poco. Abrió la puerta y se encontró cara a cara con el coronel Olazábal. Se asustó. Olazábal, sin embargo, se mostró atento.

—¿Cómo le fue? ¿Consiguió la información que buscaba?

—Sí, más o menos…

—Puede volver cuando quiera.

—No… no creo que sea necesario.

Esperaba que no fuese necesario.

—¿Le puedo ofrecer un traguito? ¿Un café? ¿Mate?

—No, gracias. Creo que debo irme ahora.

—Espero que le haga llegar mis saludos al comandante Carrión.

—Sí, claro.

El fiscal empezó a bajar hacia la salida. El policía lo seguía de cerca.

—Y que le transmita mi voluntad de apoyar todas sus iniciativas.

—Eso haré, sí.

—Señor fiscal…

—¿Qué?

El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar sintió que debía detenerse y encararlo. Le costó hacerlo. Quería irse. Se arrepentía un poco de haber insistido en investigar. Hay cosas que es mejor dejar pasar, olvidar. Hay cosas que se conjuran al mencionarlas, palabras que no se deben decir. Ni pensar.

—¿Usted cree… señor fiscal… que pueda hablarle al comandante Carrión sobre una cosa?

—Dígamela. Yo se la haré saber.

—Ya tengo diez años en el penal de máxima seguridad. Por cadena de mando, yo debería tener un puesto mejor en la región policial. Me gustaría al menos cambiar de destino. ¿Podría usted conseguir que el comandante aprobase mi traslado?

Ahora, el fiscal sintió que la mirada que venía del rostro del coronel llegaba desde algún lugar a miles de años luz de sus problemas. Prometió que haría lo que pudiese y abandonó el edificio caminando tan rápido como podía, casi corriendo, aunque manteniendo la dignidad que correspondía a un funcionario de su rango. Mientras recorría la pampa que separaba la prisión de la ciudad, se sintió observado. Se dio la vuelta. No había nadie en tres kilómetros a la redonda…

De regreso a la fiscalía escribió el informe.

Ahora, mientras caía el sol, seguía revisando escrupulosamente su escrito, preguntándose si valía la pena dar la alarma o si no había alarma que dar o si hablar de ella le costaría el rango y el puesto. Comprendía las razones del teniente EP Alfredo Cáceres Salazar y su metodología de investigación, pero no tenía claro que Edwin Mayta fuese terrorista. Quizá sólo estaba pensando demasiado en todo ese caso. Quizá simplemente Justino se había vuelto loco desde el arresto de su hermano y había pensado que el fiscal tenía algo que ver con ello. De todos modos, recapituló el fiscal, todo el problema se limita a un cadáver y ya está resuelto, cadáveres en Ayacucho sobran y mejor no meter la nariz en ninguno en particular, porque de todos salta la pus. No había amenaza terrorista. El terrorismo se acabó. Lo demás eran disparates que los mismos terroristas decían para confundir. Guardó el informe en un cajón, bajo los lápices y los formularios para pedir materiales. Luego miró su reloj. Era hora de salida. Tomó sus cosas y salió puntualmente. Se sentía extrañamente nervioso. En la calle, los turistas que llegaban para la Semana Santa empezaban a dar una imagen más viva de la ciudad. La mayoría venían de Lima, pero ya había inclusive algunos gringos, españoles, quizá algún francés de los que recorren los Andes con mochilas. El fiscal Chacaltana decidió pasar por donde Edith para relajarse un poco. Quizá también era hora de disculparse por sus ausencias. Había empezado muy fogoso con ella y luego había desaparecido. Eso no era de caballeros.

En el restaurante, para variar, estaba ella sola. El fiscal se sentó donde siempre, pero Edith no parecía de muy buen ánimo.

—¿Dónde estará almorzando usted? —dijo ella—. Ya por aquí ni viene.

—Es que tengo mucho trabajo. Pero ganas no me faltan.

—Claro, ahora parece que es muy importante para venir aquí. Tenemos mondongo. ¿Quiere? —dijo ella con desgano, como a un cliente más de un lugar lleno. Él pensó que lo mejor sería aceptar, para mejorar el humor de su anfitriona. Ella le dejó el plato en la mesa quince minutos después y se fue a lavar vasos a un costado, de espaldas. En la televisión ponían una comedia americana. Dos chicas rubias peleaban disparatadamente por un chico alto y guapo que no sabía a cuál escoger.

—Hasta me había comprado un vestido para las fiestas que me invitó —dijo Edith.

Señaló con un gesto una de las sillas, de la que colgaba un vestido rosado de bobitos lleno de arabescos e hinchazones bordadas. Lo había tenido allí durante días para mostrárselo al fiscal cuando apareciese. Ya hasta olía a cocina. Al fiscal le pareció bonito. Y se sintió culpable por haberle hecho gastar su dinero. No tenía hambre. Alternaba la mirada entre el plato y la joven, sin saber dónde fijarla. Quiso decir que tenía mucho trabajo, que no le era posible asistir a almorzar siempre entre tantas reuniones, cenas, viajes de trabajo. Finalmente dijo:

—No soy importante.

—¿Cómo dice? —ella se detuvo y volteó. Su pelo suelto y liso caía sobre sus hombros, su cuello, su frente.

—No soy… nada importante, Edith. No tengo un carro. Ni lo tendré. No me invitarán a las fiestas de las altas autoridades. En realidad, creo que yo no sirvo para esas fiestas. Cuando trato de hablar nadie me escucha. Quizá es que nunca entiendo qué está pasando en las fiestas… Creo que no entiendo ni siquiera qué está pasando en esta ciudad ni en este país. Últimamente creo que no entiendo nada de nada. Y no entender me da miedo.

Le daba vergüenza decirle a una mujer que tenía miedo. Pero las palabras habían salido de su boca automáticamente, como una ráfaga de Star desde un helicóptero en vuelo. No había podido controlarlas. Eso, quizá, era lo que más miedo le daba. Saber que había algo que no podía controlar, algo dentro de sí mismo, lo aterrorizaba más que lo que no podía controlar afuera, lo que dependía de los cuchicheos en los baños, en los ágapes, en las oficinas embanderadas y los desfiles. Había bajado la mirada hacia su plato intacto, así que sólo el olor del champú barato de Edith le hizo notar que ella se había acercado a él, casi hasta rozarlo.

—Aquí nadie entiende nada —dijo ella—. Pero nadie lo admite tampoco. Hay que tener valor para decir eso.

—Yo soy un cobarde, Edith. Siempre lo he sido.

De repente, el fiscal sintió un calor en la mano, una sensación agradable y protectora que no sentía desde hacía mucho. Le tomó unos segundos apartar la vista del mondongo y descubrir que era la mano de Edith, que le había entrelazado sus dedos. Se quedaron en silencio varios minutos mientras los turistas hacían cada vez más ruido en su búsqueda de bares para pasar la noche. Dos limeños entraron al restaurante.

—¿Vendes cerveza?

—Estamos cerrando —respondió ella.

El fiscal quiso decirle que no dejase de trabajar por él. El negocio del turismo le vendría muy bien al restaurante y, de todos modos, lo suyo no era tan grave. En realidad, ni siquiera sabía bien qué era «lo suyo», no valía la pena que ella se preocupase tanto. Pero la presión de esos dedos delgados sobre los suyos y el olor a mondongo de esa mujer pequeña parecían haberle sellado los labios. Cuando los turistas se fueron, Edith cerró la puerta, guardó el plato del fiscal en la refrigeradora y los dos salieron juntos a la calle. Caminaron en silencio hacia la casa del fiscal. Chacaltana recordó lo que era caminar por la calle con una mujer al lado, la sensación de que cuatro piernas caminan al compás, pero no como una escolta en marcha sino con un paso libre, tranquilo, lento. De vez en cuando sonreían sin razón.

—En Semana Santa trabajaré en el restaurante también por las mañanas —decía ella—. Habrá mucho turista. Puede venir a desayunar si quiere. Porque de mañanita sí come usted, ¿no?

—Llámame Félix.

—Tengo una chacra con mis primos en Huanta. Ahora trabajo aquí porque ha terminado la cosecha. El próximo año volveré.

—Todos los años.

—Todos los años. Aquí el tiempo es así. Todo se repite una y otra vez. La siembra, la cosecha…

—Quizá la vida puede cambiar. Cuando alguien desaparece, ya nada es lo mismo. Cuando alguien se enamora, tampoco. Hay cosas que son para siempre.

—Ojalá.

Ya en su casa, el fiscal le ofreció un mate. Se sentaron en la sala a conversar. El fiscal se preguntó si su pronta visita a la casa era una señal para acabar en su cama. Luego se dio cuenta de que él mismo no quería acostarse con Edith, al menos no esa noche. Esa noche tenía ganas de hablar con ella, de dejarse arrullar por su voz y su paciencia, quizá de abrazarla. Nada más. Al menos eso creía.

—¿Cómo fue que tus padres fallecieron?

—Por los terrucos —respondió ella.

—Fue una época horrible, ¿no?

—No quiero hablar de eso.

Nadie quería hablar de eso. Ni los militares, ni los policías, ni los civiles. Habían sepultado el recuerdo de la guerra junto con sus caídos. El fiscal pensó que la memoria de los años ochenta era como la tierra silenciosa de los cementerios. Lo único que todos comparten, lo único de lo que nadie habla.

—¿Vas a ver a tus padres con frecuencia?

—Voy siempre. Me siento sola sin ellos. Siempre me he sentido sola.

—Yo aún veo a mi madre.

Ella sonrió sin entender. Él decidió mostrarle lo que nunca antes le había mostrado a nadie. Quizá ella comprendería. La tomó de la mano y la llevó hacia la habitación del fondo. Cuando abrió la puerta, a ella se le iluminaron los ojos. El interior parecía un cuarto de hacía veinte años, el cuarto de una señora, con su espejo, sus muebles de madera antigua y hasta las viejas cremas y colonias de las abuelas. Ella paseó por el cuarto tocándolo todo suavemente, como si fuera reconociendo la presencia de la madre por el tacto.

—¿Éste era su cuarto?

—Mi casa se quemó cuando era niño. Cuando regresé, reconstruí su habitación en este cuarto tal y como la recordaba. Era bonita, ¿no?

Ella no respondió. Él se preguntó si comprendería. Nunca le había mostrado la habitación a nadie. Quizá era un error dejarla ver. Era como desnudarse en público.

—Ella… es mi recuerdo más fuerte de Ayacucho —dijo él.

—Es como si estuviera viva.

—Lo está… en cierto modo.

Edith miró las fotos.

—¿Y tu padre?

El fiscal Chacaltana negó con la cabeza. Sonrió mientras ella admiraba la tela de las sábanas y el olor a madera húmeda.

—Es importante recordar —dijo ella—. Ellos nos recuerdan a nosotros.

Del interior del dormitorio emanó un aliento cálido. El fiscal supo que a su madre le gustaba esa chica, y que la recibía en su regazo, como a una nueva hija.

Se acercó a la cama y la besó. Fue un beso suave, apenas un roce en los labios. Ella no se resistió. Él repitió el gesto lentamente, tratando de acostumbrarse de nuevo al tacto de una piel ajena. La tomó de la mano y la llevó a la sala. Le parecía irrespetuoso besarla ahí. Se acostaron en el sofá de la sala y siguieron besándose con suavidad, explorándose mutuamente. Tras unos minutos, deslizó su mano bajo la blusa de Edith. Ella lo dejó hacer abrazándolo. Levantó la blusa y bajó la cabeza. Le besó el ombligo, la barriga, y fue subiendo hasta lamer sus pechos. Eran unos pechos pequeñitos como ella misma, apenas un relieve sobre su cuerpo recostado. Sintió una calidez remota que casi había desterrado de su memoria. Siguió subiendo hasta el cuello. Ahora ella se dejaba hacer sin responder. El fiscal reparó en que tenía una erección. Trató de meter la mano más allá de su cintura. Ella lo detuvo con firmeza. Él buscó sus ojos con la mirada. Edith tenía los párpados semicerrados pero atentos. Gotas de sudor perlaban el espacio entre su labio superior y su nariz, como un bigote líquido. Temblaba.

—Lo siento —se retiró el fiscal.

—No quiero que luego pienses mal de mí —dijo ella.

Él se incorporó. Tomó conciencia de que debía respetarla y no supo qué hacer. La soledad es peligrosa. Se acumula hasta volverse incontrolable y revienta. Pensó que acababa de arruinarlo todo. Quiso ofrecerle un mate. Quizá sería mejor una bebida con alcohol, pero no tenía ninguna. Pasó varios minutos tratando de decir algo antes de que pasase demasiado tiempo. Logró articular:

—Es sólo que contigo me siento menos absurdo. Tú eres una de las cosas que no entiendo, pero la única que me gusta no entender.

Ella sonrió y lo besó. Él aceptó el beso y devolvió muchos más, pero evitó tocarla demasiado.

A la mañana siguiente, el fiscal se sentía revitalizado, alegre: por primera vez en mucho tiempo, no había tenido pesadillas. Mientras atravesaba el desfile de cofradías que se dirigían a la iglesia de la Magdalena a preparar los vestidos de las imágenes santas del viernes, sintió que la ciudad recobraba la vida a su paso. Llegó a trabajar más temprano que de costumbre con un retrato de su madre y una foto carné de Edith que ella le había dado la noche anterior, al final, mientras él la acompañaba a su casa. Colocó ambas imágenes en un portarretratos del escritorio y abrió las ventanas para que la oficina se orease un poco. Saludó alegremente a la amargada secretaria del fiscal provincial y se sentó a despachar.

No tenía nada que despachar.

Resuelto a no perder el tiempo, desenterró el informe sobre Edwin Mayta Carazo que tenía guardado en el cajón y volvió a echarle una mirada. A fin de cuentas, no decía nada tan terrible. Un destacamento había realizado sus labores normales y rutinarias diez años antes y había liberado al sospechoso. Y eso era todo. Quizá en cualquier caso podría servir en investigaciones posteriores: todo indicaba que ese Edwin formaba parte del grupo que hostigaba al puesto policial de Yawarmaya. Le pareció correcto haberlo escrito aunque no hubiese caso abierto. Su efecto había sido positivo. Había aliviado sus sueños como esperaba. Pensó en su ex esposa. Se dio cuenta de que su recuerdo empezaba a desvanecerse, a apagarse en el olvido. Uno necesita un presente para no tener que pensar en el pasado. El fiscal lo tenía. Ese día, le parecía que Ayacucho lo tenía, que la ciudad necesitaba sólo un poco más de aire, un poco más de luz.

Mientras tarareaba un viejo huayno que recordaba haberle oído cantar a su madre, guardó de nuevo el informe en su cajón. Le dio dos vueltas a la llave. El resto del jueves lo pasó jugando con la pelotita de papel, con la sensación de haberse quitado un enorme peso de encima. Cuando salió de la oficina, las bandas de músicos empezaban a tocar. En las iglesias se quemaba retama mientras los varones paseaban por las calles toros que lanzaban fuegos artificiales. Toros de fuego. Chacaltana sonrió. Por primera vez en días, el fuego le parecía un augurio de fiesta y alegría.

El viernes 14, a las 5.30 am, el fiscal distrital adjunto abrió los ojos al oír golpes desmesuradamente fuertes en la puerta. Reconocía la diferencia entre los golpes de puño y los golpes de culata. Éstos eran de los segundos. Sin abrir, anunció que se cambiaría de ropa y saldría, pero los soldados insistieron en entrar. Sin nada que temer, el fiscal distrital adjunto les abrió la puerta. Eran tres. Dos estaban armados con fusiles FAL. El tercero, un teniente del Ejército, llevaba una pistola en el cinto. No le apuntaron, pero señalaron que tenían prisa. Órdenes del comandante Carrión.

El fiscal apenas tuvo tiempo de lavarse un poco y acompañarlos. Lo subieron en un jeep flanqueado por los dos soldados. Percibió que sus fusiles no llevaban el seguro puesto. Prefirió no decir nada. El jeep enfiló hacia la salida de la ciudad y subió por el cerro Acuchimay, en dirección a Huanta. El fiscal vio amanecer cerca del Cristo de Acuchimay, mientras adivinaba a sus espaldas la imagen de la ciudad cubierta de tejas y rodeada de cerros secos a pesar de que aún asomaban las últimas lluvias de la estación. El Cristo protegía a la ciudad que se extendía a sus pies. El fiscal se preguntó si también lo protegería a él. Quiso saber adónde lo llevaban.

—¿Vamos a Huanta?

—No tiene autorización para hablar, señor fiscal.

No tiene autorización para hablar. Como el reo de la cárcel de Huamanga.

—Es por lo del penal, ¿verdad? Usé el nombre del comandante Carrión para entrar pero… sé que incurrí en irregularidad, pero creo que él comprenderá… Era una investigación oficial…

—Señor fiscal.

—Dígame.

—Cállese.

Obedeció. Quizá ésa había sido la mayor imprudencia. Un error de principiante. El comandante, seguramente, sabría entenderlo. Quizá sólo había leído su informe y lo llamaba para felicitarlo. Sí. Eso era lo más probable. Alguna vez lo había llamado «mi hombre de confianza». Doblaron a la izquierda en un camino sin asfaltar y atravesaron un terraplén rocoso por donde el jeep avanzaba rebotando. Avanzaron media hora más hasta detenerse ante un retén militar. Después de identificarse, siguieron avanzando hasta que el accidentado suelo no lo permitió más. Bajaron llevando al fiscal del brazo. Caminaron, casi treparon la ladera de un risco donde el fiscal resbaló varias veces y los soldados lo levantaron con poca delicadeza. El fiscal sabía que no había ningún cuartel cercano. No entendía adónde lo llevaban. Llegados a la cima del cerro, el fiscal pudo ver lo que había del otro lado. Un enorme agujero de diez metros de diámetro oculto por los cerros. Un cordón militar alrededor de la ancha fosa. Supo sin necesidad de preguntarlo qué había adentro. A un costado, presidiendo el destacamento militar, estaba el comandante Carrión. Alguien le avisó que el fiscal estaba llegando. El comandante parecía muy serio. El fiscal trató de sonreír lo más amablemente que pudo.

—Buenos días, comandante. Me ha sorprendido su requerimiento de…

—Adelántese, señor fiscal —se limitó a decir el comandante—. Mire eso.

El fiscal levantó la vista hacia el agujero. Sus pies se negaron a moverse. Oyó tras de sí el rastrillar de un fusil. Dio algunos pasos, muy lentos, antes de sentir el empujón que lo precipitaba hacia la excavación. Tras sus pies oyó avanzar un par de botas militares. Se acercó hasta el gran agujero y se detuvo a un metro del borde. Volvió a sentir un empujón. Sudaba. Sacó el pañuelo y se secó la frente. Se atrevió a voltear. El comandante estaba como a veinte metros de él. Le hizo señas de asomarse. Alrededor, los soldados se habían abierto hacia los cerros que rodeaban el agujero, como para no ver. El fiscal volvió a sentir un empujón. Se preguntó si era una mano o el cañón de un FAL. Volteó a verle la cara al soldado que había llegado con él. El soldado estaba pálido y masculló:

—Voltéese, mierda.

El fiscal miró al cielo. El cielo estaba limpio, apenas unas nubes negras en un rincón, probablemente dirigiéndose hacia la Ceja de Selva. Volvió a bajar la mirada al suelo. Lentamente, adelantó un paso y extendió el cuello, asomándose a la negrura circular de la excavación.

El espectáculo de adentro lo desconcertó. Al principio le pareció ver sólo cajas, cajas viejas y destruidas, rodeadas de telas carcomidas por el tiempo y la tierra. Pero luego, lo que había pensado que eran rocas y tierra fue cobrando una forma más precisa ante sus ojos. Eran miembros, brazos, piernas, algunos semipulverizados por el tiempo de enterramiento, otros con los huesos claramente perfilados y rodeados de tela y cartón, cabezas negras y terrosas una sobre otra, formando un montón de desperdicios humanos de varios metros de profundidad. Ni siquiera se veía el final de esa acumulación de huesos y cuerpos secos. El fiscal cayó de rodillas y vomitó. Mientras devolvía lo poco que tenía en el estómago, se dio cuenta de que estaba en posición perfecta para unirse a los cuerpos de abajo, su nuca al aire, regalándose a los fusiles, su cuerpo inclinado sobre los montículos de muerte, su mente perdida en algún momento del tiempo, cuando todo era aún más peligroso, preguntándose cuánto tardaría ese tiempo en terminar de agotarse, cuánto tiempo más le tomaría a la memoria desaparecer, al dolor extinguirse, a las heridas cicatrizar, a los ojos cerrarse.

Cerró los ojos. Le parecía que los cuerpos allá abajo eran espejos que lo multiplicaban hasta el infinito. Y no quiso multiplicarse. Súbitamente, sintió un tirón. Era el soldado que lo había llevado hasta ahí. Ahora lo estaba levantando, quizá para acomodarlo mejor. Pensó en Edith. Pensó en fuego. Pero el soldado lo hizo girar y volver sobre sus pasos. Casi de la mano, más bien del brazo, casi arrastrándolo mientras sus piernas dudaban si sostenerlo, lo llevó de vuelta al jeep donde lo esperaba el comandante y lo depositó frente a él, como a un niño se le deja en la puerta de un colegio.

—La encontraron anoche —dijo el comandante—. La noticia llegó justo cuando acababa de leer su informe. Es la segunda fosa que abren en tres días.

El fiscal distrital adjunto no supo qué responder. Volvió a mirar hacia la fosa, casi como gesto de comprensión. Ahora, una campesina bajaba por la ladera de uno de los cerros del otro lado. Tropezaba y rodaba hacia las faldas, pero se incorporaba para seguir su camino. Tres soldados de ese lado se acercaron a bloquearle el paso. La mujer gritaba algo en quechua. El fiscal la reconoció. Era la mujer que le había abierto la puerta en Quinua, la madre de Justino y Edwin, la señora Carazo de Mayta.

—Hemos conseguido mantener a la prensa al margen del asunto —continuó el comandante, como si no la viera. El fiscal miró al militar. Sí la veía, sus lentes oscuros la reflejaban mientras se acercaba a la orilla de la fosa. Los soldados la tomaron del brazo, pero ella se soltó y continuó corriendo y gritando. Llegó a la orilla. Parecía querer arrojarse al interior. Uno de los soldados le jalaba la pollera. Otro forcejeaba con ella, tratando de alejarla a rastras. La mujer se negaba a moverse. Parecía más fuerte que los otros tres juntos. El tercer soldado sacó una pistola. Ella no la vio. Estaba de espaldas, concentrada en la fosa y en sus gritos. El soldado levantó el arma hacia su espalda.

—Vámonos, señor fiscal —dijo el comandante.

El fiscal no podía apartar la vista de la mujer y los soldados. El comandante le puso la mano en el hombro. El fiscal dijo:

—Deténgalos, comandante.

Pero el comandante no dijo nada, no dio ninguna orden, no elevó su voz hacia sus subordinados. A treinta metros de ellos, el soldado seguía vacilando con el arma en la mano mientras la mujer amenazaba con echarse de cabeza entre los cuerpos. Le apuntó a la espalda, luego a la nuca, luego a la pierna. Los otros dos trataron de mantenerla quieta. Le gritaron algo. El fiscal llegó a oír: «Vete de aquí, mamacita, aquí no hay nada que debas ver». El soldado del arma levantó el cañón hacia el cielo. Volteó hacia sus compañeros. Luego hacia el comandante. El comandante lo observaba sin hacer un gesto. El fiscal quiso gritar. Luego se dio cuenta de que nada cambiaría, de que el exceso de gritos sólo sirve para disimular el sonido de los disparos. Contuvo las lágrimas y no dijo nada. Al otro lado de la fosa, el soldado guardó su arma y ayudó a los otros dos a arrastrar a la mujer fuera del perímetro del cordón de seguridad.

—Nunca matarían a una madre, señor fiscal —dijo el comandante—. A veces, el miedo hace que se excedan. A veces han llegado a golpear a alguna. Pero nunca las matan. No lo harían ni con una orden superior. Es más fuerte que ellos. Es una ley natural. No pueden.

Dos soldados más se acercaron a ayudar. Levantaron en vilo a la mujer y se la llevaron más allá de los cerros. Cuando el fiscal subió al jeep para volver a Ayacucho, sus gritos aún se podían oír entre los cerros. O quizá no, pensó el fiscal, quizá estaban sólo dentro de su cabeza, impregnados en sus recuerdos.