—Ante todo, quiero que sepa que estamos muy orgullosos de usted, fiscal Chacaltana. Y que las fuerzas armadas de este país cuentan con su infatigable esfuerzo en pro de la ley y el orden.

Al fiscal Chacaltana le pareció que todas esas palabras eran dichas con mayúsculas, como los diplomas que cubrían las paredes de la oficina del comandante Carrión, entre medallas y banderas, alrededor del inmenso sillón del escritorio. Mientras un teniente servía dos tazas de mate, el fiscal reparó en que el comandante parecía más alto desde la pequeña butaca en que lo habían sentado a él.

—Gracias, señor.

—Debo confesar que teníamos dudas de que la justicia común pudiese lidiar con un caso de este tipo. Si me permite que lo diga, no todos los funcionarios están preparados para entender lo que ocurre aquí. Los de Lima, menos aún.

—Yo soy de Ayacucho, señor.

—Lo sé. Y eso también nos llena de orgullo.

El fiscal Chacaltana se preguntó qué había que hacer para ser de un lugar. Qué lo hacía más ayacuchano que de Lima, donde había vivido siempre. Pensó que su lugar era donde estuviesen sus raíces y sus cariños. Y Ayacucho estaba bien. Cada vez mejor.

Las semanas siguientes a la presentación de su informe habían sido inesperadamente agradables. Repentinamente, el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar parecía haber ascendido. Dejaron de llegarle encargos de subordinado e incluso el juez Briceño le transmitió por escrito sus felicitaciones por la rapidez y eficacia con que había resuelto el tema de Quinua sin necesidad de alarmar a la opinión pública.

Al día siguiente de cerrar el caso, le había llegado su nueva máquina de escribir y suficiente papel carbón para hacer copias de todos los casos que necesitase. Hasta sus sueños se habían pacificado, corriendo un velo de paz sobre sus pesadillas sobre el fuego. Y al final de la semana, el comandante lo había mandado llamar. Era raro que el comandante se entrevistase con los funcionarios, más raro aún que los invitase a su oficina. El fiscal se sentía contento, pero no quería aprovecharse de su posición:

—Creo que a quien hay que agradecerle verdaderamente su investigación es a la Benemérita Policía Nacional, que dio en todo momento muestras de eficiencia y compromiso…

—Es usted un ejemplo de humildad, señor fiscal. Ya el capitán Pacheco me ha informado de que este caso no habría avanzado de no ser por su decisión y coraje.

—Gracias, señor.

El comandante se echó para atrás en el asiento y bebió un poco de mate. Parecía relajado. No se veía tan amenazador como la primera vez. El fiscal lo atribuyó a que iban entrando en confianza. El comandante continuó:

—La mayoría de estos casos quedan siempre sin resolver. Muchas veces ni se abren actas porque nadie lo reclama. Pero lo mejor es siempre tener todo archivado y organizado legalmente. Nuestra mejor arma es hacer las cosas bien, ¿verdad?

—Claro, señor.

Sintiéndose autorizado, el fiscal también bebió un trago de su mate. Recordó a Edith. No había querido ir a su restaurante con la gasa en la nuca, no quería que ella viese su herida. Había pasado por ahí una mañana a saludar. Ella lo había recibido con su sonrisa brillante. Él había prometido volver y se había retirado caminando de espaldas, para no delatar su lesión. Pero esa mañana se había quitado la venda. Y la cicatriz ya no se veía mal. Quizá debía pasar por ahí saliendo de la oficina del comandante, para que ella no pensase que era un aprovechado. Y para celebrar.

—Justamente por eso lo he mandado llamar —continuaba el comandante—. Ahora ha llegado el momento de concentrarnos en las elecciones. Necesitamos gente de confianza que crea en la legalidad, en el Perú, para afrontar el gran reto que el siglo XXI pone ante nosotros.

—Estaré encantado de hacer lo que esté en mis manos, comandante.

—Y yo de que colabore con nosotros. Pero antes me gustaría hacerle algunas preguntas.

El comandante tomó un expediente de su escritorio. Era un archivo gordo lleno de papeles con algunas fotografías. El fiscal reconoció los documentos. Era su expediente laboral, aunque parecía bastante más gordo que un expediente laboral normal. El comandante se puso los lentes y pasó varias páginas. Se detuvo en una de ellas:

—Dice aquí que usted pidió personalmente su traslado a Ayacucho.

—Así es, señor. Tenía ganas de volver a mi tierra.

—Salió de aquí tras la muerte de su madre, ¿verdad?

—Sí, en efecto. Fui a vivir con su hermana, que vivía en Lima.

—¿Cómo murió su madre? ¿Fue… una víctima del terrorismo?

—No, señor. Murió… años antes del comienzo de todo eso…

Una pasta oscura le aturdió la memoria. Trató de continuar sin temblar:

—Murió en un incendio. Yo tenía nueve años.

Por primera vez, el comandante dio señales de tener algún tipo de sentimiento.

—Lo siento —dijo.

—No importa, señor. Ella siempre estará viva… en mi corazón.

—¿Y su padre?

—Nunca lo conocí, señor. Tampoco pregunté por él. Yo, de algún modo, nunca tuve padre.

Había una foto en sus recuerdos. Su madre sonriendo con un hombre. Parecía blanco, quizá limeño. Estaba en el cuarto de su madre, sobre la cómoda. No. Ya no estaba. Nunca había estado.

—Dice también que es usted casado.

—Sí, señor.

—No hemos visto por aquí a la señora de Chacaltana, me parece.

Félix Chacaltana Saldívar se sintió incómodo. Recordó una taza sin café, un vacío en la cama, la ausencia de una voz en la puerta del baño, por las mañanas.

—Ya no hay una señora Chacaltana, señor.

—¿Falleció también?

—¡No, no! Simplemente se fue. Hace poco más de un año. Dijo que yo… no tenía ambiciones. Entonces pedí mi traslado.

Se preguntó por qué le había dicho eso al comandante Carrión. No le había pedido tantos detalles.

—No tener ambiciones es bueno —respondió el militar—. Aquí las ambiciones sobran. ¿Hijos?

Con los lentes inclinados hacia el expediente, el comandante paseaba la vista alternadamente de sus papeles al fiscal, que cada vez parecía más pequeño en su sillón.

—Ninguno. Creo que también por eso se fue.

—No consta un trámite de divorcio.

—No lo hice. Pensé que… no sería necesario. No quería volver a casarme. Nunca. Perdone, señor. ¿Estoy autorizado a preguntar por qué…?

No quiso decir más. El comandante se quitó los lentes y le dedicó una sonrisa de padre. La que debía ser la sonrisa de un padre, por lo menos.

—Lamento hacerle estas preguntas personales. Créame que son necesarias. Pero no necesito saber más. Creo que es usted perfecto para el trabajo que necesitamos. No tiene familia, así que puede viajar. Además, es un hombre que ama su tierra y respeta la familia, un hombre decente.

El tipo de hombre que muere sin deudos, pensó Chacaltana. Se preguntó quién acariciaría sus sábanas tras su muerte.

—¿Habrá que viajar, señor?

—Verá usted, Chacaltana. El domingo son las elecciones y necesitamos personal cualificado y comprometido en la defensa de la democracia. ¿Comprende?

No comprendía nada.

—Sí, señor.

—En los pueblos que van a recibir periodistas necesitaremos fiscales electorales de confianza.

Chacaltana revisó mentalmente los estatutos electorales y del Ministerio Público. Encontró una contradicción.

—Comandante, los fiscales electorales no pertenecen al Ministerio Público. Son funcionarios del Jurado Nacional de Elecciones o de la Oficina Nacional de Procesos Electorales…

—Sí, claro. Pero nosotros no queremos enredarnos en los títulos y las palabras. Eso es de políticos. Un fiscal es un fiscal pues, Chacaltana, para lo que su país le requiera. Y usted está perfectamente cualificado.

—Es un gran honor… No sé si tenga tiempo de hacer el cursillo correspondiente o de prepararme… Además, tengo que hablar con mis superiores…

—Confiamos en su capacidad, Chacaltana, nada de cursillos. Yo me ocuparé de todos los detalles: dé por descontada una licencia con goce de haber y no se preocupe por los inconvenientes burocráticos. El comando de las Fuerzas Armadas se ocupará de todo el papeleo.

El comandante sacó otro archivo. Dentro había una acreditación firmada como fiscal electoral con la foto de Chacaltana, algo de dinero para viáticos, pasajes en autobús, una cartilla sobre legislación electoral y otros papeles. Chacaltana se sintió un privilegiado.

—Es un honor que hayan pensado en mí para…

—Lo merece usted plenamente, fiscal Chacaltana.

—¿Cuándo y adónde me destinarán?

—A Yawarmayo. Su autobús sale en dos horas.

—¿Tan pronto?

—El país no tiene tiempo que perder, señor fiscal. Y las elecciones son ya el domingo. ¿Alguna pregunta?

—No, señor.

—Puede retirarse. Espero que esto sea el inicio de una prometedora carrera, Chacaltana.

—Gracias, señor.

Salió a la calle con un temblor de emoción en la mandíbula. Por primera vez en muchos años sentía euforia. Se secó el sudor de la frente con su pañuelo. Al fin, su trabajo iba recibiendo reconocimiento. Sintió que debía compartir su éxito con alguien antes de tomar el autobús. Casi inconscientemente, desembocó en El Huamanguino. Saludó a la camarera con una gran sonrisa.

—Compré mate para usted. Y hoy hay puca picante —lo saludó ella.

—No he venido a almorzar. Yo…

—Las mesas son para almorzar. Si no almuerza, no se puede sentar.

—Tráeme una entonces.

Esperó el tiempo reglamentario ansioso por hablar. En la televisión ponían una telenovela y una mujer lloraba a mares por su hombre. Esta vez, en el plato que Edith le sirvió había chicharrón, pata de chancho y papas calientes.

—Me van a mandar de viaje —dijo con orgullo Chacaltana.

—¿De verdad?

—Sí, sí. He hecho un buen trabajo. Y me han nombrado para supervisar las elecciones.

—¡Felicitaciones! Se merece un vasito de chicha.

—No, gracias. No bebo.

De todos modos, ella le sirvió un vaso de líquido dulzón y marrón.

—No tiene ningún vicio, ¿no? Su esposa debe estar contenta…

—Tampoco tengo esposa.

—Ah. ¿Va a probar la puca?

—Es que… es que no tengo tiempo… pero escuche… Cuando regrese… en unos días… creo que me van a invitar a varios ágapes. Cosas del alto mando. Compromisos.

—¿Y ya no va a venir?

Ella pareció triste al decir eso. El fiscal se animó al verla así.

—Al contrario. Vendré. Pero también me gustaría… pues…

—¿Sí?

—Las autoridades asisten a los eventos con sus esposas, con sus señoras.

—Claro.

—Me gustaría llevada a usted, Edith. Si no le molesta.

Se dio cuenta de que ahora él también la estaba tratando de usted. Ella se rió.

—¿A mí? ¿Y por qué a mí?

—Porque… porque no conozco a nadie más en la ciudad… —Ahora ella frunció el ceño. Él trató de reparar su error. Había perdido la costumbre de decir ciertas cosas, quizá no las había dicho nunca—… A nadie que sea tan bonita como usted.

—¡Ya está diciendo tonterías!

—No es ninguna tontería.

—¿Va a comer o no?

—No va a ser posible. Me voy ya. Tengo que salir corriendo a hacer la maleta. ¿Vendrá cuando vuelva? ¿Sí?

Ella se puso roja como un rocoto. Se rió. Parecía reírse de todo. Y cuando se reía, parecía brillar. En la televisión, la villana de una telenovela amenazaba a su rival porque le quería quitar a su hombre.

—Sí —dijo Edith.

El fiscal sintió que su día estaba completo. Que su año en Ayacucho estaba completo. Se levantó feliz. Disimuladamente, dejó el dinero del almuerzo en la mesa, para que ella no lo rechazase. Se acercó para despedirse. Ella tenía un trapo en las manos. Él abrió los brazos. Luego los bajó. No quería propasarse. Extendió la mano. Ella se la estrechó. Él dijo:

—Gracias. Nos veremos pronto.

Ella asintió con la cabeza. Parecía avergonzada. El fiscal corrió a su casa.

—Mamacita, no tengo tiempo de explicarte todo, pero estoy contento —cogió la ropa interior que encontró y la metió en un viejo maletín de deportes—. Vas a ver lo bien que sale todo, mamacita. Seguro que después de esto me pagarán más y podré comprarte un pijama nuevo, ya verás —guardó las corbatas y camisas y descolgó un gancho con dos sacos y un pantalón—. Y luego Edith. Vas a conocer a Edith. Te va a gustar. Adiós, mamacita.

Cerró las puertas y las ventanas y corrió hacia el terminal. A medio camino, se detuvo y regresó. Buscó las llaves de su casa en el maletín y entró. Corrió al cuarto del fondo, tomó una foto en que su madre aparecía cuando era chiquita, posando para la cámara con un vestido de bobitos. Se fijó bien que no hubiera ninguna foto de ella sonriendo con un señor que parecía de Lima. Lo confirmó. Besó la foto, la metió en el maletín y volvió a salir.

En el terminal reinaba una gran confusión. El autobús de las cuatro iba lleno y su nombre no figuraba en la lista de reservas. Una señora con cuatro hijos le gritó por tratar de robarle el sitio. El chófer lo mandó salir para que no estorbase. Finalmente, después de quince minutos de discusión, un arisco empleado de la línea le pidió que tomase el bus nocturno. El fiscal Chacaltana pensó que tendría más tiempo para comer con Edith y despedirse de su madre y aceptó. Luego se le ocurrió que si los militares lo veían fuera de la estación pensarían que estaba abandonando su posición, así que se sentó a esperar la salida del siguiente bus durante siete horas y media después de asegurarse de que, esta vez sí, figuraba entre las reservas.

Aprovechó el tiempo para revisar la ley electoral y el reglamento de los observadores.

Por la noche, su autobús salió con sólo quince minutos de retraso. Una señal más de que Ayacucho avanzaba con paso firme hacia el futuro. Yawarmayo estaba a siete horas al noreste, en dirección a la Ceja de Selva. Aunque la oscuridad no permitía ver nada por la ventana, el fiscal hizo el viaje adivinando las carreteras sin asfaltar por donde el autobús traqueteaba, los cerros romos que rodeaban a la ciudad y, después, el progresivo cambio del paisaje desde la sierra seca hasta el verde selvático de las montañas. Por momentos se dormía y era despertado por el rebote del autobús contra algún bache. Llegó un momento en que ya no sabía si estaba dormido o despierto, si su felicidad era real o soñada.

Hasta que abrió los ojos.

El autobús estaba detenido. Se fijó en la hora: cuatro de la mañana. Vio los cristales empañados del interior. Pulió el suyo para mirar hacia fuera. La lluvia caía horizontalmente azotada por el viento. Granizaba. Reparó en que su compañero de asiento había desaparecido, junto con muchas otras personas. Las luces estaban encendidas y el autobús estaba semivacío, ocupado sólo por mujeres con ojos legañosos. Desde la puerta, alguien, quizá el chófer, gritaba:

—¡Han dicho que bajen todos los hombres! ¡Sólo los hombres!

El fiscal no entendió qué ocurría. Trató de atisbar algo entre la oscuridad del exterior. Las luces interiores del autobús sólo permitían distinguir algunos perfiles encapuchados y la extensión de las bayonetas que llevaban colgadas de los hombros.

Tuvo un rápido recuerdo de la última vez que había visitado Ayacucho para ver a su madre antes de volver a vivir ahí. Había sido a principios de los ochenta, recién nombrado en el Ministerio. Antes de llegar a la ciudad, su autobús había sido detenido por un grupo terrorista que les pidió su identificación a todos los pasajeros. Los militares que iban de civil se comieron sus papeles. El fiscal también se tragó su carné del Ministerio Público. Los terroristas habían recogido todas las libretas electorales del bus y luego las habían roto enfrente de sus dueños:

—¡Ustedes ya no tienen documentos —habían gritado—, no pueden votar, no son ciudadanos! ¡Viva la Guerra Popular! ¡Viva el Partido Comunista del Perú! ¡Viva el Presidente Gonzalo!

Les hicieron repetir sus consignas y se fueron, robando lo poco que pudieron sacarle a los pasajeros. Llevaban pasamontañas y armas de fuego. Como los que ahora habían detenido al autobús.

En la puerta, el chófer volvió a llamar a los varones. Dos más que se habían quedado dormidos se acercaron a la puerta restregándose los ojos. El fiscal se preguntó si debía tragarse su carné de fiscal electoral. Pero el documento venía plastificado. Era imposible masticarlo. Lo ocultó bajo el asiento y se levantó.

Se acercó a la puerta. Al bajar le recibió a empujones un hombre con pasamontañas negro, que lo arrastró hacia la cola que formaban los demás. La lluvia le caía como un latigazo contra la cara. Constató con alivio que el que lo empujaba llevaba el uniforme verde del Ejército. Trató de identificarse:

—¡Soy el fiscal distrital adjunto Félix…!

El otro apenas le respondió con un empellón.

Cuando llegó su turno, lo enfrentó un sargento igualmente oculto tras el pasamontañas. Entre su máscara, la lluvia, el miedo y su pésimo español, apenas se le oía gritar:

—¡mnnññmmnssmaaaaar!

Acostumbrado a las redadas, el fiscal sacó su DNI. El otro lo miró con atención y miró al funcionario a la cara. Era difícil leer la expresión de sus ojos. Le devolvió el documento y volvió gritar:

—¡nnññsnsmsnaaaaaar!

El fiscal le mostró su libreta militar. El otro asintió con la cabeza y se la devolvió. El primero lo empujó de vuelta al autobús. El fiscal subió de nuevo, tranquilo, pensando que su seguridad estaba garantizada día y noche por las Fuerzas Armadas.

El autobús retomó la marcha y Félix Chacaltana Saldívar recuperó su carné y su sueño. Despertó con la luz del amanecer y con la imagen de un río que corría en las faldas del cerro por el que el vehículo descendía. Conforme las nubes de lluvia se iban despejando, el cielo recuperaba su reconfortante claridad.

El autobús se detuvo a las siete de la mañana. El fiscal bajó del vehículo y recogió su maletín entre los costales de papas y las jaulas con animales. No había un terminal. El bus se había detenido sólo para dejarlo a él. Faltaban dos horas hasta el pueblo. Faltaba lo mismo para que abriesen las dependencias públicas. El fiscal debía presentarse a la Oficina Nacional de Procesos Electorales y a la Policía Nacional. Pensó que llegaría con tiempo de desayunar algo. Avanzó por un camino polvoriento con su equipaje a cuestas. Atravesó el río y dos cerros que resultaron más altos de lo que parecían a primera vista. Cada cierto tiempo, se detenía a revisar que su terno no se estuviese arrugando ni llenando de polvo.

Finalmente llegó a un valle. A lo lejos se veía Yawarmayo. Mientras se acercaba, le pareció ver a alguien en la entrada del pueblo. Pensó que las autoridades pertinentes lo estarían esperando. Saludó con la mano. La persona no lo saludó de vuelta. Cuando llegó al límite del pueblo, ya no había nadie. Ningún comercio abierto. Ninguna seguridad de que hubiese un restaurante o una persona, Ni siquiera un pedazo de asfalto. Excepto los faroles al fondo, aún encendidos a pesar de la luz del día.

Los faroles parecían estar decorados con guirnaldas o algún tipo de adorno colorido. Pensó que sería un resto del carnaval o un ornamento de Semana Santa. Se limpió el polvo del pantalón y acomodó de nuevo el gancho con su terno, el expediente y su maletín de deportes. Siguió caminando.

Sólo cuando llegó al pie de los faroles pudo ver de cerca lo que colgaba de ellos. Eran perros. Algunos ahorcados, otros degollados, algunos abiertos en canal, de modo que sus órganos internos goteaban desde sus panzas. Soltó el maletín. Un escalofrío recorrió su espalda. Los perros llevaban carteles que decían: «Así mueren los traidores» o «Muerte a los vendepatrias».

El fiscal sintió un vahído. Tuvo que apoyarse en una pared. Se sintió solo en medio de esa avenida por la que, se fijó de nuevo, nadie más caminaba esa mañana.

Aún estaba ahí media hora después. Había buscado una puerta abierta sin éxito. No sabía qué hacer. Adónde ir. Hasta que las primeras sombras aparecieron en la calle. Eran policías y caminaban pesadamente llevando escaleras para descolgar a los perros. Apoyaron sus escaleras contra los faroles y retiraron a los animales siguiendo un orden establecido, con más hastío que asco, como acostumbrados a una rutina de cadáveres caninos. Félix Chacaltana pensó en las palabras del comandante. No vea caballos donde sólo hay perros.

El destacamento, por lo que Chacaltana pudo observar, contaba con cinco efectivos delgados de ojos hinchados. Ninguno pasaría de los diecinueve años. Ninguno lo miró. Se acercó a uno de ellos, que sostenía una escalera:

—Buenos días. Busco al teniente Aramayo.

El policía le devolvió una mirada suspicaz. El fiscal le mostró su carné. Un perro cayó al suelo, casi sobre su cabeza. Una nube de moscas lo siguió. A sus espaldas, el fiscal oyó una voz de mando:

—¡Carajo, Yupanqui! No tire los perros que se salpican. Puta madre…

El fiscal dedujo que era la voz que buscaba. Se volvió para encontrar a un oficial de unos cincuenta años cuya barriga desbordaba la camisa caqui del uniforme.

—¿Teniente Aramayo?

—¿Qué pasa?

—Soy el fiscal elect…

—¡Mierda, Gonza! ¡Con las manos! ¡Como hombre!

Dos postes más allá, un efectivo trataba de empujar al perro con un alambre, para ver si caía sin necesidad de tocarlo. Con cara de resignación, soltó el alambre y siguió desanudando al animal con las dos manos. El fiscal trató de hacerse oír:

—He venido para la respectiva observación electoral.

El teniente pareció reparar recién en el visitante. Lo estudió de arriba abajo con una mueca de desconfianza.

—¿Para qué?

—Para la observ…

—Papeles. Quiero ver sus papeles.

Le mostró el carné. El teniente lo estudió por los dos lados. Preguntó:

—¿Quién lo manda?

—La Oficina Nacional de Proc…

—¿Quién lo manda, Chacaltana?

—El comandante Carrión, señor.

La mirada del policía perdió desprecio.

—Acompáñeme a desayunar. ¡Y tú, Yupanqui! Quiero ver esto bien limpio en una hora.

La delegación policial sólo tenía un piso dividido en dos ambientes. En uno de ellos, sobre un escritorio, los esperaban dos tamales, un poco de queso, pan y café con leche. Aún estaban en el suelo los colchones en que los policías habían pasado la noche. El teniente dividió todo en dos e invitó a sentarse al fiscal. Una vez más, Chacaltana no tenía hambre. Pero el teniente comía como un caballo.

—Esto… ¿Es normal? —preguntó el fiscal.

—¿Qué cosa? ¿Los tamales?

—Los perros.

—Depende, pues, señor fiscal. ¿Qué es normal para usted? —preguntó tragando un pedazo de pan que había mojado en la leche.

—No sabía que… Sendero seguía operando en la zona.

La risa del teniente se le atragantó con un trago de la taza.

—¿Operando? Ja, ja. Un poco, sí. Jodiendo más bien.

—Yo he venido a ver el tema electoral. Usted sabe que van a venir observadores y…

—Estaría bien, carajo, que alguien observase algo por aquí.

Volvió a reírse dejando ver un pedazo de tamal a medio masticar. El fiscal se interrumpió. Últimamente solía ocurrirle que no sabía bien de qué se trataban las conversaciones, solía perder el tema. Trató de recapitular:

—¿Y desde cuándo se verifica este rebrote?

—¿Cuál rebrote? Esto no es un rebrote, Chacaltana. Esto está igual desde hace veinte años.

—Ah.

—A mí me ofrecieron un traslado a Lima y el grado de capitán si aceptaba chuparle la pinga a algún comandante de la capital. Pero no quise. Así que me enviaron aquí a que me jodiera. Aquí donde me ve, señor fiscal, lo más honesto de esta mierda de pueblo soy yo. ¿Se va a comer eso?

—No, siga nomás.

El teniente acabó con el segundo tamal casi de un solo bocado. El fiscal siguió informándose:

—¿Y no han pedido refuerzos?

—¿Refuerzos? Claro. También pedimos una piscina y un par de putas. Y aquí estamos.

El teniente encendió un cigarro y eructó. El fiscal pensó que con eso había dado la conversación por terminada en torno al tema de Sendero.

—Bien. Respecto al programa electoral, he estado revisando la ley. Me pregunto si ha acondicionado las mesas para que voten los presos y los…

—¿Los presos? ¿Quiere que saque a los presos? Olvídese de ellos. No votan.

—Pero la ley electoral especifica que…

—Ja, ja. Cuéntele al comandante Carrión que quiere sacar a los terrucos de las celdas. Va a ver por dónde le mete su ley electoral.

—Permítame leerle lo que dice al respecto en esta cartilla, de la que cuento con una copia para usted…

El teniente ni siquiera miró la cartilla. Miró al visitante a los ojos fijamente y adoptó una actitud seria y resuelta.

—No, permítame decirle a usted lo que usted va a hacer. En primer lugar, no quiero que vaya por ahí llamando la atención. Nada de vehículos oficiales ni distintivos visibles: chalecos, uniformes e insignias, fuera. Se va a convertir en un blanco y me van a echar la culpa a mí. El último fiscal que pasó por aquí se creía muy machito. Llegó con mucha bulla. Salió a dar una vuelta en un auto de lunas polarizadas con dos escoltas. Los terrucos vieron lunas polarizadas y dijeron «el que esté dentro de eso es importante de todos modos». Setenta agujeros de FAL en la carrocería. Y granadas de mano. Los escoltas, muertos. El fiscal, herido de gravedad, creo que perdió un ojo. No volvió nunca por aquí, ese cojudo.

A Félix Chacaltana Saldívar no se le ocurrió qué responder. Miró los restos de tamal, un pellejo de pollo colgaba de uno de ellos. Se quedó viendo cómo el teniente terminaba de fumar. El teniente tampoco dijo nada más. De todos modos, el fiscal le dejó la cartilla en la mesa antes de levantarse.

—Bien —dijo Chacaltana—, hecha la pertinente presentación, es hora de buscar un alojamiento.

—Busque a Yupanqui, el que está con los perros. Es un cojudo, pero lo ayudará.

El fiscal cargó nuevamente con su maletín y el gancho con su terno. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta volvió a oír la voz del policía:

—Oiga, Chacaltana, ¿usted sabe… quiero decir, es consciente de adónde lo han enviado?

—Éste es el pueblo de Yawarmayo, ¿verdad?

El teniente echó la última bocanada con una sonrisa.

—No, Chacaltana. Esto es el infierno. En nombre de la Benemérita Policía Nacional, le doy la bienvenida.

Encontró a Yupanqui a pocas calles de ahí. Acababa de terminar de meter a todos los perros en grandes bolsas negras para humanos que los demás arrastraban para incinerar en las afueras del pueblo. Yupanqui le explicó al fiscal que en el pueblo no había hoteles, pero que se podía alojar en alguna casa particular, donde siempre aceptarían con alegría al visitante. Lo llevó a lo largo del pueblo hasta una casa un poco más grande que las demás. Al llegar a la entrada gritó:

—¡Teodorooo!

Y golpeó la puerta fuertemente mientras seguía gritando. A veces, volteaba hacia el fiscal con una sonrisa de disculpa. Cuando Chacaltana estaba a punto de sugerir que quizá en esa casa no había nadie, se abrió la puerta dejando ver a un hombre con su mujer y tres niños. Estaban todos como petrificados, observando al visitante. El policía les dijo algo en quechua. El hombre respondió. El policía levantó la voz. El hombre negó con vehemencia. La familia entera respondió entonces a gritos, todos al mismo tiempo, pero el policía les devolvió los gritos y sacó su garrote. El fiscal pensó que iba a golpearlos, pero se limitaba a mover el arma en el aire, amenazante. En medio de la discusión, se volvió hacia Chacaltana y le dijo en español:

—¿Tiene plata?

—¿Cómo?

—Que si tiene plata. Lo que sea nomás.

El fiscal sacó de su bolsillo dos monedas de un sol. Al verlas, los de la familia se quedaron en silencio de repente. El policía les dio las monedas y le hizo un gesto a Chacaltana para que dejase sus cosas en el piso. Luego se fue. El alojamiento estaba arreglado.

Chacaltana se quedó de pie frente a sus anfitriones. No había dónde sentarse. Sólo una olla sobre un montón de madera quemada y algunos tejidos tirados por el suelo.

—Buenos días —dijo—, espero no ocasionar ningún inconveniente.

Los demás lo miraron sin decir nada.

—¿Puedo dejar mis cosas por aquí? ¿No les molesta?… ¿No sabrán por casualidad dónde está la Oficina Nacional de Procesos Electorales? ¿No?

Trató de pensar dónde podría colgar el gancho con su terno. Del único clavo de la casa colgaba una cruz, que no quiso retirar por respeto a la familia. Dobló el traje lo mejor que pudo y lo dejó en un rincón, encima del maletín. Luego se despidió respetuosamente y salió a proseguir con sus labores. Nadie se despidió de él.

La Oficina Nacional de Procesos Electorales, según le informaron en la delegación, se había instalado en la casa de Johnatan Cahuide Alosilla, que poseía algunos campos de cultivo en los alrededores y dirigiría los comicios y el recuento de votos. Nada más entrar, el fiscal distrital adjunto se topó con un póster del presidente, como el del capitán Pacheco, pero más grande. Se presentó. Johnatan Cahuide, el jefe y único funcionario de esa oficina, lo saludó con amabilidad. Le aseguró que todo estaba listo para las elecciones. El fiscal comentó:

—Disculpe usted, Johnatan, pero tendremos que retirar esa foto del presidente. La ley estipula que la publicidad electoral queda prohibida dos días antes del 9 de abril.

—¿Eso? Eso no es publicidad electoral. Ésta es una oficina del Estado. Es una foto del jefe.

—Pero es que el jefe es candidato.

—Sí, pero ahí no figura como candidato sino como presidente.

El fiscal distrital adjunto —ahora fiscal electoral temporal— se prometió a sí mismo revisar el inciso correspondiente de la ley.

—¿Cuánta gente va a votar aquí?

—Tres mil. Las mesas se colocarán en la escuela pública Alberto Fujimori Fujimori.

—¿La escuela se llama así?

—Así mismo. La fundó el presidente casi en persona.

—¿Y no cree usted que podríamos tapar ese nombre? Es que la ley estipula que la publicid…

—Eso no es publicidad electoral. Eso es el nombre de la escuela.

—Claro. ¿Se han realizado ya los cursillos para los miembros de mesa?

—Sí —Johnatan Cahuide le mostró las hojas de registro—. La asistencia ascendió a dos personas.

—¿Dos?

—Así es pues, señor Chacaltana. La mayoría de los miembros de mesa tiene que venir a lomo de mula durante dos días trayendo a su familia porque no tienen con quién dejarla. No vienen, pues. Con suerte vendrán el domingo a votar.

—Pero ¿están informados de quiénes son los candidatos… de sus derechos?

—Los cachacos…

—El personal de las Fuerzas Armadas —corrigió el fiscal.

—Ésos. Van por ahí y les dicen a los campesinos que ellos tienen tecnología para saber por quién han votado. O sea que votarán todos por el presidente, pues.

—Pero eso… es falso e ilegal.

—Sí, pues. Son unos pendejos, los cachacos —respondió Cahuide con una sonrisa pícara.

El fiscal se preguntó si el funcionario había seguido sus correspondientes cursillos de formación.

Después de almorzar con él, el fiscal fue solo a ver la escuela donde se instalarían las mesas de votación. La escuela Alberto Fujimori Fujimori era un pequeño local de dos aulas con un patio al centro. En cada una de las aulas habría dos mesas. Hizo algunas anotaciones, pero en general le pareció que el lugar era adecuado. Volvió a la calle. Desde que los perros habían sido retirados, el pueblo había ido ganando vida. Los campesinos circulaban con sus herramientas y las mujeres salían al río con la ropa para lavar. Por momentos, el fiscal lograba olvidar el episodio de la mañana.

Al doblar una esquina, se agachó a anudarse un zapato. Por el rabillo del ojo le pareció ver a la misma figura que había distinguido a lo lejos cuando llegaba al pueblo. Un campesino, ahora más cerca. Volteó a buscarlo, pero no había nadie en ese lugar. Pensó que quizá sólo lo había imaginado. Se acercó a la esquina. Por los caminos de tierra del pueblo, sólo circulaban las señoras.

Por la noche, volvió a su alojamiento. Cuando entró, toda la familia estaba amontonada en la habitación del fondo, sin hablar. Las cosas del fiscal estaban donde las había dejado, intactas, al lado de una manta de lana.

—Buenas noches —dijo.

Nadie le respondió. No supo si desnudarse en frente de todos ellos. Le daba pudor. Se quitó el saco, la corbata y los zapatos y se acostó en su sitio. No tardó en dormirse. Estaba muy cansado. En su sueño, su madre avanzaba por los montes bajo la fría noche serrana, entre enormes fogatas que iluminaban el campo. Caminaba con una mirada dulce y una sonrisa llena de paz. Parecía acercarse a su hijo, que la esperaba con los brazos abiertos. Pero cuando ya estaba muy cerca, se desvió. Empezó a caminar hacia una de las fogatas. Félix Chacaltana corrió hacia ella para detenerla, pero era como si corriese sobre el mismo sitio, sin avanzar, mientras ella se acercaba sin perder la sonrisa hacia el fuego. Le gritó, pero ella no volteó. Sintió las lágrimas bajando por su rostro a medida que ella se acercaba a la fogata. Le pareció que sus lágrimas estaban hechas de sangre, como las lágrimas de las Vírgenes. Cuando ella puso el primer pie sobre el fuego, oyó la explosión.

Se levantó sudando, con el corazón acelerado. Supuso que la explosión había sido parte de su sueño. Se volvió hacia la familia de Teodoro, que no se había movido de su rincón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, los vio mirándolo, agazapados en su rincón como gatos asustados. No estaban dormidos. Quizá no lo habían estado en toda la noche. Se preguntó si habría gritado durante su pesadilla.

Volteó hacia la pared y trató de volver a dormir, pero escuchó rumores, ecos, gritos lejanos. El sonido parecía venir de todas partes pero mantenerse lejos. Trató de entender lo que decían. Le sonó familiar su tono, su timbre. Entonces escuchó la segunda explosión.

La familia no se había movido de su sitio.

El fiscal se levantó:

—¿Qué está pasando?

Nadie en la familia le respondió. Todos juntos, apretados, le dieron esta vez la impresión de un nido de serpientes. El fiscal empezó a perder la paciencia.

—¿Qué está pasando? —gritó levantando a Teodoro por la camisa. Sintió su aliento a alcohol en la cara. Teodoro empezó a hablar en quechua. Su voz sonaba como un lamento, como si se estuviera disculpando por algo.

—¡Háblame en español, carajo! ¿Qué está pasando?

El sordo lamento continuó. Su mujer empezó a llorar. Los niños también. Félix Chacaltana soltó a Teodoro y se acercó a la ventana. Había fuego en las montañas. Luces. La imagen de su madre se detuvo un instante en su cabeza. Abrió la puerta y salió a la calle.

Ahora escuchaba los gritos con mayor claridad. Eran los mismos gritos que había escuchado muchos años antes, en el bus que lo llevaba a Ayacucho. Las consignas. Enormes fogatas coronaban las montañas en cada uno de los puntos cardinales. Arriba, exactamente detrás de él, la figura de la hoz y el martillo dibujada con fuego se cernía en la noche sobre el pueblo.

El fiscal corrió hacia la delegación policial. Nadie se cruzó con él por las calles. Ni siquiera en las ventanas había gente asomada. Las casas parecían sepulcros colectivos, ciegas, sordas y mudas a lo que ocurría en los cerros. Llegó a la delegación y aporreó la puerta:

—¡Aramayooooo! ¡Aramayooo! ¡Ábrame!

Ninguna respuesta llegó del interior. Sólo los aullidos desde los cerros. Los vivas. El Partido Comunista del Perú. El Presidente Gonzalo. Parecían sonar cada vez más fuerte y rodearlo, asfixiarlo. Se preguntó si los terroristas bajarían y dónde se ocultaría en ese caso. Volvió a golpear la puerta. Finalmente, le abrieron. Los cinco policías y el teniente estaban adentro. El teniente tenía la camisa abierta y una botella de pisco en la mano. El fiscal entró gritando:

—¡Es un ataque, Aramayo! ¡Están por todos lados!

—Ya lo vimos, señor fiscal —respondió el policía con tranquilidad.

Su pasividad hirió a Chacaltana más que los gritos de las montañas. Lo cogió de las solapas de la camisa abierta, como había cogido a Teodoro antes.

—¡Y qué va a hacer! ¡Responda! ¡Qué va a hacer!

El teniente no perdió la calma:

—Chacaltana, suélteme o le rompo la cara a culatazos.

Chacaltana tomó conciencia de su histeria. Soltó al policía, que le ofreció un trago de pisco. Los demás policías estaban en el suelo, petrificados, con las armas en la mano. Eran tan jóvenes. Afuera, los gritos continuaban. La hoz y el martillo se reflejaban en la ventana de la comisaría. Chacaltana bebió, devolvió la botella y se desplomó en una silla. Pidió perdón.

Aramayo se acercó a la ventana lenta y pausadamente.

—El show está acabando —dijo—. Van a empezar a callarse.

Chacaltana hundió la cara entre las manos.

—¿Siempre es así?

El teniente sorbió otro trago de la botella.

—No. Hoy están tranquilos.

Uno de los policías se hundió bajo sus sábanas. Aramayo dijo:

—No creo que haya perros hoy. A lo mucho alguna pinta. Mañana tendremos que salir a borrarlas temprano. Su amiguito Carrión va a venir a visitarnos.

Chacaltana sintió un ramalazo de alivio. Dijo:

—Excelente. El comando debería saber lo que ocurre…

Aramayo lo interrumpió con una carcajada. A Chacaltana le pareció que su risa era morbosa. El teniente dijo, aún de espaldas al fiscal:

—El comando no nos ve, señor Chacaltana. Somos invisibles. Además, el comando no comanda. Aquí manda Lima. Y los de Lima no se van a enterar de que hay una guerra hasta que les metan una bala por el culo.

Pesadamente, se acercó a su colchón. Dejó la botella a un lado y se recostó.

—Pero no se preocupe, señor Chacaltana —bostezó—. Tarde o temprano se darán cuenta. Y vendrán, claro que vendrán. Enviarán comisiones, congresistas, periodistas, militares, levantarán un monumento a la paz… El único problema es que, para que eso pase, nosotros tendremos que estar muertos.

Nadie más habló esa noche. El fiscal se acurrucó junto a la puerta. No tenía fuerzas para moverse. Sintió descender el volumen y la frecuencia de los gritos, poco a poco. Horas después, cuando lo venció el sueño, la hoz y el martillo seguían ardiendo en el monte.

Abrió los ojos. La comisaría estaba vacía y el sol se filtraba por una ventana sobre su cabeza. Le dolía el cuerpo y necesitaba una ducha. Se restregó la cara para quitarse las legañas y se desperezó. Cuando trataba de peinarse en el reflejo de la ventana, entró Aramayo:

—Buenos días, señor fiscal, ¿durmió bien?

—No tiene ninguna gracia, Aramayo.

Aramayo se rió luciendo su ausencia de caninos.

—Carrión está en el pueblo. El pobre Yupanqui ha tenido que subir al cerro a borrar los restos de las fogatas. Los demás se han pasado la mañana pintando las paredes. Va a ver usted qué bonito se ve este pueblo. Parece Miami.

Le acercó un barreño con agua helada para que se lavase la cara. El fiscal echó de menos su cepillo de dientes. Dijo:

—Tengo que hablar con el comandante.

—Las elecciones son ya mañana, así que no tendrá que pasar muchas malas noches más. Podrá volver con los transportes militares de las ánforas, por la noche.

El fiscal se secó la cara con las mangas de su camisa y respondió:

—No se trata de mí. Alguien tiene que decirle al comandante lo que ha pasado. Antes de que los maten a todos.

Volvió a mirarse en el vidrio de la ventana. Ya se veía un poco más presentable. Se dirigió hacia la puerta. Antes de poner un pie afuera, el teniente le bloqueó el paso con un brazo.

—No les diga nada, señor fiscal.

—¿Cómo? Usted necesita refuerzos. Hay que pedir inmediatamente la…

—No hay nada que pedir.

—Déjeme intentarlo. El comandante comprenderá.

—La seguridad de este pueblo es mi responsabilidad. Si transmite usted quejas al comando me va a meter en un problema.

—Usted ya tiene un problema, teniente. ¿No lo notó anoche?

Tuvo que empujar el brazo del teniente para pasar. El teniente hizo ademán de retomar la palabra, pero la mirada del fiscal lo disuadió. Mientras salía, Chacaltana oyó la voz del policía a sus espaldas.

—Usted no sabe lo que es un problema de verdad, Chacaltana.

No quiso oírlo. Al salir, reconoció el olor de la pintura nueva en algunas fachadas. Bajo sus colores amarillos, verdes, blancos, aún se adivinaban las pintas con pintura roja. Buscó a Carrión. Su presencia se sentía por la cantidad de soldados armados que circulaban por las calles y hacían guardia en las esquinas. En la plaza estaban el jeep y el camión que los habían llevado hasta ahí. Donde hubiese la mayor densidad de soldados, estaría Carrión y la mayor densidad de soldados estaba en la ONPE, donde el comandante hablaba con Johnatan Cahuide. El fiscal no tuvo que identificarse para llegar hasta ellos, que lo recibieron con los restos de un desayuno y sendas sonrisas. Carrión dijo de buen humor:

—¡Chacaltita, mi hombre de confianza! Sírvase café.

—Comandante, tenemos que hablar, señor.

—Claro. Johnatan Cahuide me ha estado comentando su eficiencia y meticulosidad en el trabajo…

—También de eso tenemos que hablar. Tengo razones para pensar que algunos militares destacados en esta zona preparan un fraude a sus espaldas.

A Carrión se le congeló la sonrisa de repente. Cahuide tragó seco. El comandante dejó su taza en la mesa y se acomodó en el asiento.

—¿Cómo dice?

—Así es. Quizá sea necesario un cursillo de formación en valores democráticos para los miembros de las Fuerzas Armadas que…

—Y dale con los cursillos, Chacaltana, qué ladilla es usted.

—Es que hay indicios de que…

—Chacaltana…

—Los soldados están haciendo campaña a favor del Gobierno…

—Chacaltana…

—Inclusive coaccionando el voto de los campesinos…

—¡Chacaltana, carajo!

Se quedaron en silencio. Carrión se levantó de su asiento. Johnatan Cahuide miraba al fiscal aterrorizado. Carrión mandó salir a gritos a los dos soldados que se habían quedado en la puerta y la cerró. Luego se sentó. Dejó pasar unos segundos, mientras se tranquilizaba.

—¿Qué está haciendo, Chacaltana?

—Entregando un informe oral, señor… —respondió el fiscal sorprendido por la pregunta.

En ese momento, se abrió la puerta y entró el funcionario de corbata celeste que Chacaltana había visto junto a Carrión el día del desfile. Llevaba la misma corbata y un terno mal planchado. El militar lo presentó como el doctor Carlos Martín Eléspuru. El hombre saludó sobriamente, casi sin voz, y se sentó en otra silla. Se sirvió café. El fiscal aún estaba de pie. Carrión recuperó la calma y puso al corriente al recién llegado.

—El fiscal Chacaltana se ha… sobresaltado por la supuesta actuación de algunos soldados en las elecciones. ¿De dónde sacó esa información, señor fiscal?

Chacaltana miró a Cahuide, que le dirigió una mirada de súplica.

—Declaraciones de los vecinos, señor —respondió.

Carrión volvió a poner esa sonrisa paternal.

—Los vecinos, querido Chacaltana, ni siquiera saben hablar español, por favor. No sé qué han tratado de decirle, pero no se preocupe por eso.

—Perdone, señor, pero en las elecciones…

Carrión lo interrumpió:

—A la gente de acá le importan una mierda las elecciones, ¿no se da cuenta?

—Pero es que según la ley…

—¿Qué ley? Aquí no hay ninguna ley. ¿Usted cree que está en Lima? Hágame el favor…

Carrión se sentó. El de corbata celeste le pasó un papel, que el comandante leyó con calma. Empezaron a hablar en voz baja. Parecían haberse olvidado del fiscal. Chacaltana carraspeó. Siguieron sin mirarlo. Chacaltana tuvo la impresión de que no querían mirar nada más tampoco, nada que fuese real, nada que estuviese de pie a su lado carraspeando. Se decidió y habló:

—Permítame decirle que, en ese caso, no comprendo cuál es mi función aquí.

Eléspuru y el comandante dejaron de revisar sus papeles. Carrión pareció tratar de armarse de paciencia para responder:

—Para putear a las Fuerzas Armadas van a venir los periodistas. Usted ha venido a defendernos. Puede retirarse.

Eléspuru, que estaba como pensando en otra cosa, se sirvió otro café. Miró al fiscal. Chacaltana decidió decirlo todo de una vez, quemar sus últimos cartuchos, como los héroes:

—Hay otra cosa, señor. Anoche… se verificó un rebrote terrorista en la zona.

Eléspuru pareció prestar atención por primera vez. Ahora miró al comandante, que sonreía con seguridad.

—Un rebrote. No exagere, señor fiscal. Sabemos que por aquí hay algunos payasos que revientan fuegos artificiales, pero son inofensivos.

—Pero es que…

—¿Mataron a alguien?

—No, señor.

—¿Hirieron a alguien? ¿Ocuparon alguna casa?

—No, señor.

—¿Amenazas? ¿Desapariciones? ¿Daños a la propiedad privada?

—¡No, señor!

—¿Tuvo miedo usted?

No esperaba esa pregunta. En su mente, no había querido formular esa palabra. Odiaba esa palabra. Se vio obligado a reconocer mentalmente que la noche anterior no había ocurrido nada grave.

—Un poco, señor.

El comandante se rió más fuerte. Eléspuru sonrió también.

—Quédese tranquilo, señor fiscal. Dejaremos una patrulla aquí para cualquier eventualidad. No se deje intimidar. Lo hemos mandado porque es usted un valiente. Puede quedar por ahí algún subversivo, pero en lo esencial, hemos acabado con ellos.

Eléspuru miró su reloj y le hizo una seña al comandante, que se puso de pie.

—Es hora de dar por terminada esta reunión. Ya nos veremos en Ayacucho.

El fiscal estrechó la mano que le ofrecía el comandante. Era una mano dura, que apretaba la suya como si fuera a quebrarla. Mirándolo a los ojos, el comandante dijo:

—Mañana es un día muy importante, Chacaltana. No defraude nuestra confianza. No le conviene.

—Sí, señor. Lo siento, señor.

Eléspuru se despidió con un gesto, sin darle la mano ni dejar oír su voz. Cuando salieron, Johnatan Cahuide dijo:

—Ahora sí que estás jodido, hermano.

Pasaron el resto de la mañana ultimando los preparativos para las elecciones del día siguiente y disponiendo el material en la escuela. Al mediodía, salieron a almorzar en casa de Cahuide. Mientras comían una patasca, el fiscal preguntó:

—¿Cómo te nombraron para el puesto en la ONPE?

—Fui jefe de campaña del presidente en la región. Luego me llamaron para esto.

Jefe de campaña. Cahuide, sin embargo, era tan sincero que el fiscal ni siquiera tenía ganas de recordarle sus deberes con el reglamento en la mano.

—Cahuide, ¿te das cuenta de que eres una gran irregularidad electoral que camina? Tendrías que estar vetado.

—¿Me vas a vetar a tú?

No. Él no iba a vetarlo. En las últimas veinticuatro horas, se le iba haciendo borroso qué era lo que había que vetar.

—No te haré nada, Cahuide. Tampoco podría. No estoy aquí para evitar un fraude, ¿no?

—Yo no voy a hacer ningún fraude. Y yo sé que estas cosas se ven raras pues, Chacaltana. Pero nadie ha organizado nada. No es necesario.

—¿No es necesario?

Johnatan Cahuide le ofreció un poco más de sopa. Se sirvió él también.

—Félix, hace ocho años, yo salía a la calle y me mataban. Y ya no. Los terrucos mataron a mi madre, mataron a mi hermano y se llevaron a mi hermana para que luego la matasen los cachacos. Desde que ha llegado el presidente, no me han matado ni a mí ni a nadie más de mi familia. ¿Tú quieres que vote por otra persona? No entiendo. ¿Por qué?

¿Por qué? Chacaltana pensó que esa pregunta no venía en los manuales, las cartillas ni los reglamentos. Él mismo nunca la había formulado. Pensó que uno debe creer para construir un país mejor. El que pregunta no cree, duda. No se llega muy lejos con dudas. Dudar es fácil. Como matar.

Los dos se quedaron en silencio, pensando, hasta que oyeron el ruido de motores y gritos en las calles. Eran sonidos mucho más cercanos que los de la noche anterior. Cahuide cerró la ventana. Chacaltana trató de asomarse.

—¿Ahora qué pasa?

—No te metas, Félix, ya no jodas más.

—Tengo que saber qué pasa.

—Félix. ¡Félix!

El fiscal salió de la casa, seguido por Cahuide. En las calles, varios jóvenes corrían perseguidos por los militares a garrotazos. El jeep y el camión habían cerrado las dos salidas principales del pueblo. Patrullas de soldados con fusiles se habían apostado en el perímetro. A veces disparaban al aire. Los perseguidores no llevaban armas de fuego pero sí garrotes, con los que sacudían a los fugitivos que caían al suelo. Más allá, dos soldados rompieron la puerta de una casa. Del interior salían lamentos de mujer. Salieron a los pocos minutos llevándose a dos chicos de unos quince años. Les habían doblado los brazos contra la espalda y los hacían avanzar a patadas.

—¿Qué es esto?

Cahuide trató de hacer entrar a Chacaltana en su casa.

—Déjalos, olvídate.

—¿Cómo me voy a olvidar? ¿Qué están haciendo?

—No te hagas el huevón, Félix. Esto es una leva.

—Las levas son ilegales…

—¡Félix, deja de pensar como un manual de derecho! ¿Querías medidas de seguridad? Ahí tienes medidas de seguridad.

—¿Adónde los llevan?

—Harán el servicio militar obligatorio. Y ya está. Tendrán trabajo. No tienen nada que hacer aquí. ¿Qué quieres? ¿Que estudien ingeniería? Es mejor para ellos. Félix. ¡Félix!

Chacaltana había empezado a correr hacia la delegación. Pensó que la ley electoral prohibía realizar detenciones veinticuatro horas antes de los comicios. Sabía que haría el ridículo, pero no se le ocurría nada mejor que hacer.

Cerca de la delegación había otro camión militar, al que llevaban a empujones a los jóvenes que iban cazando. A los que se negaban a subir los obligaban con garrotazos en la cara, en el estómago y en las piernas, hasta que quedaban tan estropeados que no podían negarse más. A tres metros de la puerta de la delegación policial, dos soldados detuvieron al fiscal.

Trató de forcejear, mostró su identificación, pero le cerraron el paso. Uno de ellos se llevó la mano al revólver. El fiscal se calmó. Dijo que esperaría. Más allá, entre la polvareda levantada por la refriega, pudo ver al comandante con el funcionario de corbata celeste y el teniente Aramayo. Eléspuru parecía tranquilo, miraba hacia otro lado, mientras el militar le gritaba algo al teniente. El policía miraba al suelo y asentía, parecía arrepentido mientras el comandante lo criticaba con furia, como a un niño pequeño que admite sus errores. Después de varios gritos entre la confusión de la leva, el militar se alejó. Hizo un gesto a algún oficial y su jeep se acercó. Subieron él y Eléspuru. Sólo entonces, el fiscal logró romper el cerco y acercarse un poco al vehículo.

—¡Comandante! ¡Comandante!

Carrión suspiró. La presencia del fiscal lo agotaba. Apenas lo miró mientras se acercaba sudando, lleno de polvo a pesar de su pañuelo y del traje limpio y planchado que había llevado para la ocasión. Chacaltana le habló jadeando:

—Comandante, hay que detener este operativo… Esto es… es…

—Tranquilo, Chacaltita. Estamos levantando indocumentados y requisitoriados. Para que no te asusten, pues.

El comandante se rió, pero no como un padre.

El jeep partió y, tras él, los dos camiones militares llenos de pobladores y soldados. En cinco minutos, hasta el polvo del pueblo quedó quieto, como muerto. El teniente seguía de pie unos metros más allá, rumiando su rabia. El fiscal trató de hablarle, quería ofrecerle su colaboración para buscar refuerzos al más alto nivel. Pero cuando llegó a su lado, el teniente le escupió en la cara:

—¡Chacaltana, conchasumadre! ¡Le dije que se quedase callado! Es muy valiente. ¿Ah? ¿Quiere ser un héroe? Muy bien, pues. A ver quién lo ayuda cuando venga llorando por la noche. Su puta madre lo va a defender. Aquí ser un héroe es facilísimo.

—Pero ¡teniente! Es que lo correcto era…

No pudo seguir. La continuación de esa frase era oscura, quizá imposible. El teniente le dio la espalda y se encerró en la comisaría. Chacaltana buscó alguna mirada de apoyo en los demás policías, que le respondieron dispersándose uno a uno.

El fiscal volvió a casa de Cahuide. Tocó la puerta varias veces, pero nadie le abrió. Se acercó a la ventana. Cahuide estaba ahí. Desde adentro, le devolvió una mirada en que se mezclaban la lástima y el miedo. El fiscal no insistió más. Atravesó la aldea semivacía sintiendo las miradas de desconfianza atravesarlo desde las ventanas. Tampoco le abrieron la puerta en la casa en que se alojaba. Esta vez, ni siquiera se acercó a la ventana. Siguió de largo hasta salir al campo.

Mientras paseaba haciendo nada, pensó en Edith. Sintió nostalgia de ella, de su diente de plata, de sus cubiertos en la mesa de un restaurante en el que nunca había comido. Pensó que, de momento, Edith era la única persona que lo esperaba. No sabía si contárselo a su mamacita. Detuvo su paseo junto a un riachuelo para hacer rebotar las piedras como su madre le había enseñado de pequeño. Se puso triste. Como iban las cosas, Edith no tendría ninguna buena razón para respetarlo. No conseguiría un ascenso. Quizá mejor. Si Yawarmayo era un ascenso, prefería quedarse donde estaba. Respiró hondo. Disfrutó por unos segundos de la paz luminosa y aireada del campo. Olvidó dónde estaba.

Conforme las ondas desaparecían de la superficie del agua, las imágenes iban recomponiéndose en reflejos geométricos: una rama, un saliente de la piedra, un tronco. Las imágenes del campo le parecían pequeñas, livianas, tan distintas a las visiones abigarradas y malolientes de la capital. Entre la descomposición de las figuras vio el rostro de su ex esposa, quizá ella tenía razón, quizá Chacaltana nunca había tenido ninguna ambición y lo mejor para él era encerrarse en una oficina de Ayacucho a escribir informes y preparar recitaciones de Chocano. Ayacucho era una ciudad que se podía pasear entera a pie, eso le gustaba. Y era un lugar seguro, al abrigo de las levas y las bombas nocturnas. El rostro de su ex esposa se fue convirtiendo en el de su madre. Al fiscal le habría gustado hacer algo para que ella estuviese orgullosa de él.

Decidió emprender el camino de vuelta. Echó una última mirada al riachuelo. Las figuras seguían jugueteando en el agua. Una de ellas se fue fijando en la superficie a medida que se calmaba. Al principio parecía un pájaro extraño, pero luego, el fiscal se fijó mejor. Eso no era un pájaro. Era la sombra de un hombre.

No levantó la mirada. Quiso que fuese sólo una ilusión óptica. Ya había visto suficientes cosas en los últimos dos días. Sus ojos no estaban acostumbrados a ver tanto. Lentamente, se desplazó hacia un punto en que el arroyo se estrechaba. Saltó al otro lado para alejarse. La sombra no se movió. Dio algunos pasos más. A unos doscientos metros, dos campesinos caminaban cada uno con un machete. Se acercaban. Quiso llamarlos, pero tuvo miedo de provocar a la sombra. Pensó acercarse él. Unos pasos más adelante, no pudo contenerse más. Gritó:

—¡Disculpen! ¡Señores!

Los campesinos voltearon hacia él. Hicieron gesto de aproximarse, pero luego parecieron pensarlo mejor. Se detuvieron. El fiscal los saludó desde lejos. Ellos lo miraron con curiosidad. Comentaron algo entre ellos. Él les sonrió. Ellos volvieron a su camino y siguieron de largo apretando el paso. El fiscal quiso seguirlos o llamarlos. Se le ocurrió identificarse como fiscal electoral. Comprendió que lo mejor sería dejarlos ir. Escuchó el rumor de las ramas al agitarse. Trató de acelerar él también para llegar al pueblo. En ese momento, recibió encima la caída de un cuerpo, justo sobre su cuello.

El golpe lo hizo resbalar. Casi cayó al agua, pero se sostuvo de las ramas del arbusto y logró arrastrarse fuera de la presión del hombre, que rodó unos metros y se incorporó para arrojarse sobre el fiscal. Félix Chacaltana reconoció la silueta enana que había vislumbrado a la entrada del pueblo el día anterior. Mientras trataba de levantarse, alcanzó a ver las chanclas de llanta y, sobre todo, el mismo chullo rojo que había perseguido días antes, en Quinua. Justino Mayta Carazo no le dio tiempo de más antes de saltar a su garganta.

El fiscal logró golpearle la cara con una rama y correr hacia los peñascos. Se encontró con una pared de piedra. Justino venía tras él dando saltos. Empezó a trepar. Sintió que cada piedra le pinchaba las manos, que sus pies resbalaban entre las piedras que caían. No quiso mirar abajo. Se limitó a recibir en la cara algunas de las piedras que se desprendían de la pared conforme avanzaba. Los peñascos terminaban en un terraplén. El fiscal tardó varios segundos en alcanzar la cima, sintiendo que en cualquier momento podía resbalar hasta el suelo. Pero ya arriba, se extendía ante él una larga llanura ascendente bordeada por un nuevo muro de piedra. Corrió. Justino había trepado a gran velocidad, pero parecía cojear ligeramente por el golpe al caer del árbol. El fiscal sintió que estaba ganándole terreno, pero los lados del cerro eran demasiado escarpados para bajar por cualquiera de ellos. Se desvió hacia la derecha tratando de llegar a la siguiente pared para subir. Trató de alcanzarla sin éxito, sintió que la altura y el cansancio lo vencían. El corazón le saltaba en el pecho, le faltaba el aire. Llegó a la pendiente y se aferró a sus rocas con las manos. Empezó a trepar apoyándose en las breves salientes. Se colgó de una cornisa y se impulsó. La superficie vertical parecía imposible de vencer. Echó su último aire en el esfuerzo y logró apoyarse en una piedra para alejarse un metro del suelo. Cuando quiso dar el segundo paso, pisó una falsa saliente. Su pie resbaló. La roca de la que estaba colgado cedió, y todo su cuerpo se precipitó hacia el suelo entre un pequeño alud de rocas y tierra. Cayó de espaldas.

El campesino lo levantó del suelo y lo empotró contra la pared. Chacaltana tuvo tiempo de pensar en algo que decir:

—Señor Justino Mayta Carazo, está incurriendo usted en desacato y falta de respeto a la autoridad.

El otro gritó algo en quechua. Su voz traducía más miedo que valor.

—Le aseguro que levantaré denuncia por atentar contra mi integridad física…

Profiriendo espumarajos quechuas, Justino empezó a apretarle el cuello. Por un instante, el fiscal tuvo la sensación de que el aire escapaba de sus pulmones, de su garganta, de su boca que trataba de articular que él era sólo un funcionario electoral. El campesino no lo soltaba, al contrario, la presión se hacía cada vez más fuerte. Con la mano derecha, el fiscal tanteó los alrededores hasta alcanzar una piedra, la levantó, y con las fuerzas que le quedaban, la golpeó contra la cara de Mayta. El campesino rodó por el suelo. El fiscal necesitaba recuperar el aire antes de levantarse. Tragó todo el que pudo. Sintió que su pecho iba a explotar. A su lado, Justino se llevó la mano a la cara. El fiscal temió que volviese a atacarlo. Pero el campesino del chullo rojo, suavemente, comenzó a sollozar.

—¡Yo no he hecho nada, taita! ¡Mi hermano es que hace todo! ¡Todo hace!

—Honestamente, no le entiendo nada —logró decir el fiscal.

—¡Mi hermano, mi hermano es, taita! ¡Yo nada he hecho!

Chacaltana entendió que no sabía decir mucho más en español. Entendió a qué se referían Pacheco y Carrión cuando decían que esta gente no habla, que no sabe comunicarse, que está como muerta. El campesino se arrastró por el suelo. Tenía el cuerpo cuadrado y sólido de trabajar la tierra, pero no parecía amenazarlo ahora, más bien estaba suplicando. Había pasado de agresor a víctima de un hombre inmóvil. El fiscal pensó que ahora se dejaría llevar pacíficamente, que había comprendido el principio de autoridad que lo subordinaba al Ministerio Público. Quiso llevar al campesino donde algún traductor. Tenía que ser algo importante. Pensó llamar a Ayacucho. Pero no encontraría ningún teléfono a su disposición. Progresivamente, el campesino fue viniéndose abajo, hasta terminar gimiendo y arrastrarse a sus pies. El fiscal decidió que obligaría a la policía a recibirlo para que prestase testimonio. No podrían negarse. El campesino seguía hablando de su hermano entre gemidos y lloriqueos. El fiscal se preguntó a qué jurisdicción correspondería Yawarmayo, a qué juez habría que llevarlo. De repente, se le ocurrió una nueva posibilidad que no había considerado. Más bien, asimiló lo obvio. Volvió a mirar al guiñapo que se retorcía en el suelo. Le preguntó:

—Ibas… ibas a matarme, ¿no?

Nunca se le había ocurrido que alguien podría desear matarlo. Quizá Justino tenía pensado quemarlo y desaparecer su cuerpo. Sintió el impulso de golpearlo, de patearlo hasta hacerlo sangrar. Se dio cuenta de que no podía. El patetismo de Justino lo había desarmado. El asesino se había agotado en su propio ataque. De repente, el guiñapo que se lamentaba por el suelo le dio miedo y lástima, igual que las montañas, el riachuelo, el aire limpio y seco.

Cogió a Justino por el cuello, desde atrás, y lo levantó.

—Te voy a llevar a la comisaría. El teniente tendrá que escucharme ahora.

Pero Justino tenía otros planes. En cuanto se vio de pie, soltó un sorpresivo codazo contra el estómago del fiscal. Chacaltana perdió el aire, no pudo contestar. Justino le dio un puñetazo en la cara y luego lo tumbó de una patada. Se encaramó en la pared de piedra de un salto y comenzó a trepar de nuevo. Desde el suelo, el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar no tuvo más remedio que verlo desaparecer en la montaña mientras trataba de advertirle que ahora incurría en delito de agresión y fuga.

En cuanto recobró las fuerzas, volvió al pueblo pensando que los policías estarían a tiempo de perseguir a Justino. En la comisaría encontró a Yupanqui y Conza, que jugaban a las cartas. Entró con la respiración entrecortada, jadeando. Tenía un moretón en la cara.

—He encontrado a un terrorista. Tengo su nombre y descripción. Sé adónde ha ido. Aún podemos alcanzarlo.

Yupanqui tiró una carta a la mesa. Ni siquiera volteó a mirarlo.

—Váyase, señor fiscal.

—¡Escúchenme! Es un asesino. Puedo probarlo.

Yupanqui había ganado la mano. Sonrió y recogió las cartas de la mesa, junto con tres monedas de un sol. Conza hizo un gesto de fastidio. Yupanqui dijo:

—Si no se va, tendremos que sacarlo.

—Quiero hablar con el teniente Aramayo.

Yupanqui barajó y empezó a repartir de nuevo.

Chacaltana insistió:

—¡Quiero hablar con él!

—No levante la voz, señor fiscal. El teniente no está. Para usted, ya no va a estar más.

El fiscal abandonó la comisaría. Se dirigió a la casa de Teodoro mirando hacia los cerros, como si desde ahí pudiese descubrir el escondite de Justino. Entendió que el enemigo era como los cerros: mudo, inmóvil, mimético, parte del paisaje.

Tuvo que golpear un buen rato la puerta de Teodoro para que lo dejasen entrar. Sus cosas seguían ahí pero abiertas y revueltas. Su terno estaba arrugado y abandonado bajo el maletín. Se sorprendió de notar que no le importaba. Teodoro le dijo algo en quechua. No sonaba como un lamento. Sonaba como un reproche. El fiscal sacó de su bolsillo un par de monedas y las dejó en el suelo, frente al dueño de la casa, que no le dijo nada más. Chacaltana apreció el progreso de su habilidad comunicativa. Se acostó directamente, con ropa y con zapatos. Aunque apenas empezaba a oscurecer, se sentía agotado.

Por la noche, volvió a sentir el sonido de las bombas y la luz de fuego que llegaba desde los cerros. No volteó a ver a la familia de Teodoro, ni trató de salir de la casa. Las primeras consignas le parecieron ecos de una vieja película. Luego, todo le pareció la música de fondo de una pesadilla.

Pensó en su madre. Esa noche, no soñó.

A la mañana siguiente, se levantó temprano para ir a hacer su trabajo. A las siete, los policías ya estaban en pie pintando las fachadas de las casas. Esa noche tampoco habían colgado perros.

La votación empezó a las ocho con la ausencia de seis miembros de mesa y la total ignorancia de los procedimientos electorales de los otros seis. Reclutaron para las mesas a algunos de los votantes, que trataron de zafar el encargo hasta que dos soldados se lo pidieron enérgicamente. Ningún personero ni representante de ningún partido político se acreditó. La delegación policial en pleno garantizó la seguridad en las inmediaciones de la escuela Alberto Fujimori Fujimori.

Sobre el mediodía, un helicóptero del servicio civil apareció en el cielo y aterrizó a un lado del pueblo, agitando las plantas con el viento de sus hélices. Los pobladores lo miraron descender divertidos. Los niños se acercaron a jugar con él. Los periodistas civiles bajaron del aparato con cámaras y grabadoras. Todos eran blancos, limeños o gringos. Parecían muy serios. Saludaron a los policías y a Johnatan Cahuide y entraron en la escuela para constatar el normal desarrollo de los comicios. Hablaron con los dos miembros de mesa que sabían español. Los miembros de mesa les preguntaron si en su helicóptero venía el presidente.

Mientras los periodistas tomaban las fotos de rigor, un redactor salió a la plaza y encendió un cigarrillo. Uno de los pobladores se acercó a pedirle uno. Y luego otro de los pobladores. Y otro. En cinco minutos, el periodista estaba rodeado de pobladores que querían fumar. El fiscal Chacaltana consideró apropiado alejarlos. Se acercó y les pidió que dejasen al periodista realizar sus labores en paz. Cuando se quedaron solos, el periodista dijo:

—Parece que todo está tranquilo, ¿no?

—Parece, sí.

—¿No ha habido problemas en los últimos días? ¿Esta zona está pacificada del todo?

El fiscal Chacaltana pensó que quizá era su última oportunidad de contar lo que sabía. El periodista podría publicarlo y hacerlo saber en Lima, donde seguramente se indignarían y enviarían una comisión o exigirían una investigación. El comandante quizá simplemente no estaba al corriente de lo que ocurría, pero si la orden venía de Lima, haría nuevas averiguaciones. Quiso hablar de Justino Mayta Carazo y sus misteriosas apariciones y desapariciones, de las hoces y martillos ardiendo en la noche de Yawarmayo, de los gritos de los cerros y los gritos de los jóvenes del poblado al ser encerrados en los camiones militares. Abrió la boca y empezó:

—Bueno, a veces…

—A veces uno piensa que aquí nunca hubo una guerra.

La voz que lo había interrumpido era la del teniente Aramayo, que había llegado a donde estaban ellos con una sonrisa plácida y satisfecha.

—Ya ve usted —continuó el policía—: Buen clima, la tranquilidad del campo, la gente ejerciendo libremente su derecho al voto… ¿Qué más se puede pedir?

—Tiene razón —dijo el periodista—. Yo debería mudarme aquí. Lima puede ser una ciudad insoportable.

—Me lo imagino perfectamente —respondió Aramayo con complicidad—. ¿Le puedo robar un cigarrito?

El fiscal Chacaltana no dijo nada durante los siguientes veinte minutos. Después, los periodistas volvieron a su helicóptero y partieron. Los vientos no permitían entrar por aire a Ayacucho después de las dos de la tarde. Se les agotaba el tiempo. Desde el suelo, el fiscal llegó a ver a las cámaras haciendo las últimas tomas desde las ventanillas de la aeronave.

A las cuatro de la tarde, hora de cierre de las mesas de votación, las encuestas daban ganador al candidato opositor. Algunas de ellas le concedían más de la mitad de los votos. En la ONPE y entre los militares se extendió una extraña inquietud. Hasta las cinco de la tarde, Cahuide no dejó de recibir llamadas por teléfono y preparar los paquetes que se llevaría el camión militar. Los oficiales corrían de un lado a otro indiferentes al fiscal, que se había convertido en uno más de los objetos que había que cargar, uno que no hacía ruido.

Cuatro horas más tarde, el camión se acercaba a Ayacucho con la radio encendida. Entre la música de salsa y el vallenato que los soldados habían sintonizado para el viaje, se filtró el anuncio de los primeros resultados oficiales. Todas las encuestas se habían equivocado. El verdadero ganador era el presidente.

Estaba por decidirse si habría una segunda vuelta. Los soldados que conducían el camión sintonizaron música. Les aburría la política.

Por la noche, cuando aún faltaban dos horas para llegar, Chacaltana recordó las palabras de Aramayo cuando decía que los de Lima no querían ver lo que ocurría en su pueblo. Pero también se preguntó por qué (últimamente se preguntaba muchos porqués) el teniente se había negado a informar a los periodistas y al comando. Pensó que quizá le daba vergüenza. No es fácil admitir que uno está muerto.