El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar paso el resto de la semana tratando de localizar a Justino Mayta Carazo para el respectivo interrogatorio. Se había recuperado un poco de la tétrica impresión del crematorio. De hecho, estaba más tranquilo. Pensaba que el comandante tenía razón. Un lío de faldas evidente. Mayta Carazo había tratado de desaparecer la evidencia, pero un cuerpo demora un buen rato en convertirse en cenizas. Debía haber visto que sería descubierto y haber retirado el cadáver a tiempo. La cruz de la frente era para despistar a las autoridades. Al final había dicho que él mismo había descubierto el cuerpo para alejar las sospechas de la policía. Nada de terroristas, sólo un crimen pasional. Había motivo y oportunidad. El comandante estaría contento con su investigación.
El fiscal envió al domicilio del sospechoso tres citaciones y dos órdenes de comparecencia en calidad de testigo, para no despertar sus temores. A la vez, envió al capitán Pacheco un relatorio de los hechos para que la policía localizase al sospechoso. Mediante escritos, preguntó por él en el municipio de Quinua y en la parroquia respectiva.
El viernes aún no había recibido respuesta. En la oficina de mensajería de la fiscalía le informaron de que no habían enviado ningún sobre en toda la semana porque el mensajero estaba enfermo. Quizá la próxima semana se sienta mejor. O quizá no. El fiscal pensó que si la cosa se retrasaba, el comandante olvidaría su caso. Él mismo quería olvidarlo cuanto antes, el caso parecía incendiarle los recuerdos. Esa noche discutió la situación con su madre:
—No sé pues, mamacita. Si no saco este caso, no me van a dar otro bueno. Y yo ya aprendí que hay que escalar posiciones, pues.
Recordó una voz que decía: Eres un incapaz sin futuro, Félix. Nunca serás nadie. No era la voz de su madre, pero la recordaba con total claridad. Recordó una almohada vacía, como la de su madre. Recordó el humo de Lima, en las ventanas del enorme edificio en que trabajaba, en la avenida Abancay. No quería volver ahí.
—Voy a buscar yo mismo a Mayta. Voy a demostrarle al comandante que soy un fiscal intachable. Aunque me joda, con perdón de la palabra, es que este caso me pone muy nervioso.
El sábado 18 se levantó a las siete y desayunó con una foto de su madre en Sacsayhuamán, en su Cuzco natal. Era una foto soleada y tranquila, como para empezar un buen día. Después de despedirse de ella, cerró las ventanas de su habitación porque estaría fuera hasta tarde. Se dirigió al paradero y tomó una camioneta de transporte público. Se sentó entre una mujer que llevaba una gallina y dos niños que parecían hermanos. Al salir de Ayacucho disfrutó el paisaje de las montañas secas, interminables, y el río allá abajo. El cielo estaba limpio. En el camino hacia Quinua, el panorama se iba haciendo más verde y florido en ciertas partes. Al final del recorrido, las puertas de las casas decoradas con pequeñas iglesias de cerámica le indicaron que estaba llegando a su destino.
El fiscal bajó de la camioneta al lado de una cancha de fútbol donde jugaban unos diez niños sin zapatos. Los dos que habían venido con él se reunieron corriendo con los demás. Se dio cuenta tarde de que le habían llenado el pantalón de mocos. Se limpió con el pañuelo, atravesó las tiendas para turistas y se internó en el pueblo. Le preguntó a una vendedora:
—Mamacita. Estoy buscando a Justino Mayta Carazo. ¿Lo has visto?
La vendedora no quitó la vista de sus retablos y telares. Dijo:
—¿Quién será, pues?
—¿No conoces a Justino? ¿No vives en el pueblo, tú?
—¿Cómo será, pues?
—¿Sabes dónde está esta dirección?
—Aquicito nomás, por ahí.
Luego masculló varias frases en quechua. El fiscal entendió que «aquicito nomás» podía significar «a dos días de camino». Recordó lo difícil que resulta interrogar a un quechuahablante, sobre todo si, además, no le da la gana de hablar. Y nunca les da la gana. Siempre temen lo que pueda pasar. No confían. Buscó calle por calle la dirección que llevaba anotada en un papel. Llegó finalmente a una casa estrecha que parecía tener sólo un cuarto abajo y otro arriba, con una ventana. Tocó la puerta. Le pareció que alguien lo observaba desde la ventana de arriba, pero al levantar la vista no vio nada. Tras una larga espera, una anciana le abrió una rendija de la puerta. En la penumbra sólo asomó uno de sus ojos y parte de su larga trenza negra.
—¿Qué pasa, pues, señor?
—Buenos días, mamacita, busco a Justino Mayta Carazo. Soy del Ministerio Público.
Ella cerró la puerta y le pidió desde adentro que le mostrase su identificación. El fiscal la pasó por debajo de la puerta. Creyó escuchar murmullos en el interior. Esperó un rato más hasta que la mujer volvió a abrir la puerta y lo invitó a pasar. La casa estaba amoblada apenas con una mesa y dos sillas. No tenía luz ni baño. El único sofá tenía ladrillos en vez de patas y una frazada encima. Dos niños miraban curiosamente desde una escalera de mano que subía a un segundo ambiente de ladrillo pelado.
—No está el Justino —dijo la mujer—. Se fue ya.
—¿Dónde podría encontrarlo?
—¿Dónde estará, pues? Se fue ya.
—¿Cuándo se fue?
—Ya hace tiempos ya.
—¿Le molesta si echo una mirada por la casa? Es… una investigación oficial.
Ella miró hacia arriba. No dijo nada, pero tampoco le impidió el paso. El fiscal revisó el breve primer piso, pero no había nada de interés. Empezó a subir por la crujiente escalera de mano. Los niños lo miraban en silencio. Los saludó, pero ellos no respondieron. Sólo lo miraron fijamente. Trepó con dificultad porque la escalera parecía caerse. Uno de los niños tosió. El fiscal se pinchó la mano con una astilla. Se lamió la herida. Entonces escuchó el golpe. Era como la caída de un gran saco de papas sobre la calle. Subió dos peldaños más y se asomó al segundo piso. La ventana de arriba estaba abierta. Se dio la vuelta para bajar, pero dio un paso en falso y rodó hasta el pie de las escaleras. Al levantarse, sintió un dolor en la pierna, pero avanzó hasta la puerta y sacó la cabeza. Llegó a ver un hombre doblando la esquina a toda velocidad. Se preguntó por un segundo si seguirlo era competencia de la fiscalía distrital adjunta o si sólo debía pasar parte. Luego recordó el fuego. Pensó que una persecución era competencia de la Policía Nacional. Y que al correr tras ese hombre, podía incurrir en usurpación de funciones. Miró a la mujer:
—¿Quién era ése?
—¿Quién?
—El que se fue.
—Nadies se ha ido, pues. Nadies nomás.
Supo que no tendría sentido acusar a esa mujer de obstrucción a la autoridad. Fue a la Municipalidad. Iba a deslizar sus oficios bajo la puerta pero recordó que nadie podría firmarle el cargo un sábado. Dio por terminadas las actividades oficiales del día.
Antes de volver a la ciudad, decidió visitar la pampa de Quinua. Avanzó por la carretera ascendente hasta llegar al terraplén coronado de silencio que se extendía ante sus ojos entre los cerros. Se había agitado mucho subiendo. Pero ya no cojeaba. Y ahí arriba, reinaba la paz. Sólo lo acompañaba el colosal monumento a los libertadores que había construido en mármol el Gobierno militar de Velasco. Se imaginó la heroica batalla que había dado al país la libertad. Pensó en el ruido de las armas desgarrando el eterno silencio de la pampa. Al fondo, más allá del fin de la llanura, se veían las copas de los árboles sacudiéndose al viento, un arroyo. Lo embargó un sentimiento de orgullo y libertad. Se sentó junto al monumento a contemplar el paisaje. Se secó con el pañuelo el sudor de la frente, buscando las partes de la tela que no habían quedado manchadas de moco. Reparó en que no se oía nada. Ningún sonido. Sintió en los oídos un pitido, la ilusión acústica que se produce cuando nada suena a nuestro alrededor. La pampa transmitía la música de la muerte.
Pasó varios minutos respirando el aire limpio de la sierra hasta que decidió volver. Al levantarse, sintió una respiración tras él. Apenas empezaba a volverse cuando sintió otro golpe, esta vez, un golpe de puño, directamente a su mandíbula, y luego otro golpe seco, como con el mango de una pala o algo así, que encajó en la nuca. Sintió que iba ennegreciéndose todo a su alrededor, llegó a ver un chullo rojo, un par de chanclas de llanta corriendo, alejándose de él, y un hombre que corría atravesando la llanura, mientras el silencio lo invadía todo.
Despertó cuando ya oscurecía, con un agudo dolor de cabeza. Sobre él, el cielo enrojecía en anuncio de la oscuridad, como si se desangrase sobre el sol poniente. Se tocó la nuca. La sintió líquida y caliente. Se levantó. Volvió a Quinua y tomó otra camioneta hasta Ayacucho. Al llegar a casa, corrió a lavarse las heridas. No sabía si debía sentar denuncia, no sabía por qué lo habían golpeado. Nunca en la vida había recibido un golpe. ¿O sí? No. Nunca los había recibido. Se dijo que ya pensaría con más calma al día siguiente. Este caso empezaba a ser un dolor de cabeza. Se acostó, no sin antes llevar a su cuarto una foto de su madre en la mecedora de la casa, sonriendo cálidamente. Se preguntó quién cuidaría de ella si a él le ocurriese algo. Tuvo miedo por ella, no quería dejarla sola, no otra vez.
Pensó que si el caso era de terrorismo, le correspondería al fuero militar. Y si no, la policía debía intervenir. Su labor había terminado honrosamente, con los mayores esfuerzos, inclusive con heridas en cumplimiento del deber.
Pero las dos noches siguientes, las pesadillas no lo dejaron en paz.
A sus sueños con el fuego se agregaron los golpes, golpes secos y gritos de mujer. El domingo tuvo que dormir en la cama de su madre para sentirse seguro. El lunes se levantó sacudido por un puñetazo surgido de sus sueños. Nada más abrir los ojos, tuvo la convicción de que la institución policial se haría cargo del caso ese mismo día.
Por la tarde, tras salir de la fiscalía, se acercó a la comisaría. Llevaba una gasa en la nuca cubriendo su herida:
—Buenos días, busco al capitán Pacheco.
El sargento de guardia era el mismo de las veces anteriores. Chacaltana se preguntó si vivía en ese escritorio.
—¿El capitán Pacheco?
—En efecto, sí.
El sargento se internó nerviosamente en la oficina lateral. Se quedó ahí seis minutos. Después salió.
—Lamentablemente, el capitán no se encuentra en estos momentos. Ha ido al cuartel referente a unos operativos.
—¿Sabe a qué hora volverá?
—Mayormente desconozco a ese respecto.
Era tarde. El fiscal pensó en el trabajo que se le acumulaba en la oficina para el día siguiente: excusarse de dos ágapes y preparar un ayuda-memoria para el fiscal provincial sobre los delitos sexuales en la región. El fiscal Chacaltana consideraba que la petición del fiscal provincial era una manera de reconocer al fin su trabajo de campo y su reflexión en torno a esa lacra social. Además, tenía que redactar un documento sobre transparencia electoral para los siguientes comicios. Le costó mucho tomar la decisión, pero no tenía tiempo que perder. Tampoco tenía nada mejor que hacer fuera de las horas de oficina. Tras pensarlo un momento y localizar un sillón de espera con pocos agujeros, dijo:
—Lo esperaré aquí.
Se sentó. El sargento no esperaba esa respuesta. Pareció nervioso. Miró hacia la oficina. Luego volvió a mirar al fiscal.
—No, es que… El capitán va a demorar horas. Quizá ya no vuelve ya. Pero yo le haré presente que usted…
—No tengo prisa. Sólo urgencia.
—Dejó dicho que ya le mandaría un informe respectivo…
—Prefiero verlo, gracias.
La mirada del sargento se convirtió en una súplica. Se sentó y respiró hondo. El fiscal también. El sargento dejó pasar media hora antes de volver a hablarle con un bostezo.
—Yo creo que ya no regresa ya, el señor capitán.
—Si viene mañana por la mañana, aún estaré acá. O el jueves. O cuando haga falta.
Se sorprendió de su propia decisión, pero era verdad que el funcionamiento de los mecanismos de comunicación interinstitucional dejaba mucho que desear en Ayacucho. Pensó que quizá de ese modo conseguiría mejorarlos. Podía ser muy audaz si se lo proponía. Se acomodó en el asiento y dejó pasar el tiempo. A las ocho, dos gendarmes llegaron y el sargento los hizo pasar a la oficina. Se fueron a las nueve despidiéndose alegremente de alguien allá adentro. A las diez y media, el sargento repitió que le haría presente al capitán que el fiscal había estado ahí. A las diez y treinta y uno, el fiscal respondió que no sería necesario porque él estaría en la recepción cuando el capitán llegase. A las once y veintitrés, se quitó el saco y lo colocó sobre su cuerpo a modo de frazada. A las once y treinta y dos, comenzó a roncar con un silbido sordo. Finalmente, a las doce y ocho, el ruido de una puerta lo despertó. El capitán Pacheco salió de la oficina, dirigió una mirada de odio al fiscal y continuó su camino hasta el baño. Permaneció en el interior siete minutos más, después de los cuales salió secándose las manos acompañado por el sonido del water. El sargento se puso de pie para saludado:
—¡Buenas noches, capitán! No sabía que se encontraba presente. Aquí el señor fiscal se ha apersonado en la delegación p…
—Cállate, carajo. Pase, Chacaltana. ¿Quiere hablar? Vamos a hablar.
El fiscal distrital adjunto lo siguió hasta la oficina con la victoria brillándole en la sonrisa. El capitán Pacheco se sentó pesadamente tras su escritorio, al lado de la bandera nacional y debajo de la foto del presidente. En la pared colgaba el escudo de la policía con su lema: «El honor es su divisa».
—Antes de comenzar, permítame decirle que es usted realmente un dolor en los huevos —dijo a modo de saludo oficial—. ¿Qué le pasó en la cabeza?
El fiscal tuvo miedo de decir que lo habían golpeado. No lo respetarían si decía eso.
—Nada, me caí. Y lamento las recientes incidencias, capitán, pero es que he remitido a su autoridad un escrito d…
—Sí, sí, sí. Lo de Mayta Carazo. Lo he visto.
—Desafortunadamente, su respectiva respuesta parece haberse extraviado sin llegar a obrar en mi poder…
—No le envié una respuesta, Chacaltana. y no se la voy a enviar. ¿Eso es lo que quería oír?
—No, capitán. Necesito su colaboración para coadyuvar a cerrar el caso de…
—Chacaltana, ¿usted es aprista o es imbécil?
—¿Perdone, capitán?
—¿No escuchó al comandante Carrión cuando le habló?
—Sí, capitán. Y justamente creo que he encontrado la confirmación de sus sospechas… Tengo indicios para suponer que el susodicho Justino…
—No quiero saber qué indicios tiene. No quiero saber nada que tenga que ver con este caso. Tenemos las elecciones a la vuelta de la esquina. Nadie quiere oír hablar de terroristas en Ayacucho.
—Permítame transmitirle mi sorpresa por sus palabras…
—Mire, Chacaltana, le voy a ser totalmente sincero y espero que sea la última vez que hablemos de este tema. La policía se dirige desde el Ministerio del Interior y el ministro del Interior es un militar. ¿No le dice algo eso?
—Eso no constituye irregularidad. Los miembros de las fuerzas armadas están facultados para…
—Trataré de decirlo de modo que hasta usted lo entienda: aquí las decisiones las toman ellos. Si ellos no quieren investigación, no se hace investigación.
—Pero es nuestro deber…
—¡Nuestro deber es callarnos y acatar! ¿Es tan difícil que se le meta eso en la cabeza? Escuche, no tengo ningún interés en ayudarlo porque no me da la gana. Pero si quisiera ayudarlo, tampoco podría. Así que no me meta en este asunto porque me va a joder el ascenso. ¡Se lo pido por favor! ¡Tengo una familia! ¡Quiero volver a Lima! No puedo estar molestando al comandante Carrión.
En el engranaje jerárquico que era la mente del fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, no cabía la posibilidad de perder un ascenso por seguir los procedimientos. Todo lo contrario. Trató de explicar ese punto, pero el capitán lo interrumpió:
—¿Por qué no hace un informe y cierra el caso de una vez? Atribúyalo a un incendio o a un accidente automovilístico… Y todos tranquilos.
Chacaltana abrió los ojos con genuina sorpresa.
—Pero yo… no puedo hacer eso… Hacerlo sin el informe policial es ilegal, capitán.
El capitán hundió la cabeza entre sus manos. Cerró los ojos. Movía los labios ligeramente, como si contase hasta cien en silencio. Más tranquilo, habló:
—Chacaltana, esto es zona de emergencia. Gran parte del departamento aún está bajo la clasificación de zona roja. Las leyes están legalmente suspendidas.
—Además, los deudos del fenecido podrían exigir…
—¡No tiene deudos! ¡Nadie sabe quién es! ¡El caso no se ha filtrado a la prensa! Nadie lo reclama, los indios nunca reclaman. No les importa. Y a mí tampoco.
El retrato del presidente pareció temblar a sus espaldas cuando dijo eso. Luego, la oficina se sumió en el silencio. El capitán tenía sobre el escritorio fotos carné de su familia, dos niños y una mujer. A Chacaltana le gustaban las familias. Pero en ese momento, con genuina indignación, se puso de pie.
—Yo también quiero cerrar este caso cuanto antes, capitán, pero su informe debe llegarme porque lo exigen los procedimientos. No puedo cerrar el acta sin un informe. Dejo constancia del cumplimiento de la diligencia.
Chacaltana se puso de pie dignamente y se acercó a la salida. El capitán se recostó en su sillón. Justo antes de que Chacaltana abriese la puerta dijo:
—¿Eso es todo?
Chacaltana se detuvo. No volteó. Supo que había vencido.
—Es por lo que he venido.
Chacaltana dijo eso con un tono de voz firme, rígido al lado de la puerta. El capitán exigió una confirmación:
—Si le doy un informe redactado por mis peritos y firmado por mí, ¿no habrá más problemas?
—El único problema que tenemos es la irregularidad administrativa que no nos permite cerrar el caso.
El capitán esbozó una sonrisa. Luego la detuvo. Frunció el ceño. Chacaltana mantenía el rostro impertérrito del fiscal profesional. El capitán rió con claridad.
—Está bien, Chacaltana, entiendo. Hablaré con mi gente y reuniré a mis hombres. Tendrá su informe mañana a primera hora en su despacho. Gracias por su visita.
En realidad, eso era lo único que el fiscal distrital adjunto esperaba escuchar.
Salió de la comisaría con la sensación de haber librado una gran batalla y haberla ganado. Sin embargo, comprendía el recelo policial. No debía olvidar que vivían en zona roja, y eso siempre hace a la gente más desconfiada.
A esas horas ya estaba todo cerrado en la ciudad. Nadie recorría las calles aparte de alguna patrulla ocasional, rezago de los toques de queda. Avanzó en la noche silenciosa y azul hacia su casa, respirando el aire limpio de la provincia. Al llegar a casa fue a la habitación de su madre. Estaba fría por haberse quedado con la ventana abierta todo el día. Se disculpó mientras la cerraba.
—Lo siento, mamacita. Te he dejado sola todo el día. Es que este caso es muy difícil, mamacita. Muy triste. El fenecido no tiene deudos. ¿Te imaginas? Qué triste.
Sin dejar de hablar, sacó de un cajón el pijama de lana más abrigador y lo extendió sobre las sábanas.
—Una persona que se muere sin nadie que la recuerde es como si se muriera el doble. ¿Dónde estará la familia de ese señor? ¿Quién podrá acordarse de algo bonito de él, quién le hará la cama por las noches o le dará su pijama? Nadie pues, mamacita. Nadie para mirar su foto ni para decir su nombre por las noches. ¿Ves cómo es? Cuando alguien así deja de existir, es como si nunca hubiera existido, como si hubiese sido un rayo de sol que no deja rastros después, cuando cae la noche.
Acarició el pijama y la sábana. Luego cogió una foto de la cómoda, aquella en que aparecía su madre sola, con su mirada dulce y joven. Se la llevó a su cuarto y la dejó en la mesita al lado de la cama, para sentirse menos solo después de cerrar los ojos.
A la mañana siguiente, en efecto, el informe policial descansaba sobre su escritorio. El fiscal lo abrió y lo revisó. Estaba muy mal escrito, lleno de pleonasmos y faltas ortográficas, pero el contenido era sencillo y legalmente válido. La versión policial difería de su hipótesis pero aportaba pruebas definitivas surgidas de su experiencia en la investigación de siniestros y homicidios. A lo largo del día verificó algunos datos. Eran correctos. Llamó a la comisaría, donde le contestó personalmente el capitán Pacheco, quien certificó sus actuaciones y ofreció toda la colaboración que estuviese en sus manos.
El fiscal no tenía ninguna ambición de protagonismo. No quería polemizar ni dudar de la buena fe de las instituciones. Si las autoridades competentes ofrecían una versión más sólida que la suya, la aceptaba. Su labor era facilitar la actuación de las fuerzas del orden, no obstaculizarla. Eso sí, se sintió orgulloso por el cambio de actitud que había promovido en el capitán Pacheco, quien había superado su resistencia y colaborado, finalmente, con la mayor eficiencia. A la larga, el capitán se daría cuenta de las ventajas de la cooperación entre las instituciones en tiempos de paz. Y se lo agradecería.
Dio por válido el informe policial y decidió cerrar el caso con la información disponible. Escribió un informe que no lo satisfizo por su desmesurada extensión. Lo tiró a la basura. Redactó otra hoja, pero la encontró llena de simplificaciones y omisiones. Volvió a tirarla y redactó una tercera, cuidando especialmente la sintaxis y la puntuación, sencilla, sin excesos, sobria. Mientras corregía las comas y las tildes, se sintió aliviado. Las imágenes del hombre quemado no volverían a molestarlo. Y sobre todo, los canales de comunicación interinstitucional se revelaban eficaces. Una señal más de progreso.