El desfile institucional de Cuaresma había sido establecido el año 94 por decreto ley a pedido del Arzobispado. Comenzaba con las diversas fuerzas armadas pasando ante el estrado de la Plaza de Armas y saludando a las autoridades competentes del Estado, la Iglesia y el comando. Después de los húsares y los rangers, y siempre al son de la banda de la Policía Nacional, procedían a desfilar las diversas escuelas e institutos, mientras un funcionario las presentaba por los altavoces:
—Escuela María Parado de Bellido: instituida por resolución ministerial 000578904 y refrendada por disposición municipal 887654333, esta escuela lleva dos años formando a jóvenes costureras ayacuchanas y sirviendo a los intereses de la artesanía nacional. Instituto Daniel Alcides Carrión: creado por resolución ministerial…
Al fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar le gustaban los desfiles, el sonoro transcurrir de los símbolos patrios. Los uniformes lo hacían sentirse seguro y orgulloso, los jóvenes estudiantes le permitían confiar en el futuro, las sotanas garantizaban el respeto por las tradiciones. Disfrutaba oyendo el Himno Nacional y la Marcha de la Bandera bajo el brillo de las trompetas y los galones. Se sentaba con orgullo en el palco de funcionarios, vestido con su mejor traje negro, la corbata buena y el pañuelo en el bolsillo. El año anterior, tras su llegada, había participado recitando un poema de José Santos Chocano y la concurrencia lo había aplaudido mucho por la seriedad de su recitación y la solemnidad de su dicción.
No le gustaba tanto lo que venía después, cuando acababa el desfile y los funcionarios se reunían para un ágape de confraternidad en el salón municipal. El año anterior lo habían invitado al ágape por su poema. Este año, quizá por error. Aunque se sentía orgulloso de ser considerado entre los funcionarios de mayor rango, nunca sabía bien qué decir en esas ocasiones. Las autoridades competentes circulaban a su alrededor con vasos de vino rosé sin llegar nunca a detenerse a su lado. Muchos de los mandos medios y bajos le hablaban un rato, pero mirando hacia otro lado, buscando alguna persona más importante con quien departir. Con ellos era más fácil hablar por escrito.
Conforme el ágape transcurría y el alcohol circulaba, el tema iba limitándose a enumerar a las mujeres que cada uno deseaba y a los detalles de un hipotético encuentro sexual. Y el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, de momento, no deseaba desear a ninguna mujer. Solía asistir a las enumeraciones asintiendo y preguntándose en qué momento podría decir algo, una palabra al menos, tratando de recordar a alguna mujer que llamase su atención. Por eso, normalmente, prefería no asistir, quedarse en casa arreglando el cuarto de su madre o leyendo a solas sus poemas de José Santos Chocano. Le gustaban los sitios pequeños, donde nadie oía su voz, Pero ahora tenía una razón para ir. Debía hablar con el capitán Pacheco, que aún no había respondido a sus requerimientos. Un caso de esa importancia debía ser elevado a las más altas esferas a la brevedad posible.
A su llegada al salón, encontró al juez Briceño, un hombre bajito y nervioso con ojillos y dientes como de cuy. Se saludaron. El juez preguntó:
—¿Y cómo va la cosa en la fiscalía? ¿Se acostumbra a Huamanga?
—Bueno, casualmente en este momento llevo un caso de la máxima importancia…
—Yo me quiero comprar un carro, Chacaltana. Un Tico nomás, más que sea. Pero un juez tiene que tener un carro. ¿No cree? Si no, ¿cómo pues?
—Efectivamente. El caso que llevo es referente a un reciente fallecido que…
—¿Un Tico o un Datsun? Porque hay unos Datsun del noventa que han llegado con poco uso…
El juez disertó en torno al tema durante diez minutos, hasta que Chacaltana descubrió al capitán Pacheco, que departía con un funcionario de corbata celeste y un militar uniformado cerca del pabellón nacional del salón. El juez Briceño notó hacia dónde se dirigía su mirada.
—Ya veo que apunta usted alto —le dijo con complicidad.
—¿Perdone?
—El comandante Carrión —señaló el juez. El fiscal entendió que se refería al militar del grupo.
—Claro, le he enviado algunos informes —respondió.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Está buscando un ascenso?
—¿Cómo? No, no —lo pensó mejor—. Bueno, uno siempre quiere servir con más eficiencia…
—Claro, eficiencia. Está bien. Aquí decide él.
El fiscal había escuchado varias veces repetir ese infundio, pero tenía la certeza de que el escalafón del Ministerio Público era independiente de cualquier presión o injerencia. Trató de responder eso, pero no sabía bien cómo formularlo con palabras.
—Claro —aceptó al final, involuntariamente. El juez habló de otros dos modelos de auto hasta que descubrió a alguien más importante y dejó al fiscal solo. El fiscal se acercó entonces al grupo de Pacheco y saludó con cortesía marcial. Nadie lo presentó ni dejó de hablar. El fiscal subió un poco la voz para dirigirse al capitán Pacheco:
—Disculpe, capitán, buenos días… Pasé esta semana por su oficina referente al malogrado occiso que…
Pacheco estaba hablando de las ventajas de los fusiles FAL frente al armamento de corto impacto. Se detuvo. Pareció molesto por la interrupción.
—Sí, sí, no he podido responderle debido a mis múltiples ocupaciones. Ya le enviaré un informe, Chacaltana.
—Yo ya he confeccionado un informe, pero necesito el suyo para compulsar las formas.
El militar se rió. El funcionario pareció intranquilo. El policía no quiso abundar en el tema. Repitió:
—Lo lamento, de verdad. Le enviaré el informe a la brevedad posible…
—En cualquier caso, me interesa saber si se reportaron personas desaparecidas en los últimos meses en la localidad de Quinua.
Su pregunta resonó incómodamente entre sus interlocutores. El militar, que observaba al fiscal con una mirada irónica, decidió intervenir:
—Sólo con el carnaval debe haber desaparecido el noventa por ciento de los esposos fieles.
Se rieron todos menos el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, que insistió:
—Necesito ese dato para cumplimentar mi informe. Si me lo pudiese proporcionar a la brevedad…
Notó que habían dejado de reírse. El militar miró al fiscal con extrañeza. El policía no tuvo más remedio que presentarlos. Presentó primero al civil, Carlos Martín Eléspuru, del Servicio de Inteligencia. Luego al comandante Alejandro Carrión Villanueva.
—Sí. Le he enviado varios informes —saludó el fiscal.
El fiscal no creía que un militar pudiese ocuparse de los ascensos, pero quizá sí podía agilizar los procedimientos. Su presencia podía servir para que el policía actuase con la eficiencia del caso. El capitán no se negaría a cumplir los requerimientos ante un militar. Pero el comandante miró al fiscal con seriedad.
—La información sobre desapariciones es clasificada —le dijo—. Si quiere ese dato me lo tendrá que preguntar a mí. No se lo daré, pero envíe su solicitud.
—Es que, si hay un desaparecido, podría ser el fenecido que encontramos.
El comandante pareció molesto por la impertinencia de ese civil. Eléspuru guardaba silencio. El comandante tomó una copa más que un camarero traía en una bandeja. El líquido rosado resplandecía en su interior. Súbitamente, en su cara se hizo una sonrisa:
—¡Ah! ¡Usted es el que investiga lo del cornudo!
Nuevas carcajadas de todos menos de Félix Chacaltana Saldívar.
—¿El cornudo, señor?
El comandante dio un trago risueño.
—El hombre que quemaron en Quinua. El cornudo debe haber estado bien enojado, ¿no?
—Me temo que es pronto para saber qué ocurrió, señor.
—Por favor, Chacaltana. Tres días de carnaval y un hombre muere. Celos. Lío de faldas. Pasa todos los años.
—Ningún familiar ha reclamado el cadáver…
—Porque no hablan nunca. ¿O aún no lo ha notado? Los campesinos siempre evitan aparecer, se esconden.
—Por eso mismo no matarían así, comandante. No de un modo tan violento.
—¿Ah, no? Tendría usted que verme a mí después de tres días de borrachera.
El fiscal meditó la base legal de esa respuesta. Mientras pensaba, el comandante pareció olvidarlo. Se reunió con las risas de los otros dos y continuó hablando. Dijo algo sobre la mujer del alcalde. Rieron.
Cuando Chacaltana parecía ya un adorno del pabellón nacional, decidió responderle al militar.
—Perdone, señor. Pero me temo que su razonamiento carece de sustento jurídico…
El comandante se interrumpió. El hombre de la corbata celeste pareció incómodo. El capitán Pacheco empezó a hablar de lo vistosas que estaban resultando las festividades de Cuaresma. Hablaba muy fuerte. El comandante no dejó de mirar al fiscal, que se sentía totalmente convencido de su argumento. Sí. Lo estaba haciendo bien. Quizá al constatar su celo profesional, el comandante lo consideraría para cualquier recomendación. El comandante dijo:
—¿Y que sugiere usted?
El policía volvió a cerrar la boca. El fiscal vio su oportunidad de hacer notar la gravedad del caso y lucir sus cualidades deductivas:
—No me atrevería a descartar un ataque senderista.
Lo había dicho. El silencio que siguió a esa frase pareció alcanzar a todo el salón, a toda la ciudad. El fiscal imaginó que con esa información tomarían más en serio el caso. Era un asunto de máxima seguridad. El fuero civil y el Ministerio Público colaboraban así con la Justicia Militar en la meta común de un país con futuro. El comandante pareció reflexionar sobre su actitud. Después de un largo rato, interrumpió el silencio con una carcajada. Pacheco dudó un poco, pero luego empezó a reír también. Y luego el hombre de la corbata celeste, Eléspuru. Tras ellos, el resto del salón y del universo empezó a reírse poco a poco, luego muy fuerte, hasta atronar el aire.
—Está usted paranoico, señor fiscal. Aquí ya no hay Sendero Luminoso.
Y se dio la vuelta para abandonar la conversación. Con orgullo de archivo, el fiscal argumentó:
—Se cumplen veinte años del primer atentado…
El comandante hizo un gesto como si apartara con la mano las palabras del fiscal.
—¡Cojudeces! Acabamos con ellos.
—Ese primer atentado se realizó en unas elecciones…
El militar empezó a perder la paciencia:
—¿Me está discutiendo, Chacaltana? ¿Me está llamando mentiroso?
—No, pero…
—¿No será usted uno de esos fiscales politizados, no? ¿No será aprista o comunista, no? ¿Quiere usted sabotear las elecciones? ¿Eso quiere?
Ante el inesperado giro de la conversación, el fiscal abrió mucho los ojos y se apresuró a aclarar las cosas.
—De ninguna manera. Si hay un boicot contra las elecciones, tenga la seguridad de que aperturaré una investigación en cuanto recepcione formalmente la denuncia, comandante.
El comandante miró con incredulidad al fiscal. Le parecía un hombre imposible. Luego volvió a reírse. Esta vez se rió lenta, paternalmente:
—Es usted conmovedor, Chacaltita. Pero lo comprendo. Lleva poco tiempo acá, ¿verdad? No conoce a los cholos. ¿No los ha visto pegándose en la fiesta de la fertilidad? Violentos son.
El fiscal había estado varias veces en esa fiesta. Recordó los golpes. Hombres y mujeres, no importa. Todos partiéndose la cara, que es donde más sangra. Creían que su sangre irrigaría la tierra. Recordó las narices goteando y los ojos morados. El fiscal solía tipificar las fiestas como «violencia consentida con motivos de religiosidad». Se hacían muchas cosas raras con motivos de religiosidad.
—¿Y el Turupukllay? —continuó el comandante—. ¿Qué le parece eso? ¿Eso no es sangriento?
El fiscal pensó en la fiesta del Turupukllay. El cóndor inca atado por las garras a la espalda de un toro español. El toro agitándose violentamente mientras se desangra, sacudiendo al enorme buitre asustado que le picotea la cabeza y le desgarra el lomo. El cóndor trata de zafarse, el toro trata de golpearlo y tumbarlo. Suele ganar la lucha el cóndor, un vencedor despellejado y herido.
—Eso es una celebración folklorica —dijo tímidamente—. No es terror…
—¿Terror? Ajá, comprendo. ¿Y la matanza de Uchuraccay, recuerda?
Chacaltana recordaba. Tuvo la sensación de que era un recuerdo muy reciente. Pero tenía casi veinte años. Golpearon su memoria los cadáveres, los pedazos de sus cuerpos cubiertos de tierra, los interminables interrogatorios en quechua. Se sintió aliviado de que las cosas hubieran cambiado. No quiso decir nada. Le parecían palabras lejanas que era mejor dejar lejos.
—Yo le recordaré Uchuraccay —continuó el comandante—. Los campesinos no les preguntaron nada a esos periodistas. No podían, ni siquiera hablaban castellano. Ellos eran extraños, eran sospechosos. Directamente los lincharon, los arrastraron por todo el pueblo, los acuchillaron. Los dejaron tan maltrechos, que luego ya no podían permitirles volver. Los asesinaron uno por uno y ocultaron sus cuerpos como mejor pudieron. Creyeron que nadie se daría cuenta. ¿Usted qué opina de los campesinos? ¿Que son buenos? ¿Inocentes? ¿Que se limitan a correr por los campos con una pluma en la cabeza? No sea ingenuo pues, Chacaltana. No vea caballos donde sólo hay perros.
Chacaltana se había puesto pálido. Trató de articular una respuesta:
—Yo sólo… pensé que era una posibilidad…
—Piensa usted demasiado, Chacaltana. Grábese en la cabeza una cosa: en este país no hay terrorismo, por orden superior. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—No lo olvide.
—No, señor.
—Quiero ver su informe cuando acabe con este caso. Manténgame al tanto de lo que averigüe. Quizá aún no sea momento de ceder competencias al fuero civil.
El comandante le dio la espalda y se fue. Félix Chacaltana Saldívar, fiscal distrital adjunto, no pudo conseguir esa tarde el informe policial requerido.
El lunes 13, el fiscal Chacaltana se despertó de golpe a las 6.45 am. Sudaba. Había tenido una pesadilla. Había soñado con fuego. Un largo incendio que se propagaba por la ciudad y luego por los campos, hasta arrasarlo todo. En el sueño, él estaba en su cama y empezaba a sentir que llovía dentro de su dormitorio.
Cuando se levantaba, descubría que llovía sangre, que cada milímetro de su habitación sudaba un líquido rojo y caliente. Trataba de huir, pero la casa estaba inundada, y entre la espesura líquida no podía avanzar.
Cuando empezaba a ahogarse y a sentir el gusto de la sangre en la boca y los pulmones, despertó. Se dirigió al baño. No había agua, pero el fiscal tenía un barril de reserva que le permitía en esos casos lavarse las partes pudendas y mojarse la cabeza. Lo abrió con un temblor en la mano. Constató con alivio que en el barril sólo había agua. Se lavó y se peinó con el pelo hacia atrás, como su madre le había enseñado cuando era un niño, como se había peinado cada día de su vida. Acto seguido, se dirigió a la habitación de su madre y abrió la ventana. Dejó que entrase el aire y saludó. Luego tomó un retrato de la señora Saldívar de Chacaltana para desayunar con él. Escogió una foto en que aparecía él mismo a los cinco años abrazándola. Ella sonreía.
Mientras desayunaba pan con queso y mate, recitó ante el retrato sus planes del día y todos los documentos que esperaba dejar terminados. No olvidó que almorzaría en El Huamanguino para pagar su deuda con la joven del mostrador. Durante el resto de la mañana en la oficina, resonaron en su cabeza las palabras que el comandante le había dicho el día anterior. Lío de faldas. Si el comandante decía que era un lío de faldas, era un lío de faldas. Para eso había luchado tanto el comandante. Lo sabría bien. En opinión del fiscal, algo ahí no terminaba de encajar. Pero Chacaltana era un funcionario serio y honesto. No debía tener opinión. Además, el comandante le había pedido sus informes. Los leería personalmente. Era una gran oportunidad. Pensó en su ex esposa Cecilia. Quizá así le demostraría lo que valía. Ya no le importaba ella en realidad, era sólo una cuestión de orgullo. Él podía ser alguien.
Cerca de la hora del almuerzo, y sin aviso previo, las palabras del comandante empezaron a mezclarse en su cabeza con las imágenes de la mesa del forense hasta el punto de no permitirle concentrarse en sus funciones. Como un flash mental, se le aparecía el rostro del muerto cubierto de humo la hendidura a la altura del hombro, la piel negra. La violencia. Celos. La palabra «terrorista» volvió a cobrar forma en su mente. Lo remitió a las voladuras de torres eléctricas. A las sirenas de las ambulancias. Pensó en su madre de nuevo, para llenar su cabeza con una imagen diferente. Pero sólo consiguió evocar la imagen del fuego.
Para distraerse un poco, decidió salir exactamente a la hora de almorzar y no, como era su costumbre, quince minutos después. Salió de la fiscalía y se dirigió al referido restaurante. La misma chica de la vez anterior atendía tras el mostrador, pero ahora llevaba un pantalón de tela negro y zapatos de taco bajo. La blusa era igual. Rosada. De bobitos. Llevaba el pelo recogido en un moño esta vez.
—Qué bueno que ha regresado. Su mesa está lista.
Ya tenía una mesa, como si fuera un cliente habitual. Era el único lugar del mundo fuera de su casa donde ya tenía una mesa. Era la misma de la vez anterior, al lado de la puerta. En efecto, sus cubiertos ya estaban puestos. El restaurante estaba vacío otra vez. Ella anunció:
—Hoy tenemos cuy chactado.
El fiscal aceptó con un movimiento de cabeza.
Mientras ella iba a la cocina, miró el televisor de la pared. En la pantalla, una mujer golpeaba a un hombre en un set de televisión, rodeados de un público que festejaba sus tirones de pelo y sus mordidas. El fiscal llegó a entender que ella era la novia de él y que él la había engañado con su hermana, con su prima y con su tía abuela. No quiso ver más. Doce minutos después, la chica salió de la cocina. Le sirvió el cuy y una Inca. El fiscal distrital adjunto acercó los cubiertos al plato y vio la cara del roedor. Tenía la boca abierta y los dientes delanteros largos y agresivos. A Félix Chacaltana le pareció que era el cuy el que se lo quería comer a él. Soltó los cubiertos.
—No está tan caliente —se defendió la chica.
—Gracias. Es sólo que… estaba pensando.
—Usted piensa mucho, ¿no?
Piensa usted demasiado, Chacaltana.
—No, es… sólo trabajo.
—¿Y en qué estaba pensando? ¿Se puede saber?
Ella se rió como si hubiese hecho una pregunta muy pícara. El fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar trató de imaginar una mentira convincente.
—En un muerto —dijo.
Ya su madre le había dicho que no sabía mentir. La chica no pareció sorprendida. Empezó a lavar unos platos.
—Aquí hay muchos —dijo.
—Sí.
—Yo hablo con ellos.
—¿En serio?
—Con mi papá y mi mamá. Voy a verlos al cementerio y les hablo, les llevo flores.
—Claro. Yo también hago así. Con mi madre. Llevo su recuerdo muy presente.
De repente, se sintió cómodo en ese lugar. Como en casa. Ella se volvió. No dejó de lavar pero señaló al cuy con la nariz.
—¿No va a comer?
—Sí… Sí. Ya mismito.
Trató de coger con el tenedor un pedazo de cuy. Los huesos se confundían con la piel. Lo mejor era comerlo con la mano. Tocarlo. Y morderlo. En la pantalla, el mismo hombre seguía recibiendo golpes, ahora de dos mujeres al mismo tiempo.
—¿Qué le gustaría que hicieran con usted al morir? —preguntó la chica mientras secaba unos cubiertos.
—¿Cómo?
—A mí no me gustaría ir al cementerio. Es como… tener una casa en que uno no vive. Y mi familia tendría que ir hasta allá. Al final les daría flojera. Ya no irían más.
—Quizá puedan enterrarte en tu casa.
—No. Mi casa es chiquita —se secó las manos—. A usted no le gusta el cuy, ¿no?
—¡Sí! Está muy bien. Sólo… sólo me gustaría acompañarlo con un mate… por favor.
—Hoy sólo tenemos café.
—Café estará bien.
—¿Café con cuy? Usted es raro, señor…
—Félix. Llámame Félix.
—Don Félix.
—Sólo Félix. Por favor.
Ella sacó del fuego una jarra de agua hirviendo y sirvió una taza. Se la dejó en la mesa y le puso al lado la jarrita de café. El fiscal vertió la esencia en el agua caliente. El color café comenzó a difuminarse en el líquido, como sangre oscura. El fiscal odiaba el café ayacuchano. Aguado. Débil.
—Yo pediría que me cremen —dijo ella.
—¿Cómo?
—Que me cremen. Que me conviertan en cenizas. Así mi familia podrá tenerme en casa cuando quiera verme.
Un horno. Fuego. Un horno crematorio. Una caldera que se alimenta de personas. Era simple en realidad.
—¿Y dónde harías eso?
—En la iglesia del Corazón de Cristo. Ellos tienen un horno. Hasta me queda más cerca de la casa que el cementerio.
—¿Tienen eso? Las iglesias no tienen hornos.
El fiscal preguntaba como si fuese un turista. Ella volvió a reírse En un rincón de la boca tenía un empaste de plata que brillaba con la luz.
—Ésta sí tiene. ¿Y usted? Usted sí se haría enterrar, ¿verdad?
—Tengo que irme.
Se levantó con la sensación de que algo bullía en su cabeza. Quizá tenía tiempo de pasar por esa iglesia antes de que acabase la hora de almuerzo. Si no, de todos modos, podría argumentar diligencia de trabajo. No la había anotado por la mañana, pero quizá podría pasar un memorándum corrigiendo su declaración de ausencias justificadas. Quizá ahí estaría la prueba de que no eran terroristas. Celos. Tenían que ser celos. Había que demostrar que eran celos. Ella lo vio levantarse de la mesa. Parecía decepcionada.
—¡Podría probar al menos para decir que no le gusta!
—Oh, no… no entiendes. Es que estoy muy apurado. Te prometo que mañana… ¿Cómo te llamas?
—Edith.
—Edith, claro. Te prometo que mañana vengo y almuerzo de verdad. Sí, lo prometo.
—Claro, vaya nomás.
El fiscal trató de decir algo ingenioso. Sólo podía pensar en celos. Salió de la tienda. Llegó a la esquina. Recordó que debía pagar la cuenta. No quería que ella pensase que se aprovechaba. Dio la vuelta y caminó hacia el restaurante. Luego pensó que, si pagaba, ella pensaría que no iba a volver al día siguiente. A la mitad de la calle, se preguntó qué hacer. Miró su reloj. Iría a la comisaría y a la iglesia. Sería mejor no distraerse del trabajo. Echó una última mirada hacia el restaurante. Edith limpiaba su mesa. Esperó que ella levantase la cabeza. Que le hiciese un gesto de despedida. Ella terminó de limpiar y luego barrió un poco. Miró hacia el cielo. El cielo estaba limpio. Luego volvió a desaparecer en el interior. El fiscal pensó en el horno. Edith había colaborado con la justicia sin saberlo. Volvió sobre sus pasos hasta el restaurante. Entró. Ella se sorprendió de verlo volver. Él dijo:
—Gracias. Muchas gracias.
—De nada.
Ella sonrió. Él se dio cuenta tarde de que estaba sonriendo también. Más tranquilo, Félix Chacaltana Saldívar siguió su camino.
Pasó por la comisaría, donde lo recibió el mismo sargento de la vez anterior:
—Buenos días, busco al capitán Pacheco.
—¿Al capitán Pacheco?
—Efectivamente, sí.
El sargento volvió a anotar los datos del fiscal en un papel y se internó en la oficina. Salió nueve minutos después:
—El capitán se encuentra en estos momentos prácticamente ocupado, pero solicita que le envíe usted un requerimiento escrito y él lo estudiará a conciencia.
—Es que… la investigación debe hacerla la policía. No puedo avanzar si no veo sus avances.
—Claro, si yo lo comprendo. Le haré presente al capitán.
La iglesia del Corazón de Cristo se elevaba más allá del arco, casi donde empezaba la cuesta. Su nave principal estaba totalmente enchapada en madera y pan de oro, y sus vitrales eran representaciones de las estaciones de Cristo. En una esquina, se elevaba un altar de la Virgen de la Dolorosa con sus siete puñales en el pecho. Del otro lado, cerca de la sacristía, una imagen de Cristo arrastrando la cruz hacia el Gólgota. Había velas rojas y cortas ante cada imagen santa. La imagen de Cristo crucificado vigilaba el altar mayor desde lo alto. Félix Chacaltana se fijó en su tétrica desnudez, en las gotas de sangre que corrían por su rostro, en las heridas de sus manos y sus pies atravesados por clavos, en el tajo que descendía por su costado.
Una mano le tocó el hombro.
El fiscal se sobresaltó. A su espalda había un sacerdote vestido aún con ropa de misa. Llevaba varios objetos de plata y vidrio. Tenía unos cincuenta años y poco pelo.
—¿Puedo ayudarlo? Soy el padre Quiroz, párroco del Corazón de Cristo.
El fiscal acompañó al sacerdote a guardar los instrumentos de la misa en la sacristía mientras le explicaba el caso. Sobre la pared colgaba una imagen de Cristo en claroscuro, elevando las manos hacia el Señor. Las manos perforadas. La corona de espinas ceñía su cabeza como una diadema roja y verde. Chacaltana quiso decir algo agradable:
—Qué bonita su iglesia —se le ocurrió.
—Ahora está bonita, sí —respondió el padre guardando las hostias en una caja de plástico—. La hemos restaurado en los últimos años con un fondo del Gobierno, a ésta y a las demás. En esta ciudad hay treinta y tres iglesias, señor fiscal. Como la edad de Cristo. Ayacucho es una de las ciudades más devotas del país.
—La religión siempre es un consuelo. Sobre todo aquí… con tanto difunto.
El padre pulió la patena y el cáliz cuidadosamente.
—A veces no sé, señor fiscal. Los indios son tan impenetrables. ¿Ha visto alguna vez las iglesias de Juli, en Puno?
—No.
Quiroz se quitó la casulla verde y dorada y el cordón que ataba la estola a su cintura. Dobló las prendas de tela y las metió en un cajón con delicadeza para no arrugarlas. Cada uno de sus gestos parecía un ritual más de la misa, como si cada movimiento de sus manos tuviese un significado preciso. Dijo:
—Son iglesias al aire libre, como corrales. Los jesuitas las construyeron durante la colonia para convertir a los indios, para que asistiesen a misa, porque sólo adoraban al sol, al río, a las montañas. ¿Comprende? No entendían por qué el culto se realizaba en un lugar cerrado.
—¿Y sirvió?
El padre empezó a cerrar con llave cada cajón en el que había metido algo. Usaba como llavero una gran argolla.
—Oh, sí, para guardar las apariencias. Los indios asistieron a misa encantados y en masa… Rezaron y aprendieron cánticos, inclusive comulgaron. Pero nunca dejaron de adorar al sol, al río y a las montañas. Sus rezos latinos eran sólo repeticiones de memoria. Por dentro seguían adorando a sus dioses, sus huacas. Los engañaron.
El padre Quiroz quedó de pie frente al fiscal. Era alto. Félix Chacaltana pensó que debía añadir algo a la conversación. Se preguntó qué diría el comandante Carrión. Pregunto:
—¿Qué habría sugerido usted?
—Al verdadero espíritu sólo se llega por el dolor. El goce y la naturaleza son corporales, mundanos. El alma está llena de dolor. Cristo sufrió sangre y muerte para salvarnos. La penitencia es la única vía para llegar al corazón del hombre. ¿Quiere que bajemos ahora?
El fiscal asintió. No había entendido muy bien eso del dolor. No le gustaba el dolor, en general. Salieron de la iglesia y recorrieron un corto callejón que la comunicaba con la pequeña casa parroquial. En la sala de la casa se acumulaban varios muebles viejos, cajas de cartón y adornos de iglesia. Quiroz hizo un gesto avergonzado. Dijo:
—Perdone el desorden. Suelo recibir en la oficina parroquial. Aquí sólo entro yo y es sólo para dormir. El horno está abajo.
El fiscal comentó:
—Pensé que los católicos no tenían crematorios.
—No los tenemos. El cuerpo debe llegar al día del Juicio Final para resucitar con el alma. El sótano de la casa parroquial era un depósito. El crematorio recién se construyó en los ochenta a petición del comando militar.
—¿Del comando?
Se detuvieron ante una pesada puerta de madera. El padre sacó otra llave y abrió. Frente a ellos bajaban unas escaleras húmedas y sin luz. Agarrándose de las paredes, bajaron al sótano. Olía a incienso y a encierro.
—Demasiados muertos. La ciudad quedaba sitiada a menudo y los cementerios estaban llenos. Había que ocuparse de los cuerpos.
—¿Y por qué lo hicieron aquí?
—En tiempo de guerra, toda petición militar es una orden. El comando consideró que éramos nosotros los que nos ocupábamos de la gente después de muerta. Según ellos, lo lógico era que nos ocupásemos del horno.
Abajo había una ligera luminosidad proveniente de un ventanuco superior de vidrio opaco que daba al callejón. El sacerdote encendió la luz del techo. Era un foco de neón blanco, como el del forense, pero redondo. Cuando terminó de encenderse, aparecieron más cajas acumuladas en un rincón. Y al lado de ellas, en la pared de piedra, un agujero con puerta y revestimiento metálicos. De uno de sus lados emergía una chimenea que debía salir por el techo de la casa. Como si se tratase de un horno de panadería, el padre le mostró su funcionamiento. El cuerpo se introducía verticalmente en el horno, acostado sobre una rejilla. El fuego se alimentaba de gas y rodeaba el cuerpo con una distribución uniforme hasta pulverizarlo. Las cenizas se recogían en una bandeja metálica revestida para soportar el calor, desde la cual descendían hasta la urna o el frasco en que descansarían para siempre.
—Hace mucho que no lo usamos. La gente de aquí es muy apegada a la tierra. Y a mí tampoco me gusta eso de destruir el cuerpo. Sólo Dios debe disponer de los cuerpos.
El fiscal metió la mano en el agujero. Tocó las paredes, la puerta. Estaba frío.
—¿Podría haber sido usado en los últimos días sin su consentimiento?
—Aquí nada se hace sin mi consentimiento.
El padre acomodó una cruz que estaba colgada en la pared. Era una cruz negra sin imagen de Cristo. Sólo una cruz negra sobre una superficie gris. El fiscal no quiso pensar en la cruz calcinada de la frente del muerto.
—¿Y la noche de los hechos notó algo raro? ¿Algún ruido? ¿Algún imprevisto?
—No lo sé, señor fiscal. No sé cuál es la noche de los hechos.
—¿No se lo dije? Perdóneme. Fue el miércoles 8. Justo después del carnaval. Encontraron el cuerpo el mismo día de la muerte.
El padre hizo una mueca irónica.
—Qué apropiado.
—¿A qué se refiere?
—Miércoles de Ceniza. Es el momento de purificar los cuerpos después de la fiesta pagana y comenzar la Cuaresma, el sacrificio, la preparación de la Semana Santa.
—Miércoles de Ceniza. ¿Por qué de Ceniza?
El padre sonrió piadosamente.
—¡Ah, la educación pública laica! ¿Nadie le enseñó catecismo en su escuela de Lima, señor fiscal? En esa fecha se marca con ceniza una cruz sobre la frente de los católicos, como recordatorio de que polvo somos y en polvo nos convertiremos.
Alguna vez su madre lo había llevado a la iglesia y le habían puesto esa señal con una mano fría y negra. Se tocó la frente, como si quisiera borrar la marca.
—¿Para recordar que moriremos? —preguntó.
—Que moriremos y resucitaremos en una vida más pura. El fuego purifica.
Sin saber por qué, el fiscal se sintió como días antes en la oficina del doctor Posadas. Exánime. Quiso cancelar la visita. Ahí no había celos. Decidió preguntar algo que no tuviese respuesta, algo que dejase al crematorio como un callejón sin salida, para olvidarlo.
—¿Qué… otras personas tienen acceso a este lugar?
—Como le he dicho, este lugar casi no se utiliza. Yo tengo la única llave. ¿Me considera sospechoso?
—Oh, no, padre, por favor. Pero pienso que quizá alguien podría haber tratado de desaparecer el cuerpo en su horno. ¿Sabe de alguien que pudiese tener acceso a una copia de la llave?
El padre reflexionó unos segundos.
—No.
El fiscal distrital adjunto fue sintiendo un gran alivio con cada respuesta. No había nada más que hacer ahí. Para sentirse seguro de cumplir sus deberes laborales, insistió:
—¿Algún trabajador o algún civil que ofreciese servicios, por ejemplo?
El padre pareció recordar de repente:
—Bueno, hace algunas semanas tuve que despedir a un trabajador de limpieza. Había robado un cáliz. Un indio bastante corto de mente, en realidad. No lo considero capaz de planear nada. Pero de haber querido, podría haber tenido acceso a la llave, supongo.
El fiscal sacó su libreta de mala gana. Se arrepintió de haber repreguntado.
—Ajá. ¿Su nombre?
—¿Cree usted que trajo cargando a un muerto por la noche y luego se lo llevó por las calles sin terminar de quemarlo? No creo que esa pobre alma de Dios…
—Es sólo rutina. Lo verificaré para mi informe.
—Si mal no recuerdo, se llamaba Justino. Justino Mayta Carazo.
—31.
—¿Cómo?
—Nada, olvídelo.
El fiscal distrital adjunto volvió a sentir el sudor en la frente. Quiso que la policía estuviese ahí. Volvió a mirar el horno. Quiso ser enterrado al morir.