Mi hermana decía que fue «la época de los secretos», pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que faltaba. En una ocasión una de mis pacientes dijo: «Tengo fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre hablan. A veces no tienen nada que decir». Sarah solía entrecerrar los ojos o mantenerlos casi siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras. Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo período de mi vida fue lo que nunca nos dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era la única persona que guardaba secretos. Fue el seis de enero, cuatro días después de su entierro, cuando Inga y yo encontramos la carta en su estudio.

Nos habíamos quedado en Minnesota con nuestra madre para ocuparnos de revisar los papeles de nuestro padre y ver qué había que conservar y qué había que tirar. Sabíamos de la existencia de unas memorias escritas en sus últimos años de vida, así como de una caja llena de cartas dirigidas a sus padres (muchas de ellas enviadas cuando era soldado en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial), pero aquel cuarto encerraba otras cosas que nunca habíamos visto. El estudio de mi padre tenía un olor muy particular, diferente al del resto de la casa. Me preguntaba si habrían sido todos los cigarrillos que había fumado, todo el café que había tomado y todos aquellos círculos que las innumerables tazas dejaron marcados sobre el escritorio durante más de cuarenta años lo que había transformado la atmósfera de aquella habitación hasta producir el inconfundible aroma que me envolvía cada vez que atravesaba su umbral. Más adelante vendimos la casa. La compró un dentista que hizo grandes reformas, pero yo aún veo el estudio de mi padre con sus paredes cubiertas de libros, sus archivadores, la larga mesa de escritorio que él mismo construyera y, encima de ésta, el organizador de plástico transparente en el que, aun así, había etiquetas que había escrito a mano con su letra pequeña pegadas en cada cajoncito: «clips», «pilas para los audífonos», «llaves del garaje», «gomas de borrar».

El día en que Inga y yo nos pusimos manos a la obra hacía un tiempo de perros. A través de la ventana, observé la delgada capa de nieve bajo un cielo acerado. Sentía la presencia de Inga a mis espaldas y oía su respiración. Nuestra madre, Marit, estaba durmiendo y mi sobrina Sonia leía un libro acurrucada en un rincón de la casa. Mientras abría uno de los cajones del archivador tuve la súbita impresión de estar a punto de saquear la mente de un hombre, de desmantelar su vida entera, y de repente me vino a la memoria la imagen del cadáver que había tenido que diseccionar en la facultad. Lo recordé, tendido sobre la mesa y con el pecho abierto de par en par. Uno de mis compañeros de laboratorio, Roger Abbot, lo había bautizado con el nombre de Tweedledum, Dum Dum, o simplemente Dum. «Erik, fíjate en el ventrículo de Dum. Hipertrofia, muchacho». Durante un segundo imaginé el interior de mi padre con su pulmón atrofiado y luego recordé cómo me había apretado la mano con fuerza antes de marcharme de su pequeña habitación en la residencia de ancianos la última vez que lo vi con vida. De inmediato sentí un gran alivio de sólo pensar que lo habían incinerado.

El sistema de archivo de Lars Davidsen consistía en un intrincado código de letras, números y colores que permitía obtener jerarquías descendentes dentro de una misma categoría. Las notas iniciales estaban subordinadas a los primeros borradores, los primeros borradores a la versión final, y así sucesivamente. En aquellos cajones no sólo se encontraban los papeles de sus años como profesor y escritor, sino todos los artículos que había escrito, todas las conferencias que había dado, los voluminosos apuntes que había tomado y las cartas que había recibido de colegas y amigos durante más de sesenta años. Mi padre había catalogado todas y cada una de las herramientas que alguna vez colgaron de la pared del garaje, todos los recibos relacionados con los seis coches usados que tuvo a lo largo de su vida, todas las máquinas cortacésped y todos los electrodomésticos. Aquélla era la documentación exhaustiva de una historia larga y excepcionalmente austera. Descubrimos una lista detallada de los objetos almacenados en el desván: los patines de los chicos, la ropa de bebé, agujas y demás elementos para hacer punto. Dentro de una cajita encontré un manojo de llaves al que mi padre había atado un cartelito escrito con su letra pequeña e impecable: «Llaves desconocidas».

Pasamos días enteros en aquella habitación provistos de unas enormes bolsas de basura negras en las que tiramos cientos de tarjetas de Navidad, cuadernos de colegio e infinidad de inventarios de cosas que hacía tiempo que no existían. Mi sobrina y mi madre evitaban entrar allí. Sonia deambulaba por la casa conectada a un walkman, leía a Wallace Stevens y se sumía en ese sueño profundo en el que con tanta facilidad suelen caer los adolescentes. De vez en cuando entraba, venía hacia nosotros, daba unas palmaditas en la espalda a su madre o la rodeaba con sus brazos largos y delgados como muestra de su silencioso apoyo y luego se marchaba flotando. El padre de Sonia había muerto hacía cinco años y desde entonces yo sentía una gran preocupación por ella. La recuerdo de pie en el pasillo del hospital, delante de la habitación de su padre, apoyada muy rígida contra la pared, con el rostro extrañamente impasible y tan pálido que de inmediato me hizo pensar en el color de los huesos. Sé que Inga intentó ocultar su dolor a Sonia y que, cuando su hija estaba en el colegio, mi hermana ponía la música a todo volumen, se tiraba al suelo y se hartaba de llorar. Pero ni Inga ni yo vimos sollozar jamás a Sonia. Tres años después, la mañana del 11 de septiembre de 2001, mi hermana y su hija se hallaron de pronto corriendo junto a cientos de personas hacia el norte de la ciudad, tras salir huyendo del Instituto de Enseñanza Secundaria Stuyvesant donde estudiaba Sonia. Se encontraban apenas a unas manzanas de las torres en llamas. Más tarde me enteraría de todo lo que Sonia había visto desde la ventana de su instituto. Aquella mañana, desde mi casa de Brooklyn yo sólo alcancé a divisar humo.

Si no estaba descansando, nuestra madre solía deambular de una habitación a otra como una sonámbula. Su andar, decidido y ligero al mismo tiempo, no se había hecho más torpe con los años, pero sí más lento. Se acercaba a ver cómo estábamos, a ofrecernos algo de comer, pero nunca traspasaba el umbral. Aquel cuarto debía de recordarle los últimos años de mi padre, quien tuvo un enfisema que fue empeorando con el paso del tiempo y limitando su mundo poco a poco. Al final de su vida apenas podía andar y casi no salía de aquel estudio de cinco metros por cuatro. Antes de morir, había separado los papeles que consideraba más importantes y los había colocado en unas cajas alineadas junto a su escritorio. Fue en una de esas cajas donde Inga encontró las cartas de las mujeres con las que mi padre había salido antes de conocer a mi madre. Las leí todas. Era un trío de amores prematrimoniales (Margaret, June y Lenore). Las tres le habían escrito unas cartas amables, aunque no demasiado entusiastas, en las que solían despedirse con apenas un «con cariño», «cariñosamente» o «hasta la próxima».

Cuando encontró los paquetes de cartas, a Inga empezaron a temblarle las manos. Yo estaba acostumbrado a ver aquel temblor desde que éramos niños y sabía que no se debía a ninguna dolencia sino, como solía decir mi hermana, a su cableado interior. Nunca sabía cuándo le sobrevendría un ataque. Yo la había visto dar conferencias en público con las manos totalmente relajadas y también dar otras en las que le temblaban de tal forma que tenía que ocultarlas detrás de la espalda. Después de sacar los tres paquetes de cartas de aquellas mujeres que una vez mí padre había deseado y perdido, Margaret, June y Lenore, Inga encontró una hoja suelta en el fondo de la caja. Durante un instante la observó con expresión de desconcierto y luego, sin decir palabra, me la entregó.

La carta estaba fechada el 27 de junio de 1937. Bajo la fecha, con letra grande e infantil, se leía: «Querido Lars: Sé que nunca vas a contar lo que sucedió. Lo juramos sobre la BIBLIA. Ya no importa, ni a ella que está en el cielo, ni tampoco a los que están en la tierra. Confío en tu promesa. Lisa».

—Quería que la encontrásemos —dijo Inga—. Si no, la hubiese roto. Ya has visto que en los diarios que te enseñé había arrancado algunas páginas. —Hizo una pausa—. ¿Has oído hablar de Lisa alguna vez?

—No —dije—. Podemos preguntarle a mamá.

Inga me contestó en noruego, como si hablar de nuestra madre requiriese utilizar su lengua materna:

Nei, Jei vil ikke forstyrre henne med dette. (No, yo no la molestaría con algo así). Siempre me ha dado la impresión —continuó diciendo— de que había ciertas cosas que papá no le decía a mamá ni a nosotros, sobre todo las relacionadas con su infancia. En esa fecha tenía quince años. Creo que para entonces ya habían perdido las dieciséis hectáreas de tierra que tenía la granja y, si no me equivoco, al año siguiente fue cuando el abuelo se enteró de que su hermano David había muerto. —Mi hermana bajó la mirada a la hoja de papel amarillento—. «Ya no importa, ni a ella que está en el cielo ni tampoco a los que están en la tierra». Alguien murió. —Tragó saliva con fuerza—. Pobre papá, tuvo que jurar sobre la Biblia.

Después de que Inga, Sonia y yo enviáramos por correo once cajas de papeles a la ciudad de Nueva York, la mayor parte a mi casa de Brooklyn, y de que regresáramos a nuestras respectivas vidas, me encontraba un domingo por la tarde en mi estudio, sentado delante de mi escritorio, sobre el que tenía las memorias y las cartas de mi padre así como un pequeño diario suyo encuadernado en cuero, cuando me acordé de algo que Auguste Comte había escrito sobre el cerebro. Él lo había descrito como «un sistema mediante el cual los muertos actúan sobre los vivos». La primera vez que tuve el cerebro de Dum en mis manos, lo primero que me sorprendió fue su peso y luego algo que había preferido ignorar hasta ese momento: la idea de que aquello que tenía delante había sido una vez un hombre vivo, un septuagenario bajo y fornido que había fallecido de un ataque al corazón. Cuando estaba vivo, pensé, todo su mundo estaba en ese cerebro: las imágenes y palabras que guardaba dentro de sí, sus recuerdos de los vivos y de los muertos.

Quizás unos treinta segundos después miré por la ventana y ésa fue la primera vez que vi a Miranda y a Eglantine. En ese momento cruzaban la calle con el agente inmobiliario y me di cuenta de que eran unas posibles inquilinas para la planta baja de mi casa. Las dos mujeres que vivían en el apartamento que daba al jardín se iban a mudar a una casa más amplia en Nueva Jersey, así que tuve que ponerlo otra vez en alquiler. Me daba la impresión de que la casa se había agrandado después de mi divorcio. Genie ocupaba un montón de espacio cuando vivía conmigo, al igual que Elmer, su spaniel; Rufus, su loro; y Carlyle, su gato; todos necesitados también de un territorio propio. Durante una época tuvimos incluso peces. Después de que Genie me dejase, atiborré los tres pisos de la casa de libros: miles de volúmenes de los que me resultaba imposible separarme. En alguna ocasión mi exmujer se había referido a nuestra casa con resentimiento, llamándola el Librarium. Yo había comprado aquella vivienda de piedra rojiza antes de casarme, como el capricho de un hombre supuestamente habilidoso con las manos. Por eso no he dejado de trabajar en ella desde que la compré. Heredé de mi padre la pasión por la carpintería. Él fue quien me enseñó a hacer y a reparar casi todo. Pasé años arrinconado en una parte de la casa mientras trabajaba esporádicamente en el resto. Las exigencias del ejercicio de mi profesión redujeron mi tiempo libre prácticamente a cero, y ésa fue una de las razones que me llevaron a engrosar esa gran legión que puebla el mundo occidental conocida como «los divorciados».

La mujer joven y la niña se detuvieron en la acera junto a Laney Buscovich, de la Inmobiliaria Homer. No veía la cara de la mujer, pero noté que tenía un bonito porte. Llevaba el pelo muy corto. Incluso desde lejos me gustó su cuello fino, y aunque llevaba un abrigo largo, la curva de la tela por encima de sus pechos hizo que repentinamente me la imaginase desnuda y me excitase. La soledad sexual en la que estaba sumido, y que durante un tiempo me había hecho entregarme a los placeres voyeuristas de los canales porno de la televisión por cable, se había intensificado tras el funeral de mi padre, creciendo en mi interior como una fuerte tormenta. Aquella explosión de libido post mortem hizo que me sintiera como si hubiese retrocedido a mi etapa de adolescente baboso y onanista; el rey de las pajas alto, esmirriado y medio calvo del Instituto Blooming Field.

Para quitarme aquella fantasía de la cabeza, dirigí la mirada hacia la niña. Era una cría alta y flaca que iba enfundada en un grueso abrigo violeta. Había trepado el muro de la entrada e intentaba mantener el equilibrio estirando hacia delante una de sus piernas delgaduchas. Debajo del abrigo llevaba algo parecido a un tutú, un chisme de gasa y tules color rosa y unos gruesos leotardos negros dados de sí a la altura de las rodillas. Pero lo más sorprendente de aquella niña era su pelo, una maraña de suaves bucles castaños que enmarcaban su rostro como un enorme halo. La piel de la madre era más oscura que la de la niña. Concluí que si eran madre e hija, el padre de la cría tenía que ser blanco. Se me cortó la respiración cuando la vi bajar de un salto desde el muro a la acera, pero aterrizó suavemente, con una leve flexión de rodillas. Igual que Campanilla, pensé.

Lo que más me sorprende cada vez que pienso en mi infancia es lo pequeña que era la casa donde vivíamos, escribió mi padre. En la planta baja había una cocina, un salón y un dormitorio que ocupaban una superficie de unos 14 metros cuadrados. El segundo piso tenía la misma superficie y estaba dividido en dos altillos que utilizábamos como dormitorios. No había cuarto de baño dentro de la casa. Ni tampoco agua corriente. Había que salir a una caseta donde estaba el excusado y, junto a ésta, se encontraba la bomba de agua que se accionaba manualmente. Ambas instalaciones quedaban a unos 20 metros de la casa. Para obtener agua caliente la poníamos en una olla al fuego o la sacábamos del tanque que estaba conectado a la cocina de leña. A diferencia de otras granjas mejor equipadas, la nuestra no contaba con una cisterna subterránea para almacenar agua de lluvia, pero teníamos un enorme depósito de metal para recogerla durante el verano. En invierno la obteníamos derritiendo nieve. Nos iluminábamos con lámparas de keroseno. Aunque el tendido eléctrico de las zonas rurales comenzó en la década de 1930, nosotros no nos «enganchamos» hasta 1949. No teníamos una caldera central para calentar la casa. La cocina se mantenía caldeada gracias al fogón de leña y el salón mediante una estufa. Salvo por las contraventanas, la casa no contaba con ningún tipo de aislamiento. Sólo si hacía mucho frío se dejaba el fuego de la estufa encendido toda la noche. Si quedaba un poco de agua en la tetera, a la mañana siguiente solía amanecer congelada. Mi padre era el primero en levantarse y encendía el fuego para que la casa no estuviese tan helada cuando los demás abandonásemos la cama. Aun así, siempre nos vestíamos tiritando y todos nos apiñábamos alrededor de la estufa. Un invierno, a principios de la década de 1930, nos quedamos sin leña. Lo cierto es que no podía decirse que hubiéramos almacenado demasiada. Si uno se ve obligado a usar leña verde, la mejor es la de arce y la de fresno.

Mientras leía esperaba encontrar alguna mención a Lisa, pero no apareció ninguna. El texto de mi padre trataba sobre cómo apilar mejor «una buena carga de leña», cómo salir a arar con Belle y Maud, las yeguas que tenían en la granja, o limpiar los campos de las temidas malas hierbas como el cardo canadiense y demás maleza, o sobre otras tareas de campo: cría y cruce de animales; siembra, cultivo y recolección del maíz; siega y recolección del heno; trillado y almacenado del grano; llenado de silos y caza de ardillas. Cuando era niño, mi padre hacía su dinerito matando ardillas, pero la perspectiva que dan los años le permitía referirse a aquel oficio con cierto humor. Uno de los párrafos comenzaba diciendo: Si usted no está interesado en las ardillas ni en cómo cazarlas, pase al párrafo siguiente.

Todas las memorias están plagadas de huecos. Es obvio que resulta imposible relatar ciertas historias sin sentir dolor ni causarlo a otros y que en una autobiografía siempre se pueden cuestionar muchos aspectos de su enfoque, del concepto que el autor tiene de sí mismo y constatar alguna expresión reprimida o la mentira más descarada. Por eso no me sorprendió ver que en sus memorias no apareciera aquella misteriosa Lisa que había obligado a mi padre a jurar que mantendría un secreto. Yo era consciente de que había muchas cosas que yo tampoco contaría si tuviese que escribir mi propia historia. Lars Davidsen había sido un hombre de una honradez cabal y de una gran sensibilidad, pero Inga tenía razón respecto a su juventud. Siempre mantuvo oculta gran parte de aquella época. Entre Lo cierto es que no podía decirse que hubiéramos almacenado demasiada y la mejor es la de arce y la de fresno había toda una historia sin contar.

Me llevó años comprender que, aunque mis abuelos habían sido siempre pobres, la Gran Depresión había acabado por arruinarlos por completo. La casita minúscula y humilde descrita por mi padre aún sigue en pie y las ocho hectáreas restantes que una vez conformaron la granja las tiene arrendadas hoy en día otro granjero que posee varios cientos. Mi padre nunca se desprendió de aquello. Cuando vio que su enfermedad avanzaba, decidió por voluntad propia vender la casa donde había vivido con mi madre y con nosotros, un lugar encantador construido en parte con madera de árboles que él mismo había cortado, pero la granja de su niñez me la dio a mí, su hijo, el médico renegado, el psiquiatra y psicoanalista que vive en la ciudad de Nueva York.

Mi abuelo casi no abría la boca cuando lo conocí. Se pasaba el día en el saloncito sentado en un sillón frente a la estufa de leña. Junto a su butaca había una mesita destartalada con un cenicero. Cuando era joven aquel objeto me resultaba tan bochornoso que no podía dejar de fascinarme. Era un retrete en miniatura de color negro con la tapa dorada. El único retrete que tuvieron mis abuelos en toda su vida. Aquella casa olía siempre a humedad, menos en invierno, que olía a leña quemada. Casi nunca subíamos al piso superior, pero no porque nadie nos dijese que no lo hiciéramos. Los estrechos escalones conducían a tres cuartitos diminutos, uno de los cuales era el de mi abuelo. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero yo no tendría más de ocho años. Me escabullí escaleras arriba y entré en el cuarto de mi abuelo. Por el ventanuco entraba una luz muy pálida y me quedé un rato mirando las motas de polvo que danzaban en el aire. Me fijé en la estrecha cama, en las altas pilas de periódicos amarillentos, en el papel de la pared hecho jirones, en algunos libros polvorientos que descansaban sobre un desvencijado tocador, en las petacas, en la ropa amontonada en un rincón, y me invadió una especie de turbación. Supongo que durante un instante vislumbré la solitaria existencia de aquel hombre y la sensación de algo perdido, aunque no sabía bien qué. En medio de ese recuerdo oigo que mi madre llega por detrás de mí y me dice que no debería estar allí. A mí me parecía que mi madre lo sabía todo, que era capaz de percibir cosas invisibles para los demás mortales. No había un tono de disgusto en su voz, pero supongo que fue su reproche lo que convirtió aquel hecho en memorable. Hizo que me preguntara si no habría algo en aquel cuarto que yo no tendría que haber visto.

Mi abuelo era amable con nosotros y a mí me gustaban sus manos, incluso la derecha, a la que le faltaban tres dedos que una sierra mecánica se había llevado por delante en 1921. Solía estirar el brazo y darme palmaditas en la espalda o simplemente apoyar la mano en mi hombro durante un rato y luego la retiraba para volver a coger su periódico y su escupidera, una lata de café que decía «Folgers». Sus padres eran inmigrantes y tuvieron ocho hijos: Anna, Brita, Solveig, Ingeborg, otra Ingeborg, David, Ivar (mi abuelo) y Olaf. Anna y Brita vivieron hasta la edad adulta, aunque ya habían muerto cuando yo nací. Solveig murió de tuberculosis en 1907. La primera de las Ingeborg murió el 19 de agosto de 1884. Tenía dieciséis meses. Nuestro padre nos contó que Ingeborg murió poco después de nacer y que era tan diminuta que usaron una caja de puros como ataúd. Nuestro padre debió de haber mezclado el recuerdo de la muerte de Ingeborg con alguna otra historia que se contaba en la comarca. La segunda Ingeborg también tuvo tuberculosis, pasó una larga temporada en el sanatorio de Mineral Springs y logró recuperarse. David contrajo la tuberculosis en 1925. Pasó todo el año 1926 en el sanatorio. Cuando se curó, desapareció. No volvieron a saber de él hasta 1936 y, para entonces, ya estaba muerto. Olaf murió de tuberculosis en 1914. Hermanos fantasmas.

Mi abuela, que también era hija de inmigrantes noruegos, había crecido junto a dos hermanos rebosantes de salud y había heredado dinero de su padre. Era totalmente diferente a su marido. Era un torbellino y yo era su nieto preferido. Llegar a su casa era todo un ritual para mí. Siempre abría de golpe la puerta con mosquitera, entraba corriendo y gritaba: «¡Abuela, mi espada!». Aquélla era la clave para que ella abriera el armario de la cocina y sacara un palo en el que mi tío había atravesado una especie de guardamanos a modo de empuñadura. Nada más sacarlo, siempre le entraba la risa y soltaba tales carcajadas que acababa dándole un ataque de tos. Era gorda, pero fortachona, una mujer capaz de cargar con pesados cubos de agua y con un montón de manzanas en el regazo de su falda, que pelaba patatas blandiendo el pequeño cuchillo con gesto decidido y que daba igual lo que cocinase, siempre lo pasaba de cocción. Era una mujer temperamental que tenía días alegres, dicharacheros, en los que contaba cientos de historias, y días melancólicos, en los que refunfuñaba por lo bajo o se ponía a farfullar y a decir cosas ininteligibles sobre los banqueros, los ricos y muchos otros a los que acusaba de sinvergüenzas y criminales. En sus peores días solía repetir una frase tremenda: «Nunca debería haberme casado con Ivar». Cuando mi abuela empezaba a despotricar contra todo, mi padre se ponía tenso, mi abuelo se quedaba callado, mi madre recurría al humor y a la negociación e Inga, que siempre fue muy sensible a los más mínimos cambios de humor y cuyo rostro se contraía de dolor al más leve indicio de conflicto, se venía abajo. Cada vez que alguien alzaba un poco la voz, la contradecía, contestaba mal o usaba un tono de voz irritado era como si le clavaran alfileres. Tensaba un rictus en la boca y los ojos se le llenaban de lágrimas. Recuerdo que por aquella época hubo muchos momentos en los que me hubiera gustado que fuera un poquito más fuerte.

A pesar de los ocasionales berrinches de mi abuela, nos encantaba ir allí, al lugar al que mi padre llamaba «nuestro hogar», sobre todo en verano, cuando las amplias praderas cubiertas de maizales se perdían en el horizonte. En una parte de nuestro territorio de juego había un tractor herrumbroso y medio cubierto de malas hierbas, un Modelo A que yacía aparcado allí de por vida, así como la vieja bomba de agua y los cimientos de piedra de un antiguo granero. A no ser por el sonido del viento entre la hierba alta de los pastizales y los árboles, el trino de los pájaros y el motor de algún coche que pasaba de vez en cuando por la carretera, allí no se oía ruido alguno. Nunca se me ocurrió pensar, ni por un momento, que aquel mundo de mis abuelos en el que mi hermana y yo estábamos siempre trepando, corriendo e inventando historias sobre náufragos huerfanitos y desamparados en tierras lejanas, era el mundo de una segunda generación de emigrantes que también parecía haberse detenido en el tiempo. Ahora me doy cuenta de que aquel lugar es como una cicatriz que se ha formado sobre una vieja herida. Puede parecer extraña esta insistencia del ser humano en revivir situaciones dolorosas, pero he acabado por constatar su certeza. Lo que fue nunca nos abandona. Cuando mi bisabuelo Olaf Davidsen, el menor de seis hijos varones, dejó la pequeña granja enclavada en lo alto de una montaña en Voss, Noruega, la primavera de 1868, ya sabía hablar inglés y alemán, y tenía el título de maestro. Escribía poesía. Mi abuelo sólo acabaría el quinto curso de enseñanza primaria.

El diario era uno de esos libritos que abarcaban cinco años y en los que sólo se dedican unas cuantas líneas para cada día. Mi padre escribió en él desde 1937 hasta 1940 y luego sólo hizo algunas anotaciones esporádicas en 1942. Se notaba que la forma de escribir de Lars Davidsen había sufrido grandes cambios desde 1937 y me llamó la atención la forma tan extraña que le daba al verbo estar y a algunas preposiciones relacionadas. Había varios días en los que sólo había anotado: Estuve a escuela. Me llevó varios minutos darme cuenta de que aquella extraña construcción era una traducción literal del noruego Var pá skolen, es decir: «Estuve en escuela». Su sintaxis, así como su forma de utilizar las preposiciones, eran versiones en inglés del idioma que se hablaba en la casa de sus padres. Supuse que le habían regalado aquel diario para Navidad y que había empezado a escribirlo el primero de enero. Había anotado las visitas que hacía a los vecinos y las que éstos les hacían a ellos: Los Maser vinieron a cenar, también vino Neil. Por la tarde vinieron los chicos de los Jacobsen. Hoy estuve a casa de los Brekke. Estuve en una fiesta en Bakkethuns. Estado del tiempo: Hoy hubo una tormenta de nieve. Sopla un viento muy fuerte. Tiempo bueno y tibio. Hoy hubo una gran nevada. Desde la mañana hasta ahora. Delante de la casa hay casi un metro y medio de nieve. Enfermedades propias del invierno: Lotte y Fredrik no fueron a la escuela, pero hoy Fredrik ya se ha levantado. Estuve en cama todo el día porque tenía tos. Problemas con los animales: Papá y yo fuimos donde Clarence Brekke. Tiene mala suerte. Se le murieron 4 reses. Papá fue a casa de Clarence a ayudarle a desollar la séptima vaca muerta. En una semana se le han muerto cuatro novillas, un novillo, una vaca y un ternero. El caballo de Iacobsen, Tardy, se ha muerto. Atropellaron al perro de Ember. El 28 de enero encontré una referencia a David. Hoy hace un año que papá se enteró de que el tío David había muerto y tuvo que ir a la ciudad a identificar su cadáver. En la primavera había muchas anotaciones relacionadas con las ardillas: Hoy atrapé 6 ardillas. Cacé cuatro ardillas. En Otterness cacé un total de 7 ardillas. El 1 de junio mi padre escribió: Hoy Harry y papá se han peleado. El 3 de junio hizo la primera mención al mundo que existía fuera de aquella pequeña comunidad rural. Hoy he estado arando. El rey Eduardo y la señora Wallis Simpson. El quince de ese mismo mes mi padre anotó una emoción. Hoy he estado todo el día removiendo la tierra de las patatas con el azadón. Pete Bramvold estuvo aquí y quería contratarme. Estoy furioso porque no puedo ir. El día antes de que Lisa le mandase la carta a mi padre, el 26 de junio, encontré la siguiente anotación: Plantamos las patatas. Papá fue al pueblo. Han metido a Harry en la cárcel.

¿Quién era Harry? Cuando se lo pregunté a Inga, dijo que no tenía ni idea. Acordamos que yo le escribiría al tío Fredrik para averiguarlo. Preguntárselo a Tante Lotte quedaba totalmente descartado, puesto que estaba en una residencia de ancianos con Alzheimer.

—Mira mamá, es un gigante.

Ésas fueron las primeras palabras que dijo Eglantine al verme. Nada más abrir la puerta a mis nuevas inquilinas, me sentí un tanto aliviado al volver a ver a Miranda y le estreché la mano sin desintegrarme. Sus ojos eran fuera de lo común. Eran grandes, almendrados, de color avellana, y estaban ligeramente rasgados, como si algún antepasado hubiera procedido de Asia. Pero fue su intensa mirada la que me cautivó durante aquellos primeros instantes. Después, aquellos notables ojos se posaron en la niña.

—No, Eggy, no es un gigante. Es un señor muy alto.

—Bueno, casi soy tan alto como un gigante, pero no como los de los cuentos de hadas —dije, inclinándome hacia la niña y sonriéndole para darle confianza, pero la niña no me devolvió la sonrisa. Me miró sin parpadear y luego entrecerró los ojos como si estuviera ponderando mi comentario con todo detenimiento. Su expresión seria me hizo ser todavía más consciente de mi altura. Mido un metro noventa y cinco. Inga mide uno ochenta y dos y a mi padre le faltaba un pelo para llegar al uno noventa. Mi madre era la canija de la familia con uno setenta y cinco. Los Davidsen, por el lado de mi padre, y los Nodeland, por el lado paterno de mi madre, eran altos y espigados. La combinación genética fue la que cabía esperar e Inga y yo no dejamos de crecer y crecer. Toda la vida tuvimos que soportar las bromas que nos comparaban con una cucaña o preguntas como «¿Qué tal tiempo hace ahí arriba?», además de la errónea creencia de que nuestros saltos de longitud tendrían que ser soberbios. Ni un solo asiento en el cine, teatro, avión o tren, ningún retrete o lavabo público ni sofá ni silla de ningún hotel o sala de espera, ni una sola mesa de biblioteca en todo el mundo, habían sido diseñados para gente como yo. Durante años he tenido la sensación de habitar en un mundo construido a una escala bastante menor, exceptuando mi casa, donde tuve que elevar la altura de los muebles y construir estanterías más altas para que, como decía Ricitos de Oro, todo fuera «como debía ser».

Sentados alrededor de la mesa de la cocina tuve la sensación de que Miranda Casaubon me observaba con cierto recelo que yo no dejaba de admirar pero que hacía difícil la conversación. Bien podría tener entre veinticinco y treinta y cinco años y vestía de forma clásica, con la excepción de las botas altas que se ataban por delante y se ajustaban a la línea de sus pantorrillas. Laney me había dicho que Miranda tenía «un buen trabajo» como ilustradora de libros para una gran editorial, que podía permitirse pagar el alquiler que yo pedía y que había insistido en vivir en Park Slope para que su hija pudiera ir al Colegio Público 321, el parvulario de la zona. En el panorama no había ningún marido. Miranda me dijo que se había criado en Jamaica y que había emigrado con su familia a la edad de trece años. Su acento era neutro, pero todavía conservaba algo de la musicalidad del inglés caribeño. Sus padres y sus tres hermanos vivían en Brooklyn. Mientras hablaba, Miranda reposaba las manos sobre la mesa, una encima de la otra. Eran delgadas, con los dedos alargados, y noté que estaban distendidas como, por otra parte, lo estaba el resto de su cuerpo. Se mantenía inmóvil, relajada y alerta.

Si no hubiera sido por Eggy, no habría descubierto nada más sobre ella. Desde que la saludé, la niña había permanecido en silencio, y cuando nos sentamos, se aferró al brazo de su madre, hundió la cabeza en su hombro y luego empezó a juguetear con el respaldo de la silla. Se agarraba al respaldo con una mano y se inclinaba hacia el lado opuesto todo lo que podía y luego se enderezaba de golpe. Después de realizar varias veces este ejercicio gimnástico, se bajó súbitamente de la silla y empezó a bailar por la cocina con los brazos extendidos y los ricitos de color castaño claro al viento. Se aproximó dando saltitos hasta las estanterías y empezó a cantar.

—¡Libros, libreros, libros y más libreros! Libro a libro, libro a libro. Hoy voy a leer un libro.

—¿Sabe leer? —le pregunté a Miranda.

La joven sonrió por primera vez y vi sus dientes blancos bien formados, que sobresalían levemente. Aquel contorno dental, ligeramente adelantado, me hizo sentir un escalofrío y tuve que desviar la mirada.

—Un poco. Está en párvulos y está aprendiendo.

Eggy inclinó la cabeza hacia atrás, extendió los brazos y empezó a girar sobre sí misma.

—Estás un poco alocada —le dijo Miranda—. Cálmate ya.

—¡Me gusta ser alocada! —contestó Eggy, sonriendo de oreja a oreja. Su enorme boca parecía ocuparle la mitad del pequeño rostro, otorgándole por un momento la expresión de un elfo.

—Te lo digo en serio —dijo Miranda.

La niña observó a su madre y volvió a dar otro giro, pero esta vez más despacio. Después de un breve y rebelde zapateado, agitó los ricitos y se vino hacia mí dando saltitos, mientras miraba a su madre con cierto resentimiento. Se me acercó y me dijo en voz baja:

—¿Quieres saber un secreto?

Levanté la vista hacia Miranda.

—Quizás el doctor Davidsen no quiera saberlo —dijo Miranda.

—Erik —dije yo.

Miranda me miró sin decir nada.

—Me encantaría saberlo, si tu madre está de acuerdo —añadí, tratando de llegar a un compromiso.

Eggy dirigió una mirada furibunda a su madre. Miranda suspiró y asintió con la cabeza y entonces noté que la mano de la niña me tiraba de la oreja, acercando mi cabeza a su boca. Con un susurro nervioso y perfectamente audible que pareció atravesarme el tímpano como una ráfaga, dijo:

—Mi papá estaba metido en un gran cajón muy pegajoso y húmedo y entonces des… —hizo una pausa— apareció. Porque es un mago.

No sé si Eggy creía que su madre no oía lo que me estaba diciendo, pero vi la expresión de dolor que cruzó el rostro de Miranda y que le hizo cerrar los ojos durante un instante.

—No se lo contaré a nadie. Te lo prometo —dije, volviéndome hacia Eggy.

—Tienes que jurar que si lo cuentas te mueres. —La jovencita Eglantine sonreía, seductora.

—Lo juro. Que me muera si lo cuento.

Eso le encantó. Me lanzó una mirada radiante, luego cerró los ojos e inspiró aire sonoramente por la nariz, como si acabáramos de intercambiar olores en lugar de palabras.

Al volver la vista hacia Miranda, me di cuenta de que me observaba con una expresión sagaz, como si estuviera penetrando en lo más íntimo de mi ser. Tengo debilidad por las mujeres inteligentes y le devolví una sonrisa. Ella también sonrió, pero al hacerlo se levantó para dar fin a la entrevista. Aquel gesto brusco provocó en mí un repentino deseo de saber más acerca de ella, de conocer todo lo relacionado con aquella mujer, con su hija de cinco años y el misterioso padre que la niña había confinado en un cajón.

—Por favor, hágame saber si necesita algo —dije antes de que se dirigieran hacia la puerta— o si puedo hacer alguna cosa más antes de que se muden.

Las observé mientras bajaban las escaleras, luego me volví hacia el vestíbulo. «Estoy tan solo», me oí decir. Me sobresalté, porque aquella frase se había convertido en una muletilla involuntaria. Casi nunca me daba cuenta cuando la decía o quizás era que no me apercibía de que la decía en voz alta. Empecé a percatarme de aquel mantra irreflexivo mientras estaba todavía casado, balbuciéndolo antes de ir a la cama, en el cuarto de baño e incluso en la tienda de ultramarinos, pero se había hecho aún más insistente durante el último año. A mi padre le sucedía lo mismo con el nombre de mi madre.

Mientras estaba sentado a solas en su sillón, antes de adormilarse, y más adelante, en su habitación de la residencia, lo repetía una y otra vez, Marit. A veces lo hacía cuando mi madre estaba cerca y si ella le respondía, mi padre no parecía ser consciente de haberla llamado. Eso es lo extraño del lenguaje: supera las fronteras del cuerpo, se escucha a la vez dentro y fuera de él y a veces sucede que no nos damos cuenta de haber cruzado el umbral.

Al ser mi hermana viuda y yo un hombre divorciado, Inga y yo encontramos el terreno común que la soledad nos había deparado a ambos. Después de que Genie me abandonara, me di cuenta de que la mayoría de las cenas, fiestas y actos a los que habíamos asistido juntos habían sido compromisos adquiridos más por su parte que por la mía. Mis compañeros del Payne Whitney, donde yo trabajaba entonces, y mis otros colegas psicoanalistas la aburrían. Mi hermana Inga también había perdido amigos, gente atraída por el brillo de su afamado marido que la había aceptado como su encantadora segunda de a bordo, pero que desapareció cuando Max murió. Aunque entre ellos había muchos a los que, desde un principio, ella no prestaba atención, había otros cuya repentina ausencia le causó un profundo dolor. Sin embargo, no hubo ni uno solo a quien Inga hubiera vuelto a insistir en ver.

Inga había conocido a Max cuando acababa de licenciarse en filosofía en Columbia. Max fue a dar una conferencia a la universidad y mi hermana estaba sentada en la primera fila. Inga era una belleza rubia de veinticinco años, brillante, decidida y consciente de su poder de seducción. Tenía la quinta novela de Max Blaustein sobre el regazo y escuchaba atentamente cada palabra de la conferencia. Cuando Max finalizó, ella le hizo una larga y complicada pregunta sobre la estructura narrativa de sus novelas, a la que él respondió lo mejor que pudo, y luego, cuando Inga le puso delante el libro para que lo firmara, él le escribió debajo del título, en la primera página: «Me rindo. No te vayas». Era el año 1981, Max tenía cuarenta y siete años y había estado casado dos veces. No sólo tenía la reputación de ser un gran escritor, además se sabía que era un inveterado seductor de jovencitas, un juerguista desenfrenado que bebía en exceso, fumaba en exceso y que, en definitiva, todo lo hacía en exceso, algo que Inga conocía. Y ella no se fue, se quedó con él y se mantuvo a su lado hasta que murió de cáncer de estómago en 1998 a la edad de sesenta y cuatro años.

Apenas un mes después de defender su tesis sobre el libro de Kierkegaard O lo uno o lo otro, Inga se quedó embarazada. A pesar de que Max no había tenido hijos de sus anteriores matrimonios y de que se había declarado un «antipadre», pronto se convirtió en un papá entusiasta y casi cómico. Mecía a Sonia en sus brazos y le canturreaba con su voz rasposa y absolutamente desafinada. Grababa los primeros balbuceos de la niña, fotografiaba y filmaba cada fase de su crecimiento; le enseñó a jugar al béisbol, asistía sin falta a todas las actividades escolares, recitales y obras de teatro donde ella actuaba, y se pavoneaba sin recato de los poemas de Sonia, aquellas joyas del idioma que escribía su «hija prodigio». De cualquier forma, Inga era quien llevaba el peso de la casa: alimentar, vestir, consolar a la niña y encargarse casi siempre de leerle algo antes de dormir. Entre la madre y la hija siempre vi un vínculo que me recordaba el que unía a Inga con nuestra madre, una inefable cercanía corporal que yo denomino solapamiento. A través de mis pacientes he sido testigo de muchos tipos de relación padre e hijo, personas que sufrían por la complejidad de un discurso que eran incapaces de expresar. La muerte de Max truncó el rumbo que seguían Inga y Sonia. Mi sobrina tenía entonces doce años, una edad delicada, una edad en la que se sufren convulsiones internas y externas, y durante un tiempo se refugió en la seguridad de un orden compulsivo. Mientras mi hermana se hundía, se estremecía y lloraba, Sonia limpiaba, ordenaba y estudiaba hasta bien entrada la noche. Como ocurría con las etiquetas y los archivos de mi padre, Sonia hizo del perfecto orden de sus suéteres, colocados por colores, de sus brillantes notas escolares y de sus respuestas, en ocasiones crispadas, al dolor de su madre, los pilares que sustentaban una arquitectura nacida de la necesidad, unas estructuras levantadas como baluartes frente a la verdad amarga del caos, la muerte y la descomposición.

En sus últimos días Max se quedó exánime. Postrado en la cama del hospital, inconsciente, su cabeza parecía una calavera cubierta tan sólo por una delgada película de piel grisácea y su brazo inerte reposando sobre las sábanas me recordaba la ramita de un árbol. Para entonces la morfina le había transportado al umbral reservado a los moribundos. Después de la agonía que había precedido a aquel estado, yo ya me había resignado. Todavía me persigue la imagen de Inga apartando la bolsa de suero para poder tumbarse junto a él y reposar la cabeza sobre su hombro.

—Ay, amor mío, amor mío, mi amor —repetía. Yo tuve que volverme y salir al pasillo para que mis lágrimas fluyeran como nunca lo habían hecho.

Sólo después de la muerte de Max me convertí de verdad en el tío Erik, en el hombre que lo arreglaba todo, en el profesor particular que ayudaba en los deberes de ciencias, en el veloz friegaplatos y en el consejero de Inga y Sonia para todo tipo de asuntos, fueran importantes o no. Mi fracaso como esposo no fue óbice para mi éxito como tío. Inga necesitaba hablar de Max, contarme los feroces arranques de energía diarios que le llevaban a escribir sin pausa y que le dejaban exhausto y vacío; su íntima comunión nocturna con la botella de whisky, el paquete de cigarrillos Camel y las películas viejas que daban en la tele; su temperamento irascible que le llevaba a frecuentes estallidos de cólera, seguidos por arrepentimientos y declaraciones de amor. Necesitaba hablarme también del cáncer. Una y otra vez me contó la mañana que Max empezó a vomitar y a vomitar y cómo, pálido y estremecido, la había llamado. «El retrete estaba lleno de sangre. El asiento estaba salpicado de rojo y la taza llena de sangre, más y más sangre. Él sabía que se estaba muriendo, Erik. Yo no perdía la esperanza. Tenía esperanza. Pero luego me dijo que después de ver todo lo que estaba saliendo de su interior se dio cuenta de inmediato y que pensó: “He trabajado mucho. Ya puedo irme”».

Siempre pensé que el suyo había sido un matrimonio apasionado aunque nada fácil. Ambos dependían el uno del otro: una pareja imbricada en una larga historia de amor que nunca se marchitó, pero que entró en ebullición hasta consumirse. «Había dos Max», le gustaba decir a Inga, «el mío y el de puertas afuera, el producto literario, el Genio». Existen escritores de muchos tipos, pero Max Blaustein representaba una especie de noción cultural idealizada. La del novelista arrasador. Era un hombre apuesto, pero no de la manera en que solemos pensar. Tenía unos rasgos adustos pero delicados, una espesa cabellera blanca, prematuramente encanecida, y llevaba unas gafas finas de metal que, según Inga, le hacían parecerse a un nihilista ruso. El Max Blaustein de puertas afuera, el autor de quince novelas, cuatro obras de teatro y un libro de ensayo había despertado la devoción y el fanatismo de sus lectores, y en ocasiones, lisa y llanamente, la histeria. Durante una conferencia que dio en Londres en 1995 casi murió aplastado por una multitud que se abalanzó para estar más cerca de su ídolo. Su funeral atrajo a cientos de compungidos seguidores, que, a pesar de su dolor manifiesto, se agolpaban en la sala a empellones, empujándose los unos a los otros sin piedad. «Inspiraba una admiración», me dijo una vez Inga, «que a veces rayaba en la locura. Siempre se sintió perplejo por todo aquello, pero creo que sus relatos hacían aflorar algo turbio en sus lectores. No estoy segura de que nadie haya podido ni pueda explicarlo y Max menos que ninguno, pero a veces me daba pavor lo que habitaba en su interior». Recuerdo esas palabras porque cuando Inga me lo contaba se le quebró la voz y tuve la sensación de que había algo más detrás de ellas. Más adelante me arrepentí de no haberle preguntado en su momento qué había querido decir con eso, pero cuando tenía que haberlo hecho, algo me detuvo. Sé que lo que yo suelo llamar discreción o deferencia puede ocultar una forma de miedo, un deseo de no querer escuchar lo que viene a continuación.

Con el fin de pagar los intereses que pesaban sobre sus tierras hipotecadas, mi abuelo talaba árboles trabajando para un hombre llamado Rune Carlsen: Por cada trescientos metros de tablones que salían del aserradero recibía un dólar. Cuando se trasladaban a una nueva zona del bosque mi padre trabajaba aún más sin recibir paga alguna. Lo mismo sucedía si la maquinaria se averiaba, cosa que ocurría muy a menudo. Las máquinas eran viejas. Nuestro padre trabajaba en la granja desde las cuatro hasta las seis de la mañana y de las siete de la tarde hasta que oscurecía. La máxima norteamericana que dice que si trabajas duro tienes el éxito garantizado se convirtió, en el caso de mi familia, en una crasa mentira. Después de continuar así durante varios años, y justo cuando las cosas empezaban a mejorar, sobrevino el cierre del aserradero.

La pérdida de sus dieciséis hectáreas de tierra dejó a mi padre marcado para el resto de su vida. No porque echara de menos la tierra, sino porque el esfuerzo por conservarla había hecho que algo se rompiera dentro de su padre. Nunca lo dijo abiertamente, pero yo he llegado al convencimiento de que eso fue lo que sucedió. Una depresión, escribió, conlleva más que estrecheces económicas, más que verse obligado a vivir con menos. Eso no tiene la menor importancia. La gente con orgullo se encuentra agobiada por unas desgracias que no ha buscado y, sin embargo, precisamente por ese orgullo siente que ha fracasado. Los cobradores de deudas se ganan la vida despreciando y humillando a la gente con orgullo. Es su arma definitiva. La gente con carácter siente que no puede hacer nada y si se carece de poder, hablar de justicia no tiene sentido. El magro consuelo de que todos estaban en «el mismo barco» era sólo parcialmente válido. Los granjeros a quienes la depresión alcanzó libres de deudas posiblemente pudieron, y de hecho lo hicieron, incrementar su patrimonio comprando tierras baratas y maquinaria agrícola a precio de saldo. En aquella época los granjeros prosperaban o se arruinaban. Nosotros nos arruinamos. Los cobradores tenían rostro. Quizás hubo alguien en particular que gozaba humillando a Ivar Davidsen delante de su hijo mayor. Quizás Lars había visto a aquel hombre acosar sin tregua a su padre, exigiéndole que pagara lo que no tenía, y quizás Lars tuviera la esperanza de que su padre cerrara el puño y le asestara un zurdazo a la mandíbula de aquel malnacido, seguido de un puñetazo en el estómago. Pero aquellos golpes no se materializaron, ni entonces ni nunca.

La carta del tío Fredrik llegó menos de una semana después de que yo le escribiera. Me decía que su madre había mencionado a Lisa. La chica no vivía en ninguna granja de los alrededores sino que había viajado desde Blue Wing para ayudar a los Brekke cuando su hijo tuvo que ser operado de apendicitis y guardar cama por un tiempo. La chica había desaparecido y la madre de mi tío estaba preocupada por que le hubiera sucedido algo. Luego mi tío me volvía a relatar en la carta la historia de la tierra perdida.

Antes de que llegara la Depresión, el abuelo Olaf recibió un crédito de Rune Carlsen que avaló con sus dieciséis hectáreas de terreno. Durante la Depresión, Rune cerró el aserradero y papá, que le había comprado la tierra a su padre, tuvo que entregársela a Rune. Papá sufrió mucho por aquella pérdida y tuvo pesadillas frecuentes durante esa época. Cada vez que las tenía, madre nos pedía a Lottie o a mí que lo despertáramos.

Rune empezó a explotar la madera de aquellas dieciséis hectáreas y contrató a papá para ello. Fue humillante para él. Harry Dahl también trabajaba para Rune. Un día se rompió la sierra mecánica y enviaron a Harry a Cannon Falls para que comprara un repuesto. Regresó al aserradero tarde y borracho y allí le aguardaba la hostilidad del resto de los trabajadores. Recuerdo a papá contándoselo a madre. Estaba tan furioso que le dijo a Harry que se tirara a un lago. No recuerdo el tiempo que Harry pasó en la cárcel, pero se habló mucho de Chester Haugen cuando lo detuvieron por conducir borracho en Blue Wing. Si no se hubiera encarado con la policía no le habrían echado treinta días en el calabozo. Mientras estuvo cumpliendo su sentencia todos lo echamos de menos y cuando lo soltaron le dimos una fiesta de bienvenida, incluidos algunos pequeños regalos.

Con amor,

Fredrik

Mientras doblaba la carta escrita con tanta pulcritud y la volvía a meter en su sobre, me imaginé al pequeño Fredrik de ocho años en su minúsculo dormitorio junto a la cama estrecha. Lo vi inclinarse sobre su padre y zarandearlo para que saliera de aquel mal sueño que le hacía gritar por la noche.

A última hora de la tarde, después de regresar de mi consulta y de haber cenado, repasaba las notas que había tomado mientras atendía a mis pacientes. Ésa había sido mi rutina desde que me divorcié, cuando las horas que pasaba en casa se me hacían largas y sabía que debía llenarlas de alguna forma. A veces, mientras repasaba las notas de una sesión, me venían sin proponérmelo ideas que me obligaban a hacer nuevos comentarios o a anotar preguntas que después consultaría, si fuese necesario, con algún colega. Tras la muerte de mi padre, empecé a llenar otro cuaderno de notas donde recogía fragmentos de conversaciones que habían tenido lugar durante la jornada, mis temores ante una inminente invasión de Irak, los sueños que aún recordaba, además de asociaciones inesperadas que me surgían de lo más recóndito de la mente. Soy consciente de que la ausencia de mi padre había desatado aquella necesidad de anotar mis actos y sentimientos, pero al deslizar la pluma sobre las páginas comprendí algo más: yo deseaba responder con mis palabras a lo que él había escrito. Estaba hablando con un muerto. Durante aquellas horas sentado a la mesa del comedor escuchaba a menudo la voz chillona de Eggy y la más dulce de Miranda, aunque casi nunca entendía lo que decían. Sentía el olor de la comida que estaban cenando, oía sonar su teléfono, la música que escuchaban y, de vez en cuando, las voces gritonas de los dibujos animados de la televisión. Aquellas solitarias noches de invierno parecían despertar mis fantasías. Anoté algunas. Otras no llegaron a plasmarse por escrito en las páginas del diario, que reservaba para mis pensamientos más íntimos, pero en algún momento Miranda comenzó a tomar cuerpo como un personaje en aquel dislocado recuento de mi vida. Ella tenía unos horarios distintos a los míos y apenas la veía. Cuando coincidíamos entrando o saliendo, se comportaba con cortesía y educación y me dirigía algunas palabras amables, aunque siempre era reservada. No ocurría nada más, pero empecé a soñar que algún día rompería su frialdad. Su mirada distante, sus dientes desiguales y su cuerpo oculto bajo capas de ropa de abrigo se habían convertido en parte de la vida que yo ansiaba.

Una noche regresé un poco tarde después de cenar con un colega y al acercarme a casa me di cuenta de que uno de los postigos de la ventana central que daba al jardín estaba abierto. Había luz y vi a Miranda sentada ante una mesa en el salón. Llevaba un albornoz entreabierto y cuando se inclinó sobre la hoja de papel grande en la que dibujaba vi la curva de sus pechos. A su lado había tijeras, plumas, tinteros y tiza. Al principio pensé que estaba trabajando en la ilustración de algún libro, pero cuando me fijé en la hoja vi la imagen de una mujer enorme con la boca bien abierta y colmillos afilados como los de un lobo. Había otras figuras más pequeñas, pero no logré identificarlas. Temeroso de que me descubriera espiándola, seguí mi camino, pero la imagen fugaz de aquella mujer bestial permaneció conmigo. Aquella noche recordé la primera vez que vi Los Caprichos y cómo aquellos grabados me habían llenado de inquietud mientras mi ser fluctuaba entre la fascinación y la repulsión. Aquel único vistazo al dibujo de Miranda me hizo pensar en Goya y en los monstruos en general. Lo terrorífico no es su rareza sino su aire familiar. Reconocemos las formas, tanto animales como humanas, que han sido retorcidas, alargadas, deformadas o entremezcladas hasta que llega un punto en que no podemos distinguir unas de otras. Los monstruos escapan a las categorías. Me fui a la cama pensando en el señor T., un antiguo paciente que había sido poseído por las escalofriantes voces de hombres y mujeres que habían muerto, personas de fausta e infausta memoria, y en el pobre Daniel Paul Schreber, sobre quien Freud escribiera después de leer sus memorias. Torturado por unos rayos sobrenaturales que procedían de cuerpos celestiales, Schreber era víctima de «prodigiosos milagros» y sufría «ataques de voluptuosidad» que se apoderaban de él de la cabeza a los pies y que, poco a poco, le fueron convirtiendo en una mujer.

Cuando era pequeña, mi hermana sufría unos extraños mareos. La mirada se le quedaba como perdida y luego se desvanecía durante apenas unos instantes. Sólo una vez el desmayo duró tanto que me asusté. Estábamos jugando en el bosque detrás de casa. Yo era un pirata que la había capturado y atado a un árbol con unas cuerdas imaginarias mientras ella suplicaba por su vida. Justo cuando yo estaba empezando a ceder y a punto de pedirle que también ella se convirtiera en pirata, abrió la boca como si fuese a decir algo y después se quedó muda. Vi cómo los párpados le temblaban de un modo raro y un hilillo de baba le caía del labio inferior. Mientras la observaba, el sol hacía brillar el reguero de saliva como si fuese de plata. Recuerdo que las hojas de los árboles se agitaban suavemente por encima de nuestras cabezas y que se oía el murmullo del arroyo. Aparte de eso, todo lo demás parecía haberse quedado en suspenso junto con Inga. No sé cuánto duró aquello, apenas unos instantes, pero esos siete u ocho segundos de espera, en los que en ningún momento aparté los ojos de ella, me aterrorizaron. Creí que el juego le había causado algún daño, que mi infame fantasía había paralizado a mi hermana. Tras una pausa insoportable, grité su nombre y me arrojé en sus brazos. Inga reaccionó de inmediato y se puso a consolarme. «¿Te encuentras bien, Erik? ¿Te has hecho daño?».

Hoy estoy convencido de que Inga sufría crisis de ausencia, lo que se llamaban ataques de petit mal, y que desaparecieron espontáneamente cuando se hizo adulta. Lo que sigue padeciendo son migrañas y mareos que acompañan su frágil personalidad. De pequeño yo ya sabía que había algo en Inga que la hacía diferente a los demás niños y que debía cuidar de mi hermana lo mejor posible. Dentro del ambiente familiar estaba a salvo, pero cuando nos subíamos al autobús escolar, su vulnerabilidad la convertía en un blanco fácil. Todavía hoy puedo verla dirigirse hacia su asiento por el pasillo del autobús, con los libros apretados contra el pecho, la larga trenza rubia cayéndole por la espalda, las gafas de montura marrón sobre la naricita, haciendo como que no oía los murmullos de sorna a su paso: «bicho raro» o «Inga, mandinga». Temblaba de la cabeza a los pies y eso resultaba fatal, puesto que no hacía más que incentivar los insultos. Pero mi hermana nunca decía nada, porque, desde muy pequeña, había decidido llevar una existencia de pureza y bondad. Eso hacía que por dentro se sintiese superior a los demás niños, aunque no le sirviera de nada a la hora de aliviar su sufrimiento en el autobús escolar ni a la hora del recreo.

Las debilidades neurológicas tienen siempre un trasfondo; eso es algo que la ciencia pura y dura se resiste a reconocer, igual que el psicoanálisis a menudo ignora el origen fisiológico de varios tipos de enfermedades mentales. Los precoces ataques de Inga se acentuaron con nuestra educación religiosa. Ni mi madre ni mi padre fueron particularmente devotos, pero en el corazón de los Estados Unidos, donde vivíamos, casi todo el mundo asistía a los servicios de una u otra iglesia. Nosotros íbamos a una luterana y los profesores que nos daban catequesis cuando éramos niños nos contaban montones de historias sobre Dios y Jesús y esa otra deidad, la tercera y más angustiante: el Espíritu Santo. Como yo me daba cuenta de que mis padres no parecían demasiado preocupados con el problema de Dios y además no era propenso a «misteriosos sentimientos elevados» ni a ver «destellos» como Inga, mi conexión con la divinidad era algo más abstracta. A mí me preocupaba el hecho de que un Dios invisible pudiese entrar en mi cabeza y escuchar mis pensamientos. A veces, antes de dormirme, me agarraba el pene con la mano y entonces me parecía que me hablaba al oído con tono severo y frases breves y contundentes: «No» o «No lo hagas». Sin embargo, mi hermana llevaba ángeles dentro. Ella percibía el batido de unas alas susurrándole al oído y unas manos ardientes que le acariciaban la cabeza y se alojaban en su pecho para elevarla hasta el cielo e incluso, a veces, le hablaban en verso. Pero aquellas deferencias no le gustaban a Inga en absoluto y algunas noches cuando recibía la visita de los serafines acudía a mí. Si no estaba profundamente dormido, la oía dar unos golpecitos suaves en mi puerta mientras me llamaba con su vocecilla: «Erik, Erik, ¿estás despierto?». Al cabo de unos segundos lo intentaba un poquito más alto: «¿Erik?». Si era tarde y me encontraba absolutamente privado, me daba unas palmaditas en el hombro para despertarme. «Erik, tengo miedo. Los ángeles». Entonces me volvía hacia ella y le cogía la mano durante un rato o dejaba que me abrazase hasta que recuperaba el coraje para regresar a su cuarto. A veces el temor la vencía y a la mañana siguiente me la encontraba acurrucada a los pies de mi cama.

En algunas ocasiones, mi madre se despertaba al oír los gritos entrecortados de Inga o sus inquietos pasitos por el corredor y se levantaba para llevarla de regreso a su habitación y quedarse con ella, sentada al borde de su cama, consolándola y cantándole hasta que se dormía. Después siempre entraba en mi cuarto sin hacer ruido y me ponía la mano en la frente. Yo me hacía el dormido, pero mi madre sabía que no lo estaba. Entonces decía: «Ya está todo bien. Duerme». Inga y yo sólo hablábamos de las apariciones cuando tenían lugar, después no volvíamos a mencionarlas y jamás se me pasó por la cabeza que mi hermana estuviese loca o enferma. Con el paso del tiempo también Inga empezó a dudar de la veracidad de sus visiones y acabó por admitir que tal vez su sistema nervioso tuviese algo que ver con la aparición de aquellos espíritus. De todos modos, son experiencias que han conformado una parte de su ser y cuya influencia no puede ignorarse. Es probable que en siglos pasados me hubieran considerado el hermano de una santa o de una bruja.

Un par de días después de ver a Miranda por la ventana, encontré tirada una pequeña goma elástica enganchada a un clip junto a la puerta que separaba mi sector de la casa del suyo. No le di ninguna importancia hasta que, a la noche siguiente, alguien deslizó un bastoncillo de algodón envuelto en hilo rojo por debajo de la puerta. La tercera noche le siguió un pedazo de papel reciclado en el que habían unas grandes letras garabateadas con mano insegura: una P, una R, una B, una L y una M. Después de aquel críptico mensaje, parecía claro que Eglantine era la autora de aquellas ofrendas. La cuarta noche, mientras estaba sentado con mis cuadernos de notas desplegados delante de mí, oí una especie de arañazos en el pasillo. Me dirigí hacia el lugar de donde procedía el ruido y vi que alguien estaba deslizando por debajo de la puerta una llave que tenía atado un trozo de hilo.

—Una llave —dije en voz alta—. ¡Qué sorpresa! Me pregunto de dónde vendrán todos estos regalos. —Oía la respiración agitada de la niña al otro lado de la puerta. Luego escuché la voz de Miranda.

—Eggy, ¿qué haces ahí? Vamos, es hora de irse a la cama.

Aquel sábado fui a comprar unos clavos para la estantería que estaba haciendo y, al salir de la ferretería, vi a madre e hija de la mano por la Séptima Avenida. Apresuré el paso y las llamé. Miranda me saludó con una inclinación de cabeza seguida de una sonrisa. La sonrisa me inundó de una felicidad absurda.

—Mami dice que eres un doctor que cura los problemas —dijo Eggy, levantando los ojos hacia mí.

—Así es —contesté—. Fui al colegio y estudié para ser doctor y poder ayudar a la gente que tiene problemas y temores.

—Yo tengo problemas —dijo la niña.

—Todo el mundo los tiene, Eggy —dijo Miranda.

Eso no era lo que Eggy quería oír. Miró a su madre con cara de pocos amigos.

—Estoy hablando con el doctor Erik.

Se acordaba de que yo le había dicho a su madre que me llamase Erik.

—¿Sabes una cosa, Eggy? —le dije—. Puedes llamar a mi puerta y venir a visitarme cuando quieras. Me gustan los regalos, pero también me gusta hablar.

Oí suspirar a Miranda. Había un mundo en aquel suspiro. Pensé en sus largas jornadas laborales y en las noches a solas con su hiperactiva hija de cinco años. Entonces caí en la cuenta de que nunca la había visto con un hombre. Cuando me volví hacia ella, nuestras miradas se cruzaron durante un par de segundos. De inmediato, Miranda apretó los labios y clavó los ojos en el suelo. No supe cómo interpretar aquello. Volví a acordarme de su atroz dibujo.

—¿Van hacia casa? —le pregunté.

Levantó la mirada, aparentemente recuperada del breve momento de ausencia que yo acababa de presenciar.

—Sí, hemos estado en el parque y luego hemos comprado algo de comer. —Levantó la bolsa que llevaba en la mano.

Apenas unos minutos después encontramos las fotografías. Cuando llegamos a la casa, había cuatro tiradas en los escalones de entrada. Al principio creí que eran los típicos folletos y menús de propaganda que suelen dejar en los buzones de las casas de Brooklyn. Me agaché para recogerlos y tirarlos a la papelera y fue entonces cuando vi que eran cuatro fotos Polaroid de Miranda y Eggy en el parque. En una, Miranda le estaba atando el cordón del zapato a Eggy junto a los columpios. Sobre el pecho de Miranda habían dibujado un círculo negro atravesado por una línea. Solté una exclamación por lo bajo y recogí otra foto, que debieron de haber tomado apenas unos minutos después. Miranda estaba empujando a Eggy en uno de los columpios, y esta vez el círculo atravesado por la línea estaba dibujado sobre la cara de la madre. Las otras dos eran fotos similares tomadas en el mismo lugar, ambas marcadas con aquel extraño símbolo dibujado sobre otras partes del cuerpo de Miranda. Mi primer impulso fue ocultar las fotografías para que ninguna de las dos las viera. No sé qué ganaba yo con ello. Sólo deseaba protegerlas de aquel fotógrafo, fuese quien fuese, pero ya era demasiado tarde. Miranda estaba junto a mí observándolas y Eggy no dejaba de dar saltitos y de pedir que le enseñáramos lo que estábamos mirando.

—No se preocupe. Tírelas —dijo Miranda en voz baja.

—¿Sabe quién las ha tomado? —le pregunté.

Me miró a los ojos con un gesto tenso en la boca. Luego dijo:

—Tírelas a la basura.

—Las tiraré en la papelera de casa —le respondí—. Miranda, ¿ha encontrado otras fotografías así o algo parecido?

—¿Qué es eso? ¡Enseñádmelo! ¡Enseñádmelo! —imploró Eggy.

—No es nada —le contestó Miranda. Me lanzó una mirada de advertencia y comprendí mi torpeza al insistir sobre el asunto delante de Eggy.

Tenía las cuatro fotos en la mano derecha. Cerré el puño e hice con ellas una pelota. Antes de despedirme volví a repetirles que me hicieran saber si necesitaban cualquier cosa. Nos dimos la mano y sentí los dedos fríos de Miranda entre los míos.

Descubrí el apellido de Lisa gracias a Ragnild Ulseth, la segunda hija de la vieja señora Bakkethun, quien fuera vecina de nuestros abuelos. Marqué su número de teléfono un poco incómodo. No tenía ninguna duda de que Ragnild se acordaría de mí, pero no dejaba de tener presente la tarjeta que le había enviado a mi madre dándole el pésame por la muerte de mi padre. Estaba escrita con letra temblorosa y en ella explicaba que no podría asistir al funeral pues su delicado estado de salud le impedía viajar. Debía de tener ochenta y muchos años. Atendió el teléfono con voz endeble aunque resuelta.

—Eres el hijo de Lars, ¡qué alegría! ¡Qué alegría!

Charlé con ella durante unos minutos antes de ir al grano. No le comenté el contenido de la carta, sino que le expliqué que mi hermana y yo estábamos intentando identificar algunas de las personas que habían escrito a nuestro padre, si ello era posible.

—¿Se acuerda de una chica que se llamaba Lisa? Fredrik cree que trabajaba para los Brekke.

—¡Santo cielo, claro que la recuerdo! El resto del cuerpo apenas me responde pero la cabeza me funciona a las mil maravillas. ¿Sabes una cosa? No me preguntes nada de lo que sucedió ayer, pero del pasado puedes preguntarme lo que quieras. Lo de ayer se me borra de inmediato, sin embargo me ocurre lo contrario con el pasado más remoto. La chica a la que tú te refieres era Lisa Odland, de la granja Blue Wing. Estuvo cerca de un año con los Brekke y venía a vernos de vez en cuando. A mí me daba pena esa muchacha. Tenía una cicatriz en el cuello, aunque no era fea, sólo un poco llenita.

Decían que era una joven alocada, pero yo de eso no sé nada. Nunca le vi nada raro. Si me preguntas, puedo decirte que era testaruda y algo triste. No hablaba mucho. Creo que sus padres eran de una de las Dakotas y que se mudaron a Blue Wing. Se decía que habían dejado atrás algún problema. La chica desapareció, déjame ver, debió de ser en algún momento del verano de 1937, pero luego apareció de nuevo en South St. Paul para ver a tu padre en el Comedor de Obert. Me acuerdo de que él iba a trabajar allí los domingos.

—¿Para ver a mi padre?

—Me lo dijo el mismo Obert —respondió—. Tiene gracia que yo no supiera que era tan amiga de tu padre. Todos la conocíamos, pero era tan retraída que ninguno de nosotros la consideraba realmente una amiga, no sé si me explico.

—Obert, el primo de mi abuelo.

—Sí —dijo Ragnild con un tono de voz más apagado—. Ya se han ido todos. No queda casi nadie. Ahora que tu padre ha fallecido…, bueno, es muy triste… Era un buen hombre.

—Sí que lo era —respondí casi en un susurro. Me emocioné, no tanto por lo que dijo sino por cómo lo dijo. Tenía un modo de hablar en el que se adivinaba el ritmo y la cadencia de otro idioma, igual que el de mi padre.

—¿Sabe algo de la vez que Harry estuvo en la cárcel? —le pregunté.

Ragnild hizo un ruido al otro lado del teléfono y dijo:

—Era un pobre hombre. Bebía. Debió de ser por la bebida.

Eggy empezó a visitarme. Llamaba a mi puerta una vez a la semana y muy pronto nuestros encuentros se volvieron un ritual. Abría el pasador de su lado de la puerta y luego me conducía al sofá para que charlásemos. Me habló de dragones y de dinosaurios, y de una gata llamada Catty que un día huyó y nunca regresó, y sobre su muñeca Wendy, una niña mala, a la que había que castigar a menudo. De vez en cuando daba rienda suelta a una escatología desenfrenada con la que me regalaba los oídos. «La bruja…», decía, y hacía una pausa acompañada de un profundo suspiro. «La bruja se comió su escoba cuando estaba distraída. Tenía un sabor asqueroso. Después encontró a dos personas bailando sobre su sombrero y entonces les hizo caca encima y después se preparó un sándwich con ellos». Todo ello iba seguido de grandes risotadas. También me contó sus pesadillas. Me habló de un monstruo que tenía unos «dientes enormes, muy afilados y malvados» que invadía su aula en el parvulario y de un vendaval que azotaba el jardín trasero de «nuestra casa», hacía añicos las sillas y le arrancaba un brazo, aunque ella después se lo volvía a colocar.

—Mami trabaja en una oficina con libros, pero en realidad es una artista —me dijo en una ocasión—. Shhh, ahora está trabajando y tenemos que estar muy, pero muy calladitos.

Volvió a hablarme de su padre.

—Mi padre está lejos, en un lugar especial. Se fue allí en coche cuando yo era pequeña y ya no volverá nunca más porque está demasiado lejos. —Luego asintió con la cabeza en silencio y tamborileó los dedos sobre su pecho—. ¡Ay…! —suspiró. Luego se detuvo de repente y me miró entrecerrando los ojos—. Ahora es tan pequeñito que casi no puedo verlo.

Yo me daba cuenta de lo rara que era aquella amistad. Eglantine había percibido que yo era un hombre dispuesto a escucharla. Después de todo, era mi trabajo. Al ser el «Doctor Erik» yo le servía para desahogar cualquier problema. Problema escrito: PRBLM. Por mi parte, yo tenía buen cuidado de no caer en la trampa de iniciar una terapia. Eglantine no era mi paciente.

—¡Un ligue! —gritó Inga—. ¡Tengo casi cincuenta años y quieres que salga de ligue! La expresión misma es ofensiva: Tengo un ligue. Voy a ver si ligo. —Volvió su pálido rostro hacia mí—. Ligues ya he tenido. Lo que yo quiero es un hombre. Mi cuerpo se resiente por falta de caricias. Empiezo a sentirme tensa, acartonada. Pero en estos momentos la sola idea de tener que arreglarme y salir a cenar con un extraño me parece espantosa. Además, ¿eso cómo se hace? ¿Pongo un anuncio en The New York Review of Books? —Intenté decir algo pero Inga levantó la mano y me detuvo—. Escritora viuda, todavía de luto, licenciada en filosofía, de un metro ochenta y dos, maniática, hipersensible y avejentada, busca hombre brillante y cariñoso, entre veinticinco y setenta años, para amar y ser amada. —Se le humedecieron los ojos al final de la frase y bajó la mirada.

—Ay, Inga —dije, y abrí los brazos. Se refugió en ellos, pero no lloró. Se dejó abrazar unos instantes y luego se apartó.

—No te mueras —me dijo—. Es lo único que puedo pedirte. No se te ocurra morirte. Cuando papá murió, enseguida pensé en mamá. No es una mujer joven. Quiero que viva cien o ciento cinco años y que siga estando tan bien como ahora… —Inga hizo una pausa—. ¿Sabes una cosa? Estos días he estado leyendo cosas de Max y de papá en un intento de descubrirlos a través de sus palabras, de explicarme cómo eran mi marido y mi padre, pero siento que falta algo y no me refiero a sus cuerpos. Tenían una característica en común, algo oculto e inconsciente. Creo que eso es lo que me atrajo de Max, ese lado oscuro y escondido que alcancé a entrever pero nunca logré saber bien qué era. —Hizo una pausa—. ¿Te acuerdas de cuándo papá empezó con sus paseos? ¿Cuándo desapareció por primera vez?

Dentro de mi cabeza volví a oír el clic de la puerta al cerrarse suavemente y me vino a la memoria el dolor y el miedo que me provocaba aquel sonido, una evocación surgida de lo más profundo de mi ser.

—No recuerdo que lo hiciera cuando éramos pequeños —dije—. Fue más adelante. Creo que yo tenía doce o trece años la primera vez que me di cuenta. Fue la vez que no volvió hasta la mañana siguiente.

—Mamá no quería que lo supiéramos. Papá nunca se llevaba el coche. ¿Crees que sólo se dedicaba a caminar y caminar durante horas?

—Puede ser —respondí—. Creo que necesitaba huir. Era como si las emociones se fueran acumulando en su interior hasta llegar a ser insoportables y tener que escapar de allí. No sé adónde iba.

Inga me miró.

—Me acuerdo de una vez que le oí marcharse —dijo—. Estaba en mi cama, despierta y con los ojos abiertos de par en par, pues me había dado cuenta de que algo le pasaba a la hora de la cena. Le había notado en el rostro aquella expresión afligida y lejana tan inquietante. Era muy raro… —continuó diciendo mi hermana—. Salir a dar un paseo, por más que sea de noche, por más que estés preocupado, suele verse como algo inocente. Sin embargo, en su caso todo estaba rodeado de tal secretismo y de tal carga emocional que se convirtió en algo terrible. Nunca supe cuál era el desencadenante de aquellas salidas. Nunca surgían después de tener una discusión con nuestra madre ni nada por el estilo.

—Hubo una época, cuando yo estudiaba medicina, en la que creía que papá podía sufrir una alteración llamada fuga disociativa.

—¿Fuga disociativa? —repitió Inga, sonriendo—. ¿Una amnesia temporal?

—Sí, en el siglo XIX acaparó mucho la atención de los médicos y todavía se diagnostica como amnesia disociativa. No he oído que la padeciese ninguna mujer. Siempre son hombres los que de repente salen corriendo y desaparecen durante horas, días, semanas e incluso meses, para luego despertarse en otro lugar, incapaces de recordar quiénes son ni lo que les ha sucedido. Son casos muy raros, pero yo llegué a ver uno hace muchos años cuando era médico interno en el Payne Whitney. Ingresaron a un hombre que había sufrido una grave caída en la calle. Se había roto el codo y presentaba contusiones múltiples, aunque no tenía ninguna herida en la cabeza. Lo atendieron a pesar de que no llevaba identificación y les dijo a los médicos que no recordaba nada de lo que le había sucedido más allá del último mes ni tampoco le importaba. Nos lo enviaron al departamento de psiquiatría. Luego se descubrió que cuatro semanas antes de la caída su mujer había denunciado su desaparición en Carolina del Sur. Cuando ella fue a recogerlo, no la reconoció.

—¿Pudiste hacer algo por él?

—No existen medicamentos para eso, sólo la palabra. Su mujer hizo un largo viaje en autobús para ir a buscarlo, y aunque ya estaba advertida, fue un mal trago para ella. Al final resultó que el hombre había sido víctima de una humillación. El dueño del taller mecánico donde estaba empleado lo obligó a salir por la puerta a gatas delante de sus compañeros de trabajo mientras le amenazaba con golpearle en la cabeza con una llave inglesa. Parece que aquello le hizo revivir los continuos maltratos a los que le había sometido su padre en el pasado. Cuando llegó a casa, su mujer lo llamó cobarde. El hombre se marchó hecho una furia y nunca más volvió.

—¿Recuperó la memoria?

—Sí, al cabo de una semana.

—Mi hermano, el genio.

—Yo no llevé el caso directamente, pero lo seguí de cerca. Parece ser que casi todos se recuperan solos, sin necesidad de terapia.

—Pero papá sabía perfectamente quién era.

—Sí, pero no estoy tan convencido de que no padeciera una forma diferente de fuga disociativa, una que desconocemos.

—Siempre se esforzaba por ser bueno con todo el mundo —dijo Inga, asintiendo con la cabeza.

—Demasiado bueno —le respondí.

—Demasiado bueno —repitió. Era un sábado por la noche en White Street. La luz cenital iluminaba las delicadas facciones de mi hermana. Me dio la impresión de que tenía mejor aspecto que meses atrás. Parecía que se le habían suavizado las arrugas alrededor de la boca y borrado el cerco azulado de las ojeras. La conversación tuvo lugar después de la cena. Sonia había salido con unos compañeros de clase. Después permanecimos un rato en silencio (un silencio íntimo y relajado que sólo es posible compartir con los amigos de toda la vida) y bebimos otra copa de vino.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo finalmente mi hermana—. Erik e Inga, aquel par de provincianos que ahora viven en Nueva York, convertidos en unos adultos hechos y derechos, unos urbanitas de los pies a la cabeza, sin apenas rastro del acento de Minnesota. Nuestro padre nació en una cabaña de troncos de madera en mitad de la pradera. Eso sí es algo verdaderamente mítico.

No dije nada durante unos segundos. De pronto me vino a la memoria una imagen fulgurante. Algo que jamás había visto.

—Ardió —dije.

—¿Qué?

—La cabaña de madera. Quedó reducida a cenizas.

—Sí, por eso se mudaron a la casa que aún existe, tu casa. —Inga me dirigió una sonrisa irónica—. Y que allí sigue, vacía.

Cuando regresé del trabajo, vi la fotografía tirada junto a la puerta de la verja que daba al apartamento del jardín. El día había sido largo y durante el trayecto en metro a casa había terminado de leer un artículo que me dejó pensativo, hasta que la imagen que divisé boca arriba en el suelo me sacó de mi ensimismamiento. Cuando me agaché para verla, reconocí de inmediato el rostro de Miranda, pero la fotografía en blanco y negro había sido alterada. El iris y las pupilas de los ojos de Miranda habían desaparecido. Miré los espacios en blanco y experimenté la extraña sensación de haber visto aquello antes, pero se desvaneció enseguida. Di la vuelta a la foto para ver si había algo escrito en el dorso. Vi el símbolo que ya conocía de fotos anteriores, un círculo atravesado por una línea.

Cuando dejé la foto sobre la mesa del comedor me sobrevino el vívido recuerdo de uno de mis pacientes agitando una fotografía en el aire mientras me gritaba con todas sus fuerzas: «¡Que se jodan!». Hacía mucho tiempo que no pensaba en Lorenzo, pero al ver los ojos vacíos de la fotografía me acordé de sus diatribas durante las sesiones en que lo traté y de cómo me preparaba con antelación a su llegada para capear los violentos ataques verbales que se avecinaban. Al final de aquellas sesiones acababa igual que si me hubiesen molido a palos. Lorenzo tenía veintitrés años y sus padres le pagaban el tratamiento. En su extensa familia se habían dado varios casos de trastorno bipolar y me preocupaba la posibilidad de que el chico estuviera mostrando los primeros síntomas de la enfermedad. En un principio pensé recetarle pequeñas dosis de litio, pero cuando se lo mencioné, se opuso terminantemente a tomar cualquier medicamento. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que Lorenzo engañaba a sus padres, utilizándome como coartada para disimular su conducta ante ellos. «Pero si el doctor Davidsen dice que es normal». Fue entonces cuando di por terminado el tratamiento. Lorenzo había enviado a sus padres la fotografía que blandió contra mí, pero con un cambio. Había recortado los ojos con una cuchilla.

Alguien estaba acosando a Miranda y supuse que era una persona que ella conocía. A diferencia de las Polaroids anteriores, que probablemente habían sido tomadas de forma subrepticia, aquélla era una fotografía de un primer plano de su rostro, un retrato posado. La persona misteriosa había tomado la foto ella misma o la había conseguido de alguna forma. De lo único que estaba seguro era de que su remitente deseaba inquietar al destinatario. Se trataba claramente de una agresión y eso me hizo pensar que el autor era un hombre, aunque era consciente de que podía equivocarme.

Por supuesto, debía enseñársela a Miranda. Quizás le aliviase un poco el mal trago si era yo quien se la entregaba. Recortar los ojos no deja de ser un truco barato, un cliché tomado de las películas de terror, pero la escasa originalidad del recurso no lo hacía menos eficaz. Como Inga me comentó una vez, desde Platón, la filosofía y la cultura occidentales han tenido un sesgo visual, pues la vista es nuestro sentido principal. Conocemos a los otros a través de los ojos y, desde el punto de vista anatómico, éstos constituyen una extensión de nuestro cerebro. Cuando cruzamos la mirada con alguien, es como si mirásemos directamente a su cerebro. Nos desazona ver a alguien sin ojos, por la simple razón de que los ojos son las puertas del ser.

Desde su pequeña habitación en el hotel Coates de Concord Street, en el sur de St. Paul, mi padre dominaba un mundo nuevo y feliz en cuyo epicentro estaba el Comedor de Obert. Durante la semana trabajaba limpiando en dos sitios distintos, luego asistía a las clases nocturnas y pelaba patatas en el Comedor de Obert los domingos. Todo lo hacía para pagarse los estudios universitarios. Durante la semana el Obert era un lugar ajetreado. Los clientes habituales trabajaban en los corrales de ganado o en alguna de las plantas envasadoras de carne. Llegaban a desayunar y luego se marchaban con el almuerzo en sus fiambreras y los termos llenos de café. Muchos regresaban a la hora de cenar para disfrutar de la comida con calma. Entonces se daban un buen homenaje con los chuletones del Obert. Un plato nada sofisticado, por lo demás, acompañado de un montón de patatas fritas, cuatro rebanadas de pan y todo el café que pudieras tomar, al precio de 45 centavos. Como platos opcionales se podía comer un asado de vaca o de cerdo con puré de patatas y salsa por 40 centavos. El jefe de cocina era Harry 0’Shigley, un hombre con un torso enorme colocado sobre un par de piernas cortas. Oscar Nelson, un tipo flaco y huesudo, sólo tomaba una tostada con leche caliente y los parroquianos del Obert le llamaban con chufla Guiso de Ultratumba. El minúsculo cocinero vivía en el cuartel de bomberos y también conducía un camión municipal. Años atrás su hija le había impedido ver a su nieto recién nacido porque apareció borracho en la clínica. Desde aquel día no volvió a probar el alcohol, pero los estragos de toda una vida ya le habían hecho mella. Billy Muir, más conocido como el Parabrisas por la precaria chabola que se había construido junto al Mississippi, era un manitas y a la vez un filósofo de estar por casa. Todo aquel que requería sus servicios los solicitaba a través del Obert. Un tal reverendo Grisú anson, conocido por sus opiniones conservadoras, apareció por allí un domingo para hablar con Billy sobre unas reparaciones que precisaba.

—¿Qué se cuece por la parroquia? —le preguntó Billy.

—Necesitamos un centenar de buenos feligreses —dijo el párroco.

—Entonces, ¿por qué no consigue usted cien malos y los convierte en buenos? —dijo Billy.

Mi padre se encontraba de maravilla en medio de aquel espléndido guirigay de tipos curiosos, empezando por Kramer, «el Alegre»; Tony, «el Dales Caña»; Jerry, «el Mojao», y Putsy Schultz, personajes que iluminarían su vida para el resto de sus días. Aquéllas eran las criaturas que habitaban los recuerdos dorados de un joven que acababa de iniciar su andadura vital tras abandonar el hogar paterno y que permanecerían imborrables en su mente. Mi particular Concord Street fue Nueva York, una ciudad repleta de personajes vibrantes, excéntricos y estrafalarios. Durante mis primeros dos meses en la ciudad conocí a Boris Izcovich, un antiguo violonchelista alcohólico que vivía en la calle; a Marian Pibble, la risueña cajera tuerta del Bubba’s Bagels; y a la Gran Rita, la primera reinona que conocí en mi vida. Era casi tan alto como yo, apenas cinco centímetros menos, y le gustaba pararme en la calle y apoyar la cabeza en mi hombro mientras decía: «Me encantan los hombres altos». Mi primer «paciente» fue un personaje llamado Gordito Gonzales, que no dejaba de acosarme para que le curase. «Eh, oiga, joven doctor, tengo un dolor en la rodilla. Écheme un vistazo a la garganta, ¿vale?». El Gordito era un catálogo ambulante de dolencias, desde tumores imaginarios hasta súbitas e inexistentes pérdidas de pelo, una verdadera pesadilla para un estudiante de medicina, pero lo recuerdo, a él y a todos los demás, con cariño. Eran tan opuestos a «alguien de Minnesota», tan poco luteranos, tan desconocidos para alguien como yo, que su recuerdo ha permanecido conmigo como símbolo de mi iniciación en la vida urbana. Ahora soy menos impresionable, más propenso a ignorar la loca diversidad de la fauna humana que encuentro cada día en el metro y en las calles. Mi ser está habitado por pacientes que hablan en todos los idiomas y proceden de todos los ámbitos de la vida. Gracias a ellos mi vida tiene todo el color y la variedad que hubiera podido desear.

La idea de que me fuera a estudiar medicina al Este no hizo feliz a mi padre. Él nunca me lo dijo. Se lo dijo a mi madre, quien muchos años después terminó por contármelo. Se preguntaba en voz alta por qué la Universidad de Minnesota no era lo suficientemente buena para mí o, ya puestos, la Universidad de Wisconsin, donde él obtuvo su doctorado. Creo que mi padre vio en mi decisión una crítica solapada hacia él, y a pesar de que en aquel entonces yo no me di cuenta de nada, aquello abrió un abismo entre nosotros que se iría agrandando con el paso de los años.

Cuando vivía en el sur de St. Paul, mi padre conoció a una joven con quien salió un par de veces. La pobre Dorothy era tan inepta en el arte de ligar como yo. Puede que compartiéramos idénticas aspiraciones universitarias, pero nuestros orígenes no podían ser más distintos. Todo lo que yo decía sonaba estúpido y premeditado y, con toda probabilidad, así era. Pero ¿qué podía contarle el hijo de un granjero a la hija de un catedrático de historia? ¿Cómo dominar a un toro frisón resabiado? Lars Davidsen llegó a ser catedrático de historia, pero siguió siendo un «chico de granja», y creo que nunca llegó a conciliar ambas personalidades. Los peores parroquianos del Obert estaban siempre al borde del abismo: tipos acabados, ruinas morales y físicas, ovejas negras, fracasados de todos los colores. Sin embargo en ellos había bondad y muy poca hipocresía. Durante toda su vida mi padre repartió su cariño a manos llenas entre los oprimidos, los deformes, los desafortunados y los merecedores de lástima. Nunca juzgó a quienes se encontraban impotentes. Ésa fue su grandeza y también su suplicio. El éxito en la vida, el suyo, e incluso también el mío, estaba opacado por un sentimiento de traición a quienes había dejado atrás, en el hogar paterno, y a los fantasmas que ellos le habían legado y que llevaba dentro. Resulta irónico que, si se tiene en cuenta el camino recorrido, mi ambición se quedara corta comparada con la de mi padre.

Veo a Lisa entrando en el Comedor de Obert un domingo por la tarde. Es un día de otoño de 1941. Todavía no ha sucedido lo de Pearl Harbor. Me imagino a una rubia pechugona, de facciones rotundas, enfundada en una gabardina y con esos botines cortos, a la altura de los tobillos, que he visto en las películas antiguas. Después la imagino junto a mi padre, muy joven él (con todo su cabello), en una calle embarrada y casi desierta. Ella le pone la mano en el brazo y le habla atropelladamente, pero estoy demasiado lejos y me es imposible oír lo que dicen.

Cuando esa noche llevé la fotografía a Miranda, Eggy ya estaba dormida. No deseaba que la niña viese la foto manipulada de su madre, pero cuando observé el rostro hermético y tenso de Miranda, me di cuenta de que echaba de menos la voz chillona de la pequeña, su energía y su afecto. Miranda abrió la puerta de doble hoja que daba al cuarto delantero y me hizo señas para que pasara. Entré en aquel espacio conocido, aunque cambiado por el mobiliario nuevo y escaso. Allí estaba la mesa grande de dibujo que ya había visto a través de la ventana, varias estanterías, un pequeño sofá y un cajón con juguetes. Miré la mesa con la esperanza de que hubiera encima más dibujos, pero no había ninguno a la vista. Sobre la repisa de la chimenea había un gran dibujo a tinta: un retrato de cuerpo entero de Eglantine aún más niña. Su suave cabello estaba iluminado desde la derecha y los rizos de ese lado de la cabeza se asemejaban a un halo. Miraba al espectador con expresión seria y una intensidad que ya me resultaba familiar. Estaba de pie con los brazos cruzados, en un limbo, y llevaba puesto un traje de baño. Tenía un aspecto desaliñado y había suciedad en sus rodillas y algunas motas oscuras alrededor de la boca, quizás manchas de caramelo. A pesar de la firmeza de la pose y de la mugre que tenía por el cuerpo, la imagen poseía una cualidad etérea, como si la pequeña fuera en realidad una criatura encantada y no un mero ser mortal. ¿Sería su expresión? ¿Sería el limbo en el que se encontraba? Aunque la luminosidad del retrato producía una sensación de trascendencia, no lo encontré en absoluto idealizado; estaba lejos de ser uno de esos cuadros que transforman a los niños en objetos de las falsas proyecciones románticas de los adultos.

—Es un retrato estupendo —dije con un tono un poco tonto.

—Lo hice para ejercitarme en los parecidos —dijo ella—. A veces es más difícil retratar a una persona cercana que a un extraño.

—Eggy me dijo que en realidad era usted una artista, no sólo diseñadora gráfica.

—Así es. Necesitaba hacer algo productivo, pero que también me gustara. —Me miró durante un instante antes de apartar la vista—. Un trabajo me proporciona dinero aunque mi corazón está en el otro. Usted quería hablarme de algo, ¿no es así?

Desde el principio había notado que Miranda escogía sus palabras con esmero y que se dirigía a mí con un aire ligeramente formal, pero aquel tono cortante me tomó por sorpresa.

—Sí, han dejado otra fotografía en la puerta. Es un poco inquietante.

Miranda se restregó la cara con la mano. Un gesto sorprendentemente masculino, pensé, como haría un hombre que se mesa la barba.

—Déjeme ver —dijo con un suspiro.

Le entregué la foto. La miró por un instante y la dejó sobre la mesita del café. No me invitó a sentarme.

—La están acosando —dije—. En mi profesión el acoso es algo así como un riesgo del oficio. Una mujer que trabaja cerca de mi despacho pasó por algo similar el año pasado. ¿Ha pensado en acudir a la policía?

—¿Y qué van a hacer? —respondió.

—¿Sabe usted quién podría ser?

—Si lo supiese —dijo con voz mesurada—, ¿por qué iba a decírselo a usted?

No me habló en un tono grosero, pero sus palabras me atravesaron como dardos y sentí cómo me subía el rubor a la cara. En aquel momento estaba más dolido de lo que hubiera considerado razonable. Las palabras porque ésta es mi casa cruzaron mi mente, pero las borré de inmediato.

—Siento haberla molestado —dije—. Ahora tengo que marcharme.

Salí de allí sin volver a mirarla. Miranda debería cerrar la puerta de la verja por dentro, pero no me molesté en recordárselo. Una vez en casa, mientras me preparaba unas salchichas de pollo con puré de patata, rememoré una y otra vez aquel encuentro. ¿Por qué iba a decírmelo a mí? ¿Quién era yo para ella? El casero. El loquero del piso de arriba que se había hecho amigo de su hija. Un tipo blanco y realmente alto que estaba colado por ella. O peor: un cotilla, una vieja fisgona que se mete en los asuntos de los vecinos. Yo sabía que era vulnerable a aquellos golpes, aunque fueran leves. Por decirlo en la jerga psicoanalítica, mi equilibrio narcisista se había ido al garete y la herida había vuelto a abrirse. El orgullo, pensé, es la maldición de los Davidsen. El dolor permaneció conmigo el resto de la noche y reapareció los días siguientes cada vez que volvía a pensar en la situación. Agradecí al cielo cada desplazamiento que tuve que hacer hasta mi despacho, mi agenda repleta de pacientes, los cientos de artículos cuya lectura llevaba atrasada y el Congreso sobre la Empatía al que tuve que asistir el fin de semana siguiente, con sus ponencias buenas y malas. Y bendije a Laura Capelli, una colega psicoanalista, también vecina de Park Slope, por haber flirteado conmigo mientras nos comíamos unos donuts aquel sábado antes de la intervención del primer ponente y por haberme dado su tarjeta.

—Si andamos escasos de empatía —apostilló—, siempre podemos volver a cargar las pilas con la culpa. Eso toca el mes que viene.

Y bendije a la señora W., una de mis pacientes, porque llegó hasta el punto de causarme dolor en lugar de aburrimiento. Las punzadas que yo sentía mientras la escuchaba eran señal de que algo estaba removiendo a la señora W. por dentro, y tras meses de escuchar las precisas y desapasionadas disecciones que aquella mujer hacía de las costumbres de sus compañeros de trabajo en una agencia de publicidad y la interpretación intelectualizada que hacía de su niñez, recibí con alborozo el leve pero inconfundible tono de irritación que había en su voz:

—Me miró como si yo no existiera —dijo.

Mi padre escribió:

Me descorazoné cuando Roger empezó a deshacer su equipaje: trajes, chaquetas de sport, pantalones, suéteres, corbatas de pajarita, pijamas, etc. Colocó cada prenda en una percha, levantándola después para inspeccionarla antes de colgarla en el armario, con la solemnidad de un rito religioso. Cuando llenó su armario, le dije que podía utilizar el amplio espacio que había libre en el mío, con la esperanza de que las visitas creyeran que parte de su ropa era mía. En aquel ambiente que me era totalmente nuevo me sentía avergonzado de mi pobreza e hice cuanto pude para ocultarla. Ni mucho menos mencionarla. Hoy me avergüenzo de haberme avergonzado entonces. ¿Cuál fue mi primera impresión de la Universidad Martín Luther? Un espectáculo grandioso.

Cuando estaba llegando al apartamento de Inga, vi salir en ese momento a una mujer que no conocía. Me fijé en su espalda encorvada y en su cabello de color rojizo cuando se volvió en el descansillo y, con la cabeza gacha, comenzó a bajar lentamente las escaleras. Cuando nos encontramos frente a frente, levantó la mirada con brusquedad y la clavó en mis ojos durante una milésima de segundo. Me aparté para dejarla pasar, pero ella no se desvió ni un ápice de su trayecto, así que nuestros brazos se rozaron por un instante. Le pedí disculpas a pesar de no haber hecho nada por lo que tuviese que excusarme. Giró la cabeza hacia mí súbitamente, me miró un instante a los ojos y entonces, antes de continuar su camino, sonrió. Era una sonrisa siniestra, una mezcla desagradable de autosuficiencia y vergüenza. Me recordó la de un niño que acaba de pasárselo en grande moliendo a un perro a patadas, pero que, al ser descubierto, es muy consciente de la desaprobación de los mayores. No dijo nada. Se volvió de inmediato y continuó escaleras abajo, pero la expresión que vi en su rostro quedó grabada en mi memoria igual que esa sensación que perdura en tu piel tras un pellizco.

—¿Qué era eso que acaba de salir? —fueron mis primeras palabras de saludo a Inga.

Parecía afectada. Estaba pálida y me di cuenta de que hacía un gran esfuerzo por hablar con normalidad.

—Era una periodista de Inside Gotham.

—¿Te han entrevistado por tu libro?

Inga negó con la cabeza.

—Eso es lo que yo creía —dijo—. Se suponía que la entrevista iba a centrarse exclusivamente en mis libros. Incluso estuve repasando mis Ensayos sobre la imagen y Náusea cultural para refrescar un poco la memoria. El director de la revista debió de mentirle a Dorothy. Yo creía que los editores se encargaban de proteger a los escritores de estas mezquindades. Durante la primera media hora no tuve claro lo que buscaba esa mujer, ya que no paraba de preguntar sobre Max y de insinuar todo tipo de cosas…

—¿Qué tipo de cosas?

Inga hizo un gesto de desagrado.

—Vamos a sentarnos, Erik. Estoy un poco mareada.

—Te tiemblan las manos.

Inga las entrelazó.

Nos sentamos y le pregunté qué diablos le había dicho aquella mujer.

—No fue nada que dijera directamente, fue más bien el olor que desprendían sus palabras. Un olor rancio…

Me quedé mirándola.

—¿Un olor? —repetí al cabo de unos segundos.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo, tras enderezarse en su asiento y soltar un suspiro—. Esa mujer no tenía ningún interés en mis libros ni en mis ideas. Lo que quería era cotillear sobre mi matrimonio y yo me niego a eso. Me dijo: «Sólo quiero advertirle que la gente habla mucho y que quizás sería mejor que usted dejara constancia de cuál es su versión en lugar de permanecer callada». Está escribiendo un artículo para la revista. Estoy segura de que es una de esas columnas de chismorreo que después de leerlas te dan ganas de colgarte de la ducha. —Inga se llevó una mano temblorosa a la frente.

—¿Hay algo de lo que tengas miedo, Inga?

—Yo amaba a Max con toda mi alma. Él nunca me dejó. —Noté que Inga estaba rumiando cómo plantear lo que me diría a continuación. Me dirigió una mirada seria y sincera—. Lo cierto es que era un hombre débil, sensible, pero un poco voluble. Alguna que otra vez lanzaba cosas contra las paredes. Rugía como un león cuando se enfadaba. También podía ser muy retraído y entonces hablar con él se hacía tremendamente difícil. Pero esa periodista dijo que era «físicamente agresivo», lo cual supongo que es un eufemismo para referirse a que era un maltratador de mujeres o algo parecido. No puedes responder a eso; sonaría como un desmentido forzado. No puedes decir nada. No hay recurso posible. También mencionó el whisky con tono sarcástico, preguntándome cuál era la marca preferida de Max, y sacó a colación la vez que estábamos en la cena del PEN y le dio un puñetazo a aquel periodista estúpido. Sí, Max bebía, pero trabajó sin tregua todos los días de su vida hasta que no tuvo más remedio que parar porque estaba demasiado enfermo, aunque eso fue va al final. Incluso en el hospital siguió tomando notas. Desde que le conocí escribía a diario todas las mañanas, nada más levantarse. La única diferencia es que, cuando le conocí, no era un hombre triste. Era un hombre lleno de avidez por todo, pero con el paso de los años se fue entristeciendo. Sufrió mucho tras la muerte de su madre y yo sufrí con él. Era mi mejor amigo, pero ¿llegué a conocerle a fondo? Pues no. No le conocía y tampoco lo pretendía. Esa horrible mujer entrevistará a Adrian y a Roberta. Las dos estuvieron casadas con él apenas tres años. Adrian no dirá mucho, pero Roberta estará encantada de echarle encima toda la mierda que pueda. ¡Sólo Dios sabe cuántas antiguas amantes y ligues de una noche habrá dando vueltas por ahí! Esa periodista hablará con las que aún le quieran y con las que le odien a muerte. Escuchará el cotorreo envidioso de este y aquel novelista de tercera y acabará escribiendo una basura que será fiel a sus fuentes, no citará ni una sola palabra fuera de lugar para poder alardear de su artículo y presentarlo como la verdadera historia. Así es como funcionan las cosas, Erik, te lo puedo asegurar. Lo que más enferma me ha puesto es algo que transmitía esa mujer: algo mezquino e indiscreto que me hizo sentirme sucia. No, no sólo sucia. También me dio miedo. Estaba aterrorizada.

—¿De qué?

—Me dio la sensación de que sabe algo… —Hizo una pausa—. También mencionó a Sonia de un modo desagradable. Comentó que cómo era posible que Max hubiese tenido tantas mujeres y sólo una hija. Fue algo…

—Mamá. —Los dos nos volvimos y vimos a Sonia en el vestíbulo—. ¿Quién estaba hablando de mí?

—Una periodista asquerosa.

—¿Una que tiene el pelo rojo?

—Sí —respondimos Inga y yo al unísono.

—Es que estaba con unos amigos en el Club Poético de Bowery y se me acercó —dijo Sonia dando unos pasos hacia nosotros—. Me dijo: «Tú eres la hija de Max Blaustein…», bla, bla, bla. Intenté quitármela de encima educadamente, pero no dejaba de atosigarme. Me temo que perdí la paciencia. Le dije que se fuera a la mierda.

Me reí. Sonia me sonrió, pero Inga negó con la cabeza.

—La próxima vez contesta que no tienes nada que decir.

No sé por qué la imagen de Sonia en aquel momento se me quedó grabada en la memoria. Llevaba unos pantalones de deporte y una camiseta raída con algo escrito en ella. No recuerdo lo que ponía, pero me acuerdo muy bien de la cara de mi sobrina. Estaba tan adorable, allí de pie, en el vestíbulo, con sus dieciocho años, su rostro delicado, sus grandes ojos oscuros y aquel cuerpo largo y ágil. Se parecía a su madre y a su padre al mismo tiempo, pero esa noche me recordó sobre todo a Max. ¡Dios, cómo lo echaba de menos! ¡Dios, cómo escribía ese hombre! Lograba llegar hasta lo más profundo con sus historias, hasta los angustiosos infiernos de la vida humana, y expresarlo con un lenguaje fácilmente accesible para todos. Pero Inga tenía razón. Se volvió cada vez más triste con los años. Y le costaba mucho dormir. Recuerdo una ocasión en que, con la mayor de las delicadezas, le sugerí que iniciar una psicoterapia o un análisis podría resultar una aventura para él, y si eso le resultaba imposible, yo podría recetarle unos antidepresivos para levantarle un poco el ánimo, pero, claro, para eso tenía que dejar el alcohol. Max se inclinó hacia mí y me agarró del brazo. «Erik», me dijo, «sé que me lo dices con la mejor intención, pero yo tengo una tendencia autodestructiva, te lo digo por si no te habías dado cuenta, cosa que dudo puesto que te dedicas a esto, y sabrás que la gente como yo no está interesada en la salvación. Lo que hacemos es arrastrarnos hacia la meta final, cada vez más lisiados y más locos, con la pluma en la mano».

Esa noche soñé que Inga y yo estábamos en un largo pasillo. Sonia estaba encerrada detrás de una de las puertas. Inga iba caminando delante de mí. Algo le pasaba en las piernas y cojeaba. Llevaba una peluca pelirroja y eso me producía un enorme desasosiego. Yo llamaba a Sonia a gritos, iba hacia una de las puertas, la abría y un fogonazo de luz iluminaba a una chica que no era Sonia sino Sarah, una paciente mía que se suicidó en 1992. «¡Sarah!», exclamaba yo, «¡estás aquí!». Tenía unos ojos enormes. Se acercaba a mí arrastrando los pies y con los brazos abiertos como si quisiera abrazarme. «Doctor Davidsen», decía con voz temblorosa y chillona. «¡Doctor Davidsen, veo!». Me desperté sobresaltado, esperé a que se me pasara la taquicardia y después bajé a la cocina a beber un vaso de leche. Puse a Charlie Parker, me senté en mi sillón verde y escuché música durante un rato hasta que decidí que ya podía volver a la cama.

Durante el segundo semestre de la asignatura de lengua inglesa tuve que enfrentarme a la ordalía de escribir un trabajo de investigación serio. Ya no recuerdo por qué elegí hacerlo sobre Savonarola, el reformador y mártir italiano que expulsó a los Médici de Florencia. El tema elegido no me planteó ningún problema, pero me perdí por completo en la mecánica de la investigación: escribí miles de fichas, cada una con un propósito específico, que debía rellenar de una determinada manera. Aún más confuso me resultaba el sistema de anotaciones a pie de página, con aquellos términos misteriosos tales como ibid. y op. cit. Tenía fichas agrupadas y apiladas por todo el suelo de mi cuarto. Para descansar un rato de mi caos mental, decidí ir a ver si había recibido alguna carta. En la oficina de correos encontré una notificación informándome de que el 16 de marzo debía presentarme en el cuartel de Fort Snelling, esto es, dos días antes de la fecha de entrega de mi trabajo. Regresé a mi habitación, recogí todas las malditas fichas y las tiré a la papelera. Esa noche, cuando estaba metido en la cama, me dio un ataque de pánico. ¿Qué haría si no pasaba el examen médico para entrar en el ejército?

… Avanzábamos en fila, de médico en médico, como las piezas en una cadena de montaje. El último escollo era el psiquiatra. «¿Sales con chicas?». Gracias a Margaret le respondí que sí, sin el más mínimo asomo de duda. Hizo un simple gesto con la mano para que continuara y con eso quedé aprobado. Ah, ésas son las sutilezas de mi profesión: aceptemos a cuanto bicho ande por ahí, pero rechacemos a los maricas. Lars Davidsen tenía entonces diecinueve años. A menos que hubiera algo entre él y Lisa, Margaret Lien era la única novia que tuvo. Antes de abandonar Minnesota por primera vez en su vida, fue a la residencia de estudiantes donde se alojaba Margaret, en la Universidad Martin Luther, para despedirse de ella. No le dije nada sobre mi estado de ánimo un tanto sombrío. Sólo charlamos. Pero si dentro de mí hay algo que pueda llamarse alma, la voz de Margaret aquella tarde sin duda forma ahora parte de ella.

Cuando le pregunté a Inga por el artículo de la revista Inside Gotham, me respondió que no había salido y que esperaba que lo hubiesen tirado a la papelera.

—Estoy segura de que mis ideas no les interesaban en absoluto y puede que no hayan conseguido sacarle nada suculento a las otras personas, así que igual no lo publican… por aburrido. Aunque tiene su gracia, porque en mi libro intento explicar cómo convertir nuestras percepciones en historias, con su exposición, nudo y desenlace, cómo los fragmentos de nuestros recuerdos no cobran coherencia hasta que los reimaginamos y los pasamos a palabras. El tiempo es una propiedad del lenguaje, de la sintaxis y de las formas verbales. Ya sé que a esa mujer no le interesa la relación entre conciencia y realidad. Que la filosofía le importa un bledo. Es más, esa clase de periodistas están convencidos de que se puede escribir la verdadera historia de algo o de alguien, la verdad objetiva, o, si no, reflejar las dos caras de esa verdad, como si el mundo estuviese siempre dividido en dos. Aparte de que en Estados Unidos el término realidad se ha convertido en sinónimo de lo más bajo y sórdido. Nos hemos vuelto unos maniáticos de las historias verdaderas; del «confesarlo todo»; del reality show televisivo que nos muestra a gente real viviendo una vida real; de los programas de entretenimiento que muestran las bodas, los divorcios y las adicciones de los famosos: una versión actualizada de las antiguas ejecuciones en la horca. El gentío se agolpa para observar boquiabierto. —Inga hizo una pausa tras el discurso—. ¿Sabes a quién me recordó?

—No.

—A Carla Screttleberg.

—¿La niña que te torturaba en sexto curso?

—Es un dolor que perdura —dijo Inga después de asentir con la cabeza—. Logró poner a todas las demás niñas en mi contra. Ninguna me hablaba, o si lo hacía era para decirme algo hiriente. Yo no había hecho nada a nadie. No entendía lo que pasaba. Esa época sigue algo borrosa en mi mente. Recuerdo sólo fragmentos, lugares del colegio donde me dijeron alguna crueldad, el hueco de la escalera, un pasillo, el aula, mi pupitre, la rayuela dibujada en el suelo de cemento con tiza blanca. Todo impregnado de un sufrimiento general. Como si toda esa arquitectura estuviese empapada de mi tristeza. Podría contarte algunas historias de esa época y no te estaría mintiendo, pero ¿podríamos considerar mi reconstrucción de los hechos como verdadera o auténtica?

—No. Es sólo verdadera para ti ahora.

—Cuando le sucedió lo mismo a Sonia, me desesperé.

—Pero eso ya pasó. Para ambas.

—Gracias a que la cambiamos de colegio. Fue como si se convirtiera en otra persona. Sonia me dijo lo mismo: «Un día eres una paria y al día siguiente vuelves a ser una persona normal».

—¿Cómo está Sonia?

—Todavía sigue siendo demasiado maniática con el orden.

—¿Y las pesadillas?

—Menos. —Inga tragó saliva—. No habla mucho de su padre, ya sabes… Eso me preocupa. Escribe un montón de poemas.

—¿Te los enseña?

—A veces. Son buenos, pero asustan un poco.

—La adolescencia es algo que asusta —le respondí.

Inga sonrió.

—Me pregunto cómo sería ahora Sonia si no hubiera sucedido el 11 de septiembre —dijo.

Recuerdo cuando entré en Urgencias aquella mañana. Me oí a mí mismo explicando que era médico y que quería ofrecerme como voluntario. Había multitud de personas heridas, muchas más de las que podían acoger los hospitales de la ciudad. El solo recuerdo todavía duele.

—Lo mejor de tu libro es la descripción de ese día —dije en voz alta.

En La realidad estadounidense. Examen de una obsesión cultural, Inga dedicaba un capítulo entero a la versión que los medios de prensa presentaron del 11 de septiembre y a la construcción casi inmediata de una narrativa heroica con el fin de glosar el horror. Hacía hincapié en la utilización de recursos cinematográficos en la elaboración de los reportajes televisivos, las secuencias de los bomberos con música de fondo y banderas de Estados Unidos flameando en un recuadro de la pantalla, las imágenes espectaculares, el anuncio optimista de que se iba a acabar de una vez por todas con aquella broma pesada, mientras que las sucesivas bromas pesadas no hacían más que acumularse. Escribió sobre las otras multitudes que vitorearon el suceso desde el otro lado del mundo; otras multitudes que habían construido su propia ficción, con sus héroes y mártires, tan tremenda que aniquilaba cualquier posible empatía. Y, para contrarrestar las manidas imágenes y las palabras huecas, contaba lo que le sucedió a ella aquel día, un relato fragmentario tal y como lo recordaba. Escuchó en la radio que un avión había chocado contra una de las torres, a ocho manzanas de su casa. Decidió ir a recoger a Sonia al colegio y, cuando iba andando en dirección al centro de la ciudad, vio cómo el segundo avión se estrellaba contra la otra torre. Entonces, sin acabar de asimilar lo que había sucedido, echó a correr a contracorriente de la multitud que venía hacia ella. En lo único en que pensaba era en correr hacia el colegio Stuyvesant, donde la detuvo un guardia. También había otra madre a la que no dejaban pasar, una mujer cuya voz recordaba los maullidos de un gato durante la noche. Inga recordaba la boca contraída de aquella mujer que salpicaba de saliva el cuello del guardia mientras chillaba: «¡Déjeme entrar! ¡Quiero llevarme a mi hijo!». Y cómo al ver el rostro de aquella mujer había conseguido calmarse y permanecer extrañamente callada y distante, y cómo había esperado medio aturdida en el vestíbulo a que fueran a buscar a su hija, y cómo, al ver por fin el rostro de Sonia vio reflejado el suyo propio en él: la pálida máscara de la desolación; y cómo al abandonar el colegio vio las torres envueltas en llamas rojas, casi unos esqueletos calcinados, y se había dicho para sus adentros: «Lo que estoy viendo es real. Está sucediendo de verdad. Tengo que convencerme de que esto es real»; y entonces las dos echaron a correr en dirección norte, hacia White Street, sin cruzar ni una sola palabra; corrieron con otros cientos de personas que intentaban alejarse lo más rápidamente posible de las llamas. Vio a un hombre en el suelo, a cuatro patas, vomitando. A otro que se había vuelto hacia las torres y se había quedado petrificado, mirando hacia arriba, con una mano sobre la boca. Tenía una sensación de apremio, de miedo, pero no de pánico. Sin lágrimas ni gritos. Y luego el impulso extraño que se apoderó de ella justo antes de doblar la esquina para entrar en White Street. Le dijo a Sonia: «Está bien, puedes volverte y mirar». Ambas lo hicieron.

Durante los días siguientes al atentado no pude contactar con ellas. La zona había sido acordonada y evacuada en su mayor parte, pero, por la razón que fuera, la policía nunca se acercó hasta el número 40 de White Street para informarles de que debían marcharse. El siguiente fin de semana Inga y Sonia consiguieron venir a Brooklyn conmigo. Les preparé algo de comer y luego hablamos un rato. Inga me contó que White Street estaba llena de coches destrozados; que desde allí veía el humeante agujero abierto a pocas manzanas de su casa, que un polvo blancuzco lo cubría todo como una nevada tóxica y que le preocupaba que el aire estuviese envenenado. Después se acostaron. Durmieron y durmieron y durmieron. El suyo era el sueño profundo del agotamiento y, quizás, del alivio tras haberse alejado de allí, del lugar donde había sucedido todo aquello. Pero el domingo, cuando Inga le preguntó a Sonia qué había visto desde la ventana de su aula aquella mañana, la niña se limitó a negar con la cabeza, con la mirada perdida y los labios apretados en un gesto tenso.

Cuatro días después de que Estados Unidos invadiese Irak, Eggy deslizó un dibujo por debajo de mi puerta. En primer plano se veía a dos personas cogidas de la mano: una grande y otra más pequeña. Las manos eran unos círculos superpuestos pegados a unos bracitos muy delgados. Como había dibujado un montón de garabatos encima de la cabeza de la figura más pequeña, deduje que aquél era su autorretrato. La otra figura, que tenía una línea recta por boca, debía de ser Miranda. Con la mano libre la niña sujetaba algo que al principio me pareció una corneta, pero, al fijarme con más detenimiento, me di cuenta de que al otro extremo de la larga línea curva había un hombrecillo minúsculo suspendido en el aire, justo en la parte superior del dibujo. Cuando volví a fijarme en la representación que Eggy había hecho de ella y de su madre, no pude evitar pensar en todo lo que tendrían que presenciar y sufrir los niños por culpa de aquella nueva pesadilla militar.

Sin embargo, mis sombrías reflexiones sobre la guerra no lograban distraerme de otros pensamientos. Poco después de que Miranda profiriese la frase Si lo supiese, ¿por qué iba a decírselo a usted?, yo había intentado evitar cualquier imagen mental de ella en la cama conmigo. La suplanté por otras mujeres, Laura Capelli, por ejemplo, con su cuerpo voluptuoso y su amplia sonrisa, e intenté recurrir a la pornografía, siempre tan eficaz para desviar la atención, aunque acabé bastante deprimido después de tanta fotografía chabacana. Asimismo, aparte del sexo, yo también soñaba con encontrar compañía, tener a alguien con quien hablar, pasear y salir a cenar. Miranda y yo apenas habíamos cruzado unas palabras, y era posible que mi atracción se viese aniquilada irremediablemente tras una conversación que revelase que detrás de aquellos ojos cautivadores no había más que una mente común y corriente. Racionalicé que lo que me había sucedido no era más que otro rechazo entre muchos y que debía aceptarlo, pero había tres imágenes que me obsesionaban: el dibujo monstruoso que había hecho Miranda, su retrato de Eggy y el dibujo de la propia niña, ¿quizás la cría intentaba representar a su familia? ¿Aquel hombre flotando en el aire sería la imagen de su padre desaparecido? Tal vez intentaba decirle al doctor que cura los problemas lo que su madre no había querido decir. Las palabras de Miranda me dieron a entender que conocía la identidad del misterioso mensajero. Además supuse que podía haber una conexión entre ambos a través del mundo del arte y la fotografía, y que podía haber recibido otras fotos sin que yo me hubiera enterado. Le escribí una nota a Eggy y se la pasé por debajo de la puerta.

Querida Eglantine:

Muchas gracias por el dibujo. Me gusta mucho, sobre todo el hombrecito volador.

Tu amigo,

Erik

Durante mis años en el hospital había visto a demasiados veteranos completamente imbuidos del estúpido patriotismo que todo el tiempo se le inculca a la gente por televisión: cámaras que avanzan junto con los tanques; banderas que ondean y el polvo que lo impregna todo; periodistas entusiastas ataviados con uniformes de combate que farfullan con vehemencia diatribas sobre nuestras valerosas tropas; las familias inquebrantables que las esperan en casa; el sacrificio; el deber; los Estados Unidos: la patria. El libro de Inga apuntaba directamente contra ese espectáculo grotesco, sin embargo, yo estaba seguro de que sus palabras caerían en saco roto. La historia se escribe a partir de la amnesia. En la Guerra Civil estadounidense lo llamaron desgaste del combate, con el paso del tiempo se denominó trauma de guerra y, más tarde, neurosis de guerra. Hoy eso mismo ha pasado a denominarse DSPT, desorden por estrés postraumático, el término más aséptico posible para referirse a lo que les puede llegar a suceder a quienes son testigos directos de las más inefables atrocidades. Durante la Primera Guerra Mundial, los médicos británicos y franceses los veían llegar a montones a los barracones de los hospitales de campaña: ciegos, sordos, temblando de un modo incontrolable, paralizados, afásicos, catatónicos, víctimas de alucinaciones, atormentados por pesadillas recurrentes e insomnio, después de ver una y otra vez lo que nadie debería ver, hasta el punto de llegar a no sentir nada en absoluto. Era obvio que no todos sufrían lesiones cerebrales, por lo que los médicos empezaron a etiquetarlos como NYD (not yet diagnosed, sin diagnosticar aún) o GOK (God only knows, sólo Dios sabe) o Dieu seul sait quoi (sólo Dios sabe qué es esto).

—Doctor Davidsen —me dijo mi paciente—. Me ha vuelto a suceder después de tantos años. No es un recuerdo recurrente, no señor. Es el mismo shock, igual al que sufrí; como si lo estuviera viviendo todo de nuevo. Me despierto porque siento un impacto en la pierna, pero no siento dolor, sólo estoy aturdido por la explosión y es entonces cuando lo veo. —El señor E era un alcohólico crónico, pero no lo habían hospitalizado por el trauma. Le habían drenado el líquido seroso que tenía acumulado en el abdomen, y me lo mandaron porque se había puesto a gritar durante la noche y no dejaba dormir a nadie en todo el pabellón.

—¿Qué es lo que ve? —le pregunté.

Tenía el rostro colorado, plagado de arrugas y de manchas oscuras. Se frotó las mejillas con ambas manos. Las manos le temblaban de un modo incontrolable.

—Veo a Harris encima de mí. A Rodney Harris, sin cabeza.

El trauma no es parte de una vivencia; está fuera de toda vivencia. Es aquello que nos resistimos a que forme parte de nuestras vivencias.

Aquel fin de semana volví a cobrar plena conciencia de la existencia de Miranda. El domingo por la mañana, cuando salí a las nueve a recoger el New York Times que el reparto me deja en la escalera de entrada de casa, vi que Miranda estaba en la acera. Estaba de espaldas a mí y a sus pies había un cubo con agua jabonosa. Me pareció que estaba lavando el árbol, lo cual no dejó de causarme sorpresa. Entonces dio un paso a un lado y enseguida comprendí lo que sucedía. El desconocido había dejado su señal con pintura roja sobre el tronco del gran roble que empezaba a echar brotes.

No bajé los escalones para hablar con ella. Recogí mi periódico y cerré la puerta muy despacio, pero ella oyó el ruido y se volvió. Nuestras miradas se cruzaron un instante a través del cristal de la puerta. Miranda no sonrió, pero noté en su rostro una expresión más suave que la vez anterior. Creo que incliné la cabeza y volví a tomar mi café, con el cuerpo totalmente electrizado por la expresión de su rostro.

En una carta de 1944 sin fechar, mi padre escribió:

Después de mucho tiempo en alta mar, tocamos tierra. Hicimos la travesía en un barco abarrotado y bastante caluroso. Yo no me mareé, pero muchos se pusieron fatal. La ceremonia del paso del Ecuador fue divertida aunque estuvo plagada de crueldades. Los nativos de por aquí son gente totalmente nueva para mí. Son todos pequeñitos, negros, tienen el pelo muy crespo y van descalzos y con una tela atada a la cintura. Venden sus mercancías en conchas de mar y en cestas de bambú (o al menos lo intentan). Sé que estamos en algún lugar de Nueva Guinea. Estoy escribiendo a la luz de una vela.

Inga me abrió la puerta con la cara encendida por el entusiasmo. Me miraba con ojos como platos y hablaba a toda velocidad.

—Encontré algo en el Registro Civil de Blue Wing. Todavía no sé qué significa, pero es interesante. He localizado el registro de un matrimonio entre un tal Alf Odland y Betty Dettling en 1922. Al año siguiente tuvieron un hijo, pero no es Lisa el nombre que aparece en el certificado de nacimiento, sino Walter Odland. Ninguna Lisa figura registrada como hija de ese matrimonio. Papá tenía quince años y Lisa sería más o menos de su edad, quizás un poco mayor, puesto que ya trabajaba lejos de casa. Así que aquí hay algo raro.

—Puede que sea otra familia Odland.

—Son los únicos en todo el pueblo —dijo Inga—. Lisa debió de ser hija de un matrimonio anterior. Quizás el padre se divorció de su primera mujer o enviudó. El divorcio era bastante común entre los emigrantes de la pradera, claro que eso sería después. De todas formas, es muy raro que una niña se quede con el padre en lugar de con la madre, ¿no te parece? Así que es más probable que la madre muriese. Alf Odland falleció en 1962. Betty vivió hasta 1975. La buena noticia es que Walter sigue vivo. Llamé al número que aparece en la guía, pero no contestó nadie. Debe de ser un anciano que no tiene contestador, pero lograré hablar con él.

De pronto me invadió una sensación de rechazo, la sensación de estar derivando hacia un orden de cosas que podría acabar siendo contraproducente para nosotros. Sé muy bien que puede resultar raro que una persona como yo, habituada a escuchar infinidad de confidencias relacionadas con traiciones, desgracias y crueldades, se resista a enfrentarse a una historia oculta tras los legajos de un registro civil. Pero es que ese analista, esa persona capaz de escuchar cualquier cosa, existe sólo gracias al papel que juega y al lugar que ocupa en el despacho de una consulta. Fuera de ese despacho, mi territorio es muy diferente: el de hermano, el de hijo, el de amigo.

—¿Estás segura de que quieres seguir con esto? —le pregunté.

—¿Tú no?

—Estoy pensando en Walter Odland. ¿Y si tus preguntas le…? —Estaba mintiendo. No había pensado en Walter Odland hasta aquel preciso instante—. No, no es eso, Inga. Creo que me preocupa lo que podamos encontrar.

—Muchas veces pienso que deberíamos decírselo a mamá. Otras, pienso que no. Algo me lo impide. Supongo que temo hacerle daño. Ya sufre demasiado con lo que tiene. Sin embargo, quiero saber lo que pasó. Creo que tú también.

—Sí. —Durante un momento me sentí culpable por mi madre. Me dije para mis adentros que debería llamarla.

Luego hablamos de otras cosas, del proyecto de Sonia (un largo poema narrativo rimado), de sus planes para la universidad, de sus silencios.

—La mitad de las veces no sé qué piensa, a pesar de que suele ser muy cariñosa conmigo.

—¿Y sigue sin querer ver a un terapeuta?

—Sí, pero creo que no le importaría comer con su tío Erik.

Después de decirle que llamaría a Sonia para quedar con ella, mi hermana me contó que estaba escribiendo un libro muy diferente a todos los anteriores. Eran historias de filósofos, dijo, historias de búsquedas que demostraban cómo los sentimientos y las ideas son inseparables. Me contó que una vez el carruaje de Pascal se quedó suspendido sobre el río al cruzar el Pont de Neuilly y describió cómo lo rescataron y el informe que redactó sobre el incidente, con fecha del 23 de noviembre de 1654, en el que dejaba constancia de su éxtasis, informe que llevaba cosido al forro de su abrigo para tenerlo siempre consigo. Me habló de un sueño que tuvo Descartes de joven, en el que le perseguían unos fantasmas mientras soplaba un vendaval que le impedía avanzar, haciéndole tropezar una y otra vez; de Wittgenstein que, estando en el frente ruso el verano de 1916, escribió en su cuaderno: «Sin duda hay cosas que no pueden expresarse en palabras. Se manifiestan solas. Son algo místico». Y, por último, me contó cómo Kierkegaard había descubierto el secreto de su padre, un hombre muy religioso, estricto y lúgubre. Kierkegaard siempre sintió que había algo raro en él. Cuando su padre estaba agonizando descubrió, por fin, qué era y lo llamó «el gran seísmo, la tremenda agitación», que le puso en el camino de «una interpretación nueva e infalible de todos los fenómenos».

—Estoy como loca, Erik —me dijo—. Estoy como loca y hay mucho, mucho más, y lo siento todo muy cercano a mí. Como si todos esos avances del pensamiento me pertenecieran también de alguna forma. Llegar al verdadero significado, hasta la esencia, rara vez es estéril. Suele ir acompañado de una emoción. Ya sé que Schopenhauer era un tipo frío, por eso no lo voy a incluir. Y esto no sucede sólo en la filosofía. Piensa en científicos como Einstein. Piensa en artistas como Max. Se ponía tan contento cuando encontraba a gente así; gente que hacía suya como sus historias. Amaba a sus personajes. Los amaba a pesar de ser sólo invenciones, todos amamos nuestras invenciones. —La voz de Inga se quebró por la emoción y su rostro resplandecía de entusiasmo como si la luz brotase de su interior.

Mi hermana siempre había pasado por fases en las que escribía con desenfreno, períodos de una producción hiperactiva seguidos de jaquecas y depresiones que ella llamaba «mis colapsos neuronales». Si en aquel momento mi hermana hubiera sido una de mis pacientes, nada más observar sus ojos vidriosos y su expresión extasiada, hubiera anotado que presentaba un cuadro maníaco. Como me dijo una vez uno de mis colegas: «Todo el que atraviesa mi puerta está bajo sospecha».

—Te noto bastante agitada, Inga —le dije—. Yo en tu lugar intentaría serenarme un poco.

—¿Crees que está aflorando el ser habitado por un ángel, eufórico, hipergráfico y epiléptico? —me preguntó, entrecerrando los ojos y sonriendo de oreja a oreja.

—Algo así —le contesté.

—Teniendo en cuenta el panorama, convivo bastante bien con él, ¿no te parece? —me dijo al tiempo que abría los brazos—. Dame un abrazo.

Me acerqué a Inga, me senté a su lado en el sofá y la abracé. Sentí los menudos huesos de su espalda. Cuando la solté, giró la cabeza hacia la ventana que daba al edificio vecino. Después de un rato, dijo:

—Kierkegaard nunca desveló cuál era el secreto de su padre. Quizás nosotros nunca lleguemos a conocer el del nuestro. Fíe pensado todo tipo de cosas sobre ello y he inventado historias, fantaseando si habría visto morir a alguna mujer o habría encontrado algún cadáver en el bosque. Incluso pensé en un asesinato o que había sido testigo de algo espantoso… Papá nunca hubiera ocultado un crimen, ¿no te parece? No me cabe en la cabeza.

De pronto me vino a la mente la casita blanca que sobresalía en medio de la pradera. La imagen se acercó y me vi observando a mi abuela que tiraba de una trampilla en el suelo que daba al sótano. Luego nos internábamos por aquel agujero oscuro. Ella iba delante con una linterna. Siempre me había gustado aquel olor a tierra húmeda y fría. El olor de una tumba, pensé de repente.

—Y cuatro años después ella fue a verlo al Comedor de Obert —estaba diciendo Inga—. Y luego está Harry y ahora el asunto de la madrastra. Él habría quemado la carta. No puedo evitar pensarlo. Él la habría quemado, Erik. Pero quizás nos ha dejado la llave del pasado.

Llaves desconocidas.

Me marché de White Street alrededor de las siete y, a pesar del frío y de la lluvia, al cerrar la pesada puerta detrás de mí me di cuenta de que los días empezaban a ser más largos. Fue entonces cuando vi a una mujer pelirroja a mitad de manzana. Caminaba en dirección a Broadway con un enorme bolso colgado del hombro. Me quedé mirándola, plenamente consciente de que dentro de mí se acrecentaba la preocupación de que fuese la misma mujer que me había cruzado en la escalera, la periodista de Inside Gotham. Pero no estaba seguro. Andaba muy deprisa, con la cabeza gacha y el paraguas inclinado para protegerse de la lluvia. Avanzaba con el paso enérgico y decidido de alguien que está cumpliendo una misión.

Al acercarme a casa vi a Eggy a través de la ventana iluminada. Parecía un conejito dando saltos por el cuarto de estar con el pelo recogido con una toallita y enfundada en un pijama que llevaba la imagen edulcorada de un gato. Cada vez que se preparaba para dar un brinco, cerraba con fuerza los ojos y apretaba los labios en una tensa y amplia mueca de concentración. Le iba la vida en cada salto. Yo tenía la esperanza de que me viera, pero no fue así. Subí trabajosamente las escaleras con mi cartera y me invadió un sentimiento de profunda tristeza. Me quedé sorprendido al notar que los ojos se me humedecían mientras abría la puerta de casa. Aquella noche hablé en algún momento con mi madre por teléfono. Me dijo que se sentía inquieta, incapaz de concentrarse, de leer o de organizar su armario. Cada noche palpaba el lado de la cama que había ocupado mi padre para ver cómo se encontraba y se quedaba perpleja al comprobar que estaba vacío. Me volvió a hablar de la muerte de mi padre, del aspecto que tenía cuando falleció y de la lápida que deseaba para su tumba. Me preguntó algunas cosas sobre diversas facturas que debía pagar y, mientras la oía hablar, me percaté de la vulnerabilidad que denotaba el tono de su voz, de un temblor que nunca le había escuchado.

—Y tú, mi querido Erik, ¿cómo estás? —me dijo antes de colgar.

—Voy tirando —dije.

Aquella palabra permaneció en mi mente: tirando. Un hombre que arrastra algo. ¿El qué? Pensé. ¿Hacia dónde? Ni para acá ni para allá sino hacia otro lugar. Una palabra que me recordó a Dale Plankey, que se había ahorcado un día de primavera cuando hacíamos el bachillerato, el día en que perdió el autobús escolar. Uno de mis antiguos pacientes, el señor D., se encontró a su padre ahorcado con un cinturón en el sótano de la casa. Sólo tenía siete años cuando aquello ocurrió. Mientras cenaba solo, seguí dándole vueltas a aquellos pensamientos macabros e incoherentes y después, en lugar de leer un artículo sobre la neurobiología de la depresión, me bebí una botella de vino tinto delante de la televisión, donde daban una película que al final no vi, pues me dediqué a escuchar el ruido de los coches que circulaban por Garfield Place, el alboroto y las carcajadas de los jovencitos que pasaban por la calle en grupos desordenados y el sonido lejano del televisor de la casa vecina. Cuando por fin di con mi cuerpo maltrecho y atormentado en la cama, mi cabeza era un caos en el que se mezclaban los esfuerzos por alejar de mi mente la imagen de Sarah, la voz de Genie gritándome: «¡Don Perfecto! ¡Don Bueno y Perfecto! ¡Eres un gilipollas!», y las fantasías sobre las fugas nocturnas de mi padre. Ya casi dormido, me vi andando con él, en él, consciente sólo de mis pies, de mis pasos que, uno detrás del otro, hollaban la grava, para adentrarme con rapidez en la negrura de Dunkel Road, la carretera a la que daba nuestra casa, carente de iluminación, que atravesaba la planicie con los maizales a ambos lados.

El 6 de diciembre de 1944 mi padre escribió a los suyos desde Nueva Guinea:

Hemos regresado al lugar del desembarco para descansar un poco. Os escribo esta carta desde el interior de una tienda de campaña y está lloviendo. Al día siguiente, los soldados del 569o batallón recibieron las primeras cartas desde los Estados Unidos. Entre ellas había una de un amigo de mi padre de la Universidad Martin Luther. Una lesión que tuvo jugando al fútbol americano durante el preuniversitario le había salvado de la milicia.

Lars:

Howard Lee Richards ha muerto como consecuencia de las heridas que recibió en acción el 17 de octubre de 1944. Lo lanzaron en paracaídas en el sur de Francia dos días después del día «D», tras haber combatido en Italia los dos meses anteriores.

Deja atrás a sus eternos camaradas: Lars Davidsen, John Young y Jim Larsen. ¡Escribe! Jim

He buscado un lugar donde esconderme y he llorado hasta agotar todas mis lágrimas. En el mismo correo recibió una carta de Margaret. Al comienzo de la página había una cita de Corintios 12:9: «pues mi fortaleza se perfecciona con la debilidad. Prefiero regocijarme en la vanagloria de mis flaquezas».

Soy incapaz de desenmarañar las emociones encontradas que me asaltaron durante la siguiente noche. No soy propenso a creer en las historias sobre cambios repentinos de actitud debidos a tal o cual hecho aislado. Sin embargo, sí creo en la suma de circunstancias, en los explosivos que vas acumulando poco a poco hasta que salta la chispa que los hace estallar y que, al final, todos consideran que fue la verdadera causa de la explosión. La noticia de la muerte de Lee fue un mazazo que no fui capaz de asimilar. La definición que Pablo daba de la gracia me parecía una burla y un consuelo a la vez. «La muerte que nos llega al final de cada día», como Shakespeare definía el momento de dormir, caló por fin en mí. Al despertar sentí una extraña calma. Sin haber realizado ningún esfuerzo consciente, me había desembarazado de una interminable acumulación de preocupaciones triviales. Tenía la sensación de vivir una nueva libertad. Me convertí en un mejor soldado o así lo quiero creer. Puede que fuese el teniente Goodwin, un oficial que procedía de la universidad, quien primero se diera cuenta del cambio. Mientras trepábamos por la borda del barco que nos debía llevar a Luzón, el teniente, de pie junto a la barandilla, tuvo una palabra de ánimo para cada uno de nosotros. Cuando me vio dijo: «Aquí viene el estoico». Desde entonces no me volvió a llamar de otra manera. En aquel momento yo sólo tenía una ligera noción de lo que significaba aquel término.

21 de enero de 1945. En algún lugar de las Filipinas. Ésta es mi segunda carta. Es difícil encontrar tiempo para escribirlas. De día no dejamos de movernos y de noche no tenemos luz.

Miranda hablaba con el aliento entrecortado y los ojos clavados en los míos.

—Necesito que me haga un favor —dijo. Estaba en la puerta de mi casa y eran las siete de la tarde de un miércoles. Detrás de ella, al pie de la escalera de la calle, vi a Eggy vestida con su pijama y un jersey grueso. La niña abrazaba una muñeca contra el pecho y le brillaban las mejillas con las lágrimas que aún no se habían secado.

—He telefoneado a mis hermanas, pero no pueden ayudarme. Ha surgido algo… —dijo Miranda, jadeando— y… necesito que alguien se quede al cuidado de Eggy. —Apartó su mirada de la mía—. Siento tener que molestarle, pero es algo urgente. De no ser así no se lo pediría.

—¿Va a estar fuera mucho tiempo? —le pregunté tras asentir con la cabeza.

—No. No debería llevarme mucho tiempo. Tengo…, tengo que hacerme cargo de algo.

Miré a Eglantine, que parecía haber encogido desde la última vez que la vi. Puede que fuera su inmovilidad lo que hacía que pareciese más pequeña. La niña que siempre estaba dando saltos se había quedado petrificada.

—¿No te importa quedarte conmigo mientras tu mamá está fuera? —le pregunté.

Me miró con sus grandes ojos, asintió con la cabeza y noté que el labio inferior le temblaba de forma incontrolada.

—¿Estás disgustada porque mamá se va?

Asintió otra vez.

—Tú y yo hemos tenido ya varias conversaciones agradables, pero si no te apetece hablar conmigo, puedes quedarte dibujando, además tengo algunos libros que te podrían gustar.

Miranda bajó los escalones y se arrodilló junto a su hija. No pude oír lo que le decía, pero Eggy tomó la mano de su madre y se dejó llevar hasta la puerta de casa. Después de abrazar a la pobre niña, Miranda se marchó. Nada más cerrar la puerta, Eglantine empezó a berrear:

—¡Mamá! ¡Mamá!

La niña se llevó las manos a ambos lados de su carita desencajada envuelta en llanto. La muñeca cayó al suelo. Eggy agitaba la cabeza hacia delante y hacia atrás al ritmo de su desesperación.

Me agaché junto a ella y le puse la mano sobre el hombro para intentar consolarla, pero la niña la apartó y siguió berreando cada vez más fuerte hasta llegar al aullido, entonces salió disparada hacia el cuarto de estar y se tiró sobre el sofá.

Decidí darle un respiro. Le dije en voz alta que me quedaría en el comedor, muy cerca de ella, por si me necesitaba.

El llanto de la niña empezaba a crisparme y deseaba que cesara pronto. Transcurridos varios minutos, los sollozos disminuyeron en intensidad y escuché cómo Eggy se sorbía sonoramente la nariz. Un minuto después, oí el sonido de sus pasitos y la vi aparecer por la puerta. Me miró con los ojos hinchados y enrojecidos. Dos mocos transparentes le bajaban desde la nariz hasta los labios. Sin dejar de mirarme se los sorbió con un gesto espontáneo. Su cabeza y su barbilla temblaban cada vez que se sorbía la nariz.

Después de unos segundos de silencio, sentenció ampulosamente con su vocecilla:

—No me gusta que Charlie me llame Eggy Tontegui.

—¿Y quién es Charlie?

—Un niño de mi clase.

Las cosas habían cambiado y, a partir de ese momento, nos convertimos en camaradas, unidos por el infortunio de la espera. Eggy se bebió tres vasos de zumo, devoró una chocolatina que debía de tener más de un mes, después un plátano, un yogur de grosella y medio cuenco de cereales. Recogió del suelo a Wendy, la muñeca, que recibió una reprimenda por sus múltiples y reiteradas travesuras. A continuación hizo cuatro dibujos de otros tantos ratones muy tristes y un dibujo grande y alegre de una mujer, que dijo era una cimarrón y que había sido su tataratataratatarabuela. Dio una vuelta para inspeccionar la casa, que calificó de «grande como una casa». Luego escuchó absorta las tres historias que le leí de El libro de las hadas de Olivia de Andrew Lang y no paró de hablar cada vez que hacíamos una pausa entre una actividad y otra. El aliento de su voz aflautada me hizo compañía con sus relatos de las traiciones sufridas en el jardín de infancia.

—Alicia me dijo que ya no iba a ser más mi amiga. Me puse triste, pero ¿sabes una cosa? ¡Después se le olvidó! Charlie es malo. Le dio un puñetazo a Cosmo. La profesora tuvo que agarrarle de la camisa.

La tarde también estuvo marcada por algunos momentos en los que mostró su preocupación por su madre. Varias veces observé cómo su gesto se torcía con una mueca que vaticinaba el llanto, aunque éste no llegó a cuajar. En su lugar, soltó un enorme suspiro seguido de una exclamación que, a pesar de su indudable sinceridad, estaba teñida de un tono teatral.

—Ay…, ¿dónde, dónde estará mi mamá? ¡Ay! ¿Dónde, dónde estás, mamá querida?

¿Dónde estaría? Empecé a pensar en ello alrededor de las once. A esas alturas ya nos habíamos acomodado en la biblioteca para ver Sombrero de copa y estábamos mirando las imágenes grises de Fred y Ginger dando vueltas, danzando y bailando claqué. Le di a Eggy una almohada y la cubrí con una manta, no porque fuera a pasar la noche, le dije, sino para que estuviera más cómoda viendo la película. A eso de la una, Sombrero de copa había dado paso a Espejismo de amor y yo todavía seguía sentado en el sofá con la criatura dormida a mi lado, cada vez más nervioso, mientras esperaba oír el timbre de la puerta de un momento a otro, confiando en que aquellos maravillosos ojos no me hubieran engañado y en que Miranda no me hubiera abandonado aquella noche para pasarla en brazos de un amante o, no lo permitiera Dios, hubiera abandonado sin más a Eggy, aunque eso resultaba imposible. No sabía demasiado de Miranda, pero la había visto suficientes veces con su hija para alejar tal pensamiento de mi mente, y entonces empecé a pensar en aquel siniestro extraño que manipulaba las fotos. ¿Cuánto tiempo hay que esperar para llamar a la policía? Pero el cansancio me venció y cuando sonó el timbre me incorporé de un salto, miré el reloj, las tres de la madrugada, y corrí escaleras abajo.

Miranda estaba en la puerta apretándose las manos. Varios hilillos de sangre corrían entre sus dedos. Sin decir palabra, le cogí las manos y, después de ver el corte que tenía en el índice de la mano derecha, la llevé hasta la cocina para enjuagarle la sangre mientras ella insistía en que no era nada, que no debía preocuparme y que dónde estaba Eggy. Le vendé el dedo con gasa y esparadrapo y entonces, envalentonado por las horas que había dedicado haciéndole aquel «favor», puse mis manos sobre sus hombros y le dije que se sentara. Para mi sorpresa lo hizo.

—Es tarde —dije—. No sé lo que le ha pasado ni lo que está sucediendo, pero ha sido una noche difícil para Eggy y, ¿por qué no decirlo?, para mí también. Usted me ha arrastrado a esta situación y creo que me debe una explicación. Si no es hoy, mañana.

Miranda estaba sentada apoyando la mano en la mesa de la cocina. Antes de que subiéramos para recoger a Eglantine, que seguía dormida en el sofá, se volvió para decirme:

—Es una larga historia. Demasiado larga. Pero quiero que sepa que esta noche no tenía otra alternativa. De veras que no. —¿Y el dedo?

—Daños colaterales —respondió con una leve sonrisa.

—Algo le sucede a mamá —dijo Sonia—, algo muy extraño. —La última palabra de la frase fue casi inaudible, pues Sonia estaba masticando un sándwich. Levantó la mirada hacia mí un instante y luego volvió a bajarla hacia el plato mientras seguía masticando. La otra noche, cuando volví a casa, me la encontré llorando y se negó a hablar de ello.

—No pasa nada si llora —dije—. Quiero decir que no necesariamente tiene que pasar algo grave. Ha estado trabajando mucho y me da la impresión de que puede llegar a derrumbarse si no se lo toma con calma.

—Sí, pero hay algo más. Creo que tiene que ver con papá —dijo Sonia, asintiendo con la cabeza.

—¿Tú crees?

—Anoche estuvo viendo Hacia la nada, pero no se limitó a ver la película de un tirón, rebobinó varias escenas una y otra vez y la noté inquieta y confusa. Lo cierto es que mamá se sincera bastante conmigo en los últimos tiempos. Si le pregunto qué sucede, me lo dice sin más. Que si esto o aquello le ha afectado… Pero cuando le pregunté por qué veía una y otra vez aquella escena entre Edie Bly y Keith Roland no me lo supo explicar con claridad. No tenía ningún sentido…

—Tu padre escribió el guión. Quizás tu madre deseaba volver a escuchar ese diálogo.

—¿Quinientas veces? —Sonia dejó el sándwich en el plato y empezó a enrollarse un largo mechón de pelo entre los dedos de la mano derecha. La había visto hacerlo antes, como si fuera un tic, y mientras la observaba recordé de repente su imagen de pequeña sobre el regazo de Inga. Un bebé grande y feliz tomando el biberón mientras jugueteaba con el cabello largo y rubio de su madre. Sonia enrolló todo el mechón entre sus dedos.

—Así que algo le sucede y es probable que ella te lo cuente. Estoy un poco preocupada por lo que pueda pasarle cuando me vaya.

—Dime, ¿escogiste Columbia para estar cerca de tu madre?

Sonia se ruborizó y soltó el mechón de inmediato.

—¡Tío Erik! Eso no es justo. Me gusta la ciudad, me encanta, y Columbia es una universidad magnífica. No quiero pasar los próximos cuatro años en cualquier lugar perdido.

—Ambas estáis preocupadas la una por la otra.

—¿Mamá está preocupada por mí? —Sonia se quedó mirando el sándwich a medio comer. Tenía la misma boca hermosa de su madre, los mismos labios carnosos que Inga tenía de joven. Pensé que debía de volver locos a los chicos y sentí un poco de pena por todos aquellos adolescentes sin nombre que se sentarían junto a ella en clase.

—Tu madre me dijo que tenías pesadillas.

—Todo el mundo tiene pesadillas —respondió Sonia—. Es normal. —Apartó la mirada al decirlo y noté cierta reticencia a mirarme a los ojos.

Normal, ésa es una palabra tajante —dije yo.

—Apuesto a que eso se lo dices a todos tus pacientes —dijo, sonriendo de oreja a oreja.

Las evasivas de Sonia no me sorprendían y por eso, a pesar de todo, sentí una renovada confianza en ella. Hablaba con mucho sentido de su largo poema «Huesos y ángeles» y de su ambición por llegar a ser una gran escritora. Deseaba aprender ruso para poder leer a Marina Tsvietáieva y a Anna Ajmátova en su idioma original. Cuando le pregunté si tenía novio, me confesó que no había ninguno en el horizonte. Tenía, eso sí, varios admiradores, pero nadie que le gustara. Y aunque dio un largo suspiro al decirlo, intuí que por el momento no entraba en sus planes enamorarse de nadie. También ella escondía algunos fantasmas silenciosos en su interior y los protegía celosamente. No es que yo esperara encontrarlos entre las líneas de su poema, pero, no obstante, le pedí que me lo enseñara cuando estuviera dispuesta. Antes de despedirnos en Varick Street mi sobrina me dio un fuerte abrazo y, mientras la observaba alejarse hacia el este, camino a casa, me di cuenta de que andaba dando ligeros saltitos. Aquel paso animado era algo nuevo en ella y me gustó.

Me dirigí hacia Chambers Street para tomar la línea 3 y empecé a pensar en Max y en Hacia la nada. Siempre admiré aquella película y recordé varias de sus secuencias durante el trayecto en metro. También me vino a la memoria aquella agradable, luminosa y prometedora tarde de sábado. Max escribió el guión original para un director independiente, Anthony Farber, y una actriz desconocida, Edie Bly. ¿Qué habría sido de ella? Había actuado en unas cuantas películas de cine independiente en Estados Unidos y después desapareció del panorama. Recuerdo que estuve sentado a su lado durante la cena que Inga y Max dieron al equipo antes de que se iniciara el rodaje. Era morena y llevaba el pelo corto. Tenía un bonito rostro, en forma de corazón, y un aire despreocupado y ligeramente inconsciente que le venía muy bien al personaje que interpretaba: Lili. Me vino a la memoria el enorme primer plano de su perfil en pantalla, cuando inclinaba la cabeza hacia atrás para fundirse en un beso. Mujeres bellas que besaban y eran besadas. ¿Qué sería del cine sin ellas?

La historia que escribió Max era sobre un chico, Arkadi, que llegaba en tren a una ciudad desconocida, muy semejante a Queens; de hecho se rodó en Queens. Comienza a deambular por las calles y pronto descubre que cada vez que dobla una esquina la gente habla en un idioma diferente. Algunos de los idiomas que se escuchan en la película son reales, pero otros son mero parloteo. Busca trabajo, pero nadie entiende el inglés que habla y lo echan de todos los lados. Tres hombres vestidos de rojo le gritan estupideces y sueltan risotadas señalando la ropa que lleva. El chico viste unos vaqueros y una camiseta bastante corrientes. Al poco tiempo se fija en una mujer que está de espaldas en la calle. Ella se vuelve y en su bello rostro se dibuja una sonrisa antes de desaparecer entre una multitud de personas vestidas de amarillo. Segundos después Arkadi recibe una paliza que le propinan varios desconocidos vestidos de verde. Luego sufre diversas desventuras hasta que conoce a un tipo amigable y sordo que resulta ser el dueño de una pensión que le ofrece una habitación y trabajo como conserje del edificio. Mientras trabaja allí, los colores de las paredes de la pensión van cambiando de tono ligeramente. Una mañana la alfombra es azulada y al día siguiente verdosa, y al otro, amarillo verdosa. El chico escribe sus pensamientos en un diario que va leyendo una voz fuera de imagen y pasa sus días limpiando, fregando y cambiando las sábanas de unas destartaladas y lúgubres habitaciones. Aunque en los cuartos hay objetos, ropa y papeles que Arkadi cree que pertenecen a los huéspedes, nunca llega a ver a ninguno de ellos. Por las noches estudia un libro sobre el lenguaje de signos que el sordo le ha regalado. Hay un plano, que me encanta, en el que se ve la sombra de sus manos en la pared mientras forma las letras del alfabeto de aquel nuevo lenguaje. Sin embargo, en sus salidas diarias para comprar algo en las tiendas siempre se cierne sobre él alguna amenaza. Bandas de jóvenes vestidos de varios colores campan a sus anchas sin ningún control policial. Al final, Arkadi se da cuenta de que existe un misterioso código de colores que debe descifrar para entender lo que sucede en aquella nueva ciudad. La otra alternativa es que se esté volviendo loco, y el espectador no tiene muy claro cuál de las dos opciones es la correcta. Arkadi descubre a Lili en la ventana de un apartamento. Ella mira hacia abajo y le sonríe para luego bajar la persiana. Más adelante la vuelve a ver de lejos comprando naranjas en una tienda de comestibles. De nuevo sus miradas se cruzan y ella sonríe, pero cuando Arkadi se acerca al comercio, ella ya ha desaparecido. Un día, al pasar por una tienda de fotografía, descubre un marco con el retrato de Lili y decide comprarlo para colocarlo en su mesilla de noche. Sin embargo, la foto es tan sólo una de sus varias encarnaciones. Cada vez que Arkadi vuelve a mirarla, la joven está ligeramente cambiada. En cada ocasión el maquillaje, el peinado, la ropa y también su pose cambian. En su día libre, Arkadi deambula por las calles y va a dar a una galería de arte. Entra y observa siete grandes cuadros que, en lugar de colgar de las paredes, descansan sobre el suelo. Se fija en ellos y el espectador se apercibe de que algo importante acaba de suceder. Cuando la cámara recorre los lienzos se hace evidente que todas las pinturas son idénticas: Siete retratos del propio Arkadi escribiendo en su diario. Levanta la mirada y ve a la hermosa chica que se dirige hacia él. Ella le sonríe y allí se inicia su extraña historia de amor.

Creo que tiene que ver con papá. Max disfrutó mucho trabajando en aquella película y Farber le pidió que estuviera presente durante el rodaje para escribir los cambios de guión cada vez que fuera necesario. Inga conserva una fotografía enmarcada en la que se ve a Max y a Tony, cada uno pasando el brazo sobre el hombro del otro, ambos con amplias sonrisas y sujetando entre los dientes dos enormes puros. Mientras caminaba hacia casa, me inundaron la luz y la brisa primaverales. El rojo de los geranios, el violeta de las petunias de las macetas que adornaban los escalones de las casas de Brooklyn, el rosa de los manzanos en flor y el blanco de los cornejos eran tan intensos como un dolor punzante. Quizás rememorar Hacia la nada había servido para agudizar mi percepción de los colores. Aquella mujer inalcanzable. Genie había sido así, al menos en un principio. Miranda también. Me imaginé a Miranda echando la cabeza hacia atrás con los ojos clavados en mí y luego imaginé que la besaba. No había vuelto a llamarme después de mi experiencia como canguro. Tampoco había vuelto a verla, pero sabía que estaba allí, pues oía sus pasos en el piso inferior y el sonido de la cancela al cerrarse y, de vez en cuando, el rumor de alguna reprimenda que dirigía a Eggy.

Aquella noche volví a ver la película. En la galería de arte la mujer se presenta como Lili Drake y le dice a Arkadi que es ella quien ha pintado los cuadros. Cuando él le pregunta cómo es posible que le hubiese retratado si tan sólo se habían visto fugazmente, ella responde: «Nunca olvido una cara». Esa misma tarde acaban en la cama de Arkadi, pero Lili rehúsa pasar la noche con él. A lo largo de la película, Faber utiliza la misma secuencia en tres ocasiones, un déjà vu cinematográfico: Lili se viste a toda prisa, sale de la habitación de puntillas mientras su amante sigue dormido y corre escaleras abajo para internarse en la ciudad. Entonces, una noche, a pesar de que ella siempre le insiste a Arkadi en que no va a quedarse, acaba por dormirse junto a él. Cuando Lili se despierta, Arkadi la abraza feliz, pero algo terrible ha sucedido: ella no le reconoce. «¿Quién eres tú?», le pregunta fríamente. «¿Quién eres?». La mayor parte de la acción cinematográfica se desarrolla en silencio y el relato del narrador nunca se corresponde con lo que sucede en pantalla. Max dotó a su fábula erótica con un final ambiguo: Arkadi, después de buscar a Lili por toda la ciudad, de regresar a cada lugar donde la había visto en el pasado, se da al fin por vencido y se sube a un tren. No se sabe cuál es su destino, pero al tomar asiento en el vagón ve a una joven con gafas oscuras que está sentada leyendo al otro lado del pasillo. Hay algo en ella que le resulta familiar. Cuando la joven levanta la cabeza del libro sonríe a Arkadi. Farber se las vio y se las deseó para encontrar a una actriz que se pareciese lo bastante a Edie como para lograr que la última escena de la película funcionara. La chica que encontró tenía un indudable parecido con la joven intérprete, pero en realidad no era actriz, y a pesar de que lo único que debía hacer era levantar la mirada y sonreír, aquel plano requirió quince tomas.

Cuando sonó el teléfono, tuve la esperanza de que fuera Miranda, pero para mi sorpresa se trataba de Burton, un viejo amigo de la facultad de medicina con quien no había hablado en años. Burton siempre fue un tipo raro, pero con el paso de los años se había vuelto más solitario y peculiar, y habíamos perdido el contacto. Era un tipo brillante aunque premioso. Bertie, como le llamábamos entonces (sus padres le habían obsequiado con el horrible nombre de Bernard, esto es, Bernie Burton), había abandonado el ejercicio de la medicina para dedicarse a la investigación académica, al escasamente remunerado, pero siempre honorable, campo de la historia de la medicina. En esos días tenía no sé qué cargo en la biblioteca médica de la calle 103. Cuando me preguntó si podríamos cenar juntos le dije que eso sería «estupendo» y luego me sentí un poco incómodo porque me di cuenta de que lo había dicho de verdad.

Aquella noche, mientras me disponía a ir a la cama, el manido mantra afloró varias veces a mis labios. Como siempre, me llegó sin desearlo y me sentí incómodo, como si hubiera alguien extraño en la habitación escuchando mi letanía: Estoy tan solo.

Durante tres noches nos bombardearon sin cesar, escribió mi padre. Yo y otros más fuimos tan inocentes que la primera noche pensamos que los obuses que ululaban por encima de nuestras cabezas procedían de la artillería de nuestros barcos y que sus objetivos estaban peligrosamente cerca de nosotros. Oíamos cómo la metralla salpicaba la arena que nos rodeaba. ¡Qué equivocados estábamos! Los japoneses habían apresado nuestra artillería de costa cuando conquistaron la isla en 1942 y ahora la dirigían contra nosotros. Se trataba de unas piezas gigantescas, montadas sobre raíles, que cada noche sacaban de las cuevas. Reiterada y sistemáticamente machacaban cada noche nuestra playa. No nos llevó mucho tiempo adivinar su patrón de fuego cada cañonazo se acercaba más y más, como un trueno. Lo peor de una guerra es el terror que sientes cuando sabes que la próxima andanada puede abrir un cráter bajo tus pies. Después de cada salva, sentías un alivio ajeno a la debida preocupación que deberías sentir por el resto de tus camaradas situados delante o detrás de tu posición. El bombardeo duraba toda la noche y cesaba al llegar el alba. Los cráteres que dejaban eran gigantescos.

Durante la primera noche que pasamos en la playa el mar arrojaba cadáveres a la orilla. Para algunos las cosas no habían ido bien en el desembarco. Nos ordenaron que los dejáramos estar, que el personal del pelotón de bajas se encargaría de peinar la playa y que ya sabían lo que debían hacer. Henry Parker y yo rescatamos un cuerpo de la marea. No podíamos soportar ver cómo las olas lo traían y lo llevaban sin cesar. La mayoría de los cadáveres estaban semihundidos en la arena por lo que, de alguna forma, ya habían tenido una especie de entierro. Durante los siguientes dos días, la marea continuó arrojando cadáveres a la playa, pero cada vez eran menos. Al tercer día la playa apareció repleta de suministros: raciones, munición, cruces de madera y estrellas de David; en definitiva, los requerimientos básicos para una guerra. A propósito de esto, todos llevábamos en la mochila una funda de colchón. Nadie nos dijo nunca por qué cargábamos con aquel medio kilo extra y cuando llegabas a maliciártelo, aceptabas sin rechistar el único tabú del ejército: durante la Segunda Guerra Mundial cada soldado llevaba consigo su propio sudario.

La segunda noche cavamos más profundamente en la playa. No se trataba de abrigos individuales sino de algo parecido a una trinchera. Esa noche, al haber cavado más profundo, entró agua en mi trinchera y acabé encharcado hasta las cejas. Para mayor desgracia, varios cangrejos se colaron también dentro. Bien entrada la noche me deslicé hasta la trinchera de Henry Parker, que estaba situada en terreno más elevado y tenía el ancho suficiente para que cupiéramos dos soldados. Los temores de Henry eran menores que los míos. Cada vez que sobrevivíamos a un cañonazo destinado a nosotros, se reía sin parar, gritando: «¡Habéis fallado! ¡Habéis fallado!». A la tercera noche estábamos exhaustos. Para entonces, una especie de fatalismo se había apoderado de nosotros. A pesar del continuo martilleo de la artillería, me quedaba profundamente dormido cuando los obuses del enemigo caían lejos de mí. La mañana del cuarto día vimos cómo nuestros aviones bombardeaban en picado y destruían las entradas de las cuevas donde se alojaba la artillería que tantas tribulaciones nos había causado. Poco después recibimos la orden de avanzar.

Después de leer ese pasaje recordé a mi padre en su estudio, apartando su silla de ruedas del tubo de oxígeno que siempre acababa enredándosele. Un engorro permanente que le hacía soltar juramentos con la respiración entrecortada. Cuando inclinaba la cabeza sobre el papel, se notaba que estaba escribiendo contra reloj. La urgencia de su tarea le tensaba los músculos de la espalda y el cuello. En una ocasión me acerqué a él y le puse la mano sobre el hombro. Volvió la cabeza, sonrió y luego me dio unas palmaditas en la mano en señal de camaradería, de cierto entendimiento masculino que nos unía. Cuando volvió a inclinar la cabeza para reanudar su labor, me quedé todavía unos instantes en el estudio y miré a través de la ventana los campos que se extendían más allá de Dunkel Road, con las estacas marrones de las cercas sobresaliendo entre la nieve. Inga y yo habíamos llegado a la casa de Minnesota para pasar la que sería la última Navidad de nuestro padre. Recuerdo haber pensado que debía decirle algo. Las palabras que debía haber pronunciado volvían a mi mente, pero las dejé de lado. La memoria retiene esa repetición de viejos sentimientos. Es como si estuviera esquivando algo que temo, pero no sé lo que es. He conservado en mi memoria aquel momento porque me desazonó y sigue henchido de emoción. Yo creía que, tras analizarme con Magda Herschel, había conseguido comprender la distancia que sentía respecto a mi padre y que la empatía hacia él me había servido de ayuda para salvar el abismo que nos separaba. Mientras miraba por la ventana aquel diciembre de 2001 comprendí que no había hecho más que engañarme a mí mismo.

Durante los postres y después de una larga charla acerca del libro que Burton estaba escribiendo sobre las diversas teorías de la memoria, desde los tiempos antiguos hasta las más recientes investigaciones relacionadas con el cerebro, mi amigo me preguntó de repente por Inga. Le tembló ligeramente la voz y recordé el tremendo enamoramiento que había sentido por mi hermana cuando todos nosotros éramos jóvenes. Fue un asunto penoso porque, incluso entonces, Bernard Burton era gordo, torpe, ruboroso y bastante desafortunado con las chicas. Sin embargo, su principal problema no era su apariencia sino la transpiración. Incluso en invierno, Burton chorreaba permanentemente.

Siempre tenía gotas de sudor sobre el labio superior. Le brillaba la frente y las camisas oscuras que llevaba mostraban conspicuas manchas de sudor alrededor de las axilas. El pobre tipo daba la impresión de estar húmedo hasta las cachas. Un peripatético charco humano cuyo único implemento vital era su pañuelo. Una vez, en la facultad, le indiqué que existían diversos tratamientos para la hiperhidrosis. Burton me dijo que había intentado todos los remedios al alcance de la humanidad que no implicaran el riesgo de convertirlo en un vegetal y que el suyo era un caso perdido. «Mi condición primigenia es el sudor», me dijo. El primer año como residentes marcó el final de su carrera como médico. Su melancolía, su rostro chorreante, sus manos pegajosas y su pañuelo empapado le habían privado de casi cualquier paciente que se preciara y, además de eso, no estaba hecho para aquella penosa iniciación. Para ser francos, ninguno de nosotros lo estaba, pero Burton flaqueaba más que los demás. La locura que suponían las continuas llamadas por el buscapersonas, los electrocardiogramas de urgencia, la interminable sangría pinchando venas, arterias y médulas espinales de niños que gritaban y de octogenarios dementes, todo ello combinado con el insomnio crónico, acabaron con él. Cuando un paciente le soltaba entre alaridos: «Es usted un sádico, me está matando», se le descomponía el rostro por la angustia. Siempre serio, Burton era incapaz siquiera de sonreír cuando Ahmed y Russel, nuestros payasos oficiales, hacían malabares con trozos de pan, imitaban a un paciente difícil o hacían bromas sobre los «fiambres» o sobre los que estaban «a punto de estirar la pata». Era un humor macabro y Burton carecía de él. Aquel primer año también había hecho mella en mí y me había dejado exhausto. Por la noche soñaba con venas hinchadas que se salían de los brazos y caían al suelo para reventarse ensangrentadas. Mi mayor deseo era pasar aquel trago de una vez por todas y seguir adelante. Encontré la manera de evitar que me afectaran los rostros agonizantes, los llantos, el olor a orina y a heces y la proximidad de la muerte y de los muertos. No era igual a la guerra, pero comprendí lo que mi padre quería decir al escribir que se quedaba profundamente dormido cuando los obuses del enemigo caían lejos de él.

—Inga está muy bien —le dije—. Pasó un par de años difíciles después de la muerte de Max y, aunque todavía le resulta duro, está trabajando bien.

Burton respiró hondo.

—El martes pasado —me dijo— salí de la biblioteca para almorzar en el parque. Ya sabes, traigo el almuerzo preparado de casa. Y entonces la vi. Una mujer encantadora, Todavía bella, diría yo. Excepcional.

Mientras escuchaba a mi viejo amigo, recordé que cuando hablaba sobre algo íntimo recargaba sus frases con más adjetivos de lo habitual.

—Tuve la tentación de hablar con ella —prosiguió secándose la frente—. Estaba muy cerca, sentada allí mismo, en un banco… Después de tanto tiempo. Después de aquella última cena con ella el 5 de noviembre de 1981. Pero estaba con alguien, una mujer, y estaban enfrascadas en una conversación. Afortunadamente, yo llevaba algo para leer. De hecho, era un trabajo de Shimamura sobre la memoria y su relación con el lóbulo frontal publicado en la colección Gassinga. Si quieres te lo mando. —Le miré y siguió hablando—. No pude evitar darme cuenta del fervor. Me refiero al que se desprendía de aquella conversación. Tu hermana estaba muy alterada. —Burton empezó a darse golpecitos en la frente con el pañuelo para limpiarse el sudor (pañuelo que durante el transcurso de la cena había dejado de ser blanco para transformarse en un desagradable color gris)—. Al marcharse pasó justo delante de donde yo estaba sentado. Por supuesto, no se fijó en mí. Iba distraída, abrumada en realidad. Estaba fuera de sí. —Se quedó en silencio y miró su plato—. Esa noche te llamé por teléfono.

—Ya veo —dije.

Burton parecía turbado.

—Me encontraba en una situación incómoda. Como viejo amigo que soy y, a pesar del desafortunado final de nuestra relación, durante la cual quedé como un completo estúpido, tengo, siempre he tenido, un gran aprecio por tu hermana, y verla en aquel estado me sacó de mis casillas. Me temo que me puse a escuchar la conversación y después no sabía a quién acudir, excepto a ti.

—¿Y bien?

—Bien —repitió—. No entendí con claridad lo que hablaban. Se referían a unas cartas. Escuché la palabra varias veces y también que hablaban de dinero. —Pronunció la palabra dinero en un tono grave y apagado—. Pensé que tú sabrías a qué se refería y me tranquilizarías.

Negué con la cabeza.

—¿Qué aspecto tenía la otra mujer? —Mi pensamiento voló hasta la pelirroja.

—Era menuda, muy atractiva, morena, con el pelo largo. Me pareció que tenía una expresión un poco dura.

—¿Hubo algo más?

—Tu hermana le gritó al final: «¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacer eso? ¡Es despreciable!».

Traté de ocultar mi ansiedad ante Burton y le dije que hablaría con Inga, que era una mujer de carácter fuerte y que aquel arranque no tenía por qué significar nada tremendo, pero era consciente de que lo decía para calmar a mi amigo, pues las mandíbulas le temblaban de un modo incontrolado por los nervios.

Las siete fotografías que encontré a última hora de la tarde siguiente eran para mí, no para Miranda. Estaban dispuestas en línea delante de mi puerta, todas pegadas al escalón con un trocito de cinta adhesiva. De inmediato distinguí mi propia imagen en las fotos. Las habían tomado el día en que volví a casa andando con Eggy y Miranda, el día en que encontramos las primeras Polaroids en los escalones de entrada. Ninguna de las instantáneas incluía el momento en que encontrábamos las fotos, sólo nuestro recorrido por la Séptima Avenida y luego por Garfield Street. En todas habían borrado a Eggy y lo único que quedaba de ella era una pequeña silueta blanca sobre la acera. Mientras estaba junto al escalón observando las fotografías, me pareció oír el sonido rápido del obturador de una cámara, pero cuando me volví para mirar no vi a nadie, sólo a una mujer y un hombre paseando por la acera de enfrente. Metí la llave en la cerradura mientras con el brazo izquierdo apretaba con torpeza las fotos y el maletín contra el pecho, y en ese momento volví a oír el leve y repetitivo clic de una cámara. Giré otra vez la cabeza rápidamente, pero tampoco vi a nadie. Abrí la puerta de golpe, entré y la cerré con el pie sin volverme.

Me senté a la mesa, coloqué las fotos delante de mí y me tranquilicé un poco. Me dije para mis adentros que el recelo podía hacer que el más mínimo ruido, viniera de donde viniese, acabara dando paso a la paranoia de estar siendo fotografiado a escondidas. Park Slope no es un barrio ajetreado, pero tampoco silencioso. Desde que vivo solo me he vuelto muy sensible a la mezcolanza sonora que inunda mi mundo: el estentóreo jaleo de las cañerías, el sibilante zumbido de los radiadores, el runrún de las moto-sierras y el fuego graneado de las taladradores. Incluso cuando las calles del barrio están vacías se oye de fondo el ruido sordo del tráfico lejano. Muchas noches de primavera se escucha el murmullo apagado de voces que llegan flotando desde los jardines traseros; algún grito o algún chillido de vez en cuando; alguna exclamación o alguna risa que estalla de repente en la calle; las cinco o seis estrofas de un rap que emerge de un coche que pasa; las baladas roqueras, la música de cámara y la de jazz que emanan de las ventanas abiertas de mi calle. De mañana suelen oírse algunos pájaros aislados cantando y gorgojeando y, a veces, hasta una multitud de ellos como si fuesen un coro enloquecido y bullanguero. Pero también hay una infinidad de ruidos imposibles de identificar: chasquidos, susurros, crujidos, silbidos y cientos de zumbidos mecánicos que vibran en el guirigay de fondo que acompaña mi vida. Estuve observando unas fotografías y, a continuación oí una cámara de fotos. Además, aunque el desconocido no estuviera merodeando por mi calle en aquel preciso instante, sí había estado allí ese mismo día, un poco más temprano, y la sola idea de que alguien estuviera vigilándome había bastando para crearme una sensación de velada amenaza. También el que hubiesen eliminado la figura de la niña de cinco años de las fotografías contribuyó a empeorar esa sensación. Levanté el auricular y llamé a Miranda.

Si la hubiera llamado al otro día de ciudad a Eggy, como había pensado, habría sido una acción común y corriente, pero, como no lo hice, los días trascurridos se fueron acumulando en mi mente hasta convertir el simple acto de marcar los once números en el teléfono en algo cargado de significado. Estaba como paralizado. Cuando Miranda atendió y oí su voz, sentí un gran alivio y entonces comprendí que lo que temía en realidad era que me contestara de mal tono o incluso que me colgara el teléfono. Le hablé de las fotos y me dijo que me llamaría en cuanto Eggy se durmiese para que bajase a hablar con ella.

Me lavé las axilas, me puse una camisa limpia y luego me miré con detenimiento en el espejo colocado en el interior de la puerta del armario. Genie lo había hecho colocar para ella y yo rara vez lo usaba. Me bastaba con el pequeño del cuarto de baño cuando me afeitaba. La imagen que me devolvió el espejo no era la de un hombre feo. Tenía unos rasgos regulares y marcados, ojos verdes, cejas claras y rectas, pero era delgado y quizás un poco estrecho de tórax. Tenía la piel blanca rosácea, tan transparente que se le veían las venas. No era sólo blanco, sino muy blanco. ¿Podría resultarle atractivo aquel cuerpo a Miranda? Por si acaso, me cambié los calcetines.

Miranda no pareció sorprendida al ver las fotografías. Las observó con la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados. Después suspiró y empezó a contarme su historia.

Mientras hablaba, noté que narraba las cosas como si hablase en tercera persona, un relato directo al grano al que me tenían acostumbrado muchos de mis pacientes. Servía para mantener la emoción a raya.

—Nos conocimos —empezó diciendo— cuando los dos éramos estudiantes. Yo estaba en el curso de diseño gráfico en Cooper Union y él en la Escuela de Artes Visuales. Era un tipo muy inteligente, que sabía un montón, un poco acelerado, llevaba piercings, ya sabe, y se consideraba un artista. —Lo dijo recalcando la palabra—. En esa época sólo éramos amigos. Después de licenciamos dejé de verlo durante varios años, hasta que me lo encontré por casualidad en un restaurante de Williamsburg donde había ido a comer con una amiga. Me invitó a tomar una copa la noche siguiente y acepté. Fue entonces cuando me contó que sus padres habían muerto en un accidente de coche en California tres años antes y que todavía se estaba recuperando del golpe. —Miranda clavó los ojos en la estantería al otro lado de la habitación y luego bajó la mirada—. Después de eso todo sucedió bastante rápido. Dejé el apartamento que compartía con otra gente y me fui a vivir con él. —Hizo una pausa. Estábamos sentados en su sofá azul y yo miré los brazos que tenía cruzados sobre el pecho. Parecían brillar bajo la luz de la lámpara—. Él había heredado bastante dinero, así que no tenía que trabajar para ganarse la vida. Sólo se dedicaba a su arte, a la fotografía, sobre todo a la fotografía digital.

»Era divertido —prosiguió Miranda—, un tipo realmente animado, de esos que hacen reír a todo el mundo, que les gusta contar historias, bailar, ponerse ciego. —Su voz había cambiado. Había adquirido un tono más personal—. Le cuento esto porque parece que este asunto también le afecta a usted. Él le ha incluido en las fotos. —Me miró y no pude evitar fijarme otra vez en la forma y el tamaño de sus ojos, en la rotundidad con la que definían su rostro—. Podía ser un hombre muy cariñoso y educado. Le gustaba comprarme regalos, invitarme a cenar fuera y le encantaba hablar de arte. Íbamos a pasear a Chelsea y todos sus comentarios, sus opiniones sobre lo que valía la pena y por qué, eran muy inteligentes. Es tan blanco como usted, pero proviene de una familia en la que hay mucha mezcla de razas. Su abuela era mulata y además tenía sangre cherokee, lo cual lo convertía en un “negro disfrazado de blanco”, como solía decir. Ya sabe, con sólo una gota de sangre. —Miranda me dirigió una sonrisa irónica—. Típico de los Estados Unidos.

Cruzamos las miradas y ella sostuvo la mía hasta que aparté la vista. Es difícil sostener la mirada de alguien, por eso su persistencia me pareció un desafío. No dije nada. Esperé callado.

—Bueno, a pesar de todas las precauciones, me quedé embarazada.

—Es el padre de Eggy —dije.

—Sí. —Volvió a mirarme, aunque esta vez sus ojos expresaban una profunda tristeza.

—Al principio él estaba feliz o, al menos, eso decía. Y luego, después de un tiempo, empezó a sugerir la posibilidad de un aborto, no por él, ya sabe, sino por mí. Y entonces, por fin, acabó por decirme que en realidad no quería tener un hijo. Le respondí que muy bien, que entonces lo tendría sola. Yo ya tenía veintiocho años y no pensaba deshacerme del bebé. Mis padres me apoyaron y me mudé a vivir con ellos. —Volvió a hacer una pausa—. No sé qué hubiera hecho sin su ayuda y la de mis hermanas. —Miranda subió las piernas al sofá, las dobló y se abrazó las rodillas contra el pecho. Luego continuó en voz más baja—. Resulta que ahora la quiere. Ahora sí quiere verla.

—¿Y a usted no le parece bien?

—Él se negó a reconocerla —dijo, negando también ella con la cabeza de un modo rotundo—. La abandonó. Eso me bastó para tener las cosas bien claras.

—Parece que el hombre ha cambiado de opinión. Pero ¿por qué lo expresa de esa forma, por qué deja esas fotos? Resulta hostil.

—No creo que él lo vea así. Es su forma de ser. Mi madre diría que es un «inadaptado». Aunque ese espíritu rebelde formaba parte de su atractivo. Nunca hacía nada como los demás. Se ponía una nariz de payaso para asistir a una inauguración o una camiseta con la cita de algún crítico de arte para despertar los comentarios de la gente. Cuando le presentaban a alguien soltaba alguna frase estrambótica o daba unos pasitos de baile antes de estrecharle la mano. Había gente que odiaba esas cosas y otra a la que le encantaba. Ya sabe, no podía entrar en ningún sitio como cualquier persona, tenía que asegurarse de que todo el mundo le mirase. Le gustaba decir que no era ambicioso, que lo único que le interesaba era su trabajo, sin embargo dedicaba un montón de tiempo a las relaciones públicas y a llamar la atención de la gente, intentando que no se notasen demasiado sus intenciones. Y siempre llevaba una cámara consigo. Si no le quedaba más remedio, pedía permiso para hacer las fotos, pero no siempre. Le encantaba fotografiar a los famosos. Era mitad artista y mitad paparazzi. Esas fotografías también las vendía.

—Nueva York está llena de gente así —le dije—. En todas las actividades. Puede que sea raro ver narices de payaso entre los médicos, pero el autobombo es cosa de todos los días.

—Lo sé —dijo Miranda—. Cuando me quedé embarazada, creo que perdí mi valor decorativo.

—¿Qué quiere decir?

—Sentí que ya no quería que le viesen conmigo. Yo era su novia negra, bonita e inteligente. Mi embarazo era contraproducente para su imagen.

—¿Él se lo dijo?

—No fue necesario. Me tomaba fotografías todo el tiempo, incluso después de que las cosas empezaran a ir mal entre nosotros. Me despertaba y ya estaba sacándome fotos. Yo trabajaba y él me sacaba fotos. Discutíamos y salía corriendo a coger la cámara. Tenía que documentarlo todo, era un maníaco. —Cerró los ojos durante un instante, como si necesitara recomponerse, y cuando los abrió me miró fijamente—. El día en que usted se quedó con Eggy, apareció por aquí. Hacía ya un mes que yo llevaba encontrando, casi a diario, fotos mías con Eggy o sólo mías de la época en que vivía con él. Sabía que tarde o temprano se presentaría por aquí. Mi teléfono no figura en la guía, así que no podía llamarme. Ese día sonó el timbre, abrí y me lo encontré en la puerta con un enorme caballo de peluche en los brazos. Tenía un aspecto un tanto patético. Fue horrible. Le hice retroceder a empujones hasta la acera y le dije que estaba muy equivocado si creía que podía presentarse así, tan contento, y decir: «Hola, soy tu papá». Le dije que se fuera y que yo iría a verle a su casa esa misma noche. Toda mi familia tenía algo que hacer, por eso acudí a usted. Fui a su apartamento y, nada más entrar, ya empezó a sacarme fotos. Tuve la sensación de que le interesaba más sacar fotografías que hablar conmigo. Por fin, dejó la cámara a un lado y hablamos. Me dijo que quería que Eggy formase parte de su vida, aunque no dijo cómo. No quiere oír hablar de dinero, de acuerdos de visitas ni nada de eso. Todo gira alrededor de él.

—¿Y Eggy? ¿Sabe algo de esto? ¿Usted qué le ha dicho? Miranda bajó las piernas del sofá y se recostó en el respaldo.

—Le conté la verdad de la forma más suave que pude: que viví una época con su padre, que me quedé embarazada y que, aunque su padre es una buena persona, no estaba preparado para ser un verdadero papá para ella. Pero es como si Eggy no lo hubiera asimilado. Se inventa todo tipo de historias. Que su papá es invisible. Que está en otro país.

—Que está dentro de una caja.

Miranda sonrió al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿Le tiene miedo o sólo está enfadada con él?

—No, no le tengo miedo —contestó con los ojos clavados en la pared—. No es mala persona, es inmaduro… No sé…

—¿Hay algo que me esté ocultando? —le pregunté. Las palabras me salieron sin darme cuenta y temí que le resultasen agresivas.

—¿Es que la gente no oculta siempre algo? —preguntó Miranda girando la cabeza hacia mí—. Usted es psiquiatra. ¿No es parte de su trabajo descubrir aquello que la gente no dice?

—Nunca lo he visto de esa manera —le dije—. Yo lo considero un proceso. Un proceso de descubrimiento.

—Jeff estuvo yendo a terapia durante un tiempo —dijo Miranda tras un largo silencio—. Después dejó de ir.

—¿Es así como se llama?

—Sí, Jeffrey Lane.

—¿Por qué cree que eliminó a Eglantine de las fotografías?

Negó con la cabeza, pero me di cuenta de que el rostro se le contrajo levemente y en sus ojos asomaron dos lágrimas. No llegaron a caer. Alargué el brazo y puse mi mano sobre la suya, que tenía apoyada en la rodilla, y luego la retiré.

—También le quitó los ojos a usted en alguna fotografía —dije.

—A él le encantaban mis ojos —dijo con voz entrecortada—. Siempre hablaba de mis ojos.

—Tiene usted unos ojos preciosos. —Volví a sentir cómo me ponía colorado al decirlo y giré el rostro hacia la ventana. Las persianas estaban bajadas y no había nada que mirar.

—Le gusto, ¿verdad? —me preguntó sin ambages.

—Sí.

—Pero si apenas me conoce.

—Eso también es verdad.

Después nos quedamos en silencio durante varios segundos, aunque no me importó, pues Miranda no expresaba incomodidad alguna. Podríamos haber continuado hablando sin problemas si Eggy no hubiese aparecido por la puerta. Se quedó allí, congelada en una extraña postura, con las piernas arqueadas, los brazos extendidos y las manos abiertas con los dedos muy separados. La trágica expresión de su rostro era digna de Ofelia. Miró primero a su madre y después a mí y dijo con voz entrecortada:

—¡Me he hecho pis!

—No importa, Eggy —dijo Miranda con voz suave—. No te preocupes.

—Yo me marcho —dije.

Antes de salir, me incliné delante de la niña y le dije:

—A mí me pasaba lo mismo.

—¿Cuando eras pequeño? —me preguntó, abriendo los ojos como platos.

—Sí —le respondí—. Hace mucho, mucho tiempo.

Miranda se echó a reír.

La memoria sólo nos brinda sus dones cuando algo del presente la refresca. La memoria no es un depósito de palabras e imágenes fijas sino un entramado neuronal de asociaciones que funcionan de un modo muy dinámico, que nunca descansa y que está sujeto a continuas revisiones cada vez que exhumamos alguna fotografía o frase del pasado. Yo sabía que, por el simple hecho de aparecer en mi vida, Eglantine servía de acicate para hacerme retroceder hacia los recintos de mi infancia que, a pesar de mis sesiones de análisis, había mantenido cerrados (o, mejor dicho, había entreabierto para contemplar un rayo de luz o sentir el olor a humedad de vez en cuando). Pero aquella noche volví a mi cuerpo de niño y recordé el plástico que colocaban en mi cama para proteger el colchón, cómo crujía cada vez que me movía y cómo me despertaba en mitad de la noche al sentir la orina tibia recorrer mis piernas empapando el pijama y las sábanas. Recordé que después volvía a dormirme profundamente, como anestesiado, para volver a despertarme más tarde por la desagradable sensación del algodón frío contra mi cuerpo, envuelto en aquel olor agrio y penetrante. Igual que Eggy, cuando tenía cinco o seis años yo también me levantaba en busca de mi madre, pero, ya más mayor, hacía un hatillo con mi pijama y las sábanas y lo tiraba en el cesto de la ropa mientras repetía para mis adentros: Ya soy mayor, muy mayor. Mi padre me pilló una vez cuando salía del cuarto donde estaba el cesto de la ropa y el lavadero. En medio de la penumbra vi emerger su imponente figura por la puerta del cuarto de baño y hubiera querido echar a correr por vergüenza, pero me quedé petrificado delante de él. Se acercó, apoyó su enorme mano en mi hombro y, a continuación, dio media vuelta y se alejó por el pasillo sin decir palabra.

Mientras esperaba la llegada del señor R. para iniciar la sesión, noté que mi animadversión hacia él iba en aumento. Era el quinto día seguido que llegaba tarde. Miré por la ventana de mi consulta hacia el edificio que quedaba al otro lado de la calle y recordé el término que había usado durante nuestro último encuentro: independencia. Me hizo pensar en Emerson, aunque él no hizo ninguna mención al filósofo. Había usado la palabra tres veces. El señor R. había tenido una madre muy mayor y un padre aún más mayor. Los dos trabajaban muchas horas y el señor R. había aprendido a arreglárselas él solo.

Llegó sin aliento y me abrumó con un mar de explicaciones. Una vez más, alguien de su oficina le había dejado colgado justo antes de la hora de marcharse. Se acomodó en el sillón con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando le hice notar que los retrasos estaban convirtiéndose en un patrón de conducta, levantó ambas manos, como protegiéndose de un ataque, y dijo:

—Ha sido inevitable. —A continuación inició una descripción pormenorizada de la incompetencia de su secretaria. Prosiguió así durante un rato de un modo un tanto agitado. Al cabo de cinco minutos pareció haberse desahogado y comenzó a tranquilizarse. Entonces me pidió que le recordara de qué había hablado durante la última sesión. Siempre se olvidaba de lo que había dicho el día anterior. Después de que le refrescase la memoria, volvió a recalcar el asunto de su independencia cuando era niño. Incluso comentó que había aprendido a prepararse la comida él solo—. Lo que en realidad me gustaría en estos momentos —dijo de repente—, es saber lo que está pensando usted. Se le ve tan tranquilo sentado ahí, con su aire distante y sereno, pero ¿en qué piensa?

—Estaba pensando —le contesté— que, mientras le esperaba hace un rato, me sentía molesto e incluso enfadado, pero luego pensé en las largas jornadas laborales de sus padres y en cómo debía sentirse usted al tener que esperar y esperar hasta que llegasen a casa.

El señor R. me miró sorprendido. Examinó con detenimiento sus manos apoyadas en los muslos. Luego las dejó caer como muertas sobre el asiento, con los ojos fijos en su regazo. Tras una larga pausa, levantó el rostro y me miró. Apretaba los labios y una angustiosa mueca le había dibujado dos profundos surcos en el entrecejo.

Por primera vez me cayó bien.

Recordó la expresión de agotamiento en el rostro de su madre, la forma que tenía de desplomarse en un sillón y extender las piernas hacia delante.

—«Ahora no, ahora no. Estoy muy cansada». Siempre decía lo mismo.

Justo antes de acabar la sesión, empezó a recorrer con la mirada la pared que está a mis espaldas. Sus ojos se detuvieron en la alfombrita del Turquestán que está colgada allí.

—Esa alfombra es nueva, ¿no? —dijo.

—No —le contesté—. Ha estado ahí desde que empezamos las sesiones hace ya un año.

—Bueno, ¿usted qué sabe? —me espetó—. ¿Usted qué sabe?

Mi hermana se negó a contarme lo que había ocurrido en el parque. Lo único que dijo es que lo sentía mucho por Burton y que le daba pena saber que estaba preocupado por ella. Cuando le comenté que también lo estaba Sonia y que creía que el problema tenía alguna relación con Max, Inga se quedó callada. Esperé varios segundos al otro lado del teléfono a que dijese algo.

—Erik —dijo—, no puedo hablar de eso. No puedo. Te prometo que en cuanto tenga fuerzas, lo haré. Pero presionarme no servirá de nada.

No volví a mencionar el asunto. Inga cambió de tema enseguida, actitud que yo denomino locuacidad defensiva, me explicó llena de entusiasmo que quería organizar una cena cuando nuestra madre estuviera en la ciudad, que estaba agobiada con el menú, que había eliminado a un potencial invitado por ser vegetariano y que, si pudiera evitarlo, no haría «nunca más esa maldita cosa de berenjenas».

—Mamá necesita distraerse un poco —continuó— y necesita comer carne.

—Me gustaría ir con alguien, si no te importa —dije sin pensarlo dos veces y sin vacilar.

Inga dijo que no había ningún problema. Después le pregunté qué había pasado con Walter Odland.

—No le he vuelto a llamar —dijo—. Iba a hacerlo, pero he estado ocupada. Podrías llamarlo tú, ¿no te parece?

—Tengo sentimientos encontrados respecto a ese asunto —le contesté. Antes de colgar volví a recordar la casita blanca en el campo y sus ventanas oscuras. Me siento culpable, pensé. ¿Esta culpa es mía o es de otro?

Dos días después de desembarcar tuve una experiencia que me resulta tan difícil de rememorar como de hablar de ella, escribió mi padre. Es la única experiencia bélica que me vuelve una y otra vez en sueños y me perturba profundamente. Cuatro de nosotros íbamos dando tumbos en un jeep por un camino rural. Uno era el teniente Madden. A cierta distancia divisamos a un oficial japonés. Nos percatamos de su rango porque llevaba una espada de samurai. Se comportaba de un modo extraño. Cuando nos vio, se escabulló de un modo un tanto afeminado, con pasitos cortos y de puntillas. Se agachó detrás de unos arbustos, a pesar de que muy cerca tenía un escondite muchísimo mejor. Le acorralamos y nos fuimos acercando a él poco a poco. El pobre desgraciado estaba a la vista por todos lados. No se movía. Yo esperaba que actuase con sensatez y se levantase con las manos en alto. Estaba de rodillas y, por su postura, me pareció que estaba rezando. En cuestión de segundos, los cañones de cuatro carabinas iban a sacarle de su trance. Entonces se oyeron dos disparos seguidos. El hombre no hizo ni un solo ruido. Cayó hacia un lado, muy lentamente. Tuvo unas leves contracciones, como si intentara estirarse, y eso fue todo. Había sido nuestro teniente. Ninguno de nosotros se dio cuenta de que se había detenido y puesto a cubierto, algo que tendríamos que haber hecho todos. «Iba a coger una granada, por Dios santo», fue su explicación. No había ninguna granada. Sólo una pistola, una Luger japonesa, pero estaba metida en su funda con la hebilla bien cerrada.

Resulta pretencioso afirmar que sabía lo que pasaba por mi cabeza en aquellos momentos. Puede que esperase un final más humano y que luego me vine abajo cuando sucedió lo contrario. Puede que pensara que no se le dispara a una persona cuando está rezando. Su postura de oración ejerció un poderoso impacto sobre mí. Me trastornó bastante y reaccioné de forma opuesta a la que se espera de un soldado. Arremetí contra el teniente y le grité que también él merecía que le metieran dos tiros. Me sacaron de allí y me dieron un par de bofetadas. Cuando me tranquilicé un poco, me avergoncé de lo que había hecho. El teniente nos dijo que creyó que nuestras vidas estaban en peligro. Él hubiera sobrevivido si el japonés nos hubiera lanzado una granada, pero nosotros no. Dijo que tenía la conciencia tranquila después de lo sucedido, pero que no la tendría después de lo que hubiera podido suceder. El oficial japonés quizás estuviese desquiciado después de alguna experiencia traumática y de haber vagado durante días sin ser descubierto. ¿Cómo un oficial de su rango acabó separado de su unidad? ¿Por qué se escondió sin esconderse? Aquella experiencia me marcó. Unos seis meses después, cuando estaba ya en Japón, empecé a revivir aquel lamentable espectáculo, a menudo nada más caer dormido.

Mi padre dice que el hombre «se agachó» detrás de unos arbustos y asumió una postura que le llevó a pensar que estaba rezando. Lo imagino de rodillas, rogando al cielo, suplicando piedad. Puede que tuviera las manos juntas. En ese momento le dispararon. Veo a Harris encima de mí. A Rodney Harris, sin cabeza. Recuerdos molestos. Fragmentos. Son las piezas que no encajan. Lo que hace gritar a Sonia por la noche. Las pesadillas de mi abuelo. Yo sabía que las investigaciones confirmaban lo que a mí siempre me había parecido indiscutible en mis pacientes: los recuerdos de una guerra, de una violación, de un accidente casi fatal y de edificios que se derrumban no son como los demás recuerdos. Se mantienen separados dentro de la mente. Recuerdo los escáneres PET de pacientes con algún desorden por estrés postraumático y las zonas coloreadas que destacaban el incremento del flujo sanguíneo hacia el lado derecho del cerebro y hacia los sistemas límbico y paralímbico, el cerebro antiguo en términos evolucionistas, y la reducción del flujo hacia la capa cortical izquierda, la zona del lenguaje. El trauma no se manifiesta con palabras, sino con un bramido de terror, a veces con imágenes. Las palabras crean la anatomía de una historia, pero dentro de esa historia hay intersticios imposibles de cerrar. Para entonces, mi padre había visto muchos muertos, pero aquél era diferente. No había sido en combate. Se lo suplico. Ayúdeme. El hombre no se había resistido, no había buscado una granada ni una pistola. Me pregunto si aquel oficial asustado no habría hecho que mi padre recordase a otro hombre que había caído de rodillas para rogar que le diesen otra oportunidad o quizás aquella postura humilde y temerosa era, en sí misma, una metáfora visual de todo aquello que Lars Davidsen no podía expresar en palabras.

—No había viento el día que murió Lars —dijo mi madre la primera noche de su estancia en Nueva York—. Y nevaba. Durante horas y horas cayeron unos copos lentos y enormes. Estuve a solas con él un rato, al comienzo de la tarde, antes de que llegara Inga. Ya había perdido el conocimiento. Cogí su mano, le acaricié los brazos y la frente. Mientras estaba allí, de espaldas a la puerta, me pareció que entraba alguien en el cuarto. Creí que era una enfermera, pero cuando me volví, no había nadie. Me pasó tres veces. —Mi madre negó con la cabeza lentamente—. No sentí ningún miedo. Era algo que pasaba y punto. —Se encontraba sentada frente a mí, al otro lado de la mesa, con sus manos pálidas cruzadas delante de ella y sus enormes ojos azules clavados en los míos—. Lars no se tendría que haber ido así. Lo sé. No tendría que haberse ido. En fin, es raro. Lo más raro de su muerte es que ahora ya no puedo contarle cosas. Todavía me pasa que, si salgo a algún lado y converso con alguien, de inmediato pienso: «Ah, tengo que ir corriendo a contárselo a Lars» o «Cuando Lars escuche esto le va a encantar». Y entonces me acuerdo de que ya no está y de que no puedo contárselo. —Mi madre sonrió apenas. Su mirada se había vuelto hacia su interior. Poco después extendió los brazos por encima de la mesa y me cogió una mano entre las suyas. Que yo recuerde, siempre me ha cogido la mano de esa forma, envolviéndola entre las suyas; después de un rato, la acaricia suavemente y la suelta.

No existe una frontera precisa entre el recuerdo y la fantasía. Cuando escucho a un paciente, no intento reconstruir los «hechos» de la historia que me está contando sino que estoy atento a los esquemas, las tensiones afectivas y las asociaciones que puedan ayudarnos a salir de reiteraciones que resultan dolorosas y a entrar en un terreno donde podamos comprender y expresar mejor lo que sucede. Como dijo Inga, construimos nuestros propios relatos y no podemos separar las historias que creamos de la cultura en la que vivimos. Sin embargo, hay veces en las que las fantasías, las falsas ilusiones o las simples mentiras se presentan como partes de una autobiografía y es necesario hacer algunas distinciones sustantivas entre lo real y lo ficticio. La duda es un sentimiento muy incómodo que puede devenir fácilmente sospecha y, bajo las íntimas circunstancias de la psicoterapia, no es difícil que se convierta en algo peligroso. Empecé a sentir esa incertidumbre en abril, con la señora L., y ahora reconozco que marcó un antes y un después, no sólo en ella sino también en mí.

Durante casi seis meses la señora L., siempre tan bonita y bien vestida, se había sentado muy tensa en su sillón, con las piernas firmemente cruzadas, los ojos clavados en el suelo, mientras desgranaba una vida de privilegios, riqueza y abandono: el divorcio de sus padres cuando ella tenía dos años; los sucesivos novios de su madre; los largos viajes que ésta hacía con ellos a las casas y apartamentos que poseía en Aspen, París y el sur de Francia; las crisis de su madre, sus ataques de llanto, sus borracheras y sus compras compulsivas. La interminable sucesión de niñeras de la señora L.; la segunda mujer de su padre y sus dos hijos, todos ellos odiosos; las poquísimas llamadas y los escasos regalos que su padre le hacía; los dos colegios internos que aborrecía; sus intentos de suicidio; su ingreso en diferentes clínicas; las tres semanas en una universidad asquerosa; los amantes que había abandonado, tanto hombres como mujeres, todos ellos unos seres humanos repelentes; los terapeutas que había abandonado, todos ellos unos incompetentes; los cursos que empezó y abandonó a la mitad debido a la estupidez de los profesores; los amigos perdidos; los trabajos perdidos; sus períodos de desconcierto y sensación de irrealidad; sus grandiosas fantasías y sus ataques de cólera. Para la señora L. la gente sólo se dividía en dos tipos: ángeles y demonios, y los primeros podían transformarse fácilmente en los segundos. «Vengo a verle», había dicho al principio de la terapia, «porque me han dicho que es usted el mejor». Le respondí que en la psicoterapia no podían emplearse palabras como mejor y peor, que es un trabajo que se hace entre dos, pero a la señora L. eso no le interesaba, ella quería un genio, una divinidad que fuese madre/padre/doctor/amigo. Cuando se lo hice notar, sonrió y dijo con candor: «Creo que usted puede ayudarme, eso es todo». Su idealización de mi persona duró poco y con enorme facilidad empezó a saltar de un extremo al otro. Mientras yo pasaba sucesivamente de héroe a villano, me iba sintiendo cada vez más frágil y agredido. Me era difícil mantener el equilibrio y, peor aún, a veces a ella le costaba trabajo separar su persona de la mía y esa confusión comenzó a causarme una profunda incomodidad.

—¡Mi madre dice que lo que yo debería hacer es perdonarla de una vez por todas y superar el problema! ¿No le parece increíble? —La señora L. tenía una voz chillona.

—Creí que usted y su madre no se hablaban.

—Y es verdad. Eso me lo dijo la última vez que nos vimos. Lo que le acabo de preguntar es si no le parece a usted increíble. ¡Pero me ha interrumpido! —Su ira era como una bofetada.

—No, no me parece increíble. Puedo entender que su madre quiera eso. Pero me interesa más el hecho de que hace un año que no habla usted con ella y la ira que le sigue provocando es tan súbita, que parece que se encuentre con nosotros aquí y ahora.

La señora L. no dijo nada durante varios segundos. Vi cómo cerraba los puños.

—Muy bien —me espetó—, ¿y ahora qué, señor Sabelotodo?

—Pues no lo sé —le dije—, porque no lo sé todo.

—Entonces, ¿para qué estoy aquí? ¿Para perder el tiempo con un ignorante?

—Para hablar de su ira, quizás. Creo que, dirigiendo esa ira hacia mí, usted busca reconducir la historia entre usted y su madre. Creo que siempre hay un atisbo de esperanza en la ira. Una esperanza de que las cosas puedan llegar a ser diferentes.

—¿Esperanza? —Se miró las rodillas. Le temblaban los labios. Vi que abría los puños—. Tiene razón, necesito estar furiosa. Es como una droga. Lo necesito con desesperación. Cuando no estoy furiosa, me siento excluida, fuera de juego, como si estuviera congelada.

De pronto me imaginé a la señora L. en medio de una tormenta de nieve, tiritando delante de la puerta cerrada de una casa. La imagen me provocó un dolor punzante, como si me clavasen un cuchillo.

Entonces nos concentramos en estudiar la expresión que acababa de usar: sentirse excluida, como congelada. Hablarnos de eso y de la imagen que sus palabras me habían provocado: ella en medio de una tormenta de nieve. Hablamos de la sensación de exclusión, de vacío e irrealidad, de sus fantasías de venganza. Poco a poco, se fue calmando. Me sentí como un hombre que ha logrado maniobrar un barco hasta sacarlo de la galerna.

Cuando acabó la sesión, se dirigió hacia la puerta y, antes de salir, se volvió y dijo con calma:

—Mi madre intentó matarme, ¿sabe? Acabo de recordarlo. De pronto me he acordado de todo. Se lo contaré la próxima vez.

Estoy cruzando el campus de la Universidad Martin Luther tras salir de clase de química orgánica. Voy pensando en todo lo que tengo que hacer antes de acabar el semestre. Estamos a finales del otoño y hace mucho frío. El recuerdo está inundado de hojas secas y parduscas arrastradas por el viento y de unos copos de nieve minúsculos y duros que se estrellan intermitentemente contra mi rostro. Levanto la mirada. Mi padre viene hacia mí con paso resuelto. Le sonrío. ¿Hago algún gesto? ¿Levanto una mano? No lo sé. Me mira a la cara, pero no me reconoce. Es como si no me conociera. Pasa de largo. Yo continúo mi camino. ¿Por qué no lo detengo? ¿Por qué no corro tras él hasta alcanzarlo y le doy unos golpecitos en el hombro? Papá, soy yo, Erik. Hemos pasado uno junto al otro y no nos hemos visto. ¿Vas camino a clase? ¿Quieres que te acompañe? Pero no lo hago porque hay algo en su rostro que me intimida, que me cierra el paso, como una puerta que es mejor no abrir. La sola idea de abrirla me provoca un terror atávico. Excluido, como congelado. Me vinieron a la cabeza las palabras de la señora L. Ya antes había rememorado aquel incidente, pero desprovisto de toda emoción. Recuerdo perfectamente la acera, mi asombro y desasosiego, pero antes, en el pasado, lo interpreté de otro modo: mi padre, el profesor distraído, extravagante. Apoyé los codos en la mesa, me cogí la cabeza con las manos y me abandoné al sufrimiento. Permanecí en esa postura más de un minuto. Antes de ponerme en pie, comprendí que la visión que había tenido de la señora L. en mitad del frío había sido también la imagen de mí mismo.

Al regresar del trabajo, antes de entrar en casa, toqué el timbre de Miranda con la mayor osadía del mundo. Cuando abrió la puerta, llevaba unos vaqueros muy estrechos salpicados de pintura, una camiseta blanca ajustada y un pañuelo azul, anudado por encima de la cabeza. Me dijo hola y se quedó mirándome, expectante.

—He venido —dije, recitando las frases que había ensayado— a invitarla a una cena que ha organizado mi hermana para mi madre la próxima semana, el viernes. Mi madre va a estar unos días en la ciudad…

Me detuve porque Miranda había bajado la vista y la tenía clavada en sus manos.

Enseguida añadí para convencerla:

—Me gustaría ir acompañado, eso es todo. Será una cena informal.

—No sé si podré.

Mi desilusión debió de ser bastante obvia. No pude evitar apretar los dientes. Aun así, continué insistiendo. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiese darme cuenta.

—Considérelo un favor.

—Sí —dijo levantando el rostro y sonriéndome fugazmente mientras me miraba a los ojos—. En ese caso, acepto. Si es que logro conseguir otro canguro que no sea usted.

Paladeé mi victoria durante un momento, aunque de inmediato me invadió la vergüenza y la culpa. Había recurrido al chantaje. Ambos lo sabíamos y me quedé mirándome los zapatos durante varios segundos hasta que apareció Eglantine bailando y cantando por el pasillo. Se acercó agitando arriba y abajo el papel que traía en la mano.

—Yupi yu, yupi ya, yupi yu… —Cuando llegó donde yo estaba, me lo entregó con aire orgulloso. Antes devolverme hacia la hija, miré fugazmente a la madre y sentí un gran alivio al descubrir en su rostro una expresión divertida y no irritada. Eggy había hecho el dibujo con carboncillo y se veían unas franjas algo borrosas. Distinguí cinco o seis rectángulos grandes, varias cruces y, debajo de éstas, tres figuras que parecían estar durmiendo. Cuando le pedí a Eggy que me explicara el dibujo, se arrodilló y me hizo señas para que me agachase junto a ella.

—Son muertos —me dijo— que están debajo de la tierra en el cimintierro. Están muertos, de verdad y para siempre. Ésta es mi abuela y éste es mi abuelo. —Los labios de Eggy eran como de goma y los moldeó hasta poner un mohín desesperado y muy poco convincente. Después, para exagerar aún más su expresión, se sorbió la nariz un par de veces y se frotó el puñito sobre la mejilla, justo debajo del ojo.

—¿Y quién es esta señora tan grandota y con tanto pelo? —pregunté, siguiendo con el dedo la silueta de un cuerpo alargado y tendido boca abajo.

—Ésa es la Abuelita Nanny —me respondió Eggy, mirándome con los ojos como platos—. Es la única que se puede levantar, luchar y volver a revivir. Ella sabe cómo hacerlo.

Cuando alcé la mirada, Miranda estaba sonriendo.

—Nanny fue una líder de los cimarrones, una hechicera. Luchó contra los británicos y negoció un tratado con ellos para que el territorio de los cimarrones permaneciera independiente. Eso la convirtió en la heroína de Jamaica. Mi padre es una especie de historiador aficionado del pueblo cimarrón, así que Eggy ha oído muchas historias sobre su abuela. No sólo es un personaje histórico, también es una leyenda. Es imposible separar una de otra.

Mientras Eggy estaba ocupada jugando a hacerse la muerta y a resucitar bajo la forma de una estruendosa Abuelita Nanny, Miranda aprovechó para hacer un aparte.

—Erik, mi ex ha dejado de mandarme fotos —me dijo. Creo que fue la primera vez que me llamó por mi nombre y eso me causó una pequeña conmoción por dentro. Cuando le comenté que eso me parecía una buena señal, continuó en voz más baja—. Sí, pero no contesta a mis llamadas. Estuve pensando sobre el asunto y llegué a la conclusión de que debíamos llegar a algún acuerdo por el bien de Eggy, pero ahora resulta que ha desaparecido. Le he dejado mensajes en el teléfono de su apartamento y en el móvil, pero nada.

Le sugerí que le diese un poco de tiempo. Antes de irme cogí la mano de Miranda para despedirme, y de repente me acordé de su dedo ensangrentado.

—Siempre me he preguntado cómo te cortaste el dedo aquella noche —le dije, consciente de que aquello me permitía continuar sosteniendo su mano un rato más. Le examiné el dedo, que tenía una pequeña cicatriz.

Miranda no apartó la mano y sentí el estremecimiento de la atracción sexual entre nosotros. No quería soltarla, así que la agarré con firmeza y me llevé su mano al pecho. Era obvio que Miranda no esperaba en absoluto aquel impetuoso tirón y se le escapó un gritito de asombro al perder el equilibrio e irse levemente hacia delante. Se echó a reír. Un tanto abochornado, solté su mano.

Me dirigió una mirada amable y una leve sonrisa todavía dibujada en los labios. Pero la sonrisa se esfumó de golpe cuando dijo lentamente:

—Jeff cogió un cuchillo y amenazó con cortarse las venas si no le dejaba ver a Eggy. Yo le arranqué el cuchillo de las manos y fue así como me hice la herida en el dedo.

Cada historia que me contaba de Lane me servía para formarme una idea cada vez más clara del personaje, pero esta última, con aquella amenaza histriónica, sólo sirvió para aumentar mi inquietud. Yo sabía muy bien que un buen número de personas aparentemente cuerdas de pronto «pierden la cabeza», una frase que siempre me hace pensar en la hoja de un hacha volando por el aire. En un ataque de furia, Genie me tiró una vez un cepillo de dientes a la cara, algo que podía haber resultado cómico si no fuera porque me lanzó la pequeña arma con una fuerza considerable. Lane no había amenazado a su exnovia con el cuchillo, pero yo empezaba a temer que aquel hombre fuera mucho más inestable de lo que Miranda suponía.

Cuando mi padre volvió de Filipinas, el joven que había entrado en el ejército con diecinueve años como soldado raso había ascendido a sargento primero y se había ganado el apodo de Lou después de un juego de póquer que duró hasta altas horas de la madrugada. Uno de sus camaradas había decidido que mi padre se parecía al actor Lew Ayres. Lew se convirtió en Lou y por ese nombre le conocerían a partir de entonces todos aquellos bajo su mando. Al acabar la guerra lo destinaron a Japón, donde sirvió durante cuatro años, tras los cuales finalizaría su servicio militar. La noche antes de partir rumbo a los Estados Unidos, la compañía se reunió para despedirle en una ceremonia en la que, según escribió mi padre, se mezclaba la ceremoniosidad con la frivolidad. En sus memorias describió el lado frívolo de aquella velada:

Como la mayor parte de las unidades militares, teníamos un grupo reducido de hombres que se tomaba la instrucción en formación cerrada como una endiablada coreografía, como un pasatiempo. Los adeptos más exigentes usaban siempre los rifles. Nuestra escuadra de cinco, más inclinada a lo cómico, prefería las fregonas y las escobas, más acordes con el manual de armas que nuestras carabinas. Normalmente hacíamos la instrucción en silencio, contando un determinado número de pasos antes de hacer los giros. Sin embargo, aquella tarde cuatro de la escuadra marchaban mientras el quinto gritaba las órdenes con acento escandinavo de Minnesota. Habían desarrollado una técnica en la que dos obedecían la secuencia ordenada mientras los otros dos hacían lo contrario, o al menos eso parecía, pero a través de una serie de órdenes sucesivas lograban volver a reunirse. También cantaban un poco. A modo de apoteosis final, avanzaban marcando el paso al ritmo de una marcha muy conocida que se prestaba a insertar el nombre que se quisiera. Recuerdo la primera estrofa:

Somos la tropa del sargento Lou

que de noche salimos a patrullar.

Luchamos contra esos mal nacidos,

que prefieren correr antes que pelear.

Le comunicaron a mi padre que al día siguiente por la tarde, como gesto de despedida, le pedirían que pasara revista a la tropa. Las escuadras desfilarían independientemente para luego integrarse en sus pelotones y formar después cada compañía. Ese día cada suboficial se presentaría a mi sustituto, quien, a su vez, me daría la novedad a mí y yo haría después lo propio ante el capitán de la compañía o el oficial de día. Una ceremonia sencilla que marcaría el cese de mis funciones en el 569o batallón. Al final resultó mucho más que eso.

Un burdo banco colocado sobre cuatro bidones de aceite traídos del parque de automóviles sirvió de improvisado estrado desde el cual yo debía pasar revista. El desfile se realizó con uniforme de gala. Entonces sucedió algo para lo que yo no estaba preparado, un cambio en la cadena de mando. Los cabos se presentaron a los sargentos de cada pelotón, éstos se presentaron a los nuevos sargentos primeros, quienes, a su vez, lo hicieron ante el teniente Noel. Éste se presentó al coronel Bass, quien, como los que le precedieron, dio media vuelta, me saludó y me dio la novedad. Ningún ganador de un oro olímpico, por más reluciente que fuese su medalla y su podio, pudo haber sentido jamás oleada de emoción que me inundó en aquel momento, encaramado sobre mi tribuna salpicada de aceite. Más adelante en la vida he recibido el reconocimiento de personas en las altas esferas, pero ninguno me ha brindado tanto placer como aquél.

Tenía pensado volver a Brooklyn, cambiarme de ropa y recoger a Miranda para ir a casa de Inga, pero justo cuando estaba a punto de dejar mi consulta, sonó el teléfono y oí una voz conocida que me decía:

—El viejo cerebro ha vuelto, Doc, debilidades tectónicas infrarrojas en la base del cráneo. El chip que controla el parloteo, la cháchara, cháchara, cháchara, la parrafada de un genio fricativo, glótico, multilingüe, secuestrado, desquiciado.

—¿Señor T.? —pregunté—. ¿Es usted?

—El río. Heráclito, hombre. Los estertores delatores de la muerte. Yo… —farfulló— no quiero ir.

En cuanto me enteré de que mi antiguo paciente estaba delante de mi edificio, bajé las escaleras corriendo en lugar de esperar el ascensor y salí disparado por la puerta principal hacia la calle. Casi no lo reconocí. El flaco estudiante de literatura comparada que había tratado en Payne Whitney diez años antes había engordado de una forma desmesurada. Llevaba la ropa sucia y tenía una costra que supuraba en una de sus mejillas hinchadas. Estaba de rodillas en la acera, abrazado a su mugriento cuaderno blanco y negro, con el mentón alzado como si estuviese invocando al cielo. Noté que los ojos se le iban de un lado a otro. Debía de estar oyendo voces, cada vez más veloces y enardecidas. Le ofrecí la mano y logró erguir aquel enorme cuerpo y mantenerse en pie.

—No están nada contentos con usted —me dijo—. Tenga cuidado.

—Le voy a llevar a las Urgencias del Hospital de Nueva York. Iremos juntos en un taxi. ¿De acuerdo?

El señor T. me miró, asintió con la cabeza y siguió hablando:

—Las sembradoras de chips me controlan desde el otro mundo, hombre, las cabezas pensantes muertas (desagradecidos, ingratos), Goethe, Goering, Dios, Buda, Bach, Bruno, Houdini, Himmler, Spinoza, Santa Teresa, Rasputín, Elvis. Tumbas parlantes. Elegidos del otro mundo. Espacios no dimensionales, textos que me llegan, me golpean duro aquí arriba. Mingus. Temor y temblor, temor y temblor. Repetición. Palabras asesinas. Me quieren allí. —El señor T. acercó el cuaderno a su rostro—. La vida entera —farfulló—. Es un ruido vacío y vacuo, chicos.

Después de haber logrado parar un taxi, meter dentro a mi compañero perdido en sus alucinaciones y decirle la dirección al taxista, vi que T. abría su cuaderno, sacaba un bolígrafo y se ponía a escribir. El señor T. no redactaba, escribía al dictado de los muertos. Poetas, filósofos, profetas, tiranos y muchos otros hablaban a través de él dando como resultado una mezcolanza de referencias, neologismos y citas indescifrables en, al menos, tres idiomas. Yo le había atendido en Payne Whitney durante cinco meses, tras los cuales vi cómo experimentaba una leve mejoría. Por entonces ya guardaba su cuaderno con celo para que los ladrones no le robasen sus «revelaciones». Interpretadas correctamente, aquellas verdades universales tenían el poder de alargar la vida del lector. El señor T. era un maestro de la musicalidad. Cuando hablaba usaba las vocales y consonantes como si fuesen una continua fuente generadora de frases memorables, del estilo de: «Lavinia en Eslovenia se desliza hacia la esquizofrenia». Un verso que, según me confió el señor T., procedía de lo que él llamaba un «meisterwerk suite, La Insignia Divina de Iggy». Pero las voces también podían llegar casi a destrozarle por completo. Una vez ingresado, se quedó quieto junto a su cama, muy rígido, con una expresión atormentada, aunque alerta al mismo tiempo, y se dedicó a gemir durante horas.

El señor T. continuó con su monólogo mientras nos dirigíamos juntos hacia la zona de psiquiatría de Urgencias.

—Multi-vox. —Cerró los ojos—. Vox et praeterea nihih non, no, nein, nicht, nada.

—¿Ha dejado de tomar la medicación? —le pregunté.

—No podía soportar las píldoras, Doc. Bayas envenenadas. Me engordaban tanto y me volvían tan torpe y tan lento, tío.

El señor T. avanzaba pesadamente. Yo esperaba que, dadas las circunstancias, no se negara a tomar las bayas. Abrió el cuaderno. Se detuvo. Me entró el pánico sólo de pensar que fuera a dar media vuelta y marcharse. Comenzó a leer un trozo apenas legible, emborronado y lleno de tachones, escrito en verso. Un poema:

¿Dónde está el bar, señor Farr?

Où est le scar, Désespoir?

Wo ist mein Schade Star

Mit la lumiére bizarre

Ich will etwas sagen,

Monsieur Fragen,

Krakheit, Punto ciego.

Estado de ostentación

página de indignación.

El señor T. se quedó allí de buen grado. Me ocupé muy especialmente de que no le quitaran su cuaderno. Lo último que le dije al médico de guardia fue:

—No le suministre Haldol. No lo tolera.

—Nos encontramos allí. No hay ningún problema —dijo Miranda cuando la llamé para contarle la emergencia que se me había presentado.

En lugar de llegar tarde, como pensé que me sucedería, fui el primero en aparecer. Mi madre, que se quedaba en casa de Inga, todavía no había acabado de vestirse y Sonia tampoco estaba visible. El loft estaba iluminado con velas. Percibí el aroma del cordero asándose en el horno, de cerillas, de albahaca y del perfume de mi hermana. Para quitarme al señor T. de la cabeza, me dije para mis adentros que lo llamaría por la mañana para ver cómo se encontraba.

Mi hermana tenía el día de diva y se había puesto una chaqueta de seda ajustada y unos pantalones estrechos, llevaba el pelo recogido y los labios pintados de rojo. Le dije que sólo le faltaba una boquilla y un cigarrillo para completar el cuadro.

—Dejé de fumar, ¿no te acuerdas?

Con una sonrisa maliciosa, Inga empezó a enumerar los invitados, levantando un dedo cada vez que nombraba a uno. Empezó por el pulgar.

—Tú y tu misteriosa heroína shakespeariana, mamá, Sonia, yo; Henry Morris, un profesor de literatura norteamericana que da clases en la Universidad de Nueva York y conocía un poco a Max. Se está recuperando de un divorcio muy doloroso; su exmujer, Mary, es una loca. Es un poquitito envarado, pero muy inteligente. De hecho, me gusta mucho. Hemos ligado —Inga me guiñó un ojo y luego levantó el pulgar de la otra mano para continuar con el recuento—. Mi amigo Leo Hertzberg, otro profesor, aunque ya retirado. Enseñaba historia del arte en Columbia, vive en Greene Street, está un poco ciego, pero es muy interesante y sumamente amable. Le conocí a través de mi amigo Lazlo Finkelman. He estado leyéndole a Pascal todas las semanas durante una hora más o menos y luego tomábamos el té. Tuvo la enorme desgracia de que su único hijo muriese a la edad de once años. Los dibujos de Matthew están por todo su apartamento. —Me miró un momento—. Y también he invitado a Burton.

—Estás de broma —le dije—. ¿Le has invitado después del incidente en el parque del que no quieres hablar?

—Por eso mismo lo invité —dijo Inga. La sonrisa se le había borrado por completo—. Busqué su teléfono en la guía y lo llamé.

El timbre interrumpió nuestra conversación y, segundos más tarde, entró Miranda. Me quedaría corto si dijera que «aquella noche Miranda estaba bellísima». Cuando la vi aparecer por la puerta me quedé mudo de admiración. Llevaba un jersey blanco con los hombros al aire, pantalones negros y unos aros dorados en las orejas, pero lo que más me fascinó fueron su cuello y sus brazos, tan largos y finos, así como el brillo de sus ojos, por no hablar de su porte. La espalda erguida y el mentón alzado transmitían una inefable mezcla de confianza y orgullo. Inga entabló conversación con ella nada más entrar. Mi madre y Sonia aparecieron cogidas del brazo desde el fondo del loft, ambas vestidas para la ocasión, aunque en el caso de Sonia eso se reducía a un vestido suelto acompañado de unas botas de motorista.

No era la primera vez en Nueva York que se reunía a cenar un grupo tan variopinto de divorciados, viudos, personas que han perdido algún ser querido y solitarios, pues, aparte de que Inga apenas conocía a algún amigo que tuviese pareja, en esa ocasión los había excluido a propósito de su lista de invitados. Era una noche dedicada a nuestra madre, quien no dejaba de pensar en mi padre durante aquel primer año después de su muerte, por eso Inga debió de considerar que la presencia de parejas, ya fuesen viejos o jóvenes, con sus ostensibles complicidades, podría resultarle dolorosa. Yo sabía que para mi hermana las cenas eran un ritual que se desarrollaba alrededor de la idea de que la conversación era una especie de juego. Igual que los niños a la hora del recreo, los participantes deben esforzarse en ser respetuosos y evitar el juego sucio. Inga también consideraba la combinación de personalidades como crucial para el éxito o fracaso de la reunión, así que dediqué una especial atención a los dos desconocidos que me fueron presentados aquella noche.

Leo Hertzberg era un hombre de estatura media, pelo escaso y canoso, barba, barriga incipiente y unas gafas que le ocultaban los ojos. Avanzó por la habitación con cuidado, tentando el espacio con un bastón. Cuando llegó donde estaba Inga se dieron dos besos y después oí que él le decía en voz baja:

—¿Puedes fijarte si voy bien vestido y llevo todo en orden?

Inga apoyó las manos en los hombros de Leo, miró su camisa azul, su insulsa corbata, su chaqueta de sport gris y sus pantalones bastante arrugados y dijo:

—Estás elegantísimo. No tengo que darte ningún coscorrón.

El hombre sonrió y movió la cabeza como diciendo: Se agradece el piropo aunque sé muy bien que no es cierto.

En lo primero que me fijé de Henry Morris fue en sus ojos. Después de observarlo durante un rato me di cuenta de que parpadeaba menos veces que la mayoría de la gente, un rasgo que resultaba un poco desconcertante. El hombre era apenas unos centímetros más bajo que yo, increíblemente guapo, y me pareció algunos años más joven que mi hermana. Cuando me estrechó la mano, me miró directamente a los ojos con una mirada distante, pero no antipática. Sin embargo su apretón de manos era muy fuerte, casi beligerante, y presentí que era uno de esos hombres que instintivamente trata a todos los demás como si fueran rivales. Pero lo que presencié un par de minutos después me dio bastante que pensar. Morris estaba hablando con Inga en la cocina y ella se estaba riendo de algo que él había dicho. De pronto mi hermana se volvió para coger un plato de entremeses y él la agarró del brazo y empezó a retorcérselo con cierta fuerza, o al menos ésa fue la impresión que tuve. Inga dejó de reírse y se volvió para mirarle con los ojos brillantes y una expresión seria, aunque dócil a la vez. Después le sonrió, puso una mano sobre la de él y se la apartó, haciendo que le soltara el brazo. Era tan evidente la relación erótica que supuse que la palabra ligar tal y como la había usado Inga era un simple eufemismo.

Burton fue el último en presentarse. Todos los demás estábamos sentados en el salón del loft tomando una copa. Cuando le vi me pareció más corpulento que de costumbre, como si se hubiera puesto demasiada ropa para una noche primaveral. Nada más entrar, le entregó a Inga un ramo de flores envueltas en celofán que sostenía con ambas manos y se deshizo en disculpas por haber llegado tarde. Estudié su cuerpo con más detenimiento y empecé a sospechar que Burton se había colocado debajo del traje una especie de improvisada armadura contra el sudor, sospecha que se vio confirmada cuando escuché un crujido característico bajo sus axilas en el momento en que estiraba los brazos para darle las flores a Inga. Pero fue el rostro de aquel hombre lo que más me preocupó. Su expresión al mirar a mi hermana fue tal mezcla de entrega y adoración que me recordó no la de un hombre enamorado, sino más bien la de un perro que mira a su dueña embelesado. El corazón me dio un vuelco.

Aquella noche la conversación abarcó desde la guerra de Irak hasta las vicisitudes de la memoria y el carácter de los sueños. Se sirvió vino generosamente y no recuerdo con exactitud cómo pasamos de un tema a otro, pero sé que, para cuando nos sentamos a la mesa a disfrutar el cordero, ya me había enterado de que Henry Morris estaba escribiendo un libro sobre Max (un detalle muy importante que Inga había omitido al describírmelo), que era un vociferante opositor a la guerra y que cortaba y masticaba la carne con una precisión y delicadeza que me parecieron propias de un maniático.

Aquella noche el pañuelo de Burton parecía tener vida propia. Como una bandera blanca, se desplegaba, secaba y daba ligeros toques al rostro de mi amigo, para luego volver a desaparecer en el bolsillo del ansioso pecho de su dueño. Burton parecía eufórico, algo que atribuí al vino combinado con la proximidad de su amada, puesto que, cuando sonreía, cosa que hacía con frecuencia, sus labios tenían un aspecto blando y fofo que no había visto antes. Estaba sentado al otro extremo de la mesa soltándole una disertación a Inga sobre quién sabe qué mientras ella, con las mejillas encendidas, asentía llena de entusiasmo. Mi madre mantenía una conversación con Leo Hertzberg de la cual me llegaron algunos fragmentos.

—Cuando nos fuimos de Berlín —dijo él—, mis padres encontraron un apartamento en Hampstead. Recuerdo que me pareció pequeño y sucio y que detestaba cómo olía.

—Yo vivía en las afueras de Oslo durante la ocupación —dijo mi madre con voz suave—. Después de la guerra me fui a Inglaterra, como muchas otras chicas noruegas, y trabajé en el servicio doméstico. Estuve con una familia en Henley-on-Thames durante un año. Luego regresé a la universidad.

Miranda estaba mucho más relajada de lo que jamás la había visto. Sonreía más, movía más las manos al hablar y pensé que, fueran cuales fuesen los problemas que la agobiaban, por lo menos los había olvidado durante un rato. Le tocó sentarse junto a mí durante la cena y la cercanía de su cuerpo parecía activar mi sistema nervioso periférico. Casi podía sentirlo como un cosquilleo recorriéndome la piel. Llevaba un perfume que me despertó un fuerte deseo de hundir la nariz detrás de su oreja para olerlo mejor. Miranda nos habló a Henry y a mí de los dibujos de los primeros constructivistas rusos, tema del que yo no sabía nada, pero luego la conversación giró hacia el efecto de los colores sobre las emociones y Miranda comentó que había un determinado tono de turquesa claro que le provocaba escalofríos, como si estuviese a punto de contraer la gripe. Yo les hablé de la sinestesia y de un hombre, cuyo caso había leído, que nada más conocer a alguien veía siempre un determinado color sin proponérselo en absoluto.

—Por ejemplo, si la persona era retraída, creo que solía ver el color verde.

—Los colores provocan siempre sensaciones —dijo Sonia—. El rojo es totalmente diferente al azul.

De pronto una exclamación de Inga interrumpió nuestra conversación.

—¡Quieres decir que estás relacionando los sistemas clásicos de percepción de la memoria con la neurociencia! ¡Eso es maravilloso!

Burton miró a Inga sonriendo de oreja a oreja con aire triunfal. Su pañuelo emergió como una saeta del bolsillo, se cuadró listo para actuar y arrastró en su vuelo una copa de vino que salió disparada de la mesa y se hizo añicos contra el suelo. A Burton se le dibujó una expresión de infinita vergüenza en el rostro, y a pesar de que Inga no dejara de repetirle que no se preocupara, de que Henry comentase «¡Vaya trayectoria!», y de que Sonia aplaudiera de forma espontánea, se abalanzó al suelo con todo su voluminoso ser y comenzó a recoger los trozos de cristal mientras su misteriosa ropa interior emitía pequeños crujidos.

El incidente de la copa de vino dio un giro a la velada. Acabada la cena, los ocho comensales nos trasladamos al salón. Morris pidió permiso y encendió un puro y Burton, cosa que me sorprendió, hizo lo mismo. Nos servimos coñac. Las velas, que al principio de la noche era altas y brillantes, titilaban casi exánimes acariciadas por la brisa que entraba por la ventana, sus llamas envueltas en la bruma del humo de los puros.

—Sin embargo —le decía en ese momento mi madre a Leo Hertzberg con una leve sonrisa dibujada en el rostro—, en la vida hay muchas cosas que no comprendemos, cosas que suceden sin explicación alguna.

Estoy seguro de que se refería a la presencia invisible que entró en la habitación de mi padre el día en que murió.

Leo asintió con la cabeza. Me pareció que estaba meditativo y un poco triste.

Burton, aparentemente recuperado, se acercó con paso torpe, y de pronto todos le oímos decir:

—Señora Davidsen…

Marit —dijo mi madre.

—Bueno, gracias. Lo considero un gran honor. —Burton le dirigió una inclinación de cabeza—. Marit, no podría estar más de acuerdo contigo. En mis investigaciones, bueno, quizás no en todas, pero sin duda en buena parte de ellas, ha quedado meridianamente claro que nosotros, es decir, no sólo yo, sino los científicos, desconocemos una enorme gama de fenómenos humanos. Pongamos, por ejemplo, el sueño. —Burton se secó la cara con el pañuelo—. Nadie sabe por qué dormimos. Y los sueños. Nadie sabe por qué soñamos. Si retrocedemos a la década de los setenta, al setenta y seis para ser más exactos, sí, puedo afirmarlo con exactitud, Daniel Dennett aventuró que tal vez los sueños no fuesen reales, que no fuesen el producto de experiencia alguna sino sólo falsos recuerdos que nos sobrevienen cuando despertamos. Hoy en día esa teoría ha sido rebatida. Por completo. También la teoría del REM.

—¿De verdad? —preguntó mi madre educadamente.

—Sin duda. —Burton se dio unos ligeros toques en el rostro con el pañuelo—. Hay sueños que no son REM y que son imposibles de distinguir de los sueños REM. Allan Hobson —Burton tomó aire y volvió a lanzarse de cabeza—, el hombre de la «síntesis de activación» por excelencia, un grande en ese campo, cree que los mecanismos del tegmento pontino del tronco encefálico, esto es, el primitivo cerebro reptiliano —el pañuelo subió súbitamente hacia el rostro de Burton—, son la causa del sueño y de los sueños. Aboga por un modelo en el que las imágenes de los sueños surgen de forma aleatoria y el cerebro anterior el que intenta encontrarles una lógica. Según su teoría, los sueños no tienen ni pies ni cabeza, nada de deseos reprimidos, nada de disfraces, nada de Freud. Mark Solms, un psicoanalista e investigador del cerebro y neurólogo, no está en absoluto de acuerdo. Hace poco estuve en una conferencia suya. Una ponencia excelente. Las personas que sufren lesiones específicas en el cerebro anterior dejan de soñar por completo. Él cree que algunas partes del cerebro anterior generan imágenes ilusorias en las que están implicados procesos cognitivos complejos, por lo tanto los sueños sí tienen un significado. La memoria también está implicada, pero nadie sabe exactamente cómo. Francis Crick, sí, el inimitable, el Crick del ADN, sostenía que los sueños son la basura de la memoria, los sobrantes, los disparates, un revoltijo que vomitamos mientras dormimos. David Foulkes cree que en los sueños los recuerdos episódicos y los semánticos se activan al azar, pero que los sueños presentan características previsibles. Desde hace mucho tiempo ha existido la idea…, esto…, dejadme ver, por lo menos desde Jenkins y Dallenbach en 1924, de que al soñar procesamos y consolidamos nuestros recuerdos. Después… —el cerebro de Burton iba a toda máquina y empezó a recitar—… vinieron Fishbein y Gutwein, Hars y Hennevin…

Por suerte, Inga interrumpió aquella serie de notas a pie de página con una exclamación:

—¡Fishbein y Gutwein! Vaya nombres. Caldo de laboratorio: ¡raspas de pescado y buen vino!

Burton sonrió cohibido. La frente sudorosa le brillaba a la luz de las velas.

—Nunca lo había pensado. De cualquier modo, hay muchos investigadores que afirman haberse equivocado, en cuanto a la memoria se refiere, quiero decir.

—Yo estoy segura de que los sueños proceden de los recuerdos —dijo Sonia, con expresión seria.

—Hay diferentes clases de sueños —dije, mirando a mi sobrina—. Yo he tenido pacientes que tienen sueños repetitivos sobre un hecho único y terrible. Son más recreaciones que narraciones oníricas. Tu abuelo tenía esa clase de sueños después de la guerra.

Sonia se quedó mirándome con ojos grandes y expresión pensativa.

—En mis sueños —dijo Miranda— suelo vivir siempre en la misma casa. No se parece a ningún sitio donde he vivido. Parte de la casa me pertenece, pero no está muy claro en cuanto al resto de las habitaciones. Están conectadas, ¿sabéis?, y a veces abro una puerta y entro en una totalmente nueva, pero nunca sé bien a quién pertenece. —Parecía ensimismada—. En el quinto piso hay tres cuartos pequeños de los que siempre me olvido. Giro la llave que está en la cerradura y los redescubro uno a uno. Se caen a pedazos y debería arreglarlos, pero nunca lo hago. ¿Alguno de vosotros regresa a los mismos lugares en sueños, quiero decir, lugares que no existen en ninguna otra parte?

—No estoy segura —dijo Inga—. Yo sueño con casas o apartamentos que se supone que existen, pero que, en realidad, no se parecen en nada a los reales.

—Sí, eso también me pasa —dijo Miranda—, pero últimamente he estado anotando mis sueños y he llegado a la conclusión de que, cuando duermo, llevo una especie de existencia paralela. Recuerdo cosas que me han sucedido en esa otra vida. Tengo un pasado, un presente y un futuro. Vuelvo a la misma casa, pero es… —Miranda entrecerró los ojos, como para recordar mejor—, es como si las reglas de allí fuesen distintas. La vista desde la ventana cambia continuamente. A veces estoy en los Estados Unidos, a veces en Jamaica. He dibujado algunos de mis sueños y puede que resulten extraños, pero no son disparatados.

—¿Y tus dibujos se parecen a tus sueños? —preguntó Inga—. Cuando los terminas, ¿tienes la impresión de que los reproducen fielmente?

—No —dijo Miranda, inclinándose hacia delante y gesticulando con la mano derecha—. No son fieles en el sentido al que te refieres. Hago unos dibujos rápidos nada más despertarme y después los completo poco a poco, avanzando muy despacio para asegurarme de no perder el sentimiento que reflejan.

—Yo he soñado cosas muy curiosas respecto a mi cuerpo —dijo mi madre—. He soñado que soy deforme.

—Yo también —dijo Miranda—, que me he convertido en un monstruo.

Me acordé de su dibujo de la mujer monstruosa, con su boca inmensa y los dientes como colmillos: una mujer lobo.

—Yo he soñado varias veces que tengo muchos ojos —dijo Inga—. Uno o dos más en la frente o en la parte de atrás de la cabeza. Es algo monstruoso, pero en el sueño no me inquieta demasiado.

—Antes de caer dormida —continuó Miranda—, suelo ver unas criaturas horribles que cambian de forma todo el tiempo. Me parecen fascinantes y me pregunto de dónde proceden.

—Alucinaciones hipnagógicas —dijo Burton.

—¿Así es como se llaman? Pensé que tendrían un nombre más bonito… —Miranda se quedó pensativa.

—Yo sueño que me persiguen sin cesar —dijo Sonia—. No entiendo cómo no me despierto agotada de tanto correr durante la noche.

—Hoy en día las imágenes de mis sueños están tan desvaídas como mi vista cuando estoy despierto —dijo Leo con voz queda—. Todo está como borroso, pero hay sonidos, palabras, sentido del tacto. También yo sueño que huyo. Huyo de los soldados nazis que han llegado hasta Greene Street y aporrean la puerta.

—La verdad es que yo casi nunca me acuerdo de los sueños —dijo Henry—. Desaparecen así, sin más. —Chasqueó los dedos.

—Tienes que despertarte poco a poco —dijo Miranda— y apuntar lo que recuerdes… o dibujarlo.

Henry apoyó el brazo en el respaldo del sofá por detrás de Inga y acercó la mano al cuello de mi hermana. Noté que aquel gesto no le pasó desapercibido a mi madre.

—Tú eres el analista, Erik —dijo Henry—. Sabrás interpretar los sueños. ¿Qué piensas del tema? ¿Eres seguidor de la línea ortodoxa de Freud?

—Bueno… —empecé diciendo, al tiempo que me pareció detectar cierta hostilidad en su tono—, han pasado muchas cosas en el psicoanálisis desde Freud. Sabemos que Freud estaba en lo cierto al afirmar que la mayoría de lo que hace el cerebro es inconsciente. Claro que no fue él quien inventó la idea, al menos hay que reconocerle su mérito a Helmholtz, pero, aun así, no hace mucho tiempo los científicos rechazaban la mera posibilidad de ello. Yo he acabado por pensar que la conciencia consiste en una serie de estados que van desde la reflexión totalmente despierta hasta la ensoñación y la alteración, expresada a través de las alucinaciones y de los sueños. De todas formas, la interpretación de los sueños sólo puede realizarse cuando estamos despiertos. Creo que el significado que les damos es el que la mente desea y produce. Esto es esencial para la percepción y el conocimiento de los sueños en todas sus formas. Pero en psicoterapia los significados más importantes son subjetivos. Hay un montón de investigaciones que confirman que el contenido de los sueños refleja los conflictos emocionales de quien los sueña.

—Hartmann —apostilló Burton.

—Sí —confirmé—. Para poder narrar un sueño, el paciente ha de explorar la parte más profundamente emocional de sí mismo y crear un significado a través de las asociaciones elaboradas a partir de la historia que recuerda. La teoría del absurdo en los sueños que mencionó Burton no explica por qué los sueños tienen una estructura narrativa.

—Max usaba estructuras oníricas en sus novelas —dijo Morris, volviéndose hacia Inga—. Recurría a transformaciones y cambios repentinos. Por ejemplo, en Un hombre en casa. Horace se despierta, va a trabajar, vuelve a casa, cena, da un beso de buenas noches a sus hijos, hace el amor con su mujer y, al día siguiente, se despierta y su familia no está. La casa está vacía, el único mueble que hay allí es la cama donde ha dormido. No hay nada más.

—Leer la obra de Max —dijo Inga muy despacio— es como verle a él en sueños. —La voz se le quebró cuando dijo a él—. Es como cuando te encuentras con alguien que conoces y su cara te suena pero hay algo que no encaja y luego resulta que no es la persona que tú creías, que es otra. —Empezaron a temblarle las manos. Mi madre le dirigió una mirada de preocupación. El pañuelo de Burton desapareció entre las palmas de sus manos y Sonia giró la cabeza hacia la ventana. Creo que tiene que ver con papá. Sin embargo, Henry Morris no apartó sus ojos del rostro de mi hermana—. No os preocupéis —dijo Inga, apretándose los muslos con las manos—. Me encuentro bien. Ya se me pasará. —Nos dirigió una sonrisa un tanto crispada—. Me parece que todo el mundo siente que los sueños son importantes de un modo u otro. Los egipcios creían en símbolos oníricos universales. Los griegos consideraban los sueños como mensajes divinos. Artemidoro escribió la Oneirocritica, una especie de diccionario para interpretar los sueños. Mahoma soñó casi todo el Corán y así podríamos seguir y seguir. —Inga bajó la voz—. Anoche soñé que estaba en la casa donde pasé mi niñez. Tú, mamá, y tú, Erik, estabais allí. Todo era exactamente igual a nuestra casa. Estábamos en el salón y, de pronto, apareció papá, tal y como era, idéntico. Sólo que no llevaba su tacataca ni su botella de oxígeno. Yo sabía que estaba muerto. Segundos después, desapareció y me dije a mí misma dentro del sueño: «Acabo de ver el fantasma de mi padre».

Se hizo un silencio y después Leo dijo:

—Seguro que no es accidental que en nuestros sueños recordemos a las personas muertas que hemos conocido y querido en vida. Estoy convencido de que es la expresión de un deseo.

Sonia estaba acurrucada en un sillón. Dirigió una mirada a Leo mientras hablaba y luego se abrazó las rodillas y se meció un par de veces. Dijo algo por lo bajo, pero no entendí qué.

Nos quedamos todos en silencio. Observé el breve chisporroteo de una vela antes de apagarse. La fiesta había llegado a su fin. Sonia me susurró que le gustaría verme pronto. Leo le besó la mano a mi hermana con toda naturalidad. Estoy seguro de que a Burton le hubiera encantado hacer lo mismo, pero besar manos no formaba parte de su repertorio. Cuando Inga le dio un beso en cada mejilla a modo de despedida, Burton se puso rojo como un tomate. Lo último que recuerdo es a mi madre observando a Inga mientras se despedía de Henry, atenta y recelosa al mismo tiempo.

Miranda y yo regresamos a casa en taxi. La invité a subir a tomar la última copa antes de irse a la cama. Usé esa expresión, aunque me sonó raro oírme decirlo, pero declinó mi invitación. Me besó amablemente en ambas mejillas, me dio las gracias por «una velada encantadora» y me dejó solo con mis proezas imaginarias en las que, como de costumbre, ella jugaba un papel en absoluto secundario.

Mi padre regresó a casa a bordo del S. S. Milford a principios de abril de 1945. Desembarcó en Seattle, donde almorzó un pedazo de carne pequeño y muy sabroso que era, sin lugar a dudas, una chuleta, gentileza del ejército, y luego fue licenciado de forma inmediata. Poco antes de subir al tren que me llevaría a casa tuve mi último brote grave de malaria. Primero sientes que te arde el fondo de los ojos, luego vienen los escalofríos y la fiebre. Compartí asiento con un sargento que iba camino al Fuerte McCoy en Wisconsin para obtener allí su licencia. De vez en cuando, sacaba una carta del bolsillo y la leía. Enseguida me di cuenta de que no era portadora de buenas nuevas. Después, cuando empecé a sentirme mejor, me dijo que su mujer había conocido a otro hombre y le había pedido el divorcio. La esposa lo culpaba a él del fracaso de su matrimonio. El tipo no era precisamente la mejor compañía, pero tenía ganas de hablar. En el extremo del último vagón había una plataforma. No recuerdo cómo acabamos charlando allí, pero mientras estábamos apoyados en la barandilla de hierro y mirábamos alejarse el horizonte por el oeste, me dijo (ya sin temor a que alguien más le oyese) que lo primero que haría al llegar a casa sería matar a su mujer.

Mi consternación fue bastante mayor de lo que puedan dejar traslucir estas líneas. ¿No sería la típica fanfarronada de un soldado? ¿No me habría contado aquello para ver cómo reaccionaba? ¿Debería hallar alguna manera de denunciarlo? Mi conciencia me exigía que defendiera a la mujer. Primero le dije eso de: «¿No estarás hablando en serio?». Le dije también que al menos una vez a la semana alguien de mi unidad recibía la consabida carta encabezada por un «Querido John…». Lo mejor que mis camaradas llegaban a decirle al último desgraciado era: «Bienvenido al club». «Te propondremos para el Corazón Púrpura» era el comentario de los otros. «Tendrás que esperar el siguiente autobús» era otra de las máximas. Le dije al argento que su plan era estúpido. Cuando llegamos a St. Paul había decidido que primero iría a visitar a sus padres y después a una hermana casada. Más tarde se encararía con su mujer, No moví un solo dedo para denunciarlo.

Mi padre tomó el autobús a Cannon Falls. Mi abuelo estaba trabajando en su turno en el Hospital de Mineral Springs y Lotte estaba empleada en South St. Paul. Mi abuela, el tío Fredrik y Ragnild Lund le esperaban en la estación. Mi madre perdió la compostura por completo cuando me vio bajar del autobús. Montó toda una escena. Apenas reconocí a Ragnild pues había perdido mucho peso. Nos observaba con cierta vergüenza. Había algo extraño en Fredrik que no pude precisar en un principio. Por lo menos había crecido quince centímetros desde la última vez que lo vi. Luego nos montamos todos en el Ford de 1935 de mi madre y nos dirigimos a casa donde nada había cambiado salvo el consiguiente deterioro de los edificios de la granja, en especial del granero. Así fue mi regreso a casa.

Mi abuela debió de romper en un mar de lágrimas. Yo lo encuentro normal, pero mi padre, que solía ser bastante comprensivo, muestra en su relato cierta irritación en el mejor de los casos y vergüenza en el peor. ¿Tanto lloró y gimió la abuela? ¿Se abalanzaría hacia él desesperada? Creo que falta algo en el relato. En el párrafo siguiente, mi padre intenta explicarlo mejor: La capacidad de angustia de nuestra madre no conocía límites. A pesar de que yo era consciente de ello, no me había dado cuenta de todo lo que había padecido mientras estuve destinado en ultramar. Nuestro pueblo había sufrido las consabidas bajas de guerra y a medida que los temidos telegramas llegaban a tal o cual familia la angustia de mi madre iba en aumento. El reverendo Adolph Egge se había echado a llorar en el púlpito mientras decía el sermón en recuerdo de aquellos jóvenes caídos a quienes un día él mismo había dado la confirmación. Todo ello había llevado a mi madre a vagar durante días entre las brumas de la desolación. Mi padre no sabía cómo afrontar la situación, de hecho nadie sabía cómo hacerlo. A menudo me he preguntado cómo afectó todo aquello a Fredrik y a Lotte, pero ella era mayor y ya no vivía en casa.

Tengo un vago recuerdo de mi padre desmontando tablón a tablón el viejo granero con la ayuda del tío Fredrik. Puede que me equivoque. Puede que me lo contase mi padre y yo le pusiera imagen al relato. Lo que sí es seguro es que no quería que aquella decrépita estructura se cayera a pedazos. Me viene a la mente la palabra adefesio. Mi padre puso todo su empeño en derribar el granero. Era una cuestión de orgullo.

Después de hablar con la madre del señor T., el médico de guardia descubrió lo que yo ya sabía: el señor T. había dejado de tomar su medicación. El tratamiento con Zyprexa había sido el acertado para su dolencia, pero le había llevado a la obesidad, y al cabo de un año el señor T. había llegado a la conclusión de que la gordura y lo que él denominaba su «lentitud de cabeza» eran inaceptables. Al dejar de tomar las pastillas de un día para el otro, le sobrevino el brote psicótico que presencié. En el hospital le estaban tratando adecuadamente con risperidona. El doctor N. tenía prisa, y cuando le pregunté acerca de lo que escribía el señor T., me contestó que era debido a su «desorden mental» y eso fue todo. Mientras el señor T. fue paciente mío despertó mi simpatía y también mi afecto. Sus abuelos paternos habían sobrevivido a los campos de exterminio nazis, pero su padre nunca le había hablado de ello. Decidí volver a repasar mis viejas anotaciones. Cuando le conocí, las primeras palabras que me dijo fueron «La tierra está gritando».

La historia que me contó la señora L. comenzaba siendo ella muy niña. Tendría «unos dos años» cuando su madre la arrancó de la cuna en mitad de la noche y la lanzó y otra vez contra la pared como si fuese «una muñeca de trapo». Aquel recuerdo le sobrevino de pronto y desde entonces no dejó de revivirlo. Cuando acabó de relatármelo, dijo con una sonrisa apenas disimulada: «Fue un intento de asesinato».

He tratado a muchos pacientes que sufrieron agresiones de niños: golpes, violaciones, abusos sexuales; pero enseguida me di cuenta de que había algo extraño en el relato de la señora L. La amnesia infantil soslaya los recuerdos explícitos de una edad tan temprana y algunas personas confunden antiguos acontecimientos con otros más recientes. La frase «como una muñeca de trapo» me preocupaba también. Sugería que en lugar de participar en la escena la señora L. había sido testigo de ella. Esta clase de recuerdo disociado puede aparecer cuando la persona está gravemente traumatizada, pero el siguiente comentario que hizo, «intento de asesinato», tenía reminiscencias de una sala de tribunales y la leve sonrisa que la acompañó me alertó del valor sádico que tenía para la señora L. Me sentí como si la muñeca de trapo fuese yo y no ella.

Cuando le expresé mis dudas, se quedó en silencio durante tres minutos, mirándome con ojos mortecinos. Le recordé que teníamos un acuerdo, que si no tenía nada en especial que decirme, debía contarme cualquier cosa que le viniera a la mente. Las palabras Le odio vinieron en ese momento a mi mente y sentí que el pronombre me separaba de mi paciente. Me odia. Y yo, ¿qué quería decir con eso?

La señora L. empezó a frotarse las manos contra los muslos sin dejar de mirarme. Luego empezó a acariciárselos con gesto provocativo. El efecto fue inmediato. Me excité y tuve la repentina fantasía de que me ponía en pie, la golpeaba y la tiraba de la silla al suelo de un bofetón. Ella me sonrió y tuve la clara impresión de que me estaba leyendo el pensamiento. Sus manos se detuvieron. Cuando le dije que sus seductoras maniobras no eran más que un intento de controlarme, me contestó:

—¿Sabía usted que mi madrastra ha estado por mi edificio contando mentiras sobre mí a los vecinos?

Cuando le pregunté qué pruebas tenía para llegar a pensar eso, me contestó casi con un ladrido.

—Lo sé. Si usted no confía en mí, ¿qué sentido tiene todo esto?

Ése era, precisamente, el sentido que tenía, pero cuando se lo dije me encontré frente a otro muro.

Después de que se marchara me sentí desorientado. Las alucinaciones y la paranoia de la señora L. sumadas a sus embustes, o al menos eso me temía yo que fuesen, me afectaron de tal forma que me hicieron sentir como un hombre perdido en medio de una nube de gas venenoso que busca desesperadamente salir de ella. Al acabar el día, llamé a Magda y le dejé un mensaje en el contestador. Era consciente de que necesitaba ayuda con el caso de la señora L. Mientras estaba en el andén del metro me resultaba difícil hilar mis pensamientos, y al llegar el tren me sobrevino la idea de que el rechinar de las ruedas era un grito humano.

Justo una semana después de la cena de Inga, me despertaron unos ruidos que provenían del piso de arriba. Había estado soñando que construía un aparato con una polea con el fin de facilitarme el acceso a los libros de mi biblioteca. Una pieza con forma de mano sobresalía del artilugio, pero cuando intentaba agarrar un libro con ella los dedos se convertían en muñones inútiles. Medio dormido en un principio pensé que se trataba de las pisadas de mi madre, pero luego recordé que se alojaba en casa de Inga Quizás se trataba de alguien que andaba en la casa contigua. A veces es difícil determinar la procedencia del ruido en esas casas antiguas. No sería la primera vez que me confundía. Me incorporé en la cama, contuve la respiración y escuché atentamente. No, las pisadas se oían justo encima de mí. Alguien estaba en mi estudio. Había un intruso. Con el mayor silencio, llamé al 911 y susurré a través de la línea cuál era mi situación. Mi interlocutora dijo varias veces «No le oigo», pero al final conseguí que entendiera el problema y que anotara mi dirección. Acto seguido sopesé las consecuencias de una posible intervención. Si me quedaba allí, quieto, el ladrón podría coger lo que quisiera y marcharse tan campante. Pero mientras seguía escuchando los pasos en el piso de arriba, recordé que había dejado un martillo dentro del armario cuando estuve colocando mi gancho suplementario en la puerta. Resulta tremendamente te difícil intentar moverse en silencio en medio de la noche cuando hasta el más mínimo ruido se magnifica, pero conseguí llegar hasta el armario, abrirlo de un solo movimiento sin que la puerta chirriara y coger el martillo. Después fui hasta la puerta del dormitorio y la abrí lo suficiente para poder echar una ojeada por el pasillo y el descansillo de la escalera. Sabía que si el intruso intentaba bajar aquellos escalones, cada peldaño crujiría. Esperé inmóvil. El intruso descendió despacio, deteniéndose en cada escalón. Parecía que no iba a llegar nunca. Por fin vi aparecer entre los barrotes de la barandilla una enorme zapatilla y, a continuación, una pantorrilla desnuda y unos pantalones cortos y muy anchos. La escasa luz que bajaba por el tiro de la escalera iluminaba al individuo tan sólo de cintura para abajo. Mis pulmones se habían contraído hasta quedar reducidos a un par de bolsas sin aire y tuve que hacer el esfuerzo consciente de respirar hondo para no marearme. Entonces vi unas manos desarmadas seguidas de un torso delgado envuelto en una camiseta amplia. A pesar de que el hombre bajaba centímetro a centímetro y con extrema precaución, los peldaños no dejaban de gruñir de forma bastante ruidosa. Mantuvo la mano sobre la barandilla hasta que llegó al descansillo y entonces se detuvo. Despacio, con sumo cuidado, se encaminó por el pasillo en dirección hacia donde yo estaba. En el cuarto de baño había una lamparita nocturna que brillaba con luz tenue a través de la puerta abierta. Gracias a ella, distinguí el rostro de un joven de piel morena, por lo menos quince centímetros más bajo que yo. A poco más de un metro de mi puerta le vi meter la mano en el bolsillo y entonces aparecí de un salto delante de él y alcé el martillo.

—¿Qué demonios está usted haciendo en mi casa? —En ese instante el hombre sacó la mano del bolsillo y me di cuenta de que en ella llevaba una pequeña cámara digital. Entonces comprendí que tenía ante mí a Jeffrey Lane. La súbita revelación me hizo bajar el martillo. Me quedé petrificado y él aprovechó la oportunidad para volverse y salir corriendo, pero aún tuvo el aplomo de detenerse un instante y sacarme una foto. La rabia volvió a apoderarse de mí y corrí tras él escaleras arriba, gritándole que ya había llamado a la policía. El tipo subió los escalones de dos en dos, rodeó el descansillo, abrió la puerta que daba al tejado y ascendió por la escalera metálica mientras yo le pisaba los talones. Al subir tras él me di cuenta de que la trampilla del tejado estaba abierta e intenté agarrarle de un tobillo, pero era demasiado rápido para mí. Cuando por fin me encaramé sobre el tejado, le vi alejarse corriendo junto a la chimenea de la casa vecina. Sin resuello, observé cómo desaparecía calle abajo.

Le conté todo a la policía excepto que conocía o creía conocer la identidad del intruso y que éste había estado haciendo fotografías en mi casa. Me sentí incómodo por tener que mentir a la policía, pero, al mismo tiempo, me di cuenta de la facilidad con que lo hacía, como si para mí fuera el pan nuestro de cada día. Aunque segundos después de que aquellas palabras salieran de mi boca, empecé a dudar de si mi deseo de proteger a Miranda no me había llevado a un encubrimiento equivocado. Un hombre que allana tu casa y se dedica a hacer fotos debería ir a la cárcel, ¿o no? Por otro lado, yo era consciente de que había cometido una estupidez. El domingo anterior había revisado el estado de la lucerna porque se habían colado unas gotas de lluvia después de una tormenta. Hice varias idas y venidas con el tubo de silicona y el cepillo para sellar la junta de asfalto que estaba cuarteada y se me debió de olvidar cerrar la trampilla al terminar la labor.

Una vez que acabé de declarar ante la policía y de que me dijeran educadamente que ese tipo de incidentes rara vez culminaban con un arresto, regresé a la cocina, me serví una copa de vino y lo bebí con parsimonia. Si no llego a ver la cámara podría haber matado a aquel hombre. El tipo se la había jugado de una forma estúpida. ¿Intentaba llegar hasta Miranda? ¿Qué hacía en mi estudio? Mientras le daba vueltas al asunto, me pareció recordar la expresión de su rostro nada más hacerme la fotografía. ¿Sería excitación? No. Le cuadraba mejor otra palabra: regodeo. Por un instante, el examante de Miranda, el padre de Eglantine, me había mirado con regodeo. Pensé que para él hacer fotos era como robar y que su incursión le había servido de estimulante. Era un hombre que se dedicaba a robar apariencias.

—Es muy capaz de hacer algo así, pero al mismo tiempo no me parece propio de él —dijo Miranda—. Una vez me contó que cuando estaba en el instituto solía robar en tiendas no porque deseara tener algo en particular sino para rebelarse contra la cultura consumista. —Hizo una pausa—. A raíz de eso se suscitó toda una discusión y acabó llamándome puritana, rígida y moralista. —Mientras Miranda repetía aquella lista de descalificaciones, sonreía—. No se llevaría nada, ¿verdad?

—Que yo sepa, no falta nada. —Estábamos sentados en el salón del piso de Miranda. Eglantine jugaba en el jardín. Podía oírla cantar—. Creo que estaba buscándote.

—¿Sabes lo que yo creo? Lo más probable es que quisiera fotografiar la casa y quizás entrara en el piso para hacernos fotos a Eggy y a mí dormidas.

—¿Por qué haría eso?

—Bueno, porque le gusta sacar fotos de la gente cuando está dormida. Le gusta porque así las personas no se dan cuenta de ello, porque son más vulnerables.

—Pero ¿no le tienes miedo?

—No creo que pretenda hacernos daño, si te refieres a eso. —Miranda apartó la vista. Era difícil saber lo que sentía o dejaba de sentir respecto a Lane. Después de varios segundos de silencio, le pedí que me enseñara alguno de los dibujos que hacía recordando sus sueños.

A pesar de la fugaz visión que tuve de uno de los monstruos que dibujaba Miranda, no tenía ni idea de lo que iba a ver. Me contó que para reproducir sus sueños utilizaba el formato de historieta, con viñetas que iban relatando sucesivamente lo que recordaba. La primera viñeta ocupaba toda una página. Se veía una escalera interior muy grande dibujada con todo detalle en unos tonos azulados. La minuciosidad y la precisión del dibujo me trajeron a la memoria las historietas de Superman que escondía bajo mi colchón cuando era niño. Miranda había utilizado pluma, lápices de colores y algunos toques de acuarela. Al cabo de un rato me, di cuenta de que la perspectiva estaba forzada, que no seguí las reglas a las que estamos acostumbrados, y esa ligera alteración creaba el efecto de ensoñación que Miranda había mencionado en casa de mi hermana. En la parte superior se veía una puerta estrecha de color rojo con los ángulos también alterados. El segundo dibujo era de una habitación grande donde sólo había una pieza de mobiliario, una cama de hierro sobre la cual había un colchón a rayas desnudo y raído. Muy arriba se podía ver una ventana solitaria dividida en cuatro paneles de vidrio. La siguiente viñeta mostraba una vista cenital de la misma cama que estaba ocupada por una persona anciana y frágil cubierta por una sábana. No sabría decir si se trataba de un hombre o de una mujer, pero su cara era pequeña y pálida, más bien parecía la cabeza reducida que vi una vez, excepto que ésta tenía el color blanco amarillento de la nata a punto de convertirse en mantequilla. Bajo las sábanas se podía entrever la silueta de un cuerpo pequeño enroscado en posición fetal. En la última imagen la sábana había desaparecido y el cuerpo destapado se salía casi de la estrecha cama a pesar de que la cabeza seguía siendo minúscula. Ahora formaba parte de un robusto torso femenino que tenía unos brazos largos y atléticos de color marrón oscuro. La figura tenía un pie encadenado a una de las columnas de la cama. Aquella cabeza enana y marchita en un cuerpo voluptuoso resultaba grotesca y al verla se me escapó una expresión de sorpresa.

—Sí, lo sé —dijo Miranda—, es terrible, y creo que todavía era peor en el sueño. Yo estaba aterrorizada. Hice un boceto de la cabeza de inmediato, pero mientras dibujaba toda la secuencia me di cuenta de repente de cuál era su origen. Últimamente he estado leyendo bastante sobre la historia de Jamaica —dijo señalando el cráneo arrugado—. Es como la pequeña cabeza colonialista que pretende regir el enorme cuerpo negro de Jamaica. Fíjate, un pie está encadenado, esclavizado. El otro está libre como los cimarrones. Es como si mi mente lo hubiera resumido todo en una sola y terrible imagen. —Hizo una pausa—. Pero también creo que la cabecita pálida y el cuerpo frágil de este otro dibujo —Miranda delineó la figura con el dedo— deben de pertenecer a mi abuela. Cuando se estaba muriendo se consumió como una pasita. Mamá decía que cuando la abrazaba era como abrazar a una niña pequeña. Su abuelo había sido blanco, así que, ya ves, todo es una mezcla. Además tengo sangre india en la familia. La abuela era muchas cosas. Fue a colegios anglicanos, leía a los poetas ingleses y era muy estricta en lo tocante a la urbanidad y las buenas maneras. Sus hijas y nietas debían ser unas damas perfectas. Al mismo tiempo sabía mucho sobre remedios a base de hierbas y le encantaba contar historias de aparecidos.

—¿Aparecidos?

—Fantasmas, espíritus.

—Mi abuela solía escuchar cómo el fantasma de mi abuelo entraba y salía de casa. Juraba que se llevaba puesto el sombrero y luego lo volvía a traer.

Me hubiera gustado ver más dibujos de los sueños de Miranda, pero Eggy apareció de pronto corriendo y dando saltos sin parar delante de su madre.

—Por favor, mamá, por favor. ¿Podemos ir al parque, por favor?

Los tres fuimos al parque Prospect y lo recorrimos durante un par de horas dando un gran rodeo por el césped hasta llegar al estanque, y luego nos metimos por senderos bosques que nunca había pisado. Miranda y yo caminábamos tranquilamente y Eggy saltaba a la pata coja, daba volteretas y corría sin parar. Después de pedir permiso a sus dueños, acarició a todos y cada uno de los perros con los que nos cruzamos por el camino. Llamaba a los perritos y piropeaba a los paseantes por su vestimenta.

—Qué sombrero más bonito… Me gusta mucho su vestido… Qué zapatillas más chulas.

Consiguió que ningún ser humano o animal con quienes nos cruzáramos pasara desapercibido. Al ver a la niña saltando delante de nosotros, me vino a la mente el recuerdo intermitente de lo sucedido la noche anterior, y aunque me esforzaba en olvidar al hombre que había entrado en casa por el tejado, comprendí que aquel encuentro había dejado una huella en mí que me desazonaba y me obliga a estar alerta ante cualquier sonido o persona que estuvimos cerca de nosotros. Varias veces volví la cabeza para ver de quién eran las pisadas que sonaban a nuestra espalda. A pesar de que no comentamos nada al respecto, me di cuenta de que Miranda estaba también azorada. Cuando Eggy salió corriendo detrás de una ardilla y desapareció por un camino, Miranda le gritó que volviera en un tono sobreagudo que nunca le había oído usar antes.

Eggy apareció inmediatamente de un salto.

—Mami —dijo, mirando a su madre sorprendida—, esto aquí. Estoy aquí. No te preocupes.

Miranda parecía estar violenta.

—No me gusta perderte de vista —dijo, agachándose sonriéndole a su hija—. Eso es todo. Así que no desaparezcas.

Mientras paseábamos, Miranda me contó que su familia se había mudado a Nueva York después de la muerte de su tío. Su padre y su hermano menor trabajaban con él y su muerte había sido un mazazo terrible para ellos. El padre de Miranda tenía otra hermana en Londres y un hermano en Jamaica, pero nunca se había sentido tan próximo a ellos como al «tío Richard». Cuando Miranda pronunció su nombre, bajó la voz y apartó la mirada. Su padre vendió el negocio que tenían en común y comenzó una nueva vida en Brooklyn, donde conocía a gente de la comunidad jamaicana. La familia compró una gran casa de estilo victoriano en Ditmas Park, donde todavía vivían sus padres. Los bisabuelos paternos de Miranda habían militado activamente en el movimiento Panafricano y conocieron a Marcus Garvey. Era obvio que Miranda estaba orgullosa de ellos, en especial de su bisabuela, Henrietta Casaubon.

—Tenía la piel muy clara y en esos tiempos eso era un signo de estatus. Tenía una buena educación y se licenció en historia. También era muy guapa —añadió Miranda—. Luego conoció a mi bisabuelo, George, quien rebosaba grandes ideas sobre las señas de identidad de los negros, y, bueno, se concienció. Supongo que después George empezaría a salir con otras mujeres y el matrimonio no fue lo que se dice feliz. Vivieron en Harlem durante un tiempo, pero acabaron regresando a Jamaica. Mi padre me contó que al principio de vivir en Nueva York Henrietta tenía un primo carnal al que no visitaba porque ella quería «pasar por blanca».

Al final Eggy acabó cansándose y tuve que llevarla a hombros varias manzanas de regreso a casa. Mientras yo sujetaba firmemente sus piernecitas ella se aferraba a mi barbilla con las manos. Después de un rato apretó la mejilla contra mi cabeza y empezó a canturrear con su vocecilla.

—Ay, el doctor Erik me lleva de acá para allá, tralará tralará, tralarí tralaró, tralaró tralarero. —En el camino el tarareo fue bajando de tono hasta hacerse intermitente y apenas audible.

Me costaba trabajo dejarlas en su casa y las convencí para que tomáramos algo juntos en la mía. Pedimos la cena un restaurante tailandés y así fue como descubrí que me gustaba la forma de comer de Miranda. Masticaba despacio y, de vez en cuando, me miraba con sus ojos dramáticos, escuchándome con tal interés que me obligaba a medir cada palabra que decía. Después de acomodar a Eggy frente televisor para que viera Cantando bajo la lluvia, Miranda me preguntó por mi trabajo.

—¿Por qué dejaste el trabajo en el hospital?

—Era un trabajo duro. Muchas horas. Una crisis tras otra. La burocracia empeoró y la atención a los pacientes también. Son las compañías de seguros.

Obligan a la gente a dejar cuanto antes las habitaciones. Les echan a la calle demasiado pronto. Además gano más dinero ahora. Pensé para mis adentros: «Sarah».

No puedo decirle esa palabra. No puedo porque es una palabra prohibida y además no tiene sentido. La he escrito el una hoja de papel. Leo lo que Sarah ha escrito en el papel: el pronombre Yo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Miranda con tono amable.

—Sí —contesté.

—Es probable que pienses que Jeff está tan loco como tus pacientes, pero yo no lo veo así. Cuando me enviaba aquellas fotos me quedaba muy preocupada, pero lo cierto es que siempre ha estado trabajando en proyectos bastante desquiciados. Tiene cubiertas las paredes de su casa con miles fotografías. Recorta una nariz, por ejemplo, y la sustituye por cualquier otra cosa. Ha perseguido a montones de gente por la calle para hacerles fotos que luego manipulaba. Me decía con frecuencia: «Estoy rehaciendo el mundo». —Miranda me miró al levantarse para dirigirse a la cocina.

Puse mi mano sobre la suya. Bajó los ojos hacia la mano y la retiró. La canción «Hazlos reír» sonaba en el cuarto de al lado y me imaginé que Eggy había subido el volumen del televisor. Miranda me miró a los ojos.

—No tengo palabras para agradecerte todo lo que has hecho por mí y por Eglantine. —Detecté su antigua formalidad en el tono de voz y en la dicción. Aparté la mirada—. Te has portado de maravillas —prosiguió. El cuerpo se me había quedado rígido, y a pesar de que seguía escuchándola, sentí que una parte de mí huía de allí dejando mi otra parte a solas con Miranda. Me quedé esperando la palabra que no tardaría en llegar. Y llegó—. Tu amistad es muy importante para mí. No quiero perderte como amigo, pero, por el momento, las cosas están bastante complicadas para mí. —Miranda siguió hablando, pero casi no recuerdo lo que dijo porque ya no importaba realmente. Me había dado el toque de retirada así que permanecí frente a ella haciendo como que ponía interés en lo que me decía mientras miraba las cajas blancas medio vacías, con los restos del cerdo tai y del pollo al curry y el plato de Eggy, donde todavía quedaba un poco de arroz pegajoso con el que la niña había formado una bola. Yo era vagamente consciente de que la canción iba llegando al crescendo: «¡Hazlos reír, hazlos reír, hazlos reír!». Y también llegó el dolor intercostal, romo y predecible, y aquella palabra arcaica, dolor, proveniente del latín. Es doloroso, pensé, doloroso doctor Davidsen. Después de que ambas se fueran, tiré las cajas a la basura y me puse a fregar los platos. Entonces recordé una historia que mi padre me contó sobre un pariente nuestro llamado Sjur Davidsen, que salió de Noruega, de Bergen, en 1893. Mi padre conservaba algunas cartas que aquel familiar había escrito a mis abuelos. Pero en 1910 dejó de escribir y mi padre consiguió localizar a un sobrino de Sjur, quien le comunicó que su tío se había quitado la vida en el año 1911 en Dakota del Norte. Mi padre me dijo: «Parece que fue kvinnesorg». Literalmente: mal de amores.

Llevé a mi madre en coche al aeropuerto. Durante gran parte del trayecto habló con aire despreocupado sobre su regreso a Minnesota y el pequeño apartamento que la aguardaba. También de varios amigos que tenía ganas de volver ver. Después permanecimos un tiempo en silencio. Al rato, me preguntó qué sabía de Henry.

—Casi nada —dije, y mi madre asintió pensativa.

—Miranda tiene unos modales exquisitos —dijo.

—Sí, los tiene.

—Es refinada —añadió.

—Sí. —Miré a mi madre sin saber bien adónde quería llegar. La educación burguesa que recibió durante su infancia en Noruega había hecho de ella una mujer atenta a los menores detalles del comportamiento social.

—Puede llegar a ser difícil —dijo.

—¿Te refieres al hecho de que Miranda sea negra?

—Eso es, además de la hija que tiene de su primer matrimonio —dijo volviéndose hacia mí con una sonrisa—. Percibí en ella cierta… —hizo una pausa para elegir la palabra—… ambivalencia.

No tuvo necesidad de añadir «respecto a ti». Enseguida sentí una punzada en mi orgullo herido mezclada con la irritación que me produjo la excesiva delicadeza de mi madre al referirse al color de Miranda. También era consciente de que no había corregido su comentario sobre el primer matrimonio de Miranda. Volvimos a quedarnos en silencio.

El tráfico era fluido, pero poco antes del desvío a La Guardia empezó la retención y mientras avanzábamos a duras penas me dijo:

—¿Sabes que tuve que esperar un año entero para conseguir el visado de entrada en los Estados Unidos y poder casarme con tu padre?

—Lo recuerdo.

—Hacía mucho tiempo que no veía a Lars. —Mi madre empezó a juguetear con el bolso que descansaba sobre su regazo—. Cuando bajé por la pasarela del barco, allí estaba él, esperándome. Se acercó a mí, le miré a la cara y fue como si no lo conociera, como si fuese un extraño. No puedo decirte lo incómoda que me sentí, Erik. Pero entonces tu padre empezó a hablarme y a gesticular con las manos y, de repente, volvió a ser el mismo y querido Lars.

—¿Cuánto tardaste en reconocerlo?

—Bueno, por supuesto que lo había reconocido, pero, no sé, era como si no fuera él. Fue sólo un instante. Ni siquiera duró un minuto. Quizás fueran sólo segundos, pero nunca olvidaré aquel momento.

Al despedirnos antes de que atravesara el control de seguridad, mi madre me dio un fuerte abrazo y luego me miró a los ojos.

—Erik —dijo con voz suave y cariñosa—, si yo pudiera haría un hechizo para que esa mujer te quisiera. —Luego se dio la vuelta, se quitó los zapatos y los colocó junto al bolso en la cinta de la máquina de rayos X. Una mujer uniformada le hizo señas para que pasara por el arco de seguridad.

A pesar de la alegría de volver a casa, escribía mi padre, pasé un verano agobiado y descontento. Sentía nostalgia en mi propia casa. Echaba de menos la vida militar, no sólo a mis compañeros sino la camaradería que sólo el servicio militar puede proporcionar. Echaba de menos la rudeza de la vida cotidiana en el cuartel y las bromas estrepitosas pero carentes malicia que necesariamente iban con ella. Una rutina, en definitiva, que consistía en trabajar duro y pasártelo en grande sin mezclar nunca ambos aspectos. Llegué a disfrutar del orden y del régimen militar siempre que fuera justo. Incluso me gustaba que en el ejército se llevara a rajatabla y hasta la exageración, la limpieza de los barracones, del equipo y del armamento. Encontraba la vida civil, incluida la que llevábamos en propia casa, desordenada y, a veces, hasta caótica.

Mi padre pasó buena parte del verano del 46 talando árboles. Todo empezó tras una conversación entre mi abuelo y un vecino. El viejo Larsen había comentado que se estaban muriendo bastantes árboles de su propiedad y mi padre le ofreció comprar algunos para venderlos luego al aserradero. Nos reunimos a la mañana siguiente y marcamos los árboles que me tocarían a mí. Eran unos ejemplares magníficos se alzaban más de doce metros desde el suelo hasta las primeras ramas. Los robles salían a cuatro dólares cada uno. Las coníferas a tres. Talar árboles no es labor para realizar en verano. Los bosques son calurosos y húmedos y circula poco aire entre árboles, dejándote a merced de los mosquitos que abundan por doquier. Mis herramientas consistían en una sierra de vaivén, un hacha, un mazo y un juego de cuñas de hierro. Salvo por la ayuda que me prestaban padre y Fredrik en el momento derribar los árboles, todo el trabajo lo realizaba yo solo. Disfrutaba el momento de llegar a la cama agotado físicamente. Así es como te quedas después de aserrar sin la ayuda de otro, pues estás tú solo para empujar y tirar de la hoja de la sierra.

Recuerdo a mi padre de pie detrás de mí, con sus manos sujetando las mías, levantando juntos el hacha y dejándola caer sobre un tronco que se partió por la mitad siguiendo justo la senda de la veta. Más adelante aprendí a cortar leña yo solo, siempre bajo la atenta supervisión de mi padre. Después de un rato me dolían los brazos y acababa rendido, pero nunca se lo hice saber. Y en eso tenía razón él: es un placer acertar justo en la mitad del tronco y ver cómo se abre limpiamente. Todavía lo veo sonreír con el rostro cubierto de sudor y la camisa arremangada por encima de los codos, observando con las manos en jarras cómo yo iba apilando la leña que cortaba. «Vas muy bien, Erik, vas muy bien».

Solo en medio del bosque, el antiguo sargento empujaba y tiraba de la sierra. Arrancaba y después astillaba la corteza de los árboles enfermos, sus gigantescos adversarios en aquel juego surgido de la necesidad emocional. No tenía la menor idea de lo que haría después con la madera, pero derribar robles y coníferas iba más allá de la mera utilidad: era como un exorcismo. Fue mi tío Fredrik quien me dijo que desconocía las vicisitudes por las que había pasado mi padre durante la guerra, hasta que una noche su hermano se lió a puñetazos contra el techo de su habitación estando todavía dormido y se llevó por delante las tejas que lo cubrían. Fredrik no comentó nada más, pero sospecho que los demonios personales de mi padre eran legión. Algunos habían entrado en él en el Pacífico, pero no eran los únicos. Después de asegurarle a aquel psiquiatra militar medio tonto de Fort Snelling que le gustaban las mujeres, mi padre debió de pensar que dejaba atrás y para siempre todos sus demonios. Pero lo cierto es que, una vez de vuelta en casa, regresaron con sus horribles aullidos. Quizás fuera precisamente aquella pequeña casa y su decrépito y vacío granero, aquel regreso al hogar, lo que los volvió a convocar.

Aún perduraba en mí el dolor que me había provocado la conversación con Miranda. Me di cuenta de que yo había proyectado un futuro que la incluía a ella y a Eggy que, desprovisto de ese porvenir imaginario, había quedado abandonado a mi suerte en un presente carente de amor y, por eso, más funesto. Por la mañana me desperté aturdido, y aunque suelo animarme cuando estoy con mis pacientes, tuve el presentimiento de haber entrado en el período que en la jerga médica se llama anhedonia: incapacidad de gozar. También era consciente de que mi forma de reaccionar ante las palabras de Miranda tenía relación con la muerte de mi padre, una muerte que yo sentía que no había llorado lo suficiente. Mi empeño en adentrarme a diario en sus memorias y apuntes era una clara expresión de mi dolor, pero seguía faltándome algo, y esa ausencia se había ido transformando en agitación. Dormía mal. Como un poseso, oía una miríada de voces que clamaban por ocupar un lugar en mi cabeza, un diálogo interior fragmentado y acompañado de imágenes que se volvían inconexas a medida que traspasaba la frontera entre la vigilia y el sueño.

Una noche vi una figura parecida a la de mi madre que estaba sola en la antigua casa y luego caminaba cerca del arroyo. Su cuerpo delgado avanzaba con determinación, pero de repente aminoraba el paso y empezaba a zigzaguear por el sendero. Si yo pudiera haría un hechizo para que esa mujer te quisiera. ¿Cómo lo supo? Nadie sabe por qué dormimos o por qué soñamos. Sé que nunca vas a contar lo que sucedió. Ya no importa, ni a ella que está en el cielo, ni tampoco a los que están en la tierra. Las palabras de la carta de Lisa me obsesionaban como si tuviesen algo que ver conmigo, como si yo fuese responsable. A veces, cuando por fin sentía que me sumergía en el sueño, oía toser a mi padre, un sonido tan inconfundible como su voz, que me sobresaltaba y hacía que volviese a despertarme. También me mantenían en vela una multitud de fantasmas eróticos eternamente cambiantes, obedientes meretrices inventadas para aliviar la urgencia sexual que me agobiaba como las correas de una camisa de fuerza. Pero, a medida que aumentaba mi apetito masturbatorio, era inevitable que en mis fantasías apareciese Miranda. Las cópulas imaginarias que tenía con su trasunto no eran delicadas sino enloquecidas y furibundas, y me dejaban con un gran sentimiento de culpa, además de una angustia que se hincaba en mi pecho como una fría lanza de hierro. Y así una inquietud sobrevenía a otra. Me preocupaba Lane y creía oír sus pisadas en el tejado. Soñaba que encontraba una cámara junto a mi cama y que, cuando la abría, goteaba sangre y mucosidades, impregnándome las manos como si se tratase de un animal herido. Me preocupaba mi hermana y la mujer desconocida del parque, y me preguntaba qué pasaría con Henry. Ese hombre tenía ojos de halcón. Estaba escribiendo un libro sobre Max. Creo que tiene que ver con papá. Durante mis crisis nocturnas también analizaba los personajes creados por Max (Rodney Fallensworth, Dorothea Stone, la señora Hedgewater y el payaso Green Man) como si fuesen claves insertadas en sus obras de ficción. Recordaba la extraña narración de Un hombre en casa y me preguntaba si la familia perdida de Horace no escondería algún deseo o temor íntimo del autor. O me venía a la cabeza la escena de Hacia la nada en la que Arkadi usaba el lenguaje de los signos para formar palabras y sospechaba que pudiesen encerrar algún mensaje secreto. ¿Qué estaría buscando Inga cuando veía la película? ¿Qué creía saber aquella periodista pelirroja con su descarada sonrisa? Veía a Sarah encaramarse a duras penas a la ventana de la casa de su madre y tirarse desde aquel duodécimo piso como si yo hubiese estado allí. Después veía a su madre chillando angustiada en mi consulta: «¡Usted le dio el alta! ¡Usted mató!». A pesar de sus histéricas alharacas no se le movió un pelo de su rígida permanente. Oigo la voz de la señora L. como un ariete. Mis miedos. Oigo la voz de Peter Fowler, siento su mano en mi espalda.

«Carbamazepina, amigo, es bueno para la ira». Fowler, el farmacólogo prepotente y engreído. «Hay que estar al día, Davidsen. Todos los días aparecen fármacos nuevos». Mi puño se estrella contra su mandíbula mandando la cabeza de aquel tipo contra una pared. La fantasía me proporcionó cierto alivio al tiempo que desfilaban por mi cabeza fragmentos y párrafos de algunos artículos: «Descontrol emocional, alteración de la personalidad». Neutralidad, pensé. ¿Qué significa? Otra mentira. El señor T. está canalizando sus «revelaciones»: «Desbaratado. He fracasado. Ella ha volado. Él está atemorizado. Incapaz de estar a la altura». Y la señora L.: «¿Cómo puede pensar que esta mierda de terapia sirva para algo? Me parece estúpido estar aquí sentada, mirándole. Usted debe de creerse alguien muy importante, ¿no es así?». Me la imagino tumbada en el suelo mientras yo forcejeo con ella agarrándola por las muñecas. La odio.

En resumen, mis noches se convirtieron en combates de lucha libre contra mí mismo y sentí la tentación de recurrir al olvido farmacológico, el Zolpidem, para poder dormir sin problemas. Lo había tomado en ciertas ocasiones cuando viajaba a congresos en Europa, y el fármaco no sólo adelantaba la llegada del sueño sino que te sumía en un profundo letargo y eliminaba la más mínima posibilidad de despertar en mitad de la noche, emerger de algún sueño sentir el propio cuerpo arropado y acurrucado entre las sábanas. La asombrosa capacidad que tenía aquella pastilla de hacerme desaparecer durante siete horas, algo que siempre me inspiró desconfianza, refulgía en aquellos momentos ante mí como la promesa del paraíso.

—Mamá no está en casa —dijo Sonia al teléfono—. Estoy muy preocupada, tío Erik. Nunca hace cosas así. Son las nueve de la noche. No me ha dejado ninguna nota, nada. No contesta a su móvil. Llevo en casa desde las seis esperándola y llamándola.

—¿Estás segura de que no te ha comentado que tuviese alguna cita o cena o algo de lo que te hayas olvidado?

—¡No! —Oía la fuerte respiración de Sonia—. Puede haberle pasado algo, estar herida o que la hayan atracado. Si es que no se ha encontrado con esa mujer que no me gusta nada…

—¿Qué mujer?

—Esa periodista estúpida, Linda No-sé-cuántos, algo terminado en «burger».

—¿La pelirroja?

—Sí. Ha llamado varias veces. El otro día oí de pasada que mamá le insistía: «No tengo nada que decirle. Ya se lo he repetido muchas veces». Parecía muy nerviosa, y después se quedó pálida. —Sonia hizo una pausa—. Más tarde, esa misma noche, oí que hablaba por teléfono con alguien desde su habitación, una larga conversación. Hablaba en voz baja, pero se la notaba alterada, aparte de que ha estado comportándose de una forma muy extraña, trastornada, escribiendo como una posesa hasta quedar exhausta. Ya ni me pregunta cómo estoy ni cómo va mi trabajo ni nada. Algo raro está pasando, algo malo. —Tras otra pausa, Sonia continuó—: Tío Erik, ¿podrías venir a dormir aquí? Mañana por la mañana podrías ir a tu consulta desde mi casa, ¿no te parece? Te prepararé una cama. Tengo tanto miedo de que haya pasado algo. Me voy a volver loca.

Me encontré a Sonia en pijama yendo de un lado a otro, del amplio salón del loft que olía a humo de cigarrillo y ambientador. La mesa de centro estaba llena de libros, papeles, mondas de naranjas, envoltorios de chicles y algunas monedas aquí y allá. En ese momento no caí en la cuenta de que era la segunda vez que acompañaba a una hija mientras esperaba la vuelta de su madre a casa. Hice todo lo posible por tranquilizar a Sonia, aunque yo también estaba preocupado. Inga era una persona responsable, nunca perdía la noción del tiempo y era una madre protectora y consciente de sus obligaciones. Aquello no encajaba.

—Quizás esté con Henry —dije.

Sonia hizo una mueca.

—¿No te cae bien?

—No está mal. Pero ya lo he llamado y mamá no está allí.

Sonia le había dejado mensajes a Inga en muchos sitios: Encendió la televisión y la vimos un rato con aire ausente mientras unas tijeretas cuyo tamaño había sido aumentado hasta proporciones exageradas cruzaban la pantalla y una voz masculina soltaba una perorata sobre aquellos insectos; Sonia se enroscaba y desenroscaba entre los dedos un mechón de cabello a una velocidad vertiginosa, y después de buscar en un centenar de canales y de no encontrar nada que nos pareciese ni remotamente entretenido, le pregunté si no le gustaría leerme su poema. Al principio se mostró reacia y alegó que no podría concentrarse, que estaba demasiada nerviosa, pero después cedió y, tras explicar que todavía estaba corrigiéndolo, que algunos versos no la convencían; todavía no había escrito uno que fuera fundamental, y que había elegido una forma restrictiva para ver si conseguía adaptarse a ella, cogió unas hojas que estaban sobre la mesa y empezó a leer en voz alta y clara.

Hace cinco años vi a mi padre morir.

Su cadáver no era el hombre que yo conocí,

el hombre que me cantaba nanas para dormir

y por cuya voz en el mítico Paradou viví,

allí donde los fantasmas van a suspirar y gemir,

con sus lamentos de aire llamando así

a los que quedaron atrás. Cómo me aterraban

los seres espectrales que allí moraban.

Cómo quisiera hoy enfrentarme a esos fantasmas

pues que los muertos no sufren tengo entendido,

sólo los vivos. Dios, por todas las almas,

que ahora sea entonces. Dios, que me sea concedido

regresar a mis rutinas, a las mismas

que tanto amaba. Un beso al acostarme sólo pido

y creería que mi padre sabe la verdad: mi papel

precisaba una máscara estoica. Qué miedo, bajo esa piel.

Me aclaré la garganta. Genie y yo habíamos ido un verano a visitar a Max, Inga y Sonia a Le Paradou, un pueblecito de la Provenza, cerca de Les Baux, donde habían alquilado una casa. Me acordé de Max sonriendo a la luz de las velas que titilaban sobre la mesa de la terraza mientras disfrutábamos del fresco aire nocturno. Con un cigarrillo entre los dientes y el humo ascendiendo en círculos por encima de su cabeza, había alzado su copa para brindar por el verano, la buena vida y la familia.

Sonia levantó la vista del papel y me miró.

—No está tan mal, ¿no? —preguntó. Negué con la cabeza—. Tiene la misma forma del Don Juan de Byron —añadió—. Las octavas suelen usarse para poemas satíricos, ¿sabes?, pero quería ver si servían para uno serio. —Hizo una pausa y me acordé de las maquinaciones lingüísticas del señor T. y sus rimas desquiciadas—. Se supone que a continuación viene uno sobre el once de septiembre, aunque todavía no he podido escribirlo. Lo he intentado una otra vez, pero me resulta muy difícil. Quizás deje simplemente un trozo en blanco, la nada, un espacio vacío donde sólo figure la fecha. —Sonia me miró con una expresión que se había vuelto feroz de repente—. Y después vienen estos dos.

Que los jóvenes no conocen la mortalidad, dicen.

Falso. En los huesos, en la mente, los ojos, lo siento,

en los brazos, las piernas, todo mi yo. También

en lo que tememos, como los teléfonos que en el viento

nuevas calamidades nos traen de cien en cien,

en sonidos que oigo cada vez que me acuesto

de gemidos sin cuerpo que hay en mi cabeza,

un eco desesperado por los muertos que ahora empieza.

La policía vino un día a registrar nuestro tejado,

dos hombres de cara larga y bolsas de plástico y guantes.

Para encontrar restos de cadáveres habían llegado

donde tantas veces las banderas ondearon antes

de volverse símbolo absurdo, parodia del pasado.

Aún veo al policía con claridad. Se arrodilla delante

del alquitrán y hurga. Sus ojos carecen de emoción,

y no delatan pena, ni esperanza, ni estupefacción.

Justo antes de que pronunciase la última palabra, oímos el sonido de la llave de Inga en la cerradura. Mi hermana vino directa al salón y Sonia rompió en llanto. No la había visto llorar desde que era niña y sus sollozos me dejaron mudo durante un rato. Inga corrió hacia su hija, la abrazó y empezó a disculparse de una forma estentórea mientras estrechaba la cabeza morena de Sonia contra su pecho. Apenas unos instantes después, Sonia apartó a su madre para inquirir en tono categórico:

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué está sucediendo?

—Quiero que me lo digas. ¡Ahora mismo!

Inga se recostó en el sofá entre Sonia y yo. Antes de hablar ya había fruncido la frente y sus ojos azules expresaban una enorme tristeza.

—Tiene que ver con papá, ¿verdad? ¿Qué quiere esa mujer, esa No-sé-qué-Burger?

—Linda Fehlburger.

—¡Esa misma! —exclamó Sonia—. ¿Qué es lo que quiere?

—Quiere que le hable de mi matrimonio con tu padre y yo no quiero hacerlo y menos con ella. Ha estado metiendo las narices por todos lados, intentando hablar con nuestros amigos y con los no tan amigos… Ha estado acosándolos, buscando «trapos sucios», como suele decirse. Esa mujer no da tregua, pero creo que por fin se ha dado por vencida. —Inga miró el suelo—. No te preocupes, cariño —dijo—. No debes preocuparte.

Sonia no presionó más a su madre, algo que en un principio me llamó la atención, pero luego pensé que quizás prefería no saber lo que pasaba. Era más seguro así.

Inga preparó unas tortillas de queso y después conversamos distendidos sobre trivialidades. Noté que la expresión corporal de Sonia cambiaba ante la presencia de su madre. La niña encorvada que jugueteaba sin cesar con su pelo había vuelto a ser la persona dulce, aunque inescrutable, de antes. Cerca de medianoche mi sobrina se despidió para irse a la cama. Antes de salir de la habitación me rodeó con sus largos brazos y me besó en la mejilla.

—Te quiero, tío Erik —dijo—. Y gracias por venir.

Me alegra decir que recibí aquel tributo como un rayo de sol que atraviesa las nubes invernales y al desearle buenas noches a Sonia sentí que se me encendían las mejillas de repente.

Aquella noche mi hermana y yo hablamos de lo que había estado ocultando. Al principio no fue directamente al grano, estuvo dando rodeos, y yo preferí no apremiarla.

—¿Recuerdas la escena en Hacia la nada en la que ella se despierta y no reconoce a su amante?

—Por supuesto —respondí—. He vuelto a ver la película hace un par de semanas.

—Es un momento terrible, ¿verdad? —prosiguió Inga—. Que te miren y no te reconozcan. Él vuelve a ser un extraño. Y después están los cuadros que la chica ha pintado del protagonista. Él los descubre en su cuarto tras haber buscado a su amada sin cesar y los saca al patio de la pensión, donde los quema en una especie de conflagración de sí mismo. Entonces nos damos cuenta de que se ha dado por vencido.

—Tu problema —dije, tras asentir a todo lo que decía con la cabeza—, ¿está relacionado con la película?

—Así es, y por eso he salido esta noche. He ido a ver a Edie Bly.

—¿La actriz de Hacia la nada?

—Sí —dijo Inga, y miró por la ventana como si la actriz fuese a aparecer al otro lado de la calle—. Algo nos pasó, Erik, a Max y a mí, durante la época de esa película. No, en realidad fue antes. Fue nada más morir Sadie. Max no imaginaba que la muerte de su madre iba a afectarle tanto. Empezó a tener unos ataques de pánico horribles hasta que, por fin, se medicó. Antes de que eso sucediera tenía una forma muy suya de mirarme. Durante años y años su mirada era brillante, llena de vida, y, de pronto, se apagó. —Inga se mordió los labios unos instantes—. Bueno, una noche estábamos discutiendo por algo que ya ni siquiera recuerdo y entonces se quedó observándome durante un instante y después dijo: «Tal vez sea mejor que nos separemos por un tiempo».

—Pero Max nunca te dejó, ¿no? —le pregunté mirándola a los ojos.

—No —respondió Inga a la vez que negaba con la cabeza—, pero cuando dijo eso fue como si me arrancaran las entrañas. Tiene gracia, ¿no?

Quiero decir, es algo bastante común, le pasa a todo el mundo, pero en ese momento me di cuenta de que teníamos ideas muy diferentes respecto al matrimonio. Para mí era, es, algo absoluto, incuestionable. Max había estado casado dos veces antes…

—Sí, pero no durante mucho tiempo —dije.

—Es cierto. De todos modos, sus palabras me hicieron mucho daño. —Inga se llevó ambas manos al pecho—. Incluso en ese momento una parte de mí pensó: «Ay, Dios, todo esto es tan banal». —Pronunció las últimas palabras con una ironía seca y fría que nunca le había oído—. El marido al que empiezan a pesarle los años y está cansado de su mujer a quien tiene muy vista… —Su voz se fue apagando—. Le dije que yo no quería eso —continuó—, que el matrimonio podía resultar difícil, que cambia continuamente, pero que yo le amaba muchísimo. Entonces estuvo amable. ¡Dios! ¡Podía llegar a ser tan amable! Pero no era amabilidad lo que yo quería. De todos modos, cuando empezó a trabajar en la película apenas le veía. Se pasaba el día en el plató y luego iba todas las noches a ver las tomas. Cuando volvía a casa yo ya estaba dormida. Él estaba feliz, nervioso pero feliz. Le encantaba ese trabajo. —Inga hizo una pausa—. Pero es que, ¿sabes?, el problema entre nosotros era culpa mía. —Le temblaron los labios un instante—. En aquella época yo tenía un carácter difícil, en realidad estaba medio loca, ahora que lo pienso. Acababa de terminar mi libro. Me había costado mucho escribirlo, mucho dolor, pero yo sabía que era bueno, que era extraordinario. También sabía, o creía saber, que sería atacado o, peor aún, ignorado, e intuía que no podría soportarlo. Me quejaba y gemía y protestaba por el destino que me había tocado en suerte, la mujer intelectual incomprendida y olvidada. Sufría por adelantado lo que temía que pudiese pasarme. Y hacía sufrir a Max.

—Pero a tu libro le fue muy bien —dije.

—Usted debería saber, señor Psicoanalista, que la realidad no es aquí el problema.

Sonreí.

—Tampoco ayudaba el hecho de que, en aquella época, la gente consideraba una genialidad cualquier cosa que Max dijese. Podía decir: «He tomado huevos para desayunar», y era como si hubiera hablado Dios.

—También lo atacaban, Inga. Le han atacado toda su vida.

—Lo sé. No intento disculparme. Empecé a entender lo insensata que había sido, los problemas que había causado con mi ceguera y mi vanidad. Resulta gracioso que haya escrito acerca de cómo observamos y percibimos el mundo y de cómo, según Kant, nunca podemos acceder al objeto en sí, lo cual no significa que no haya un mundo ahí fuera. El problema es que estamos todos ciegos, que dependemos de representaciones predeterminadas de lo que creemos que vemos. Así es como funciona la mayor parte del tiempo. No experimentamos el mundo. Experimentamos nuestras expectativas del mundo. Y esas expectativas son muy, pero muy, complicadas. Mis expectativas me enloquecieron por completo. Pensaba que jamás se me tomaba tan en serio como yo quería. Empecé a desear haber sido hombre. A desear haber sido fea.

—No sería tanto —dije.

—Más o menos. Estaba enfadada porque el mundo está regido por prejuicios. La altísima consideración que tenía de mí misma no coincidía con lo que imaginaba que los demás pensaban de mí.

Imaginaba es ahí la palabra clave —dije.

—Lo sé —dijo Inga frunciendo el ceño—. Pero, Erik, había gente que, tanto antes como después de la muerte de Max, nunca me reconocía si no estaba él delante, gente con la que había conversado, para la que había cocinado aquí, en esta casa, gente que yo conocía. No eran amigos íntimos, pero sí gente que debería reconocerme. El único contexto en el que me insertaban era el de Max. No era culpa suya. Max odiaba todo aquello. Lo sentía por mí, y por supuesto eso hería mi orgullo de un modo tremendo. Cuando vi la película por primera vez, pensé que la escena del olvido se refería a mí, aunque al revés. Una mujer olvida a un hombre.

—Tú también te olvidas de las personas, Inga. De hecho, he visto que se te ha acercado gente que no recuerdas en absoluto.

—Ahora que te lo estoy diciendo acabo de darme cuenta de que esa escena se refería a otra cosa —dijo Inga, sin prestar atención a mi comentario.

—¿A qué?

—Se refería a Edie.

—¿En qué sentido? —pregunté mientras sentía un vuelco en el estómago.

—Max estaba enamorado de ella, Erik. Fue él quien pidió que fuese la protagonista. Edie apenas había trabajado en un par de películas independientes poco conocidas, pero él insistió en que la contratasen. Creo que ya estaba prendado de Edie antes incluso de haber hablado con ella. Entonces era una mujer muy joven, muy guapa y alocada. Recuerdo verla bailar en la fiesta al término del rodaje y pensar para mis adentros que había algo salvaje en ella, algo animal. No algo cruel sino instintivo, no sé si me explico. Eso es muy atractivo, ¿no? A los hombres les encanta.

—No lo sé —dije.

—Sí lo sabes. Tú te casaste con una mujer así.

—¿Me estás diciendo que tuvieron una aventura? —dije ignorando el comentario sobre mi exmujer.

—Sí —respondió Inga con gesto rígido y mirada fría.

—¿Lo sabías en aquel entonces?

—No, pero lo sospechaba. Yo estaba celosa porque notaba la atracción que sentía Max hacia ella. Nunca se lo había notado con otras mujeres, no de esa forma.

—Da igual lo que pasara entre ellos, lo cierto es que Max siguió contigo. —Dije aquello en voz baja y nunca olvidaré el rostro de mi hermana mientras me escuchaba. Sonreía. Era una sonrisa tensa, adusta, despiadada. Un mechón de pelo le cayó sobre la ceja izquierda y lo apartó con la mano.

—Eso es lo que siempre pensé, Erik, que lo que hubo entre ellos, si es que alguna vez hubo algo, no debió de ser muy importante puesto que Max había regresado conmigo, —Inga juntó las palmas como si quisiera medir la longitud de sus dedos—. Pero esta noche Edie me ha dicho que fue ella quien lo dejó, que él estaba locamente enamorado, pero que ella lo había rechazado, que fue ella quien puso punto final a todo aquello. Así que, ya lo ves, puede que Max permaneciera conmigo porque no tuvo más remedio. —Inga no había dejado de sonreír, pero a mí me resultaba violento seguir mirando aquel gesto forzado.

—Inga, tú sabes que la vida no es así. No puedes dar las cosas por sentadas. Digamos que Max se hubiese ido con ella. ¿Hubiera durado esa historia? ¿Cuánto tiempo? Puede que en una semana ya hubiese estado de vuelta en tus brazos.

—Ella tiene sus cartas y quiere venderlas.

—Era Edie la persona con quien hablabas en el parque cuando Burton te vio —dije casi enfadado.

—Necesita mi permiso para publicar las cartas. Como Max está muerto yo soy la propietaria del contenido de esas cartas, aunque, como es Edie quien las tiene, puede hacer lo que le venga en gana con ellas.

—Entonces no hay ningún problema —dije.

—Pero se pueden citar y sacar frases de su contexto. Ya lo han hecho antes.

Mi hermana se levantó y fue hasta la ventana. Aunque me daba la espalda, me di cuenta por la tensión en sus hombros y cuello de que estaba aguantando el tipo, que estaba conteniendo sus emociones. Apoyó sus largos dedos en el marco de la ventana y dijo:

—Me siento como si fuera parte de algún culebrón horrible o un personaje secundario de un folletín francés del dieciocho. No dejo nunca de ser consciente de lo ridículo y rastrero que es todo. Me refiero a que una cosa es que estas situaciones ocurran y otra que tengan que anunciarse a bombo y platillo por las esquinas, que la vida de la gente se compre y se venda como si fuese una mercancía barata y que yo tenga que adoptar el papel estúpido e insípido de la esposa engañada. —Se quedó en silencio durante varios segundos, limitándose a presionar el cristal con ambas manos—. Lo realmente extraño —dijo mirando la calle oscura— es descubrir de repente que he vivido otra vida. ¿No te parece raro? O sea que ahora tengo que reescribir mi propia historia, rehacerla de principio a fin. —Tras otra larga pausa Inga dio media vuelta y se quedó frente a mí. Tenía los puños cerrados y los agitaba mientras me miraba con el rostro lívido y el gesto tenso—. Por lo menos tengo que añadir dos nuevos personajes. —Inga hablaba muy bajito y me di cuenta de que no quería despertar a Sonia. Volvió a agitar los puños y entonces, con un movimiento rápido y angustiado, se cogió la cabeza.

Me levanté y me dirigí hacia ella. Cuando fui a sujetarle las manos para que se calmase, me dijo en voz baja y temblorosa:

—No, no me toques. Ya se me pasará.

—Inga… —dije.

—Todavía hay algo más. —Dejó caer los brazos que quedaron colgando a ambos lados del cuerpo. Tenía la mirada perdida y hablaba con un tono distante e impersonal. Su rostro estaba demudado y vi que se balanceaba imperceptiblemente—. De pronto lo he visto todo blanco. Me he mareado. Es mi maldita cabeza. —Se llevó una mano al estómago.

La llevé hasta el sofá, fui a buscar sus pastillas y se las alcancé junto con un vaso de agua. Luego la cubrí con una manta.

—Esa mujer dice que Max es el padre de su hijo —dijo Inga de repente.

Me llevó unos segundos reaccionar. Otro hijo, pensé, un varón.

—¿Y crees que eso es cierto? —pregunté.

Se encogió de hombros. Ambos sabíamos que aquella emociones tan intensas podían provocarle migrañas y, una vez recostada con la cabeza sobre una almohada, Inga se relajó, abandonándose a ese consuelo que a veces sólo la enfermedad puede ofrecernos. Me sonrió. Era un gesto que yo había visto infinidad de veces en mis pacientes: la débil sonrisa desde la cama del hospital. Seguimos hablando en voz baja y muy despacio. Inga me contó que Edie tuvo una relación con Max y con otro hombre al mismo tiempo, así que tenía sus dudas acerca de toda la historia. Cuando le pregunté por qué Edie había esperado tantos años para anunciar la identidad del padre de su hijo, Inga me dijo:

—Ahora está divorciada. El otro hombre ya no está con ella y supongo que ha empezado a acordarse de Max.

Mi hermana no había visto las cartas en cuestión. Edie se había negado a darle unas copias y no había precisado su contenido, aunque le había dado a entender que eran algo especial, más allá del hecho de que se las hubiese escrito Max. Yo era de la opinión de que, por más que esa tal Fehlburger estuviese husmeando en busca de una historia, no era nada probable que la revista para la que trabajaba estuviese dispuesta a desembolsar una gran suma de dinero para comprar las cartas. Los papeles de Max estaban en la Colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York y yo sabía que aquellos que quisiesen consultarlos necesitaban un permiso para visitar el archivo. ¿Sería un coleccionista privado quien estuviese interesado en esas cartas? Era un asunto sobre el que yo tampoco sabía mucho. Sólo sabía que lo más importante para Inga era proteger a Sonia.

—No quiero ni pensar el daño que le haría una cosa así —me dijo.

A eso de la una y media miré a mi hermana cubierta con la manta azul. Tenía las piernas dobladas junto al pecho y su delicado rostro se veía pálido y exhausto. Le dije que debería irse a dormir. Alargó el brazo para tocarme la mano y dijo:

—Todavía no, Erik. Quiero hablar contigo un poco más, pero no de este asunto. Ahora que ya no tenemos la casa, pienso mucho en ti y en mí cuando éramos pequeños. ¿Te acuerdas de que siempre te estaba pidiendo que jugáramos al príncipe y a la princesa?

—Sí —dije, y se me dibujó una sonrisa en la cara—. Recuerdo que cuando cumplí seis o siete años tuve que negarme en redondo. Se acabó Blancanieves y se acabó La Bella Durmiente.

Inga me devolvió la sonrisa. Las tenues sombras violáceas bajo sus ojos los hacían aún más profundos.

—Cuando eras muy pequeñito solía gustarte hacer de princesa. Te vestía de niña y yo hacía de príncipe —me dijo,

—De eso no me acuerdo.

—Te gustaba hacerte el muerto y que te resucitaran, no te importaba repetirlo una y otra vez. Después, cuando creciste, sólo querías ser el príncipe. Recuerdo que a mí me encantaba estar tumbada, con los ojos cerrados, esperando el beso que me despertase, e imaginarme que no eras mi hermanito. Me encantaba abrir los ojos e incorporarme. Me encantaban los milagros. —Cerró los ojos y continuó hablando sin abrirlos—. Era muy erótico eso de la resurrección. —Suspiró hondo—. Estos últimos días he experimentado lo mismo con Henry. Ya casi me había olvidado de ese frenesí.

No contesté. Me quedé pensando en la palabra frenesí durante unos segundos, y entonces Inga dijo:

—Maggie Tupy.

—La pequeña Maggie Tupy que vivía al final de la calle. Me gustaba.

—¿Te acuerdas del día en que bailamos para ti en braguitas? Salimos en bragas al jardín. Era emocionante estar casi desnudas. Recuerdo que me entraron ganas de hacer pis, pero no era eso en realidad. Yo debía de tener unos nueve años. Me puse a correr y a girar hasta que todo me daba vueltas y empezó a dolerme un costado.

—Ese día la besé. —Vi a Maggie Tupy con sus rizos castaños rodeada de hierba alta. De repente me vinieron a la memoria sus rodillas desnudas bajo aquella braguita blanca toda sucia de barro. Las rodillas tenían manchas verdes de hierba, manchas grises de tierra y manchas rojas de la sangre que brotaba de las rozaduras que parecían no acabar de curarse jamás porque siempre se le caían las costras. Maggie me miraba con un ojo cerrado y el otro apenas entreabierto.

Apretaba los labios para no reírse, pero yo quería besar aquella boca tensa del color de las frambuesas y me incliné sobre ella y le di un beso rápido pero enfático. Recuerdo que sentí una gran felicidad.

—Maggie Tupy —dije en voz alta.

Inga se tumbó de espaldas y cerró los ojos.

—Y también está el día en que los pájaros se comieron de verdad las migas que habíamos ido dejando a nuestro paso. ¿Te acuerdas?

Volví a ver el paisaje tal y como lo contemplamos después de cruzar el profundo terraplén que había detrás de nuestra casa y que conducía al arroyo: los retazos de luz desiguales que el sol derramaba aquí y allá en el suelo a través del follaje suspendido por encima de nuestras cabezas. Y, tras rememorar el paisaje, volví a oír el aleteo de los pájaros y a ver la bandada de estorninos que de repente alzó el vuelo desde los árboles por encima de nosotros batiendo las alas con tal estruendo que el murmullo del arroyo quedó silenciado por completo. Luego los pájaros se lanzaron en picado sobre el rastro de migas de pan que habíamos dejado.

—Fue mágico, ¿verdad? —dijo mi hermana con los ojos cerrados—. Como si el cuento se hubiese hecho realidad y el mundo estuviese de verdad encantado.

Cogí la mano de Inga, la apreté suavemente y tras una breve pausa le dije:

—Sí, lo fue.

Mi padre volvió a la Universidad Martin Luther, esta vez con algo de dinero gracias a la ayuda que le otorgó la ley para reinsertar a los soldados norteamericanos. Tenía veinticuatro años. Me lo imagino sentado junto a su amigo Don escuchando cantar al coro. Se habrían acomodado en uno de los bancos de madera de la capilla de la facultad, puesto que sería allí, supongo, donde daría su concierto el coro. Una de las interpretaciones, escribió mi padre, «Oh, Día Lleno de Gracia», desató en mí una avalancha de recuerdos, agradables al principio, pero que poco a poco me condujeron a la espanto imagen del asesinato gratuito del oficial japonés. Para gran: preocupación de Don, empecé a temblar. Le mentí y le dije que sería un brote de malaria. Fue la única vez que las imágenes pasado me asaltaron estando yo despierto, pero vivía atemorizado de que volvieran a repetirse. Leí aquellas frases muchas veces para descifrar su significado. «Oh, Día Lleno de Gracia» no estaba entre los himnos del cantoral luterano de tapas rojas que llegó a mis manos años atrás y me preguntaba si no sería algún pasaje de su letra o música lo que acabó desencadenando la serie de imágenes que mi padre no pudo evitar.

El recuerdo traumático nos llega como una explosión en el cerebro.

«Creí que íbamos a morir en el apartamento», me dijo aquella mujer. «Pero nos encontró un policía. Nos sacó de allí y echamos a correr». Tomó aire. «Casi no veíamos ni podíamos respirar. Estaba todo oscuro y avanzábamos en medio de aquella especie de lluvia seca que te asfixiaba. Y entonces vi una mano tirada en el suelo. La sangre era de un color extraño. Recuerdo que pensé eso». La mujer empezó a respirar agitadamente. «Tuve que pasar por encima, íbamos corriendo. Creí que íbamos a morir. Y eso es lo que me pasa, sobre todo por las noches. Me invade esa sensación de estar corriendo a ciegas. Vuelvo a estar allí. Me despierto con un sobresalto, como si explotase de repente, con el corazón desbocado. Me cuesta respirar. No es un sueño». Se le crisparon los labios. «Es la realidad». Cerró los ojos y se echó a llorar.

Aquel día esperamos la afluencia de heridos en las salas de Urgencias de toda la ciudad, pero éstos nunca llegaron. Llegaron más adelante con las heridas provocadas por unos recuerdos imborrables, las imágenes grabadas a fuego que luego se repetían sin cesar, una y otra vez, como un torrente hormonal, la riada neuronal que se produce al volver a una realidad que resulta insoportable. Oh, Día Lleno de Gracia.

El coro canta. En uno de los bancos, un joven veterano de guerra escucha aquella voz colectiva que eleva su gratitud a un Dios benevolente. Quizás recuerde algún cántico que solía entonar de niño en la iglesia, sentado junto a su padre. Es un recuerdo tierno. Le viene a la memoria el murmullo de los rezos en la iglesia de Urland, los fieles que ruegan el perdón a su deidad. Entonces otra imagen se interpone con una brusquedad brutal: un hombre arrodillado sobre la hierba con las manos juntas. Está rezando por su vida.

—A veces —dijo Magda—, un paciente puede llegar a provocar tanto sufrimiento o temor al analista que resulta imposible que eso no afecte al tratamiento.

Miré su rostro pequeño y marchito por la edad, su cabello cano cortado en una impecable melena a la altura del mentón, su elegante chaqueta bordada. Magda había adelgazado con el paso de los años, pero tenía la misma boca pequeña y la misma mirada dulce de siempre.

—Existen razones obvias para temer a los pacientes, algunos de ellos te persiguen, te amenazan o intimidan sin ningún pudor. Una vez tuve un paciente que me contaba sus fantasías sádicas con todo lujo de detalles. Yo estaba horrorizada, pero en realidad me asusté cuando empecé a sentir su misma excitación sexual. Me pareció intolerable. Me llevó cierto tiempo reconocer que existían sensaciones dentro de mí que había preferido ignorar y mantener bien enterradas.

—He intentado analizarlo por ese lado —le dije— consciente de que esta paciente ha tocado alguna vena sádica en mí, pero hay algo más, algo escondido, que no sé que es. —Me vino a la cabeza la frase de Inga: «Ya casi me había olvidado de ese frenesí».

—Hace varios años traté a una adolescente que trajeron a la clínica después de que intentara prenderse fuego. Tenía diecisiete años. Había nacido y crecido en Dominica. Vivió con su madre un par de años y luego fue pasando de un familiar a otro sin que ninguno se quedara con ella mucho tiempo. A los nueve años un amigo de su padre le dio una paliza y abusó de ella. El hombre fue a la cárcel y a la niña la metieron en un barco y la mandaron para aquí, a vivir con una tía suya en la ciudad. Al principio todo fue bien, hasta que empezó a montarle escenas, a reprocharle cosas y a discutir por todo hasta llegar incluso a las manos. La niña acabó en una casa de acogida. Entrevisté a la madre de la familia de acogida. Dijo que al principio Rosa había sido como un sueño. Ésa fue la palabra que la mujer usó, un sueño; amable, dulce, cariñosa. Quería que la adoptasen.

—Y después cambió.

Magda asintió con la cabeza.

—Después empezó a discutir por todo, a gritar, a perder el control. Acusó al padre adoptivo de haber abusado de ella. Al principio la creí, pero cada vez que me contaba la historia la cambiaba y, además, no parecía darse cuenta de que la versión anterior era totalmente distinta.

—Mentía.

—Sí, mentía y deliraba. En realidad era paranoica. Después de un tiempo empezó a hablar de sí misma en tercera persona. Rosa quiere esto. Rosa piensa lo otro. Él le hizo esto o aquello a Rosa. Rosa no tiene nada que decir.

—¿Qué conclusión sacaste? ¿Era un síntoma disociativo?

—Bueno, la paciente tenía unos problemas de identidad muy serios, además me pareció que conmigo experimentó también una regresión, convirtiéndose en una niñita pequeña que expresaba su identidad en tercera persona.

—¿Y la señora L.?

—Eso depende de lo que tú puedas soportar —dijo Magda negando con la cabeza—. Me has dicho que tu padre murió hace cinco meses.

Asentí con la cabeza.

—Sé lo mucho que te identificabas con tu padre.

—¿Crees que lo que me sucede con la señora L. tiene algo que ver con mi padre? —le pregunté, poniéndome a la defensiva—. Pero ¿por qué? —pregunté en un tono demasiado alto.

La mirada penetrante que me lanzó Magda me recordó la de mi madre y me arrepentí de lo que acababa de decir; tuve que reconocerlo.

—Erik, en esta profesión tarde o temprano todos acabamos perdiendo el control con algún paciente —dijo, sonriendo—. E incluso tarde o temprano todos acabamos perdiendo el control sin necesidad de la ayuda de ningún paciente. Tu dolor te hace más frágil. Ya sabes que siempre he considerado la totalidad y la integración como mitos necesarios. Somos seres fragmentados que nos vamos consolidando, pero siempre existen grietas. Que logremos convivir con esas grietas es la clave para llegar a ser unos seres, digámoslo así, razonablemente sanos.

—¿Pudiste ayudar a Rosa? —le pregunté.

—A corto plazo, sí. Cuando le dimos de alta, estudió en un instituto y vivió con otra familia más. Pero al cumplir dieciocho ya no estaba obligada a continuar en el plan de acogida, cortó toda relación con la familia, y desde entonces nadie ha podido decirme qué ha sido de ella.

Pensé en todos los pacientes a quienes había perdido el rastro, los que se habían esfumado completamente. Después me fijé en el bastón de Magda apoyado contra su escritorio y pensé: No quiero que se muera.

—¿Y qué ha pasado con la paciente con la que te dormías del aburrimiento?

—Ah, la señora W. —dije—. Ahí ha habido cambios… Hemos progresado.

—Mmm —murmuró Magda. Un murmullo de empatía, pensé para mis adentros.

Cuando salí de su consulta y respiré el aire tibio de mayo, me di cuenta de que me sentía mucho mejor, a pesar de no haber avanzado casi nada en el caso que me tenía tan desconcertado y por el que en un principio había ido a ver a Magda. Los árboles y la hierba de Central Park me parecieron más verdes y, no sé bien por qué, me acordé de Laura Capelli. Me pregunté si todavía tendría su número de teléfono.

Miranda estaba cerrando la puerta con llave cuando Eglantine me vio.

—Doctor Erik —dijo con tono acusador y los brazos en jarras, imitando el gesto estricto de un adulto—. ¿Dónde has estado? —Era de esperar, el inevitable encuentro casual en la puerta de entrada o en alguna calle de los alrededores. De hecho, me sorprendía que hubiese pasado tanto tiempo antes de que sucediera. Miré la carita de la niña levantada hacia mí y su pelo castaño tan suave, y sentí el impulso de hundir la mano en aquellos rizos y acariciar su cabecita, pero me contuve.

Miranda se acercó a nosotros con una enorme bolsa en la mano.

—He estado aquí —le dije a Eggy sin mirar a la madre. La niña tampoco había venido a verme a casa y me pregunté si Miranda no le habría prohibido las visitas.

—Ahora vamos al parque a dibujar —dijo Eggy al tiempo que se ponía en puntillas, alzaba una pierna manteniendo el equilibrio con los brazos extendidos y luego la volvía a bajar—. ¿Quieres venir con nosotras? Te podemos prestar papel, ceras, lápices de colores, carboncillo, de todo.

—Lo siento, pero no tengo tiempo —le dije, y noté el tono envarado de mi voz.

Miranda se acercó a mí y la miré. No sé si notó en mi cara lo incómodo que me sentía en esos momentos, pero lo cierto es que la expresión de sus ojos era de una total dulzura y tranquilidad.

—¿Estás seguro de que no quieres venir? —me preguntó—. Es un día de domingo precioso.

Esa tarde ha quedado grabada en mi mente como una colección de fragmentos. El momento en que estuve tumbado sobre la manta escocesa observando las ramas, las hojas y los retazos de cielo azul por encima de mi cabeza, una perspectiva que me recordaba mi infancia. Las piernas morenas de Miranda sobre la manta y sus pies descalzos con las uñas pintadas de rojo. Eggy sentada en mi regazo estudiando el tamaño de mis orejas, con su carita pegada a la mía. «Son muy grandes. ¿Lo sabías? Muy, muy grandes». El dibujo que inventó Miranda de su hija vestida de encajes y con un sombrero de alas muy anchas. «¡No, mami, quiero que me dibujes con un vestido largo, hasta los tobillos! ¡Cámbialo!». El sonido de la goma de borrar. Eggy tarareando. Miranda con gafas de sol. El calor del sol en mi espalda y la sensación de modorra. Un paquete rojo de pasas sobre la hierba a escasos centímetros de mi nariz. El trébol. Eggy boca abajo con un palito en cada mano, uno un poquito más largo que el otro.

—No voy a hacerte caso sólo porque seas más grande, ¡pedazo de memo! —dice Eggy imitando una vocecilla mientras hace que el palito más corto dé unos saltitos en el aire—. ¡A mí no me mangoneas!

—Tienes que prestar más atención —dice el palito más largo con voz grave.

—No, no tengo por qué —canturrea el palito pequeñito—. ¡Yo soy Superniña! —Superniña sale volando y pasa por encima de mi cabeza—. Quiero que el doctor Erik venga a verme a mi clase de teatro. Es el sábado. ¿Verdad, mamá? La próxima clase. El mitón. ¡Yo hago de mitón! —dice entusiasmada Eggy.

Yo me sentía ilusionado. A pesar de que Miranda no hizo ningún gesto que evidenciase un coqueteo ni dio señal alguna de que sus sentimientos hacia mí hubiesen cambiado, yo había pasado dos horas con su cuerpo a sólo unos centímetros del mío. Había soñado despierto con estirar el brazo y apoyar la mano en su muslo, con rodar hasta ella por encima de la manta de cuadros escoceses y rodearla con mis brazos. Aquella noche, después de hablar por teléfono con Inga y con mi madre, leí durante un par de horas en mi estudio. Antes de irme a la cama, fui hasta la ventana y me asomé. Siempre me he preguntado si lo hice porque había oído sus voces de algún modo subliminal o porque, lisa y llanamente, sentí el impulso de observar la calle, como ya me ha pasado más de una vez, y me encontré con aquella escena por pura casualidad. Lo cierto es que, desde el segundo piso, vi a Miranda y a Lane que estaban charlando en la acera bajo una farola. Vi cómo él intentaba abrazarla y ella se resistía durante unos segundos. Luego vi cómo Miranda se daba por vencida y caía en sus brazos. Les vi besarse. Les vi dirigirse hacia la casa y desaparecer por el recodo de la escalera de entrada. Esperé un rato con la esperanza de ver salir otra vez a Lane, pero no reapareció.

Ya tumbado en mi cama, recordé los últimos versos de un poema de John Clare:

Hasta mis seres queridos, aquellos que amo más,

me son desconocidos, qué digo, aún más

desconocidos que todos los demás.

Repetí dos veces esos versos por lo bajo y luego me tomé la pastillita blanca.

Nada más ver a Burton sentado a la mesa tuve la impresión de que algo había cambiado en él. Yo también me senté e intenté averiguar qué era exactamente lo que me había producido aquella sensación de novedad. ¿Sería su postura? ¿Me parecía menos sudoroso? ¿Estaba mejor vestido? Mi viejo amigo, hundido en el fondo de la silla, me miraba con su cara ancha cubierta de transpiración. También noté que no debía de llevar puesta su espesa ropa interior porque su camisa estaba bastante más oscura bajo las axilas que por el resto del torso. Se había anudado un pañuelo ocre alrededor del cuello, una prenda mínima que era el único toque que podía acercarle al dandismo; su camisa raída y sus pantalones parecían haber salido de los almacenes del Ejército de Salvación. Cuando Burton me llamó, acepté gustoso su invitación a cenar, sabiendo que eso distraería mis pensamientos de El mitón. Todavía no había decidido si asistiría a la representación de una obra que había adquirido proporciones espantosas en mi mente y que vino a significar el regreso de Lane, padre dudoso y amante sospechoso, un hombre a quien sólo había visto dos veces y ambas en la oscuridad.

—Como te mencioné por teléfono, nos gustaría reclutarte —dijo Burton mientras comía su lasaña—. Bueno reclutar es un término quizás militar. En estos tiempos mejor evitar referencias marciales, en realidad solicito, esto es, encarezco tu asistencia a nuestras reuniones mensuales. Por lo demás esta cena, el motivo oficial de nuestro encuentro, tiene la ventaja adicional de que la factura es deducible de impuestos. Hablo en plural, entiéndeme, porque me refiero a nosotros, los miembros del Instituto de Neuropsicoanálisis, el heraldo de los nuevos tiempos que patrocina el acercamiento entre disciplinas, entre el cerebro y la mente, reexaminando esa vieja dicotomía. Nos reunimos el primer sábado de cada mes. Las sesiones empiezan a las diez en punto. Una conferencia sobre neurociencia seguida por un debate. Hemos tenido a varias luminarias como conferenciantes: Darmasio, LeDoux, Kandel, Panksepp, Solms. Somos unos, veinte, a veces hasta treinta. Yo diría que formamos una cábala beligerante de neurocientíficos, psicoanalistas, psiquiatras, neurólogos, farmacólogos y un par de expertos en inteligencia artificial y en robótica para sazonarlo todo. Yo soy el único historiador. Allí conocí a un tipo, David Pincus, que estudia la empatía en el cerebro. Muy, pero que muy, intersante. Las neuronas espejo, ya sabes. —Burton respiró hondo y se secó la frente con el pañuelo. Un gesto que dio como resultado la transferencia de un poco de salsa de tomate a la bien poblada ceja derecha y que me puso en la incómoda situación de decidir si se lo hacía notar o no. Cualquiera de las opciones le dejaría bastante mal parado. Mientras yo clavaba mi mirada en su ceja, Burton se enfrascó en la no tan breve elucidación de un ejemplo sobre las conexiones en cuestión. La idea que Freud expresó en 1895 acerca de la Nachtraglichkeit, dijo, era notablemente similar a la noción mucho más reciente, de reconsolidación desarrollada por neurociencia actual. Nuestros recuerdos siempre resultan alterados por el presente, ya que la memoria no es estable sino mutable. Cuando hizo una pausa, le dije lo más delicadamente posible que una pequeña parte de su cena se las había arreglado para llegar hasta su ceja. Se puso totalmente colorado y se frotó de un modo frenético los pelillos manchados hasta que le aseguré que la zona en cuestión había quedado libre de alimentos. Después se quedó en silencio con la mirada fija en su plato. Pasaron un par de segundos hasta que alzó la barbilla y abrió la boca como si quisiera decir algo, pero de ella no salió ni una palabra. Cuando volvió a repetir el gesto, le dije:

—Burton, ¿en qué estás pensando?

—Me siento algo incómodo por lo que tengo que decirte. Se refiere a Inga.

—¿Sí? —Viendo a Burton delante de mí me vino de repente a la cabeza la imagen de una morsa. Puede que fueran las bolsas bajo sus ojos que acentuaban, si cabe, su expresión cansina, pero la imagen de Burton me llevó a pensar en la Morsa y el Carpintero de Lewis Carroll. Esperé a que hiciera acopio de valor para continuar. «Ha llegado la hora», dijo la Morsa, «de hablar de muchas cosas». Bueno, pensé, aquí estamos los dos, la Morsa rechoncha y empapada y el Carpintero enjuto y seco formando una absurda pareja: reyes y repollos.

—Creo que debo prevenirte, bueno, alertarte, sobre el hecho de que puede haber aspectos amargos, mejor dicho, difíciles de digerir e incluso deshonestos en lo que voy a divulgar. —Burton suspiró, se frotó su chorreante cara y prosiguió—. Tiene que ver, se trata, sí, es en torno a… —la barbilla de Burton temblaba— Henry Morris.

—¿Henry Morris el amigo de Inga?

Burton asintió y luego se quedó con la mirada clavada en la mesa

—Yo, eh…, he estado vigilando a Inga.

—¿Qué? —dije, alzando la voz.

Burton agitó las manos indicándome que bajara la voz.

—He mantenido cierto grado de vigilancia en su nombre —murmuró.

—¿Inga te pidió que vigilaras a alguien?

—No —dijo—. Yo no lo diría así.

—¿Y cómo lo dirías?

—Después del incidente en el parque y la cena en su casa, tan agradable como fue, ¿no te parece?, bueno, me propuse, por así decirlo, estar pendiente de algunas cosas.

—¿De algunas cosas? —dije inclinándome hacia él—. Por Dios, Burton, ¿no me estarás diciendo que has estado siguiendo a Inga y a Morris? Pero ¿qué te ocurre?

Sabía perfectamente lo que le ocurría. El amor. Burton había sido capaz de confesarlo todo, con todas las palabras a su alcance, salvo la más necesaria para legitimar su espionaje por los poderosos sentimientos que abrigaba hacia mi hermana. Loco por ella, Burton había dedicado días enteros a seguir a Inga y luego a Morris «para protegerla».

—Estoy convencido —dijo— de que Morris trafica con la vida privada de la gente.

—¿Qué quieres decir?

—Le vi con la mujer del parque —respondió Burton con amargura—. Con la misma persona que vi junto a Inga. Oí que hablaban sobre unas cartas.

Burton utilizó la servilleta y no el pañuelo para secarse violentamente el rostro.

—La mujer se llama Edie Bly. Aparecía en la película de Max Blaustein. Perdona la expresión, pero esos dos están conchabados.

—¿Y Morris no te reconoció? Después de todo estaba en la cena. ¿Cómo conseguiste acercarte tanto a él para oír su conversación?

La frente de Burton volvía a gotear. Usó tanto la servilleta como el pañuelo para secársela, y luego, con un grave susurro, dijo una sola palabra:

Disfrazado.

Al final resultó que, incluso de incógnito, Burton no había estado tan cerca de aquellos dos cuando se encontraron en un restaurante del Village donde toda su conversación se desarrolló en voz baja, pero estaba convencido de que escuchó a Morris mencionar claramente la palabra cartas un par de veces. En un determinado momento, Edie Bly había roto a llorar y luego, un poco más tarde, habló de las reuniones a las que asistía en alcohólicos anónimos y sacó a relucir el nombre de Joel. Durante su conversación con Morris, Edie se había bebido tres cafés solos y en cuanto salieron a la calle en cuanto salieron encendió un cigarrillo.

Le solté a Burton el discurso que esperaba: ese tipo de intrusiones puede hacer infeliz a la mayoría de la gente involucrada; la labor del detective aficionado puede llevarle hasta lugares donde no quisiera llegar y, además, quizás también él estuviera «traficando con la vida privada de la gente» al seguirla sin su conocimiento. A pesar de que me entendió perfectamente y aceptó mi admonición, Burton seguía viendo sus actividades subrepticias a través de la lente distorsionada de la caballerosidad. Estaba llevando a cabo una tarea para su Dama y, según el código caballeresco, poco importaba que la Dama lo deseara o no. Él actuaba en su nombre.

Como resultaba evidente que Burton no había hablado con Inga, le pregunté qué deseaba que hiciera con aquella información, incompleta en el mejor de los casos.

—Bueno —dijo con sorprendente franqueza—, lo que tú quieras. Confío en ti.

Cuando llegó el café, Burton me preguntó por Miranda y me comentó que le había parecido «encantadora e interesante». Después de añadir varios calificativos más, llego a considerarla «seductora».

—Yo también —dije—. Pero me temo que no abriga ningún sentimiento amoroso hacia mí.

Burton me miró a los ojos y alargó su mano húmeda para posarla sobre la mía y luego retirarla con rapidez.

—Es una cuestión de censura —comentó la señora W, con su voz chillona—. Maisie dice lo primero que se le viene a la cabeza y a veces son cosas tontas, estúpidas, pero veo que la gente la escucha, sonríe y asiente con la cabeza todo el tiempo. Yo me detengo antes de hablar y pienso las cosas, pero debo admitir que la gente me encuentra aburrida aunque lo que yo diga sea bastante más inteligente.

—Una conversación no consiste tan sólo en palabras Muchas veces lo importante es la forma de interactuar brevemente con otra persona —dije—. Usted se frena en lugar de actuar.

La señora W. tenía las manos cruzadas sobre el regazo. Permaneció en silencio durante varios segundos.

—Es una barrera —dijo con voz tranquila—. Una valla que rodea el patio de recreo. —En ese momento cruzó las piernas y sentí un súbito deseo sexual que nunca se había manifestado frente a ella. La señora W. tenía cincuenta y tantos años, era un poco gruesa y nunca me había atraído ¿Qué me sucedía?

—¿Una valla en concreto que usted recuerde? —dije.

—No lo sé. Ya le he dicho que he olvidado tantas cosas… No queda casi nada de mi niñez, quiero decir, que ése sí es un recuerdo concreto. —De repente parecía cansada.

—Creo que quizás, hace un momento, usted estaba interactuando conmigo. Cuando mencionó la valla, sentí que vivía ese recuerdo junto a usted, sentí interés, me sentí personalmente involucrado.

La señora W. parpadeó. Por un instante una leve sonrisa afloró en la comisura de sus labios para luego desvanecerse. Pensé que iba a caer dormida de un momento a otro. Cerró los ojos. Observé cómo respiraba. Por alguna razón, pensé en mi padre aserrando tablones en el patio. Después me vino a la mente la imagen de una valla de alambre de espinos.

—Estoy agotada —dijo cuando volvió a abrir los ojos.

—Dormir la aleja a usted de mí en el patio de recreo. Eso es porque algo la atemoriza. En este momento yo le resulto peligroso.

—Estoy dándole vueltas a lo que usted me acaba de decir. Me parece que hay algo importante en ello y sin embargo me siento confusa y también adormilada.

—¿Recuerda usted cuando me dijo que no le gustaba que su padre la ayudara con los deberes del instituto?

—Es que se involucraba demasiado.

—Está usted usando la misma palabra que usé yo antes, involucrarse. Quizás hoy estoy yo ocupando el lugar de su padre.

—También era porque a mi madre no le gustaba aquello —dijo entrecerrando los ojos—. Siempre venía a mi habitación a interrumpirnos.

—¿Se la veía ansiosa?

Observé cómo la señora W. apretaba los dedos contra su boca

—¿Su madre y usted se sentían incómodas ante la actitud de su padre?

—Él dejó de abrazarme —dijo con los ojos cerrados y una voz distante—. A partir de los catorce años dejó de abrazarme. Ya no volvió a hacerlo.

—Creo que con ello su padre estaba protegiéndola —dije. Hice una pausa y proseguí—: Protegiéndola de lo que sentía por usted. Usted estaba creciendo. Él sentía una atracción que acotó con una valla.

Mientras la señora W. me miraba sentí una indecible tristeza por todos nosotros. A pesar de que su rostro pertenecía inmutable, sus ojos se humedecieron. Entonces las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas dibujando dos surcos. No se secó las lágrimas ni hizo ningún gesto para detenerlas. Se mantuvo totalmente inmóvil, tan inerte como una estatua de la Virgen en medio de una plaza de la que, de repente, empiezan a brotar las lágrimas.

—¿Burton estaba seguro? —me preguntó Inga en vos voz baja al otro lado del teléfono—. ¿Estaba seguro de que en Edie?

—Sí. ¿Tú entiendes algo de lo que está sucediendo? —le pregunté.

—No —dijo despacio—. Henry nunca mencionó que hubiera visto para nada relacionado con el libro que está escribiendo.

—¿Y cómo es posible que supiese lo de las cartas?

—Yo se lo dije —afirmó Inga elevando la voz—. Yo se dije. La cuestión está en por qué él no me dijo que había ido a verla.

—Quizás fue a verla para intentar protegerte —añadí—. Para intentar que se aviniera a razones.

—Él me dijo que lo más prudente sería dejar las cosas como estaban, que era posible que las cartas ni siquiera existieran ya que yo no las había visto nunca. En cuanto al hijo me dijo que, salvo con una prueba de ADN, la paternidad no podía probarse y que para eso necesitaba la colaboración de Sonia. Los escándalos literarios aparecen y desaparecen. Alcanzan un momento de ebullición y luego decaen. La obra que queda es lo que importa. Excepto en los casos de suicidios prematuros, en los que el suicidio pasa a ser el epicentro de todo lo demás…

—Me parece bastante insensible de su parte —dije—. Después de todo, está hablando de tu vida.

—Así es, pero en estos casos tomar distancia puede proporcionar cierto alivio. —Inga permaneció un rato en silencio.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

—No.

—Creo que no debes llegar a una conclusión precipitada, Inga.

—¿Erik?

—Dime.

—He sido feliz. Me he sentido joven otra vez después de tantos años de sentirme vieja. Ya sabes de lo que te hablo, conoces ese estado de excitación que te quita el hambre, en el que no haces más que pensar en esa persona, desearla, con la esperanza de llegar a gustarle de verdad…

—Lo conozco.

—Me temo que sea por Max.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, Henry adora su obra. Para él es muy importante. Eso tenemos en común, y ha sido una delicia hablar con él de la obra de Max.

—¿Y?

—¿Y si al estar cerca de mí lo que él quería era estar cerca de Max? Acostarse con la viuda, ya sabes lo que quiero decir.-Lo sabía y sólo pensarlo me produjo una gran desazón. —Tendrás que hablar con él.

—Sí. —Aquel sí estaba envuelto en un velo de angustia—. Es extraño, ¿no? —me dijo antes de colgar—, que Burton viera por casualidad en el restaurante…, pero supongo que esas cosas suceden.

—Continuamente —dije—. Suceden continuamente.

Durante varios años después de la guerra, el campus de la Universidad Martin Luther se inundó de veteranos. Curtidos por la guerra, grandes bebedores, y mayores que chicos y chicas que llegaban a la universidad desde las granjas y ciudades del Medio Oeste para iniciar su educación, los excombatientes tomaron el lugar al asalto. Recuerdo perfectamente cómo se reía mi padre cuando me contó la historia de una noche que pasó con los muchachos. Otro veterano como él, que más adelante se convirtió en profesor de física, había montado un sistema de poleas en las vigas de un ático reconvertido en dormitorio común para aquella nueva horneada de estudiantes. Botella de whisky en mano, el futuro autor de Debates contemporáneos sobre ciencia y religión voló encima de las cabezas de sus camaradas aullando como Tarzán. En el campus estaba prohibido el alcohol y todavía lo sigue estando, pero imagino que el rectorado hacía la vista gorda ante los excesos etílicos de aquellos héroes recién vueltos a casa. Las partidas de póquer proliferaban y, sin duda, más de una joven de la ciudad vecina entraba a media noche a escondidas en los dormitorios.

En sus memorias mi padre se refiere a sí mismo como alguien «que se abría camino a base de fuerza de voluntad». Para mí tener las cosas claras requería un gran esfuerzo e incluso después nunca estaba seguro de haber llegado a la conclusión correcta. Me convertí en un archivo de datos, detalles trivialidades. Me gustaría creer que las personas que somos lentas a la hora de aprender podemos llegar a ser unos buenos profesores. Comprendemos muy bien el sufrimiento que requiere aprender. Mi propia lucha, los momentos difíciles que desearía haberme ahorrado, me sirvieron más adelante cuando fui profesor y tutor de jóvenes estudiantes. Sin embargo, mi padre formó junto a otros cinco o seis veteranos un seminario informal en el que acababan leyendo de todo, desde las Confesiones de San Agustín hasta Los desnudos y los muertos de Mailer. Se ganó fama de sabio, fue un excelente estudiante, ganó premios, fue admitido en la sociedad de honores y consiguió una beca Fulbright después de licenciarse. La idea de «abrirse camino» te trae a la mente la imagen de un hombre avanzando sobre el terreno con botas de campaña, siempre pegado a la tierra. Hay cargas que sobrellevamos sin que los demás se den cuenta de ello.

La beca Fulbright llevó a mi padre a Noruega en 1950. Entonces escribió:

Veía a Marit con mucha frecuencia. Recuerdo una circunstancia en particular. Durante una de nuestras citas, Marit llevaba un jersey rosa que desprendía más pelusa que un collie en primavera. Al despedirnos debí de abrazarla durante un buen rato porque, a la mañana siguiente, descubrí que mi chaqueta era prácticamente de color rosa debido a la cantidad de pelusa que se le había pegado. Durante la casi media hora que me llevó quitar los pelillos uno a uno, me invadió una tremenda sensación de ternura, de esa que te desarma y te deja tan blando como la papilla. Si me dijeran que sólo puedo conservar un recuerdo de toda mi vida, elegiría éste, no tanto por nostalgia romántica sino porque aquel hecho marcó un momento seminal en mi existencia. Apuntaba el camino que condujo a nuestro matrimonio, a los dos hijos que tendríamos juntos, al hogar que construimos y a las penas y alegrías que compartiríamos después.

Me imagino a mi padre en una habitación pequeña, sentado al borde de la cama o en una silla, con su chaqueta sobre el regazo. Mientras quita con el pulgar y el índice a una las fibras de lo que, probablemente, era lana de Angora y las va echando en la papelera o las va juntando en bolita para después tirarlas, se da cuenta de que está enamorado. No le sucede cuando está con la joven o la besa, ni quiera cuando está tumbado sobre aquella misma cama pensando en ella al caer la noche. Sucede a la mañana siguiente, cuando descubre que el jersey se ha fundido con chaqueta.

La unión de las prendas se convierte en una metáfora que, sospecho, mi padre tan sólo percibió de forma subliminal. Escondida detrás de aquella chaqueta «prácticamente de color rosa» yacía la promesa de dos cuerpos anudados que pronto se fundirían en uno. Al volver recordaría la intensidad de aquel sentimiento y comprendería que su vida había dado un giro en aquel momento. Creo que hubo muchas cosas de las que mi padre se arrepintió con o sin razón, pero nunca de aquella media hora que tuvo solo en su habitación de Oslo junto a una chaqueta cubierta de pelusa.

Cuando llegué al colegio para asistir a la representación en la que participaba Eggy, todas las sillas plegables esta ocupadas y tuve que quedarme de pie al fondo cerca de la puerta. Antes de El mitón vi La hoja de arce, obrita que incluía un elenco formado por seis hojas de cartón representadas por niñas que daban saltitos por el escenario «agitándose al viento», para acabar «cayendo» junto a otra hojita, representada por un niño algo confuso que paraba de sisear mientras hacía que volaba por doquier «¿Lo hago ahora? ¿Ahora?». Cuando al fin llegó la señal que le dio una señora sentada entre bambalinas (pelo largo gris, gafas de montura metálica y la frente fruncida con una expresión de preocupación permanente), la desventurada hojita cayó al suelo de golpe y en su cara se dibujó el alivio que sentía al haber cumplido su misión teatral. La obrita en la que actuaba Eggy venía a continuación, siguiendo la lógica del cambio de estación. Una niñita rubia, abrigada en exceso con un anorak para la fecha de junio en la que estábamos, cruzó el escenario dando saltitos y agitando las manos enfundadas en sendos mitones rojos. Luego dejó caer uno de ellos al suelo y comprendí que aquel gesto totalmente calculado pretendía resultar inadvertido porque, inmediatamente después, Eggy apareció con un vestido de punto rojo que le cubría el cuerpo por completo con excepción de los tobillos y los pies y de su radiante carita que sobresalía por un agujero. Dio unos pasos y puso el pie sobre el mitón para ocultarlo de la vista, tras lo cual se lanzó a recitar su soliloquio. Con el brazo estirado para aparentar ser un dedo pulgar comenzó su discurso cara al público.

—Pobre mitón —exclamó con una voz sorprendentemente autoritaria—. Pobre mitón, que ha perdido su pareja —hizo una pausa y lloriqueó—, ¡pobre, pobre! —Con la mirada fija en el techo y golpeándose el pecho con el brazo convertido en dedo, Eglantine se lamentaba de su triste sino. Su expresión afligida se tornó en otra de inefable alegría cuando la rubita abrigada reapareció agitando la versión reducida del mitón que representaba Eggy. Un estruendoso aplauso, grandes carcajadas y un par de pitidos emergieron de un público sumamente receptivo compuesto de familiares y amigos.

Después de aquel drama invernal, asistí a El tulipán y El regador y localicé a Miranda entre las primeras filas del público Cuando identifiqué su nuca sentí una súbita excitación seguida por un inmediato desasosiego, ¿para qué había ido allí? Una vez que las hojas, las gotas de agua, los tulipanes, la dueña del mitón y el propio mitón hicieron postreras reverencias al público y cesaron los aplausos, sala prorrumpió en un ruidoso y caótico maremágnum felicitaciones y parabienes. Cómicos liliputienses gritaban y corrían por doquier. Vi cómo Miranda abrazaba a Eggy y pude distinguir también a los abuelos de la niña, un hombre corpulento de piel clara con varios lunares en el rostro y una mujer tan alta como su marido pero más delgada, la tez más oscura y vestida con una elegante túnica o algo similar. Las otras personas que abrazaban a Eggy debían ser las hermanas de Miranda y sus maridos. Una niña con cabello alborotado, y que deduje pertenecía a la familia, estaba utilizando las sillas de la sala a modo de puente para cruzar de una fila a otra. Lane no apareció por ninguna parte y eso me alegró fugazmente. Entonces Eggy me vio.

—¡Mamá, te dije que vendría! —gritó para luego son de oreja a oreja.

Llegó el momento de las presentaciones. El padre Miranda me dio un fuerte apretón de manos y la madre envolvió con su atractivo y suave tono de voz. Las tres hermanas no eran tan guapas como Miranda, a mi parecer, pero eran simpáticas. Aunque antes de aquella tarde Miranda y yo habíamos intercambiado en varias ocasiones besos educados en las mejillas, nos despedimos con apretón de manos. La presencia de su familia ejerció misteriosa contención.

—A lo mejor estás criando a una actriz —le dije a Miranda. Delante de ella no podía remediar caer en banalidad. Cuanto más deseaba conquistarla menos ocurrente resultaba y más me arrepentía de ser tan anodino. Sin embargo ella sonrió con agrado.

—Una bufona para ser más exactos —me contestó susurrando.

Ya en la calle, Eggy se despidió agitando una mano. Miranda sonrió, asintió con la cabeza y después me dio la espalda. Con el ambiente caluroso su falda de tela fina se le pegó a las nalgas y a los muslos. Un instante después, vi cómo se llevaba las manos atrás para estirar la falda y mi atisbo del paraíso velado se desvaneció. La observé desaparecer dentro de uno de los coches que los miembros de la familia Casaubon habían dejado aparcados en la calle. Iban a celebrar una cena familiar. Mientras estuve junto a ellos oí por encima que iban a comer corvina chilena y después verían un partido de críquet en un canal de televisión por cable. Al verlos partir sentí algo similar a la angustia del exilio, y cuando eché a andar me di cuenta de que no quería volver a casa y me dirigí hacia el parque. Mientras caminaba, recordé las veces que de niño me había quedado en el banquillo, partido tras partido, hasta que un día llegó mi oportunidad y salí disparado al campo para acabar perdiendo la pelota por culpa de los nervios. Recordé la cara de mis padres mientras me consolaban, las miradas frías de mis compañeros y el calor de la vergüenza. Recordé al imbécil de Kornblum atacando mi ponencia durante el Congreso sobre el Cerebro y la Mente y su posterior negativa a contrastar conmigo su punto de vista mientras señalaba mis «errores» con su tono de voz pausado y condescendiente. Recordé a Genie diciéndome que ya no podía soportar verme más. «Estoy follando con Allan. Ya es hora de que te enteres. Todo el mundo lo sabe».

Caminé con paso rápido y enérgico, primero por la acera y luego por los caminos que se adentraban en el bosque mientras mi furia y amargura crecían con cada paso que daba. Tuvo que pasar una hora antes de que me viniera a la mente la imagen de mi padre y de sus desapariciones. Sé lo mucho que te identificabas con tu padre. Entonces reduje la marcha y cambié de dirección. Mi disgusto se convirtió una burda autoconmiseración. Cuando volví a Garfield Place, abrí mi cuaderno y comencé a escribir. Estuve escribiendo casi una hora pasando de un asunto a otro. Lo último que anoté fue un recuerdo sobre el que no había vuelto desde hacía bastante tiempo.

Estoy de nuevo en la granja en verano. Inga y yo trepamos hasta el altillo sobre el garaje. No creo que hubiéramos subido allí antes y nunca más volvimos a hacerlo. Sólo aquella vez. Entra luz por algún sitio. Es un ventanuco con el cristal opaco por la suciedad. Encontramos un viejo baúl cubierto por una espesa capa de polvo que parece carbonilla. Abro las correas de cuero y luego el cierre. Dentro encuentro una chaqueta marrón de lana gruesa y tiesa. Percibo su aspereza en los dedos. La levanto y veo primero los galones en la manga, luego las medallas prendidas en el pecho. Sé que se trata del uniforme que llevaba mi padre durante la guerra y siento un escalofrío de orgullo. Bajamos al garaje con nuestro tesoro y corremos junto a la parra y en los manzanos, cada uno sujetando una manga de la chaqueta como si lleváramos de la mano a un amiguito decapitad

—¡Papá, papá! ¡Mira lo que hemos encontrado! —gritamos, y de repente aparece nuestro padre delante de nosotros. Levantó la mirada y me quedo perplejo al ver que está enfadado.

—Volved a ponerla en su sitio. ¡Ahora mismo! —Más que decirlo, parece que lo ladra.

—Pero… las medallas —acierto a decir—. ¿Qué hago con las medallas?

Pero a mi padre no se le dulcifica el gesto. No se le dibuja en el rostro ninguna sonrisa cariñosa. Es otro padre. Repite la orden y volvemos al garaje. Oh, Día Lleno Gracia.

Ese miércoles, al dejar mi despacho, iba abstraído pensando en mis pacientes. Esa vez la señora L. había sido más comunicativa.

—Algunos días siento que no tengo piel. Que estoy en carne viva y sangrando.

Aquel comentario me ayudó. Aproveché para hablarle de las metáforas. La piel es una barrera y sin ella no hay nada que te proteja. Los límites son importantes. Le mencioné la muñeca de trapo que servía como adecuada metáfora del descuido en que la tuvo su madre.

—Ella no podía reconocer que usted era una persona independiente, con necesidades y deseos propios.

La señora L. quiso abrazarme al finalizar la sesión, pero le dije que no sería una buena idea, a lo que se avino después de sermonearme con sus comentarios sobre la estupidez de las normas que regían el psicoanálisis. Luego pensé en el niño de ocho años al que había entrevistado ese mismo día. Desde hacía dos años no le había dirigido la palabra a ningún adulto salvo a sus padres. Seguía haciendo sus deberes escolares, pero no contestaba las preguntas de sus profesores ni las de los amigos de sus padres. A mí tampoco me habló. Negaba o asentía con la cabeza, esbozaba una sonrisa o fruncía el ceño, siempre con la boca herméticamente cerrada. Cuando le pedí que dibujara su autorretrato, hizo un pequeño monigote en uno de los ángulos del papel y por boca le trazó una línea recta atravesada por pequeños trazos verticales que me recordaron el alambre de espino. Estaba pensando en aquella boca cuando oí una voz detrás de mí.

—Hola, doctor Davidsen.

Me volví y me quedé de piedra al ver a Jeffrey Lane. Una mezcla de sorpresa y alarma me dejaron mudo durante un instante. Entonces con una voz fría dijo:

—Ya nos conocemos.

Sonrió y me di cuenta de que era un hombre apuesto. Llevaba el pelo moreno cortado de forma que sobresalían pequeños mechones puntiagudos. Una prueba más de afectación de la gente que siempre va a la moda. Tenía el rostro delgado, era moreno de piel, y cuando me sonrió noté que tenía unos dientes muy blancos y brillantes, como los de la gente que sale en televisión. Llevaba una camiseta gris y sus brazos evidenciaban muchas horas de gimnasio. Al mirarlo me sentí un gigante y un enano a la vez.

—Siento lo del otro día —dijo—. Se dejó usted la bragueta abierta, por así decirlo, y la tentación fue irresistible.

—¿Tiene usted algo que decirme? —pregunté.

—Sí, tengo. Quiero invitarlo a mi exposición. Fotos de familia. Ése es el tema. Será un material interesante para un psiquiatra. DDI. Ésas son las siglas que ustedes utilizan, ¿no, es así? Desorden disociativo de la identidad. Antes se llamaba personalidad múltiple. Mis fotos son DDI. Todavía falta tiempo, pero quería asegurarme de que la anotara usted en su agenda para no perdérsela. Será el ocho de noviembre, en la galería Minot, en la calle Veinticinco Oeste.

Durante un segundo no dije nada.

—Pero estamos en junio.

—Lo sé, pero los tipos como usted siempre están muy ocupados, ¿no es así?

Me quedé mirándolo.

—No le estoy tomando el pelo —dijo Lane, inclinando la cabeza hacia un lado—. De verdad quiero que venga. Siento haberle asustado aquella noche. Con toda sinceridad, no fue mi intención. Pensé que podría entrar y verla. —Hizo una pausa—. Es mi niña. —Después de un segundo repitió—: Es mi niña.

—Hay otras formas de ver a una hija aparte de entrar en casas ajenas en mitad de la noche —le dije. Cada palabra que pronunciaba me sonaba extraña, como si fuera otra persona quien estuviera hablando.

—No, entonces no había otra forma. —En aquel momento, Lane parecía convencido. Había abandonado su tono irónico y eso me desarmó. Antes de que me diera cuenta, me agarró del brazo—. Quiero que hable usted con Miranda —dijo tirándome de la manga de la camisa—. Ella le admira. A usted le hará caso.

—¿Hablarle de qué? —pregunté al tiempo que me soltaba.

—De mí, de mis derechos. Mi vida depende de ello.

—Puedo recomendarles a un terapeuta familiar, un mediador.

—¡Por favor…! —dijo—. No tiene usted que jugar a don Experto conmigo. Le he visto a usted con ella. Les he fotografiado, hombre. Usted es un libro abierto. —Se detuvo un momento para ordenar sus ideas—. ¿Cómo cree usted que me siento al ver a otro hombre junto a mi niña? —Lane se balanceaba sobre los talones mientras hablaba.

Noté cómo mi puño se cerraba con fuerza sobre el asa de mi maletín.

—Eso es un asunto que debe tratar con ella. —Me vino a la cabeza la imagen de los dos charlando en la acera.

—¿Le gustan las negras? Resulta bastante exótico para un tío blanco como usted, ¿verdad? Pero siento decirle que usted no es su tipo. Un poco manso, diría yo. —Arrastró la palabra manso y volvió a balancearse sobre los talones—. Es un espíritu salvaje en la cama. —Sonrió—. Y le digo esto porque tengo un octavo de sangre india.

Mi enfado al oír sus dos primeras frases fue seguido por un arranque de ira al oír la última, y antes de que me percatara había levantado mi mano derecha, con maletín y todo en un gesto amenazador.

Lane se rió. Bajé el brazo con el rostro encendido. Me di la vuelta y me dirigí hacia el metro pensando que ojalá le hubiese golpeado. Ojalá le hubiese golpeado.

La tierra estaba congelada y dura como una piedra cuando murió mi padre, así que para enterrar sus cenizas tuvimos que esperar a que llegaran las vacaciones que me tomaría en el mes de junio. Entonces podría ir con Inga y Sonia a pasar unos días con mi madre. Ya se lo había notificado a mis pacientes con mucha antelación. Para algunos de ellos mis ausencias eran angustiosas. Tras abandonar el aeropuerto de Minneapolis, cogimos la 35W en dirección sur. La carretera estaba flanqueada por verdes praderas. Mientras conducía, pensé para mis adentros que en agosto aquellos campos comenzarían a amarillear. El sol abrasaría las plantaciones de maíz y de alfalfa. Sucede todos los años. Después pensé en la nieve y en el universo blanco de mis inviernos infantiles. Sonia iba durmiendo en el asiento de atrás. Veía su cara por el espejo retrovisor, la expresión dulce y aniñada que le otorgaba el sueño. Inga iba a mi lado. Había echado su respaldo hacia atrás y tenía los ojos cerrados. Aprendió a conducir con treinta y seis años y rara vez se sentaba al volante. Decía que el tráfico la ponía demasiado nerviosa, además de que llevaba el coche demasiado despacio. A mí me gustaba conducir. La vibración de, las ruedas me recordaba una sensación de libertad de tiempos pasados, cuando, nada más sacar el permiso, me metía por carreteras secundarias sin rumbo fijo y conducía sin parar hasta que la gasolina bajaba a un nivel tan preocupante que no tenía más remedio que dar la vuelta. Aquellas vagas evocaciones me provocaron cierta tristeza. No me estaba acordando de un paseo en concreto sino de decenas de ellos que había emprendido al volante cuando era adolescente. Supongo que la nostalgia de aquella época se mezclaba con el placer y la libertad que había experimentado al conducir mi primer coche, un Chevy. No era más que un trasto que me había comprado por doscientos dólares. El dinero lo había ganado trabajando de repartidor durante todo un largo y sofocante verano en la tienda de ultramarinos El Búho Rojo. Los lugares del pasado nos retrotraen a los climas vividos en esos escenarios. Las suaves brisas, las angustiantes calmas y las fuertes tormentas de emociones ya olvidadas vuelven a invadirnos cuando regresamos a los sitios donde una vez acaecieron.

Mientras conducía caí en la cuenta de que el paisaje que veía al otro lado del parabrisas pertenecía más a mi padre que a mí. Él nunca lo abandonó, en realidad; no podía. Tampoco era el paisaje de mi madre. Ella sólo se adaptó a una pequeña parte de él, al arroyo detrás de la casa, los bosques con sus rocas, su musgo, su monte y las sanguinarias, las campanillas y las violetas que brotaban de la tierra húmeda todas las primaveras. Todo ello se convirtió en el espacio de mi madre, pero los campos infinitos que se perdían en el horizonte bajo un cielo inmenso no le decían nada. ¿Cómo podía amarse tanta vacuidad?

No sé por qué en ese momento me vino otra historia a la cabeza. Puede que fuese porque recordé la sensación de distanciamiento que invadió a mi madre al bajar del barco y quedarse mirando a alguien que no logró reconocer durante los primeros segundos. Lo cierto es que, de pronto, me acordé de aquel viejo. Me vi sentado en el suelo, cerca de la estufa de leña, con la mirada levantada hacia su rostro curtido y plagado de arrugas, sus mejillas y mentón cubiertos por una barba blanca de tres días. Estaba contando una historia de forma pausada, casi telegráfica. No me la contaba a mí sino a los adultos que estaban en la habitación. No recuerdo quiénes eran. «La gente decía que ella ya no pudo aguantar más. Que se volvió loca dos días después del funeral. Que no creía que Hans fuera Hans».

—¿En qué piensas, Erik? —La voz de mi hermana me arrancó de mi ensueño.

—En la historia de una mujer de por aquí, la abuela o la tía abuela de una vecina. Creo que quien contó la historia aquel día fue Hiram Flekkestad. Entonces yo no tendría más de diez años, pero nunca la olvidé. Más tarde le pregunté a la abuela qué había pasado y me explicó que la mujer se había vuelto loca después de enterrar a su tercer bebé. Creía que su marido no era su marido; que era un hombre exactamente igual, pero que no era él. Estaba convencida de que estaba viviendo con un impostor. Cuando estudié medicina me enteré de que esa dolencia tenía un nombre: síndrome de Capgras.

—Nunca oí nada parecido —dijo Inga. Negó con la cabeza y suspiró—. Debería acordarme de esa historia, pero no.

—Es posible que se deba a una desconexión entre los circuitos neuronales encargados del reconocimiento del rostro y los encargados de las emociones, de tal modo que las personas reconocen a los miembros de su familia pero no sienten por ellos lo mismo que sentían antes. No pueden entender lo que sucede y lo explican diciendo que se trata de impostores.

Mi hermana entrecerró los ojos y continuó mirando hacia delante.

—Si no sintiera lo que siento cuando te veo, te convertirías en otra persona —dijo—. Sería horrible. Habría perdido la conciencia de mi amor por ti.

—Exactamente.

Poco después giramos para salir de la autopista y entrar en el pueblo. Inga miró por la ventanilla de la derecha y dijo:

—Todo es tan familiar que me resulta extraño.

El Andrews House había sido un hotel sólo para hombres. A sus huéspedes raramente se los veía por el pueblo, pero recuerdo que, durante mi infancia, cuando alguno de ellos aparecía por la calle principal, llamada Division Street, lo reconocías enseguida. Todos se parecían de una forma increíble. En su mayoría eran vejestorios que arrastraban los pies al caminar, iban sin afeitar y llevaban los pantalones manchados y unos sombreros de granjero que ocultaban sus ojos de mirada ausente. Con el tiempo remodelaron el edificio y lo redecoraron en un estilo que Inga calificó de «Tsatske del Medio Oeste», lo cual incluía vajilla con flores de colores pálidos, almohadones bordados, un uso exagerado de tapetes aquí y allá y cuadros de niños de ojos grandes con atuendos del siglo XIX abrazados a algún perro. Nada más entrar en mi habitación, me senté un momento en la cama con dosel y, al bajar la mirada a la colcha, sentí un súbito mareo. Incliné la cabeza y esperé a que se me pasara.

—¡Ay, Dios mío, tío Erik! —Sonia estaba de pie en el umbral de la puerta. Echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír hasta saltársele las lágrimas—. ¿Tú crees que cabrás en esa cama?

Inga apareció junto a ella, miró la cama y frunció el ceño.

—Pobre Erik, vas a dormir con los pies fuera.

Sonia estaba pletórica de energía después de la siesta y empezó a danzar por la habitación. Movía las caderas y balanceaba las manos por encima de la cabeza como esas bailarinas exóticas que aparecían en las películas antiguas de Hollywood. Continué observándola mientras me recuperaba de mi mareo. De repente Sonia se echó a reír de nuevo. Se detuvo delante de la ventana de mi cuarto, pegó la nariz al cristal y se dedicó a contemplar Division Street.

—¿Sabéis una cosa? No puedo creer que hayáis crecido en este lugar —dijo con asombro. Luego se volvió para mirarnos—. Quiero decir, ¿qué hacíais aquí?

Así empezaron nuestras dos semanas en Minnesota, aunque yo no podía dejar de pensar en Nueva York. Le había contado a Miranda que Lane se había presentado delante del hospital y que me había pedido que interviniera por el bien de Eggy. También le dije, no sin cierta incomodidad, que la forma de actuar de Lane me había parecido un tanto «alienada». ¿Alienada? Había sido despreciable. Pero yo sabía que si me mostré parco en el relato fue porque me resistía a repetir sus comentarios raciales. Lane creía que, por el solo hecho de mencionar su ínfimo porcentaje de sangre indígena, tenía más derecho que yo para hablar. Para humillarme no dudó en recurrir también al otro mito racial que sostiene que la «gente de color» es más potente sexualmente que los que, como yo, somos de raza blanca. Para colmo, yo había mordido el anzuelo. Recordé una historia que me contó Magda sobre Horace Cayton, un sociólogo negro que se había analizado en Chicago con Helen V. McLean. Había elegido a McLean porque era mujer y porque tenía un brazo atrofiado, circunstancias que la ayudarían a comprender mejor la «desventaja» que él sufría. Tras cinco años de análisis, Cayton, quien había combatido la idea de que las diferencias raciales eran una racionalización o excusa para justificar la propia incompetencia, llegó a la conclusión de que él mismo había sido víctima de ella. Las ideas perniciosas pueden pasar a formar parte de nosotros mismos. Mientras meditaba sobre el asunto, me di cuenta de que tendría que haberle contado a Miranda todo lo que Lane me había dicho, que si no lo hice no fue por protegerla sino por cobardía, un defecto que, irónicamente, respaldaba la acusación de Lane de que yo era demasiado «manso» para ella.

Algunos días después de El mitón y antes de que yo hablara con Miranda, Eggy había tenido un encuentro con su padre. Miranda me dijo que, nada más verlo, su hija le había susurrado «Ése no es» y después se había quedado callada. Sin embargo, cuando él se marchó, se había puesto a saltar a la comba por todo el salón como una furia vengadora y no había forma de que se fuese a la cama. Era obvio que Eggy esperaba a otra persona muy distinta. Esperaba la figura paternal que había dibujado volando en sus dibujos o la que imaginaba metida en una caja, pero no al hombre que apareció por el apartamento. Miranda me dijo que Eggy tenía pesadillas y que casi todas las noches dejaba su camita y se iba a dormir con ella. «Quizás puedas hablar con Eggy como médico», me sugirió. En ese momento me invadió una sensación de distanciamiento y melancolía. «Yo no puedo hacer eso, pero puedo recomendarte a alguien que conozco». La vida íntima de Miranda era mucho más tumultuosa de lo que me había imaginado y el embrollo de emociones que sentía por Lane había afectado a Eggy, quien tenía que luchar con la tardía aparición de un padre que no era imaginario sino muy real. Sin embargo, yo no quería ser su psiquiatra. Estaba a dos mil kilómetros de Nueva York y seguía soñando con Miranda. Imaginaba sus labios abriéndose para encontrar los míos, veía su cuerpo desnudo tumbado en mi cama y todas las noches hacía el amor apasionadamente con su doble imaginario. La Miranda verdadera era otra muy distinta. Antes de despedirnos le anoté los nombres de dos colegas especialistas en terapia familiar. Mientras le entregaba el papel sabía que, en ese momento, ella sólo me veía como a alguien con una bata blanca. Miranda cogió el papel entre sus largos dedos y, sin decir palabra, me miró a los ojos. Nunca había visto tanta tristeza en su rostro.

—Me enteré —dijo mi madre— porque yo estaba en mi habitación y oí hablar a las enfermeras en el pasillo. Oí que decían: «El bebé de la chica extranjera tiene problemas».

—¿Te llamaban la extranjera? —preguntó Sonia— creía que esta ciudad estaba llena de noruegos.

—No son auténticos noruegos —dije—. Ya no hablan el idioma. No son extranjeros.

—Aun así —insistió Sonia—. Era más lógico que te llamasen la chica noruega. ¿Te imaginas a alguien llamando extranjero a otro en Nueva York?

—Casi la mitad de la población de Nueva York ha nacido en otro país —comenté—. Habría que llamar extranjero a uno de cada dos.

—Creí que te iba a perder —le dijo mi madre a Inga. Se quedó un rato en silencio y luego continuó hablando—; Lars se aisló totalmente mientras esperábamos a que nos dijesen si ibas a vivir o te ibas a morir.

A veces las expresiones de mi madre eran un poco erráticas. ¿Se decía que alguien se había aislado en un caso así?

—En realidad Lars no podía hacer mucho por mí, ni siquiera hablar del asunto. Fue como si hubiera desaparecido. —Observé cómo el cuello de mi madre se movía levemente mientras tragaba.

La historia de las primeras horas de vida de Inga, que pudieron ser también las últimas, surgió alrededor de las diez de la noche del primer día en que visitamos a mi madre en su apartamento. Estábamos a punto de marcharnos al hotel cuando Inga sacó el tema de Lisa y de la nota que habíamos encontrado entre los papeles de nuestro padre. Lo mencionó de pasada, como si no llevase meses dándole vueltas a la cabeza en secreto. Le dijo a mi madre que se había enterado a través de Rosalie de que Walter Odland se había trasladado a una residencia de ancianos y que teníamos pensado ir a verle. Rosalie Geister era una amiga de Inga de toda la vida. Su familia era dueña de la funeraria de la ciudad y llevaban ya tres generaciones al frente del negocio. En aquel momento Rosalie era la directora. Su madre había vivido en Blue Wing y nos había prometido que nos ayudaría a investigar la historia de Lisa.

—No sé nada de eso —dijo mi madre negando con la cabeza—. Allí se suicidó mucha gente. Quizás fuese eso lo que quería esconder esa chica. Lo cierto es que estaban siempre hablando de unos y de otros, como si yo supiera a qué vecino se referían cuando, la mayor parte del tiempo, no tenía ni idea. A veces todo lo que hablaban me entraba por un oído y me salía por otro. Tu abuela y tu abuelo eran muy buenos conmigo, pero aquél era un círculo muy cerrado. Lars era otra persona cuando estaba con su familia. Era como si retrocediese en el tiempo. Hablaba de otra manera y hasta sus modales cambiaban.

—Cuando papá y tú os conocisteis, ¿te contó algo de su familia, de cómo habían perdido la granja, de la Gran Depresión y de su pobreza? —le preguntó Inga.

Antes de que mi madre abriera la boca yo ya sabía su respuesta con sólo mirarla a la cara. Aquel joven norteamericano tan guapo y expresivo que Marit Nodeland había conocido en la Universidad de Oslo después de la guerra, no le había contado casi nada de la granja de Goodhue County, en Minnesota, ni de su infancia. Lo poco que le dijo no hacía ninguna mención especial a sus penurias.

Nos despedimos de mi madre y nos alejamos por el pasillo de la residencia de ancianos donde tenía su apartamento. A los pocos metros vimos venir hacia nosotros a una mujer sola que avanzaba despacio pero sin tregua con la ayuda de un tacataca. Cuando nos cruzamos con ella sonrió y nos saludó con una inclinación de cabeza. «Sois los hijos de los Davidsen, ¿verdad?». Contestamos que sí y, de repente, me acordé de mi padre sentado al borde de mi cama, la forma en que apoyaba sus dedos largos en mi frente para despertarme mientras me decía con su suave acento: «Buenos días, hijo mío. Ya es de día».

Inga empezó a contarme la historia de Edie Bly cuando estábamos en su habitación del Andrews House (también con una decoración demasiado recargada, pero muy cómoda) mientras una brisa tibia entraba por la ventana. Una vez estrenada Hacia la nada, las propuestas cinematográficas con las que Edie soñaba nunca llegaron a materializarse, pero era joven y tenía una carrera prometedora y se dedicó a salir, a frecuentar los locales nocturnos de la ciudad, aturdida por todo tipo de drogas, legales e ilegales, y a juguetear con diferentes amantes. Se quedó sin amigos pero hizo cientos de conocidos. Edie había admitido ante Inga que había sido «un poco tonta», pero que en aquella época había disfrutado mucho con su poder, que le encantaba sentir las miradas de los hombres clavadas en ella y divertirse. Ésa fue la época en la que «seguía» con Max, en la que se encontraban para hacer el amor a toda prisa en pasillos, ascensores, tejados. Aunque su relación tampoco había estado exenta de problemas. Según Edie, Max había tenido que aguantar mucho. Ella siempre lo dejaba tirado a última hora, lo llamaba continuamente al estudio para pedirle dinero, le contaba historias interminables y melodramáticas para justificar las borracheras y las drogas. Mi cuñado le había reprochado su mala vida, lo cual demuestra que todo tiene su límite. Un año más tarde, harta y aburrida de su vetusto amante, Edie rompió con él y se fue a vivir con un guitarrista de jazz de veintitantos años. Poco después, daría un cambio radical a su vida. Fue el día en que se despertó y se encontró en el suelo, delante de la puerta de su apartamento, tumbada sobre su propio vómito. Esa misma semana descubrió que estaba embarazada de dos meses. Con la ayuda de sus padres, que vivían en Cleveland, y del «Jazz», se recluyó en High Watch Farm, una granja de «señor Jazz» rehabilitación, para hacer el tratamiento de los doce pasos. Allí no encontraría precisamente a Dios, pero sí una versión parecida, un miasmático «anhelo superior». Imbuida de su nueva fuerza espiritual, permitió crecer al bebé dentro de ella hasta que, siete meses más tarde, nació al mundo un niño que se llamaría Joel.

Cuando le pregunté a Inga qué seguridad tenía Edie de que Max fuese el padre, me dijo:

—Edie insiste en que las fechas coinciden, que el mes en el que quedó embarazada sólo había un hombre en su vida: Max.

—¿Y el señor Jazz? —pregunté.

—Edie dice que no fueron amantes hasta algún tiempo después.

Le contesté que resultaba muy poco creíble. Probablemente la señora Bly había encontrado una buena historia para vender, incluso aceptable para ella misma. Una historia que, sin duda, tenía claras ventajas financieras.

—Lo más gracioso —dijo Inga— es que me cae bien, a pesar de su inestabilidad. Me hace sentir como una maldita roca, lo cual es una novedad para mí. Ella está todo el tiempo vendiéndote esa especie de misticismo tan típicamente americano, reluciente e ingenuo, ya sabes, el Lejano Oriente pasado por California y las máximas de las tarjetas de Hallmark. Max odiaba todo ese rollo. Edie me confesó que había intentado leer uno de los libros de Max, pero que la había desconcertado mucho. ¿No te parece raro? ¡Tiene una relación amorosa con un hombre que sostiene es el padre de su hijo y resulta que ni siquiera lee los libros que él ha escrito! Sigue siendo muy guapa, aunque está un poco ajada. Sin embargo, hay algo en ella, una especie de luz, de encanto. Trabaja en una inmobiliaria y todos los días va a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Yo sabía que para mí era importante conocerla más, seguir viéndola para así poder comprender qué había pasado y, en cierto sentido, creo que ha dado resultado. Durante este último mes mi furia se ha ido disipando poco a poco y ha acabado por desaparecer. Es una mujer demasiado patética y, para serte franca, demasiado corriente. No creo que la atracción de Max hubiese durado mucho tiempo. Por otro lado, te diré que ahora resulta peor porque siento lástima por ella y por Max. Recuerdo esos meses en que Max salía sin parar porque tenía compromisos. Iba a ver a Edie, claro. Recuerdo las veces que llegaba muy tarde a casa, se metía en la cama en silencio y se dormía, o las que se quedaba despierto hasta tarde con la mirada triste y un vaso de whisky en la mano. A veces le preguntaba qué le pasaba, pero él no decía nada. No dejo de pensar en una noche en que le oí llegar a casa y más tarde me levanté y lo encontré sentado en el sofá bebiéndose un trago. Me acerqué a él, le puse una mano en el hombro y sólo le dije: «Dime qué te pasa, mi amor, dímelo». Max me cogió la mano y la apretó fuerte, luego movió la cabeza de un lado al otro y vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. —Inga se llevó el dorso de la mano a la boca—. De todos modos… —continuó—, estando allí sentada, en el pequeño apartamento que Edie tiene en Queens, he tenido una sensación de irrealidad rarísima. No dejaba de pensar lo curiosa e irrelevante que me parece esa historia. Una parte de mí no cree que Max estuviese enamorado de ella. La otra parte sabe que sí lo estaba y eso me hace sentir mal; una repugnante combinación de vergüenza y dolor. Y además está Joel.

—¿Él sabe…?

—Podría ser de Max, pero no existe un parecido evidente. De pronto me he encontrado estudiando al pobre chico en busca de rasgos concretos. Pero si realmente es…

—¿Cómo es el chico?

—Un poco tímido y distante.

—¿Qué edad tiene?

—Nueve.

—¿Y las cartas?

—Le he ofrecido comprárselas.

—Así que existen.

—Me las enseñó. Mejor dicho, me enseñó los sobres. Es la letra de Max. Tiene siete cartas, pero… a pesar de que fue muy sincera conmigo y de que fue bastante dura consigo misma cuando habló de su relación con Max, no sé por qué, tengo la sensación de que me oculta algo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Hay algo que oculta, pero no sé qué es.

—¿Crees que está relacionado con las cartas?

—No lo sé.

—¿Qué vas a hacer con ellas si te las vende?

—Cuando todavía estaba furiosa pensé que si llegaban a mis manos las quemaría, pero ahora, si me las vende, daré permiso para que las incluyan junto a los papeles de Max, una vez que estemos todos muertos. Me da miedo leerlas.

—Te va a ser difícil no hacerlo —le dije—. ¿Y Henry? —pregunté con tono amable.

—Dice que quería saber si esas cartas contenían algo que pudiera servirle para su libro y decidió acudir a ella directamente. No tenía ninguna esperanza de que Edie fuera a contarle nada, pero pensó que tampoco perdería nada intentándolo. Me lo ocultó para no herirme. Henry era consciente de que era un asunto delicado. Cuando me explicó las razones por las que fue a ver a Edie, yo le creí. Sin embargo, después he empezado a dudar. —Inga cerró los ojos—. Su explicación tiene lógica. Pero me parece que el asunto es más complejo… —Arqueó las cejas y continuó—: ¿Sabes una cosa? Henry nunca se refiere a su exmujer por su nombre.

—¿Y cómo la llama?

—El ogro, la arpía, el súcubo.

—Eso sí que es hostilidad.

Inga asintió con la cabeza y luego se acomodó en la cama. Volví a sentirme mareado y me recosté en el sillón. Oímos el silbato de un tren y luego el traqueteo de sus ruedas. The Great Northern, pensé, y recordé el nombre escrito en los vagones de carga atravesando la ciudad con aquel ruido sordo. Miré a Inga y me di cuenta de que también ella estaba escuchando el tren.

—Echo de menos a papá —dijo.

—Mañana lo enterraremos —respondí—. Enterraremos sus cenizas.

Aquella noche me desperté de madrugada, febril y con la vaga sensación de haber estado intentando abrir una enorme caja de metal con las uñas. Eran los restos de un sueño perturbador flotando en aquella habitación desconocida y oscura. Después de un par de segundos recordé dónde estaba. A duras penas encaminé mi dolorido cuerpo hasta el cuarto de baño, cogí un par de pastillas de Tylenol y me las tragué con un poco de agua del grifo, que estaba tibia. Estuve tiritando un rato en aquella cama demasiado corta para mí a medio camino entre la vigilia y el sueño, escuché mi propia voz interior como si no me perteneciese y empecé a ver un calidoscopio de colores y formas en el extraño escenario situado detrás de mis párpados cerrados. Es probable que las alucinaciones de la siguiente hora fueran causadas por una combinación del virus o la infección que llevaba dentro y el hecho de haber estado releyendo fragmentos de las memorias de mi padre antes de ir a la cama. Dormité un rato, me desperté y luego, de nuevo medio dormido, vi a un hombre con las piernas amputadas que venía hacia mí dando saltitos sobre sus muñones. Me incorporé súbitamente en la cama con el corazón desbocado y la imagen de aquella especie de enano grabada en la memoria. Una vez que fue remitiendo la angustia, comprendí que lo que había visto era una imagen medio consciente de David, el hermano mayor de mi abuelo. David vino al mundo después de Ingeborg, la niña que murió nada más nacer y que, contaba mi abuelo, habían enterrado en una caja de puros.

Después de dejar la granja en 1917, David vagó rumbo al oeste y llegó hasta el estado de Washington, donde acabó atropellándole un tren y perdiendo ambas piernas. Nadie sabe cómo sucedió aquel accidente. David escribió pidiendo dinero y mi abuela le mandó parte de la herencia que había recibido. ¿Mil doscientos dólares? Sí, por lo menos. Se lo envió como préstamo para comprarse unas piernas ortopédicas. Nunca se lo devolvió. Mi abuela perdió el resto de su dinero en los años treinta cuando quebró el banco. Cerré los ojos y sentí que mis sueños se alejaban en otra dirección. Recordé algo que me sucedió hace pocos años: uno de mis pacientes, el señor J., se levantó la pernera del pantalón para enseñarme la prótesis que llevaba. «¿A qué mujer le puede gustar ver esto?». Me acordé de cuando tuve que llevar la pierna de Dum, el cadáver que diseccionábamos en la facultad, al fregadero; pensé en todos los brazos y piernas que tirarían en los hospitales y especialmente en los hospitales de campaña, o en Irak actualmente. Me vino a la cabeza el nombre de Job. «Sufrió tantas penurias que al final era como Job», había dicho mi madre. La imagen de mi padre cuando cumplió ochenta años, sentado en una silla de ruedas, conectado a una botella de oxígeno portátil, con la pierna mala tiesa hacia delante, audífonos en los oídos, la nariz reconstruida que fruncía bajo las gafas al sonreír mientras observaba al público reunido a su alrededor antes de empezar a hablar. «No hace mucho leí un pequeño anuncio en el periódico», dijo, «que decía lo siguiente: “Se busca gato perdido. Marrón y blanco, casi sin pelo, oreja izquierda partida, tuerto, le falta la cola, cojea de la pata delantera derecha”», hizo una pausa, «… responde al nombre de “Lucky”»[1]. La sala se inundó de risas, la luz de abril entraba radiante por las ventanas. Mi padre continuó con su discurso.

David regresó a la granja en 1922 con las piernas ortopédicas, un bastón y diez centímetros menos de estatura. Vi la casa, los campos. Abandonados. La palabra surgió como por voluntad propia. Y luego: tuberculosis. Vi el pequeño cobertizo que David construyó para aislar a Olaf, su hermano agonizante, y evitar así el contagio. Más adelante lo unirían a la casa para ampliar la cocina. Cuando cerré los ojos vi una toalla ensangrentada. La sangre no estaba seca y marrón sino que era de un rojo brillante. Me revolví bajo las sábanas, le di la vuelta a la almohada caliente y me pregunté si no debería ponerme un paño frío en la frente, pero en aquel momento me parecía que la luz del cuarto de baño que había dejado encendida a tan sólo unos pasos de mi cama se encontraba a una distancia enorme. Demasiado lejos. David pasó todo el año 1926 en el sanatorio de Mineral Springs. ¿Estuve yo alguna vez allí? Me vino la imagen de un edificio. No, me lo estaba inventando. Después David desapareció, se fue por razones desconocidas. Estoy tan cansado, pensé, y empecé a perder el hilo de la historia. Recordé el sonido de los pasos de mi padre, tan diferente al de los demás. Resulta extraño poder reconocer los pasos de una persona en particular. El ruido de la puerta al cerrarse. «No podrás emprender el camino hasta no convertirte en el camino mismo». Mi padre había anotado esa cita de Buda en uno de sus cuadernos. A la mañana siguiente, Lars todavía no había vuelto. Vi cómo mi madre se subía al coche para ir en busca de su marido. «Querido Lars. Kjaere Lars». Estoy herido, decía el narrador que estaba en mi interior, y en ese momento volví a pensar en David. Un primo suyo, Andrew Bakkethun, se había encontrado a David por casualidad en 1934, en Minneapolis, y habían pasado la tarde juntos. Al día siguiente, Andrew se ofreció a llevar a David hasta la «casa familiar» para hacerles una visita, pero él se negó. Después Andrew se lo contó a mi abuelo, y ésa es la historia que mi padre sabía. Él tenía entonces doce años y no se acordaba del hermano de su padre. Me los imagino sentados a la mesa de la pequeña cocina en verano, con el mantel de hule y la tira engomada para atrapar moscas colgada del techo, llena de diminutos cadáveres negros pegados en la cinta amarilla. Me fascinaba aquella espiral de papel. Mi abuelo está escuchando lo que le cuenta Andrew, un personaje difuso en mi fantasía, que lleva un sombrero de ala ancha. El pequeño Lars también está allí, escuchándolo todo. De repente ve que su padre se disculpa, se pone de pie, sale de la habitación y se dirige a la pequeña ampliación de la cocina, donde abre de un empujón la endeble puerta de tela metálica que vuelve a cerrarse de inmediato tras él. Mi padre escribió: Dijo que tenía que hacer algunas tareas en el granero y supongo que allí dio rienda suelta al dolor que sentía. Nosotros no lloramos delante de la gente.

En enero de 1936 apareció un artículo en un periódico de Minneapolis que hablaba de la muerte de una persona conocida como «Dave el Hombre de los Lápices». La familia no estaba segura de que el Hombre de los Lápices fuera David, pero mi abuelo pidió dinero prestado para hacer el viaje a Minneapolis. Hoy hace un año que papá se enteró de que el tío David había muerto y tuvo que ir a la ciudad a identificar su cadáver. Nada más recordar la anotación de mi padre en su diario, empecé a sudar hasta empapar las sábanas. Me quedé tumbado e inerte durante un rato. Cuando me despejé un poco, encendí la lamparita de porcelana de la mesilla de noche, sobre la que estaban las memorias escritas por mi padre. Ya no tenía las piernas ortopédicas. En su lugar, llevaba una especie de zapatos alargados. Estaban hechos a medida y eran voluminosos y pesados, pero tan resistentes que le durarían toda la vida. David metía los muñones directamente en aquellos zapatones y lo que en realidad hacía era caminar con las rodillas, lo que quizás le resultaba más cómodo, puesto que estaban acolchados y abrigaban bastante. Se ganaba la vida vendiendo lápices en la calle, a la entrada de los edificios de oficinas del distrito financiero de Minneapolis. Vivía en una pensión.

Dave el Hombre de los Lápices muere de frío.

Desde hace muchos años se le conocía simplemente como «Dave el Hombre de los Lápices», el lisiado que con su característico buen humor recorría a diario y con un esfuerzo enorme las aceras de la Washington Avenue. Dave había perdido ambas piernas a la altura de la rodilla. Sus conocidos se enteraron de la edad que tenía cuando una vez les cantó: «Sólo tengo ocho años más que Eduardo, el nuevo rey de Inglaterra». Lo cual significa que tenía cuarenta y nueve años. Ésa era casi la única información que manejaba el encargado de la morgue, John Anderson, cuando el viernes se dispuso a localizar a la familia de Dave. El jueves por la tarde Dave cruzó a duras penas la puerta del Park Hotel, situado en el número 24 de la Washington Avenue. Estaba aterido de frío. Murió allí mismo. Los empleados del hotel lo conocían como David Olafsen. En los bolsillos sólo encontraron un penique, todo cuanto poseía en este mundo, aparte de unos pocos lápices que le quedaban por vender.

Leí la reseña un par de veces como si fuera a develarme algo. El periodista había logrado insuflar a mi tío abuelo el aura de un personaje de Dickens, la del lisiado grotesco pero afable que avanza torpemente por la avenida repitiendo su cantinela comercial. Y aunque es posible que la confusión del periodista en cuanto a la causa de su muerte no fuera intencionada, el que supusiera que había sido de frío debió de evocar en sus lectores el desgarrador desenlace de La pequeña cerillera de Andersen. David murió de un ataque cardíaco. Me lavé la cara, me puse una camiseta seca y, a continuación, garabateé algunas observaciones sobre un papel. Fue entonces cuando me vino a la cabeza otra anotación que había hecho mi padre en su diario, en 1937, cuando tenía quince años: Tres de junio. Hoy he estado arando. El rey Eduardo y la señora Wallis Simpson. Todo mundo interior tiene su código. El interés de mi padre por las andanzas de la realeza británica no podía haberse despertado así, de repente. Dentro de aquella mente infantil la figura del lejano monarca que renunció al trono estaba relacionada con otra, igual de invisible pero mucho más importante, una figura cuyo cumpleaños coincidía con el del rey: la de su tío desaparecido. El hombre al que le faltaban las piernas y que recorría con enorme esfuerzo las aceras de Washington Avenue en Minneapolis embutido en unos zapatones hechos a medida, ofreciendo lápices a los ejecutivos que tenían que inclinarse para entregarle unos peniques. El hombre que había hecho que, aquel día, su amado padre se fuese a llorar a solas al granero.

Éramos los únicos en el pequeño cementerio junto a la iglesia de Urland. Hacía más fresco que el día anterior y el viento agitaba la falda negra de mi hermana que en aquellos momentos estaba de espaldas mirando en dirección a la granja. Mi madre había traído unos geranios para plantar, una vez enterradas las cenizas de mi padre, y se había arrodillado junto a las flores para quitar algunas hojas secas. Sonia deambulaba entre las lápidas leyendo los nombres y el tío Fredrik estaba muy erguido enfundado en su traje oscuro, con las manos en los bolsillos del pantalón, observando el momento como si sólo fuese un hombre que aparece en el fondo de una fotografía. Tante Lotte estaba junto a él, totalmente encorvada en su silla de ruedas. Su rostro delgado y fláccido, rodeado de mechones de pelo blanco casi transparentes, expresaba un estado de confusión que yo ya estaba acostumbrado a ver. El pastor y Rosalie, la representación religiosa y burocrática de nuestro grupo, todavía no habían llegado. Más allá de los miembros de mi familia, con sus sobrios atuendos, se extendía el amplio paisaje de los campos de maíz y soja, la desnuda franja de carretera que se perdía en el horizonte y los bosques, que quedaban a mi derecha. No había agua a la vista. Lo que más me impactó en ese momento fue la inmensidad de la campiña, así como constatar que nada había cambiado desde mi infancia. No había ni casas ni edificaciones nuevas, y el tráfico era tan escaso como siempre. Sólo pasaron dos o tres coches mientras esperábamos. La iglesia blanca, con su clásico campanario, sí tenía una puerta nueva y bastante llamativa, pero ése era el único cambio. En invierno, cuando escasea el follaje, se puede ver desde allí mi herencia: una granja blanca en medio de ocho hectáreas de tierra.

Cuando el pastor Lund y Rosalie llegaron con la pequeña caja que contenía las cenizas de mi padre, nos reunimos cerca del profundo agujero cuadrado que habían cavado con antelación. Lund era gordo, calvo y un tanto suspicaz en su forma de ser. Mientras leía el cantoral, levantó la mirada un par de veces para escudriñarnos a Inga y a mí como si esperase alguna objeción de nuestra parte. Yo sabía que el pastor quería el alma de mi padre. Había ido a verlo a su lecho doliente para compartir con él historias de inmigrantes, el dogma luterano y la Sagrada Comunión, consciente, sin duda, de que por más interesado que pudiera estar mi padre en algunos aspectos teológicos, sus creencias eran de tendencia secular. Lund no era fanático ni intolerante. Al igual que numerosos pastores luteranos que he conocido antes que él, era un hombre bienintencionado, a pesar de ser algo corto de miras y muy seguro en todo lo relativo a su fe, sin llegar a ser petulante. Al mismo tiempo, siempre me ha impresionado que la historia del cristianismo, tan extraña, sangrienta y maravillosa a la vez, en manos de hombres como Lund se convirtiera en algo gris y soso.

Cuando llegó el momento de meter la caja en el hoyo nos dimos cuenta de que no teníamos con qué hacerlo, puesto que no había cuerda, polea ni ningún otro artilugio a mano. Empezamos a barajar posibilidades. La interrupción de la ceremonia sacó a Tante Lotte de su adormecimiento. Había permanecido en silencio desde que llegó, pero de repente empezó a preguntarnos a gritos y con una voz cascada que la ansiedad había tornado casi graznido:

—¿Habéis dicho cenizas? ¿De quién son esas cenizas?

Cuando se lo dijimos, se puso a chillar.

—¡Qué tontería! ¿Mi hermano Lars? Pero si está de viaje. Recibimos una carta la semana pasada. —Después frunció el ceño como si estuviese buscando una palabra que no encontraba y al rato dejó caer la cabeza hacia delante y empezó a juguetear con un botón de la pechera de su vestido.

Se decidió que yo me encargara de introducir el recipiente con las cenizas, puesto que era el más alto de la familia. Me tumbé en la hierba, agarré la caja firmemente con ambas manos y, mientras Inga y Sonia me sujetaban de las piernas, me zambullí en el agujero. En un momento llegué a tener todo el largo de mis brazos y medio cuerpo dentro de la fosa. Recuerdo la visión de mis manos sosteniendo la pulida caja de caoba, el olor de la tierra y las pálidas raíces que sobresalían de las paredes del hoyo a ambos lados de mi cara. Dejé caer la caja los últimos centímetros. Éste era mi padre, dije para mis adentros, sobrecogido, mi padre. Y allí, dentro de la fosa, sentí miedo.

Sólo se oía el murmullo de las ramas de los árboles a nuestro alrededor. Después vino el ruido sordo de la tierra al caer sobre la caja.

—Te rogamos, Señor Todopoderoso, que recibas el alma de nuestro hermano, y encomendamos su cuerpo a la tierra; polvo eres y en polvo te convertirás.

Conservo algunas imágenes más de aquel día, fragmentos fugaces de la familia bañada por la luz del sol: las manchas de tierra en la chaqueta de mi traje, los ojos azules de Inga anegados en lágrimas mientras se arrodillaba junto a la tumba, con el moño deshecho por el viento. Sonia caminando hacia el coche con los puños cerrados. Fredrik empujando en silencio la silla de ruedas de su hermana, cuya cabeza se bamboleaba con cada bache del sendero. Mi madre, siempre tan delgada, con su sombrero de ala ancha, arrodillada junto a la tumba, aplastando con palmaditas la tierra alrededor de los geranios recién plantados. La despiadada indiferencia de un cielo absolutamente despejado.

—Para él fue difícil aceptar que ya no eras un niño —dijo mi madre—, y cuando te fuiste de casa fue mucho más duro para él que para mí.

Mientras hablábamos, estábamos mirando álbumes de fotos de cuando mis padres eran jóvenes. Sonia ya estaba aburrida con nuestras historias y de pronto se animó al descubrir fotos de sus padres y de ella cuando era bebé. La vi apoyar el álbum en sus rodillas y recorrer con el índice el contorno de una imagen de su padre. También había fotos de Genie, mi exmujer, muy guapa y sonriente. La visión de ella ahora se me hacía irreal. Estuve casado con ella, pensé. Estuvimos casados. Y mientras los cuatro desenterrábamos viejas historias, algunas normales y corrientes y otras teñidas de cierta fantasía, me encontré pensando en lo que Miranda dijo una vez, que en nuestros sueños vivimos una «existencia paralela». No había nada raro en su comentario, y sin embargo, durante el viaje a Minnesota, vivía continuamente atormentado por la sensación de que aquello era un sueño en el que avanzaba muy despacio a través de una atmósfera viciada y de un paisaje distorsionado. Llevaba conmigo un maletín lleno de documentos que tenía que estudiar y mi cerebro parecía incapaz de descifrarlos. Mi vida parecía haberse detenido de repente. Sin mis pacientes ni las constantes presiones de la rutina diaria, percibía el tiempo de una forma tergiversada. A pesar de algunas «urbanizaciones» nuevas en las afueras de la ciudad (plagadas de casas muy altas construidas en solares diminutos y prácticamente desnudos de vegetación) y de la llegada de trabajadores mexicanos cuya presencia había ampliado de forma notoria la oferta de productos en los supermercados locales, Blooming Field no había cambiado mucho y continuaba siendo un catalizador de recuerdos, algunos explícitos, otros difusos, todos con un carácter onírico y poco fiable. La fiebre, que así como vino se fue en una noche, me había dejado algunas secuelas y un leve dolor de cabeza que me tenía un poco atontado y adormilado. Puesto que me encontraba en ese extraño limbo, agradecí la distracción que suponía ir a visitar a Walter Odland en Blue Wing para ver si lográbamos averiguar algo.

No me sorprendió la indiferencia de mi madre respecto a Lisa y su misteriosa carta. Mi padre pareció estar siempre abrumado por sus recuerdos de juventud. Al convertirse en historiador de su propio pasado de inmigrante había encontrado el modo de retornar al hogar una y otra vez. Al igual que incontables neurólogos, psiquiatras y analistas que conozco que sufren las mismas dolencias que esperan curar en los demás, mi padre logró aliviar la herida abierta en su interior a través del trabajo que había elegido. Había archivado innumerables diarios, cartas, artículos de periódicos, libros, recetas, dibujos, cuadernos y fotografías de un mundo agonizante. Había estudiado la organización de parroquias, escuelas e institutos rurales; historias, novelas y obras de teatro de inmigrantes, así como los continuos debates lingüísticos que abundan en esas comunidades. La suya era una enfermedad típica del intelectual: la infatigable voluntad de dominar una materia. Una dolencia crónica e incurable que aqueja a quienes ambicionan dar un sentido lógico al mundo. Mi madre había sido una defensora del trabajo de mi padre, pero el daño que esa labor le había causado a él le había generado a ella también mucho dolor, no porque tuviese que compartir esa herida abierta, sino por todo lo contrario, porque mi padre se esforzó sobremanera en mantenerla oculta. Sé que mi madre se interesaría por la historia de Lisa, en caso de que llegásemos a conocerla, pero ella no tenía por qué dedicarse a descubrirla. «Hay tantas cosas que nunca llegaremos a saber», decía.

Conducía Rosalie. Se había cambiado el traje de chaqueta azul marino y los grandes zapatos que llevaba en el entierro y se había puesto unos pantalones que los habitantes del Medio Oeste norteamericano llaman slacks (que no necesitan plancha porque están hechos de algún material sintético) y una camiseta con la imagen de un gran mosquito debajo del que se leía «Pájaro típico de Minnesota». Aparte de que no dejaba de ser una mujer atractiva (cabello castaño corto y rizado, un rostro redondo y agradable en sintonía con un cuerpo redondo y agradable), Rosalie no recurría a ningún truco propio de la coquetería femenina. Era una mujer que no se perfumaba, no se maquillaba, nunca llevaba adornos y usaba un par de enormes gafas marrones para ver el mundo, a través de las cuales sus ojos parecían más grandes de lo normal. Yo la conocía de toda la vida y me daba la impresión de que, a pesar de los años, casi no había cambiado con el paso del tiempo. Los Geister de la Funeraria Geister eran una familia prominente con siete hijos, entre los que se incluían un par de mellizos, por eso a veces me he preguntado si la fecundidad de los Geister no habría sido una consecuencia lógica de la naturaleza lúgubre del negocio familiar. Rosalie e Inga habían sido inseparables durante los años de instituto y seguían siendo muy buenas amigas.

Rosalie conducía (muy rápido, por cierto) con una mano en el volante mientras gesticulaba con la otra.

—No sé si el vejete está en su sano juicio. Lo único que me dijo la señora de la residencia es que la visita le haría bien: «A no ser por unas pocas excepciones, todos nuestros residentes agradecen mucho que se les visite» —dijo Rosalie imitando el tono relamido de la mujer—. Walter Odland trabajó muchos años en una ferretería que, según mamá, Dios la bendiga, era el mentidero de un río revuelto de chismorreos procedentes de Blue Wing, lugar con el que sólo Blooming Field podía rivalizar. A la buena de mi madre le bastaba olfatear el terreno durante un par de días para detectar un escándalo a un kilómetro de distancia.

Noté que Rosalie no tenía ambages en recurrir tan pronto a las metáforas acuáticas como a las terrestres.

—Estás de broma —dijo Sonia, quitándose los auriculares de las orejas.

—Rosalie siempre está de broma —dijo Inga.

—No siempre —contestó ella—. Vuestra Lisa Odland, después de estar varios años fuera de la ciudad sin que nadie supiese dónde, se convirtió en la señora Kavacek. Mi madre es siete años menor, así que no eran amigas del colegio. El señor Kavacek murió joven. Tuvieron una hija que, según mi madre, no tenía muy buena fama que digamos, pero eso tampoco quiere decir nada, como todos sabemos. —Rosalie le guiñó el ojo a Inga con un gesto exagerado—. Eso puede abarcar desde una preferencia desmedida por las minifaldas o por la forma de menear la cadera un poquito más de lo normal, hasta un delito grave de verdad. De cualquier modo, la hija Descarriada se largó hace muchos años y después de eso la señora Kavacek, alias Lisa Odland, se ha enclaustrado por vida. No asoma ni un dedo de casa. No va a la iglesia. No recibe al pastor. Esa es toda la información que os puedo dar. Ya sabéis, todo se resume en: «¿Qué hace la vieja bruja ahí dentro?». —Rosalie tarareó una marcha fúnebre.

—Sigue viva —dijo Inga.

—Eso parece, pero creo que es mejor visitar primero al abuelo Walt. Ella no recibe a nadie.

—Quizás sufra de agorafobia o algo parecido, pero ¿de dónde saca la comida? —comentó Sonia con los ojos como platos.

—Bueno, se ha buscado una acompañante, una sobrina por el lado de su marido que se llama Lorelei. Creo que es un bicho raro, un culo inquieto, que entra y sale continuamente, hace las compras y los recados y gana un poco de dinero cosiendo por encargo.

—Supongo que la palabra escándalo debe de ser una exageración —le dije a Rosalie.

—No me metas prisas —dijo, sonriéndome abiertamente por el espejo retrovisor—. Todavía hay más. Parece que las dos señoras están fabricando algo en la casa. Todo el tiempo entran y salen cajas. Llegan unos mensajeros que dejan cosas. Luego van otros que las recogen. Pero nadie sabe qué hay en esas cajas.

Inga se volvió hacia Rosalie, abrió la boca pero no dijo nada.

—Ha habido problemas con algunos niños que se han colado en su jardín. La verdad es que alguien los habrá mandado con eso de: «¿Por qué no vas y miras por la ventana de la vieja Kavacek y me cuentas lo que ves?». Un niño se cayó de un árbol cuando intentaba echar un vistazo al interior.

—Veo que todo sigue igual —comentó Inga.

—No —dijo Rosalie alegremente—. ¿Te acuerdas de cuando espiábamos a Alvin Schadow mientras aprendía a bailar el vals con unas instrucciones grabadas en un casete y daba vueltas abrazado a un almohadón? Ay, Dios, era divertidísimo.

—Yo no miraba —dijo Inga—. Me parecía horrible.

—Ay, mami… —refunfuñó Sonia.

—Sí que miraba —dijo Rosalie—. Pero no se reía. Su tierno corazón se conmovió ante aquella imagen.

—Bueno, pobre señor Schadow —dijo Inga—. Puede que dentro de nada yo también esté abrazando almohadones, así que mejor no nos subamos a la parra.

Sonia dirigió una mirada preocupada a su madre, volvió a colocarse los auriculares, se recostó en su asiento y cerró los ojos.

Cuando entramos en el cuarto, Walter Odland estaba sentado en una silla. La habitación era estrecha y la compartía con otro hombre de nariz larga y rostro arrugado que en ese momento estaba boca arriba en la cama, enfundado en un pijama a rayas y sumido en un sueño profundo. Junto a él, sobre un carrito, había una bandeja con un plato a medio comer. Odland estaba totalmente hundido en el asiento, una postura característica de las personas muy ancianas. Tenía los ojos acuosos y huidizos, la piel manchada y los labios finos flanqueados por dos mejillas que colgaban fofas a cada lado. Su nariz era abultada y carnosa. A pesar de que nos habían advertido que padecía cierta demencia, parecía muy despierto. Cuando le dijimos que queríamos hacerle unas preguntas sobre nuestro padre, asintió con la cabeza, pero el apellido Davidsen no le decía nada. Sin embargo, dio un respingo cuando oyó el nombre de Bakkethun y se arrancó a hablar cuando mencionamos el nombre de su hermana y le hicimos algunas preguntas sobre la boda de sus padres.

—Ah, bueno —dijo Odland—, eso fue un error, según mi opinión. ¡No! ¡Fue una mentira descarada, no lo saben ustedes bien! Lo hicieron para protegerla, supongo, pero tenía una cicatriz que le cruzaba todo el cuello. Dijeron que había sido la llama de una vela o alguna tontería por el estilo. Ni yo mismo me enteré hasta muchos años más tarde, ¿entienden? Por eso fui a verla. También me culpó a mí. Nunca nos llevamos bien.

—¿Qué le dijo a su hermana? —le preguntó Inga al tiempo que se inclinaba y apoyaba su mano en el brazo del anciano. Odland se volvió hacia Inga como si la viera por primera vez.

—¡Guau! ¡Es usted guapísima! —exclamó—. Una mujer hermosa.

—Gracias —dijo Inga—. ¿Qué le dijo a su hermana?

—Le hablé del incendio.

—¿Qué incendio? —le preguntó Rosalie.

—El de Zumbrota.

—Usted y Lisa no son hijos de la misma madre, ¿verdad? —Yo estaba de pie a su lado y me incliné para hacerle la pregunta. Le cambió la cara y evitó mirarme a los ojos.

—Fueron injustos con nosotros dos —dijo. Empezó a temblarle la barbilla mientras paseaba la vista por la habitación. Después negó con la cabeza—. ¿Dónde estoy? —preguntó.

—En la residencia de ancianos de Blue Wing —dijo Rosalie.

—Me olvido —dijo simplemente. Me fijé en que tenía los ojos color verde oliva, como jaspeados.

—Señor Odland —continué—, ¿qué pasó en el incendio?

—Murieron.

—¿Quiénes murieron? —le preguntó Inga, volviéndose a inclinar junto a él y apoyándole la mano suavemente en el brazo.

Odland se puso muy nervioso y me asaltó un sentimiento de culpa por haber ido allí a desenterrar sus antiguos fantasmas familiares.

—Fueron injustos al no decírnoslo —dijo negando con la cabeza enfáticamente.

Miré a Inga y moví los labios: «Vámonos». Ella asintió.

Rosalie también recibió mi silencioso mensaje y de inmediato estrechó las manos de Odland, lo miró a los ojos y le dijo muy despacio:

—Señor Odland, nos ha ayudado usted mucho y le estamos muy agradecidos. Muchas gracias.

—Usted es la otra —dijo él.

—Sí, yo soy la otra. Le estoy diciendo que muchas gracias.

—De nada —dijo, y se le alegró la expresión—. Muy bien. Gracias.

Se oyó un resuello agudo y fuerte del hombrecito durmiente y una enfermera entró en la habitación. Miró al que estaba inconsciente y luego se volvió hacia nosotros.

—Me alegro de que tenga compañía —le dijo a Odland. El hombre sonrió abiertamente y señaló a Sonia.

—Ven aquí, jovencita —le dijo.

Sonia se acercó, obediente, y el anciano estiró la mano hacia ella mientras sonreía de oreja a oreja. A continuación se dio unos golpecitos en la mejilla.

—Un beso —dijo—. Aquí.

—¡Pero bueno, señor Odland! —dijo la enfermera. Sonia se puso toda colorada y la confusión se reflejó en su rostro, pero se inclinó en el momento en que la enfermera se dirigía hacia ellos y le dio un besito muy rápido al anciano.

Odland se rió alegremente y soltó un silbido enérgico que nos dejó a todos boquiabiertos.

Antes de irnos, la enfermera se volvió hacia nosotros y dijo:

—Espero que vuelvan. No viene casi nadie a verle y las visitas le hacen mucho bien.

Sonia llamó a mi puerta cerca de medianoche. Mi sobrina tenía un gesto serio en la cara. Estaba descalza y llevaba una enorme camiseta azul que le llegaba hasta los muslos y unos pantalones de pijama viejos.

—Me alegro de que estés despierto —dijo. Se sentó en el mullido butacón junto a la ventana y me miró a los ojos—. Sé lo de papá y Edie Bly.

—¿Te lo ha dicho tu madre?

—Tuve la sensación de que mamá se había enterado cuando vi que ponía esa película una y otra vez, pero no dije nada por si acaso no lo sabía.

—¿Y tú cómo lo supiste?

Durante unos segundos pareció que iba a echarse a llorar, pero permaneció en silencio y respiró hondo.

—Les vi juntos. Yo estaba en tercero. Fue en Varick Street.

—De eso ya hace mucho tiempo.

—Yo tenía nueve años —dijo, asintiendo con la cabeza—. A veces mami me dejaba ir sola a visitar a papá al estudio porque estaba a la vuelta de la esquina, como quien dice. Al principio no quería dejarme ir porque se ponía muy nerviosa pensando que me podía pasar algo en el camino, pero yo insistí tanto que los tres hicimos un plan. Nada más llegar al estudio papá tenía que llamarla para que se quedara tranquila. El estudio quedaba a sólo dos manzanas. Pero ese día no llamamos a papá para avisarle que iba. Mamá dijo que le diera una sorpresa. Fui dando saltitos todo el camino y cuando llegué a la esquina le vi a él saliendo por la puerta. Con ella. La estaba abrazando.

—¿Qué hiciste?

Sonia tenía la vista clavada en la pared y evitaba mirarme.

—Volví corriendo a casa. Le dije a mamá que papá no estaba, que habría salido. Sentía que me faltaba el aire.

—¿Y nunca le dijiste nada a nadie?

Negó con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Estaba furiosa con papá y además pensaba que se iban a divorciar, como los padres de todos los demás chicos. Les oía discutir. Cuando discutían yo me ponía a cantar a voz en cuello y entonces a ellos les daba vergüenza y se callaban. —El gesto de Sonia se endureció—. Pero no se divorciaron. Entonces empecé a pensar que tal vez lo que creía haber visto no era cierto, que tal vez ella no había estado allí en realidad. Empecé a considerar todo el asunto como si se hubiera tratado de una película o algo así, y poco a poco papá volvió a ser quien era y las cosas volvieron a su antiguo cauce. Después papá cayó enfermo. —Sonia se cruzó de brazos e inclinó la cabeza de golpe, como si le hablara a sus pies—. Yo miraba a mamá, sentada a su lado en el hospital, hablándole, leyéndole, besándole las manos…

—¿Seguías enfadada con tu padre?

—No —dijo levantando la cabeza—. Quizás. No lo sé. Era otra cosa, o sea, algo en lo que yo no podía hacer nada. Y ahora ya es demasiado tarde. No me porté bien con él. Fui una estúpida. Ni siquiera le hablé. El olor del hospital, las enfermeras, esas cuñas de plástico azul, todos esos tubos, no sé, yo, yo… —Se calló un momento. Luego continuó—: Cuando empeoró ya ni siquiera se parecía a mi padre.

—Antes de morir me dijo que tú y tu madre erais su alma. Me dijo literalmente: Ellas son mi alma. Cuídalas.

—Me pregunto, entonces, qué era para él Edie Bly —dijo.

—No lo sé, Sonia. —Negué con la cabeza.

—Se supone que todo el mundo tiene que ser muy civilizado en estos casos. La madrastra de Sally Reiser es apenas cinco años mayor que ella. El padre de Ari va por su cuarta mujer y la madre por su tercer marido. Pero nosotros éramos diferentes. No éramos así —dijo, negando con la cabeza—. Siempre pensé que éramos diferentes.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Pensé decirle muchas cosas. Hablarle de los adultos y de sus debilidades; de cómo las aventuras amorosas eran frecuentes en los hombres de cierta edad y cómo tendían a enfriarse rápidamente; de las diferentes clases de amor y de muchas otras cosas. Pero no dije nada.

—Deberías hablar con tu madre.

—No le digas que lo sé —me dijo con tono enérgico.

—No lo haré. Eres tú quien debe decírselo. Será un alivio para ambas.

Sonia bajó la mirada y la clavó en sus rodillas. Le temblaba el mentón y apretó los labios en un intento de controlarlo.

Me levanté, fui hasta ella y apoyé la mano en su hombro. Ella la cogió y la retuvo entre las suyas.

—Mi pobre pequeña —dije.

Levantó el rostro hacia mí, y aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, no sollozaba.

—Has dicho eso igual que lo decía papá, igual que él.

Al día siguiente estaba sentado en el pequeño sillón del Andrews House tomando algunas notas sobre mi conversación telefónica con la señora L. y me detuve a pensar en lo que ambos llamábamos sus «ausencias», las horas que pasaba en el limbo con sus fantasías. «Pensé en usted inclinándose sobre mí y tocándome ahí abajo, y entonces tuve miedo de hacerme pis, así que empecé a abofetearle con fuerza». Apunté la palabra recipiente, con la que Bion se refería al analista como una vasija donde verter tu porquería. Yo, el orinal. Echaba de menos mi trabajo. Mi trabajo era mi esqueleto, mi musculatura. Sin él me sentía como una medusa. Las formas de las cosas, los contornos. No podemos vivir sin ellos. «¡No me toques la nariz, gilipollas!», me gritó una vez un paciente hospitalizado cuando me rasqué la nariz un segundo durante una entrevista. En aquella época yo era un joven psiquiatra residente y sus palabras fueron como un mazazo para mí. Después aprendería cuán precario es todo, la noción de nuestro comienzo y nuestro fin, de nuestros cuerpos, de nuestras palabras, de nuestro interior y exterior. A menudo los pacientes psicóticos se interesan por la cosmología debido a su obsesión con las misteriosas estructuras de lo invisible, con Dios y Satán, con las estrellas, la cuarta dimensión y lo que se esconde debajo o más allá de ella. Buscan el esqueleto del mundo. A veces el hospital puede ofrecerles un refugio temporal a base de aburridas rutinas (los medicamentos, el almuerzo, los talleres de bricolaje, las clases de expresión corporal, las visitas del asistente social y del doctor), pero después el mundo los reclama. El paciente sale al exterior y los frágiles vuelven a hacerse añicos.

Mi padre trabajó con ahínco para ordenar su mundo: se levantaba temprano, dedicaba largas horas a su tarea, corregía pruebas una y otra vez, era muy escrupuloso con sus apuntes y muy detallista con sus esquemas, ordenaba en filas el maíz, las patatas, las alubias, la lechuga y los rábanos. Pero cuando ocurría un imprevisto (un problema con el coche, un niño que se golpeaba o se lastimaba, se equivocaba al doblar una esquina o hacía mal tiempo) sufría de forma indecible. Me acuerdo de verle negando con la cabeza y cerrando los puños mientras se le contraía el rostro y la angustia le estrangulaba la voz. Recuerdo viajes cargados de tensión. La voz de mi madre diciendo: «No te enfades, Lars». El rostro acongojado de mi hermana en el asiento de atrás. Yo me encerraba en mí mismo. Sonia cantaba. Yo contaba. No tenía nada que ver con lo que hubiera sucedido, pues solían ser cosas insignificantes, ni con lo que mi padre hacía o decía, pues se controlaba de tal forma que nunca llegaba a estallar. Lo que nos afectaba era el volcán de emociones que llevaba dentro.

Aquella noche soñé que estaba en el hospital y que acababa de cerrar con llave la puerta de cristal que conducía a la sala Norte cuando un interno me daba unos golpecitos en el hombro y me entregaba una radiografía de pecho. Yo la miraba. El corazón era tan grande que ocupaba toda la cavidad pectoral. De repente aparecía un radiólogo a mi lado y yo notaba que llevaba la chaqueta muy sucia y que chorreaba un líquido amarillo asqueroso. Se me acercaba y yo me apartaba, intentando que no me manchase con la mugre de su chaqueta. El radiólogo me susurraba al oído: «Defecto septal atrial». Yo le preguntaba qué estaba haciendo en el ala de psiquiatría. Entonces, no sé por qué razón, me daba cuenta de que aquella radiografía era de mi corazón, al igual que la lesión congénita. Sacaba un estetoscopio del bolsillo y empezaba a auscultarme el pecho. Oía el fuerte murmullo cardíaco y entonces veía al otro lado del cristal a mi padre, que yacía en una cama de hospital en mitad del ancho pasillo de la sala Sur. No debería estar allí. No estaba en la unidad que le correspondía. Yo sacaba la llave para abrir la puerta pero me encontraba conque en la cadena no tenía una, sino cincuenta llaves de diferentes tamaños. Empezaba a probar una llave tras otra, pero ninguna abría la cerradura. De repente no podía respirar, me invadía el pánico y empezaba a gritar para que alguien viniese a ayudarme. Mi padre yacía inmóvil con la boca abierta. El radiólogo seguía allí, pero tenía otra cara. Me susurraba: «Desorden psicótico causado por una hipertensión pulmonar». Yo me despertaba con esa frase absurda sonándome en los oídos. Cuando a la mañana siguiente me senté a anotar el sueño, lo primero que escribí fue: «Doctor, antes que nada, cúrese usted». Luego comprendí que el agujero en mi pecho también hacía referencia al agujero que el doctor de Urgencias tuvo que abrir en el pecho de mi padre para volver a inflarle el pulmón colapsado, y que en el sueño yo intentaba desesperadamente ayudar a mi padre abriéndole la puerta, pero lo que yo tenía en las manos eran unas llaves desconocidas.

Inga y Rosalie encontraron un artículo sobre el incendio en The Zumbrota Reponer. El 14 de mayo de 1920 un «trágico» incendio se había cobrado las vidas de Sylvia Odland y de su hijo pequeño, James. La hija de dos años, Lisa Odland, sufrió quemaduras, pero un bombero logró rescatarla sacándola por la puerta delantera. Los padres de Lisa estaban divorciados, y el artículo mencionaba que la niña iría a vivir con su padre y la segunda esposa de éste.

Nunca le dijeron nada acerca de esas muertes. Walter Odland había dicho la verdad. «Fueron injustos con ella». Aunque nunca llegara a recordar el incendio a nivel consciente, el hecho tuvo que afectar a sus respuestas emocionales. Nunca tuvo que asimilar la muerte de su madre ni pudo llorarla. Se le ofreció una sustituta. Años más tarde su hermano le contó la verdad. Ahora vive aislada del mundo y no quiere ver a nadie. Pero, como señaló Inga, la historia del fuego no tenía nada que ver con el misterio que encerraba la nota de nuestro padre.

—Siento la presencia de mi madre y de Lars —dijo mi madre—. Los dos están aquí conmigo, en este lugar. Nunca los siento cuando estoy en Nueva York.

—¿Como si fueran fantasmas? —preguntó Sonia, mirándola perpleja.

—No. Son presencias. Pero no me dan ningún miedo.

—Yo oigo a Max —dijo Inga sin más.

—¿De verdad? —preguntó Sonia.

—Oigo que me llama —contestó Inga tras asentir con la cabeza—. No muy a menudo, sólo de vez en cuando. Una vez papá me contó que él oía al abuelo. Oía que el abuelo lo llamaba.

Mi madre estaba sentada en el sofá, apretando las rodillas contra el pecho. Yo estaba frente a ella. La observé volver el rostro hacia la ventana, y durante unos instantes me pareció una desconocida. El sol que entraba por la ventana iluminó fugazmente su pequeña cabeza y los rasgos delicados de su perfil. Me fijé en las profundas arrugas que tenía alrededor de la boca y en la frente, y también en el azul intenso del ojo visible desde mi lado. Llevaba el pelo cano peinado hacia atrás.

—Una vez Lotte me contó la historia del día en que vuestra abuela perdió sus ahorros. Ivar llegó a la casa, le dio la mala noticia de que el banco había quebrado y a continuación citó el salmo: «El pueblo se lo pidió y El trajo codornices y satisfizo su hambre con el pan del paraíso». Hildy agarró un plato de la mesa y lo estrelló contra el suelo —dijo mi madre.

—¿Papá nunca te había hablado de eso? —preguntó Inga.

—No. Ojalá me hubiese contado más cosas, pero no podía. Una vez le dije: «Tiene que haberte resultado difícil convivir con toda esa animadversión que existía entre tus padres».

—¿Y él qué dijo? —pregunté.

—No quería oír hablar del asunto. —Una nube debió de tapar el sol, pues la habitación se oscureció de repente.

Hice un esfuerzo por recordar algo, alguna clave de mi niñez. Yo adoraba a mi abuela, me encantaban sus brazos con la piel fláccida y su largo pelo cano que siempre recogía con unas horquillas que guardaba en un cuenco sobre su tocador. También me encantaba su risa, las historias que me contaba de su infancia y el sombrero de paja con flores que se ponía para llevarnos de paseo en coche. Hablaba inglés con un fuerte acento noruego. Pensé en el abuelo paterno de mi padre y me lo imaginé bajando con cuerdas y poleas el baúl que llevaría a Estados Unidos por los escarpados senderos montañosos de Voss; pensé en la covacha subterránea en la que vivió al llegar, un agujero en la tierra cubierto de hierba, y en la posterior cabaña de troncos, que se quemó después de morir su esposa. En el otoño de 1924 la casa se prendió fuego por culpa de una estufa o de una chimenea defectuosa. Los detalles no están claros. Por suerte, dos vecinos, Hiram Pedersen y Knut Hougo, pasaban por allí en coche y vieron el fuego. Encontraron a Olaf detrás de una mesa con la que intentaba empujar una puerta para abrirla. Para entonces ya sufría graves quemaduras, especialmente en las manos y parte de la cara. La última vez que lo vi estaba en cama y no podía hablar. Apoyó su mano llena de cicatrices en mi cabeza como si estuviese bendiciéndome. Hizo lo mismo con mi hermana Lotte.

—No la culpo por tirar el plato al suelo —dijo Sonia—. Dios no les dio de comer, ¿verdad? Lo perdieron todo.

—Esos dos eran tan diferentes —dijo mi madre mientras negaba con la cabeza—. Hildy podía ser irracional, pero tenía empuje. Cuando Ivar estaba en coma, agonizando, parecía recuperar la conciencia de vez en cuando y entonces abría los ojos y nos miraba. No podía hablar, pero la expresión de aquellos ojos era terrible, dolorosísima, como si sólo desease que todo acabara de una vez.

Nos quedamos un minuto callados. Luego mi madre se volvió hacia Sonia y continuó:

—Mi padre cayó enfermo durante la guerra. Un problema cardíaco. Él, que había sido un hombre tan atlético… Subía corriendo por las laderas de la montaña como una cabra. Nunca tropezaba ni se caía, y sin embargo después… —Mi madre se llevó la mano al pecho—. Le costaba mucho respirar. Yo le oía cómo intentaba coger aire con aspiraciones cortas y rápidas, y me recuerdo a mí misma pensando: No se puede morir. Papá no se puede morir.

—Lo mismo me pasó a mí con mi padre —susurró Sonia—. Yo pensaba lo mismo de papá.

Mi madre la abrazó y comenzó a acariciarle el pelo. Inga las observaba con la emoción reflejada en el rostro.

Mi madre prosiguió. Su voz firme tenía la cadencia y musicalidad del otro idioma que subyacía oculto detrás del que ahora usaba. Creo que mientras nos hablaba a nosotros también hablaba para sí misma.

—En aquella época, cuando alguien moría, se vestía el cadáver y se exponía para que los demás lo viesen. La gente iba a despedirse del muerto. Era un ritual, claro. Recuerdo a mi padre cuando yacía allí, sin ser él en realidad. Mi padre muerto era un extraño para mí. —Hizo una pausa—. Entonces no se embalsamaba a los muertos ni se les hacía esas cosas horripilantes que hacen los norteamericanos, ya sabéis lo que quiero decir. Cuando te morías, te envolvían en un sudario, te metían en un sencillo ataúd y te enterraban. —Mi madre respiró hondo—. Yo estaba observando el cadáver de mi padre y mi madre se acercó y me dijo Kyss Pappa. Dale un beso a papá tradujo mi madre a Sonia.

—¡Eso ya lo sé, abuela! —respondió Sonia.

—Pero yo no quería besarlo —continuó diciendo mi madre al tiempo que se le endurecía el gesto.

Sonia, que había estado escuchando con la cabeza apoyada en el pecho de su abuela, se apartó y levantó la mirada.

—Mamá volvió a repetirlo, Kyss Pappa. —Mientras recordaba tenía los ojos clavados en un candelabro que estaba sobre la mesa delante de ella—. No quería hacerlo, pero lo besé. —Bajó la mirada hacia Sonia—. Mi madre era fantástica. Yo la quería muchísimo, ¿sabes?, pero no tendría que haberme dicho eso.

En junio los días son muy largos, pero aquél se había esfumado mientras hablábamos, y de pronto me di cuenta de que estábamos en una habitación a oscuras. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo el más mínimo gesto de encender una lámpara. Sonia abandonó el abrazo de su abuela y me fijé en la postura tan erguida de mi madre, sentada allí en su sofá, totalmente quieta, con el rostro en sombras, tenso a causa de los recuerdos.

Marit, Marit, Marit, Marit. Aquella noche cerré los ojos y ese extraño conjuro de mi padre, que consistía en la repetición involuntaria del nombre mi madre, surgió de forma espontánea en mi cabeza. La cuerda que le unía al salvavidas: Marit, Marit, Marit.

Tanya Bluestone vaga por estos lares.

No es musa de nadie y su alarido es mudo,

despierta de sueños y de pesares,

con la entraña herida; en la garganta un nudo.

El mismo fuego anida en mí, la misma historia.

Un ardor refundido en la memoria.

Sonia Blaustein

P. D. Se lo he dicho a mamá.

Encontré el poema de Sonia con su posdata debajo de la puerta cuando me levanté. Lo leí varias veces, luego doblé el papel con cuidado y lo guardé dentro de mi diario. Me quedé un rato de pie junto a la ventana observando Division Street, todavía vacía a las siete de la mañana. Recordé el humo ascendiendo hacia el cielo, la asfixiante lluvia de papeles, la bruma sobre el cielo de Brooklyn y el silencio que inundaba la ciudad. Aquel día los peatones de la Séptima Avenida parecían sonámbulos, extraterrestres que deambulaban de una forma mecánica con los rostros cubiertos por mascarillas y pañuelos.

Fue Rosalie, con la ayuda de su intrépida madre, quien arregló que nos citáramos en el Café Ideal de Blooming Field. Lorelei Kavacek tenía que hacer algunos recados en la ciudad y había acordado concedernos una entrevista. A pesar de que aquella mujer era un misterio para mí, yo la había dotado de una personalidad construida a partir de la escasa información que habíamos recogido. Lorelei vivía con una mujer convertida en una ermitaña que estaba relacionada con mi padre y con la comunidad donde él había crecido. Era coja y, por deducción, muy reservada. Esos datos debieron de retrotraerme a los ancianos que conocí de niño y a las historias que había oído de ellos. Me acordé de las hermanas Bondestad, unas viejas que paseaban del brazo por el camino de tierra con unos vestidos negros muy largos. Su padre había muerto en 1920 y ellas se vistieron de luto y nunca lo dejaron. Cocinaban, araban la tierra y recogían la cosecha vestidas de negro. Creo que mezclé esas hermanas con Norbert Engel, el ermitaño local, a quien recuerdo como un hombrecito enjuto y fibroso que solía estar sentado sobre un tocón bajo los árboles, que tenía el rostro arrugado y marrón, pocos dientes de color marrón y unos harapos también marrones o descoloridos. Recuerdo observarle liar un cigarrillo con aquellos dedos amarillentos y quedarme fascinado por la habilidad con que lo hacía. Sin duda el nombre de Lorelei contribuyó a añadir un halo de leyenda al personaje gótico que me rondaba la imaginación. En mi fantasía era una mujer flaca como un palo reseco al sol, que además era vieja y arrastraba una pierna inútil, vestida de negro, como la ropa de luto de las hermanas Bondestad. De todos modos, yo no era consciente de mi fantasía hasta que Lorelei Kavacek la disipó por completo nada más entrar por la puerta del café.

Cojeaba, pero andaba de tal forma que conseguía disimular casi por completo su defecto. Por lo demás era como cualquier otra respetable señora de Minnesota, de esas de toda la vida. Era rellenita, pero no gorda. Llevaba una blusa de algodón de manga corta de cuadros escoceses color pastel, una falda azul marino muy por debajo de las rodillas, medias y unos recios zapatones. Calculé que tendría alrededor de sesenta años, pero también podía tener más e incluso menos. Tras sentarse a la mesa, se estiró la falda y se puso el bolso, un artefacto rectangular y tieso, sobre el regazo. Nos presentamos y se quedó mirándonos con sus ojazos saltones. En ese momento pensé que era una mujer que nunca había sido hermosa. Tenía las mejillas y el cuello fláccidos, y una piel tan blanca y transparente que parecía no haber visto jamás el sol. Pedimos café y luego dijo con un acento plagado de largas vocales típicas de Minnesota:

—Mi tía dice que se acuerda de su padre, pero que la última vez que lo vio fue antes de que empezara la guerra. También me comentó que había leído algunos artículos sobre él en el periódico.

Mientras Inga le hablaba de la carta y de su contenido, yo no apartaba los ojos de Lorelei. Aunque no tuviera nada que ver con la imagen inconsciente que me había formado, había algo en ella que me recordaba a mi infancia. Al principio no sabía qué era, pero pasados unos segundos me di cuenta de que olía a una colonia cuyo nombre ignoro pero que más de un domingo flotaba en el sótano de la iglesia luterana de St. John’s. El recuerdo me vino a la cabeza por efecto reflejo de la memoria y me provocó una sensación cercana al afecto.

—Ahora mi tía no ve a nadie, ¿comprenden? —dijo Lorelei Kavacek mirándome— jamás.

—Sabemos lo del incendio y lo sucedido con la madre de la señora Kavacek —dijo Inga, inclinándose hacia ella—. Hemos hablado con el señor Odland hace unos días. —Mi hermana dijo el apellido con la pronunciación noruega, con una o larga—. Debió de ser muy duro para ella enterarse después de tantos años.

—Por estas tierras lo pronunciamos Odd-land.

—Ah, claro —dijo Inga, ruborizándose.

De pronto a la mujer le cambió el rostro y sus grandes ojos claros parecieron nublarse.

—En cuanto a lo otro… —dijo—, mal asunto. Es como haber sido la persona equivocada durante toda tu vida. Sin embargo, ella dice que siempre tuvo la sensación de que pasaba algo raro, como si le faltara el hígado o algún otro órgano. —Hizo una pausa, suspiró y miró a Rosalie—. Veamos…, llevo viviendo con mi tía Lisa casi treinta años. Poco antes de mudarme a su casa, Walter encontró los papeles del divorcio y entonces fue cuando se enteró.

—¿Por qué su tía no quiere ver a nadie? —le preguntó Inga.

Lorelei negó con la cabeza, aunque evitó la mirada de Inga. Noté que se aferraba a su bolso con ambas manos como para no perder el equilibrio.

—Un día dejó de salir. Nunca ha dicho por qué, pero tenía miedo. He intentado que hablara con el pastor Wee, pero no quiere saber nada de eso. —La mujer clavó los ojos en la taza blanca—. Todo este asunto con el padre de ustedes la ha fastidiado bastante. Lo pasó mal. Es una anciana y tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida. Ahora estamos bastante organizadas y nuestro pequeño negocio le ha venido bien.

—¿A qué se dedican? —le pregunté.

—Hacemos juguetes —dijo con total naturalidad—. Pero no cualquier juguete. Hemos mandado algunos a Nueva York. —Miró a Inga con recelo—. Ustedes son de allí, ¿no? —añadió con tono cortante.

—Erik y yo vivimos allí, pero somos de aquí.

Lorelei levantó las cejas en una expresión que podía ser de desaprobación, incredulidad o irritación. Le dirigió una mirada severa a Inga, resopló, pero no dijo nada.

—La tía Lisa los ha hecho toda su vida, pero fue idea mía venderlos. Yo tuve un taller de costura durante veinte años con Doris Goodly, pero ella murió y no pude continuar sola. Sin embargo, tengo habilidad para esas cosas y aún me queda mucha energía. A mi tía el trabajo la ha llenado de orgullo. —La mujer se enderezó en su asiento como si también ella se hubiese visto beneficiada por el negocio.

—¿Hacen juguetes en su casa? —le pregunté.

—Todos hechos a mano. Dios sabe que no nos hemos enriquecido con ellos, pero nos da para comer y vestirnos. He enviado un par de ellos a Berlín. Eso fue…, déjenme pensar, hace unas dos semanas.

—¿Un par de ellos? —preguntó Inga. Mi hermana se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y descansó el mentón sobre sus manos.

—Una madre y un hijo —dijo Lorelei.

—Muñecos. —Inga pronunció la palabra con alegría—. Hacen muñecos.

—De todo tipo —contestó la mujer.

—¿Podemos verlos? —preguntó Inga.

—No creo que haya ningún problema. Hablaré con tía Lisa. Algunos no pueden verse por ser legados hereditarios. Nadie puede verlos, sólo nosotras.

—Legados hereditarios —repitió Inga con los ojos como platos—. ¿Qué quiere decir eso?

—Es una colección privada —dijo Lorelei, dando palmaditas sobre su bolso para recalcar sus palabras.

Inga alargó la mano con los tres dedos del medio estirados y tocó levemente el brazo blanco y regordete de Lorelei. La he visto hacer ese gesto cientos de veces. A veces me he preguntado si es consciente de que lo hace.

Creo que para ella es una especie de confirmación de que está teniendo un diálogo auténtico, de que realmente ha conectado con la otra persona. Yo pensé que su interlocutora haría algún gesto de sorpresa, pero no.

—Usted lo sabe, ¿verdad? —le dijo Inga— sabe lo que sucedió entre nuestro padre y Lisa.

—No estoy en libertad de decirlo —dijo Lorelei Kavacek. Su rostro se tornó inexpresivo como una máscara y se aferró aún con más fuerza a su bolso—. No estoy en libertad de decírselo ni a unos ni a otros.

Después de eso ya no pasó nada digno de mención. Quedamos en llamar a Lorelei para que nos dijera si podíamos ir a ver los muñecos. La observamos dirigirse hacia su coche. Abrió la puerta, entró de lado y luego se echó hacia atrás para colocar la pierna mala en posición de poder conducir. Una vez que arrancó y se marchó, noté que el tiempo se había estropeado. El cielo se había oscurecido y el árbol alto y delgado que había delante de la ventana se inclinaba mecido por un viento que empezaba a arreciar. Va a llover, pensé. Va a caer una auténtica tormenta de verano. Minutos más tarde, cuando nos marchábamos del Café Ideal, se abrieron los cielos y cayó sobre nosotros una densa manta de agua. Mi último recuerdo de aquella cita con Lorelei Kavacek no es el de ella sino el de mi hermana y Rosalie cruzando la calle, corriendo de la mano, con los rostros vueltos hacia el cielo, riéndose y gritando como un par de colegialas.

—¿Te fijaste en la mirada que me lanzó Lorelei? —me preguntó Inga esa noche mientras veíamos caer la lluvia a través de la ventana de la habitación de mi madre. Estaba claro que aquella sola mirada había abierto la caja de los truenos y puesto de manifiesto todo el mundo cruel de las provincias. Inga recordó a su constante acosadora en el colegio, Carla Screttleberg, y a las otras chicas malvadas que la llamaban «bicho raro», «falsa» y «esnob». Recordó también al profesor que le había reprochado darse «aires de superioridad» en el instituto por haber redactado un trabajo sobre Merleau-Ponty y las miradas frías de sus compañeros en la Universidad Martin Luther. Lo irónico era que si algo había que reprochar a Inga era su poco desarrollado instinto de preservación y su excesiva sinceridad y apasionamiento, cierta autosuficiencia que intimidaba a unos y le granjeaba la enemistad de otros. Detrás de la mirada de Lorelei, Inga había visto desprecio, y yo, inseguridad, pero lo que yacía allí era un revoltijo avivado por el eterno conflicto de clases, el sentimiento igualitario que siempre rigió la vida en las grandes praderas del interior, y pura y simple naturaleza humana. Al mirar a mi hermana sentada al otro lado de la mesa, me percaté de que vestía una blusa blanca sin mangas y un pantalón estrecho azul oscuro que, a pesar de su inocua sencillez, denotaban ser prendas caras, ese algo que tiene la ropa de calidad que resulta tan evidente y que siempre me ha maravillado. Es probable que Lorelei sólo fuese diez años mayor que mi hermana, pero por su apariencia el abismo que las separaba era inmenso, y resultaba comprensible que, sólo por ser como era, la mera presencia de Inga supusiese una afrenta para Lorelei. Por otro lado, Inga, que vivía su soledad y madurez intensamente, difícilmente podría entender y asumir los prejuicios que se alzaban ante ella.

—Nuestro propio padre solía hablarnos de la gente estirada de la ciudad —dije sonriendo a mi hermana—. Pero está claro que cualquier diferencia, por mínima que sea, puede servir de argumento para despreciar al otro: dinero, educación, color de piel, religión, partido político, corte de pelo, cualquier cosa. Los enemigos te revitalizan. Los malvados, los yijadistas, los bárbaros. El odio es excitante y contagioso, además de eliminar convenientemente toda ambigüedad. Te limitas a lanzar tu propia mierda al vecino.

—Después de la guerra —dijo mi madre— arrojaron al ostracismo a los hijos que tuvieron los soldados alemanes con mujeres noruegas. Tyskeunger, les llamaban. Mocosos alemanes; como si aquellos niños tuvieran la culpa de algo.

—La injusticia te devora el alma —dijo Inga—. He pensado mucho por qué papá no escribió nada sobre el desastre de la fiebre aftosa en sus memorias. No lo menciona.

—¿Qué sucedió? —preguntó Sonia.

—Un inspector del gobierno fue a la granja, no recuerdo en qué año. Declaró que el ganado tenía fiebre aftosa y que debían sacrificarlo —contesté yo—. No hubo nada que hacer. El hombre tenía la autoridad y hubo que matar a las vacas. Luego se supo que se había equivocado. Los animales fueron sacrificados injustamente.

—Entonces, ¿abuelo tuvo que ver todo su ganado muerto? —dijo Sonia despacio.

Me imaginé aquellas inmensas reses muertas, las vacas, los caballos… Luego los establos vacíos… Los ojos hinchados de mi padre.

—Algunos recuerdos son demasiado dolorosos —dijo Inga.

—Cuando papá se marchó, ¿adónde fue? —pregunté a mi madre—. ¿Dónde lo encontraste aquella noche que pasó fuera de casa?

—No sabía que lo supieras. —Mi madre me miró con frialdad—. No quería que te enteraras. Como tu padre salía siempre muy temprano para el trabajo… No pensé que lo supieras.

—Si fue cuando yo creo, le oí salir de casa —dijo Inga—. Me pasé la noche en vela esperando que volviera.

—Por la mañana —prosiguió mi madre— me puse a buscarlo. Primero en su despacho, luego en la biblioteca. Ese día no tenía que dar clase. Yo estaba de pie junto a las estanterías tratando de imaginar dónde podría haber ido, y entonces me vino la idea a la cabeza. Hacía pocos meses de la muerte de vuestro abuelo y la abuela había decidido dejar la granja durante los meses fríos. Nadie vivía allí. Me parece recordar que era a finales de octubre.

—¿Y estaba el abuelo allí? —dijo Sonia—. ¿En la granja?

—Lo encontré dormido en el piso de arriba, sobre la cama de su padre.

—Veinticinco kilómetros —dijo Inga—. Debió de caminar toda la noche.

—¿Y qué te dijo? —pregunté.

—Nada. Parecía desorientado cuando lo desperté. Pero cuando empecé a decirle lo preocupada y disgustada que estaba con él, guardó silencio o, más bien, se comportó como si no hubiera sucedido nada fuera de lo normal.

—Mi padre había ido a su casa. No había nadie allí, pero él fue a su casa. No es que le encantase aquel lugar, pero había algo en la granja que tiraba de él.

—Cuando Hildy ya era muy mayor —añadió mi madre—, años después de la muerte de Ivar y poco antes de que ella también muriera, me senté un día junto a su cama y nos pusimos a hablar. «Debería haber sido más cariñosa con Ivar», me dijo levantando la voz de repente. «Debería haber sido más cariñosa».

Sonia bajó la cabeza. Vi cómo le temblaban los labios y la barbilla. En ese mismo instante mi madre se volvió para mirar a su nieta. Inga dudó un instante y, con los ojos fijos en Sonia, alargó y posó los dedos de la mano sobre el plato de su hija, no sobre su brazo.

—Tengo que ir al lavabo —dijo Sonia. Se levantó y salió de la habitación.

A veces las palabras son un torpe sustituto, pensé, un hilillo de conocimientos recibidos vacío de significado real, pero cuando nos embarga la emoción, hablar puede resultar una tarea ardua. No queremos que se nos escapen las palabras porque a partir de ese momento también pertenecerían a los otros, y ése es un riesgo que no podemos correr.

Inga sufrió una decepción cuando no nos permitieron visitar la casa de Kavacek ni ver a la «tía Lisa», pero Lorelei accedió a llevar algunos de sus juguetes a casa de Rosalie, donde podríamos verlos. Hasta que no llegamos allí no supimos que Rosalie había convencido a Lorelei haciéndola creer que estábamos «forrados» y que quizás podría vendernos alguno de sus muñecos.

La última tarde de nuestra estancia, Sonia, Inga, mi madre y yo fuimos a la gran casa blanca en la zona este de la ciudad, donde desde hacía varios años vivían Rosalie, su marido Larry, que era veterinario, y sus tres hijos, Derek, Peter y Michael, a quien apodaban Rusty.

Nos acomodamos en el espacioso salón que parecía servir también de almacén de prendas y equipos deportivos pues había varios pares de zapatillas desperdigadas, un montón de periódicos de aquel mes y, por lo menos, un año entero de revistas así como varios objetos que suelen estar en la cocina: una sartén, un medidor, varios frascos de especias, uno de los cuales había desparramado su contenido de hojas muertas sobre la mesita de café junto a un cuenco lleno de un repugnante líquido marrón.

Rosalie echó una ojeada a la mesa y levantó los brazos en un gesto de fingido horror.

—¡Dios mío! Los experimentos científicos de Rusty parecen multiplicarse por doquier. —A continuación gritó con voz profunda—: ¡Rusty!

Al ver que Rusty no aparecía volvió a gritar. Sonia e Inga parecían divertidas con la situación y mi madre, fiel a su educación, retiró con discreción tres pares de calcetines sucios de la silla que Rosalie le había ofrecido, los depositó sobre la mesa, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo.

Cuando el joven científico entró en el cuarto, iba vestido con unas bermudas anchas y una camiseta con el dibujo de una calavera. El símbolo de la muerte no parecía muy acorde con el rostro bien formado, la expresión tímida y el cuerpo atlético del chico. Parecía tener unos trece años y cuando entró miró de reojo un par de veces a la adorable Sonia mientras procedía a retirar los restos de sus experimentos.

—No sabía que iba a venir gente —dijo el chico.

Sonó el timbre de la puerta y Rosalie recogió a toda prisa la ropa que ocupaba la única silla libre, la echó de cualquier manera dentro de un armario y, haciéndonos un guiño, se dispuso a abrir la puerta dando saltitos hacia la entrada como una bailarina.

Lorelei pasó al cuarto de estar. Iba vestida para la ocasión con una blusa color miel almidonada y una falda verde, un atuendo un poco más formal que el que llevaba la primera vez que la vimos. Dejó sobre la mesa tres cajas de un tamaño similar a las de zapatos y procedió a abrirlas una a una.

La primera muñeca tendría unos quince centímetros de altura y llevaba largas coletas de color marrón brillante y un vestido azul con falda larga. Por lo que pude ver, estaba hecha de trapo, pero debía de tener un armazón de alambre que le daba forma. Nunca había prestado demasiada atención a las muñecas, pero al ver aquélla me di cuenta de que la mayoría exageraba algún rasgo de la anatomía, ya fuera la cabeza o los ojos más grandes o las piernas más cortas o más largas. Las proporciones de la muñeca me parecieron correctas y la minuciosidad, no sólo de la ropa, sino del rostro bordado a mano, llegaba a tal extremo que mi madre no pudo reprimir una leve exclamación cuando se la mostraron.

Una de las piernas de la muñeca estaba escayolada. De inmediato Lorelei sacó de la caja dos muletitas de madera y las colocó bajo los brazos de la muñeca.

—Es Ruth. Se cayó por las escaleras en casa —dijo con una voz casi inaudible, como si el comentario fuera sólo para ella.

Cuanto más miraba yo la muñeca, más detalles veía en ella. Parecía tener algo en la rodilla izquierda que, al examinarla de cerca, era una especie de costra bordada con hilo. Pero además había algunos detalles pintados: los mofletes sonrosados, las pequitas, las uñas y un moratón en el codo. No es que la muñeca pareciese una persona en miniatura, pero los múltiples detalles que buscaban el mayor realismo posible producían un extraño resultado. Era como si aquel Juguete perteneciera a un universo con unas leyes y una lógica similares a las nuestras. Era una muñeca mortal que procedía de un mundo donde los niños se caían, se fracturaban los huesos, llevaban escayolas y necesitaban muletas.

Lorelei sacó la segunda muñeca. Era una anciana que llevaba un gran camisón de franela. La colocó sobre una camita estrecha. La tela del rostro estaba cosida con pliegues que imitaban las arrugas propias de la edad, y el pelo estaba confeccionado con hilos cortos, blancos y revueltos. Bajo el camisón se apreciaban las formas del cuerpo de la muñeca: los pechos caídos, la tripa floja y las piernas largas y delgadas. Lorelei la cubrió con un pequeño edredón y le giró la cara hacia un lado.

—Fijaos en las venas de las manos y en las muñecas —dijo Sonia. Se había levantado de la silla y arrodillado junto a la mesita de café. Rusty miraba por encima de su hombro con una expresión mezcla de repugnancia y estupor—. Qué triste —dijo Sonia—. Pobrecilla.

—Es Milly —dijo Lorelei—, el día que murió.

Empecé a pensar que me había equivocado con respecto a Lorelei Kavacek. La resuelta y pragmática matrona con sus zapatones marrones y medias de descanso tenía una historia que contar sobre cada muñeco. Todo el asunto estaba teñido de excentricidad, y yo, como mínimo, sentía curiosidad por saber cómo era la vida de aquellas dos mujeres y de sus muñecos. Me vino a la mente un paciente que me contó que cuando veía una película se «metía dentro de ella». «Realmente dentro», decía, «estoy dentro de las películas, estoy dentro».

El último muñeco era un hombre de mediana edad vestido con mono y botas de trabajo. Lorelei lo sentó en una silla acolchada, donde descansaba con una mano en la frente y la otra sobre el regazo, sujetando apenas un pedacito de papel. Aquél era, con mucho, el más inquietante de los tres. Tenía los ojos y la boca cerrados con una mueca de dolor. Mi madre, que estaba de pie, se inclinó sobre la mesita y le pidió a Lorelei permiso para tocar el muñeco.

Lorelei asintió con la cabeza y mi madre rozó levemente con el dedo índice la camisa de franela para retirarlo de inmediato.

—¿Quién es? —preguntó.

Rosalie empezó a leer el comienzo de la minúscula carta que había sobre el regazo del muñeco.

—Lamentamos informarle… —leyó en voz alta—. Es una historia de guerra.

—Es Arlen —añadió Lorelei—. Justo después de recibir la triste noticia sobre su hijo Frank.

—¿Qué viene primero, la historia o los muñecos? —pregunté.

—La historia, por supuesto. No podríamos hacerlos sin conocer quiénes eran las personas y lo que les sucedió.

—Deben de ser muy caros —dijo Inga. La miré y me pareció que tenía una expresión ausente y que su voz carecía de aliento—. ¿Cuánto tarda en hacer cada uno?

—Meses. Tenemos a Buster que nos hace el mobiliario por encargo. Vive aquí al lado, en Blooming Field.

—¿Y el precio? —preguntó Inga.

—Depende. A partir de quinientos dólares.

—Ya me imagino —dijo Inga, mirando la muñeca, y con un gesto sorprendentemente similar al que había hecho mi madre segundos antes, tocó la manga del camisón—. Le agradecemos mucho que los haya traído. Voy a pensármelo.

—Tengo más —dijo Lorelei—. Podría enviarle algunas fotos.

—Sí —contestó Inga, un tanto sorprendida—. Sí, le daré mi dirección.

Después de anotar las señas de Inga, Lorelei devolvió con cuidado cada muñeco a su caja. A continuación, sin ninguna ceremonia, nos saludó con la cabeza y, como ya dijera una vez, se despidió con un «será mejor que me vaya ya». La vimos salir por la puerta con su cojera, pero con un decidido aire de triunfo en cada paso que daba.

Cuando ya oímos arrancar su coche, Sonia dijo:

—Esas muñecas, ¿eran realmente tan raras como me parecieron?

—Sí, lo eran.

—¿No estarás pensando comprar una? —le preguntó Rosalie a Inga.

Mi hermana no la oyó, estaba sumida en una de sus «ausencias», como solía llamarlas yo cuando éramos niños. Tenía la mirada fija, pero no miraba nada en particular. Estaba concentrada en alguno de sus pensamientos. Cuando Rosalie repitió la pregunta en voz más alta, Inga volvió la mirada hacia su amiga y respondió:

—Sí, creo que lo haré. Creo que me gustaría tener uno de esos pequeños seres maltrechos.

—Hemos ido a topar con la historia que no buscábamos —me dijo Inga en el avión que nos devolvía a Nueva York—. Íbamos a buscar una historia y nos topamos con otra.

—Sí, el fuego, las muertes, los secretos, las mentiras.

—Estoy segura de que ellos creían que la estaban protegiendo.

—No me cabe duda —dije—, pero esa clase de protección nunca funciona. Lisa siempre supo que algo andaba mal.

—Lorelei lo sabe. Estoy segura de ello, pero dudo de que nos lo llegue a decir. ¿Viste su cara mientras envolvía a esas personitas? Era como si estuviera diciendo: «Tengo acorralados a estos esnobs de Nueva York justo donde quería».

—Esos muñecos pretendían expresar algo.

—Expresaban algo, pero no todo —dijo Inga asintiendo con la cabeza—. Si supiéramos lo que sucedió entre papá y Lisa. Si supiéramos quién murió y cómo, podríamos llegar a entenderle mejor. Los secretos pueden definir a las personas. —Inga miró a Sonia que estaba dormida en su asiento, al otro lado del pasillo—. No dejo de pensar que Sonia conocía la relación que mantuvo su padre y nunca me dijo nada. Es como si llevara un cuchillo clavado dentro de mí. Sin embargo, cuando hablé con ella del asunto no tuve el valor de mencionar a Joel. —Bajó la voz y susurró—: ¿Y si resulta que tiene un hermano? He pensado mucho en ello. ¿No sería tremendo mantener apartados a dos hermanos? Y, sin embargo, ¿qué son el uno del otro en realidad? Quiero decir, ¿qué importancia tiene la biología en un caso como éste?

—Representa un potente lazo de unión entre las personas —dije-Piensa en la cantidad de hijos adoptados que se ponen a buscar a sus «verdaderos» padres.

—¿El ADN puede verificar con certeza el parentesco genético?

—Sí.

—Eso también me parece tremendo. Seremos cariñosos contigo si tus genes son como los nuestros, en caso contrario, te ignoraremos. —Inga pasó las páginas del libro que tenía sobre el regazo. Era sobre Hegel y me fijé en el retrato del filósofo que había en la portada.

—Él tuvo un hijo ilegítimo. Se llamaba Ludwig —dijo Inga, tamborileando sobre la portada con los dedos—. Hegel y su esposa lo tuvieron algún tiempo con ellos, pero las cosas no fueron bien. —Inga parecía fatigada. Se volvió hacia la ventanilla, como dando a entender que no quería hablar más.

—Tienes que decírselo.

—Lo sé. Lo haré —respondió.

Pensé en las muchas cosas que había que esconder. Entonces recordé estar sentado frente a P. en el pabellón Norte del hospital escuchando su vocecilla enfática. No recuerdo cuándo empecé a hacerme daño. Ojalá pudiera.

—¿En qué piensas?

—En una chica a quien traté en el Payne Whitney.

—Debes de sentirte aliviado de no trabajar más allí. Te desgastó mucho.

—Lo echo de menos.

—¿De veras?

—Echo de menos a los pacientes. Es difícil de explicar, pero cuando las personas necesitan algo desesperadamente, hay otro lado de ellas que se desvanece. La hipocresía que forma parte de la vida cotidiana desaparece, me refiero a ese falso «¿Qué-tal-está-usted?». «Muy-bien-gracias». —Me detuve un instante—. Los pacientes pueden ser charlatanes, mudos, e incluso violentos, pero hay en ellos una urgencia existencial que te revitaliza. Te sientes cerca de la cruda verdad, de lo que los seres humanos son en realidad.

—Sin hipocresías, como hubiera dicho papá.

—Eso es, sin hipocresías. Aunque debo admitir que no echo de menos el papeleo ni los dictados que venían de arriba. Hace un mes o algo así, me encontré a una antigua colega que se llama Nancy Lomax. Todavía sigue trabajando allí. Me dijo que ahora hay que referirse oficialmente a los pacientes como clientes.

—Eso es vomitivo.

—Eso es Estados Unidos.

Al abrir la puerta de casa sentí un vacío. No se oía ningún ruido procedente del piso inferior y me pregunté si mis dos inquilinas se habrían ido también de vacaciones. ¡Pobre mitón!, pensé y volví a abordar mi solitaria existencia. A pesar de que el sábado, ya tarde, las oí llegar, no vi a Miranda ni a Eggy hasta una semana después. Al dar la vuelta a la esquina de Garfield con la Octava Avenida vi que las dos estaban con Lane cerca del parque. Él estaba agachado con la cámara en ristre mientras Miranda hacía un gesto defensivo con las manos y Eggy escondía la cara en el vestido de su madre. Segundos después Lane dejó de hacer fotos y los tres adoptaron posturas más relajadas, pero fue la que tenían cuando les vi la que quedó grabada en mi mente: Miranda estirando los brazos hacia delante con las palmas de las manos abiertas hacia el fotógrafo para ocultar la cara, Eggy pegada a su madre y Lane con los músculos del cuerpo en tensión mientras disparaba la máquina. Puede que yo sólo quisiera fijar en mi retina ese momento de aparente discordia para así poder sentirme mejor. Por lo que fuere, la visión de ellos bajo el sol ha quedado en mi memoria y se ha solidificado para permanecer estático y aislado como una fotografía en color de un álbum familiar.

Una tarde de domingo estaba yo leyendo un artículo que Burton me había enviado hacía unos días cuando sonó el timbre de la puerta. A través del cristal vi a Eggy con su abultada mochila a los pies. Llevaba puesta una gorra de béisbol, una falda de vuelo que parecía demasiado grande para ella y unas botas de goma negras. Cuando abrí la puerta, alzó los ojos hacia mí y me lanzó una mirada trágica. No respondió a mi saludo. La invité a pasar y noté que volvía la cabeza para mirar a sus espaldas. En aquel momento no dije nada, pero me imaginé que Miranda sabía que la niña estaba en mi casa.

Eggy arrastró la mochila repleta y la dejó en el vestíbulo. Se quitó la gorra y caminó despacio hacia el cuarto de estar, llevándose la mano al corazón. Respiró hondo varias veces antes de sentarse en el sofá, reposó la cabeza sobre los cojines y empezó a pestañear como si estuviera adormilada.

—Parece que no te encuentras bien —dije.

Eggy se llevó el dorso de la mano a la frente y lanzó un profundo suspiro. De inmediato volví a pensar en El mitón. También recordé cuando, siendo niño, fingí una cojera en el colegio durante varias horas.

—Me duele el pecho por dentro y mis ojos no funcionan demasiado bien.

—Siento oírtelo decir.

—Sí —contestó Eggy, mirando en dirección al vestíbulo antes de proseguir.

—Quizás necesite tomar pastillas como el abuelo. Tiene la presión alta, ¿sabes?

—Eso no le suele ocurrir a los niños.

Eggy permaneció unos segundos pensativa y luego dijo en voz baja:

—Mis otros abuelos murieron en un accidente de coche. —Al decir esto su expresión cambió y su angustia me pareció genuina. Eglantine se inclinó hacia delante y clavó su mirada en la mía—. Murieron en el acto. —Esa frase debió de habérsela oído a alguien. ¿Quién la habría dicho, su padre o su madre?

—Debe dar un poco de miedo pensar en esas cosas.

—Pues sí. —Parecía que quería decir algo más—. Quizás me vaya a vivir con mi papá.

—¿Vas a dejar a tu madre?

Los pies de Eggy enfundados en sus botas oscilaban con nerviosismo a varios centímetros del suelo.

—Él me deja hacer cosas y me va a llevar a Six Flags. —A pesar de la perspectiva halagüeña, Eggy parecía abatida.

—Eso suena muy bien —dije—, pero no pareces muy feliz. Pareces triste.

Eggy se volvió hacia la ventana. Se le encendió el rostro y un segundo después volvió a sonar el timbre de la puerta. Acompañé a Miranda hasta el salón y ambos observamos cómo Eggy, tumbada en el sofá, se llevaba la mano al pecho y pestañeaba sin cesar.

—Eglantine parece no encontrarse muy bien —dije.

Miranda se detuvo a unos pasos de su hija y cruzó los brazos.

—Sí, lo cierto es que ha pasado bastante tiempo con la enfermera en el campamento de verano. ¿No es así, Eggy? El corazón, los ojos, el estómago, la cabeza, los brazos, las piernas, todo va mal.

Miranda me sonrió un instante y después se acercó al sofá, donde Eggy respiraba ruidosamente y empezaba a gemir. Su madre le apartó las piernas y se sentó a su lado. Tomó uno de sus brazos y lo empezó a acariciar.

—¿Te alivia? —le preguntó.

Eglantine asintió con la cabeza.

Miranda posó los labios en la frente de su hija y empezó a besarla. Luego le besó la nariz, las mejillas y el mentón.

—¿Qué te parece esto?

Eggy cerró los ojos. Su madre siguió besándole los brazos y las manos y la tripita que quedaba al descubierto entre la camiseta y la falda.

—¿Te gusta? —susurró Miranda.

Eggy abrazó a su madre.

—No estás harta de mí, ¿verdad? —La niña pronunció la palabra harta con mucho cuidado, como si fuera de otro idioma.

Miranda se echó un poco hacia atrás y miró con sorpresa a Eggy.

—¿Qué dices?

—Harta, dijiste que estabas harta.

—¿Cuándo?

—Cuando dibujabas. Te oí decirlo.

—No estoy harta de ti. Nunca tendré suficiente de ti, Eggy Weggy. ¡Pero qué cosas dices!

Me senté para observarlas. Eglantine tenía los ojos abiertos como platos mientras examinaba la cara de su madre.

—Creí que estabas harta de mí porque soy tan… —Eglantine tomó aliento y lo soltó—: Difícil.

—¿Tú, difícil? —El rostro de Miranda se iluminó con una sonrisa y rompió a reír—. ¡Qué cosas tienes!

La niña le devolvió la sonrisa y hundió la cabeza en el cuello de su madre, besándolo con pasión.

—Mami, mami. Mi mami.

—Deberíamos volver a casa, ¿no crees? —dijo Miranda—. Estoy segura de que Erik tiene otras cosas que hacer.

—Llévame en brazos. Por favor, llévame en brazos. Quiero que me lleves.

—Ya eres grande, Eggy —dijo Miranda.

Y así, entre los dos, bajamos a la pequeña enferma. Miranda sujetándola bajo los brazos y yo de las piernas. Delante de la entrada del apartamento bandeamos a Eggy unas cuantas veces y luego entramos corriendo llevándola en volandas. Eggy no paró de reír en todo el camino. Dejé a las dos abrazadas en el sofá azul. Al cerrar la puerta tras de mí oí a Miranda cantar una dulce melodía que nunca había oído. Tenía una voz suave, más aguda de lo que hubiera esperado, y no se le escapó ni una nota.

Esa misma tarde llamé a Laura Capelli. La escena que había tenido lugar en mi cuarto entre Eggy y Miranda sin duda pesó en mi repentina decisión de estar con otra mujer. Esa tarde había visto a una Miranda diferente. Con Eggy era abierta, cariñosa, afectuosa y rebosaba buen humor. Su instinto no le fallaba con su hija y me di cuenta de que ese mismo instinto la forzaba a ser distante y precavida conmigo. Laura vivía a tan sólo unas manzanas de casa y cuando le pedí que saliéramos a cenar por el barrio dijo: «Claro, ¿por qué no?». A pesar de que su respuesta me pareció un tanto ambigua, su tono de voz fue amable. Quedamos para el viernes y ese día lo pasé pendiente de la cita, animado ante la perspectiva de ver a Laura.

Yo ya estaba sentado a la mesa cuando ella entró en el restaurante, y lo primero que noté fue que vestía una blusa bastante escotada, lo que significaba que, durante el resto de la cena, tendría que hacer un esfuerzo para que no se me fueran los ojos a sus pechos. También se me ocurrió pensar que, dado que Laura era psicoterapeuta, no podía habérsele escapado el significado del modo de vestir. Pero tampoco me olvidaba de la cantidad de veces que me había sorprendido la estupidez de mis colegas a la hora de enjuiciar sus propios actos, así que me dije que en esta ocasión no debería llegar a conclusiones precipitadas.

Laura Capelli hablaba, reía y comía con fervor. Tenía la piel olivácea. El cabello moreno le acariciaba la cara con sus rizos. Tenía unos pechos grandes, redondos y llamativos. Su trabajo la mantenía muy ocupada, estaba divorciada y tenía un hijo de trece años que estaba obsesionado con su pelo. El chico se pasaba una hora cada mañana en el cuarto de baño rodeado de geles y cepillos, y cuando su madre le hizo algún comentario al respecto, él la atravesó con la mirada. «¿Mi pelo? ¿Qué pasa con mi pelo?». Después de que Laura se hubiera zampado sus natillas e hiciera un comentario de pasada acerca del escaso apetito que mostraba un hombre de mi tamaño, salimos a la calle y me dispuse a acompañarla a su casa.

Cuando me incliné para darle un beso de despedida frente al edificio, me rodeó la cintura con los brazos y me estrechó con fuerza. A partir de ese momento las cosas vinieron rodadas. Laura me condujo silenciosamente por la casa, pasamos por delante de la habitación de su hijo, momento en que Laura hizo el gesto de llevarse el índice a los labios, y subimos a su dormitorio, donde nos tiramos sobre la cama y nos afanamos en el empeño de liberar botones y cremalleras. Nuestros labios y lenguas se encontraron. Su piel olía a talco y a vainilla y tenía cierto sabor salobre. Hacía tanto tiempo desde la última vez que había hecho el amor que tuve que contenerme hasta que Laura alcanzó el clímax. Ella se había colocado encima de mí y lo hicimos a un ritmo lento y regular. Llegado el momento, Laura echó la cabeza atrás, cerró los ojos y jadeó como si estuviera conteniendo un grito. Segundos después me dejé ir y al rato ya estaba tumbado junto a ella entre las sábanas azules y blancas. De repente, Laura se incorporó y rompió a reír. Yo también me senté mientras ella trataba de sofocar la risa histérica que no podía contener.

—¡Dios santo, Erik! —susurró llevándose la mano a la boca.

Permanecimos tumbados cerca de una hora hablando en voz baja, pero me di cuenta de que Laura estaba preocupada por si su hijo se despertaba, así que salí, pasé junto al cuarto de Alex de puntillas y me encontré de nuevo en St. John Street.

A eso de las dos de la madrugada me encontré deambulando por la Séptima Avenida. El aire nocturno era más fresco de lo que esperaba y por la calle todavía circulaban varios grupos de jóvenes con algunas copas de más que se apoyaban los unos en los otros para no caerse y soltaban risotadas sin cuento. Los efectos del vino que había bebido horas antes se habían disipado y la agitación de mi reciente aventura me impedía pensar siquiera en ir a dormir, por lo que, al llegar a Garfield, pasé de largo la hilera de tiendas cerradas, cruzándome con varios peatones solitarios que paseaban a sus perros y con algunas parejas que iniciaban de la mano su retirada hacia quién sabe qué cama. Avivé el paso y no me detuve hasta llegar a la calle Veinte, hasta el cementerio de Green-Wood, cuyas lápidas y panteones reflejaban pálidamente la luz de las farolas. Volví a pensar en los pechos de Laura, blancos bajo la línea del escote, la frontera de su piel morena. Su culo blanco moviéndose al compás de los gritos eróticos que a duras penas contenía vino también a mi mente, pero el recuerdo del cuerpo de Laura comenzaba ya a diluirse, a alejarse.

Di la vuelta y caminé por la Octava Avenida, luego junto al parque, perseguido por una sucesión de imágenes, algunas de ellas construidas sobre relatos de otras personas; otras, simples recopilaciones de vagos recuerdos; otras, muy intensas aunque fugaces. Todas aparecían y se difuminaban como una rítmica ensoñación marcada por cada paso que daba. Vi a mi abuela caminar pesadamente, cargando un par de cubos, y luego subir el peldaño de piedra que había delante de la puerta de la cocina mientras la brisa jugueteaba con el bajo de su falda de algodón. Vi a mi abuelo agarrando una bolsa de caramelos entre las falanges amputadas de una mano mientras la abría con los dedos de la otra, dejando caer una sólida cascada teñida de verde y blanco en mi mano expectante. Vi a Max, delgado como un palo, oprimiendo con su mano oscura y de un tamaño desproporcionado con el resto de su cuerpo los dedos largos y finos de mi hermana. «Quiero que encuentres a alguien, que te vuelvas a casar. Eres mi joven esposa y pronto serás mi joven viuda. Debes ser una viuda alegre, una viuda danzarina. No quiero que te quedes sola». Imaginé a mi madre inclinándose para besar el rostro de su padre muerto y a la muñeca de Lorelei que representaba a una anciana en su lecho de muerte. Vi a Edie Bly en el papel de Lili Drake caminando por un callejón de una ciudad sin nombre con una maleta en la mano, y al encargado de la pensión hablándole aceleradamente por señas. Ella respondía moviendo los dedos de la mano con rapidez. Recordé la música de fondo de Shostakovich y a mi padre en su cama de la residencia de ancianos. Le oí toser para expulsar la espesas flemas que inundaban sus decrépitos pulmones. «Antes conseguía hacerlas salir», murmuraba apesadumbrado. Vi a mi madre abotonándole el pijama y enderezándole las solapas. La observé pasar junto a mí en busca del cepillo de dientes y de una palangana de plástico para asearlo. Abracé a mi padre y le di las buenas noches. «Estos días», me dijo sonriendo con la mirada cansina, «tengo que hacer un esfuerzo para no caer en el sentimentalismo». «¿Puedes dormir ya, Lars? ¿Necesitas alguna cosa más?», oí decir a mi madre mientras la esperaba en el pasillo.

Llegué a Garfield Street y al acercarme a casa vi que había una luz encendida en el apartamento de abajo. Habían corrido las cortinas, pero las tres ventanas estaban abiertas detrás de las rejas que las protegían. Miré el reloj. Eran las tres y diez. Subí los escalones del portal y me topé con un montón de papeles. Antes de agacharme para recogerlos ya sabía lo que eran.

Habría más de cien fotografías, la mayoría impresas en papel corriente. Fotos de Eggy y Miranda y autorretratos de Lane con su cámara a cuestas. Había otras personas que no reconocí y varias instantáneas mías camino de mi despacho, almorzando en un restaurante de la calle Cuarenta y tres mientras leía un libro, caminando hacia el metro, recogiendo el Times de la puerta de casa y una foto que había sacado a través de la ventana en la que se me veía tomando una taza de café en el cuarto de estar. Ojeé cada foto por encima y mientras las iba dejando a un lado, casi al final de todas, apareció una de Miranda desnuda y dormida sobre una cama, probablemente la de Lane. Estaba tendida de costado, con el rostro parcialmente oculto por la almohada. El papel estaba muy arrugado. Una vez dentro de casa puse la foto sobre la mesa y, con cierto sentimiento de culpa, la alisé cuidadosamente. Miré la curva de la esbelta cadera de Miranda, su pecho casi cubierto por un brazo, y me sobrevino una súbita ansiedad que me llevó hasta la ventana para cerrar la persiana.

Treinta segundos más tarde sonó el teléfono.

—¿Tiene las fotos? —Era la voz de Lane, aunque me pareció que intentaba disfrazarla. Me sonó más aguda de lo que la recordaba.

—¿A qué viene todo esto? —dije—. Con franqueza, no entiendo nada.

Lane permaneció en silencio. Supuse que no se esperaba mi sinceridad. Entonces dijo lo último que hubiera esperado de él.

—Necesito un loquero.

Solté una carcajada.

Entonces colgó.

Una y otra vez volví a escuchar mi carcajada. Le di vueltas a la cabeza descomponiéndola en innumerables fragmentos y analizándola al detalle, aunque, con toda franqueza, una risotada espontánea no merece tal esfuerzo. En resumen, el hilo de mis ideas recorrió los siguientes pasos: podía ser que Lane pasara por un mal momento y necesitara de verdad ayuda, en cuyo caso mi carcajada constituía una falta grave de profesionalidad. Podía ser que él esperase, precisamente, que yo me riera, en cuyo caso debió de colgar el teléfono para crear en mí la desazón que me embargaba; o podía ser que su actitud estuviera entre las dos anteriores y que hubiera actuado sin ningún motivo específico. Lane podría haber pensado que colgarme en ese momento me resultaría más violento que seguir hablando con él y con ello esperaba desorientarme. También pudiera ser que mi carcajada le hubiera herido en su orgullo y, creyendo que en aquel momento yo estaba en ventaja, decidiera cortar por lo sano la conversación. Antes de irme a la cama recordé un refrán popular ruso que un profesor de historia me contó una vez. Decía que si alguna vez te topas con el diablo, la única forma de librarse de él es reírse en su cara.

El miércoles por la noche Burton me sometió a su informe mientras cenábamos en un restaurante chino. De vez en cuando daba golpecitos con los palillos en la mesa para enfatizar algún comentario, algo que tomé como una señal de sobreexcitación, fruto del papel extraoficial de protector de Inga que se había arrogado. A pesar de mis crecientes dudas sobre las actividades de mi amigo, me di cuenta de que mi afecto por él iba en aumento.

—En realidad no entré físicamente en el establecimiento, entiéndeme, pero me mantuve alerta desde fuera. Mi disfraz, el que utilizo para estos menesteres, no era acorde con el lugar. Es un sitio que está de moda. Un café exprés te cuesta tres dólares, totalmente fuera de mis posibilidades económicas.

—Burton —le interrumpí—, ¿qué sucedió?

—Sí, por supuesto. La señora Bly trabaja ahora en Tribeca, no en Queens. Ha cambiado de empleo, ¿entiendes? Ahora trabaja en la Inmobiliaria Tribeca; sueldo más alto, pisos de lujo… Observo que tira el cigarrillo y entra en Balthazar. La noto decidida, está buscando a alguien. Me he convertido en un experto en la lectura del lenguaje corporal. ¿Sabías que según el informe Libet, el cual, por supuesto, conoces, la intención somática precede al pensamiento consciente? ¡En un tercio de segundo!

Hice un gesto con la cabeza y Burton captó que debía volver al grano.

—Fehlburger está esperándola. —Burton jugueteaba con uno de los palillos y se secó el sudor de la frente—. Se sientan en una mesa y, por fortuna, veo bien a las dos. Bueno, no del todo. No les veo las piernas bajo la mesa, pero las áreas claves, sus rostros, las que reflejan la crucial interacción entre ambas, están a la vista. Observo la tensión que existe entre los sujetos. No es hostilidad, no. Eso sería cargar las tintas. Es una tensión que se nota en sus cuellos y en sus miradas. Intercambian algunas palabras. —Burton hizo una pausa—. Sólo puedo estar seguro de una de ellas. —Vuelve a tamborilear la mesa con los palillos—. Leer los labios es esencial, Erik. Todavía me considero un novicio, pero mejoro por momentos.

—¿Cuál fue esa palabra?

Copias —dijo Burton con aire triunfal.

—De las cartas, supongo.

—Yo también lo supongo, pero no hubo intercambio de paquetes de ningún tipo. —Burton empezó a secarse vigorosamente la cara con su consabido pañuelo. Estaba como desplomado en la silla—. Dudo de que estés al tanto del variado material sobre tu hermana que se encuentra en la red. Te confieso que estoy al día respecto a todos los artículos, entrevistas y noticias publicados en los últimos años. Yo imaginaba que en este caso concreto el objetivo era manchar la reputación de Max Blaustein, pero ha llegado a mi conocimiento que esa tal Fehlburger…, curioso nombre, ya que Feb significa falta en alemán, o también mancha, como seguro que sabes, creo recordar que estudiaste alemán. De cualquier forma, esa tal Fehlburger tiene el propósito de hacer daño. No pretende dañar la reputación de tu difunto cuñado sino la de tu hermana, contra quien destila un especial odio, cuya causa no he podido determinar. Sin embargo, he encontrado colgados en Internet varios ataques dirigidos hacia tu hermana sorprendentemente gratuitos y crueles. Están escritos bajos distintos nombres, tres de los cuales he logrado asociar con esta mujer en particular.

—¡Santo cielo! —dije.

La cara de Burton chorreaba y su expresión se tornó seria.

—Ella trabaja por libre, ¿entiendes? No está en la nómina de ningún periódico ni revista. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que hablamos tú y yo, de ahí la plétora de noticias aparecidas en este frente. Muchas de ella accesibles con sólo pulsar unas teclas. En el sitio de la Editorial de la Universidad de Nebraska se puede encontrar una entrada sobre el próximo libro de Henry Morris al que se refieren como una… —Burton bajó la voz hasta convertirla en un susurro— «biografía crítica». Además parece ser, y esto lo he confirmado, que la señora Bly no está sola en este asunto. Por lo visto el tipo ese ha visitado, yo diría que sistemática e incluso vorazmente, sí, eso mismo, a las mujeres que surcaron la vida de Blaustein, procurándose sus simpatías a la vez que sus confidencias y, en algunos casos, sus favores. Uso el término en su sentido más ilícito a la vez que añado, con toda delicadeza y respeto, que estoy totalmente del lado de tu hermana en este asunto. De hecho, mi corazón está con ella.

—Pero ¿estás seguro de todo esto, Burton? Quiero decir, no habrás llegado a colarte en algún dormitorio, ¿verdad?

La cara de Burton se puso roja como un tomate.

—Nunca he hecho nada tan inapropiado, en absoluto. No. Confieso que he deducido comportamientos, no que haya sido testigo de ellos. Idas y venidas. Entradas y salidas. Y mi propia lectura, mi interpretación, incluso mis suposiciones, sobre la personalidad del tipo. El sujeto en cuestión tiene sus predilecciones, sus apetitos, si quieres, que no auguran nada bueno. Veo negras nubes de tormenta en el cielo. Tiempos turbulentos en el futuro inmediato.

Aunque yo compartía algunas de las dudas de Burton, no podía estar seguro de si tenía razón acerca de Henry Morris, a quien él, además, consideraba un rival. Lo que comprendí con claridad fue que mi hermana, o al menos la idea que tenía de ella, se había visto enredada en los dramas personales de al menos tres individuos: Fehlburger, con sus proyecciones narcisistas; Morris, con sus fantasías literarias, y mi buen amigo Burton, con su pasión obsesiva que empezaba a adquirir proporciones quijotescas.

La señora L. inició la sesión del miércoles con una andanada de quejas sobre su madrastra y su hermanastra embarazada. Yo sabía que el futuro bebé iba a ser un factor clave en el análisis, pero me resultaba difícil abrirme camino ante la señora L. Me llamó «analista tonto del culo e incapaz de ayudar ni a una mosca», una extraña transliteración del habitual «no le haría daño ni a una mosca», todo ello, sin duda, una expresión más de su frustración ante lo que consideraba mi «impotencia». Me llamó también «hijo de puta errado que no sabe distinguir la verdad cuando la oye». La señora L. era una mujer que había sufrido insultos y a quien habían puesto entre la espada y la pared. Eso era algo que ella sí tenía muy presente.

Le contesté que parecía que buscaba ponerme furioso, que me atacaba para poder comprobar mis reacciones. Aunque existían reglas que regían nuestra relación, su comportamiento y el mío, ella siempre las rompía.

—Si piensa que no puedo ayudarla, ¿por qué acude a mí? —Yo sabía que ella era ajena a mis palabras y que se estaba batiendo en retirada. Sin embargo, tenía la esperanza de introducir alguna ambigüedad en sus sólidos prejuicios.

—No lo sé —contestó la señora L. mirándome a los ojos.

—¿Existe la posibilidad de que alguna parte de usted todavía crea que podemos hacer progresos?

Se quedó callada, con la mirada en blanco, helada. Volví a intentarlo.

—¿Se acuerda de cuando estuvimos hablando de sus ausencias? Usted me dijo que odiaba ser tan pasiva, tan improductiva. Cuando me ataca una y otra vez lo único que consigue es que yo reaccione de forma más pasiva, que me retraiga porque no sé qué decirle ni por dónde llevar la conversación. Usted crea en mí la misma sensación que tanto odia en usted misma.

La señora L. cerró los ojos y dejó caer la cabeza.

—No me encuentro bien —dijo. Entonces se levantó súbitamente, miró a su alrededor, se apretó el estómago, se agachó sobre la papelera y vomitó.

Le alcancé unos Kleenex para que se limpiara la boca y le pedí que me esperara un momento. Cogí entonces la papelera, me la llevé al baño y vacié su contenido en el retrete. Tiré de la cadena y observé desaparecer el espeso vómito. Enjuagué la papelera con agua, la dejé allí y regresé rápidamente al despacho.

¿Qué tal está? —dije—. ¿Cómo se encuentra?

—¿Qué ha hecho usted con eso? —Estaba pálida.

—Ya me he ocupado de ello. Todo está bien.

—¿Lo ha limpiado usted? —dijo con una voz casi inaudible.

—He enjuagado la papelera.

—¿Ha limpiado usted mi vómito? ¿Por qué no ha ordenado a otra persona que lo hiciera?

—No era necesario.

—Es usted asqueroso —dijo con firmeza—. Mírese. —No era el tono de su voz, estaba escuchando a otra persona y por eso la interrumpí de inmediato.

—¿Y me dice usted eso a mí? —le pregunté. Noté el tono lastimero de mi voz, casi un sollozo—. Parece usted una persona adulta regañando a un niño.

Me miró confusa al tiempo que negaba con la cabeza.

—Me siento perdida —dijo—. Tengo frío. Estoy completamente sola.

Esa noche me invadió la ansiedad, respiraba con agitación y notaba una intensa presión en los pulmones. Sentía una inquietud tan grande que empecé a caminar de un lado a otro de la casa, de un piso al otro. Cogí el último número de la Revista de Estudios de la Consciencia y me di cuenta de inmediato de que sería incapaz de leerla. Pensé en mi madre y en los libros que le quedaban por leer, intenté hacer unos ejercicios de respiración sentado en una silla, pero las sirenas que había en mi cabeza no cesaban de chillar. Había visto algo similar en pacientes aquejados de depresión. ¡Por Dios! Claro que reconocía los síntomas. Desorden de la personalidad. ¡Qué fácil resulta diagnosticar cuando ves las cosas desde fuera! Una vez Magda me dijo: «La línea divisoria entre la empatía y el distanciamiento es muy tenue. Si te sitúas demasiado cerca del paciente no le ayudarás en absoluto. Pero si no sientes compasión por él, no podrá haber complicidad entre vosotros». Seguía preso de la agitación y entonces pensé en la frase: Por eso daba esas caminatas. Eso me puso aún más nervioso. Al dar sus caminatas mi padre intentaba apagar el motor que de pronto se le aceleraba en su interior.

Cuando sonó el timbre de la puerta acababa de servirme un whisky con la esperanza de acallar la tormenta que llevaba dentro. También podía haber elegido un miligramo de Lorazepam. Dejé la bebida en la encimera, fui hasta el recibidor y por el cristal de la puerta vi a Jeffrey Lane. Su presencia avivó mi caos interno. ¿Debía darme la vuelta y dejarle ahí hasta que se cansara y se fuera? Abrí la puerta. Dijo que sólo me robaría unos minutos. Le dejé pasar al recibidor sin cerrar la puerta de la calle. El hombre parecía angustiado, estaba encorvado y se llevaba la mano al estómago. En el hombro cargaba una pesada bolsa negra que imaginé sería su equipo fotográfico.

—Necesito ayuda —me dijo—. No puedo seguir así.

—¿Está usted herido? —pregunté señalándole el estómago.

—No. No es algo físico.

—Puedo recomendarle a alguien para que hable con usted. —Mi tono de voz parecía el de un robot y mi respiración era entrecortada. Estaba desesperado por librarme de él.

—Es Miranda —dijo.

—¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra bien?

—Está muy bien. Soy yo quien tiene problemas —dijo dando un paso hacia mí.

—¿De qué tipo?

—Estoy organizando mi entierro —dijo. Luego levantó la mirada y sonrió.

No saqué nada en claro de aquella sonrisa, pero mi irritación hacia Lane tuvo el efecto de darle un sentido a mi inquietud que, hasta ese momento, no tenía una causa concreta, y curiosamente eso me resultó muy útil. Empecé a respirar con más calma.

—¿Qué tiene eso que ver con Miranda?

—Que ella lo va a sentir —contestó con los ojos cerrados.

—Escúcheme —dije alzando la voz—, no soy su médico, no me gusta que me atosigue y no me gusta que me hagan fotografías sin mi consentimiento. Pero si necesita usted ayuda, acuda a las Urgencias del Hospital Metodista y cuénteles lo que le pasa.

Lane me dio la espalda y se quedó de frente al gran espejo que había en el recibidor.

—Tengo un aspecto de mierda —dijo—. Mis padres están muertos. De cualquier forma, nunca me quisieron. Mi novia está harta de mí. Mi hija me resulta una extraña. —Me miró a través del espejo—. «El doctor Erik no hace fotos. Le gusta hablar». Eso fue lo que dijo la niña. Pero yo necesito hacer fotos, ¿comprende? No puedo evitarlo. Constituye un documento necesario. Es la película de mi desastrosa vida. Es magia digital. La vida de Jeff. Sórdida, triste, pero ahí está. Moi. Me resultaría imposible dejar de hacerlo. De todas formas, el mundo se está haciendo virtual. La realidad ya no existe. Todo es un simulacro, tío.

Miré sus pelos en punta. Por alguna razón, aquellos pequeños penachos de vanidad me resultaron intolerables, y por un instante se me pasó por la imaginación arrancárselos uno a uno de raíz.

—Creo que será mejor que se vaya ahora mismo —dije con la voz quebrada.

—Tú también habrás tenido tu ración de penas —dijo sin hacer caso de lo que le acababa de decir—. Estás divorciado, ¿no es así? La debiste de cagar con ella. —Siguió hablando ante el espejo en voz baja y sosegada—. Debe de ser duro tratar todo el tiempo con gente que está loca. —Hizo una pausa e inclinó la cabeza hacia su reflejo en el espejo—. Seguro que has perdido a alguno por el camino —añadió casi con timidez.

Encajé su comentario y vi cómo volvía a mirarme a través del espejo. Los latidos de mi corazón se aceleraron. Odiaba a ese tipo. Le cogí por atrás de los hombros, tiré de él hacia mí y luego lo empujé contra el espejo. Por un instante su cabeza se fue hacia atrás y luego golpeó contra el cristal. Fue un golpe seco. De repente me invadió un sentimiento de venturosa liberación. Todavía le sujetaba por los hombros y estuve a punto de volver a empujarle, pero al final lo solté. Se llevó las manos a la frente, se volvió, dio unos pasos, se tambaleó y cayó al suelo. Por un momento pensé que lo había matado y se me escapó un no casi inaudible, más parecido al débil gemido de un animal que a la voz humana. Me agaché junto a él. No estaba muerto. Estaba ahí tumbado con los ojos bien abiertos y una estúpida y babeante sonrisa en el rostro.

—Eres un gran hombre —dijo.

—¿Se encuentra bien? —No sabía lo que había sucedido, pero sentía rechazo por mi estúpido comportamiento. No había tenido una pelea desde que iba al colegio.

Lane se incorporó y le pasé la mano por la frente para examinar el golpe. No tenía ninguna herida visible.

—Si le empieza a doler la cabeza o siente algún mareo en las próximas cuarenta y ocho horas vaya directo al hospital.

—Pero si acabas de decirme que debía ir allí para que trataran mis tendencias suicidas, ¿o no?

Lane volvió a usar la jerga de mi profesión y no le hice ningún caso.

—¿Cómo se encuentra? —insistí.

—Estoy bien —me contestó—. Sólo me tiré al suelo para asustarte.

En lugar de enfadarme, sus palabras me produjeron una sensación de alegría y alivio. Le ayudé a incorporarse del todo, le traje una silla y le ofrecí un whisky que aceptó. Se lo bebió entero.

—No es lo que piensas. Soy un explorador adentrándome en la jungla, documentando lo que descubro, y una vez que termino el viaje, vuelvo a rehacer el camino andado. —Hizo un gesto en el aire con la mano derecha—. Cada biografía, cada autobiografía, tiene que ser creíble, ¿no es así? Yo estoy escribiendo varias en tiempo real, pero al final todo se reduce a un montaje, no sé si me entiendes. Tú eres uno de los protagonistas. Lo mismo que Miranda.

—¿Y Eglantine? —le pregunté.

—No le haría daño por nada del mundo —respondió con gesto serio—. Amo a esa niña.

Él no nos haría daño, si te refieres a eso. Recordé las palabras de Miranda. Luego pensé que yo sí le había hecho daño a Lane.

—¿Por qué las fotos? ¿Por qué está planeando su entierro? Usted me provoca y luego insinúa… —No terminé la frase. Fue Sarah, pensé. Fue la mención implícita que hizo de Sarah lo que me movió a empujarlo. Lane sabía algo. De alguna manera sabía lo que había sucedido—. ¿Por qué hace todo esto?

Levantó la vista y me miró a los ojos.

—Estoy probando mis diversas personalidades. No puede ser sencillo y debe ser peligroso. Debo llegar lo más lejos posible.

Poco después de hacer aquel comentario Lane se marchó. Nos dimos la mano, pero no sabría decir qué significó para mí aquel gesto. Cuando solté la suya me sentí mancillado y tuve el vago presentimiento de que me habían manipulado una vez más. He tenido pacientes que se lanzaban desde aviones, buceaban a grandes profundidades o se zambullían desde altos acantilados. Todos ellos practicaban deportes de alto riesgo que les hacían sentirse más vivos. También he tenido otros que se autolesionaban con cortes en el cuerpo para experimentar la inmediatez de la realidad. Pero lo que Lane pretendía exactamente escapaba a mi comprensión. Por un momento me había sentido satisfecho con mi arranque de violencia, aunque poco después esa energía salvaje se tornó en un sentimiento de culpa. Hubiera sido diferente si él hubiera reaccionado como yo lo hice. ¿Atacar a un hombre por la espalda? Fue algo vergonzoso, infantil. La conducta de un crío en el recreo que empuja de repente a un compañero porque se está burlando de él. Sentado en el sillón, recordé unas líneas de una carta de Rilke a un joven poeta: «Si comparásemos la existencia de un individuo con una habitación más grande o más pequeña, tengo la impresión de que la mayoría de la gente sólo conseguiría conocer uno de los rincones de esa habitación que le ha tocado en suerte, un reducido espacio junto a la ventana o una zona del suelo que se ha dedicado a recorrer de un lado a otro sin parar».

—¿Le empujaste? —dijo Miranda—. ¿Se encuentra bien?

No sé lo que me sucedió.

—Perdí los estribos —dije en voz alta—. Las fotos, las llamadas, su tono de voz. Tenía que decírtelo antes de que él lo hiciera. Fue una estupidez, pero sí, parecía encontrarse bien cuando se marchó.

—Creo que lo que él esperaba era que lo ingresaras en un hospital para ver cómo era aquello. —Miranda negó con la cabeza.

Yo estaba sentado en el sofá, junto a ella. Miranda se recostó en un almohadón y apoyó sus luminosas piernas morenas sobre la mesita de café que teníamos delante. Aquella noche de julio hacía un calor sofocante y Miranda llevaba unos pantalones cortos y una camiseta. Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me fueran los ojos a sus muslos y tobillos. Se oía el traqueteo del aparato de aire acondicionado que estaba encendido en la habitación del fondo y el ventilador del techo mantenía la temperatura a un nivel soportable, aunque el aire del cuarto seguía siendo húmedo, y yo tenía el pecho y las axilas empapados.

—Él tiene un sitio en Internet muy elaborado, ya sabes, con imágenes, textos y algunas secuencias. Por lo visto el sitio tiene muchas visitas y Jeff ha empezado a anunciar su exposición de noviembre con el gancho de que hará una gran revelación en ella. Envía gran cantidad de correos electrónicos en los que habla siempre de sí mismo, de «Las vidas de Jeff», trufados con todo tipo de citas y extraños comentarios sobre simulacros, superconductividad y lo sublime psicótico. Le gusta ir diciendo que es un posnietzscheano. —Miranda esbozó una leve sonrisa—. ¿Te acuerdas de cuando recortó los ojos de mi foto? Me dijo que estaba simulando ser un acosador. Que era un juego que tenía consigo mismo.

—¿Simulando ser un acosador?

—Se dedica a estudiar la locura porque piensa que la psiquiatría es un elemento de control —dijo, negando con la cabeza—. Que la locura es una forma de ser creativa que aplastan en los hospitales y clínicas. Dice que todos los psiquiatras son un fraude.

—Eso no es ninguna novedad.

—No para de citar a alguien en concreto.

—¿A Thomas Szasz?

—El mismo. De cualquier forma, creo que quiere que participes en el proyecto precisamente por tu profesión. —Miranda bajó la mirada—. Siento que te esté incordiando. Conmigo no es así, pero desde que he vuelto a verle, he recordado de nuevo todo lo que me disgustaba de él en un principio: su ambición, sus incursiones en el mundo de las teorías filosóficas demenciales, su inmadurez. —Miranda suspiró—. Lo irónico es que todos esos defectos constituyen, en el fondo, sus virtudes y su encanto. Y lo que sí te puedo asegurar es que está demasiado imbuido en su exposición como para quitarse de en medio en un futuro próximo.

Recordé a Lane hablándole al espejo de mi recibidor, el brillo de sus ojos y la tensión que se acumulaba en mi interior con sólo mirarlo.

—Bueno —dije—, supongo que un suicidio simulado sería, por definición, ineficaz y eso ya es algo positivo.

—Cierta vez me enteré de que nunca llegó a conocer a su abuela, la que era mestiza de negra y cherokee. La madre de Jeff se fue de casa de sus padres cuando tenía diecisiete años y desde entonces no volvió a tener contacto con su madre y futura abuela de Jeff. Así que él nunca tuvo ninguna relación con aquella mujer crucial en su vida y en su idea de sí mismo. Es un poco triste.

—Entonces, ahora tu relación con él es…

—No sé cómo definirla. Es el padre de Eggy y en eso no hay vuelta de hoja. Ha empezado a pasarme algún dinero y eso me alivia económicamente. Le he dicho que debemos tomarnos un tiempo, aunque puede seguir viendo a Eggy, por supuesto. Su carrera está en ascenso, según creo, y eso es bueno para él. Han publicado varios artículos sobre su trabajo. El hombre orquesta. Escritor/artista audiovisual/creador de performances… He visto que todos dicen que tiene veinticinco años, lo cual es falso. Parece que se quita años para hacerse más deseable. Si de verdad está loco, lo está de un modo bastante inteligente y ambicioso. —Hizo una pausa—. Lo cierto, Erik, es que su trabajo es bueno. Muy bueno:

—¿Y qué me dices de tu trabajo?

—Sigo dibujando.

—¿Tus sueños?

—Sí; por decirlo de algún modo. —De repente, Miranda parecía más distante.

—¿De qué modo?

Noté que dudaba antes de contestarme.

—Soñé que estaba de nuevo embarazada, pero la criatura no crecía normalmente dentro de mí. Era una niña pequeñita y raquítica por mi culpa, porque siempre me olvidaba de ella y no hacía lo que tenía que hacer, no la quería lo suficiente. Y luego aparecía una mujer de pie frente a mí. Una mujer muy alta, con la piel oscura. Me decía: «Tendremos que limpiar el cuchillo».

—¿Puedo ver el dibujo?

—Cuando lo termine. Me parece que los dibujos van a acabar formando un libro de sueños. Un amigo le enseñó un par de ellos a alguien que trabaja en la editorial Luce, la que publica libros de arte, y se han mostrado interesados por los dibujos.

—Eso es estupendo —dije.

Miranda entrecerró los ojos y no respondió a mi entusiasmo.

—Cuando me quedé embarazada, mamá se echó a llorar —dijo de pronto—. Tú no tienes por qué saberlo, pero ella nunca llora y verla así me impresionó. Fue horrible, como si estuviera viendo a otra persona. Mamá quería que me casara de inmediato, que no fuera una madre soltera. —Miranda tomó aire y apartó la mirada.

—Así las cosas son más difíciles —dije.

—Es cierto —dijo Miranda, y por un instante asomaron dos dientes blanquísimos en su boca para descansar sobre su suave labio inferior—. Pero si quieres un marido no puedes ser para él plato de segunda mesa. Además todavía me quedan fuerzas para dibujar toda la noche si es necesario. —Mientras Miranda hablaba, yo sentía como si me envolviera una brisa.

—¿Dónde está Eggy?

—Sarah Bernhardt se queda esta noche con mis padres. —Miranda sonrió para sí y negó con la cabeza—. Pero volviendo a mi sueño, supongo que tiene su origen en una historia que me contó mi abuela.

Miranda parecía tener ganas de hablar. Me preguntaba si mi confesión sobre lo que le había hecho a Lane le había puesto las cosas más fáciles.

—Cuando mamá se quedó embarazada de mi hermana Alice, yo me fui a vivir con mi abuela. Me encantaba su casa. La vendieron ya. Recuerdo una noche en que se suponía que yo estaba durmiendo, pero como no podía conciliar el sueño y vi la luz de la habitación de la abuela encendida, fui hasta allí. Supuse que me mandaría de nuevo a la cama, pero no. Estaba leyendo un libro, y en lugar de regañarme me hizo un hueco en la cama a su lado para que entrara. Mi abuela olía a alcanfor por el linimento que usaba para sus dolores.

Fue entonces cuando me contó la historia de Cut Hill. Era una historia de cimarrones, y no sé cómo llegó hasta sus oídos pues esa gente guardaba celosamente sus secretos. Era un relato de las guerras de principios del siglo XVIII. Un día un soldado inglés persiguió a una mujer cimarrona que estaba a punto de parir. Cuando la atrapó la ató al tronco de un árbol y antes de destriparla con el sable decidió preguntarle al bebé que estaba a punto de nacer: «¿Eres hombre o mujer?». El bebé contestó: «Soy hombre». Y nada más oírse esas palabras, el sable se hizo pedazos y el inglés cayó fulminado al suelo.

Miranda se miró las manos.

—Me quedé muy impresionada. Eso de que la criatura hablase desde el vientre de la madre. Me pareció magia. Magia protectora. Y el hecho de que la abuela me lo contara con tanta emoción y, por supuesto, que mamá estuviera también a punto de dar a luz. La semana pasada estuve hablando con Alice de eso y justo esa noche tuve el sueño.

El relato nos dejó a ambos en silencio, y si me hubiese atrevido, aquél hubiera sido el momento para abrazarla, pero tuve miedo al rechazo y a poner en peligro la confianza que existía entre nosotros.

—Eggy y yo nos vamos dos semanas a Jamaica. Mis padres irán también. Serán mis vacaciones.

Fue entonces cuando le ofrecí cuidar del apartamento, regar las plantas y recoger el correo mientras ella estuviera fuera. Miranda aceptó, ya que de esa forma evitaba importunar a sus hermanas con aquellas obligaciones. Luego miró el reloj y ésa fue la señal para que me levantara del sofá. Al caminar por el vestíbulo oscuro, me llamó la atención algo que había allí y que reflejaba la luz de la habitación contigua. Cuando Miranda encendió la lámpara, vi que se trataba de un par de alas hechas con alambre y pintadas con brillo de plata. Estaban algo arrugadas y las hombreras forradas de tela blanca tenían algunas manchas de óxido.

—Supongo que Eggy ha estado volando —dije.

Miranda sonrió de oreja a oreja y volvió a asomar en sus ojos esa expresión astuta que yo ya había aprendido a reconocer en ella. Alargué la mano para estrechar la suya y desearle buenas noches, pero ella se acercó y me besó en ambas mejillas. Fueron los típicos besos castos y amistosos, pero eso no fue óbice para que el calor de sus labios ardiera en mi piel mucho tiempo después de que nos despidiéramos, mientras anotaba en mi estudio el sueño y el relato de Cut Hill.

El día después de que Miranda partiera hacia Jamaica cené con mi hermana en White Street. Me dijo que había dejado de ver a Henry Morris. Miranda había utilizado la misma palabra al referirse a Lane. Le había vuelto a ver. «Ver» se había convertido en el eufemismo de una relación con cópula incluida. No le dije nada a Inga sobre las sospechas de Burton. Me parecieron poco consistentes. Idas y venidas. Entradas y salidas. Suposiciones. El relato de Inga difería del de Burton, sin embargo había similitudes entre ambos. Inga sabía que Henry había estado hablando, no sólo con Edie y con las exesposas de Max, sino que lo había hecho también con «esa mujer, esa tal Burger». La periodista estaba convencida de que las cartas de Max ocultaban un oscuro secreto más allá del hecho de que Joel pudiera ser hijo suyo, pero se negó a decir lo que imaginaba que yacía escondido detrás de aquella información. Henry la había calificado de «rara, obsesiva y puede que loca». Quien se había interpuesto entre Inga y Henry no había sido la periodista sino Max.

—No es que piense que no ha sido honesto conmigo —dijo mi hermana—. Nunca me mintió y hubo una sincera atracción mutua. Me dijo que era hermosa y lo dijo de verdad, a pesar de que ya soy una mujer talludita —agitó la cabeza con una expresión que era al tiempo triste e irónica—. Pero, ya ves, continuamente citaba a Max. Podíamos estar cenando y de pronto soltaba un párrafo completo de John, Desarraigado o Vestido de luto. Por supuesto que eso es a lo que se dedica un día sí y otro también. Ahora disfruta de un periodo sabático y está escribiendo un libro. De todas formas, había empezado a sacarme de quicio. Intenté hablar del asunto con él, se mostró comprensivo, pero ya sabes… No creo que sea capaz de evitarlo. Vio a Max sólo una vez, y para él ya no era una persona, era un santo literario. Hace un mes estábamos en su apartamento haciendo el amor y sentí que me ahogaba. Sólo puedo contártelo a ti, Erik, sólo a ti. Ni siquiera a Leo, al querido Leo, que está medio enamorado de mí, según creo; pero medio enamorado, nada más. Bueno, el caso es que Henry era fuerte y feroz. Me puso a cien. Después me quedé como mareada. Entonces, allí tumbados, me suelta: «En ella recobró el territorio que había perdido. Cuando penetró en su cuerpo, regresó del exilio».

Me quedé mirando a Inga.

—Reconocí la frase de inmediato. Era de El vivo reflejo, la primera novela que Max escribió después de conocerme. Por unos instantes permanecí inmóvil, alucinada. Me sentí vapuleada, como si no valiera nada por mí misma. Me levanté de la cama y me fui. Esa misma tarde hablé con él por teléfono. Me dijo que no había querido ofenderme, pero ya era demasiado tarde. Siento como si yo misma me hubiera rebajado.

—Ésa no es la palabra correcta.

—No lo sé. ¿Qué clase de mujer se acuesta con el biógrafo de su marido muerto?

La pregunta me pilló tan de sorpresa que no supe responderla. Entonces le dije que habría todo tipo de mujeres que se acostarían con los biógrafos de sus maridos muertos. Inga hizo una mueca forzada antes de responder.

—Ayer, cuando fui a leerle algo a Leo, le dejé que me tocara.

—¿De veras?

—Sí. Con la ropa puesta, pero dejé que me pasara la mano por todo el cuerpo.

—¿Y fue una sensación agradable o extraña?

Mi hermana asintió con la cabeza. Me miró con aquel peculiar brillo en los ojos que solía tener cuando éramos niños.

—No puedo vivir sin caricias —dijo al fin—. Ya no me es posible.

Durante las dos semanas en que Miranda estuvo fuera, recogí su correo y el mío y comprobé que no llegaron sobres de Lane dirigidos a ninguno de los dos. Bajé al apartamento para regar las tres plantas que había en el salón y me sentí un tanto abrumado al encontrarme en aquellas estancias desiertas. Estaba solo entre sus cosas y eso en sí me produjo una sensación de misterio. Miranda había dejado el lugar impecable, pero sobre la mesa del cuarto de estar había desplegados siete dibujos que yo estudiaba con detenimiento cada tarde que bajaba. Los tres primeros eran de la mujer a la que se había referido Miranda, realizados en tinta negra varias veces en cada página. Los trazos eran sueltos y enérgicos y me maravillé del esfuerzo que había detrás para conseguir aquel, acabado perfecto. La mujer era inmensa y, aunque esbelta, tenía unos brazos y piernas potentes. Una giganta. Llevaba un vestido suelto y levantaba un cuchillo en la mano derecha. Tendremos que limpiar el cuchillo. Había dos dibujos de un feto. El primero con el cuerpo encogido dentro de una bolsa. El segundo era una criatura con más entidad y tenía la boca abierta: el niño-hombre embrujado. Los dos últimos dibujos estaban sin terminar y eran unos bocetos a tinta de la misma imagen. Un hombre con sombrero tumbado encima de una mujer vestida de blanco. El hombre la sujetaba contra el suelo agarrándole las muñecas. Era un dibujo lleno de violencia. Podía deberse al simple hecho de que el hombre era blanco y la mujer negra. Un contraste que traía a la memoria la brutal historia de los amos violando a las esclavas. A pesar de que no se podía ver la cara del hombre, la de ella quedaba, frente al espectador. Tenía el gesto ausente, como el de una muerta. En la segunda versión, la diferencia de color entre las dos personas era apenas perceptible.

Miranda había aplicado una aguada grisácea sobre los rostros y brazos de ambos personajes y daba la impresión de que los cuerpos estaban derritiéndose. Parecían estar tumbados en una charca que apenas tenía una fina película de agua. Después de tres o cuatro días me di cuenta de que lo primero que hacía cada tarde, después de llevar a cabo mi breve rutina, era mirar un buen rato aquel segundo dibujo antes de regresar a casa.

Un par de noches antes del regreso de Miranda y Eggy, bajé el correo al apartamento y volví a mirar el dibujo. Tras un nuevo y minucioso escrutinio, me pregunté qué era lo que buscaba en aquella imagen. ¿De qué se trataba? La mujer, ¿estaba muerta? Me incliné lo más cerca posible para apreciar los finos trazos que conformaban aquel rostro femenino y sus largos brazos, los hombros del hombre, el ala de su sombrero. Cerré los ojos para meditar sobre ello y entonces, por una fracción de segundo, se plasmó en mi retina la fugaz imagen de las manos de la mujer alzándose de golpe. Abrí los ojos y permanecí inmóvil con la vaga certeza de que toda percepción no deja de ser una forma de alucinación. La última noche bajé al apartamento llevando cuatro cartas que deposité ordenadamente sobre el resto del correo que se acumulaba en el recibidor. No quise volver a ver el dibujo, pero me quedé en el apartamento. Atravesé el salón y la cocina, luego el distribuidor, y abrí la puerta de lo que suponía sería la habitación de Miranda, la más grande de las dos que tenía la vivienda. Me detuve un rato en el umbral y miré la cama con su colcha beige; la mesilla de noche con una pila de libros; la cómoda sobre la que había dos cuencos y un florero; el espejo ovalado que colgaba sobre ella y las dos grandes fotografías en blanco y negro de Eglantine enmarcadas. Una era de la niña dormida, acurrucada entre sábanas de un blanco luminoso recortado entre las sombras, y la otra, más reciente, de la cría en la edad en que yo la conocí. Iba vestida con un tutú y una diadema, pero posaba como una culturista, mostrando sus bíceps y una mueca feroz a la cámara. Me dije que debía observar las fotos con más detenimiento, pero sólo era una excusa para traspasar el umbral, cosa que hice. Al repasar los libros de Miranda se me alteró la respiración. Había uno de fotografías de Diane Arbus, un volumen titulado Una autobiografía caribeña: Identidad cultural y autorrepresentación, tres libros sobre los cimarrones y cinco novelas al pie de la cama. Cogí una de ellas titulada Falsa ilusión. La portada era de color escarlata con el título en letras grandes y un rectángulo blanco en el centro en el que había un dibujo esquemático de una cara. Supuse que el dibujo era de Miranda y abrí el libro para comprobarlo. Estaba en lo cierto. Las otras cuatro portadas también eran suyas, todas con dibujos de trazos sencillos pero poderosos y colores vivos. Los libros no tenían ningún otro detalle decorativo, ni gráfico ni tipográfico. La estética general era austera, masculina, contenida. Volví a colocar cada libro en su sitio, pasé la mano con mucho cuidado sobre la colcha y me quedé un buen rato frente a la cómoda escuchando el sonido de mi propia respiración. Sentí un ansia incontenible de abrir los cajones del mueble. Quería ver sus vestidos, sus medias y su ropa interior, y lo hubiera hecho si no hubiera levantado la mirada y visto mi expresión voraz en el espejo. El hombre que vi tenía la mirada salvaje de un poseso. Me alejé de él y corrí escaleras arriba.

La soledad había comenzado a alterarme, a convertirme en un hombre que no esperaba ser, una persona más extraña de lo que hubiese imaginado, un hombre que deambulaba por la habitación de una mujer con la respiración entrecortada y los dedos de la mano rondando los tiradores de unos cajones que nunca llegaba a abrir. A menudo he pensado que ninguno de nosotros somos quienes creemos ser, que cada cual concilia la terrible extrañeza que nos produce nuestra vida interior con todo tipo de mentiras que puedan convenirnos. No es que quisiera engañarme a mí mismo, pero comprendí que, bajo la persona que creía ser, había otra que vagaba por un mundo paralelo, un mundo del que Miranda me había hablado, por unas calles y entré unos edificios que no reconocía.

Mi ansiedad no cesaba. Los peores momentos sucedían de noche, y a menudo me despertaba con el corazón acelerado después de sufrir terribles pesadillas, pero durante el día, atendiendo a mis pacientes, conseguía mantener la ansiedad a raya. Hice el propósito de llamar a Laura y durante aquel bochornoso mes de agosto nos vimos al menos un par de veces a la semana, siempre los días en que su hijo estaba con su exmarido. Un día, a mediados de mes, mientras Laura daba cuenta de un plato de gnocchi, me confesó que no estaba preparada para mantener «una relación seria». Yo le contesté de la manera más directa que me gustaba su compañía, pero que no iba a presentar mi candidatura al puesto de segundo marido. Le dije que me contentaba con ser una especie de objeto de transición, alguien que quizás sirviera para facilitarle el camino hacia un futuro de felicidad conyugal. Como un osito de peluche o una manta gastada, estaba dispuesto a serle útil hasta que fuera definitivamente desechado. Al oírme, Laura se rió con ganas.

—Lo que me quieres decir en realidad es que estás disponible para un buen polvo, muchacho.

No tuve más remedio que estar de acuerdo con ella. Una vez aclaradas las cosas y ya liberado de las preocupaciones que se cernían sobre la naturaleza de nuestra relación, pudimos devorarnos mutuamente sin mácula de culpa, o por lo menos eso pensaba yo. Al final del verano, Laura Capelli se me había metido bajo la piel. No dejaba de pensar en su pelo negro, rizado a la altura de la nuca; en su piel olivácea; en su risa explosiva; en sus pechos; en las conspicuas recetas de su madre para preparar callos y ternera, que a Laura le gustaba recitarme en la cama; en las perfectas imitaciones que hacía de Morton Solomon, un analista octogenario al que ambos conocíamos, con su inconfundible acento alemán y que ella había tenido oportunidad de ensayar durante los innumerables congresos y encuentros en los que el anciano doctor desglosaba con paciencia algún tópico freudiano (el ego disociado, Ichspaltung, era uno de sus favoritos); en su tendencia a levantar el dedo índice y agitarlo frente a mí cuando se entusiasmaba y en los leves y rítmicos gemidos que se le escapaban al llegar al orgasmo.

Mis vecinas de abajo regresaron por fin, pero casi no las vi. Agosto es un mes muerto para el mundo editorial, según me contó Miranda una mañana en que me la encontré al salir hacia mi consulta. Eglantine y ella irían a pasar algunos días, en especial los fines de semana, con unos «amigos» que vivían en Massachusetts. Inga y Sonia también salían con frecuencia de la ciudad para hacer excursiones a los Hamptons y a Connecticut. Yo me quedé en Brooklyn, viajaba en metro, respiraba su olor a orina, a sudor, a cuerpos sin asear, y me escoraba sin remedio hacia la autocompasión.

Después de mudarse con sus cosas a una residencia estudiantil de la Universidad de Columbia, Sonia regresó la tarde del diez de septiembre y pasó la noche en casa de su madre. Según me contó luego Inga, ambas disfrutaron de una velada agradable, y al parecer mi sobrina durmió bien aquella noche. A la mañana siguiente Sonia se levantó y fue hacia la cocina, pero en lugar de abrir la nevera para tomar su habitual zumo de naranja, se acercó hasta la ventana. Inga estaba leyendo el periódico y tomando café. Sonia se quedó petrificada frente al cristal, se llevó las manos a la cara y gritó:

—¡No quiero vivir en este mundo! ¡No quiero! —Después cayó de rodillas y empezó a sollozar inconteniblemente. Inga intentó abrazarla y al fin lo consiguió, después de forcejear un rato con ella. Sonia no paraba de llorar mientras su madre la arrullaba. Así estuvieron desde la mañana hasta la tarde. Luego mi sobrina comenzó a tranquilizarse y a hablar. Volvió a desmoronarse, se recompuso, habló, de nuevo se desmoronó y de nuevo volvió a calmarse.

El segundo aniversario había abierto una herida en el interior de Sonia. Una fisura por la que dejó escapar las emociones que la habían aterrorizado y que había contenido durante dos años. La tragedia que había envuelto en llamas a tantos, que había forzado a tantos a saltar al vacío, algunos presa del fuego, había dejado, con sus imágenes inefables, una marca indeleble en Sonia. Inga me contó que durante aquellas horas no la dejó sola ni un minuto. Incluso cuando fue a la cocina para preparar unos sándwiches se llevó a su hija e hizo que le pasara los brazos alrededor de la cintura mientras cortaba el pan y untaba mantequilla. Sonia no deseaba un mundo donde las torres se cayeran, donde se combatiera en guerras sin sentido. Tampoco deseaba tener un hermano ni que entrara en su vida aquella estúpida actriz llamada Edie Bly. Los odiaba y deseaba que su padre volviera. Quería decirle cuánto lo sentía.

Después de atender a mi último paciente escuché el mensaje que Inga me había dejado en el contestador y luego me dirigí hacia White Street. Cuando llegué, madre e hija estaban tranquilas, con esa tranquilidad derivada del cansancio. Noté que las dos se movían con cierta lentitud y rigidez, como si les dolieran las articulaciones. Saludé a Sonia y le puse la mano sobre el hombro. Ella alzó su rostro abotargado, me miró y puso sus brazos alrededor de mi cintura. Para entonces ya no había mucho que decir. Los recuerdos de Sonia no la iban a abandonar; al día siguiente el mundo conocería nuevas atrocidades; Max no resucitaría y el niño que podría ser el hermanastro de Sonia no iba a desaparecer sólo porque ella lo deseara. Si algo había cambiado era que mi sobrina comprendió que podía sobrevivir a la fuerza de sus propias emociones. Y su madre también.

Hasta que no llegó el momento de irme no me di cuenta del muñeco. Inga lo había colocado entre sus libros.

—Así que te saliste con la tuya. Le has comprado uno de esos muñecos a Lorelei —le dije.

—Estuve a punto de comprar una viuda —asintió Inga con la cabeza—, pero me pareció, bueno, un tanto masoquista. Por lo que, al final, me decidí por este muchachito.

Me acerqué para ver el muñeco de un chico que llevaba un traje oscuro y estaba sentado en una silla. Era rubio, tenía la cabeza gacha y su carita bordada reflejaba una actitud pensativa.

Ambos nos quedamos un rato mirando el muñeco.

—Lorelei me dijo que al padre del chico lo había matado un rayo —dijo Inga—. Lo ha representado momentos antes de que se celebrase el entierro.

—¿Por qué demonios quieres tener una cosa así? —pregunté.

—No te preocupes por eso —dijo Inga. Luego me dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla y añadió con voz cansada—. No estoy más loca que de costumbre.

Esa noche soñé que estaba en la granja, cerca del emparrado, a la izquierda del porche, mirando los campos que se perdían en la lejanía. El sueño no tenía colores. Todo lo veía en tonos grisáceos. Mi padre se encontraba junto a mí, pero no tenía una imagen clara de él, excepto que todavía era joven y estaba erguido e inmóvil. A pesar de su imagen borrosa, lo sentía cerca, a tan sólo unos pasos de mí, mirando como yo, hacia el oeste. Entonces vimos una explosión en el horizonte que levantó una enorme nube hacia el cielo. Después otra y luego otra. Tres estallidos tremendos cuyas nubes cubrieron el cielo. Oí una voz a nuestras espaldas que reconocí como la de mi abuelo. «Terra», dijo. De repente, una fuerza incontenible nos lanzó hacia atrás y mi padre y yo aparecimos dentro de la casa, en un lugar atestado de objetos que bien podía ser un sótano o un ático, con una serie de vigas que sujetaban el techo por encima de nuestras cabezas. La habitación empezó a agitarse violentamente y volví a oír la voz de mi abuelo. Yo sabía que él estaba allí, pero no volví la cabeza. Oí que repetía: «Terra». Pero esta vez casi logró pronunciar la palabra correcta: «Terremoto». Me desperté cuando las paredes empezaban a agrietarse y a caer.

Los sueños son una parca síntesis del mundo que nos rodea. El cielo humeante del once de septiembre, las imágenes de Irak en la televisión, los obuses que explotaban en la playa donde mi padre se había atrincherado un día de febrero de 1945 ardían al unísono en el entorno familiar de la Minnesota rural. Tres detonaciones. Tres hombres de tres generaciones distintas juntos en una casa que se estaba haciendo pedazos. Una casa que yo había heredado y que vi temblar y agitarse como había hecho mi sobrina sollozante e incluso mi propio cuerpo averiado después de unos cataclismos interiores relacionados con dos hombres que ya habían muerto. Mi abuelo gritando en medio de una pesadilla. Mi padre alzando el puño al cielo. Y yo temblando.

El día nueve de octubre Burton me llamó por teléfono y, con la voz quebrada, me dijo que no se había puesto en contacto conmigo antes porque hacía tan sólo diez días que su madre había fallecido. Si hubiese vivido un mes más habría cumplido noventa años, me dijo. Yo sólo conocía superficialmente su pasado familiar. Sabía que los padres de Burton habían sido unos judíos alemanes que llegaron a Nueva York a finales de los años treinta. Su madre había sido maestra y el padre ocupó algún cargo en la Sociedad de Nueva York de Cultura Ética. Mi amigo se había referido a sí mismo alguna vez como una «sorpresa tardía». Su madre lo tuvo pasados los cuarenta años. Después de la muerte de su padre en 1995, Burton se mudó al piso que su madre tenía en Riverdale, un arreglo bastante conveniente para ambos ya que evitó que mi amigo cayera en la más abyecta pobreza y permitió que la señora B., cada vez más delicada de salud, permaneciese en su casa hasta el final de sus días.

Nos citamos una semana después y fue entonces cuando noté que mi amigo parecía más seco. Todavía le brillaba el rostro pero no chorreaba. No hice mención alguna al asunto, pero Burton me explicó motu proprio que su hiperhidrosis había evolucionado favorablemente.

—Sólo estoy un poco inquieto, nada más —me dijo—. Me encuentro sumamente incómodo por tener que relatar las condiciones de mi alteración somática a un psicoanalista como tú y soy consciente de que la transpiración, mejor dicho, su rápida y notable disminución en este preciso momento de mi vida, esto es, después del fallecimiento de mi madre, podría calificarse de… —Burton hizo una pausa para secarse la frente más por hábito, pensé, que por necesidad sintomática.

—Burton, el dolor produce muchos efectos en la gente. Yo no buscaría otras consecuencias más allá de la que, en apariencia, es bastante positiva.

Burton se puso colorado.

—El mes pasado —prosiguió con la mirada fija en el mantel—, mi madre ya no me reconocía.

—Eso debe de ser muy duro.

—Tuvo un ataque —añadió, mientras asentía con la cabeza—. Un derrame cerebral. Le cambió el carácter. —Frunció el ceño—. Estaba más alegre. Una alegría impropia. Sus risas me desconcertaban. Risitas por aquí y por allá; todo el tiempo sonriendo. Esa clase de cosas, ya sabes. Preferible eso que un ataque de furia, eso no cabe duda. Una vez leí algo acerca de un paciente que después de una embolia empezó a morder a todo el mundo. Muy duro para la familia. Su actitud les abría las carnes. —Burton me miró—. No necesito decírtelo, pero aun así lo diré: a medida que su salud se deterioraba, era como si mi madre fuera desapareciendo. A pesar de sus muchas, muchas ambigüedades, yo echaba de menos a la mujer que había sido. Sí… —prosiguió—, sí, al final a quien echaba de menos era a la mujer difícil, perpleja, atormentada y maniática… —Burton dudó al elegir las palabras— de antaño.

Esa noche fuimos los últimos comensales en abandonar el restaurante. Notaba la incomodidad de los camareros mientras Burton me contaba la historia de la muerte de su madre y lo que él denominaba «mis propias y cambiantes circunstancias actuales». El piso le pertenecía a él y su herencia, aunque no fuera fastuosa, le «sacaría» de apuros por muchos años.

—Incluso —añadió con una sonrisa meditada y críptica— podría hacerle un gran bien a una persona con atributos.

Nos despedimos en la calle, y antes de que cada uno detuviera un taxi para llevarnos en direcciones opuestas, Burton me dio un apretón de manos y dijo:

—Expresar en palabras el valor que para mí ha supuesto nuestra renovada amistad después de un hiato, de una interrupción de años, me resulta imposible. Mi gratitud es todavía más ostensible ahora que estoy luchando, por supuesto metafóricamente, con la Bestia de la Melancolía.

Mientras circulaba por la autovía Roosevelt me fijé en el inmenso cartel de Pepsi-Cola que parecía flotar en la oscuridad en la otra orilla del río y me pareció bonito. En ese momento aquel emblema luminoso de una forma un tanto caduca de capitalismo norteamericano estaba imbuido de un sentimiento de pérdida, como si el propio anuncio reflejara un sentimiento colectivo que se había esfumado. Parece una estupidez sentir emoción ante un anuncio de una bebida refrescante, pero cuando su imagen empezó a perderse en la oscuridad, pensé: Están muriendo todos, nuestros padres y madres, aquellos que llegaron como emigrantes, como refugiados, como exiliados, los que fueron a la guerra, los chicos y chicas «de antaño».

El día dos de octubre la señora L. me comunicó sonriente que había «terminado» conmigo. Había ido a consultar a un curandero que sanaba a través de cristales y piedras semipreciosas y, además, se había unido a un grupo de «supervivientes de abusos», una gente que la «comprendía». Algunos de ellos recordaban a la perfección cosas que les sucedieron cuando tenían uno o dos años. No era la primera vez que la señora L. se había enganchado a las supersticiones que emanan de la sabiduría popular, pero ese día me di cuenta de que el reduccionismo simplista con el que a bombo y platillo pretenden explicar la vida los titulares de la prensa popular e Internet, colmaban las exigencias del mundo de la señora L. Un mundo dividido en blanco y negro. Mientras me hablaba, distinguí en su voz el tono de los prejuicios, el lenguaje de la propaganda, la demagogia y la cantinela de los locutores de televisión. Por supuesto, ella no estaba de acuerdo conmigo. Le pregunté si había meditado bien su decisión. Su respuesta fue gritar «¡Sí!», levantarse bruscamente, escupirme en la cara y salir de mi consulta sin olvidarse, eso sí, de dar un portazo.

Me limpié la saliva de la cara con un Kleenex y me quedé sentado, inmóvil, hasta que se cumplió la hora de lo que debería haber sido la consulta. Sabía que la mujer no volvería. Después de todo, yo era el último de una larga serie de médicos y analistas a los que la señora L. había plantado furibunda. Déjalos antes de que te dejen. Lo que sentía era que se hubiesen desperdiciado los esperanzadores momentos en los que ella se había ido abriendo un poco, en los que había luchado para acceder a otra forma de ser. A pesar del auto-engaño, la señora L. no dejaba de ser alguien a quien habían abandonado de niña. Pudiera ser que sus heridas no fueran físicas, como ella hubiera deseado, pero eran unos cortes que habían llegado hasta lo más profundo de su ser. Su ostensible crisis había basculado, al menos en parte, en los recuerdos, tan frágiles y opacos como son. Una tortura física a manos de su madre hubiera justificado su dolor, preservado su identidad dentro de esa inmutable categoría de «niña maltratada». Sólo pensarlo había supuesto un alivio para ella. Porque era perfectamente congruente con su realidad interior, una estructura tan rígida y frágil que siempre estaba al borde de una combustión espontánea. Yo sabía todo eso, pero había algo más que nos separaba. El miedo, mi miedo. Al tener agudizados los sentidos, la señora L. había notado el olor a algo que yo mismo no comprendía.

La semana siguiente, el sábado por la noche, salí de casa de Laura a eso de la medianoche. Al llegar a la mía me detuve al pie de las escaleras para sacar mis llaves del bolsillo. Oí unos susurros y el sonido de la puerta del jardín cerrándose, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, me encontré cara a cara con Jeffrey Lane.

—Hombre, ¿cómo estás, tío? —dijo mirándome a los ojos.

—Muy bien, ¿y usted?

—Yo también —dijo.

Miré las llaves que tenía en la mano.

—Bueno —dijo—, ya no nos veremos más. —Pasó junto a mí y una vez que llegó a la acera salió corriendo. Me quedé mirándolo. No sé exactamente por qué, pero permanecí inmóvil hasta que desapareció de mi vista. Si no me hubiera quedado allí no hubiera oído llorar a Miranda. La cortina estaba echada, pero la ventana estaba parcialmente abierta y mientras subía los escalones como un hombre con pies de plomo su llanto acompañaba mis pisadas.

Cuando entré, me senté en el sillón verde donde solía leer, y por primera vez en mucho tiempo no pensé en nada. Durante una hora más o menos, me limité a escuchar los ruidos de la noche: el tráfico, el sonido distante del televisor de algún vecino, una música lejana y unas risas que llegaban desde el final de la calle. Pero no volví a oír a Miranda. Quizás ya se había secado las lágrimas y se había ido a dormir.

Inga me llamó al final de una jornada bastante complicada para mí. Tuve que entrevistar a dos pacientes que venían derivados de otros médicos y aquella tarde el señor R. me había dicho que su mujer iba a dejarle. La señora R. no soportaba al nuevo señor R., a ese hombre que me había dicho que el mundo había adquirido una brillantez nueva y extraña. Ese hombre que se reía más, era más sensible a todo y se percataba de más cosas. Y que, además, quería más sexo, una evolución a la que el objeto del deseo de aquella libido resucitada se resistía. «Mi mujer prefiere que sea como antes, envarado y poco espontáneo». Cuando sonó el teléfono, yo estaba leyendo los apuntes que había tomado durante la sesión. Era Inga y estaba tan emocionada que se le quebraba la voz.

—Me ha llamado Lorelei. Lisa quiere vernos. Estoy segura de que va a contarnos la historia. Podemos ir este fin de semana. Lisa está enferma y puede que no viva mucho más tiempo, pero se niega a ir al hospital.

—Tengo un congreso —le dije, molesto ante tanto entusiasmo.

—¿Vas a presentar una ponencia?

—No.

—Entonces no tienes por qué ir.

—Inga —dije—. Ve tú y luego me cuentas qué ha pasado.

—Es a ti a quien quiere ver. No me recibirá si no vienes tú.

—¿Qué?

—Tú eres el hijo, el hombre, el heredero. Estoy segura de que es por eso. La hija no cuenta para nada.

Me quedé en silencio.

—¿Te encuentras bien, Erik? —preguntó Inga con un tono de voz más suave.

—Sí —dije, pero sentía que me faltaba el aire y que me invadía la ansiedad.

—Qué pena que justo ahora mamá esté en Noruega, pero podríamos volar el viernes por la noche, quedarnos en el Andrews House, ver a Lisa el sábado y volver el domingo por la noche.

—Inga, ¿no tienes ya bastantes preocupaciones? ¿De verdad que quieres arriesgarte a ir hasta allí en balde?

—Se trata de nuestro padre. ¿Es que no te das cuenta?

—Sí, me doy cuenta —contesté.

—Estás asustado, ¿verdad?

—Lo que estoy es muy ocupado.

—Te vas a arrepentir. Te arrepentiste de no haber estado allí cuando papá murió. Te sentiste mal después. Tú me lo dijiste. No fue culpa tuya. Estuviste a su lado más de una semana y sé que no podías dejar mucho tiempo solos a tus pacientes. Tuviste que organizarlo todo con mucha antelación. Todo eso lo sé, y aun así no pudiste estar presente cuando murió. Ahora tienes la oportunidad de saber algo sobre su vida, de encontrar una pieza que faltaba.

Le dije que lo pensaría, me despedí y colgué el teléfono. Me quedé sentado en la cocina, mirando el jardín a través del ventanal, y de repente me vino a la cabeza el recuerdo de una tarde que pasé a solas con mi padre en su habitación de la residencia de ancianos. Estaba sentado frente a mí en su silla de ruedas, de espaldas a la puerta. Después de leer su lista de medicamentos, le pregunté si tenía dolores.

—Tengo molestias —dijo, sonriendo fugazmente—. Tengo la nariz hecha un cisco por culpa de los tubos de oxígeno, tengo picores por todo el cuerpo, pero dolor… no. —En ese momento una enfermera entró en la habitación y mi padre ladeó la cabeza al escuchar el ruido de pasos.

—¿Amigo o enemigo? —vociferó con tono heroico-burlesco.

La joven y guapa enfermera se inclinó por encima de su hombro, acercando su rostro a apenas unos centímetros del de mi padre, le dio unas palmaditas en la espalda, sonrió cariñosamente y le dijo:

—Decídalo usted mismo.

Mi padre era una extraña combinación de estoicismo y humor, y eso le convertía en el favorito de las enfermeras, los camilleros y el personal de la residencia en general. Aquel poder de fascinación que ejercía sobre ellos actuaba sobre mi padre como un elixir. Había encontrado su sonrisa hospitalaria. Sabía que se estaba muriendo, que nunca volvería a casa, que nunca volvería a ver otra cosa que aquello que divisaba desde la estrecha ventana de su habitación o los compañeros del geriátrico, apalancados en la cafetería bajo una luz fluorescente, algunos encorvados en sus sillas, otros casi ciegos y con la mirada perdida en la nada. Había ancianos que podían incorporarse, pero sufrían demencia senil. Me acordé de una mujer que tiró el tenedor nada más meterse el bocado en la boca, a continuación se levantó y empezó a dar grititos afligidos entremezclados con un «¡ayúdenme!, ¡ayúdenme!». Uno de los compañeros de mesa de mi padre, Homer Petersen, estaba bien de la cabeza, pero babeaba todo el tiempo y la comida se le caía por las comisuras de los labios manchando el babero que le protegía la camisa, un babero de papel blanco grueso que después del almuerzo acababa convertido en una abstracción multicolor. También solía sentarse a aquella mesa el hermano gemelo de Homer, Milton, un hombre glacial que sólo gruñía y te respondía con movimientos de cabeza. Ninguno de los dos hermanos tenía el don de la conversación.

Homer y Milton —decía mi padre con simulada aflicción—, me temo que sus progenitores se habrán llevado un enorme chasco después de haber puesto tantas expectativas en ellos.

Pero a pesar de sus compañeros del geriátrico, algunos de ellos al borde de la indigencia, mi padre lograba mantener un optimismo cargado de dignidad. Estando conmigo sólo pareció retraerse en una ocasión, en la que ambos nos quedamos callados un rato, aunque durante su vida le había visto muchas veces perderse en sus pensamientos y recuerdos. Cuando yo era niño lograba sacarle de esos ensimismamientos. Volvía a la realidad un tanto sorprendido, concentraba de nuevo la mirada en aquello que tenía delante, me sonreía y retomaba de inmediato la discusión sobre las indicaciones climatológicas, el relato de alguna saga islandesa o la disertación sobre la vida de un simple topo. Con el paso del tiempo me resultó más y más difícil sacarle de aquellas profundidades. Era como si le hubiera perdido el punto. A veces sus ojos evitaban los míos y otras era yo quien evitaba mirarle. En aquella ocasión, mientras le observaba alejarse poco a poco de mí, le pregunté si no era la hora de poner el partido. Al final de su vida no veía películas y apenas leía algún libro, pero su pasión por el fútbol americano no decayó jamás. Aquella tarde los Vikings perdieron 24 a 17, si no recuerdo mal.

Decidí llamar a Inga y decirle que iría de viaje con ella.

Rumbo a Minneapolis Inga me contó que había visitado de nuevo a Edie y a Joel. Edie todavía tenía las cartas y seguía negándose a contarle a mi hermana lo que había en ellas, pero le juró que no se las había enseñado a esa tal Burger ni a ningún otro. Tampoco parecía dispuesta a vendérselas a Inga.

—Creo que no quiere que yo las tenga porque eso me daría el control absoluto sobre los documentos de Max y no le gusta la idea. De todos modos, pienso que es mejor para todos que nuestras relaciones sean buenas, especialmente para Sonia, aunque ella no quiere saber nada de este asunto y sigue negándose a hacerse una prueba de ADN. —Inga también me habló de Henry, quien le había enviado la versión final de Max Blaustein: Vidas laberínticas.

—Es extraño leer la biografía de alguien a quien has amado. Es Max y no es Max. Es el Max de Henry. En el libro no hay nada sensacionalista ni malicioso y se ve que le ha dedicado una enorme cantidad de tiempo. Me salté muchas páginas. Me refiero a que ya sé que estuvo con todas esas mujeres, que sus primeros matrimonios fueron difíciles, y ahora también sé de su relación con Edie. Henry dice que Max estaba obsesionado con ella, que era una adicta y que a Max le fascinaba la gente desesperada. Lo cual es cierto. Pero ¿sabes una cosa?, Henry sostiene que el personaje de Lavinia en Los papeles del ataúd está basado en mí.

Yo me acordaba de aquella historia. Un compositor famoso se casa, ya entrado en años, con una mujer mucho más joven, una bailarina, que tuvo que dejar de bailar después de romperse un pie. Viven felices durante diez años, pero la salud de él empieza a flaquear (entre otros problemas tiene gota y está prácticamente ciego) y su mujer se convierte en su enfermera. El compositor decide que ha llegado el momento de redactar sus memorias y emprende el proyecto. Todas las mañanas, durante tres o cuatro horas, se pone a escribir a mano la historia de su vida en un cuaderno. Todas las tardes, su mujer pasa a máquina el manuscrito. Al principio, la esposa copia fielmente todo lo que aparece en las páginas, pero, a medida que el trabajo avanza, está tan inmersa en el proyecto que comienza a hacer pequeños cambios en el texto. Mejora una frase aquí, corrige otra allá, y poco a poco, imperceptiblemente, se da cuenta de que está reescribiendo la autobiografía de su marido, haciéndola más vívida, más «auténtica». Aunque él puede escribir, no puede leer las páginas mecanografiadas. El anciano muere poco después de acabar el libro. Lavinia mete el cuaderno manuscrito en el ataúd junto al cadáver de su marido y envía la versión escrita por ella al ansioso editor.

—De lo cual se deduce —dijo Inga— que soy una viuda ambiciosa que guarda con celo el legado Blaustein.

—¿Dice él eso?

—He dicho que se deduce.

—Inga, a Max le preocupaba ser una carga para ti cuando se hiciese viejo y esa historia habría sido una forma subliminal de reconocer tu trabajo así como el hecho de que tú seguirías adelante sin él. Lavinia es un personaje ambiguo. Me parece recordar que la historia que escribió el viejo carecía de interés y estaba llena de autoalabanzas y que ella la reinventaba para salvarlo. Y además no hay que olvidar que Henry idolatra al escritor Max Blaustein y que, como biógrafo, podría haber proyectado en ti algunas de sus propias obsesiones. Es él quien está escribiendo sobre la vida de otra persona, no tú.

—Sí —dijo Inga, volviéndose hacia mí—. Él se parece más a Lavinia que yo. Quizás por eso le ha dedicado tanto tiempo a esa última historia.

—Y estoy seguro de que ni siquiera ha caído en la cuenta de que él ha estado haciendo lo mismo.

Nuestra conversación tuvo lugar en el aeropuerto de La Guardia, mientras esperábamos para embarcar. Inga cruzó los brazos y se le llenaron los ojos de lágrimas. Temí que se echara a llorar en público.

—¿Por qué estás tan preocupada? —le pregunté en voz baja.

—Quizás sea cierto que estoy intentando controlar la biografía de Max —dijo, sorbiéndose la nariz—. Quizás esté equivocada. Quizás Edie debería vender las cartas y dejar que todo salga a la luz, sea lo que sea, y deba limitarme a mantener una postura digna y distante. Pero es que no quiero que Sonia sufra más de lo que ya ha sufrido. —Miré la delgada mano de mi hermana agarrada con fuerza al asiento de plástico. Vi las líneas azules de las venas marcadas y algunas manchas de la edad en su blanquísima piel. Debió de ser la postura de sus manos lo que me recordó cuando íbamos a la iglesia de pequeños, cuando se sentaba junto a mí y se agarraba con fuerza al banco de la iglesia con los ojos levantados hacia la vidriera del altar. De niña a Inga le encantaba la bendición. Todos los domingos esperaba que llegara ese momento, levantaba la barbilla y cerraba los ojos mientras el pastor hacía la señal de la cruz y bendecía a los feligreses. A mí me daba vergüenza que adoptara aquella postura, y una vez le di un codazo y le pregunté por qué hacía eso todos los domingos. Ella me contestó: «Me gusta oír lo que dice del rostro de Dios. Me gusta sentir la luz en la cara».

Que el Señor os bendiga y os guarde.

Que el rostro del Señor os ilumine con su luz y su misericordia.

Que el Señor vuelva su semblante hacia vosotros y

os dé la paz:

en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La casita gris estaba situada en una esquina. Tenía el porche semihundido y cerrado con tela metálica, y el jardín destacaba de los contiguos porque éstos estaban impecables ya que sus dueños habían rastrillado hasta la última hoja del otoño. Abrimos la endeble puerta del porche, pasamos junto a una silla de jardín rota y a un deteriorado enanito de plástico y llamamos al timbre. Miré a Inga y noté que estaba temblando. Yo sabía que era algo que no podía controlar, pero de todos modos aquello me irritó. Lorelei abrió la puerta y enseguida noté una extrema seriedad en su rostro fláccido y pálido como la luna. Tenía la mirada fija y los ojos entrecerrados. Musitó un «pasen» que sonó ceremonioso y al tiempo presuntuoso. Sin decir ni una palabra más, señaló un sofá cubierto con una manta a cuadros en el pequeño salón y desapareció por una puerta. Inga y yo nos sentamos. Ahora Lorelei estaba en su territorio, que, aunque humilde, influía en su comportamiento de forma sutil pero clara al mismo tiempo. La mujer tenía una veta funcionarial que implicaba cierto atisbo de sadismo. Mientras esperábamos, me dediqué a observar una pequeña escultura de yeso de dos manos orando que reposaba sobre una mesa frente a nosotros, y llegué a la conclusión de que odiaba aquel adorno omnipresente en las casas de la Norteamérica rural. Es un objeto que evoca una piedad untuosa que detesto, por no mencionar que siempre que lo veo me recuerda a una amputación.

—Es como si fuéramos a tener una audiencia con la reina —le dije a Inga.

—Estás de un humor de perros —me respondió en un susurro—. ¿Se puede saber qué te pasa?

Busqué una razón y lo único que encontré fue una idea borrosa, amorfa, una vaga certeza de que mi hermana y dos solteronas que hacían muñecos habían logrado arrastrarme hasta aquella situación absurda y eso me molestaba, pero también tenía la desagradable impresión de que todo formaba parte de una meditada puesta en escena. No era un déjà vu, la típica sensación de haber vivido antes un momento. Era más bien una forma de paralelismo. Me vino a la cabeza la palabra aparición. Había un leve olor a moho. Mientras sopesaba si aquel olor podría haber sido el que desencadenara en mí la falsa percepción de vivir algo repetido, sentí que Inga me apretaba la mano de repente y levanté la vista.

Lorelei estaba de pie, erguida bajo el umbral de la puerta abierta.

—La tía Lisa está lista para recibirles —dijo—. No se les permitirá ver los otros legados hereditarios.

Mientras mi hermana asentía con la cabeza, tuve que reprimir otra oleada de irritación que me sobrevino al escuchar la ridícula pomposidad de aquella mujer. Lorelei se apartó, apoyando la espalda contra la puerta para sujetarla y permitirnos pasar delante de ella.

Nada más entrar vimos a Lisa Kovacek, de soltera Odland, tumbada en una cama ancha. Sólo se le veían los brazos y la cabecita. El resto estaba oculto bajo las sábanas y varias mantas pesadas. Noté que a la izquierda de la cama, cubierto también por una sábana, había un objeto grande y rectangular. La tía Lisa no parecía una mujer simpática. Su boca, carente de labios, tenía una expresión dura y tensa, y sus ojos hundidos estaban ocultos tras unas gruesas gafas de montura metálica. La piel le colgaba del mentón y de los brazos como un peso muerto, lo que me hizo sospechar que su enfermedad, fuera cual fuese, había hecho que perdiera peso de repente. El poco pelo que le quedaba era blanco y estaba recogido en dos apretados rodetes, un peinado que no encajaba con la cara que había más abajo. Giró la cabeza hacia mí y, sin levantar la mano, movió los dedos indicándome con un gesto que me acercara.

Sentí que Inga también se acercaba detrás de mí. Lisa volvió a hacer un gesto para que me sentara en una silla junto a la cama y eso hice. Volvió el rostro hacia mí y observé las arrugas profundas y oscuras que cruzaban sus fláccidas mejillas; los ojos, opacos por las cataratas y agrandados de un modo exagerado por los lentes; el cuello deformado por unos largos queloides. Aquellos ojos sin tratar y las cicatrices del cuello me recordaron a la niña que una vez sacaron de una casa en llamas y sentí verdadera pena por ella. Lisa tanteó la colcha con la mano derecha buscando la mía y yo se la acerqué. Me rodeó la muñeca con los dedos y noté dos cosas: que me agarraba con fuerza y que no tenía fiebre.

—Lars —dijo con voz enfática.

—Soy su hijo, Erik.

—Ya lo sé —dijo con tono cortante—. ¿Crees que he perdido la cabeza?

—En absoluto —respondí con una sonrisa. Contesté de forma automática. Adopté el tono pausado del médico afable al que tantas veces he recurrido durante el ejercicio de mi profesión. Eso pareció gustarle.

—Tu padre era guapo —dijo con voz clara.

Lisa me apretaba la mano cada vez que hablaba. Inga apoyó una mano en mi hombro, supongo que para afianzarse. Ni ella ni yo respondimos ante tal aserto. Miré a Lorelei, que seguía de pie, apoyada contra la puerta abierta. Estaba tan concentrada que parecía de piedra.

Lisa giró la cabeza y miró el techo.

—Nunca le dijo una palabra a nadie.

En ese preciso instante, me di cuenta de que mi irritabilidad se había convertido en pavor. Sabía que la anciana iba a hacerme una confesión y que la historia que estaba a punto de contar podría cambiar mis sentimientos hacia mi padre. Mientras la miraba expectante, tuve la certeza de que ella disfrutaba con la situación, de que había una esmerada puesta en escena detrás de todo aquello. Cada detalle había sido planeado, incluido el peinado; quizás hasta fuera una farsa que nos recibiera metida en la cama, como si estuviese enferma. Parecía una mujer demasiado saludable para estar muriéndose. Observé cómo Lisa hacía un gesto con la cabeza a Lorelei. Ésta cruzó la habitación y levantó la sábana que, como era de esperar, ocultaba más muñecos.

Lisa continuaba agarrándome de la muñeca, pero me volví en la silla para ver mejor e Inga se apartó de mí para inclinarse y examinar lo que se nos mostraba. Sobre una mesa baja había tres dioramas. Ésa fue la única palabra que me vino a la mente: tres cajas de madera de alrededor de noventa centímetros por un metro veinte con los consabidos muñecos dentro. Me di cuenta de inmediato de que todas las escenas se desarrollaban en el exterior y de noche. En el fondo de la caja habían pintado el campo, el cielo, las estrellas y una casita blanca. El suelo estaba cubierto de tierra, cuyo olor podía sentir desde mi silla. En la primera caja había una muñeca rubia arrodillada en el suelo con un vestido azul. La boca de la muñeca, muy abierta, estaba bordada con hilo rojo, simulando la expresión de un grito desesperado. Tras dar unas palmaditas en la mano de Lisa, aparté sus dedos de mi brazo con suavidad y me incliné hacia la muñeca. De entre sus piernas salía un hilo oscuro en cuyo extremo había un diminuto muñequito gris, un bebé delgaducho lleno de manchitas rojas. En la siguiente caja vi el muñeco alto y delgado de un chico vestido con un mono de trabajo. Tenía el pelo oscuro y rizado y estaba inclinado junto a la chica con un cuchillo en la mano. Se disponía a cortar el cordón umbilical. En la última caja no había ninguna casa, sólo se veían unos árboles y el campo al fondo, la figura masculina empuñaba una pala y apoyaba un pie en ella para hundirla en la tierra. La chica yacía hecha un ovillo en el suelo, abrazándose las rodillas. El muñeco diminuto estaba junto a ella envuelto en un trapo gris.

—Esos son Lisa y Lars —dijo—. Ésa es la historia.

—¿Y el bebé? —preguntó Inga con un hilo de voz.

—Nació muerto —respondió Lisa con la mirada clavada en el techo.

—¿El bebé era de nuestro padre? —preguntó Inga levantando un poco más la voz.

Lisa giró la cabeza de golpe hacia Inga.

—No. Era de Bernt Lubke.

—¿Quién era Bernt Lubke? —pregunté yo.

—No era nadie —respondió con tono glacial—. No tenía nada que ver con la familia de ustedes. Era gentuza de Blue Wing. Lars mantuvo la promesa que me hizo.

—¿Adónde fue usted después? —le preguntó Inga tras acercarse más a la cama—. Antes que nada, ¿por qué estaba en medio del campo? —Hizo una pausa—. ¿No era evidente que estaba embarazada? ¿Nadie lo notó?

—No era evidente —respondió con tono seco la anciana—. Y eso no viene a cuento. No es de su incumbencia. —Su voz se había transformado en un chillido histérico.

Lorelei avanzó desde la puerta con los ojos encendidos por la emoción; una mezcla de satisfacción y de crueldad, pensé para mis adentros.

Me volví hacia la mujer que estaba en la cama y apoyé la mano en su brazo.

—Lo siento —le dije.

No giró la cabeza hacia mí sino que continuó con los ojos clavados en el techo.

—No importa. Yo no lo quería. Ésa es la verdad —hizo una pausa—. Su padre me oyó, eso fue lo que pasó. Me oyó y vino corriendo. Así como lo digo. Yo no dejé que fuese a buscar a su madre. Le hice prometer que no lo haría. El trabajo del parto fue horrible, realmente doloroso, pero cuando todo hubo acabado, era como si no fuese yo. Como si observase la situación desde lejos. Vi la sangre, aquella cosita, todo lo veía como algo ajeno a mí. Igual que cuando se concibió el bebé. Fue como si yo no hubiera tenido nada que ver con aquello.

—¿Por qué fue usted al Comedor de Obert a hablar con nuestro padre? —preguntó Inga tras colocarse a los pies de la cama.

—Ese día me prestó tres dólares —contestó cerrando los ojos—. Nunca se los devolví. Era guapo, su padre, y un caballero. —Se levantó un poco las gafas y se frotó el ojo derecho—. Yo tenía miedo de que pensaran que había matado a mi bebé, ¿comprenden? Lars me dijo que era una niña. Él la enterró.

Nos quedamos en silencio. Me imaginé a mi padre arrodillándose sobre el hoyo que había cavado para enterrar a la criatura muerta. De pronto me puse a pensar en la tumba escondida y en qué parte de la propiedad estaría. El paisaje de mi imaginación era gris.

—Tú has comprado Les Rostrum, ¿no es así? —preguntó Lisa, señalando por primera vez a Inga.

Inga asintió con la cabeza. Había dejado de temblar.

—El chico del entierro.

—Era un chico malo —dijo con tono brusco. Chasqueó la lengua, respiró hondo y siguió hablando—. Hace mucho tiempo que descubrí que podía hacerlo, convertirlos en personas. Fue antes de que Walter viniese a verme para contarme lo del fuego. Ya he dispuesto mi legado y todo irá a Lorelei cuando me muera. Empecé por hacerla a ella, a la Lisa quemada por el fuego, y a los otros. No me acuerdo del incendio. Esto es todo lo que me ha quedado. —Lisa se llevó la mano al cuello—. Ni siquiera sé cómo sucedió. —A continuación cruzó las manos sobre el pecho con aire solemne, como si estuviese practicando su postura final, cerró los ojos y luego los volvió a abrir—. Encontré las tumbas de mi madre y de mi hermano pequeño descuidadas y llenas de maleza. Las limpiamos y las dejamos bien bonitas, ¿verdad Lorelei?

—Claro que sí. Sin ninguna duda. —La voz de Lorelei resonó con nitidez. Se acercó a la cama y acomodó la almohada sobre la que reposaban los rizos de Lisa. Fue un gesto innecesario que le brindó la oportunidad de moverse—. Estás cansada —dijo. La anciana sonrió débilmente. Lorelei estiró las mantas y luego, con un movimiento abrupto y violento, levantó el colchón y metió las sábanas y las mantas por debajo, tras lo cual se inclinó sobre su tía para que le oyera mejor—. ¿Así estás bien tapada?

Lisa cerró los ojos y volvió a sonreír.

—Ahora mi tía tiene que descansar —dijo Lorelei volviéndose hacia nosotros, pero con la mirada fija en la puerta.

Lorelei nos acompañó a la salida, moviendo su pierna rígida con brío. Antes de marcharnos mi hermana se entretuvo un momento en el porche.

—¿Dónde está la Lisa con quemaduras? —le preguntó a Lorelei.

—En otro lugar. No pueden verla, sólo las cajas en las que aparece su padre.

—Tiene que haber hecho esos muñecos hace bastante tiempo —le dije—, ahora sería imposible con las cataratas que sufre.

Durante un breve instante Lorelei acusó el golpe y le cambió la expresión. Luego dijo:

—Sí, ahora me encargo yo del trabajo, pero las ideas son de tía Lisa, ¿entienden? Es la directora.

No le estrechamos la mano al despedirnos. Ni siquiera recuerdo que le dijésemos adiós. Inga y yo cruzamos el porche y luego vadeamos el mar de hojas secas hasta nuestro coche blanco de alquiler. Me pareció triste verlo aparcado allí solo, en medio de aquella calle tan poco agradable en pleno corazón de Blue Wing.

Ni Inga ni yo dijimos una palabra durante un buen rato. Yo fijé mi atención en la carretera negra que se deslizaba por debajo del coche, en las largas líneas del cableado telefónico que flanqueaban nuestro camino, en algunos parches amarillos y rojos que todavía destacaban entre los árboles que salpicaban el paisaje aquí y allá, rompiendo su monotonía, al tiempo que sentía cómo el aire frío que entraba por la ventanilla abierta me acariciaba la oreja.

—Una vez traté a un paciente que, al ingresar en el hospital, llevaba cuatro años sin hablar con nadie —dije, rompiendo el silencio—. Había amenazado a su madrastra con una pala en el garaje de su casa. Ella y el padre lo internaron. Durante los primeros meses sólo me contestaba asintiendo o negando con la cabeza. Como no decía ni una palabra me dediqué a leerle algo de vez en cuando, por lo general un poema. El chico permanecía impávido, pero yo me daba cuenta de que le gustaba. Su historia era muy sencilla. Según su padre, la madre había muerto cuando el joven B. tenía siete años debido a que «tenía mal el corazón». Todo fue bien, me dijo el padre, hasta que un día su hijo dejó de hablar. Cuando le mencioné el incidente del garaje, el joven B. no reaccionó. Lo traté durante varias semanas y volví a preguntarle sobre el asunto. Cogió un trozo de papel y un bolígrafo de mi mesa y escribió: «No era yo».

Inga no dijo nada durante unos segundos. Sólo asentía con la cabeza.

—Es como si Lisa hubiese perdido toda noción de la realidad después de dar a luz, como si su alma hubiese abandonado su cuerpo. Dijo que era como si no tuviese nada que ver con ella. —Inga giró la cabeza para mirar por la ventana—. Muy bien, es un secreto que mantuvieron durante años y años, pero eso no explica gran cosa sobre nuestro padre, ¿no te parece? —concluyó.

—Sólo que él mantuvo su palabra.

—Y eso ya lo sabíamos —dijo Inga.

—Sí —dije yo—. Eso ya lo sabíamos.

Esa noche no pude dormir. Estuve un par de horas acurrucado bajo el edredón de mi habitación del Andrews House, soportando el azote de todo tipo de pensamientos confusos e inquietantes hasta que, por fin, decidí levantarme. Me vestí, bajé las escaleras, atravesé el vestíbulo en penumbra y salí a Division Street. Cogí el coche y fui hasta la granja. Tuve suerte de que aquella noche hubiera luna llena porque, si no, hubiese tenido que dejar encendidas las luces del coche. En el momento en que enfilé el sendero de entrada a la casa me pregunté qué había ido a buscar a la granja. Allí no podía encontrar nada, pensé, a no ser, tal vez, una idea. La casa estaba cerrada con llave. Años atrás habían robado todos los objetos que pertenecieron durante años a la familia y que habían adquirido cierto valor como «antigüedades» o «semiantigüedades». La casa también había sufrido el ataque de los vándalos, que habían destrozado con un hacha los pocos muebles que quedaban. Cuando eso sucedió, mi abuela todavía estaba viva, pero vivía con mi tío en St. Paul. Recuerdo verla llorar de dolor y de rabia al enterarse de lo que habían hecho con su hogar. Siempre que pudo, mi padre fue a cortar la hierba y a pintar la casa vacía cuando el esmalte se desconchaba y empezaba a asomar la madera gris por debajo. Cambió las ventanas rotas y echó abajo un cobertizo que estaba casi en ruinas. Había logrado alistar a mi tío para ayudarle en algunas faenas, pero era mi padre el que estaba obsesionado con el mantenimiento de la granja y nadie se lo cuestionó. Ahora yo me limito a pagar los exiguos impuestos y unos gastos mínimos de mantenimiento. Lo hago porque a mi padre le hubiese gustado. Claro que también le hubiese gustado que hiciera más cosas. Le hubiera encantado que pusiese en práctica algunas de las habilidades en carpintería que él me enseñó y que hiciera algunos arreglos en la casa. Me senté junto a la puerta de entrada al sótano donde se almacenaban los tubérculos, dirigí la mirada hacia la bomba de agua y luego más allá, hacia los campos y la iglesia, cuya silueta se recortaba en el cielo, a lo lejos, y pensé en la tumba escondida, en el bebé sin nombre y en los extraños muñecos de trapo. Sin embargo, es imposible transmitir la experiencia de un nacimiento a través de objetos inanimados. Transmitir la sensación de tener entre tus dedos la cabecita oscura y húmeda que se resiste a salir mientras tú intentas ayudarla a emerger de la dilatada vagina de la madre hasta que, de repente, la mandíbula del bebé se libera, surge el borbotón de sangre y líquido amniótico y el cuerpecito se desliza retorciéndose hacia tus brazos, mientras el diminuto pecho se expande en una lucha desesperada por coger la primera bocanada de aire; el extraño llanto ronco; la pinza y el corte; la acción última de tirar del cordón umbilical para soltar la placenta, que brota de entre los labios vaginales de la madre como un bulto gelatinoso. Mi padre debió de haber aprendido todo eso con los animales de la granja, tuvo que ver de inmediato que el cuerpecito que sostenía entre las manos estaba muerto, debió de enterrar todos los restos del alumbramiento y luego envolver el cadáver del bebé en su pañuelo. Los dos debieron de caminar un rato juntos antes de dar sepultura a la criatura en algún lugar cercano al bosque, donde no llegase el arado para remover y labrar la tierra. Según admitió la propia Lisa, a ella le había importado poco o nada. Debió de caminar a duras penas junto a mi padre en una especie de estupor hasta que se le ocurrió hacerle jurar que guardaría el secreto, y a menos que mi padre o Lisa llevasen consigo una Biblia, cosa que dudo, el juramento se hizo en nombre de las sagradas escrituras. Ya no importa, ni a ella que está en el cielo, ni tampoco a los que están en la tierra. Confío en tu promesa. El resto de la historia pertenecía al inescrutable «legado», la misma palabra que Inga había usado para los «restos» que Max había dejado, su obra artística. Entonces me vino a la memoria el relato de Miranda sobre Cut Hill. La historia en la que el tiempo se destruye. «Soy hombre». El feto redime la vida de la madre. El presagio se convierte en leyenda: los guerreros cimarrones derrotaron a los negreros británicos y forzaron la firma de un tratado y ese triunfo les marcaría generación tras generación: Tendremos que limpiar el cuchillo. Lisa Odland esperó toda una vida para regresar a la infancia y ahora Lorelei jugaba el papel de la aparecida, la madre muerta que regresaba para arropar a su niña. ¿Así estás bien tapada? El aire era frío. Se estaba levantando un viento del oeste y me subí el cuello del abrigo. La madre del joven B. se había cortado las venas en la bañera. Su marido descubrió el cuerpo tras ver salir por debajo de la puerta del cuarto de baño el agua sanguinolenta que había desbordado la bañera. Después de cerrar el grifo, el padre bajó las escaleras, fue a la cocina donde estaba su hijo y le comunicó lacónicamente: «Tu madre ha muerto». Después encerró al hijo en su cuarto durante horas. Los adultos le mintieron sobre el fallecimiento de su madre, aunque la referencia a unos problemas de «corazón» había servido como eficaz metáfora para calificar el mal que aquejaba a la madre del joven B. Tanta gente enmudecida. Todos necesitamos mantenernos enteros, apuntalar las paredes de nuestras casas, reparar y pintar, erigir una fortaleza silenciosa de la que no salga ni entre nadie. Recuerdo los ojos hinchados de Sonia. No quiero vivir en este mundo. Cuando refrescó demasiado para quedarse allí sentado, me puse de pie y recorrí la propiedad. Después me metí en el coche para protegerme del viento. No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, pero tenía la sensación de estar esperando algo, una idea.

Y después entré en la casa. La puerta de tela metálica se abrió suavemente y entré en la ampliación de la cocina. Había una viga caída en el suelo. Las paredes estaban desconchadas y noté que había una vieja borriquete para serrar delante de la enorme estufa negra. Me di la vuelta muy despacio hacia la derecha y vi a mi padre, no cuando era anciano sino cuando era joven. Estaba sentado en una silla junto a la pila de la cocina. Llevaba las gafas de sol que recuerdo verle durante mi niñez. Me acerqué a él.

—¿Papá?

Me empezó a hablar de unas notas a pie de página, pero me resultaba difícil entenderle y su voz sonaba lejana, como si viniese de otra habitación, a pesar de que su cara, desprovista de toda arruga, estaba cerca de la mía y parecía más grande de lo normal. No había ninguna botella de oxígeno cerca, no tenía en la nariz la cicatriz que le había producido el cáncer ni llevaba audífonos en las orejas. No tenía la pierna izquierda tiesa. De pronto empezó a envejecer delante de mis ojos. Mi padre anciano ocupó el lugar del joven. Las gafas se transformaron en las de montura metálica que llevaba al final de su vida y el rostro se le llenó de arrugas. Vi que se le amorataba el lado derecho de la nariz, donde los cirujanos le habían injertado piel del cuero cabelludo tras extirparle el tumor maligno. Sonrió.

—Padre —le dije—, ¿no estás muerto?

—Sí —respondió, inclinándose hacia delante y extendiendo las manos para coger las mías y estrecharlas. Sentí los huesos largos de sus dedos y la fuerza con la que me agarraba las manos. Me invadió una felicidad intensa y dolorosa. Sus ojos irradiaban afecto.

—Erik, ésta es la forma que tenemos ahora de estar juntos —me dijo. Yo asentía enfáticamente con la cabeza. Sus manos cálidas no me soltaban. Entonces añadió solemnemente—: Pero nunca los viernes.

Vi aparecer los primeros rayos de sol en el horizonte a través del parabrisas del coche y miré la hora en el reloj del salpicadero. Me había quedado dormido sin darme cuenta. Sobresaltado por la hora que era, arranqué el coche, salí marcha atrás hasta la carretera y regresé a Blooming Field. El fantasma de mi padre había sido tan vívido que todavía sentía su presencia a mi lado, y mientras conducía me alegré de que la carretera estuviese desierta y en silencio y de tener unos minutos para recuperarme. Cuando pasé el cartel que decía «Blooming Field, Cuna de las Vacas, las Universidades y la Satisfacción», las últimas palabras del fantasma volvieron a resonar en mi memoria. Una vez despejado me parecieron cómicas aunque pensé que los sueños solían carecer del distanciamiento que requiere el humor. Entonces me acordé del Viernes Santo. El concepto cristiano de la muerte, el entierro y la resurrección subyacía oculto en aquella frase tan peculiar. Era él quien no podía visitarme los viernes. En cambio había acudido durante las primeras horas de un domingo. Qué extraña es la mente del hombre, pensé, mientras observaba las nubes bajas azules y rosas que coloreaban el amanecer por encima de la ciudad todavía dormida.

Mientras íbamos en el coche hacia el aeropuerto, Inga dijo muy despacio:

—Quizás has guardado un secreto en el corazón que debido a todo su goce o dolor considerabas demasiado precioso para compartirlo con otra persona.

—¿Qué estás diciendo?

—Cito a Kierkegaard, el prólogo a Enten-Eller, O lo uno o lo otro. Marca una diferencia filosófica entre lo interno y lo externo. Dice que siempre ha dudado de que ambas cosas no sean lo mismo. Sin duda en eso tiene razón. Luego, una vez que nos ha hecho pensar acerca del hecho de no hablar, comienza el segundo párrafo diciendo que poco a poco el sentido del oído se ha convertido en su favorito. Del mismo modo que la voz es lo que mejor revela el interior del ser humano, el oído es el que lo detecta. Escribe sobre el confesionario, que separa al que habla del que escucha mediante una celosía. Sostiene que cuando no vemos el rostro de una persona no existe discordancia entre la vista y el oído; el que escucha se forma una imagen imaginaria del que habla; que es, de hecho, lo que hacemos cuando leemos, aunque no es eso lo que dice. Entonces, sin previo aviso, se lanza a contar una historia. Empieza en el momento en que ve un mueble muy bonito en el escaparate de una tienda. Es un secreter. Vuelve a pasar delante del escaparate una y otra vez y siempre se detiene a observar el hermoso objeto. Después de un tiempo, cede a la tentación y lo compra. Está feliz con su adquisición. Pasan los días y la mañana en que se supone que debe marcharse al campo se queda dormido. Cuando se despierta, sale de la cama de un salto, corre de un lado a otro y se da cuenta de que sería conveniente que llevara algo más de dinero con él, así que va hasta el secreter para cogerlo del cajón, pero no consigue abrirlo. El chofer le está esperando en la puerta. Cegado por la ira y la frustración, golpea su adorado escritorio con un hacha. Entonces, se abre de repente un cajón secreto, un casillero lleno de papeles que resultan ser dos manuscritos escritos por dos hombres. ¿Te acuerdas de eso?

—Apenas —dije. En realidad no me acordaba de nada, aunque tenía la vaga impresión de haber leído al menos parte de ese libro.

—Es todo una ficción, claro. El prólogo está escrito bajo seudónimo, el de un corrector inexistente llamado Victor Eremita, que actúa de celosía entre el escritor y el lector.

—¿Me estás contando esto por algo en concreto?

—Ten la bondad de tener paciencia —dijo con tono cortante—. Siempre tuve la impresión de que el secreter representaba a un ser vivo, a una persona que confiesa sus secretos bajo coacción, como el inquietante padre de Kierkegaard al que le remuerde la conciencia en su lecho de muerte. Tras romper el secreter, Eremita dice que el propietario le pide perdón y parte rumbo al campo. Deja atrás el mueble roto, pero se lleva consigo los documentos, su secreto escondido, su voz interior.

—Todos tenemos cajones escondidos.

—Exactamente —dijo Inga—. Y la mayor parte de las veces nunca llegan a descubrirse. Eremita dice que la suerte suele jugar un papel importante en ese tipo de hallazgos y es verdad.

—¿Te refieres a nuestro padre?

—Y a Max —dijo tras asentir con la cabeza—. Además, Eremita toca otro asunto. Dice que los documentos de los dos hombres, a los que llama A y B, pueden considerarse la obra de una sola persona. Admite que es algo improbable, irracional y poco serio desde un punto de vista historicista, sin embargo lo que propone es lo siguiente: se trata de un diálogo doble o de un diálogo interno, una cosa o la otra, de dos voces interiores en una, del Seductor y el Ético entremezclados. Aparte del irónico descubrimiento (K. también pasa a formar parte de esa mezcla), es cierto que siempre tendemos a buscar una persona cuando hay más de una, varias voces enfrentadas dentro de un solo cuerpo. El tiempo también forma parte de ello. Somos diferentes personas en el curso de nuestra vida e incluso, a veces, varias al mismo tiempo. Max era muchas personas simultáneamente. Tenía cientos de máscaras, las de sus personajes y también las del día a día. —Bajó la voz—. Cuando estábamos en París, poco antes de que cayera enfermo, en una ocasión salimos del pequeño cine que había en la rue Christine, cerca de nuestro hotel, y al darle la luz de la calle vi que tenía la cara grisácea. Encendió un cigarrillo, se recostó en la fachada del cine, me miró a los ojos y me dijo: «Intentarán despojarnos de todo, muñeca. Pero tú y yo seremos más listos, ¿a que sí?». Me reí. Hablaba como el protagonista de una película de serie negra y acabábamos de ver una de las que Jules Dassin había hecho en los Estados Unidos. Él no se rió. Tenía una expresión triste. Me miró con sus ojos grises y su cara gris y sentí como si yo no fuera su esposa. Yo no era Inga. —Mi hermana sonrió con aire pensativo.

—Como si te estuviese viendo por primera vez —le dije.

—Puede ser. —Inga respiró hondo—. Nunca le he contado esto a nadie. A Henry seguro que no. Regresarnos al hotel e hicimos el amor. La habitación estaba bañada por la luz de la tarde, una luz preciosa. Después me levanté, fui al cuarto de baño, y cuando volví, él estaba sentado en el borde de la cama, todavía desnudo. Estaba de cara a la ventana y de espaldas a mí. Tenía la cabeza gacha y las manos apoyadas en las rodillas. No me oyó ni me vio salir del cuarto de baño. Me quedé en el umbral, observándolo. Estaba formando palabras con el lenguaje de los mudos. Había aprendido el Sistema Norteamericano de Signos cuando trabajó en el guión de la película. Bueno, no lo utilizaba de una forma desenvuelta, pero lo conocía bien. Le fascinaba.

—¿Sabes qué estaba diciendo?

—Lo entendí sólo porque era la frase que aparecía en la película. La que Arkadi reproduce con el lenguaje de los signos cuando busca a Lili por todas partes y acaba en aquel extraño almacén lleno de maniquíes sin rostro vestidos con la ropa que ella había llevado durante la película. En un rincón de aquella enorme nave había una cómoda.

—Me acuerdo. Él abre los cajones de golpe, están vacíos y empieza a apilarlos en el suelo. Cuando abre el último, oye una voz extraña que exclama: «No puedo decírtelo».

—Entonces Arkadi repite esa misma frase con el lenguaje de los signos —dice Inga.

—¿Y dices que Max estaba sentado en la cama repitiendo «No puedo decírtelo» con las manos?

—Una y otra vez —dijo Inga al tiempo que asentía con la cabeza.

—¿Por eso piensas que reprimía su deseo de confesarte su relación con Edie u otra cosa que podría ser, justamente, lo que Edie te sigue ocultando?

Miré a Inga, pero ella no me miró.

—Erik, ya sé que a veces piensas que soy incapaz de ir al grano, pero he comenzado mi pequeña historia sobre Max con O esto O aquello por una razón especial. «Un autor parece estar encerrado dentro de otro, como las piezas de una caja china» —citó Inga—. Me quedé allí en la puerta del cuarto de baño observando a mi marido mientras hacía aquellos signos con las manos y pensé: «¿Qué yo y qué tú? Hay tantos…».

—Pero ¿no se lo preguntaste?

—Él no sabía que le estaba mirando. —Sonrío para sí misma—. De todos modos, en ese momento no tenía ganas de andar curioseando ni averiguando nada. Aquel día lo tenía para mí sola, ¿comprendes? Recuerdo perfectamente que me acerqué a él y apoyé las manos en sus hombros. Los dos nos quedamos mirando los tejados y las nubes por la ventana y me dije para mis adentros: No olvides jamás esta felicidad. —La voz de mi hermana era suave y meditabunda—. No la olvides jamás, porque pronto desaparecerá.

Cuando entré en la casa el domingo por la noche, una parte de mí seguía en el campo con mi padre. Cogí las páginas gastadas de sus memorias y me puse a ojearlas. Éramos hijos de las estaciones, escribió, a veces víctimas de ellas. Escribía sobre el barro que había en primavera, tan abundante que se le hundían las botas hasta no poder dar un paso más. Escribió sobre los saltamontes, los ejércitos de lombrices, los cuervos, las ardillas que atacaban las cosechas en verano y las nevadas que les aislaban del pueblo en invierno. Escribió sobre cómo hacer cerveza en Navidad, sobre serenatas, los bailes en grupo, las barbas de la cebada que se te clavan en la ropa y en la piel, el poblado chabolista a las afueras de la ciudad con sus vagabundos y sus fogatas. Pero yo buscaba algo más allá de la mera descripción de una forma de vida ya desaparecida, más allá de la historia de Lisa y de su hija muerta. Buscaba un camino que me condujera al interior del hombre.

Padre era bueno. Mucha gente es buena aunque, por lo general, sólo con unos pocos. La bondad de padre no tenía límites. La volcaba sobre desconocidos que se lo agradecían con regocijo. Los que le conocían daban su bondad por sentado y, por supuesto, había quienes se aprovechaban de su generosidad. Además era un hombre empapado de sabiduría popular que sabía transmitir las historias que había oído. También a sus amigos más cercanos les gustaba contar historias, pero él vivió más que todos ellos y no tuvo sucesores. Al envejecer comenzó a obsesionarse con la desintegración de la sociedad rural que había conocido y llegó a decir que uno de los grandes males de este mundo, así como uno de los más ignorados, era la soledad.

Mi padre bien podría haber estado escribiendo sobre sí mismo. Quizás, sin saberlo, eso fue lo que hizo.

—Estás enamorado de esa mujer del piso de abajo —dijo Laura indignada.

—Creí que no te interesaba una relación seria —farfullé desde el otro lado de la cama.

—Erik, sea cual sea la relación que exista entre nosotros me importa mucho y supongo que también a ti. O al menos eso pensaba. —Laura se sentó en la cama y se volvió hacia mí, con una mirada cargada de expresividad—. ¡Por Dios! ¡Pero si nosotros nos dedicamos a esto! Tanto hablar y la verdad es que no nos vendría mal un poco de sinceridad. —Su tono de voz se suavizó—. Escucha, no sé en qué acabará todo esto, pero no quisiera tener nada contigo si resulta que se va a interponer entre nosotros un objeto de tu fantasía.

Me incorporé muy despacio. Laura tenía los brazos cruzados sobre su pecho desnudo como queriendo ocultarlo dado el tono serio que había adquirido nuestra conversación. Bajé la mirada hasta su vientre redondo y luego hasta su vello púbico. Luego la abracé y la besé en el cuello, pero ella me apartó.

—¿Y bien?

La miré a los ojos y de inmediato me di cuenta de que no quería perderla y se lo dije, pero era obvio que mis comentarios previos sobre Miranda habían sido mucho más reveladores de lo que supuse, y en lugar de pasar la noche con Laura, como solía hacer, acabé en la fría calle de regreso a casa.

Nada más abrirle la puerta a la señora W. noté que estaba más crispada y más tensa que de costumbre. Se sentó y me espetó con frialdad:

—Por cierto, he ido a la inauguración de una exposición y he visto una foto suya.

—¿En una exposición? —pregunté, confuso.

—Una exposición de fotografía de Jeffrey Lane, en Chelsea.

Respiré hondo nada más acusar el golpe. Era ahora. En noviembre.

—Supongo que el artista es uno de sus pacientes.

Entonces tuve que decirle que no había visto la exposición y que Jeffrey Lane no era paciente mío. Añadí que fuera cual fuese la fotografía o fotografías expuestas allí, habían sido tomadas sin mi consentimiento.

—Me he estado preguntando si tanto hablar, hablar y hablar sirve para algo, ¿me entiende? —dijo a continuación la señora W., sentada muy erguida en su silla.

—¿Ver las fotos la hizo plantearse algo así? —le pregunté.

—Parece usted tan distinto —soltó de pronto.

Es difícil describir la sensación de pérdida que experimenté en ese instante. Fue como si me hubiesen robado algo muy valioso y, sin siquiera haber visto la imagen o imágenes a que se refería, me sentí profundamente humillado. Me quedé en silencio casi medio minuto, intentando encontrar una respuesta sincera que no desbaratase todo nuestro trabajo juntos. Por fin, dije:

—Al parecer, una o varias fotos mías han sido utilizadas de una forma que, muy probablemente, contará con mi desaprobación. Pero deberíamos centrarnos más en lo que usted siente y en por qué la fotografía resultó tan poderosa que ha hecho que se cuestione la terapia por completo.

La voz de la señora W. tenía un timbre claro y mecánico, como el de una grabación.

—Yo no le conozco. Usted se limita a sentarse ahí y a escuchar.

Le expliqué que yo estaba en desventaja porque no sabía cómo era la imagen a la que se refería.

—Usted parece estar furioso —dijo—. Desquiciado —añadió con tono más suave.

Enseguida lo entendí. La idea de perder el control, de enloquecer, era algo que a la señora W. le producía pavor. Su madre había sufrido de agorafobia y durante meses habíamos hablado de su miedo a cualquier sensación que pudiera tener un tinte erótico; de la atracción que sentía por su padre y, a la vez, de la furia que éste despertaba en ella, al igual que yo, que también despertaba en ella atracción y furia; habíamos hablado de su temor a sufrir una crisis nerviosa. Y ahora resultaba que había visto una fotografía que representaba su propio miedo. Cuando acabó la sesión, la observé marcharse. Caminaba como si llevase una armadura. Apoyé la cabeza en mi escritorio e hice un enorme esfuerzo para contener las lágrimas que se agolpaban en mis ojos. Estoy seguro de que si no hubiera sido porque tenía otro paciente, me habría echado a llorar allí mismo.

Cuando regresé a casa del trabajo, encontré la carta y el dibujo de Miranda. Los había deslizado por debajo de la puerta, igual que hacía Eggy cuando nos conocimos y buscaba atraer mi atención.

Querido Erik:

Esta mañana he visto la exposición de Jeff. Anoche fue la inauguración, pero yo no fui porque sabía que no iba a estar cómoda y no hubiera podido soportarlo con tanta gente alrededor. Jeff ha sido tan reservado respecto a su exposición que nunca hablamos de ese asunto. Hay montones de fotos de Eggy y de mí. La mayoría son inofensivas, algunas son embarazosas. Pero hay una de ti que es muy probable que te ofenda. Llevo llamándole todo el día, pero no contesta al teléfono. Le he dejado varios mensajes. Puede que lo más inteligente sea ignorarlo, pero quiero que sepas que me siento fatal por haberte causado este problema y te pido disculpas por ello. Eglantine y yo nos vamos a pasar el fin de semana con mis padres. Llámame cuando quieras.

Con afecto,

Miranda

El dibujo estaba hecho con tinta y lápices de colores. En el tercio superior de la imagen había dos figuras pequeñas, una mujer y una niña, de espaldas al espectador, en una calle parecida a la nuestra, con una fila de casas de ladrillo típicas de Brooklyn, árboles altos, farolas, coches aparcados y una boca de incendios. Esa parte del dibujo era en blanco y negro con algo de gris y me recordó una fotografía. Sin solución de continuidad, la escena callejera carente de color se transformaba en una masa de verdes, azules y rojos sucios. Mirándolo de más cerca, distinguí un desfile de monstruos borrosos con narices enormes o diminutas, boquiabiertos o con una expresión embobada, orejas grandes, ojos saltones y dientes de bestia salvaje. Un demonio cargaba un enorme falo. Otro tenía una cola peluda. Otro parecía sangrar por el recto. Esos cuerpos grotescos se convertían por arte de magia en los tejados de unas casas extrañas que surgían formando ángulos imposibles de otra calle que ocupaba la parte inferior de la página y que estaba coloreada con tonos vivos. Las puertas, ventanas y escaleras estaban cubiertas por una vegetación exuberante plagada de frutas exóticas. La mujer y la niña volvían a aparecer, a un tamaño más grande, aunque en esta ocasión estaban de perfil, una frente a la otra, sentadas en los escalones rosa de una de las casas. La niña tenía alas.

El sábado por la tarde entré en la galería. Llevaba puesta una gorra de béisbol y una bufanda en un intento absurdo de ocultar mi identidad. Eché una rápida mirada a una pared y a otra y sentí un gran alivio al no ver ninguna foto mía. La exposición se llamaba Las Vidas de Jeff: Ficciones Múltiples o una Excursión al DDI. Desorden Disociativo de la Identidad. La exposición ocupaba más de una sala de la galería, y a pesar de mi desesperación por recorrerla a toda prisa en busca de las fotos en las que yo aparecía, decidí verla de principio a fin empezando por la primera sala. Las imágenes iniciales eran, en realidad, cuatro rectángulos en blanco titulados: No existen fotos de los abuelos. Las dos obras siguientes eran un par de fotografías de gran tamaño en blanco y negro de sesenta centímetros por un metro veinte. Parecía que las había ampliado una y otra vez a partir de un original mucho más pequeño puesto que habían perdido mucha definición. Eran de una joven con un camisón muy fino tumbada de lado, dormida, con el rostro vuelto hacia la cámara. Tenía el maquillaje corrido formándole unas manchas oscuras debajo de los ojos. Dispersos encima de la arrugada manta se veían varios frascos de pastillas. Primeras fotos de mi madre, rezaba el título. A continuación había una fotografía de un hombre con traje que se dirigía hacia un coche con la cabeza gacha. El pie de foto decía: Primeras fotos de mi padre. Bajo el título de Primeras fotos de mi persona se veía a Lane con una edad aproximada de siete años, sentado en el suelo con un soldadito de juguete en la mano. Daba la impresión de que el fotógrafo lo había tomado por sorpresa justo cuando giraba la cabeza y levantaba la vista. A pesar de estar desenfocada, se apreciaba que tenía la frente fruncida, la mandíbula apretada y una expresión hostil en la mirada. Esa foto en blanco y negro aparecía rodeada de instantáneas en color de tamaño normal, todas ellas de la infancia de Lane y de contenido bastante trivial, aunque fascinantes de un modo u otro. Un bebé regordete; un bebé un poco más grande aprendiendo a gatear con una sonrisa de oreja a oreja; un niño con un bate de béisbol en la mano; el mismo niño sacando la lengua al fotógrafo; otra en la que lleva una máscara de goma con la cara de un monstruo; otra soplando las velitas de una tarta. En una pantalla de televisión se proyectaba una película casera en la que se veía al niño, ya con tres años, abriendo un paquete. Justo antes de sacar el regalo de la caja, la pantalla se quedaba en negro y la película volvía a empezar. En la pared de enfrente había un montaje fotográfico en el que aparecía una sentencia de divorcio fechada en 1976 pegada encima de las bocas de una pareja, que reconocí como los padres de Lane, que, a su vez, estaban recortados y pegados sobre otra fotografía gigantesca y tan borrosa que las dos figuras parecías meras sombras. Cuando salí de la sala y entré en la siguiente lo primero que vi fue una enorme fotografía en color sometida a una especie de manipulación digital. El rostro de Lane aparecía distorsionado, como si fuese un retrato de Francis Bacon en colores fosforescentes, con un mentón de una longitud exagerada, acabado en punta, y una boca ondulada que parecía estar gritando. El pie de foto decía: La ruptura.

En cada una de las otras tres paredes de esa sala colgaban dos fotos. Me llevó un rato darme cuenta de que las seis eran idénticas: una fotografía muy elegante de un Lane adulto, sin duda realizada en estudio con un buen equipo y una buena iluminación. Parecía un actor de cine. Lo único que cambiaba era el título: Buen estudiante; Drogota; Amante; Acosador; Paciente; Padre. El vídeo que se proyectaba en la sala mostraba una y otra vez un típico accidente de coche de una película de Hollywood que no llegué a identificar. El coche se dirigía hacia el borde de un precipicio, se despeñaba por el abismo y estallaba en llamas. En ese momento la película retrocedía. El coche dejaba de arder, volaba de abajo arriba hasta llegar al borde del precipicio e iba marcha atrás por el camino para volver a reconstruir la escena de la destrucción. Al pie de la pantalla había un artículo de prensa que informaba de la muerte de los padres de Lane en un accidente automovilístico.

Me dirigí a la que resultó ser la última sala. Volví a ver los títulos que acababa de leer, aunque esta vez estaban escritos sobre la pared con grandes letras negras sobre una especie de collage: unos rectángulos largos y estrechos de fotos entremezcladas. Pasé junto a Buen estudiante y a Drogota, pero me detuve a mirar las fotos de Amante al ver una de Miranda. Allí había muchas fotos de ella, tanto en color como en blanco y negro. Variaban en tamaño y calidad, pero eran todas de Miranda: de jovencita, con el pelo largo y trenzas muy finas, Miranda comiendo, durmiendo, caminando, sentada a una mesa dibujando, de pie en el centro de una habitación, riéndose. Mientras las observaba, empecé a percibir el carácter de intrusión de todo el proyecto: Miranda llorando, una Miranda furiosa blandiendo el puño a la cámara, Miranda bailando en un local nocturno, Miranda leyendo un libro, Miranda en un columpio, Miranda en camisón con cara de cansada, Miranda enseñando su pequeño vientre de embarazada, Miranda despertándose en una cama grande. Estaba sola, pero era evidente por los pliegues de las sábanas y la colocación de las almohadas que alguien más había dormido ahí. Las fotos me entristecieron. Me encontraba delante de una verdadera historia de amor. Aquéllas eran imágenes íntimas de una Miranda que yo no conocía, alguien conectado de forma apasionada con aquel extraño fotógrafo. En la base del rectángulo había veinte o treinta fotos de la cama vacía. Pensé que eran todas iguales, pero al prestar más atención vi que las sábanas eran diferentes o mostraban distintos pliegues. Después de que ella se fuera, él había fotografiado la cama vacía tras levantarse todas las mañanas.

En la serie titulada Acosador era donde aparecía yo o, mejor dicho, un espacio en blanco donde debería haber estado yo, un vacío recortado que caminaba con Miranda y con Eglantine hacia el parque, que se dirigía al trabajo, que recogía el periódico de la escalera de entrada a casa por las mañanas. También había una serie de fotografías tomadas desde arriba mientras abría la puerta de casa, aunque lo único que se veía era el contorno de mi cuerpo ausente. Recordé el sonido del obturador y comprendí que Lane debió de tomarlas desde el tejado. Vi varias fotos de la casa en las que había borrado el número de la puerta; primeros planos de las instantáneas que había dejado en los escalones de entrada; el buzón; la señal roja que había pintado en el árbol y que Miranda había borrado; la inquietante imagen de Miranda sin ojos, y muchas de Miranda y Eggy sin mí. Algunas tenían pie de foto, como, por ejemplo, El exnovio, La hija, El novio loquero recortado. Pero yo seguía sin ver la foto que tanto había molestado a la señora W. y que había hecho que Miranda me escribiese una carta.

La vi nada más pararme delante de la sección titulada Padre. Era una fotografía de veinte por veinticinco mezclada con muchas otras y que tenía como pie de foto: El doctor de la cabeza pierde la cabeza. Al principio no estaba muy seguro de ser yo quien aparecía en la imagen. El rostro estaba tan crispado por la ira que era casi irreconocible. Tenía la mirada desorbitada y los dientes brillaban enormes en primer plano como los de un perro rabioso. Iba medio desnudo, con una vieja chaqueta de pijama desabrochada hasta la cintura y unos calzoncillos bóxer. El remolino que tengo en la coronilla aparecía con todos los pelos disparados hacia arriba y la nuez del cuello me sobresalía de una forma exagerada. La palidez de mis piernas largas y de mis rodillas huesudas resaltaba con un brillo mortecino bajo aquella luz tenue que tenía cierto destello irreal. La mano derecha, que estaba baja y pegada al cuerpo, se aferraba al martillo que había sacado a toda prisa del armario. Al observarla con más detenimiento, me di cuenta de que parecía que la foto había sido tomada en el exterior y no en la escalera interior de mi casa. Distinguí el contorno borroso de unos coches aparcados, una acera y una calle. Lane había alterado el escenario. A la señora W. no sólo le había mortificado la expresión vengativa de mi rostro y ver a su analista desprovisto de toda dignidad, sino que el fotógrafo daba a entender que yo había salido a la calle medio desnudo, hecho una furia y blandiendo un martillo. Al lado había una fotografía de Lane con un enorme chichón morado en la frente. ¿Fui yo quien se lo hizo? No, pensé. Estaba bien cuando se marchó. Junto a mi imagen vi una foto del padre de Lane, otra de George Bush, de las Torres Gemelas, de un pasillo de hospital y varias de la guerra de Irak. Pero no me quedé a observarlas. Me alejé de las fotos pues empecé a sentirme mal, con náuseas, y a duras penas logré salir a la calle Veinticinco, donde me deslumbró la luz del día y me quedé un rato inclinado hacia delante en la acera con la cabeza gacha, intentando sobreponerme al mareo. Padres.

Cuando me sentí mejor, me dirigí hacia el metro. Lane había calculado el riesgo que asumía. Yo no sabía mucho de leyes, pero era consciente de que tenía bastantes elementos para demandarlo. Sin embargo, él se habría asegurado de que yo no pudiera emprender ninguna acción legal. La noche en que se coló en casa yo le mentí a la policía. Y otra noche lo había empujado contra el espejo. Me iba a costar caro llevarlo a juicio y las cosas podían empeorar si aquello trascendía. Mientras iba andando me imaginé a otros pacientes y colegas riéndose delante de la fotografía. Él sabía algo, pensé. Él vio algo. Quería humillarme y lo había logrado. Me moría de vergüenza. Recordé cuando me invitó a la exposición, cómo utilizó las siglas DDI, cómo se había reído cuando levanté el maletín. Recordé cuando lo agarré por los hombros, lo empujé y su cabeza dio contra el espejo. Regresé a casa sumido en la confusión. No podía comprender qué pretendía Lane con aquellas fotos. ¿Por qué me había recortado en la mayor parte de ellas? ¿Expresaba así su deseo de que desapareciese? Miranda me había aconsejado que no le hiciese caso, pero cada vez que pensaba en la señora W. y en mis otros pacientes, esta posibilidad se me hacía intolerable.

Le dejé un mensaje a Allan Dickerson, mi abogado. Quizás la sola amenaza de emprender acciones legales hiciera que retirase la fotografía. Llamé a Magda y le expliqué lo sucedido. Necesitaba tener una sesión con ella y consultarle acerca de la señora W. Necesitaba consejo.

—Quizás podrías utilizar todo esto en tu provecho —me dijo con tono tranquilo.

Al, mi abogado, consiguió que a la semana siguiente la galería colocase un cuadrado negro sobre la cara de El doctor de la cabeza pierde la cabeza. Dado que en Estados Unidos la ley ampara las fotografías tomadas en la calle, Lane había cambiado el fondo para crear la ilusión de que mi foto había sido tomada en un espacio público. A pesar de que era un asunto de mi palabra contra la de Lane, la galería prefirió llegar a un acuerdo con nosotros.

Sin embargo, la foto continuaba muy viva en la cabeza de la señora W. así como en la mía. Mi paciente estaba tan obsesionada con aquella imagen que no cesaba de encontrarle múltiples significados. Yo le expliqué las circunstancias en que fue tomada, algo que ella aceptó expresando su pesar por mi consabido disgusto, pero la señora W. había experimentado la visión de aquella imagen mía, tan humillante, como un ataque a su persona, como un espejo distorsionado del personaje loco y violento que ella temía alojar en su interior. Todas las interpretaciones que le propuse fracasaron. Al final llegué a convencerme de que, de un modo u otro, estaba protegiéndome a mí mismo.

—Mi madre odiaba todo lo que fuese feo. Los floreros feos, las alfombras feas, los muebles feos y vulgares…

Yo escuchaba su digresión en silencio.

—Le gustaban las cosas elegantes, con estilo.

Yo me limitaba a escucharla. Al cabo de un rato me sentí más aburrido que confuso y lo achaqué a los rodeos que daba la paciente en su monólogo, yendo de su a madre a mí y luego a un compañero de trabajo quisquilloso, después a un montón de papeles que tenía por solucionar, al tiempo, a que hacía mucho frío, y vuelta a mencionar la fotografía.

Se puso en pie, se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. Durante un instante pensé en Lane y en la foto. Afloró la furia reprimida.

—La salud no es una vía que nos conduce a la cordura; la salud ayuda a tolerar la desintegración. —Tarde o temprano todos acabamos perdiendo el control con algún paciente. Yo le hablaba a su espalda—. A veces mirarse en el espejo da mucho miedo.

Se volvió y me dijo:

—He tenido un sueño. No sé por qué, pero no quería contárselo, pero después de lo que acaba de decir, lo haré.

Hice un gesto de aliento. La señora W. casi nunca recordaba los sueños.

—Yo estaba en la antigua casa de mis padres. El suelo estaba sucio, lo cual era raro. Entré con la esperanza de encontrar allí a mis padres, pero la casa estaba vacía, abandonada, y entonces, de repente, ahí estaba usted, sentado en su butaca. —Hizo una pausa—. Desnudo. Yo llevaba un martillo en la mano y empecé a golpearle la cabeza con él. Estaba furiosa, mucho más furiosa de lo que jamás he estado en mi vida. Le estaba machacando la cabeza como una loca.

Anoté la palabra loca y sentí que el estómago me daba un vuelco, una clara señal de pavor.

—Pero —dejó la ventana y se volvió hacia mí— su cráneo era blando, maleable, y cuando lo golpeaba, no sangraba ni nada, simplemente se hundía para volver de inmediato a recuperar su forma. —Hizo otra pausa—. Usted estaba tranquilo, igual que ahora.

Me invadió un gran alivio. Sentí como si me hubieran perdonado.

Ella estiró las manos con las palmas hacia arriba, y sus ojos castaños, por lo general inexpresivos, cobraron vida.

—Lo que usted hizo en su sueño fue quitarme de la mano el martillo que llevaba en la fotografía para usarlo contra mí —le dije.

—¿Qué martillo? —me preguntó.

—El que aparece en la foto de la que estábamos hablando.

—No vi ningún martillo. ¿Está seguro de que había uno?

—Sí.

La señora W. se quedó en silencio.

—No hace mucho leí un artículo sobre la percepción inconsciente. A veces no nos damos cuenta de que estamos viendo algo que, sin embargo, registramos a otros niveles. —El tono de su voz había cambiado. Era más amable y relajado.

—Algo ha sucedido —le dije.

La señora W. sonrió. Se sentó en su butaca y se inclinó hacia delante, hacia mí.

—¿Qué me ha sucedido? De repente me he sentido llena de vida. Tenía ganas de reír.

—Continúe —la animé.

—Debe de haber sido por el martillo —dijo, riéndose entre dientes—. Supongo que usted tiene un martillo de verdad en algún lugar de su casa y que lo usa para clavar clavos. Ese artista chiflado entró en su casa de noche y le sacó una foto cuando usted intentaba defenderse de la agresión. La foto pasó a formar parte de una exposición que yo vi por casualidad. La fotografía me horrorizó, sobre todo su cara, pero tampoco estuve mirándola mucho tiempo ni vi ningún martillo. Y después resulta que reaparece en mis sueños. No sé por qué, pero me parece un martillo mágico.

—Y después de que usted soñara que me golpeaba con él, que yo no me moría y que ni siquiera salía herido, el martillo volvió a aparecer en esta habitación en forma de palabra, dentro del sueño que me ha contado.

—Como una reencarnación —dijo, sonriendo todavía.

Me estremecí al oír esa palabra.

Cuando terminó la sesión, me quedé sentado en mi butaca, mirando por la ventana. La lóbrega vista de edificios monótonos, ennegrecidos por años y años de contaminación urbana, me pareció teñida de cierto aire de un lugar lejano que me sorprendió. A través de un cristal empañado, vi ponerse de pie a una mujer al otro lado de un escritorio, inclinarse a coger lo que parecía ser su bolso y dirigirse hacia la puerta. Todo sucedió en cuestión de segundos, pero mientras la observaba moverse con paso decidido, sentí una especie de sobrecogimiento. Las cosas más sencillas, pensé, no son para nada sencillas.

El domingo Inga y yo quedamos para cenar en el Odeón. Nada más llegar me informó con una sonrisa de que estaba atareada «ordenando su pasado» y que quería que la ayudase. Le contesté que yo era muy bueno ordenando pasados. Para mí era como un día más en la consulta, pero fue decirlo y el tono jocoso de mi hermana dio paso a otro más enfático. Había llegado la hora de tornar decisiones, de decir la verdad y de enfrentarse a los hechos. Quería que la acompañase el siguiente jueves a una cita con Edie, Henry y la periodista pelirroja a la que solíamos llamar de varias maneras, desde «esa tal Burger» a «Cheese Burger» y «Burger con patatas». Se supone que yo debía actuar como una especie de roca gigantesca detrás de la que Inga pudiera refugiarse en caso de que se desatara un temporal.

—Esas cartas me dan mucho miedo, pero ¿qué puedo hacer? —dijo—. Si Joel es de verdad hijo de Max, tiene derecho a recibir algo del legado de su padre.

La reunión era inminente porque Sonia había aceptado hacerse una prueba de ADN y el miércoles les entregaban los resultados. Inga creía que su hija había dejado de oponerse a dicha prueba por una sola razón. Mi sobrina se había enamorado.

Por fin —dijo Inga—. Ya sabes, ahora está hecha un lío, su día a día es totalmente caótico. Por supuesto que todo ha ido ocurriendo poco a poco. Durante los últimos dos años noté cierta relajación en sus hábitos, pero me parece que después de su desahogo a raíz del once de septiembre, se ha desmelenado por completo. Deja la cama sin hacer y cuando vuelve a casa tira la ropa al suelo. Encuentro ceniza y maquillaje por los rincones. Es maravilloso. —Mi hermana sonreía de oreja a oreja. El pretendiente de Sonia era un compañero de la universidad de un curso superior, alto y flaco, de padre francés y madre norteamericana.

—Tiene un montón de pelo —me dijo Inga—. Aparte de eso no puedo decirte mucho más. Escribe canciones. Sonia dijo que lo traería esta noche a casa para presentártelo. Ya estarán allí.

»Mi vida ha cambiado, Erik —continuó diciendo mi hermana, tras inclinarse un poco hacia delante—. Durante el día no lo paso mal. Trabajo. Leo. Pero por la noche todo es más difícil. Veo alguna que otra película, pero por lo general me cuesta concentrarme. Antes era diferente, incluso cuando Sonia llegaba tarde o se pasaba el día en su habitación y apenas me hablaba durante horas y horas. Yo sabía que estaba ahí. Yo tenía que hacer de madre y me encantaba hacer de madre. Ahora que Sonia no está en casa, pierdo la noción de mí misma. Me asaltan malos pensamientos. Pienso en Max agonizando o en papá agonizando. Veo al bebé de Lisa sobre la hierba. Me imagino a Sonia envuelta en un accidente automovilístico en el que muere; que tú tienes cáncer como Max y que yo me paso los días sentada junto a tu cama en el hospital. Me imagino el entierro de mamá y luego el mío. Por supuesto que nadie viene a mi entierro. Nadie se acuerda de mí. Nadie lee mis libros. Los han retirado de las librerías. —El rostro expresivo de Inga adquirió un gesto trágico—. Cuando era niña, de vez en cuando me venía a la cabeza la imagen de alguna persona querida que poco a poco se convertía en un monstruo. Durante un momento veía su horrible cara. Ahora me vuelve a pasar. —Inga subió el tono de voz. Miré la mesa de al lado. No estaban escuchándonos—. Es como si no pudiera evitar que suceda —continuó—. Cuando caigo profundamente dormida, agotada por tanto disparate, a veces oigo la voz de Max. Su tono es en algunas ocasiones malvado y en otras cansado o neutro. —Inga suspiró y se llevó la mano a la boca—. Nunca es amable. —Al decir amable la voz se le quebró y se volvió casi un gemido.

No pude evitar sonreír.

—Piensas que soy una tonta —dijo dolida.

—Sólo un poquito —le contesté.

Miró su café exprés descafeinado, luego levantó la barbilla, me miró y sonrió.

—Tiene gracia —dijo—. Me siento mucho mejor ahora que me has llamado tonta. Vamos a casa a ver si Sonia y su Romeo ya están allí.

Cuando llegamos nos encontramos con un misterioso ovillo de brazos y piernas en el sofá que, tras desenredarse, se convirtió en mi sobrina y en su amado, un joven desgarbado, de melena oscura y revuelta y ojos sinceros. Me estrechó la mano con fuerza y yo pensé: Buena señal. Sonia me abrazó, y cuando la miré a la cara, tuve la extraña impresión de que parecía más joven, que su boca y sus mejillas rozagantes tenían la ternura propia de una niña pequeña. Había emergido de la adolescencia más redonda; las aristas y los ángulos marcados de épocas más amargas parecían haber desaparecido.

Estaba resplandeciente mientras hablaba con su madre.

—No te preocupes por lo que voy a decirte pues ya le he contado todo a René, pero debes saber que la señora Hamburger vino por aquí hace una hora. Mamá, divagaba de tal forma que no sabía ni lo que decía. Puede que estuviera borracha, no lo sé, pero hablaba de una vagabunda que le había pegado con un paraguas en la cabeza. «¡No hay seguridad en esta ciudad!» —dijo Sonia, imitando la voz de la mujer— después me pidió que te comunicara que Edie había vendido las cartas.

—¿A quién? —preguntó Inga, llevándose las manos al pecho. Observé cómo René le cogía la mano a Sonia y la arropaba con la suya.

—Se lo he preguntado —dijo Sonia—, pero se negó a decírmelo. No creo que lo sepa. De hecho, no entiendo qué era lo que quería. ¿A ella qué más le da?

—No lo sé —dijo Inga, negando con la cabeza—. Nunca lo he entendido.

—Es algo personal —dije yo.

—Me parece raro usar la palabra personal en este caso —comentó Sonia, mirándome—. Muchas veces me he preguntado qué significa exactamente impersonal.

En el taxi de regreso a Brooklyn, volví a pensar en las palabras de Sonia y en el rostro de mi hermana cuando nos despedimos. Inga parecía tranquila, pero se había quedado blanca como la cal.

Alrededor de las siete de la tarde del lunes Eggy llamó a la puerta. Llevaba puesto un pasamontañas con abertura para la boca y los ojos. Me miró y movió los labios. Como no oí bien lo que decía, le pedí que lo repitiera.

—He venido a realizar una misión —susurró.

—¿Lo sabe tu madre?

Eggy asintió con la cabeza. Yo le había dejado un mensaje a Miranda agradeciéndole su carta y el dibujo al tiempo que le comunicaba el acuerdo al que había llegado con la galería. Ella me había devuelto la llamada y, a su vez, me había dejado un mensaje en el que se congratulaba por la noticia, pero hasta el momento no habíamos hablado. Por eso tenía la esperanza de que subiera a recoger a su hija más tarde.

Eggy dio varios pasos por el salón, apoyándose en las puntas de los pies mientras unía las manos con fuerza a la espalda. Se detuvo, miró a ambos lados como si estuviera a punto de cruzar la calle y me mostró lo que había estado escondiendo hasta ese momento. Un ovillo de cordel blanco grande como una pelota. Me tomó de la mano, me condujo hasta el sofá y me empujó con suavidad para hacerme sentar. Me quedé observándola y ella se concentró en deshacer el ovillo. Cuando ya tenía varios metros de cuerda, ató el extremo a una pata de la mesita del café, lo pasó alrededor de una silla y luego alrededor de las patas del sofá mientras comentaba:

—Buen hilo… Esto está muy bien… Excelente.

Así estuvo un rato, y aunque no le veía la cara, noté que sus ojos habían pasado de brillar por el entusiasmo a tener una expresión más concentrada en la tarea que la ocupaba. Cuando se acabó el ovillo, había construido una enorme tela de araña que unía cada mueble del salón, yo incluido, puesto que Eggy había pasado el cordel entre mis pies y manos para hacerme formar parte de su creación. Después se subió el pasamontañas hasta la frente, gateó bajo la red que había formado y se sentó junto a mí en el sofá.

—Ésa era mi misión —dijo—, atarlo todo.

—Ya veo, y según parece te lo has pasado muy bien.

—De esta manera no hay nada que no esté unido. Está todo atado y bien atado. —Eggy estaba sentada muy tiesa.

—Está todo atado y bien atado —repetí.

Eggy levantó un poco del hilo que pasaba por detrás de su cuello y se recostó en el respaldo del sofá. Luego lanzó un largo y sonoro suspiro al tiempo que cerraba los ojos con fuerza.

—¿Por qué sabes tanto de niños si no tienes ninguno?

—Porque hace mucho tiempo yo también fui niño.

—Cuando te hacías pis en la cama.

—Sí, me lo hice algunas veces y luego nunca más.

—Pero eras un niño malo y sucio. —Percibí el tono excitado de su voz, y estaba dándole vueltas a la contestación que iba a darle cuando Miranda apareció de repente. Entonces recordé que había dejado la puerta de casa abierta.

—Dios mío. Otra vez no —dijo.

—El doctor Erik me dijo que podía, que le gustaba —dijo la vocecilla de Eggy.

Miranda negó con la cabeza, pero sonrió.

—Vas a tener que desatarlo todo. No puedes tener a Erik así toda la vida.

—No, todavía no. Por favor, por favor, mami. Déjale estar un poco más así, por favor.

Le dije a Eglantine que dejaría su «obra de arte» tal y como estaba un par de días más, pero como a la mañana siguiente debía irme a trabajar, no tenía más remedio que desatarme. Con eso pareció quedar satisfecha y, alcanzado el acuerdo, Miranda me ayudó a librarme de mis ataduras. Al desenroscar la cuerda de mis pies, rozó mi tobillo con la mano, y aquel contacto me hizo sentir estúpidamente feliz. Pero entonces me acordé de Laura y de que le había prometido llamarla al día siguiente. Mis tribulaciones empezaban a parecerme ridículas.

Como no había dónde sentarse en el salón, me subí al estudio y leí varias horas. Después de terminar un artículo mal escrito publicado en la revista Science, cogí uno de los libros de Winnicott de la librería: Acerca de los niños. Lo abrí por una página en la que hablaba de su experiencia como pediatra, de cómo le gustaba tratar el cuerpo de los niños, de la importancia de los exámenes físicos para la salud mental infantil: «Las personas necesitan que las vean». Recuerdo la frase no sólo porque me llamó la atención por su certeza sino porque en ese momento oí que alguien subía por la escalera.

Pensé en Lane, pero sabía que la puerta de la calle estaba cerrada y también lo estaba la claraboya del tejado. Me quedé petrificado mientras oía aproximarse las pisadas. Era Miranda. Apareció en el umbral de la puerta y se quedó mirándome. Era su segunda aparición aquella tarde, pero esta vez iba vestida con un albornoz blanco. Podía distinguir su carne desnuda por encima de la altura de sus pechos. Entró en el estudio y se sentó en una silla frente a mí.

—Hay algo que he estado queriendo contarte. Creo que es porque lo he ocultado durante demasiado tiempo y no deseo ocultártelo a ti.

—Muy bien —contesté sin disimular la sorpresa que me había producido.

—¿Recuerdas que te hablé de mi tío Richard?

—Sí, me dijiste que había muerto.

Miranda asintió con la cabeza y sus ojos se tornaron pensativos.

—Era una persona amable y algo tímida. Alguna veces dudaba al hablar, pero tenía un gran sentido del humor y era muy inteligente. Mi padre siempre decía: «Richard tiene una buena cabeza para los números». Mi hermana pequeña, Alice, le preguntó una vez a papá si veía los números que el tío Richard tenía en la cabeza. Nuestros abuelos paternos habían muerto y quizás por eso las chicas nos llevábamos muy bien con Richard, pero yo era la única que le hacía dibujos y él los tomaba muy en serio y los comentaba conmigo. Enmarcó uno de ellos y lo colgó en su habitación. Era un retrato que le hice cuando yo tenía nueve años. Recuerdo que me esforcé en dibujar su ropa con todo detalle porque él llevaba siempre unos trajes muy bonitos y unas camisas preciosas de colores pastel. Solía viajar a Miami y nos traía regalos. En una ocasión me regaló un libro de dibujos de Degas. Aquel regalo hizo que me sintiera más importante y adulta que nunca en mi vida. El 7 de mayo de 1981 yo tenía once años y medio… Sonó el teléfono. —Miranda se encogió y se pasó los brazos alrededor del cuerpo. Su voz se hizo más débil—. Mi padre contestó la llamada y sólo dijo «Richard» con una voz tremenda. Habían encontrado su cuerpo esa mañana en West Kingston. Le habían golpeado y apuñalado. Hubo una investigación pero no condujo a nada. La policía no arrestó a nadie. —Miranda respiró hondo y prosiguió—: En el entierro de Richard apareció un norteamericano al que nadie conocía. Era un hombre alto y apuesto, y recuerdo que el traje que llevaba me hizo pensar que era rico. Se acercó a mí y me dijo: «Miranda, yo era amigo de tu tío Dick. Me contó que eras una niña con mucho talento». A mí me hubiese gustado hablar más con él, pero entonces aparecieron mis padres y, sin llegar a ser groseros, se limitaron a saludarle con la cabeza y me apartaron de él. Papá no se derrumbó en el entierro. Fue después. Esa noche. Le oí hablar con mamá en el cuarto de al lado. Dijo: «No llegas a conocer bien ni a los miembros de tu propia familia». Después rompió a llorar.

»Cuando yo tenía trece años —continuó diciendo—, fuimos a Jamaica para asistir al entierro de mi tía abuela Yvonne y allí había un chico mayor que yo, algún pariente supongo, que se llamaba Freddy. Yo le dije algo sobre lo triste que había sido la muerte de la tía Yvonne, pero que ella ya era vieja y que era mucho más triste que alguien muriese joven como el tío Richard. El chico me miró y puso cara de asco. Dijo una sola palabra: “Mariconazo”.

Yo hice un gesto de fastidio y Miranda prosiguió:

—Me quedé helada al oírlo, Erik. Nunca se me había pasado por la cabeza, quiero decir, al pensar en mi tío. Le dije al chico que eso era mentira y entonces él me contó que el tío Richard había intentado aprovecharse con sus «malas artes» de un chico que él conocía. —La voz de Miranda era casi un susurro—. Yo no podía creerlo… —Una lágrima rodó por su mejilla. Se la secó y prosiguió—. Ninguno de nosotros sabía cómo era mi tío. Tenía que esconderse.

—¿El hecho de que fuera homosexual tuvo que ver con su muerte?

—No lo sé. —Miranda se frotó los brazos con las manos—. Le quitaron el dinero que llevaba, pero dejaron la cartera. Mi padre no puede hablar de ello. Lo he intentado un par de veces, pero él no quiere entrar en el asunto. La vergüenza es como una losa. Papá es un hombre abierto, pero eso es algo que, no hay manera, no puede afrontar.

»A veces pienso que el asesinato… —continuó—. Quiero decir que nunca podré superarlo. Hay días en que no pienso en ello y luego me vuelve a la cabeza. Me imagino su terror al ver que van a por él. Lo imagino sangrando y muriendo tirado en la calle. Pero luego está el secreto. En Jamaica es ilegal tener relaciones con alguien de tu mismo sexo y el odio que eso despierta es terrible. —Miranda alzó la vista—. ¿Sabes una cosa? Siempre quise ser un chico. El hijo que mi padre no tuvo. Cuando jugaba con mis hermanas yo siempre hacía de chico e imitaba sus andares, ya sabes, esa arrogancia, y también esa forma de hablar haciéndote el duro. Luego, durante un par de años, quise parecerme al tío Richard. A veces incluso sentía algo hacia las chicas —hizo una pausa—, pero eso se me pasó con el tiempo, aunque me atormentó durante una época. He estado pensando que ahora podría hacer algún dibujo, algo parecido a una serie, que reflejara aquellos momentos. Me gustaría dar con aquel hombre de Miami. Me gustaría que Eglantine conociera la historia de Richard. Mis padres ya consideran mi trabajo bastante turbador y algo así les haría mucho daño, de eso estoy segura.

—¿Estás buscando permiso?

—Quizás.

—No está en mi mano dártelo —dije pausadamente.

—Sé que la fotografía de la exposición te molestó mucho.

—Desde luego. Me sentí manipulado. Además, una de mis pacientes la vio y le produjo una impresión deplorable.

—Jeff me pidió que te dijera que no quería representarte a ti sino la imagen del padre peligroso. Me dijo: «Dile que es sólo una transferencia y que son los padres quienes hacen las guerras.». Jeff está muy interesado en la ira, en las explosiones del carácter. La foto es, sin duda, un ataque a tu intimidad, pero es una imagen poderosa y entiendo por qué Jeff la colgó en la exposición. Yo también puedo llegar a ponerme muy furiosa. A veces siento como si tuviera fuego en el cuerpo y eso me ayuda a la hora de dibujar. Me ayuda a seguir adelante y a no asustarme por lo que hago. El padre de Jeff era una persona iracunda. Lo tenía aterrorizado cuando era pequeño. También era médico. Era un cardiólogo con mal carácter. Jeff ni siquiera sabe por qué sus padres estaban juntos en el coche. Hacía mucho tiempo que se habían divorciado. Intentó averiguarlo, pero ninguno de los amigos de sus padres pudo darle una respuesta. Jeff no se llevaba bien con ninguno de los dos. A veces piensa que fue su padre quien estrelló el coche a propósito, pero no existen pruebas de ello.

—¿Deseabas que yo supiera todo eso? —le pregunté.

—Sé que te va a parecer una tontería —contestó mirándome a los ojos—, pero creo que fue al verte atado, rodeado de esa maraña de cuerda… Dejaste que Eggy hiciera lo que quería sin rechistar, y estabas tan gracioso y serio a la vez cuando yo aparecí… Allí estabas, sentado junto a ella, atrapado en su red como si tal cosa.

—Entonces, ¿fue después de verme atado cuando sentiste la necesidad de venir a contarme todo?

—Bueno, aunque parezca que no tiene sentido, así es.

Miranda alzó las piernas y se quedó sentada en cuclillas sobre la silla. Parecía más joven. Me di cuenta de que nunca se había sincerado conmigo y eso la dejaba en una situación vulnerable frente a mí.

—Bueno, por lo visto Eggy está tratando de reparar lo que se ha roto a base de atarlo todo y quizás por eso tú intentabas dejar las cosas atadas conmigo.

—He visto cómo me miras, Erik. Sé que te gusto, pero a veces me pregunto si soy yo en realidad quien te gusta.

Me resultaba difícil seguir mirándola.

—Jeff ha sido tan celoso que no he querido aprovecharme de tus sentimientos a pesar de que me atraes. Pero esta noche he querido que supieras algo más de mí. —Hizo una pausa—. Me siento segura contigo. Eres una buena persona.

Segura y buena persona, ambas palabras reverberaban con un calificativo común: mansedumbre. Miranda se levantó y se acercó a mí. Se sentó en el sofá y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Pasé el brazo alrededor de ella y la acerqué hacia mí. Así nos quedamos durante un largo rato sin decir palabra. Yo era consciente de que Miranda me había hecho un regalo al contarme la historia de su tío Richard. A través de su relato no había intentado explicarme cómo era su tío sino cómo era ella. Quizás has guardado un secreto en el corazón que debido a todo su goce o dolor considerabas demasiado precioso para compartirlo con otra persona. El asesinato de su tío había supuesto para Miranda un antes y un después y adiviné que su niñez había quedado al otro lado de la línea divisoria. La vergüenza, aunque fuera injustificada, había enlodado la pureza de la indignación que sintió la familia y había dejado su huella en todos y cada uno de sus miembros y en su padre en particular. Jeff está muy interesado en la ira, en la explosiones del carácter. Murieron en el acto. Quizás las muertes violentas que había en el pasado de Miranda y en el de Lane les había unido a ambos. Ella me había dicho que sintió la necesidad de sincerarse conmigo al verme atado. Contar algo siempre une una cosa con otra. Queremos tener un mundo coherente, no una mezcla de fragmentos aquí y allá.

Miranda volvió la cabeza para mirarme y apoyó la mejilla en mi pecho.

—¿Sabes una cosa? Es muy duro tener que ser madre todo el tiempo, tener que ocuparte de todo. A veces me siento así incluso cuando trabajo. Pregúntale a Miranda. Que lo haga Miranda. La buena de Miranda, tan competente, siempre responsable. También Jeff ha necesitado una atención constante. A veces deseo que alguien se ocupe de mí, que me cuide un poco. —Sentí la humedad de sus lágrimas en mi pecho.

Le acaricié la cabeza y la espalda. Sentí su cabello crespo entre mis dedos y la leve protuberancia de cada una de sus vértebras bajo el albornoz y experimenté un contenido placer erótico. Después de todo, yo estaba haciendo el papel de madre, no el de amante. Por fin había logrado abrazar lo que Laura denominaba «el objeto de tu fantasía», una mujer a quien había deseado desde hacía meses pero que acabó siendo una niña entre mis brazos. Empezó a llover. Ambos escuchamos el golpeteo de las gotas contra la ventana y el repiqueteo que hacían al caer sobre la claraboya del tejado. Recordé a Lane corriendo por aquel mismo lugar. En ese momento pensé en el milagro que se produce cuando las pasiones de dos personas chocan. A menudo rebotan y salen en direcciones opuestas y ya no hay manera de volverlas a aproximar.

No sé cuánto tiempo la tuve entre mis brazos ni en qué momento se levantó y bajó a su apartamento. Creo que sería alrededor de la una. Lo único que sé es que cuando nos dimos el último abrazo había dejado de llover.

Por la mañana me desperté con una erección y con el desconcertante recuerdo de los fragmentos de un sueño en el que aparecía una mujer en salto de cama, con los pechos enredados en una maraña de espaguetis que había envuelto mi cocina (sin duda, una traducción del cordón umbilical de Eggy). Sólo entonces, al salir del estado de vigilia, recordé a Miranda entrando en el estudio con su albornoz blanco para contarme la historia del asesinato de su tío Richard y buscar algún consuelo entre mis brazos. Durante el resto del día y mientras escuchaba a mis pacientes, el recuerdo de su voz cruzó mi mente varias veces. Yo hacía de chico. La buena de Miranda tan competente. Dile que es sólo una transferencia. También imaginé a un hombre apaleado, tirado en la calle, desangrándose, y me pregunté cómo sería el West Kingston, porque la calle que evoqué no pertenecía a ningún lugar. Ese día vino a verme el señor T. Después de permanecer ingresado en el hospital dos semanas, había pasado al régimen ambulatorio en el Payne Whitney. Me alegró verle más coherente y delgado tras haber dejado de tomar la olanzapina. Su nuevo tratamiento (carbamazepina, risperidon, una pequeña dosis de litio, el antidepresivo bupropión y zolpidem para ayudarle a dormir) aparentemente le estaba ayudando.

—Tengo altibajos —me dijo— pero me siento mejor. Ya no me vienen pensamientos melancólicos ni oscuros y tampoco pienso en la muerte; casi no oigo voces y, en esos casos, nunca son gritos; es como una especie de runrún de fondo que se va apagando y que no me impide seguir con mis cosas. Sin embargo, el doctor Odin no es demasiado hablador. Asiente con la cabeza, garabatea y gruñe. Pensé que quizás estaría bien venirle a ver a usted.

—¿Lo cubriría su seguro médico?

—No lo sé —dijo, negando con la cabeza.

—Podríamos llegar a un acuerdo. Alguna forma de pago.

El señor T. se frotó las manos con vigor. Tenía las uñas bastantes sucias y una expresión sosegada.

—«Herz und herz» —dijo—. «Zu schwer befunden. Schwererwerden. Leichter sein».

—¿Qué es eso?

—Paul Celan. «Corazón con corazón. Si consideras que son demasiado pesados se harán más pesados aún. Que sean ligeros». La traducción es mía. Se suicidó. Se ahogó en el Sena.

—Era un poeta. Como usted.

—Sí. —Sonrió—. Como yo.

Esa tarde camino del metro volví a pensar en el tío Richard. A veces pienso que el asesinatoQuiero decir que nunca podré superarlo. También pensé en el señor T. En su padre y en su abuelo. En mi padre y en mi abuelo. Y en las generaciones que nos han precedido y que ocupan el territorio de nuestra mente y viven envueltos en el silencio del viejo terruño, donde, como espectros pasajeros, nos hablan con voces tan bajas que apenas podemos oír lo que dicen.

Aunque Eglantine y yo deshicimos la escultura enmarañada al siguiente día, Miranda no vino a recoger a la niña. Se limitó a llamarla para que bajara y Eggy, después de hacerse un poco la remolona, acabó obedeciendo a su madre. La velada que pasé junto a Miranda había vuelto a configurar el difuso territorio que llamamos futuro, un lugar habitado exclusivamente por temores y deseos. Jeffrey Lane había penetrado en uno de mis deseos con una celeridad inusitada y lo había detectado antes de llegar a hablar conmigo. Tuve la esperanza de «ganarme» a Miranda y conducirla a ella y a Eggy al piso superior, donde reinaría la felicidad familiar. Pero empecé a comprender que ni yo ni nadie podía ganarse a aquella mujer. Miranda acudió a mí para sincerarse, amparada en el deseo de que alguien la cuidase «un poco», pero en el fondo se resistía y su ansia de independencia impedía que nadie pudiera contar su historia por ella.

—Es verdad —dijo Sonia en voz baja pero con firmeza—. Papá se folló a esa mujer y me dio un hermano. No entiendo cómo mamá se toma todo esto con tanta calma, parece un robot. «La verdad es lo que es», repite todo el tiempo. Como si yo no lo entendiera. Lo entiendo perfectamente. Lo que pasa es que no me gusta. Además cree que debo ir a esa reunión con Henry, Edie y la Hamburguesa.

Mientras hablaba, la luz mortecina que penetraba en el restaurante griego de Church Street le daba de lleno en la cara realzando su gesto de desafío. Recuerdo perfectamente esa expresión y, en especial, la de sus ojos. Aunque creía estar preparado para encajar la posibilidad de que Max tuviera otro hijo, la confirmación del hecho me impresionó de tal forma que ese momento quedaría grabado en mi memoria para siempre.

—Decidas lo que decidas —le dije—, me alegro de que hables de ello.

Pensé en Joel, a quien no conocía, un chico que tendría que enfrentarse con la imagen de un padre reducido a un montón de libros y a cuatro películas. Me pregunté si habría visto a su madre de joven en el papel de Lili, con su mirada chispeante y su preciosa sonrisa, la esquiva sílfide de las fantasías de un hombre maduro. ¿No acabaría Joel perdiéndose en medio de tanta ficción? ¿Lograría encontrar su lugar en el mundo como hijo de Max Blaustein y salir hacia delante?

—¿Por qué papá no pudo serle fiel a mamá? —La voz de Sonia se quebró al pronunciar la palabra fiel, poniendo fin a mi estado de ensoñación.

—Lo único que sé es que te quería muchísimo —le dije.

—Es raro, ¿sabes? —Volvió a inclinarse hacia mí para hablarme—. Mi padre está muerto y aun así no quiero compartirlo con nadie. Quiero seguir siendo hija única.

—Joel no llegó a conocerlo —le dije.

Sonia se miró las manos.

—¿Sabes que nunca he leído ningún libro de mi padre?

—Ya tendrás tiempo para eso.

—Les tenía un poco de miedo, tío Erik.

—¿Por qué?

—Supongo que deseaba mantener intacta la imagen que tenía de mi padre. Quizás nunca he querido saber lo que pasaba por su cabeza, lo que había dentro de él. Tenía miedo de quemarme, de que el mundo se hiciera añicos, de que el mundo que yo deseaba se hiciera añicos. De todas formas, ya no existe nada de eso. Hace tiempo que ha desaparecido.

—¿Desde el once de septiembre?

—No, desde que vi a papá con ella. No murió nadie, sólo la idea del padre perfecto. —Sonia se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa—. Por las noches siempre soñaba lo mismo. Soñaba con la gente cayendo al vacío. Me despertaba oyendo los alaridos, sin poder respirar ni decir palabra.

—¿Estás mejor ahora?

—Ahora todo ha pasado. A veces tengo pesadillas, pero ya no me quita el sueño. Espero que no me vuelva a suceder.

—Además ahora estás enamorada.

—Es la primera vez. Todo es nuevo —dijo tras mirarme ruborizada y en silencio durante unos segundos.

—Lo nuevo es bueno.

—Sí —dijo—. Los libros de papá también son nuevos para mí. Por fin he empezado a leerlos.

Después de varias conversaciones telefónicas largas y enrevesadas en las que dimos la vuelta a nuestros anhelos, ilusiones y carencias, Laura y yo convinimos, de mutuo acuerdo, no ponerle fin a aquello que existía entre nosotros, fuera lo que fuese. Para celebrar nuestra importante aunque innominada relación me preparó una cena que, a juzgar por el aspecto en que quedó la cocina, debió de tenerla ocupada todo el día o más. Cuando serví el vino y nos sentamos a la mesa, Laura aún llevaba un delantal sobre su ceñido vestido negro. Una vez servido el primer plato, spaghettini con vieiras, perejil y pimiento rojo, estaba a punto de probarlo cuando levanté la vista, miré a Laura y vi que me estaba observando muy seria, a la espera de un gesto o un veredicto mío. No sé por qué, pero su enorme expectación me resultó tan conmovedora que me quedé petrificado, con el tenedor suspendido a medio camino entre el plato y mi boca.

—¿Qué te pasa? —preguntó Laura—. ¿No puedes comer vieiras?

—No es eso —contesté—. Es cómo te veo.

—¿Cómo me ves?

—Generosa.

Laura arqueó las cejas y se echó a reír.

—Pero ¿qué clase de piropo es ése? Se supone que a una mujer le tienes que decir que está sexy o muy atractiva, pero no generosa. Generosa suena a gorda.

No me dejé desanimar por su risa.

—La generosidad es algo que admiro mucho —le dije. Laura se inclinó hacia mí y sus ojos castaños me miraron con ternura.

—Gracias, Erik —dijo con cariño—. Ahora cómete la pasta antes de que se enfríe.

Nos comimos la pasta y después la ternera y la ensalada de rúcula y nos bebimos el vino y nos reímos, y mientras comíamos, bebíamos y reíamos no dejé de fijarme en su rostro generoso y lleno de vida y sentí como si estuviera viéndolo por primera vez.

Inga había reservado una suite en el Tribeca Grand para lo que llamaba «el encuentro de los traficantes de cartas». Quería que la reunión se celebrase en privado y, a su vez, en terreno neutral. Tanto Henry como la tal Burger habían firmado un documento legal en el que se comprometían a no hacer público nada de lo que allí se dijese. Sin duda su curiosidad era tal que acudieron a pesar de la prohibición. Sonia había aceptado la invitación con reticencia y yo había confirmado mi asistencia como guardaespaldas y observador bienintencionado. Durante las horas previas a la peculiar mesa redonda, noté que aumentaba mi ansiedad y la sensación de falta de aire, algo a lo que ya estaba empezando a acostumbrarme.

No había vuelto a ver a Edie Bly desde su época de actriz, y aunque seguía siendo una mujer bella, Burton tenía razón cuando dijo que en su rostro había aflorado una expresión dura. Cierta rigidez delineaba sus rasgos antes dulces, especialmente el mentón y la nariz. La agente inmobiliaria, exalcohólica, fumadora empedernida y bebedora de café, iba vestida completamente de negro, el sempiterno uniforme del neoyorquino moderno, esta vez en una versión de pantalón y suéter que realzaban su pecho y sus estrechas caderas. Desprendía un perfume fuerte que la envolvía como una nube invisible, y me recordó a una doctora de Bombay con la que me había acostado un par de veces años atrás, durante mi época de médico residente. Tal asociación de carácter erótico e irracional influiría en cierto modo en mi opinión sobre ella. Inga había dispuesto todas las sillas existentes en círculo alrededor de una mesita baja. Edie se sentó junto a mí y de inmediato empezó a mover la pierna izquierda. Yo sabía que ella no era consciente de aquel tic que denotaba impaciencia y eso aumentó mi comprensión hacia ella.

—Hace frío fuera —dijo Edie sin dirigirse a nadie en particular, y nadie le contestó.

Llegó Henry, inescrutable. Saludó a todos con cortesía y se sentó junto a Inga, quien, para mi alivio, parecía muy optimista. A continuación llegó la tal Burger, envuelta en un abrigo y una gran bufanda, que le llevó varios minutos desenroscar y quitarse del cuello. Me la presentaron, y a continuación tomó asiento en la única silla que quedaba libre. Yo sólo la había visto una vez en la escalera, cuando su sonrisa me produjo escalofríos, y quizás en otra ocasión, pero de espaldas. A no ser por el pelo y por su forma pausada de moverse, el resto de su persona me resultaba irreconocible. Después de todo lo que había oído sobre ella, esperaba encontrarme a una mujer con más presencia en todos los sentidos: más pelo, más cuerpo, más maldad. La persona que se sentó frente a mí parecía común y corriente. Su cara redonda de ojos pequeños y nariz chata parecía tan inofensiva como su cuerpo de talla mediana con suéter ancho y falda larga.

Inga cruzó las manos sobre el regazo y empezó a hablar con un tono profesoral que, durante un momento, me recordó a mi padre.

—He creído conveniente que nos reuniéramos para expresar nuestras divergencias y poder encontrar una solución que nos permita avanzar. No existe ninguna duda de que Max es, o mejor dicho era, el padre de Joel y, como ya les he dicho a Edie y a Sonia, sé que a Max no le hubiera gustado que yo ignorase a su hijo. Hubiera sido algo carente de escrúpulos. Joel será tratado con toda la consideración que se merece y compartirá el legado literario de su padre. Pero hoy no estamos aquí por eso.

Sonia estaba petrificada en su silla, con la mirada clavada en el suelo.

—Estamos aquí para hablar de las cartas —dijo Inga con voz segura— tengo algunas preguntas para los tres. Primero, Edie, ¿qué te llevó a vender esas cartas sin consultarme cuando yo te había ofrecido comprártelas? Sabes que soy la única que tiene el derecho de publicarlas. —Después se volvió hacia la Hamburguesa—. En cuanto a ti, Linda, me resulta totalmente incomprensible el acoso al que me has tenido sometida.

Cuando mencionó el nombre de la mujer, me di cuenta de que me era imposible recordar su apellido, a pesar de que Inga debía de haberlo dicho durante las presentaciones. Había quedado enterrado bajo las innumerables connotaciones burlescas que lo asociaban al gran plato de la cocina norteamericana.

—¿Por qué te interesan tanto las cartas y el pasado de mi marido? —siguió diciendo Inga—. ¿Acaso le importan algo a la prensa las vidas de los escritores? ¿Acaso le importa algo la literatura en general? Esto no es Londres. Hasta yo soy consciente de que aquí no hay ninguna historia importante que contar. Esto es algo que, de verdad, me resulta totalmente desconcertante. ¿Qué es lo que te importa de todo esto?

Inga tenía la mirada clavada en ella y la pelirroja le respondió con una sonrisa. Fue entonces cuando la reconocí. Era la misma sonrisa incómoda y timorata que le había visto en la escalera de la casa de Inga.

Inga se volvió hacia Henry y dijo con tono pausado:

—Quería que estuvieras aquí debido a tu enorme y sincero interés por Max. Me refiero a que todo lo relacionado con su obra y esas cartas, o lo que sean, forman parte de él. Sonia ya sabe por qué está aquí. Ya ha habido demasiados secretos entre nosotras.

Inga miró a Edie y esperó. A continuación sobrevino un silencio cargado de emoción, como si todos los que estábamos allí emanásemos una sustancia viscosa que hubiera quedado suspendida en el aire. Me pregunté si debía decir algo, pero decidí quedarme callado.

Por fin, Edie habló.

—Yo tenía derecho a vender esas cartas a quien quisiera. Todos lo sabéis. ¿Creéis que es fácil criar a un hijo sola? Joel tiene problemas de lectura. Todas las noches me paso horas ayudándole a hacer los deberes. Cuando me meto en la cama estoy tan cansada que no puedo creer que me tenga que levantar al día siguiente. Me importa un carajo la obra literaria de Henry —pronunció aquellas dos palabras con exagerada afectación, como para dejar bien claro que ella, a diferencia del resto de nosotros, estaba agobiada por los problemas de la vida real y no por los del pretencioso mundo de la literatura.

—Pero yo ofrecí comprártelas —dijo Inga—. Y ayudarlos a los dos. Tú lo sabías.

—¿Crees que no tengo orgullo? —dijo Edie, apretando los dientes.

—¿Y tú crees que todo esto no ha herido mi orgullo? —Inga se echó hacia atrás en la silla, boquiabierta y sin poder creer lo que estaba escuchando—. Quizás ahí radique el problema. Él se lanzó a tus brazos y tú lo rechazaste. Sin embargo yo siempre lo quise. Lo quise mucho. —Se le quebró la voz.

—Yo estaba muy mal por aquel entonces. Ahora estoy limpia. Yo… me he encontrado a mí misma.

—Vaya usted a saber qué querrá decir con eso —espetó Sonia de repente—. La gente no para de decirlo. Es como si fueras caminando por la calle y hubiera mí-mismos y mí-mismas tirados por ahí esperando a que llegue alguien, encuentre el suyo y se lo lleve.

Edie la ignoró.

Mientras la escuchaba me di cuenta de que Edie Bly estaba en franca desventaja si seguía usando aquellas frases hechas. Ni ella misma sabía bien lo que estaba diciendo. La palabra orgullo era una especie de llamada de atención que expresaba su necesidad de ser comprendida y tenida en cuenta, y la trillada frase «me he encontrado a mí misma» la ayudaba a desligarse de su yo adictivo y a entregarse de lleno a su yo sobrio. A pesar de mi preocupación por Inga, sentía compasión por la exactriz del perfume penetrante. La ira hizo que Inga se expresase cada vez mejor, ligando una cascada vehemente de párrafos vituperantes y perfectamente estructurados para defender una idea o persona muy querida. Me sentí aliviado al ver que se había quedado callada un rato.

—¿Quién compró las cartas, Edie? —le preguntó Henry con la voz tranquila y el gesto imperturbable.

—No lo sé.

—¡No lo sabes! —exclamó la tal Burger casi gritando—. ¿Estás loca?

—Ése fue el acuerdo, nada de nombres. El hombre pagó en efectivo.

Por primera vez, Henry pareció alterarse. Se quedó con la mirada fija en Edie.

—Pero ¡tú eres tonta! —dijo—. Esas cartas son parte de un legado literario. Pertenecen a la posteridad, a todos nosotros…

—Ahora las tiene un desconocido —dijo Inga, sobrecogida—. Edie, ¿hay algo en esas cartas que yo debería saber?

Me vino a la cabeza la imagen de Max en una habitación de hotel inundada de luz, la escena que me había imaginado cuando Inga me habló de la tarde en que habían ido al cine en París. Vi los dedos de Max moviéndose con el lenguaje de los signos: No puedo decírtelo.

La tensión se reflejaba en el rostro de Edie.

—Voy a fumar —anunció, y con mano temblorosa sacó un paquete de cigarrillos del bolso, extrajo un pitillo y lo encendió—. Esas cartas me las mandó a mí, a mí —repitió, levantando la voz.

—Ya lo sé —dijo Inga con tranquilidad—. Y si hubieses querido, podrías haberlas quemado, roto o tachado lo que no querías que nadie leyese. Estaba todo en tus manos. ¿No lo entiendes, Edie? Tenemos que intentar llegar a algún acuerdo porque mi hija y tu hijo son hermanos. Has vendido las cartas a una persona anónima que podría hacer muchas cosas con ellas y creo que sería justo que me dijeras, que nos dijeras, si hay algo en esa correspondencia que algún día pueda hacerles daño a Joel o a Sonia.

A Edie empezó a temblarle el labio inferior, torció la boca y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Oí cómo brotaba un gemido en su garganta.

Alargué el brazo, puse mi mano sobre la suya y le di unas palmaditas.

Sin previo aviso, Linda rompió el silencio:

—Te crees perfecta, ¿verdad? —dijo, inclinándose hacia Inga. Su rostro había cobrado vida de pronto—. Mírate, jugando a ser una madre noble para sonsacar a Edie. Es repugnante. La intelectual glamorosa que escribe todos esos libros pretenciosos para alardear de lo especial, inteligente y superior que se cree. Doña Perfecta con la hija perfecta y la casa perfecta en Tribeca, la viuda del Difunto Gran Héroe de Culto Max Blaustein. Sabía que acabaría dando con la basura que llevas dentro. Sólo tenía que mirarte un poco bajo el caparazón. ¿Quieres saber por qué me he molestado por este asunto? Por eso mismo, ¡porque me molestaba! —Hablaba con los dientes apretados y terminaba cada frase con un gruñido.

Mi hermana se quedó con la boca abierta y se llevó la mano al pecho, como si aquella violencia verbal la hubiera golpeado físicamente.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —le preguntó Linda.

Inga seguía boquiabierta.

—¿Que si me acuerdo de ti? —preguntó a su vez mi hermana con un hilo de voz.

—De la Universidad de Columbia. Yo conocía a tu amigo Peter.

—¿Peter? —repitió Inga—. ¿Conocías a Peter?

—Yo estaba en la facultad de periodismo. Tú estabas en filosofía —Pareció escupir la palabra—. Tomamos café juntas tres veces con Peter. Tres veces. Pero da igual, es como si nunca hubiera estado ahí. Vosotros dos parloteabais sin parar sobre Husserl. Yo hice un comentario y ambos os reísteis. —La mujer tenía la mirada clavada en Inga.

—Lo siento —dijo Inga. Se inclinó hacia ella—. Lo siento muchísimo.

—Mamá no se ríe de la gente —dijo Sonia—. Se ríe muchísimo, pero no de la gente. No podría acordarse de todas las personas que ha conocido. Y una cosa sí puedo afirmar de ella, no va por ahí revolviendo la basura de los demás.

—¿Basura? —dijo Inga, casi sin fuerzas para pronunciar la palabra.

—¿Por qué no le cuentas a mi madre lo que yo no me he atrevido a decirle, que un día te encontré revolviendo nuestra basura? Allí estaba ella —dijo Sonia, señalando a Linda con el dedo— junto a nuestro cubo de basura, con la bolsa abierta, hurgando entre las cáscaras de huevo, los posos de café, en busca de los papeles y las cartas que hubiésemos tirado.

Linda no contestó. Permaneció muda en su silla.

—Es horrible que te olviden y que te ignoren —dijo Inga, y se pasó los brazos alrededor del cuerpo—. A mí también me ha pasado. —Parecía turbada. Luego extendió ambas manos hacia Linda—. Pero has llevado esto demasiado lejos, ¿no te parece?

—Lo mismo digo —interrumpió Henry, volviéndose hacia Edie, que no dejaba de gimotear.

—¡Eran mías! —dijo Edie antes de que Henry pudiera volver a abrir la boca—. ¡Ya os lo he dicho! ¡Max me las mandó a mí! Y ahora, de repente, todo el mundo las quiere. —A esas alturas lloraba de un modo incontrolable. Apenas podía respirar—. Siete estúpidas cartas. Tan importantes. Muchísimo más importantes que yo, ¡Dios bendito! O que Joel o que cualquier otra persona. No es más que mierda sobre unas páginas. Quiero decir, todo esto es asqueroso.

—¿Eso es lo que piensas de mi padre? —gritó Sonia. Se puso de pie delante de Edie y se inclinó hacia ella agitando las manos sin cesar—. Mi padre te importaba un carajo, ¿verdad?

Inga se levantó, fue hasta su hija y la agarró del brazo. Sonia se volvió y le dirigió una mirada furibunda. Edie se echó a llorar con fuerzas renovadas y Henry se recostó en su silla. Parecía realmente angustiado.

—Muy bien —intervine levantando la voz—. Creo que… —Pero antes de que pudiera continuar, Henry soltó una exclamación y oí cómo la puerta que había a mis espaldas se abría de golpe y se estrellaba contra la pared. Me volví sobresaltado. Vi a una mujer grande venir hacia nosotros a toda prisa, despeinada, con los labios pintarrajeados de un rosa brillante y la cara fofa y llena de colorete. Llevaba un enorme abrigo gris, calcetines verdes, zapatillas y un gorro de lana rojo y blanco que apenas cubría lo que parecía ser una peluca rubia rizada. Cargaba con dos bolsas enormes de las tiendas Macy’s y un paraguas. Tenía el rostro desencajado.

—¡Dorothy! —dijo Henry—. ¿Se puede saber qué haces aquí?

—¡Es ella! —gritó Linda alzando las manos—. ¡Ella es la que me dio el paraguazo!

Edie levantó la vista y se quedó mirándola estupefacta, con la cara cubierta de churretes de rimel de tanto llorar.

—Yo a ti te he visto —exclamó en medio de sollozos—. Te conozco de algo.

Dorothy levantó una de las bolsas que llevaba en la mano y dijo con voz clara y firme:

—Las tengo.

De repente me di cuenta de quién era, pero fue Inga quien lo dijo primero:

—¿Burton?

Era Burton, sin duda, con la cara brillante por el sudor y sin afeitar. Su disfraz distaba mucho de ser perfecto. Mientras le miraba sin salir de mi asombro, me preguntaba cómo alguien pudo llegar a tomarlo jamás por una mujer, y sin embargo, apenas unos segundos antes, yo no le había reconocido. Se quitó el abrigo de golpe y luego, con un ademán, se sacó el sombrero y la peluca. Aun así, seguía pareciendo un payaso todo pintarrajeado. O se había olvidado de ese detalle o no le daba importancia alguna a su macabro maquillaje. Sacó un sobre de papel Manila de una de las bolsas y se lo entregó a Inga, que seguía sin moverse de su silla.

—Resulta que —le dijo a Inga, inclinándose tanto para hablarle que su falda azul rozaba las espinillas de mi hermana— se me presentó una oportunidad en forma de herencia y, gozando de este nuevo estado financiero, me pregunté si podría sacar algún provecho de ello, más allá del disfrute de las mayores comodidades, que ahora puedo permitirme puesto que, digamos, ando más holgado de dinero, y se me ocurrió que podría compensarte por aquel jueves por la noche, hace ya muchos años, cuando me… —Burton respiró hondo— humillé delante de ti.

Inga levantó una mano y acarició el rostro manchado de maquillaje de Burton.

—No digas eso —susurró—. Eso no importa. Nunca importó.

—Ábrelo —dijo, y luego su voz cambió, adquiriendo un tono de entusiasmo que jamás le había oído—. Las compré yo. Las cartas. Son tuyas. Éste es mi regalo, mi… desagravio.

Inga bajó la mirada y la clavó en el sobre que tenía en el regazo. Le dio la vuelta.

—Me da miedo leerlas. —Hizo una mueca y levantó la vista hacia Burton—. ¿Hay algo que temer aquí dentro?

—Lo lamento, pero no estoy en condiciones de contestar a esa pregunta —dijo—. Ignoro el contenido de esas cartas.

Mi amigo, el detective amateur travestido, había espiado, fisgoneado, seguido a gente, escuchado conversaciones a escondidas y engañado, pero su código de honor le había impedido leer unas cartas que le habrían costado su buen dinero conseguir. Cuando se volvió hacia mí, le hice un gesto señalándome el bolsillo del pecho de mi chaqueta y luego las mejillas y la boca para indicarle que se limpiara las manchas rosas que parecían agrandarse cada vez más. Enseguida sacó su omnipresente pañuelo y se frotó los pómulos y los labios con él.

Inga sacó las siete cartas del sobre con manos temblorosas. Abrió la primera, la leyó y pareció desconcertada. Desde donde yo estaba sentado distinguía la letra pequeña de Max. Sacó una segunda y una tercera carta, echó una breve ojeada al encabezamiento de ambas, luego abrió la siguiente y así hasta haberlas mirado todas brevemente. Respiró hondo y se dirigió a Edie.

—Están todas dirigidas a Lili, no a ti.

—Bueno, yo soy Lili —dijo Edie—. Yo era Lili, de todos modos.

Henry abrió la boca, asombrado.

—Siete cartas dirigidas a su personaje. Siete —dijo—. Al principio de la película hay siete secuencias diferentes de la protagonista. ¿Alguna vez le preguntaste por qué le dirigió las cartas a Lili en lugar de a ti?

—No —respondió Edie con los ojos abiertos de par en par y negando con la cabeza—. Son todas diferentes. O sea, como si escribiese a personas distintas.

—Astuto como el diablo —dijo Henry moviendo la cabeza.

—Siete encarnaciones —dije.

—¿Así que ése era el gran secreto con el que me has estado engatusando? —le espetó Linda a Edie—. ¿La gran primicia es que Blaustein escribió unas cartas a alguien que ni siquiera existe?

Sonia me miró y luego miró a su madre. Cuando al fin habló, lo hizo con una voz ronca y extraña.

—Él solía decirme que oía hablar a sus personajes. Incluso decía que después de terminar de escribir un libro seguían allí. Era como si no quisiera que las historias acabasen. Quería seguir escribiéndolas. Creo que esperaba que lo mantuviesen con vida.

Henry fue el primero en marcharse. Abrazó a Inga y noté que ella se liberaba rápidamente del abrazo. Inga le dio la mano a Linda y volvió a disculparse, tras lo cual la mujer se cubrió con sus múltiples capas de abrigo y salió huyendo por la puerta. Inga, Sonia y Edie se fueron juntas.

—Nosotras tres nos vamos a casa a charlar —me dijo Inga—. He alquilado esto hasta mañana. Vosotros dos podéis quedaros y tomar un trago.

Así que Burton y yo nos quedamos y pedirnos unos whiskies de malta y nos acomodamos, uno junto al otro, en dos mullidos butacones. Mi regordete acompañante, ataviado con un vestido azul y zapatillas, no pareció despertar ninguna curiosidad en el camarero, quien nos sirvió de una forma educada y rutinaria, que dejaba bien claro que tenía cosas más importantes de las que preocuparse, probablemente su carrera de actor. Fue entonces cuando Burton me habló de todas las horas que había pasado en la calle disfrazado de Dorothy, una pordiosera sin hogar a la que había bautizado con el mismo nombre que la chica de Kansas que viaja a Oz. Incluso había considerado la posibilidad de llamar a su álter ego con el nombre de otro personaje de Baum que, al principio, aparece ante los lectores como si fuera un chico, Tip, y luego resulta ser Ozma, la princesa de Oz, víctima de un encantamiento que la había transformado en chico. Mientras hablábamos, descubrí que mi amigo tenía un sinfín de territorios inexplorados en su interior. Me dijo que, al final, ya no consideraba a Dorothy un disfraz sino aspectos de su personalidad a la vez locos y femeninos que estaban aflorando.

—Hay un delicioso placer, sí, un gran goce que puede surgir como fruto de un loco desvarío, Erik, de un discurso lunático que brota quién sabe de dónde, supongo que de mis manías en algún momento reprimidas y luego expresadas a través de una oratoria de absurda grandilocuencia, dirigida a cualquiera y a todo el mundo. Me he deleitado, Erik, recorriendo las calles de la ciudad con mi feminidad desinhibida, gorda y abundante, mis tetas falsas y mi abultado trasero. E incluso con la compasión que ello despertaba. Ah, sí, me he deleitado con la triste y lúgubre invisibilidad de mi condición social, sí, eso es, lo que yo denomino el efecto don Nadie. Casi nadie te mira —dijo Burton— hordas de gente ciega y sorda llevando bolsas de la compra, maletines y mochilas pasan junto a ti, amigo mío, y tú ya formas parte del grupo de los invisibles, los desconocidos, los insignificantes y los olvidados.

Cuando le pregunté por qué Henry lo había llamado por su nombre o, mejor dicho, por su otro nombre, Burton me contó que cuando estaba vigilando disfrazado de Dorothy el edificio donde vive el profesor, éste se le había acercado un par de veces para preguntarle si necesitaba ayuda. Burton confesó el incidente con cierto sentimiento de culpa. Dijo que había rechazado el dinero que le había ofrecido Henry, pero que le había emocionado su generosidad. En cuanto a Edie, pensaba que tenía una vida difícil, una especie de penitencia por su turbulento pasado. Burton veía al hijo de Edie como a un chico delicado de salud, difícil y hosco, y tenía la esperanza de que el dinero con el que había compensado a la madre también sirviera para ayudar a Joel.

Quizás fuera mi reticencia luterana respecto al dinero la que me impidió preguntarle cuánto había pagado por las cartas. En general, tras sus sesiones de vigilancia, Burton acabó sintiendo cierta consideración por Henry y por Edie, pero habría de verter toda su ira contra la periodista, llegando incluso a admitir que, en una ocasión, Dorothy (no dijo «yo») había «golpeado un poco» a la pelirroja con su paraguas.

Estaba oscureciendo cuando Burton y yo dejamos el hotel y salimos a la calle un tanto mareados. La Morsa y el Carpintero, me dije para mis adentros. Mientras esperábamos un taxi, observamos durante un rato las calles de Manhattan, y estoy seguro de que ninguno de los dos pensó en lo que había en ellas sino en lo que faltaba. Ninguno dijo ni una palabra al contemplar el espacio vacío en el horizonte de la ciudad. Me quedé mirando a Burton mientras paraba un taxi. Para entonces, Dorothy había sido desmantelada casi por completo. Sin la peluca, el maquillaje ni el relleno del pecho y el trasero, Burton había recuperado su masculinidad. Aunque, cuando se subió al taxi, el abrigo largo se abrió un poco y llegué a atisbar durante unos segundos el vestido azul asomando por debajo. Entonces me pasó por la cabeza un pensamiento que me hizo esbozar una sonrisa: Este hombre ha sabido encontrar su camino.

Tres días después, al salir del metro, creí ver a Jeffrey Lane caminando junto al parque Prospect, aunque no estaba seguro de ello. Cuando una persona ocupa una presencia subliminal en mi mente, cualquier extraño puede adoptar su aspecto. Durante las siguientes dos semanas me encontré con Miranda varias veces, pero Eggy siempre estaba con ella. Sin embargo, algo había cambiado entre nosotros, un secreto en común que no obstante nos separaba. Era como si la confesión de Miranda hubiese quedado encerrada dentro de un cuarto que resultaba inaccesible, una estancia sellada cuya existencia conocíamos, pero a la que no podíamos volver. Sabía que Miranda estaba trabajando mucho, dibujando hasta altas horas de la noche. Cuando me hablaba de su obra, su voz se tornaba vehemente y sus ojos parecían enfebrecidos, y ello hacía que me sintiera obligado a tratarla con especial deferencia y mantener la boca cerrada. Si le pedía que me mostrara lo que estaba haciendo, me contestaba que esperase un poco.

Eggy llevaba su ovillo de cordel a todas partes, «por si acaso». Su profesora en el Colegio Público 321 le dejaba tenerlo dentro del pupitre durante las clases y Miranda le permitió que atara el hilo a la lámpara del techo y que la uniera al cabecero de la cama y a una silla.

—Lo único que me pide es que no haga nada peligroso —me dijo Eggy—. Que no vaya a tropezarme con la cuerda por la noche. Que pueda salir corriendo si hay un fuego, ¿entiendes? Eso es lo que mamá me dice. —La niña estaba sentada a mi lado jugueteando con su ovillo mientras hablaba—. No quiero quemarme. —Eggy apretó la bola entre las manos—. A veces las malas personas empiezan a arder porque sí. No necesitan ni una cerilla.

Eggy volvió su carita y me echó una mirada desafiante, como si esperase que yo fuera a poner en duda algo de lo que me había contado.

—No, Eggy. La gente no arde sin más. No sin una cerilla. ¿Quién te ha dicho eso?

—La niñera de Franky dijo que Dios hace arder a la gente mala.

—Ya veo, pero eso no es verdad.

Eggy se llevó el ovillo a la nariz y se lo apretó contra la cara.

—Yo soy mala —susurró.

Estuvimos hablando un rato sobre los sentimientos buenos y malos. Yo insistí en que todos tenemos ambos. Que tener malos sentimientos no hace que seas malo. No sé si aquella charla terapéutica sirvió de algo, pero cuando Miranda la llamó, Eggy parecía más aliviada. Sé que a veces lo que decimos es menos importante que el tono que usamos para decirlo. En todo diálogo hay una música, una armonía misteriosa y unas disonancias que vibran dentro del cuerpo como un diapasón.

Las oscuras tardes de noviembre anunciaban la proximidad del aniversario de la muerte de mi padre. Después de regresar a casa del trabajo anotaba todos los sueños en los que mi padre, a quien creía muerto, seguía vivo. Sueños en los que lo veía sentado asistiendo a una conferencia sobre neurociencia en la calle Ochenta y dos Este; lo veía de espaldas mientras escribía en su despacho, pero cuando le hablaba él no me oía; lo veía sentado en un sofá, inerte e inexpresivo, pero al acercarme a él parpadeaba. Cada vez que me despertaba de alguna de aquellas visiones nocturnas, recordaba las anteriores, que me habían producido tanta desazón como sosiego. Una ambivalencia tan perfectamente calibrada que estaba convencido de que, si viviese la magnitud de los sentimientos enfrentados, cada uno equivaldría a la mitad matemática de todo el espectro. A diferencia del fantasma que se me apareció en Minnesota, aquellas figuras paternas no decían nada. Eran muñecos mudos que apenas respiraban. Cuando le hablé a Magda de ellos, me dijo que mis descripciones le traían a la mente una palabra: Encerrado.

Pasé muchas de mis horas infantiles con mi padre mientras él trabajaba en la granja. Me sentaba en su regazo cuando araba, encima de la sembradora cuando esparcía las semillas, trotaba junto a él y tropezaba con los terrones de tierra cuando desbrozaba. En el invierno mi padre ordeñaba las vacas en el establo a la tenue luz de una lámpara de keroseno mientras yo me sentaba junto a él y le hacía preguntas. ¿Ganaría un gato una pelea con una comadreja? ¿Por qué las mofetas invadían el gallinero? ¿Por qué los toros eran peligrosos si las vacas no lo eran? ¿Cuántas serpientes de cascabel había matado mi padre y cuál era la manera más segura de hacerlo?

—Papá, ¿cómo sabes cuándo va a nevar?

—Papá, ¿por qué sale jugo de tabaco cuando aplastas a un saltamontes?

—Papá, ¿por qué pincha la hierba quemada?

Me encantaba hacerle preguntas a mi padre. Yo era muy curioso, pero ahora dudo si no sería porque sabía que mi padre adoraba que le hiciera preguntas, que le encantaba la adulación que implicaban mis preguntas, que todo ello no era más que una repetición de lo que él había vivido de niño. Se había convertido en la reencarnación del padre cariñoso que te escuchaba y contestaba mientras ordeñaba las vacas en el establo. Las respuestas eran menos importantes que las preguntas. A menudo las respuestas de mi padre eran largas y minuciosas y yo no siempre las entendía, pero me gustaba estar con él, me gustaba el olor y el tacto de su barba. Para él fue difícil aceptar que ya no eras un niño. «A veces se vuelve melancólico», le dijo una vez Tante Lotte a mi madre. «Ya lo verás».

—Me gustaría recordar más cosas —le dije a Magda—. Algunos momentos están envueltos en una nebulosa.

Mi padre está en el jardín. Un jardín que es demasiado grande, un huerto que produce mucho más de lo que la familia puede llegar a consumir. Mi madre le dice: «No sé lo que voy a hacer con tantas alubias». «Se las das a los vecinos», contesta mi padre siempre, como si hubiera regresado a la granja de la pradera, como si el jardín fuese el huerto donde, en realidad, casi nunca había suficiente de nada. Una granja en la que envasaban y guardaban lo que fuera posible para enfrentar los largos inviernos en los que las carreteras se quedaban bloqueadas durante días e incluso meses. Veo a mi padre quitando las malas hierbas alrededor del maíz con la pradera y el horizonte al fondo.

—En el sueño el jardín era la granja —le dije a Magda—. Mi padre regresaba para trabajarla, para trabajarla a conciencia.

Observo a mi padre desde el garaje sin que se dé cuenta de que lo estoy mirando. Acaba de sacar todas las malas hierbas y se incorpora, se mete las manos en los bolsillos y, con la mirada apesadumbrada, sale hacia el bosque. Yo no puedo hacer nada. No puedo interferir. Eso significaría que sé lo que sufre y eso es algo que yo no debo saber.

—Él nunca abandonó la granja —proseguí—. Siempre estaba buscando algo que reparar, rehacer o restaurar.

La Depresión parecía no tener fin. Además aquéllos fueron años de sequía, de malas cosechas, y los pastos se secaron. Cuando llegaron las lluvias sólo crecían las malas hierbas. Los vientos huracanados trajeron nubes de polvo desde Nebraska y Dakota del Sur y quizás también desde lugares tan lejanos como Oklahoma. Pasábamos los días sin ver el sol. El polvo, capas y capas de polvo, lo cubría todo. Los animales de la granja tenían llagas en la boca por comer hierba cubierta de polvo. La gente escupía flemas negras y decía que las cosas estaban peor más al oeste.

Leí este párrafo a Magda. Su rostro avejentado se frunció en una expresión pensativa que yo recordaba de los tiempos en que trabajábamos juntos.

—Es como si yo estuviera buscando algo —dije—, pero no sé lo que es. Algo que me libere.

—De la depresión —dijo ella—. Y del sentimiento de culpa y de la melancolía en la que caes cuando el sol desaparece durante días. Y de un padre que se niega a morir.

La miré.

Sentí ganas de llorar. Sentí una opresión en el pecho, una tensión en los ojos y la nariz y tirantez en la comisura de los labios, pero sabía que si rompía a llorar no pararía nunca, así que cerré los ojos para alejar aquella emoción de mí.

—En uno de sus ensayos —concluyó Magda— Hans Loewald escribió: «El psicoanálisis puede transformar los fantasmas en antepasados».

No tengo notas del día en que Eggy se cayó, pero recuerdo la extraña cadencia en la voz de Miranda cuando me dejó el mensaje y el lugar exacto donde me hallaba, la calle Cuarenta y siete Este, bajo una lluvia intensa y fría.

—Eggy se ha caído en casa de Jeff. Se ha golpeado la cabeza. Está en las Urgencias pediátricas del Hospital Bellevue. La han intubado para que pueda respirar. Están haciéndole un escáner. —La grabación se detuvo un par de segundos—. Está inconsciente, Erik. —Miranda no se despedía ni tampoco me pedía que fuera al hospital. ¡En casa de Jeff Eggy se ha caído en casa de Jeff! Al oír aquellas palabras me invadió un sentimiento acusador contra Lane, y la nube de malos presagios que siempre pendía sobre él se hizo más espesa. Acosador, ladrón, impostor. Recordé el dedo ensangrentado de Miranda, el rostro de Lane reflejado en el espejo del recibidor mientras me soltaba aquel soliloquio. Recordé cuando se coló en mi casa, la fotografía, el martillo, y mi corazón empezó a latir con fuerza. Vi a Eglantine en el suelo, inconsciente, vi al personal sanitario inclinándose sobre ella, intubándola. Crucé la calle para coger un taxi. En mi mente seguía representando el accidente de Eggy, y a pesar de que sabía que era irracional imaginarme el desenlace hasta conocer más datos sobre el estado de la niña, la vi en la UCI muerta y vi a una mujer con un cuaderno hablando en voz baja, explicándole a Miranda los pasos a seguir si deseaba hacer una donación de los órganos de Eggy. Debía decidirlo en ese momento. En el taxi repasé mentalmente todo lo que recordaba sobre los grados del coma en la Escala Glasgow y su relación con el porcentaje de recuperaciones resultantes. También pensé en las posibles secuelas de una lesión cerebral: convulsiones, pérdidas cognitivas, pérdidas de memoria, cambios de personalidad. Yo no era un experto. Una vez que supiese lo que había sucedido, llamaría a Fred Kaplan, pues ésa era su especialidad, tratar lesiones cerebrales día y noche.

Crucé la puerta del hospital y, al ir avanzando por el pasillo, me di cuenta de que estaba rezando; la plegaria automática de un ateo que invoca al dios de su niñez para que intervenga en su favor. Por favor, haz que la niña sobreviva. Por favor, haz que se recupere totalmente. Yo había cruzado cientos de veces las puertas de un hospital y visto cientos de pacientes en estado crítico. Uno de los secretos para ayudarlos en su recuperación es conservar la calma, mantener la cabeza en orden y no identificarse demasiado con ellos. Yo no estaba en absoluto calmado y sentía más que angustia por Eglantine. Cada paso que daba estaba marcado por la ira, una ira que subía al estómago y al pecho, y mi oración se transformó en una salmodia contra Lane. Monstruo, mal padre, cabrón. Caminaba ofuscado al ritmo acelerado que imponía mi ira y de pronto choqué con una anciana que avanzaba despacio en su silla de ruedas. Me incliné hacia ella para disculparme y la anciana me miró con una sonrisa.

—No te preocupes, niño —dijo con un fuerte acento que fui incapaz de identificar.

Me quedé perplejo. Me había llamado «niño», como si de repente hubiese perdido muchos años y muchos centímetros de estatura. Entré en el servicio de caballeros más cercano, me metí en uno de los cubículos y me senté varios minutos en el retrete mientras oía orinar a alguien al otro lado de la mampara. Allí sentado, mi ira se transformó en desesperación. Estaba hundido. Todavía hoy me resulta difícil explicar con precisión la abrumadora tristeza que me invadió. Lo que me dio el impulso definitivo para llegar, zancada a zancada, hasta las Urgencias pediátricas no fue la pena que se siente por compasión sino la vergüenza, la autoconmiseración y el fatídico deseo de venganza que me embargaban.

Miranda apenas se movió cuando me senté a su lado. Me explicó lo sucedido con la mirada clavada en el suelo. Observé sus manos tensas aferradas al regazo, los dedos largos, las uñas cortas. Lane había recogido a su hija a la salida del colegio y la había llevado a su apartamento como hacía todos los viernes. Mientras Eggy jugaba con el hilo de su madeja en el cuarto de al lado, Lane estaba hablando por teléfono con su galerista. Como hacía mucho calor en el edificio, Jeff había dejado abierta la ventana de su dormitorio. Eggy estaba concentrada en atar un mueble con otro. Al cabo de un rato Lane oyó un grito. Entró corriendo en el dormitorio, vio la ventana abierta y el hilo que iba del cabecero de la cama hasta la escalera de incendios. La niña yacía al pie de la escalera. Había caído desde un primer piso. No era demasiada altura, pero debió de golpearse la cabeza y perder la conciencia de inmediato.

—No estaba prestándole atención. —Miranda alzó la barbilla, hablaba para las paredes—. Cuántas veces no habré dejado yo de prestarle atención… —No era una pregunta y su voz se rompió al final de la frase.

—¿Dónde está Lane ahora?

—Ha estado aquí. Prometí que después le llamaría. Ahora mismo no quiero verle. Sé que no fue su intención, pero no podría soportar su presencia en estos momentos. —Se apretó las manos con más fuerza—. Erik, he firmado una autorización para que inyecten algo en el cráneo de Eggy. Querían saber si era alérgica al yodo.

Estaban haciendo todo lo que podía hacerse. Ésa era la situación. Mientras estaba sentado junto a Miranda me encontraba en el lado inoperante de la medicina, en el lugar donde ni el heroísmo ni el fracaso son posibles, donde el tiempo se expande y los números de la esfera del reloj no pueden medirlo. Cada hora de coma empeora el diagnóstico. Hay excepciones, milagros incluso, pero son infrecuentes. No quedaba más que esperar. Todo lo que me rodeaba ejercía una profunda influencia hipnótica sobre mí: las paredes casi desnudas, los olores rancios, las conversaciones ininteligibles, las llamadas en los buscapersonas, la cara redonda del hombre con rastas que se sentaba frente a mí, la luz de neón del hospital. Durante un rato fijé la mirada en una bolsa arrugada de patatas fritas azul y amarilla que había tirada bajo una silla y después en el cilindro rojo de un extintor. Aquella horrible acumulación de insignificante información que procesaban mis sentidos se convirtió en un peso muerto que habría pasado a ser aburrimiento si no fuera por mi inveterado apetito por saber. Cuando apareció el neurocirujano, los padres y las dos hermanas de Miranda acababan de llegar. El doctor Harden no pudo precisarnos lo que iba a suceder, sólo contarnos lo que había sucedido. El grado de coma que sufría Eggy era 10. Sus pupilas eran normales. No tenía ningún hueso roto, tan sólo contusiones y arañazos. Le habían administrado Rocuronium para mantenerla sedada aunque su efecto ya había pasado. Tenía respiración asistida. El escáner no mostraba contusiones ni hematomas internos, lo cual suponía un enorme alivio, pero había un pequeño edema, una hinchazón. Leve, dijo el médico. Sin embargo, no estaba seguro de cuáles serían las consecuencias. Había preferido asegurarse y por eso le habían insertado a Eggy un catéter para medir la presión intracraneal que, de momento, era normal. El doctor Harden parecía de mi edad y tenía los ademanes expeditivos y la seguridad en su quehacer de un experto en la materia. Su trato era amable. Sin embargo, me irritaba su mirada inexpresiva. Algo que, seguramente, se debía al simple cansancio, como tuve ocasión de comprobar después. No obstante, yo sabía que el hombre sólo veía lo que le habían enseñado a ver.

Miranda vio algo más cuando le permitieron entrar en la UCI. Vio a su hija de seis años tendida en una cama, elevada en un ángulo de treinta grados, con parte del cabello rapado y una gran mancha marrón de Betadine alrededor del orificio que le taladraba el cráneo. Vio una interminable sucesión de aparatos y monitores conectados a la cabeza, la nariz, la garganta, los brazos y el pecho de su hija. Vio los arañazos en la frente de Eggy y el moratón en su brazo desnudo, y a su niña sumida en un sueño indefenso del que algunos nunca despiertan. Miranda regresó de la UCI caminando con lentitud, apretando los labios, y cuando se aproximaba a nosotros vi que se vencía de repente hacia un lado y se apoyaba contra la pared para recuperar el equilibrio. Me levanté de un salto, pero su padre llegó primero y la ayudó a sentarse en una silla.

Unos minutos más tarde llegó Lane. Tenía el rostro colorado e hinchado. Nuestras miradas se cruzaron, pero no vi que me reconociera. Se fue directo a Miranda y se arrodilló a sus pies. Ella apartó la mirada.

—Lo siento tanto. Lo siento tanto —susurraba Lane con voz desesperada.

Volví la cabeza y me encontré frente a frente con el padre de Miranda.

—Levántate y siéntate —oí decir a Miranda en tono imperativo.

Me volví de nuevo y vi que Lane había obedecido y estaba sentado en una silla junto a ella con la cabeza hundida entre las manos.

Permanecimos así, en aquel estado de vigilia de un presente extraño e inquietante, un intervalo carente de significado, salvo que estaba suspendido en el tiempo entre el momento de la caída de una niña y un futuro, más o menos inmediato, en el que sabríamos algo.

Miranda volvió a la UCI para estar con Eggy, así que debió de oír a los médicos cuando dijeron que la niña mejoraba, que estaba saliendo del coma. Miranda estaba allí cuando su hija la reconoció, cuando el doctor Harden dijo que, en su opinión, todo iba bien, muy bien, mejor de lo que esperaba. Luego vi a Lane llorar de felicidad al recibir la buena noticia y a los padres de Miranda abrazarse y abrazar a sus hijas. Pero yo sabía que no acabaría todo allí, que aunque Eggy se recuperara totalmente, tendría que vivir con el trauma de su caída, una experiencia que la cambiaría.

Nevaba cuando salí del hospital. Unos copos grandes y húmedos que pronto cubrirían las aceras y las calzadas. La nieve era preciosa y me detuve un rato para contemplar su caída iluminada por las luces de los edificios, recortada contra la oscuridad de la noche. Aquél era uno de esos momentos en los que piensas en lo tenue que es la frontera entre lo interior y lo exterior, cuando no sientes la soledad porque no hechas en falta a nadie, ya que los llevas a todos contigo. Después de la primera gran nevada, escribió mi padre, permanecimos bloqueados hasta la primavera. Recordé la gran ventisca que se abatió contra la fachada de casa. Los complejos diseños que el hielo dibujaba en el cristal de la ventana donde yo aplastaba la nariz para sentir su frío y las vastas dunas blancas que habían emergido durante la noche. Dunkel Road, nuestra carretera, era invisible. El mundo conocido había desaparecido.

—Cuando Lars murió estaba nevando —dijo mi madre—. Observé la nieve caer por la ventana. Caía en vertical y sin cesar. A tu padre le sobrevino un cambio, como si una sombra le cubriera y fuera reptando sobre su cuerpo, le llegara hasta el cuello, le subiera por la barbilla, la nariz, las mejillas, la frente, la cabeza; entonces me di cuenta de que había muerto.

La noche en que Eglantine despertó estaba nevando. Mi abuelo decía que Ingeborg era tan pequeña que la enterraron en una caja de puros. En algún lugar de «nuestro hogar», de aquellas ocho hectáreas de terreno, yacen enterrados los huesos de un recién nacido. Mi padre cavó su tumba. El nonato habla desde el interior de su madre en la historia de Cut Hill y el esclavista inglés cae al suelo fulminado. El tío Richard está tirado en una calle West Kingston. Mi tío abuelo David camina con paso inseguro sobre la nieve que cubre la Hennepin Avenue con sus muñones embutidos en unos zapatos hechos especialmente para él. Consigue llegar al vestíbulo de un hotel y allí se derrumba. Fue su corazón, no el frío. El rey Eduardo y la señora Wallis Simpson. Veo a Dorothy gesticulando en la calle, pontificando sobre el estado de la humanidad; absurdo orador. Querido, viejo y sudoroso amigo Burton, hombre memorioso, salvador de damas desvalidas, dama tú también, doliente hijo que llora a la madre tal y como era antes de su declive, a la mujer de «antaño». Mi padre se dirige a nosotros el día de su ochenta cumpleaños. Empieza leyendo un anuncio aparecido en el periódico: Se busca gato perdido. Marrón y blanco, casi sin pelo, oreja izquierda partida, tuerto, le falta la cola, cojea de la pata delantera derecha. Responde al nombre de Lucky. Escucho las risas de todos en la sala. Veo a Laura riéndose al otro lado de la mesa y siento en mis manos la calidez de su culo dentro de la cama. La cabeza de Miranda descansa sobre mi hombro. Veo sus calles soñadas y su casa con sus turbadoras habitaciones y sus muebles curiosos. Veo a una mujer luchando por un instante contra un hombre que está encima de ella, sujetándola. Me veo frente a la cómoda y siento un enorme deseo de abrir los cajones y tocar sus cosas. Un hombre hace trizas un secreter con un hacha y encuentra unos manuscritos. Como el cuerpo de su padre confesando sus secretos. Veo la ordenada mesa de trabajo de mi padre: los clips, la munición, las llaves desconocidas. Ahora el armario de Sonia está desordenado. Deja la ropa tirada por toda la habitación y Arkadi abre los cajones de la cómoda que hay en otra habitación enorme y sólo encuentra allí una voz. Sube a un tren y ve a una mujer que se parece a Lili, pero que no es Lili. Alguien diferente que atrapará su imaginación, una criatura de su mente. ¿Cuándo fue? Creo que hace tres días. Inga me leyó con la voz quebrada una de las cartas de Max. «Querida Lili», escribió Max. «Te escribe esa otra persona que ha escrito todos estos años para poder vivir. No vivía para escribir, escribía para vivir. Hay días en que ya no le quedan historias que contar, en los que siente que ya no puede más. Hay días en los que siente que está muerto y no puede decírselo a nadie más. Te lo dice a ti porque tienes la armadura que él te entregó, porque no puedes verle, porque no sabes quién es, porque no sabes que se está muriendo». Pero Edie debió de darse cuenta que Max estaba persiguiendo a un espectro, que estaba escribiendo a otra persona, a una mujer que aparecía en una película, una mujer que jamás encontraría.

Me dije a mí mismo: Quizás amabas a Miranda porque sabías que era inalcanzable, y eso te impidió seguir adelante e hizo que te quedaras paralizado y temblando, como la señora L., ante una puerta cerrada. Encerrado. Las personas necesitan que las vean. El señor R. levanta la vista y mira la alfombra que hay colgada en la pared de mi consulta. Algo se ha roto en su interior. La Depresión parecía no tener fin. Veo a mi padre caminando por el campus con sus largas zancadas y no me reconoce. Pasa junto a su hijo, pero en ese momento no me está buscando. Está demasiado triste para verme, absorto en viejas penas que no dejan de atormentarle. Creo que tiene que ver con papá. Inga está hablando de Max. A lo largo de nuestra vida somos distintas personas. Mi padre está contando su vida en la granja, sus días en el ejército, sus viajes, su trabajo, hablando de la gente que conoció y amó, de nosotros, mi madre, Inga y yo. Parece que ha terminado su discurso. Hace una pausa. Los ojos le brillan con el buen humor. «Por eso», dice, «respondo al nombre de Lucky». Sonia dice que estar enamorada es algo nuevo para ella. Algo nuevo. El Nuevo Mundo. Una covacha subterránea en medio de la pradera. Los que se han ido. Su cadáver vacío, despojado del hombre que amaba. Joel nunca conocerá a su padre. Kyss Pappa. Mi joven madre se inclina sobre el cadáver de su padre. La guerra continúa. Las guerras siguen azotándonos. Hombres y mujeres siguen azotándose. Mi padre se duerme en la trinchera de la playa mientras los obuses estallan encima de él. Nuestros jóvenes, hombres y mujeres con uniforme, luchan por la libertad. Una cabaña se prende fuego. Rescatan a una niña de una casa en llamas. Hemos dejado las tumbas bien limpias y bonitas, ¿verdad? Las torres gemelas están en llamas. La gente mala arde. No, no es así. Mi padre está talando unos árboles. Golpea con el puño el techo bajo encima de su estrecha cama. Mi abuelo grita en sueños y su hijo pequeño le despierta. Lane vio algo en mí. Vio la violencia, la violencia de la que mi padre quería huir, pero no pudo. El camino no es suficientemente largo. Un oficial japonés cae entre la hierba alta. Sarah salta y cae. Eggy cae. Sonia lo observa todo desde la ventana. La gente salta, cae. Están envueltos en llamas. Los edificios caen. Leo ist /nein Schade Star. Los muertos hablan y el señor T. los escucha. Oímos voces. Oigo a mi padre pronunciar el nombre de mi madre. Dice Marit. Lo dice otra vez. Lo veo en su pequeña habitación de Oslo, inclinado sobre su chaqueta oscura para quitar metódicamente las bolas de lana. «Si tuviera que quedarme con un solo recuerdo…». Me levanto y miro la nieve caer. Todo sucede al unísono. No puede durar, me digo, esta sensación no puede durar, pero no importa. La estoy viviendo ahora. En el dibujo la niña tiene alas. Está saliendo del coma. Mi hermana está tumbada en la hierba. Bésame, bésame, así puedo despertarme. Entonces veo a la señora W. al término de nuestra última sesión. Me sonríe y vuelve a usar la palabra reencarnación. «No después de la muerte, sino aquí, mientras estamos vivos». Me tiende la mano y yo se la estrecho.

—Le echaré de menos —me dice.

—Yo también.