Mark Tietjens yacía pensando en la satisfacción que le había proporcionado una noche majestuosa que había presenciado hacía poco. Aunque tal vez no hiciera tan poco tiempo.
Tumbado allí por las noches el cielo le parecía enorme. Era comprensible que en él se ocultara el Paraíso. También era muy tranquilo. Uno sentía cómo la tierra giraba en el infinito.
Las aves nocturnas chillaban desde lo alto: garzas, patos e incluso cisnes, los búhos volaban más bajo y rozaban los setos con las alas. Los animales se afanaban entre la alta hierba. Se oían sus crujidos atareados, y luego se interrumpían un buen rato. Sin duda, un conejo corría hasta encontrar un llantén atractivo. Luego lo mordisqueaba un buen rato sin hacer ningún movimiento audible. De vez en cuando, el ganado mugía o balaban las ovejas, asustadas tal vez por un zorro…
No obstante también había largos silencios… Un armiño seguía la pista del conejo. Corrían y corrían rozando las altas hierbas, luego salían al prado y daban vueltas y vueltas mientras el conejo chillaba, muy alto al principio.
A la tenue luz de la lámpara, los lirones trepaban por los postes del cobertizo. Se quedaban mirándolo con ojos brillantes. Cuando los conejos chillaban, se encorvaban y estremecían. Sabían que eso significaba: «Ar… mi… ño…». ¡Armiño! ¡Y echaban a correr!
Se despreciaba un poco a sí mismo por prestar atención a aquellas minucias… como si estuviera hablando con un niño pequeño… Aquella noche, todo el ganado de la región había sufrido un ataque de pánico: se lo oía moviéndose entre los setos a varios kilómetros de allí en los valles silenciosos.
¡No! Nunca había sido de los que pierden el tiempo con los pequeños mamíferos y los pajarillos… ¡La flora y fauna de Blankshire…! Eso no era para él. Lo que le interesaban eran los grandes movimientos: «¡En los que la propia voz de Dios se pone de manifiesto…!». Muy probablemente fuese cierto. ¡El transporte! ¡El pánico del ganado en todo un condado! ¡El de la gente en continentes enteros! Hacía tiempo —¡oh, mucho, mucho tiempo!—, cuando tenía doce años, había ido a visitar a su abuelo, había cogido la escopeta y se había ido desde Groby a Redcar Sands, más allá de los páramos, donde, de un solo disparo, había abatido dos charranes, un andarríos y una gaviota. A su abuelo le admiró tanto aquella proeza —aunque, por supuesto, el tiro había sido pura chiripa— que los mandó disecar y habían estado en la sala de juegos de Groby hasta hoy. La gaviota estaba sobre una roca cubierta de musgo, el andarríos le rendía vasallaje y los charranes volaban uno a cada lado. Probablemente fuese el único recuerdo de Mark Tietjens en Groby. Los niños se refirieron con temor al «morral de Mark» durante años. El decorado pintado al fondo era el castillo de Bamborough con rociones de espuma en el cielo azul. Redcar quedaba muy lejos de Bamborough, pero era el único paisaje de aves marinas que el taxidermista de Middlesboro sabía pintar. Para las alondras y otros pájaros parecidos, tenía un campo de trigo en el valle de York; para los ruiseñores, unos chopos… ¡Nunca había oído decir que a los ruiseñores les gustaran los chopos!
Los ruiseñores echaban a perder la majestuosidad de las noches dos meses al año, más o menos, según la estación. No es que criticara la belleza de su canto. Al oírlos uno se sentía como al ver a un buen caballo ganar el St. Leger. Ningún otro animal podía hacerlo…, igual que no había sitio en el mundo como Newmarket Heath los días de viento… Pero era como si acotaran la noche. Cierto que los ruiseñores que cantaban en el corazón del bosque, cerca de donde debía de estar la cabaña de Gunning —digamos a medio kilómetro—, te hacían pensar en grandes distancias cuando resonaban entre los árboles. Árboles empapados de rocío a la luz de la luna… ¡Hasta hace poco había habido ataques aéreos! La luna atraía los ataques aéreos y su brillo era desalentador… Sí, los ruiseñores te hacían pensar en la distancia igual que el chotacabras que chirriaba sin cesar desde el crepúsculo al amanecer parecía medir fragmentos de eternidad… ¡Pero sólo fragmentos! La propia noche era la eternidad y el infinito… El espíritu de Dios recorriendo el firmamento.
Unos tipos crueles, los ruiseñores: se insultaban unos a otros a gritos toda la noche. Se les oía cantar entre las ráfagas de viento —contándole a sus hembras que ellos eran unos tipos estupendos y que los otros, los que cantaban en la falda de la colina junto a la cabaña de Gunning eran unos fanfarrones, desastrados y piojosos… ¡Así es la ferocidad sexual!
Gunning vivía en una vaguada, en una cabaña que, según se decía, no era suya. Con un techo como el sombrero de Robinson Crusoe. La cabaña de una bruja. Él vivía con la bruja, una mujer sucia y desaliñada de rostro tan blanco como la pared… Y una nieta de la bruja a quien, como tenía el paladar partido y no mucha cabeza, la parroquia, en parte por lástima y en parte por ahorrar, había nombrado maestra de la escuela de lo alto de la colina. Nadie sabía si Gunning dormía con la bruja o con la nieta: por una u otra había dejado a su mujer y Fittleworth le había sacado la piel a tiras y le había quitado la casa. Cada sábado por la noche, las zurraba a ambas con una correa…, para que aprendieran y para que recordasen que por su culpa había perdido su casa y los diez chelines que les pagaba Fittleworth a los desgraciados que llevaban treinta años a su servicio… ¡Otra vez la ferocidad sexual!
Y ¿cómo distinguiré de los demás tu amor verdadero?
¡Oh, por su sombrero de tres picos, su bastón y sus sandalias! [228]
¡Sin duda, algún peregrino le había recordado irresistiblemente aquellos versos…! Naturalmente, había sido aquella furcia de Sylvia. ¡Tenía los ojos llorosos…! Debía de estar sufriendo alguna crisis psicológica. Mejor para ella.
Y mejor para Val y Chris, probablemente. Era imposible saberlo… ¡Aunque sí! ¡Oídla: la furcia se delataba! ¿Habían oído algo parecido, señores? Había hecho talar el gran árbol de Groby… Pero, por Dios su creador, que no quería arrancar al hijo de otra mujer…
Notó que empezaba a sudar… En fin, si Sylvia había llegado a ese punto, a él no le quedaba nada por hacer. Ya no tendría que desearle ningún mal: se perdería en el mar en la nave de su familia y desaparecería de su vista… ¡Pobre furcia! ¡Pobre furcia! ¡Había sido la equitación…! Huyó llevándose el pañuelo a los ojos.
Sintió satisfacción e impaciencia. Había un lugar al que quería regresar. Pero también tenía cosas que hacer: cosas en las que pensar… Si Dios empezaba a hacer que amainasen las aguas para aquellos corderos despellejados… Entonces… No lograba recordar en qué quería pensar… Era…, no, exasperante no. Estaba entumecido. Se sentía responsable de su felicidad. Quería que siguieran juntos, contra viento y marea, muchos y largos años… Quería que Marie Léonie se quedara con Valentine hasta el parto y luego se instalase en Dower House en Groby. Era lady Tietjens. Ella lo sabía y acabaría gustándole. Además sería como una espina clavada en la carne de la señora… No recordaba el nombre…
Quería que Christopher se deshiciera de su socio judío y que pudiera ganar un poco de dinero. La debilidad de los Tietjens eran los aduladores. Él mismo había arruinado sus vidas por haber compartido habitaciones con el tal Ruggles, y sólo porque no habría soportado haberla compartido con un igual y Ruggles era medio escocés, medio judío. Christopher había tenido como aduladores primero a Macmaster, que era escocés, y luego a aquel judío americano. Por lo demás, Mark estaba en paz con el mundo. Christopher, sin duda, había tomado la decisión acertada. Había logrado una posición y —si aguantaba un poco más— podría continuar así hasta el final de los tiempos y dejar descendientes para que siguieran en la región sin pavoneos.
¡Ah…! De pronto recordó casi con dolor. Había aceptado al sobrino Mark como su sobrino: un grave desliz. Un buen chico… Pero quedaba la cuestión de… ¡la cuestión! El chico vestía los pantalones apropiados… Pero si había incesto…
Arrastrarse por un seto detrás de un conejo era inconcebible. Su padre había ido a cazar conejos al cementerio para complacer al cura. De eso no había duda. No quería conejos… Pero ¿y si hubiese dejado malherido al conejo y el animalillo estuviera sufriendo convulsiones al otro lado del seto? Su padre se habría arrastrado por el seto antes que ir hasta la puerta y dar toda la vuelta. Las personas decentes ponen fin cuanto antes a la agonía de los animales a los que han dejado malheridos. Así que había un motivo. Y en cuanto a lo de no desarmar la escopeta antes de arrastrarse por el seto… Muchos hombres buenos y valientes habían muerto así… ¡Y su padre se estaba volviendo muy despistado…! El granjero Lowther, y Pease de Lobhal y Pease de Cullercoats. Todos eran granjeros valientes… Se habían arrastrado por un seto para no dar la vuelta, ¡y con la escopeta amartillada! Y no eran despistados… Sin embargo, acababa de recordar…, justo ahora, que su padre se estaba volviendo muy despistado. Se metía un papel en un bolsillo del chaleco y luego se hurgaba todos los demás bolsillos; se subía las gafas y las buscaba por la habitación; dejaba el cuchillo y el tenedor en el plato y, mientras conversaba, cogía otro cuchillo y otro tenedor y seguía comiendo… Mark recordó que su padre había hecho eso dos veces la última vez que comieron juntos, cuando él le contó el informe del tal Ruggles sobre las fechorías de Christopher…
De modo que no tendría por qué ir a ver a su padre en el cielo y decirle: «Hola, señor. Tengo entendido que tuvo usted una hija con la mujer de su mejor amigo que ahora está embarazada de su hijo». Debía de ser muy fantasmal eso de tener que presentarte al fantasma terrible de tu padre… Aunque, claro, él también lo sería. ¡Aun así, sin el sombrero hongo, el paraguas y los prismáticos, sería un fantasma terrible!
Contra las normas del club… Pues no me importa ir allí donde me precedieron tantos grandes hombres. Eso lo dijo Sófocles, ¿no? Debía de ser un club muy bueno…
Pero ahora ya no tenía que temer aquel mauvais quart d’heure! Era evidente que su padre no había cometido suicidio. No era de los que hacen algo así. De modo que Valentine no era hija suya y no había incesto. Está muy bien decir que el incesto te trae sin cuidado. Los griegos se lo tomaban por lo trágico… Pero lo cierto era que se había quitado un peso de encima. Siempre había podido mirar a Christopher a los ojos, pero ahora podría hacerlo con más confianza que nunca. ¡Cómodamente! Resulta muy incómodo mirar a un hombre a los ojos y pensar: «Duermes entre sábanas incestuosas».
O sea que se acabó. Lo peor ya había pasado. Sin suicidio no había incesto. Ni un bastardo en Groby… Un papista sí… Aunque Mark era incapaz de comprender cómo se podía ser papista y marxista comunista al mismo tiempo… Un papista en Groby y el gran árbol de Groby talado… ¡Tal vez se hubiesen librado de la maldición que pesaba sobre la familia!
Era un modo supersticioso de considerarlo…, pero hace falta un esquema para interpretar las cosas. No se puede pensar bien sin él. Los herreros dicen: «¡Con la mano y el martillo todo se hace!…». Mark Tietjens había interpretado la vida en términos de transporte… ¡El transporte es mi Dios…! Un dios condenadamente bueno… Y al final, después de tanto pensar y esforzarse, su epitafio debería ser: «¡Aquí yace uno cuyo nombre lo escribieron las aves marinas!».[229] Tan bueno era un epitafio como el otro.
Tenía que pedirle a Christopher que Marie Léonie se llevase la vitrina de los pájaros disecados, con Bamborough y todo, a su dormitorio de Dower House en Groby. Sería el último recuerdo permanente de su marido… Aunque Christopher ya lo sabía…
Estaba recordando. Recordaba muchas cosas… Le pareció ver Redcar Sands extendiéndose gris hacia Sunderland. ¡Entonces no había tantas chimeneas de fábricas trabajando para él! ¡No tantas! Los andarríos corrían inclinándose por la fina franja de arena que dejaba la marea, los patos cuchara volteaban las piedras y los charranes flotaban sobre el viscoso mar…
En cambio nunca se fijó en la grandeza de las noches; en las noches negras y majestuosas sobre los páramos purpúreos… Las noches negras y majestuosas sobre Edgéware Road, donde vivía Marie Léonie… porque, sobre el resplandor de las luces de la fachada del viejo teatro Apolo, uno tenía la sensación de percibir inmensos espacios negros…
¿Quién decía que estaba sudando mucho? ¡En fin, la verdad era que estaba sudando!
Marie Léonie, de joven, estaba inclinada a su lado… Joven, joven, como cuando la vio por primera vez en el escenario de Covent Garden… ¡Vestida de blanco…! ¡Le acariciaba la cara con un perfume como el del mismísimo cielo…! ¡Y se reía como lo hizo cuando se le presentó por primera vez con su sombrero hongo y su paraguas…! ¡El pelo rubio y fino! ¡La voz suave!
Pero qué tontería… Era el sobrino Mark con su rostro encendido como una cereza y los ojos saltones… ¡Estaba enamorado…! Lógicamente. Eran tío y sobrino. Acabaría con el mismo tipo de mujer que su tío. ¡Una prueba más de que no era un bastardo! ¡Una chica guapa junto a las ramas de manzano!
¡Así que quería noches majestuosas! No obstante, el joven Mark no debería escoger a una mujer mayor que él. Era lo que había hecho Christopher, ¡y mira los resultados!
Sin embargo, las cosas mejorarían… ¿Recuerdas a aquel tipo de Yorkshire que estaba con el agua al cuello en la cima del monte Ararat cuando se le acercó Noé, y dijo: «¡Tarde o temprano tiene que mejorar!»?
Una noche majestuosa, en la que el Paraíso tenía sitio de sobra para ocultarse a nuestros nada perspicaces ojos… Se decía que un terremoto imperceptible para nuestros sentidos podía llenar de pánico al ganado, las ovejas, los caballos y los cerdos de todo el condado. Y era raro: poco antes habían empezado a mugir y moverse, Mark estaba dispuesto a jurar que había oído un ruido apresurado. ¡Probablemente no lo hubiera oído! ¡Es tan fácil equivocarse! El ganado se había asustado porque había reparado en la presencia del Todopoderoso andando por el firmamento…
¡Maldita sea!: estaba recordando demasiadas cosas. Habría jurado que había oído la voz de Ruggles diciendo: «¡En la práctica, es casi Tietjens de Groby…!». ¡Muy a tu pesar viejo amigo! Ahora tratarás de gorronearle… ¡Y ésa es Edith Ethel Macmaster! Muchas voces pasaron por su memoria. Qué demonios, ¿sería posible que fuesen fantasmas llevados por el viento…? ¿O sería que él había muerto…? No, probablemente no blasfemaría si estuviera muerto.
Habría dado cualquier cosa por sentarse y volver la cabeza para mirar. Por supuesto, podría haberlo hecho, pero eso le habría delatado. ¡Era un zorro demasiado viejo! ¡Haberles engañado así todos esos años! ¡Le entraron ganas de echarse a reír!
Fittleworth parecía haber entrado en el huerto. ¿Qué demonios querría? Aquello parecía una pantomima. Sí, Fittleworth le estaba mirando. Dijo:
—Hola, viejo amigo… —Marie Léonie le observaba a su lado. Él prosiguió—: He sacado a las cabras de tu gallinero… —Fittleworth era un tipo muy apuesto. Su Lola Vivaria había sido dulce como la miel. Murió al dar a luz. Sin duda, por eso había ido. Fittleworth le dijo que Cammie le había pedido que le enviase recuerdos en nombre de los viejos tiempos. ¡Sus recuerdos más sentidos! Y que, en cuanto se recuperase, fuese a verles con su mujer.
Maldito sudor. Aquel condenado cosquilleo podría hacerle sonreír y se delataría. Sin embargo, le gustaría que Marie Léonie fuese a casa de los Fittleworth. Marie Léonie le dijo algo a Fittleworth. «¡Claro, claro, a sus pies!», respondió Fittleworth. Maldita sea, era cierto que parecía un mono, como decía la gente… Aunque si los monos de los que descendía eran tan apuestos… Probablemente tendría las piernas bonitas… ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies de quienes traen buenas noticias a Sión…! [230]
Fittleworth añadió con voz seria y clara que su cuñada, Sylvia, le rogaba a Mark que comprendiese que ella no había enviado allí aquel rebaño de idiotas. Sylvia también decía que se divorciaría del hermano de Mark y disolvería su matrimonio con la sanción de Roma… De modo que no tardarían en ser una familia feliz… Cualquier cosa que pudiera hacer Cammie… Dados los inolvidables servicios que había prestado Mark al país…
Cuyo nombre lo escribieron… ¡así sea, y que tu siervo… se divorcie en paz!
Marie Léonie le rogó a Fittleworth que se retirase ahora. Fittleworth dijo que lo haría, ¡aunque nadie se muere de alegría! ¡Adiós…, viejo amigo! ¡En cuantos clubes habían estado juntos…!
Sin embargo ahora se iba a un club mucho mejor que… Su respiración se hizo un poco fatigosa… Oscureció y de pronto volvió a haber luz.
Christopher estaba al pie de su cama. Sujetaba una bicicleta y un trozo de madera. Madera aromática, un tronco serrado de un árbol. Estaba pálido y tenía los ojos saltones. Dos guijarros azules. Se quedó mirando a su hermano y dijo:
—La mitad de la pared de Groby se ha caído. Tu dormitorio está destrozado. Encontré tu vitrina de aves marinas en un montón de escombros.
¡De modo que sus servicios eran inolvidables!
Valentine estaba allí, jadeando como si hubiera llegado corriendo. Le gritó a Christopher:
—Te dejaste los grabados de lady Robinson en la jarra que le diste a Hudnut el marchante. ¿Cómo pudiste? ¡Oh!, ¿cómo pudiste? ¿Cómo vamos a dar de comer y a vestir a un bebé si sigues haciendo esas cosas?
Él le dio la vuelta a la bicicleta con aire cansado. Se notaba que estaba exhausto, pobre diablo. Mark estuvo a punto de decir: «¡Déjalo tranquilo, el pobre diablo está exhausto!».
Pesadamente, como un bulldog desanimado, Christopher se dirigió hacia la puerta. Mientras subía por el sendero al otro lado del seto, Valentine empezó a sollozar: «¿Cómo vamos a vivir? ¿Cómo vamos a vivir?».
«Ahora si que no me queda más remedio que hablar», pensó Mark.
Dijo:
—¿Os he contado lo del tipo de Yorkshire… En el monte Ara… Ara…? —Llevaba mucho tiempo sin hablar. Era como si tuviera la boca llena de estopa, y la lengua de trapo. Estaba oscureciendo. Exclamó—: Acerca el oído a mi boca… —¡A ella se le escapó un gritó! Mark susurró:
Era medianoche, los niños lloraban
y la madre en la tumba los oía. [231]
—Es una vieja canción. Me la cantaba mi niñera… Nunca hagas que tu bebé llore por tener la lengua demasiado afilada con tu marido… ¡Es una buena persona…! El gran árbol de Groby ha caído… —Añadió—: ¡Dame la mano!
Ella metió la mano por debajo de la sábana y su mano caliente sujetó la de ella. Luego la soltó.
Valentine estuvo a punto de llamar a Marie Léonie.
El médico, alto, rubio y respetado, entró por la puerta.
Ella exclamó:
—Acaba de hablar… Ha sido una tarde espantosa… Ahora me temo que… Me temo que esté…
El médico, inclinándose, le cogió la mano por debajo de la sábana.
Dijo:
—Vuelva a la cama… Ahora mismo iré a examinarla…
Valentine respondió:
—Tal vez sea mejor no decirle a lady Tietjens que habló… Le habría gustado que sus últimas palabras fuesen para ella… Pero no las necesitaba tanto como yo.