A Valentine la despertaron los chillidos de la doncella que le llegaron por la ventana abierta. Se había quedado dormida nada más leer las palabras Saepe te in somnis vidi! con la visión de unos miembros blancos en el purpúreo Adriático. De pronto, la voz de la muchacha dijo: «¡Aquí sólo llamamos “señora” a los amigos de la familia!».
Se asomó a la ventana, mareada y con náuseas por la precipitación, el cambio de postura…, y la impaciencia de su estado. No podía ver nada, salvo la coronilla de un sombrero gris de tres picos y una falda con ballenas en perspectiva, desde ahí arriba. Las tejas inclinadas del cobertizo de ordeñar tapaban a la doncella; una hilera de lechugas como rosetones corría desde debajo de la ventana a lo largo de la tierra oscura, rodeada por un muro de plantas de guisantes, detrás estaba el bosque, esbeltos troncos de color gris ceniciento que crecían muy altos. Eran necesarios para protegerles del viento. Tendrían que cambiar de dormitorio: la habitación del niño no podía dar al norte. Había que trasplantar las cebollas tiernas; había pensado en plantar las parietarias en la rocalla del patio, pero le había dado pereza: meter las raicillas entre las grietas con los dedos, apartar las piedras, coger el estiércol artificial, agacharse y ensuciarse los dedos la habría hecho vomitar…
De pronto, la desanimó pensar en aquellos grabados coloreados. Había registrado toda la casa, todos los cajones, armarios y cómodas imaginables. Parecía obra del destino que, cuando por fin conseguían una buena clienta inglesa, su primer encargo saliera mal. Volvió a pensar en todos los paralelogramos imaginables de la casa donde no había buscado, de pie, con la cabeza erguida, sin mirar a la intrusa.
Tenía a todos los clientes por intrusos. Cierto que Christopher tenía un don para los muebles antiguos… y para el cuidado de la granja. Pero la granja era un negocio ruinoso. Desde luego, si vendías muebles antiguos en tu propia casa conseguías precios mejores que en una tienda. No negaba el ingenio de Christopher…, ni que acertaba al confiar en la fortaleza de Valentine. Tenía derecho a hacerlo. No pensaba decepcionarle. Sólo era que…
Deseaba apasionadamente que el pequeño Chrissie naciera en esa cama de postes finos, mientras ella apoyaba la cabeza rubia y su cabello fino y suave en aquellas almohadas. Deseaba apasionadamente verlo allí mirando con sus ojos azules la cortinas de la ventana… ¡Aquellas mismas cortinas! Con los pavos reales y los globos. ¡Sin duda un bebé tiene que ver lo mismo que vio su madre mientras le esperaba!
Y ¿dónde estarían los grabados extraviados…? Cuatro paralelogramos de un tono absurdo y desvaído. Habían prometido entregarlos al día siguiente. Hacía falta recortar los bordes… Imaginó su barbilla acariciando suavemente el sedoso cabello del bebé; se imaginó sujetándolo en el aire tumbada en la cama, ¡con los brazos extendidos y el cabello desparramado sobre las almohadas! Tal vez con el edredón cubierto de flores. ¡De lavanda!
Pero si Christopher decía que aquella gente horrible de voz quejumbrosa quería un dormitorio completo…
¡Si le rogara que lo reservase para ella! Seguro que lo haría. La valoraba mucho más que al dinero. Y estaba segura de que Christopher valoraba al niño que llevaba dentro por encima de cualquier otra cosa.
Sin embargo, sabía que al final no le diría nada… Tenía que pensar en sus planes… Sus planes…, ¡oh, qué demonios, eran los planes de ambos! Y hay que pensar si es mejor para el niño no nacido tener una madre con deseos insatisfechos o un padre frustrado… No, no podían considerarse planes. Pero los gallos vencidos por otros gallos pierden su masculinidad… Y los hombres son como gallos… Y para el niño tener un padre carente de masculinidad… y todo por unas cortinas con pavos reales y globos, los finos postes de una cama o unos vasos viejos…
Por otro lado, para la madre, ¡las sensaciones que aportan esas cosas…! La habitación tenía el techo en forma de tonel y seguía la línea del tejado casi hasta la cumbrera: oscuras vigas de roble enceradas… ¡Ah, aquella cera! Y las ventanas bajas y diminutas casi junto al suelo de madera de roble… Casi parecía demasiado pintoresco, pero una llegaba a acostumbrarse. Una se acostumbraba a pesar de los americanos que echaban miradas, a veces avergonzadas, desde el umbral.
¿Se asomarían también a la habitación del niño? ¡Oh, Dios, quién sabe! ¿Qué diría él? Era de lo más extraordinario vivir rodeada de americanos, llegados en aeroplanos, como si brotaran del suelo… Aparecían allí de pronto sin saber cómo…
Aquella mujer de abajo era una de ellos. ¿Cómo demonios habría llegado allí…? Había tantas entradas…, el bosquecillo, el prado, los cultivos, la carretera… Era imposible saber quién venía. Era raro, a veces le daba escalofríos. Le parecía estar rodeada de gente adinerada que se arrastraba hacia ella por todos los senderos…
Al parecer, la doncella estaba discutiendo el derecho de aquella americana a considerarse amiga de la familia y gozar, en consecuencia, del tratamiento de «señora». La americana le estaba explicando que descendía de madame de Maintenon… ¡Era increíble los linajes que tenían todos! Ella misma descendía de Henry No-sé-cuántos, el cirujano y mayordomo de Enrique VIII. Y, por supuesto, del gran profesor Wannop, amado por todas las educadoras y las señoritas a las que había educado… Y Christopher era el undécimo Tietjens de Groby…, con un posible burgomaestre de Scheveningen o algún otro lugar en no sé qué siglo: en época de Alba. El primero había llegado con Guillermo el Holandés, ¡el héroe protestante…! Si no lo hubiese hecho y si el profesor Wannop no la hubiera educado…, ella no habría… ¡Ah, pero sí! Si no hubiese habido ningún ÉL, parecido a un gran treckschluyt holandés, o comoquiera que se llame…, habría tenido que inventar uno para vivir en pecado. Aunque su padre podría haberla educado para tener…, al menos ropa interior presentable…
Podría haberla educado para que pudiera decir, ¡oh, con mucho tacto!:
—Mira…, échale un vistazo a mis…, mis cache-corsets… ¿No sería mejor comprar unos nuevos que una cerda con pedigrí…?
Él nunca había reparado en sus… cache-corsets. ¡Pero Marie Léonie sí!
Marie Léonie era de la opinión de que perdería a Christopher si no se empapaba de un perfume llamado Houbigant y vestía ropa interior de seda rosa. Elle ne demandait pas mieux…, pero no podía pedirle veinte libras prestadas a Marie Léonie. Ni mucho menos cuarenta… Porque, aunque Christopher podía no reparar en el estado de sus medias de lana, puede que lo impresionara el océano de Houbigant y las oleadas de rosa… Daría lo que fuera por tenerlos… Pero él se daría cuenta y Valentine podía perder su amor por haber pedido prestadas las cuarenta libras. Aunque, por otro lado, también podía perderlo por el estado de sus medias de lana. Y Dios sabe cómo estaría el otro par cuando se las devolviera la señora Cramp después de lavarlas… ¡A la señora Cramp no había manera de hacerle comprender que la lana no debe meterse en agua hirviendo!
¡Oh, Dios, debería estar tumbada en sábanas de lino cubiertas de lavanda y con el pequeño Chrissie sobre su pecho suave, rosado, blando y sedoso…! El pequeño Chrissie, descendiente del cirujano-mayordomo —¡cirujano-barbero, para ser exactos!— y del burgomaestre. Por no hablar del mundialmente famoso profesor Wannop… Que llegaría a ser… llegaría a ser, si ella quería…
No sabía lo que quería, porque tampoco sabía qué iba a ser de Inglaterra o del mundo… Pero si se convertía en lo que quería Christopher, sería un párroco contemplativo que cultivaría sus propios campos de diezmo con un Nuevo Testamento encuadernado en folio debajo del brazo… Una especie de White de Selborne… Selborne estaba sólo a cuarenta y cinco kilómetros de allí, pero nunca habían tenido tiempo de ir… Como quien dice: Je n’ai jamais vu Carcassone… Y, si no habían tenido tiempo, por culpa de los cerdos, las gallinas, los guisantes, las compras, las ventas, los remiendos de las medias de lana y por tener que cuidar del bueno de Mark —antes de que llegase Chrissie con el cabello sedoso en la blanda y palpitante cabecita y sus ojos azules como guijarros—, si no habían encontrado tiempo hasta ahora, ¿cómo iban a encontrarlo después cuando, además de eso, tuviesen los biberones, los pañales y el baño delante del fuego con el agua tibia y el roce de la esponja enjabonada sobre aquellos miembros adorables? Christopher la contemplaría… Y no tendría tiempo de ir a Selborne, ni a Arundel, ni a Carcasona ni detrás de ninguna desconocida… Nunca. ¡Nunca!
Llevaba fuera ya un día y medio. Pero ambos sabían —¡sin necesidad de decirlo!— que nunca volvería a ausentarse tanto tiempo. Ahora, antes de que empezasen los dolores podía… ¡aprovechar la oportunidad! La había aprovechado como venganza… ¡Un día y medio! ¡Para ir a una subasta en Wilbraham! Donde no había casi nada que les interesase… Ella creía…, estaba casi convencida de que se había ido a Groby en avión… Una vez lo había sugerido. O ella sabía que lo había pensado. Porque, dos días antes, cuando estuvo a punto de desquiciarse por lo del alquiler de Groby, había visto de pronto un avión que pasaba y se había quedado mirándolo en silencio un buen rato… Era imposible que se tratase de otra mujer.
Se había olvidado de lo de los grabados. Era terrible. Estaba segura de que lo había olvidado. ¿Cómo era posible que lo hubiera hecho, justo cuando estaban a punto de conseguir una buena cliente inglesa por el bien del pequeño Chrissie? ¿Cómo era posible? Cierto que estaba casi fuera de sí con lo de Groby y el gran árbol de Groby. Había hablado de eso en sueños, igual que, de vez en cuando y durante años, había hablado de la guerra.
Bringt dem Hauptmann eine Kerze… «Traed una vela para el capitán», gritaba horriblemente a su lado en la oscuridad. Y ella sabía que estaba recordando el ruido de los picos en la tierra por debajo de las trincheras. Gemía y sudaba de un modo horrible y Valentine no se atrevía a despertarlo… Y también estaba lo del ojo de aquel chico, Aranjuez. Por lo visto había echado a correr dando gritos y tapándose el ojo con la mano. Después de que Christopher lo sacara de un agujero… La señora Aranjuez había sido grosera con ella durante la cena de la noche del armisticio… Había sido la primera vez que alguien había sido grosera con ella, a excepción de Edith Ethel, claro. ¡Aunque, por supuesto, Edith Ethel Duchemin, lady Macmaster, no contaba…! Pero era raro. Tu compañero salva la vida de un muchacho poniendo en grave peligro la suya. De lo contrario no habría habido ninguna señora Aranjuez, y luego la señora Aranjuez es la primera persona que es grosera contigo. ¡Y te deja un recuerdo que te hace estremecer por las noches! ¡Esos ojos llenos de odio!
De hecho, Christopher había sobrevivido de milagro…, ¡la señora Aranjuez había sido tan grosera porque el pequeño Aranjuez había hablado mucho con ella y le había puesto a Christopher por las nubes! ¡El pequeño Aranjuez le había contado que las balas alemanas les pasaban por encima como aquel enjambre de abejas que salió volando cuando Gunning cortó el panal con la guadaña…! En fin el caso es que Christopher podía haber muerto. ¡Y no habría habido ninguna Valentine Wannop! No habría podido seguir viviendo… La señora Aranjuez no debería haber sido grosera con ella. Tendría que haber reparado en que Valentine Wannop no podía vivir sin Christopher… ¿Por qué iba a temer por su soldadito tuerto e implorante?
Era raro. Casi se diría que había una Providencia que se regodeaba torturándote con «De no haber sido por…». Christopher debía de pensar que había una Providencia o no habría soñado con aquella parroquia para su pequeño Chrissie… Si conseguían reunir algún dinero, se proponía comprarle una sinecura, a ser posible cerca de Salisbury… ¿Cómo se llamaba aquel sitio que tenía un nombre tan bonito…? Quería comprar una sinecura en el pueblo donde había sido párroco George Herbert… Por cierto, que tenía que acordarse de decirle a Marie Léonie que había puesto a las gallinas negras Orpington marcadas con el número 42 —y no a las marcadas con el 16— a incubar los huevos de los patos. Había comprobado que las gallinas marcadas con el 16 no eran buenas para incubar, aunque lo serían. Era extraño que Marie Léonie no se atreviese a meter los huevos debajo de las gallinas cluecas porque le picaban, mientras que a ella le daba miedo coger los pollitos cuando salían del huevo, por las cáscaras y la viscosidad que podía haber en los nidos… Y eso que a ninguna de las dos les faltaba valor. ¡Qué demonios, a ninguna le faltaba valor o no vivirían con un Tietjens. ¡Era como estar atada a un búfalo!
Y aun así… ¡Querían hacerles cambiar!
Bremersyde… No, allí era donde vivían los Haig… Por mucho que suba y baje la marea, habrá Haigs en Bremersyde… ¡Tal vez fuese Bremersyde…! Y si no Bemerton. George Herbert, párroco de Bemerton, cerca de Wilton, en Salisbury… Eso era lo que iba a ser Chrissie… Tenía que imaginarse sentada con la mejilla apoyada en su cabecita sedosa, contemplando el fuego y viéndole pasear bajo los olmos junto a los cultivos. Elle ne demandait pas mieux!
¡Si el país resistía…!
Christopher presumiblemente creía en Inglaterra igual que en la Providencia: porque era una tierra verde, amable y amena. Su fruto por fuerza tenía que ser auténtico. A pesar de las oleadas de americanos descendientes de Tiglath Pileser [227] y la reina Isabel, y del final del sistema industrial y las estadísticas de comercio, Inglaterra, amena, verde y amable, seguiría engendrando George Herberts y Gunnings que cuidaran de ellos… ¡Por supuesto Gunnings!
Tal como lo veía Christopher, los Gunnings de la región eran las rocas sobre las que se asentaba el faro. Y Christopher siempre tenía razón. A veces se anticipaba un poco. Pero siempre tenía razón. Siempre. Las rocas llevaban allí desde un millón de años antes de que se construyera el faro, que ahora daba tantos destellos, pero no era más que una mariposa…, y seguirían allí otro millón de años cuando la luz se apagase.
A lo largo del tiempo, Gunning se había pintado de azul, había sido adorador de los druidas, luego un iletrado duque Robert de Normandía dedicado a concebir hijos bastardos y a asolar ciudades, y ahora era una especie de factótum, ruidoso, leal y velludo. Un empleado que te sería fiel siempre que te fuesen bien las cosas, que le invitases a sidra de vez en cuando y pasases por alto sus pecadillos con las mujeres. Seguiría allí…
La cuestión era si aquél era momento para otro Herbert de Bemerton. Christopher opinaba que sí y, aunque a veces se anticipara un poco, siempre tenía razón. Había predicho la llegada de enjambres de americanos deseosos de comprar antigüedades a precios fabulosos. Y había acertado. El problema era que no pagaban los precios que ofrecían: y cuando pagaban eran tan tacaños como… iba a decir Job. Pero no le constaba que Job fuese particularmente tacaño. La mujer que había junto a la ventana probablemente querría comprar el bargueño firmado por Barker en 1762 por la mitad de precio de lo que costaba uno comprado en un gran almacén de Nueva York fabricado el día anterior… Y le diría a Valentine que era una sanguijuela, aunque si —¡por ponerse en lo más absurdo!— le permitiera llevárselo al precio que ella quisiera. Por otro lado, el señor Schatzweiler hablaba de precios fantásticos…
¡Oh, señor Schatzweiler, señor Schatzweiler, sólo con que nos pagase el diez por ciento de lo que nos debe, podría comprar todas esas telas rosas y tres vestidos nuevos y conservar las puntillas antiguas para Chrissie…, y tener leche de vaca y no de cabra. Y recortar los gastos de los dichosos cerdos y construir un invernadero en el rincón más apartado del jardín, donde no fuese una molestia para la vista… Lo cierto era que la época de los cuentos de hadas no había pasado todavía. Habían tenido varios golpes de suerte maravillosos y ahora tenían por delante una tranquilidad casi infinita… Un enorme golpe de suerte les había permitido comprar aquel lugar, otros más pequeños los cerdos y la vieja yegua… Christopher era así: había sembrado en tantos sitios que no siempre iba a estar cosechando tempestades. También tenía que haber días de calma…
Pero ahora era todo tan embarazoso, con Chrissie a punto de llegar y Marie Léonie insinuando todo el día que estaba perdiendo la figura y que, si no se las arreglaba para quitar las manchas de grasa de la falda, Christopher dejaría de quererla. Y no tenían un penique… Christopher había telegrafiado a Schatzweiler. Pero ¿de qué servía eso…? Schatzweiler se llevaría un buen disgusto si Christopher dejara de quererla…, ¡porque el pobre Chris nunca podría regentar una tienda de cachivaches viejos sin ella…! Lo imaginó telegrafiando a Schatzweiler y contándole lo de las cuatro manchas de grasa en la falda y que necesitaban comprar ropa elegante. De lo contrario, Christopher dejaría de ayudarle…
La conversación de abajo había ido subiendo de tono. Oyó que la doncella preguntaba cómo era posible que, siendo amiga de la familia, la americana no conociera a la señora… Era muy comprensible: toda aquella gente llegaba con cartas de recomendación de Schatzweiler. E insistían en que eran amigos de la familia. En el fondo, era muy amable por su parte…, la mayoría de los ingleses no querría conocer a unos vendedores de muebles viejos.
La dama de abajo exclamó en voz baja:
—¡La señora de Mark Tietjens! ¡Ésa! ¡Dios mío, si pensé que era la cocinera!
Debería bajar a ayudar a Marie Léonie. Pero no iba a hacerlo. Tenía la sensación de que varias presencias hostiles se acercaban por el sendero y Marie Léonie le había dado la tarde libre… Por el futuro, le había dicho. Y ella le había respondido que una vez había pensado que su futuro incluiría leer a Esquilo junto al mar Egeo. ¡Luego Marie Léonie le había dado un beso y le había dicho que sabía que podía confiar en que no le robaría sus cosas cuando Mark muriese!
Era una aseveración que nadie le había pedido, aunque por supuesto Marie Léonie era la primera interesada en que Christopher no dejara de quererla porque imaginaba que, en ese caso, Christopher podía buscarse a una mujer que sí querría robarle sus cosas cuando Mark muriese.
La mujer de abajo se presentó como la señora de Bray Pape, descendiente de la Maintenon, y quiso saber si a Marie Léonie no le parecía razonable talar un árbol que daba sombra a la casa. Valentine quiso asomarse a la ventana, pero corrió a la vieja puerta y la cerró furiosa con llave. No debería haberlo hecho, pues volver a abrirla requería entre cinco y diez minutos de manipulación… Debería haberse asomado a la ventana y haberle gritado a la señora de Bray Pape: «¡Si se atreve a tocar una hoja del gran árbol de Groby, le pondremos tantas demandas que necesitará la mitad de su dinero y más de media vida para responder a todas!».
Debería haberlo hecho para preservar la cordura de Christopher. ¡Pero no pudo, no pudo! Una cosa era vivir en pecado con la conciencia tranquila, y otra enfrentarse con americanas maduras que lo sabían. Estaba decidida a quedarse encerrada allí. Tal vez la casa de un inglés no fuese ya su castillo, pero el castillo de una mujer seguía siendo su dormitorio. Una vez, cuatro meses antes, cuando la existencia del pequeño Chrissie era ya manifiesta, le había sugerido a Christopher que, siendo el caso tan grave, no debían seguir en la penuria: tendrían que aceptar un poco de dinero de Groby, por el bien de las generaciones futuras…
Ella estaba agotada… En ese momento, llamémoslo, del embarazo las mujeres están agotadas e histéricas… La había abrumado la convicción de que una parturienta necesita cubrir su piel estremecida de plumosas telas rosadas y tener el cabello y los hombros empapados de, digamos, Houbigant. Por el bien del niño.
Así que se lo había dicho al pobre Chris, que tuvo que enfrentarse a la necesidad de renegar de sus dioses y ella había dado un portazo y había cerrado furiosa con llave. Su dormitorio había sido su castillo y una venganza, pues Christopher no había podido entrar y ella no había podido salir. Había tenido que susurrarle por el ojo de la cerradura que se rendía, que estaba preocupadísimo por ella. Le había pedido que tratara de aguantar un poco más y le había dicho que si no quería, aceptaría el dinero de Mark.
Como es natural, ella no le había defraudado, pero lo había arreglado con Marie Léonie para que Mark pagara un par de libras más por semana por su alojamiento y manutención y, como Marie Léonie había tenido que hacerse cargo por fuerza de las tareas domésticas, las cosas habían sido un poco más fáciles a partir de entonces. Marie Léonie llevaba la casa por treinta chelines a la semana menos que ella y además lo hacía mil veces mejor. ¡Mil veces! Y casi habían reunido el dinero necesario para completar el equipo de manteles y preparar la canastilla… ¡Eran tiempos difíciles!
Lo raro era que, en el fondo, ella estaba tan ilusionada con los planes de Christopher como él mismo. Como ama de casa debería haber racaneado hasta el último penique…, Dios sabe que la vida ya era bastante difícil. ¿Por qué apoyan las mujeres a sus compañeros en empresas absurdas y románticas? Cualquiera diría que era porque si ellos veían frustrada su masculinidad —¡como gallos derrotados!— ellas sufrirían en la intimidad… ¡Ah, pero no era eso! Ni tampoco que temieran que los búfalos a los que estaban atadas les embistiesen.
La verdad era que había comprendido las sutilezas de la imaginación de su compañero. Y las aprobaba fervientemente. Rechazaba como él las riquezas, a los ricos y la forma de pensar que conlleva la riqueza. Si la guerra había hecho algo por ellos —al menos por ellos dos—, había sido inducirles a considerar la frugalidad una deidad. ¡Ansiaban llevar una vida difícil aun cuando eso les privara del placer de tener pensamientos elevados! Coincidía con él en que, si la clase gobernante pierde la capacidad o el deseo de gobernar, debe renunciar a sus privilegios y sepultarse bajo tierra.
Aceptado eso como principio, podía comprender el resto de sus nebulosas obsesiones y terquedades. Tal vez no le habría apoyado en su larga disputa con el bueno de Mark si no hubiese pensado que su prioridad era vivir con la cabeza alta… Y era consciente de que el verdadero motivo por el que había corrido a la puerta en lugar de a la ventana era que no había querido hacer una jugada equivocada en aquella larga partida de ajedrez, por el bien de Christopher. Si hubiese tenido que recibir o que hablar con la señora de Bray Pape habría sido muy desagradable tener a aquella descendiente de la amante de un rey mirándola con los ojos acusadores de quien piensa: «¡Vives con un hombre sin estar casada con él!». Los antepasados de la señora de Bray Pape habían podido obligar al rey a casarse con ella… Pero aun así habría corrido el riesgo: al fin y al cabo, habían pagado un precio muy alto por violar las normas del club. ¡Podía llevar la cabeza alta, no mucho, pero lo bastante! Pues, de hecho, habían renunciado a Groby para poder vivir juntos y ella había soportado una lluvia de calumnias que parecía salpicarle constantemente por encima del seto del jardín… ¡para que Christopher siguiera cuerdo y con vida!
Se habría enfrentado a la señora de Bray Pape. Pero, al pensar en lo alterado que estaba Christopher, se había contenido de amenazar a la señora Pape con terribles consecuencias legales si tocaba el gran árbol de Groby. No habría sido decente interferir en el silencio septentrional de los dos hermanos. No lo haría bajo ningún concepto, ni siquiera para preservar la cordura de Christopher…, ¡a menos que la obligasen! Sabía que Mark no tenía intención de interponerse entre la señora Pape y el árbol, pues cuando le leyó la carta de la señora Pape, él se lo había dado a entender con la mirada… Valentine adoraba y respetaba a Mark porque era un encanto…, y porque la había apoyado contra viento y marea. Sin él… Había habido un momento esa noche terrible… Rezaba a Dios para no tener que volver a pensar en aquella noche tan terrible… Si tuviera que volver a ver Sylvia enloquecería y, en cuanto al hijo que llevaba en su seno…, ¡en lo más profundo de su ser, la destrucción se abatiría sobre su diminuto cerebro!
Gracias a Dios, la señora de Bray Pape la distrajo de aquellas elucubraciones. Hablaba en francés de un modo tan excéntrico que era imposible pasarlo por alto.
A Valentine le pareció ver, sin necesidad de asomarse a la ventana, el rostro imperturbable de Marie Léonie y la inexpresividad con que debía haberle indicado que no pensaba hacer ningún esfuerzo por entenderla. Se la imaginó allí de pie, inmóvil, con su delantal, mirando sin piedad a la otra señora que balbucía debajo del sombrero de tres picos:
—Lady Tietjens, mieu Madam de Bray Pape desire cupé la arbre…
Valentine oyó a Marie Léonie que decía en tono acerado:
—¡On dit «l’arbre», Madame!
Y luego la voz chillona de la doncella:
—Nos llamó «pobres», señora… ¡Y me preguntó por qué no tomábamos ejemplo!
Luego una voz, dulce para tratarse de aquellas personas, y bien modulada:
—Me parece que sir Mark esta sudando mucho. Me he permitido enjugarle…
Mientras, arriba, Valentine decía: «¡Oh, cielos!». Marie Léonie gritó: «¡Mon Dieu!», y se oyó el frufrú de su falda y su delantal.
Marie Léonie pasó junto a una figura vestida de blanco con pantalones diciendo:
—Vous, une étrangere, avez osé…
Un chico resplandeciente de mejillas sonrosadas se apartó trastabillando y dijo:
—El pañuelo de la señora Lowther es el más pequeño y suave… —Y añadió, dirigiéndose a la joven de blanco—: Es mejor que nos vayamos… Vayámonos, por favor… No creo que sea apropiado… —Su rostro era singularmente familiar y su voz singularmente conmovedora—. Por el amor de Dios, vayámonos…
¿Quién decía «¡Por el amor de Dios!» así mientras miraba con los ojos azules?
Valentine estaba en la puerta, tratando desesperadamente de girar la pesada llave: la cerradura era de hierro y muy vieja. Tenía que telefonear al médico. Les había advertido de que, si Mark tenía fiebre o sudoración, le llamaran de inmediato. Marie Léonie debía de estar con él, la obligación de Valentine era telefonear. La llave se resistía, se hizo daño en la mano con el esfuerzo. Sin embargo, parte de sus emociones se debían a aquel muchacho de mejillas sonrosadas. ¿Por qué habría dicho que no le parecía apropiado que siguieran allí? ¿Por qué les había pedido que se marchasen por el amor de Dios? La llave se resistía. Seguía inmóvil como un viejo cerrojo… ¿A quién le recordaba aquel chico? Golpeó la puerta con el hombro. No debía hacer eso. Gritó.
Desde la ventana —¡se había asomado a la ventana para pedirle a la chica que le llevara una escalera, aunque habría sido mucho más sensato pedirle que telefoneara ella!— vio a la señora de Bray Pape, que seguía sermoneando a la pobre doncella. En el sendero, detrás de las lechugas y los guisantes recién plantados, distinguió una figura muy alta. Una figura muy alta y delgada. Portentosa. Por algún efecto óptico de la colina, las figuras allí parecían siempre muy altas… Daba la impresión de estar distraída, casi dubitativa. Casi como la aparición de la estatua del comendador en Don Juan. Parecía ocupada con su guante: como si lo estuviese desabrochando…
Una figura muy alta y de piernas muy delgadas… ¡Una mujer con pantalón de caza! Se recortaba grisácea delante de los altos troncos de los fresnos. ¡No le veía la cara porque tenía la cabeza inclinada y ella estaba arriba, en la ventana! ¡En nombre de Dios…!
La invadió el recuerdo de la terrible oscuridad de la casa de Gray’s Inn aquella noche terrible… Por el bien del pequeño Chrissie que llevaba en su seno, no debía pensar en eso. Se sintió como si tuviera al niño entre los brazos, como si mirase hacia arriba y se inclinase sobre el niño. En realidad, estaba mirando hacia abajo… Aquella noche había mirado hacia arriba, a lo alto de las escaleras. A una estatua de mármol que representaba la figura blanca de una mujer, la Nike…, la victoria alada. Igual que en las escaleras del Louvre. Debía pensar en el Louvre, no en Gray’s Inn. Estaban en una antesala pompeyana, entre tumbas etruscas con guardias de uniforme con las manos a la espalda. Iban de aquí para allá como si creyeran que te disponías a saquear una tumba.
Los dos se habían quedado mirando a lo alto de las escaleras. La casa les había parecido tan extrañamente silenciosa al entrar. Tan extrañamente… ¿Cómo se va a ser más silencioso que el propio silencio? ¡Sin embargo es posible! Había sido como si anduvieran de puntillas. Al menos ella. De pronto habían visto una luz que salía de una puerta abierta. ¡En la luz se encontraron con la blanca figura que les había dicho que tenía cáncer!
¡No debía pensar en eso!
La habían invadido una rabia y una desesperación desconocidas para ella. Le había gritado a Christopher a su lado que la mujer mentía. Que no tenía cáncer…
No debía pensar en eso.
La mujer del sendero —con ropa gris de montar— se acercó despacio. Con la cabeza todavía ladeada. Seguro que llevaba ropa interior de seda debajo de toda aquella tela gris… Muy bien, pero si la tenía era gracias a ellos, Christopher y Valentine.
Le extrañó estar tan tranquila. Por supuesto, era Sylvia Tietjens. Muy bien. Ya había luchado antes por su marido y era de esperar que volviera a hacerlo: los rusos no conseguirán… Recordó con calma la vieja cancioncilla…
Sin embargo, también estaba muy alterada: ¡temblaba al pensar en aquella noche terrible! Christopher había querido ir con Sylvia después de que se cayera por las escaleras. Una buena caída teatral, pero no lo bastante buena. Valentine había gritado: ¡No! No iba a volver jamás con Sylvia. Finis Sylviae et magna… En la noche negra… seguían disparando bengalas. ¡Desde allí las oían!
En fin, estaba tranquila. Ver a aquella figura no iba a dañar el minúsculo cerebro que había en su vientre. ¡Ni a sus miembros diminutos! Iba a frotar esas piernecitas con el paño empapado de agua y jabón al calor de la enorme chimenea… ¡En ella cabían nueve jamones! Y Chrissie la miraría y se reiría… ¡Esa mujer no volvería a hacerlo! Y menos a un hijo de Christopher. ¡Ni de nadie!
¡Aquél tenía que ser el hijo de Sylvia Tietjens! ¡Con una chica con pantalones blancos…! Bueno, ¿quién era ella para impedir que un hijo fuese a ver a su padre? Sintió el peso de su propio hijo en los brazos. ¡Así podría enfrentarse al mundo entero!
¡Era extraño! El rostro de aquella mujer estaba borroso… ¡Sollozante! ¡Los rasgos hinchados, los ojos enrojecidos…! ¡Ah, mientras contemplaba el jardín y aquella quietud, había estado pensando: «¡Si le hubiese dado esto a Christopher no lo habría perdido!». Pero lo habría perdido de todos modos. Aunque hubiese sido la única mujer del mundo no la habría mirado. No después de haberla visto a ella. ¡A Valentine Wannop!
Sylvia había alzado la mirada, como si mirase a esa misma ventana. Aunque no podía ver lo que había detrás. Debía de haber visto a la señora de Bray Pape y a la chica, pues ahora se hizo evidente para qué se había quitado el guante. Tenía una polvera de oro en la mano, estaba mirándose en el espejo y movía la mano derecha a toda prisa delante de la cara… Recuerda: somos nosotros quienes le damos esas cosas de oro. ¡Recuérdalo! ¡No lo olvides nunca!
La dominó una furia súbita. ¡Esa mujer no debía entrar en la casa ante cuya chimenea ella iba a bañar al pequeño Chrissie! ¡Nunca! ¡Nunca! El lugar se contaminaría. Entonces supo lo mucho que odiaba y le repugnaba aquella mujer.
Estaba junto a la cerradura. La llave giró… ¡He ahí lo que es capaz de hacer la idea de que tu niño no nacido puede sufrir algún daño! Subconscientemente, su mano derecha había recordado cómo apretar la llave hacia arriba a la vez que la giraba… No debía bajar corriendo las escaleras. El teléfono estaba en un hueco junto a la gigantesca chimenea. La habitación estaba oscura: era muy larga y de techo bajo. El bargueño de Barker destacaba ostentoso con sus incrustaciones verdes, amarillas y escarlatas. Valentine se apoyó en el hueco entre la pared de la habitación y la chimenea, con el auricular del teléfono en el oído. Contempló la larga habitación que comunicaba con el comedor, del que lo separaba una viga enorme y muy oscura cuya vieja madera brillaba por la cera… Elle ne demandait pas mieux…, no podía quitarse la frase de Marie Léonie de la cabeza… No pedía nada más…, ¡si pudiese considerar suyas todas esas cosas! Miró hacia el futuro lejano, cuando todo se extendería tranquilamente ante sus ojos. Tendrían un poco de dinero y un poco de paz. Todo se extendería ante sus ojos… como una llanura vista desde lo alto de una colina. Entretanto, tenían que resistir… De hecho no se quejaba…, mientras tuvieran fuerza y salud.
El médico —lo imaginó alto, rubio y amable, asediado él también por las deudas y con una enfermedad incurable, ¡así es la vida!— le preguntó alegremente qué tal estaba Mark. Ella respondió que no lo sabía. Decían que se había puesto a sudar mucho… Sí, era posible que hubiese tenido una conversación desagradable. El médico dijo:
—¡Tonterías! ¿Y usted? —Aquel hombre tan rubio tenía acento escocés… Ella sugirió que tal vez le viniera bien un calmante. Él replicó—: La han estado importunando. ¡No deje que la molesten!
Valentine le explicó que había estado durmiendo, pero que probablemente lo harían. Añadió:
—Quizá sea mejor que venga usted cuanto antes —¡Hermana Anne! ¡Hermana Anne! ¡Por el amor de Dios, Hermana Anne! Si pudiera tomarse un calmante, todo pasaría como un sueño.
Estaba pasando como un sueño. Tal vez existiera la virgen María… De lo contrario, habría que inventarla para que cuidase de las madres que no pueden hacerlo… ¡Pero ella lo haría! ¡Ella, Valentine Wannop!
La luz que entraba por la puerta del jardín se oscureció. Un bandolero con una falda con ballenas entró en la habitación recortada contra la luz. Dijo:
—Supongo que debe de ser usted la vendedora. Este lugar es muy poco higiénico y tengo entendido que no tienen baño. Enséñeme alguna cosa. Estilo «Lui Cators».
Por lo visto, tenía intención de amueblar Groby al estilo «Lui Cators». Sería mejor que Valentine, una vendedora, no pensara que ellos —sus patronos— iban a pagar precios desorbitados. El señor Pape había sufrido serias pérdidas en Miami. No iban a dejarse chupar la sangre. Deberían derribar aquella casa no apta para ser habitada por el hombre y construir una en su lugar modélica casita de campo para obreros. En aquel país, los que se dedicaban a venderles cosas a los americanos ricos eran como tiburones. Ella descendía espiritualmente de madame de Maintenon. Todo habría sido muy distinto si María Antonieta hubiese tratado mejor a la Maintenon. Ella, la señora de Bray Pape, habría podido ejercer la autoridad que le correspondía. Le habían dicho que tendría que pagar una inmensa suma por haber hecho talar el gran árbol de Groby. Por supuesto, uno de los muros de la casa se había desmoronado. Estas casas viejas no resistían los nuevos inventos. Y eso que había empleado el último modelo australiano de extractor de tocones: el Wee Whizz Bang… Pero, como vendedora, sin duda más relacionada con sus patronos de lo necesario, en vista de la reputación de aquella tienda, ¿qué opinaba Valentine de…?
A Valentine le dio un vuelco el corazón. La luz de la puerta volvió a oscurecerse. Marie Léonie entró jadeando. ¡La hermana Anne en persona! Dijo:
—Le téléphone! Vite!
Valentine respondió:
—J’ai déjà téléphoné… Le docteur sera ici dans quelques minutes… Je te prie de rester à côté de moi…! «¡Te ruego que te quedes conmigo!»
¡Egoísta! ¡Egoísta! Pero iba a nacer el bebé… De todos modos Marie Léonie no habría podido salir por esa puerta. Estaba bloqueada… ¡Ah!
Sylvia estaba mirando a Valentine con la cabeza ladeada. Apenas se le distinguía la cara contra la luz… Bueno, era sólo eso… Inclinaba la cabeza porque era muy alta y no se le distinguía la cara a contraluz. La señora de Bray Pape estaba explicando lo que se sentía al ser descendiente espiritual de los grands seigneurs…
Sylvia estaba entornando los ojos para mirar a Valentine. Eso era. Le dijo a la señora de Bray Pape:
—¡Por el amor de Dios, cierra esa condenada boca y vete de aquí!
La señora de Bray Pape no la entendió. De hecho, tampoco Valentine la comprendió. Una débil voz tembló a lo lejos:
—¡Mamá…! ¡Ma… má!
AQUEL OBJETO, porque más parecía una estatua que un ser humano… Era impresionante lo bien que se maquillaba… Tres minutos antes estaba… ¡hinchada! Y ahora estaba perfecta… Con sombras debajo de los ojos. Y triste. Y muy digna. ¡Y amable! ¡Maldita! Maldita!
A Valentine se le ocurrió que era la segunda vez que había visto aquella cara.
¡Su quietud era terrible!
¿A qué esperaba para soltar el torrente de invectivas que ambas tendrían que cruzar antes de separarse? Valentine estaba de espaldas a la pared. Se oyó decir:
—Ha estropeado usted…
No pudo seguir. Resulta difícil decirle a alguien que su presencia resulta tan infecta que contamina el sitio donde ibas a bañar a tu bebé. ¡No se hace!
Marie Léonie le dijo en francés a la señora de Bray Pape que madame Tietjens no requería su presencia. La señora de Bray Pape no comprendió. Es difícil para una Maintenon comprender que su presencia no es necesaria.
La primera vez que Valentine vio aquella cara —en el salón de Edith Ethel— pensó en lo bondadosa, lo deslumbrantemente bondadosa que era. Aquellos labios se habían acercado a las mejillas de su madre, y a Valentine se le habían llenado los ojos de lágrimas. Aquel rostro estatuario había declarado que tenía que besar a la señora Wannop por haber sido tan amable con Christopher. Maldita sea, daba la impresión de que también fuese a besarla a ella. Pero ahora no tenía la excusa de Christopher.
«(No debes decir “Maldita sea”. La guerra ha terminado…)» Ah, pero ¿cuándo se pasarían también sus consecuencias?
La estatua, su voz era tan inexpresiva que podía seguir considerándosela una estatua, le dijo con frialdad a la señora de Bray Pape:
—¡Ya lo has oído! La señora de la casa no requiere tu presencia. Por favor, vete.
La señora de Bray Pape estaba explicando que tenía la intención de amueblar Groby al estilo Luis Catorce.
A Valentine se le ocurrió que la situación no carecía de cierta comicidad. La señora de Bray Pape no conocía a Valentine, y Marie Léonie no sabía quién era la estatua.
Se perderían muchos de los matices de aquel enredo… Un enredo de hoy, de ayer… ¿En qué consistía el enredo…? La estatua había dicho «la señora de la casa». Con delicadeza. Quelle délicatesse!
Pero no parecía acusadora. Se había hecho a un lado pensativa. Perpleja. Ante los caminos del Señor. Como si Dios la hubiese golpeado y estuviese perpleja ante sus designios… Tal vez fuese así.
Se agarró al estante del teléfono. El niño se había movido en su vientre. Quería que fuese la señora Tietjens en su propia casa. Aquella mujer lo impedía. No podía ponerle a la criatura el nombre de su padre. Por eso protestaba. Estaba oscureciendo.
Alguien la estaba llamando: «¡Valentine!».
Una voz de chico gritaba: «¡Mamá! ¡Mamá!».
Una voz suave dijo: «¡Señora Tietjens!».
¡Qué cosas decían en presencia de su hijo…! ¡Mamá! ¡Mamá…! Su madre estaba en Pontresina, con secretario vestido de alpaca negra incluido… ¡En los Alpes italianos!
¡Oscurecía…! Marie Léonie le dijo al oído: «Tiens toi debout, ma chérie!».
La noche oscura, la fría nieve…, el viento áspero y, ¡ay!, ¿adónde iremos los pastores en busca del hijo del Señor?
Edith Ethel estaba leyéndole una carta a la señora de Bray Pape. Decía: «Como americana cultivada que es, estará usted interesada… ¡Del gran poeta…!». Un caballero sostenía un sombrero de copa delante del pecho como si estuviera en la iglesia. ¡Era delgado, tenía la mirada un tanto obtusa y una barba semítica! Los judíos no se quitan el sombrero en la iglesia…
¡Por lo visto, la iban a denunciar delante de la congregación! ¿Habrían llevado una letra escarlata…? Ella y Christopher eran lo bastante puritanos. La voz del hombre de la barba semítica…, Sylvia Tietjens le había quitado a Edith Ethel la carta de las manos… ¡Casi no había cambiado! Tenía unas cuantas arrugas más. Y estaba pálida. Y reducida de pronto al silencio…, la voz del hombre de la barba dijo:
—¡Después de todo! Ahora es diferente. En la práctica, es casi Tietjens de… —Empezó a retroceder hacia la salida. Parecía un hombre tratando de abrirse paso entre la multitud a la puerta de la iglesia. Le dijo a Valentine en un tono extrañamente inquisitivo—: ¡Señora…, eh, Tietjens! —Y luego añadió: Pardon!, tratando de poner acento francés.
Edith Ethel observó:
—Sólo quería decirle a Valentine que si hago la venta en persona, no veo por qué iba a tener que pagarle ninguna comisión.
Sylvia Tietjens replicó que podían hablar de eso fuera. Valentine era consciente de haber oído que, poco antes, la voz de un chico había preguntado: «Mamá, ¿no crees que resulta inapropiado?», y se preguntó si sería apropiado que la gente la llamara «señora Tietjens» en las narices de Sylvia Tietjens. Por supuesto, tenía que serlo para los criados, pero… Se oyó decir:
—¡Siento que el señor Ruggles me llamara señora Tietjens delante de usted!
¡Los ojos de la estatua parecieron entornarse aún más!
La amarga respuesta le llegó como de unos labios rígidos:
—Si el rey va a tener mi cabeza me trae sin cuidado lo que haga con mi…
A Valentine le resultó desagradable…, como un pinchazo de celos. Lo que Sylvia le estaba diciendo era simplemente: «Ya tienes a mi marido, así que puedes quedarte también con su nombre». Pero, al emplear una frase que Christopher utilizaba habitualmente —y que Mark había utilizado habitualmente cuando podía hablar—, al emplear, por tanto, una frase de la familia Tietjens, le estaba dando a entender que ella también había pertenecido a esa familia y que, antes que Valentine, había oído sus frases hasta el hartazgo.
La estatua siguió hablando.
Dijo:
—Quería echar a toda esa gente… Y ver…
Hablaba muy despacio. De un modo marmóreo. A las flores del jarrón del faldistorio les hacía falta agua. Caléndulas. De color naranja… Las mujeres se sienten mal cuando el niño que llevan dentro se mueve. Unas veces más y otras menos. Debía de estar muy incómoda: había habido mucha gente en la habitación, no sabía ni cómo habían llegado allí ni cuándo se habían ido. Le dijo a Marie Léonie:
—El doctor Span va a traerme un calmante… No encuentro esos…
Marie Léonie estaba mirando a la estatua, los ojos se le salían de las órbitas como a Christopher. Tan inmóvil como un gato que observa a un ratón, preguntó:
—Qui est elle? C’est bien la femme?
La silueta que se recortaba contra la luz tenía ahora un aspecto extraño como un peregrino en un ballet…, las largas piernas ligeramente arqueadas daban esa impresión. En realidad era la tercera vez que la veía…, pero en la casa oscura no había llegado a verle bien la cara… Tenía el rostro contraído y por tanto no había visto sus verdaderos rasgos: éstos sí lo eran. Aquella figura tenía algo tímido. Y noble. Dijo:
—¡Correcta! Michael me pidió «¡trata de ser correcta, mamá…!». Pero para eso… —Levantó la mano como si quisiera golpear al cielo. El techo era tan bajo que se golpeó con la viga. Dijo—: En realidad, fue el padre Consett… Puede que pronto te llamen señora Tietjens. Pongo a Dios por testigo de que vine para echar a esa gente… Pero quería ver cómo lo habías… —Sylvia Tietjens tenía la cabeza gacha y un poco ladeada. Para contener, sin duda, las ganas de llorar. Dijo mirando al suelo—: Te repito que Dios es testigo de que nunca se me ha pasado por la cabeza hacerle daño a tu hijo. Su hijo… Ninguna mujer… Hacerle daño a un niño… Tengo uno muy bueno, pero quería otro… pequeño… Ha sido la equitación… —¡Alguien sollozó! Luego Sylvia miró a Valentine—: Esto es cosa del padre Consett en el cielo. ¡Un santo y un mártir, sólo quería hacer el bien! Casi puedo ver su sombra en estas paredes ahora que oscurece. Vosotros lo ahorcasteis: ni siquiera lo fusilasteis, aunque siempre me digo que lo hicisteis y trato de ocultarme a mí misma la verdad… Y, sin embargo, ahora tenéis la vida por delante… —Mordió el pañuelito que llevaba oculto en la mano. Dijo—: Maldita sea, estoy haciendo de alcahueta para Tietjens de Groby…, ¡dejándote a mi marido!
Alguien volvió a sollozar.
A Valentine se le ocurrió que Christopher había dejado esos grabados dentro de una jarra en el campo en la subasta del viejo Hunt. Nadie había querido la jarra. Luego Christopher le había dicho a un viejo marchante llamado Hudnut que podía quedarse con ella y unas cuantas más a cambio de prestarle el carro… Christopher estaría cansado cuando volviera. Pero tendría que ir a ver a Hudnut, no podía encargárselo a Gunning. No debían decepcionar a lady Robinson…
Marie Léonie dijo:
—C’est lamentable qu’un seul homme puisse inspirer deux passions pareilles dans deux femmes… C’est le martyre de notre vie!
Sí, era lamentable que un hombre pudiera inspirar dos pasiones semejantes en dos mujeres. Marie Léonie salió a cuidar de Mark. Sylvia Tietjens se marchó. Dicen que nadie se muere de alegría. Valentine cayó al suelo. Como un fardo… Fue una suerte que tuvieran la alfombra de Basora, de lo contrario Chrissie… No tenían dinero… Eran pobres…, pobres…