No, no se podía ignorar a Fittleworth. Como terrateniente aficionado a la caza del zorro podía ser un monstruo en vías de extinción, aunque también podía no serlo: no había manera de saberlo. Sin embargo, como adicto siniestro y malicioso a la compañía de mujeres malvadas y descendiente de una estirpe que había sido adicta a la compañía de mujeres buenas y malvadas a lo largo de generaciones, era el hombre más peligroso que cabía imaginar. Aquel tipo grosero, obtuso, moreno y obstinado, Gunning, podía enfrentarse refunfuñando a Fittleworth, responderle y correr el riesgo de lo que le hiciera. Igual que los demás campesinos. Pero ellos eran su gente. Ella, Sylvia Tietjens, no lo era… y no creía poder desafiarle. Igual que media Inglaterra.
El viejo Campion aspiraba al puesto de la India…, y probablemente ella también quisiese que lo obtuviera. Habían talado el gran árbol de Groby y si no se tiene la distinción, si se ha deshecho una de la distinción del gran árbol de Groby sólo por herir a un hombre, ya puestos también se puede aceptar la India. Los tiempos estaban cambiando, pero era imposible saber cómo cambiaban las circunstancias de un hombre como Fittleworth. Se sentaba como un mono en su caballo y contemplaba sus tierras igual que había hecho su familia, legítima o ilegítima, durante generaciones. Estaba muy bien eso de considerarlo un mero terrateniente rural casado con una don nadie americana y olvidarse de él sin más. Iba a Londres —acompañado de su Cammie— y pasaba sin llamar la atención por los mejores sitios y decía alguna cosa aquí y allá; y, a pesar de su origen extranjero y desconocido, la condesa tenía acceso a muchos oídos que podían ser muy peligrosos para un aspirante a la India. Campion tenía su hoja de servicios y su circunscripción. Pero Cammie Fittleworth era popular en las altas esferas y Fittleworth tenía sus jaurías de sabuesos, y, si se trataba de circunscripciones, a los comerciantes de un par de condados. Y era malicioso.
Ella siempre había sabido que Dios intervendría algún día en defensa de Christopher. Después de todo, Christopher era bueno… asquerosamente bueno. Admitía que, al fin y a la postre, la función de Dios y las Potencias invisibles era velar por que una buena persona pudiera gozar de una aburrida vida doméstica… e incluso de la venta de muebles antiguos. Resultaba cómico…, pero no tenía más remedio que admitirlo. Lo más probable —y con razón— es que Dios esté de parte de la vida doméstica aburrida. De lo contrario, el mundo no podría seguir adelante: los niños no crecerían sanos. Y, ciertamente, Dios deseaba que se produjesen grandes cantidades de niños sanos. De hecho, hoy en día, todos los médicos dicen que los colapsos nerviosos se dan en personas cuyos padres no llevaban una vida armoniosa.
Así que Fittleworth bien podía haber sido elegido como el rayo que ayudaría a la casa de Tietjens. Y la elección era muy acertada por parte de las potencias invisibles. ¡Sin duda estaba predestinada! No era casualidad que Mark estuviese bajo la égida —si es que se podía llamarla así— del conde. Durante mucho tiempo, había sido uno de los poderes terrenales, igual que Fittleworth. Se habían movido en las mismas esferas —las misteriosas esferas de los elegidos— que regían el destino de la nación en lo que se refiere a los trabajos más espléndidos y decorativos. Debían de haberse visto, aquí y allá, continuamente a lo largo de los años. Y Mark había declarado que quería acabar sus días en aquel lugar, sencillamente porque quería estar cerca de los Fittleworth en quienes podía confiar para cuidar de su Marie Léonie y los demás.
De hecho, Fittleworth, como el propio Dios, estaba de parte de la vida doméstica aburrida y de las mujeres que se dedicaban a producir hijos saludables. De joven se decía que había estado muy unido a una mujer a quien había conocido en circunstancias románticas —una bailarina famosa que le había robado a cierta persona muy importante delante de sus narices—. Y la mujer había muerto al dar a luz… o había dado a luz a un bebé, había enloquecido y había cometido suicidio después de aquel logro. El caso es que, durante muchos meses, los amigos de Fittleworth habían tenido que velarle noche tras noche para que no se suicidase.
Más tarde —después de casarse con Cammie en busca de la vida doméstica que, si no fuese por sus sabuesos, habría sido casi aburrida—, tanto él como, por supuesto, la condesa se habían interesado en la causa de proporcionar condiciones favorables para las mujeres antes de dar a luz. Habían construido un encantador hospicio justo al pie de sus ventanas.
Así que ahí estaba y, mientras le echaba aquella mirada inquisitiva a Fittleworth a su lado, era consciente de que, probablemente, fuese a librar con él un duelo como el que nunca había librado antes.
Había empezado diciendo: «Maldita sea, Campion, Helen Lowther no debía estar aquí». Luego había dado a entender que, de acuerdo con lo que Sylvia decía, la casa era un completo desorden. Pero había añadido: «Si lo que dices es cierto».
Eso, por supuesto, era muy peligroso, pues probablemente Fittleworth supiera muy bien que Helen Lowther había ido allí por sugerencia de Sylvia. Y le estuviese dando a entender que, si había ido incitada por ella y la casa era, según creía, un burdel, la condesa se enfadaría terriblemente. ¡Terriblemente!
Helen Lowther no tenía mayor importancia, salvo para la condesa…, y, por supuesto, para Michael. Era una de esas americanas atractivas que llegan aquí y se entretienen con las cosas más sencillas. Le gustaba visitar ruinas, charlar de cualquier cosa, galopar por la montaña, hablar con los criados y la adoración de Michael. Probablemente habría rechazado la adoración de cualquiera más viejo.
Y a la condesa le gustaba preservar la inocencia de las jóvenes americanas. Tenía ya cincuenta y tantos años y era de una generación que conservaba cierta rigidez además de cierta amplitud de miras y una franqueza algo pasadas de moda. Pertenecía a una clase de americanas que en otra época habían dado la impresión de ser terriblemente ricas y que, en el presente estado de cosas, ya no lo parecían tanto, pero conservaban un impresionante aspecto de comodidad y autoridad social y se movía en un círculo cuyos integrantes, americanos, ingleses, o incluso franceses, pertenecían a la misma clase, al menos por matrimonio, que ella. Toleraba —incluso apreciaba— a Sylvia, pero se enfurecería si, estando bajo su techo, su pupila Helen Lowther entrase en contacto social con una pareja irregular. Nunca se sabe cuando puede aparecer ese punto de vista en una mujer de esa clase y edad.
Sylvia, no obstante, había corrido el riesgo. No le había quedado otro remedio: al fin y al cabo, en el peor de los casos, sería como tirar de otro cordón de la ducha. Esta vez caería mucha agua…, pero era su vocación en la vida y, si Campion acababa quedándose sin la India, siempre podría seguir con su vocación en otro lugar. ¡Estaba cansada, pero no tanto!
Así que se había arriesgado a decir que suponía que Helen Lowther podía cuidar de sí misma y había añadido un comentario salaz para que no decayese la conversación. En realidad no sabía nada del marido de Helen Lowther, quien probablemente fuese un hombre delgado que tuviese alguna ocupación en el lúgubre oeste. Pero no debía de estar muy impressionné o no permitiría que su joven y atractiva esposa se paseara sola por Europa.
Su señoría no dio a entender nada más y se limitó a repetir que, si aquel tipo era como decía la señora Tietjens, la condesa le tiraría de las orejas. Y, en vista de eso, a Sylvia no le quedó más remedio que hacer la concesión de decir que no veía por qué Helen Lowther no iba a poder visitar una pintoresca casa de campo que, aparentemente, era conocida en toda América. Y tal vez comprar algún chisme viejo.
Su señoría apartó la vista de las distantes colinas y le echó una mirada larga, fría y bastante impertinente. Dijo:
—¡Ah!, si se trata sólo de eso… —Y se interrumpió, así que ella volvió a arriesgarse:
—Si —respondió muy despacio— cree usted que Helen Lowther necesita protección, estoy dispuesta a bajar y cuidar yo mismo de ella.
El general, que había tratado de interrumpir varias veces, exclamó: «¡No querrás encontrarte con ese tipo…!», y lo echó todo a perder, pues Fittleworth podía aprovechar la oportunidad para dejarle cumplir lo que podían considerarse las instrucciones de su protector natural. De lo contrario, tendría que haberse delatado. Así que ella había tenido que descubrir un poco más sus cartas diciendo:
—Christopher no está. Ha ido en avión a York… para salvar el gran árbol de Groby. Su capataz, Speeding, lo vio al ir a por la silla de montar. Iba a coger un avión. —Añadió—: Pero es demasiado tarde. La señora de Bray Pape recibió una carta ayer donde le comunicaban que habían talado el árbol. ¡Por orden suya!
Fittleworth exclamó:
—¡Dios mío! ¡Nada menos!
El general lo miró como quien teme ser abatido por un rayo. Campion le había advertido una y mil veces de que Fittleworth se enfurecería sólo de pensar en la posibilidad de que un inquilino de una casa amueblada pudiera interferir con los árboles del dueño… Pero Fittleworth se limitó a seguir mirando a lo lejos en comunión con el mango de su fusta. Sylvia supo que debía hacer otra concesión y afirmó:
—Ahora a la señora de Bray Pape no le llega la camisa al cuello. Está terriblemente asustada. Por eso ha venido. ¡Cree que Mark hará que la metan en la cárcel! —Luego añadió—: ¡Quiso traerse a mi hijo Michael para que intercediera por ella! ¡Como futuro heredero tiene derecho a opinar sobre la vista!
Y, por sus palabras, Sylvia, comprendió mucho mejor hasta qué punto temía a aquel hombre tan silencioso: estaba más cansada de lo que pensaba y la idea de la India le resultaba muy atractiva.
En ese momento Fittleworth exclamó:
—¡Qué demonios, tengo que arreglarle las cuentas a Gunning!
Hizo que su caballo volviera a la carretera y, con el mango de la fusta, le hizo señas al general de que lo acompañase. El general la miró con ojos suplicantes, pero Sylvia comprendió que tenía que quedarse allí y esperar a oír el veredicto de Fittleworth de labios del general. Ni siquiera tendría que librar un duelo de sous-entendus con Fittleworth.
Apretó el mango de la fusta y miró en dirección a Gunning… Si la condesa iba a pedirle por medio del viejo Campion que hiciera las maletas y se marchase de la casa, al menos trataría de sonsacar a aquel tipo al que nunca había podido acercarse.
Los caballos de Fittleworth y el general, contentos de alejarse del alazán de Sylvia, trotaron agradablemente a lo largo de la carretera, a la yegua le gustaba su compañero.
—Ese Gunning… —empezó su señoría, y luego prosiguió muy animado—. Lo de esas cercas… Ya comprenderá que mi carpintero las repara…
Fueron las últimas palabras que oyó y pensó que Fittleworth seguiría hablando un buen rato de sus dichosas cercas para coger desprevenido al general…, y sin duda por guardar las formas. Luego asestaría un golpe que sería terrible para el viejo general. Puede incluso que le interrogara sobre los hechos con astutas preguntas indirectas sin dejar de mirar a lo lejos.
Eso no le preocupaba. Ella no se las daba de historiadora, lo suyo era más entretener que instruir. Y ya le había hecho muchas concesiones a Fittleworth. O tal vez a Cammie. Cammie era un ser oscuro, grande, gordo y de buen corazón con bolsas debajo de los ojos líquidos. Pero tenía fuerza de voluntad. Y Sylvia era consciente de haber hecho una considerable concesión al decirle a Fittleworth que ella no había incitado a Helen Lowther y los otros dos a hacer una incursión en casa de los Tietjens.
No había contado con amilanarse así. Había ocurrido sin más. Su intención era arriesgarse a sugerir que quería preocupar a Christopher y a su compañera para que abandonasen la región.
El hombre pesado que llevaba los tres caballos se acercó despacio, como si condujera un pequeño ejército por la estrecha carretera. Iba sucio y con la chaqueta desabrochada, pero la miró fijamente con los ojos un poco enrojecidos. Le dijo desde lejos algo que no llegó a entender. Era acerca de su montura. Le estaba pidiendo que hiciera recular al alazán hacia el seto. Ella no estaba acostumbrada a que le dirigiesen la palabra las clases inferiores. Se quedó en mitad de la carretera. Así aquel tipo no podría pasar. Sylvia sabía lo que ocurría: su alazán cocearía a los caballos de Gunning si pasaban junto a sus cuartos traseros. En la temporada de caza llevaba siempre una enorme «K» en la cola.
Sin embargo, aquel tipo debía de entender de caballos: de lo contrario no iría montado en uno de ellos con los estribos cruzados por delante encima de la silla, ni llevaría a otros dos de la brida. No estaba segura de poder hacerlo ella misma, aunque en otro tiempo sí habría podido. Había pensado desmontar del alazán y pasarle las riendas a Gunning. Una vez en el suelo, no podría negarse a aceptarlas. Pero no llegó a pasar la pierna por encima de la silla. Aquel tipo parecía capaz de negarse.
Se negó. Le pidió que le aguantara el caballo mientras ella iba a hablar con su amo y él no hizo el menor ademán de obedecerla, siguió mirándola fijamente. Le había dicho:
—Es usted el criado del capitán Tietjens, ¿verdad? Soy su mujer. ¡Me alojo en casa de lord Fittleworth!
Él no respondió ni hizo ningún otro gesto que pasarse el dorso de la mano por la aleta izquierda de la nariz a falta de pañuelo. Dijo algo incomprensible, aunque nada conciliador. Luego empezó un discurso más largo. Eso sí lo entendió. Venía a decir que había pasado treinta años, desde que era niño, al servicio de su señoría y el resto del tiempo con el capitán. También señaló que había un poste donde amarrar al caballo y una cadena junto a la cerca. Pero le recomendó que no lo atara allí. El alazán haría astillas cualquier carro que pasara por la carretera. Y la mera idea de que el caballo coceara y se hiciera daño hizo que Sylvia se estremeciese, era muy buena jinete.
La conversación prosiguió entre largas pausas. Sylvia no tenía prisa: tenía que esperar a que volviesen Campion o Fittleworth…, probablemente con el veredicto. Cuando empleaba frases cortas, aquel tipo era incomprensible por culpa del dialecto. Cuando usaba frases más largas ella lograba entender una o dos palabras.
Ahora le preocupaba muy poco que Edith Ethel pudiera estar subiendo por el camino. Prácticamente le había prometido encontrarse con ella en aquel momento y lugar, pues seguía empeñada en venderle sus cartas amorosas a Christopher o en venderlas a través de él… La noche anterior, Sylvia le había contado a Fittleworth que Christopher había comprado la propiedad que tenía a sus pies con el dinero de lady Macmaster que había sido su amante. Fittleworth se había quedado pasmado…, a partir de ese momento se había mostrado distante con ella.
De hecho, Christopher había comprado aquel lugar con un dinero caído del cielo. Muchos años antes —antes incluso de casarse—, había cobrado una herencia de una tía suya y, con su característico estilo visionario, la había invertido en alguna propiedad, o invento, o concesión de tranvías colonial —casi seguro canadiense— porque pensaba que algún remoto lugar, debido a su posición geográfica junto a no sé qué carretera, acabaría desarrollándose. Por lo visto se había desarrollado durante la guerra y aquella inversión olvidada le había rendido nueve libras y seis peniques por cada libra. Caídas del cielo. Era inevitable. Con un récord en inversiones visionarias y una generosidad como los que Christopher tenía a sus espaldas, algo tenía que ganar en algún momento: alguna inversión quimérica tenía que resultar sensata y algún deudor ser honesto. Tenía entendido incluso que un coronel que había muerto el día del armisticio, y a quien Christopher le había prestado una considerable suma de varios cientos, había resultado ser honrado. Al menos sus albaceas la habían escrito para preguntarle la dirección de Christopher a fin de hacerle efectivo un pago. En aquel momento ella desconocía su dirección, pero probablemente la habrían conseguido del Ministerio de la Guerra o en alguna otra parte.
Sin duda se había mantenido a flote con ingresos inesperados como aquél, pues Sylvia no creía que el negocio de los muebles antiguos fuese tan rentable. Había sabido por la señora Cramp que el socio americano había malversado la mayor parte del dinero que debería haberle correspondido a Christopher. No hay que hacer negocios con americanos. Cierto que hacía unos años —durante la guerra— Christopher había predicho una invasión americana…, igual que siempre lo predecía todo. De hecho, había dicho que, si uno quería tener dinero, debía buscarlo allí donde estuviera: en otras palabras, que si querías vender, tenías que estar dispuesto a vender algo que tuviera demanda. Y de pocas cosas había tanta demanda como de muebles antiguos. Daba igual. Ya había empezado una pequeña campaña para que la señora de Bray Pape volviese a amueblar Groby —para que exportase todos los toscos muebles de caoba de 1840 que contenía el caserón a Santa Fe, o dondequiera que viviese el señor Pape, y volviera a amueblarlo con muebles estilos Luis XIV, como corresponde a la descendiente espiritual de la Maintenon—. Lo malo era la tacañería del señor Pape.
De hecho la señora de Bray Pape estaba muy atribulada esa mañana. Al talar el tronco del gran árbol de Groby, los leñadores habían echado abajo dos tercios de la pared exterior del salón de baile y aquella enorme y lúgubre habitación con sus gigantescos mármoles y la vieja sala de estudios del piso de arriba se habían desmoronado. Por lo que había podido entender de la carta del administrador, el dormitorio de infancia de Christopher casi había desaparecido… En fin, si al gran árbol de Groby no le gustaba Groby House, lo cierto es que se había vengado al morir… ¡Christopher se llevaría un buen disgusto! Y, por si fuera poco, la señora de Bray Pape había mutilado el gran palomar instalando en él una estación eléctrica.
Por lo visto aquello le iba a costar una fortuna a los Pape y al parecer era probable que el señor Pape le organizase un escándalo a su mujer… En fin, no se puede ser el vicerregente de Dios en Inglaterra sin pelarse las rodillas con algunas antiguallas.
Sin duda, Mark ya debía estar al tanto de todo. Tal vez lo hubiera matado. Esperaba que no, porque todavía tenía intención de gastarle alguna mala pasada antes de despacharlo… Si estuviese muerto o agonizante debajo de aquel paralelogramo de paja entre las ramas de manzano, cabía la posibilidad de que ocurriesen muchas cosas. Todas muy inoportunas.
En primer lugar, estaba lo del título. Decididamente ella no lo quería y con él sería mucho más difícil desacreditar a Christopher. Es mucho más difícil desacreditar a la gente con títulos y enormes posesiones que a la gente pobre y normal, porque cambia la escala moral. Los títulos y las grandes posesiones le exponen a uno a grandes tentaciones…, y es disculpable que uno sucumba a ellas. ¡Por otro lado, es escandaloso que los indigentes se diviertan!
Así que, sentada tranquilamente en su caballo a plena luz del sol, Sylvia se sintió como un general que está perdiendo los frutos de la victoria. Le daba igual. Había echado abajo el gran árbol de Groby: era el peor golpe que habían sufrido los Tietjens en diez generaciones.
Pero entonces, justo cuando Gunning repitió una observación casi comprensible, se le pasó por la cabeza una idea extraña y desagradable. Puede que Dios, al permitir que talaran el gran árbol de Groby, hubiese dado por concluida la maldición que pesaba sobre los Tietjens. Era muy posible.
Gunning le había dicho con un acento muy marcado:
—Yo de usted no bajaría a la casa. Llevaría a Boldero a la granja y haría que lo metieran en la cuadra. —Sylvia intuyó que se refería a que si llevaba el caballo a no sé qué granja lo meterían en la cuadra y ella podría descansar en el salón del granjero. Gunning la miró fijamente de un modo muy extraño. Ella no supo cómo interpretarlo.
De pronto, le recordó a su infancia. Su padre había tenido un jardinero tan intratable y aparentemente autocrático como él. Eso era. Llevaba casi treinta años sin ir al campo. Por lo visto los campesinos no habían cambiado mucho. Los tiempos cambian, las personas probablemente no lo hagan demasiado.
Lo recordó con una súbita y extraordinaria claridad. Un invernadero en el oeste de Inglaterra, donde había sido «Señorita Sylvia, ¡oh, señorita Sylvia!» para todo un ejército de quejosos sirvientes, y aquel tipo viejo, moreno e intratable que era «señor Carter» para todos, excepto para su padre. El señor Carter había estado plantando unos brotes de geranio mientras ella hacía rabiar a un gatito blanco. Tenía trece años y unas enormes trenzas de pelo rubio. El gatito se había escapado y se estaba frotando con la espalda arqueada contra las piernas del señor Carter que le tenía mucho afecto. Ella se había propuesto —sólo por fastidiar al señor Carter— hacerle algo al gatito, tal vez meterle las patas en cáscaras de nuez. Tenía tan poca intención de hacerle daño al gato que había olvidado lo que era. Y de pronto aquel hombretón, con los ojos enrojecidos y brillantes, le había amenazado con darle tal paliza en una parte de su anatomía en la que suele castigarse más a los niños de las escuelas públicas que a las señoritas… que no podría sentarse en una semana, si osaba tocarle un solo pelo al gato.
Curiosamente le había resultado tan placentero que lo recordaba con todo detalle. Era la única vez en su vida que la habían amenazado con la violencia física, pero sabía que había tenido muchas veces la misma sensación en su interior: ojalá Christopher le hubiera pegado alguna vez… ¡Oh, sí… Drake! Había estado a punto de matarla la noche antes de su boda con Christopher. ¡Aún recordaba lo que había temido por el niño que llevaba en su vientre! ¡La emoción había sido insoportable!
Le dijo a Gunning, y se sintió exactamente igual que cuando trataba de fastidiar al señor Carter de hacía tantos años:
—No veo por qué voy a tener que ir a ninguna granja. Puedo montar a Boldero por este sendero. Y, además, antes tengo que hablar con su amo.
En realidad no tenía intención de hacerlo, pero condujo el caballo hasta la puerta de la cerca que había justo detrás de Gunning.
Él desmontó del caballo con singular rapidez entre los otros que llevaba. Fue como la carga de un elefante y, con todas las riendas en la mano, se puso delante de la puerta a cuyo cierre ella había acercado el mango de la fusta… Su intención no era abrirlo. Podría haberlo jurado. Las venas del hombre se marcaron en su cuello y hombros velludos. Dijo: «¡No, no lo abrirá!».
Su alazán estaba tratando de morder a los otros caballos. Sylvia no estaba segura de que la hubiese oído cuando le preguntó si es que no sabía que era la mujer del capitán, su amo, y la invitada de lord Fittleworth, su antiguo patrón. El señor Carter no la había oído años antes cuando le había recordado que era la hija de su amo. Había seguido amenazándola. Gunning estaba haciendo lo mismo…, pero más despacio. Primero le espetó que el capitán la despellejaría si osaba molestar a su hermano lo más mínimo, la despellejaría viva. Como ya había hecho antes.
Sylvia respondió que Dios era testigo de que eso no era cierto y que quien dijera lo contrario mentía. Su primera reacción fue molestarse por la implicación de que no estaba a la altura de Christopher. Por lo visto se había jactado de haberle pegado.
Gunning prosiguió secamente:
—Usted misma lo declaró a los periódicos. Me lo leyó mi mujer. El capitán insiste siempre en la comodidad de sir Mark. La echó a usted escaleras abajo, y no le causó ningún cáncer. ¡Al menos no lo parece!
Eso era lo malo de atraer las atenciones caballerosas de los profesionales. Sylvia había iniciado los trámites del divorcio con una petición de la restitución de sus derechos conyugales, acallando la sombra del padre Consett y su conciencia de católica con el argumento de que una petición para que te devuelvan a tu marido de los brazos de una extraña no es lo mismo que el divorcio. En la fecha, en Inglaterra, era una medida preliminar que causaba tanta publicidad como el propio divorcio, que ella no tenía intención de solicitar. Causó muchísima publicidad porque su abogado, en su entusiasmo por la belleza y el ingenio de su cliente —en sus habitaciones, el oscuro, gaélico y joven KC [224] se había mostrado muy sentimental en su entusiasmo— había sobrepasado los límites establecidos para dicha fase preliminar en estos casos. Sabía que el objetivo de Sylvia no era el divorcio, sino calumniar todo lo posible a Christopher, y con su fervorosa oratoria irlandesa le había arrojado tanto lodo como un fox terrier entusiasta con las patas traseras delante de la guarida de un zorro. Había avergonzado a la propia Sylvia que estaba deslumbrante en la sala de tribunal. Y había indignado al juez, quien estaba familiarizado con el caso, pues, como la mayoría de los londinenses de su clase, había tomado el té mientras Sylvia agonizaba debajo del crucifijo y entre los lirios del hospital que era también un convento. El juez había protestado por la oratoria de Sylvian Hatt, pero el señor Hatt ya había dibujado la imagen sensacionalista de Christopher y Valentine esperando en una casa vacía y oscura la noche de armisticio para empujar a Sylvia por las escaleras, lo que le había ocasionado aquella enfermedad que, como podía comprobar el tribunal, la estaba consumiendo. A Sylvia le molestó porque se había presentado con un aspecto radiante y saludable, para que el tribunal y el mundo comprobasen lo idiota que había sido Christopher al haberla dejado por aquella pobrecita. Tenía la esperanza de que Valentine compareciese. Pero no había sido así.
El juez le había preguntado al señor Hatt si de verdad pensaba aportar pruebas de que el capitán Tietjens y la señorita Wannop habían engañado a la señora Tietjens para obligarla a ir a una casa oscura… y, al ver el movimiento de cabeza que Sylvia había sido incapaz de reprimir, le había dedicado algunos epítetos muy duros a su abogado. El señor Hatt en esa época se presentaba como candidato al Parlamento por un distrito de las Midlands y estaba deseando atraer toda la publicidad posible de cualquier caso que se le encomendase. Así que se había enfrentado al juez y le había acusado de indiferencia por el sufrimiento que le estaba causando a su debilitada cliente. Cierta impertinencia bien administrada con los jueces puede servir para ganar muchos votos radicales en las circunscripciones de las Midlands, donde se supone que todos los jueces son tories.
Sea como fuere, el caso había sido un fiasco y, por primera vez en su vida, Sylvia se había sentido humillada, y a eso había que sumarle que sentía un gran terror religioso. En el juicio se le había ocurrido —y ahora volvió a sentirlo de manera aún más vívida— que, años antes, en el salón de su madre en un lugar llamado Lobscheid, el padre Consett había predicho que, si algún día Christopher se enamoraba de otra mujer, Sylvia cometería toda clase de vulgaridades. Y ahí estaba ella, no sólo mezclando los tribunales terrenales con un asunto matrimonial, que es un sacramento, sino en una situación decididamente vulgar. Había abandonado la sala a toda prisa cuando el señor Hatt pidió por segunda vez al tribunal que se apiadase de ella…, había sido incapaz de impedirlo… ¡Piedad! ¡Pedir ella piedad! ¡Se había imaginado —y desde luego quería que la imaginaran— como la espada del Señor abatiéndose sobre los cobardes y traidores a la belleza! ¡Y ahora tenía que soportar que la tomasen por una idiota que se había dejado enredar para ir a una casa vacía! ¡O que había permitido que la empujasen por las escaleras…! Pero qui facit per alium también es responsable de lo que ocurra y se había puesto en una situación tan humillante como la de la mujer de cualquier empleaducho. La recargada prosodia del señor Hatt le había hecho estremecer de pies a cabeza y jamás había vuelto a dirigirle la palabra.
Su situación había sido pregonada por toda Inglaterra…, y ahora volvía por boca de aquel capataz grosero. Y en el momento más inoportuno. Pues de pronto volvió a ocurrírsele con una fuerza arrolladora la misma idea: Dios había cambiado de bando al permitir que talasen el gran árbol de Groby.
La primera premonición de que Dios podía cambiar de bando la había tenido en la sala odiosa de aquel tribunal y, en cierto modo, la había profetizado el padre Consett. Aquel oscuro santo y mártir estaba en el cielo, pues había muerto por la fe, y sin duda gozaba de la confianza de Dios. Había profetizado que se dejaría enredar por los tribunales terrenales. Enseguida se había sentido deshonrada, como si la hubiesen abandonado las fuerzas.
Sin duda así era. Nunca en su vida le había fallado su inteligencia en caso de necesidad. Estaba muy bien decirse que no podía moverse ni adelante ni atrás por miedo a provocar una estampida y que eso explicaba su vacilación mental. Pero era el dedo de Dios…, o del padre Consett, quien como santo y mártir era el agente de Dios… O tal vez Dios, en persona, quien estaba protegiendo a Christopher, que sin duda era un santo anglicano… Puede que el Todopoderoso estuviese molesto por el modo relativamente amable en que el santo católico había conducido aquel caso en el que estaba implicado un santo de la otra convicción. Pues lo más probable era que el padre Consett sintiese cierta predilección por ella, mientras que no era de esperar que el Todopoderoso fuese injusto, ni siquiera con los anglicanos… En cualquier caso, sintió la sombra del padre Consett, con los brazos extendidos como un gigantesco crucifijo, extendiéndose sobre el paisaje, las colinas y el cielo… y, por encima de todo, ¡una Voluntad Suprema!
Gunning, con los ojos enrojecidos fijos en ella, movió los labios con aire vengativo. Ella sintió, al reparar en aquellas fantasmales manifestaciones en el cielo y las montañas, un momento de auténtico pánico. Como el que había tenido cuando estaban bombardeando el hotel en Francia, cuando estaba sentada entre las palmeras con Christopher debajo de un techo de cristal… Un loco deseo de echar a correr…, como si su alma corriese en su interior igual que un montón de ratas en su madriguera esperando la llegada de un terrier invisible.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué demonios iba a hacer…? Sintió una comezón… La dominó el deseo incontrolable de enfrentarse al menos a Mark Tietjens…, aun cuando eso lo matara. ¡Sin duda Dios no podía ser injusto! ¿Para qué le había dado la belleza —¡los peligrosos restos de la belleza!— si no para impresionar a quien no se dejaba impresionar? Debía tener al menos una última oportunidad de probar la fuerza irresistible de su ariete contra aquel poste impasible… Sabía que…
Gunning estaba diciendo que, si por su culpa la señora Valentine tenía un aborto o daba a luz a un niño idiota, su señoría le arrancaría la piel a tiras con su propia fusta de montar. ¡Es lo que había hecho con él su señoría cuando abandonó a su mujer embarazada de ocho meses y medio para irse a vivir con la vieja Cressy! El niño había nacido muerto.
Sus palabras le dijeron muy poco… Sabía que… Sabía que… ¿Qué sabía? Sabía que Dios —¡o tal vez fuese el padre Consett quien lo hubiera organizado de forma más diplomática!— quería que pidiera a Roma la disolución de su matrimonio con Christopher y que apelara luego a los tribunales civiles. Pensaba que era probable que Dios deseara liberar a Christopher lo antes posible, y que el padre Consett le hubiese sugerido el camino más rápido.
Un objeto estrafalario descendía por el sendero de montaña que llevaba casi en vertical hasta la granja entre las hayas. ¡No le importó!
Gunning estaba diciendo que por eso le había despedido su señoría. También le había echado de su casa y le había quitado la paga de diez chelines a la semana, y eso que había pasado treinta años a su servicio.
Ella dijo: «¿Qué? ¿Cómo?». Luego recordó que Gunning había sugerido que podía provocarle un aborto a Valentine…
Su aliento hizo un leve sonido rechinante en su garganta como cuando se trituran las espigas de cebada; tenía las manos enguantadas y las riendas delante de la cara y notó su olor a tafilete; sintió como si una tabla se quebrara en su interior, como la plataforma que desaparece debajo de los pies del convicto cuando lo ahorcan. Dijo: «Podría…». Luego su imaginación se detuvo, el sonido rechinante de su garganta prosiguió. Más alto. Más alto.
Bajar la pendiente por aquel sendero de montaña era imposible. Un faetón negro de mimbre tirado por un poni demasiado grande —uno siempre mira primero al caballo—, orondo como un barril, brillante como una mesa de caoba, trotando como un semental de circo haute école y golpeándose aterrado los cuartos traseros con el negro vehículo. La alivió ver… Pero…, detrás de aquel caballo grotesco y cobarde, había una silueta horrible y estrambótica que sujetaba las riendas como si se tratase de un caballo fúnebre; detrás una chistera, un rostro lívido, un chaleco amarillento, un abrigo negro, y una barba fina y semítica. Enfrente había una cabeza rubia y descubierta, con el cabello muy largo… sentada en el asiento delantero, de espaldas al paisaje. ¡Siempre se podía contar con que Edith Ethel fuese acompañada de un chichisbeo niño-poeta! ¡Arrastrando al señor Ruggles a su futura condición de consorte!
Le gritó a Gunning:
—Por Dios que, como no me deje pasar, le corto la cara en dos… —¡Estaba justificada! Aquello era demasiado…, por parte de Gunning, Dios y el padre Consett. De golpe le habían echado encima perplejidad, inmovilidad y una terrible premonición que la atenazaba por dentro… ¡Terrible! ¡Terrible! Tenía que bajar a la casa. Tenía que bajar a la casa. Le dijo a Gunning—: Maldito idiota… Maldito idiota… Quiero salvar…
Él se apartó —tan despacio que se le hizo interminable— sudado y velludo de la puerta en la que estaba apoyado, y dejó de bloquearle el paso. Sylvia pasó trotando a su lado y descendió por la colina a medio galope. Al ver la mirada enrojecida que le echó Gunning, notó que le habría gustado ultrajarla con ferocidad. Se alegró.
Desmontó del caballo como una artista de circo al oír que varias voces le gritaban desde arriba «¡Señora Tietjens!, señora Tietjens». Soltó al alazán y dejó que se fuese al diablo.
Le pareció raro que no le extrañara. Un cobertizo de corteza de árbol, la puerta que golpeaba a sus espaldas. Las ramas de manzano que extendían hasta el suelo; la hierba que le llegaba hasta la mitad de los pantalones grises. Eran las tierras de Tom Tiddler;[225] era un lugar llamado Gemmenich el 4 de agosto de 1914… Tan sólo quietud: quietud.
Mark contemplaba la silueta de su hijo con ojos pétreos e inquisitivos. Ella dobló su fusta formando un bucle. Se oyó decir:
—¿Dónde están esos idiotas? ¡He venido a echarlos de aquí! —Él siguió mirándola con ojos adamantinos, con la cabeza de caoba apoyada contra las almohadas. Se enganchó el pelo en una rama de manzano. Dijo—: Maldita sea, fui yo quien mandó talar el gran árbol de Groby: no esa Maintenon de opereta, pero, ¡por Dios mi salvador que no arrancaré al niño de otra mujer de su vientre!
Él respondió:
—¡Pobre furcia! ¡Pobre furcia! ¡Ha sido la equitación!
Tiempo después, ella habría jurado que le había oído decir eso, pues en aquel momento experimentaba demasiadas emociones para que le resultase raro oírle hablar. De hecho dio un largo paseo por el bosque antes de poder enfrentarse a los otros. Tietjens tenía un bosque al lado mismo del jardín.
Su mayor amargura fue que disfrutasen de tanta paz. Ella estaba quemando las naves, su mundo se acababa y entretanto ellos disfrutaban de aquella paz. El marido de su amiga Bobbie, sir Gabriel Blantyre —otrora Bosenheir—, estaba recortando gastos como un loco. En su mundo veían aparecer la escritura en el muro. [226] Aquí podían permitirse llamarla pobre furcia, y ¡además tenían derecho a hacerlo!