Sylvia Tietjens, empleando tan sólo la persuasión de su rodilla izquierda, acercó el alazán a la yegua del reluciente general. Dijo:
—Si me divorciara de Christopher, ¿te casarías conmigo?
Él exclamó con la vehemencia de una gallina asustada:
—¡Dios mío, no!
Brillaba por doquier, salvo en aquellas partes de su traje de tweed gris que, si hubiesen brillado, habrían dado a entender que lo había usado más de una vez. Sin embargo, su fino bigote blanco, sus mejillas, el tabique —pero no la punta— de su nariz, las riendas, la corbata de los Guards, las botas, la martingala, el bridón, el bocado, las patas, las pezuñas…, todo daba la impresión de haber sido cepillado interminablemente… Por él mismo, por su ayudante, por los caballerizos de lord Fittleworth, por los mozos de cuadra… Interminables cepillados y supervisiones. Sólo con mirarlo uno se daba cuenta de que tenía que ser alguien como lord Edward Campion, teniente general retirado, KCMG (militar), MPVC, MC, DSO… El caso es que exclamó «¡Dios mío, no!», y con un leve toque a la rienda del bocado obligó a su yegua a apartarse del alazán de Sylvia Tietjens. Molesto por el movimiento de su compañero, el nervioso alazán de la frente blanca le mostró los dientes a la yegua, trotó un poco y soltó un poco de espuma por la boca. Sylvia se movió adelante y atrás en la silla y miró sonriente hacia el jardín de su marido.
—No pensarás —dijo— que vas a quitarme una idea de la cabeza poniendo nerviosos a los caballos…
—Uno —respondió el general entre varios «vamos, vamos» dedicados a su yegua— no se casa con su…
La yegua retrocedió uno o dos pasos hacia el bancal y luego dio un paso adelante.
—¿Su qué? —preguntó con mucha amabilidad Sylvia—. No irás a llamarme tu amante despechada. Sin duda es lo que haría la mayoría de los hombres. Pero ni siquiera he sido nunca tu amante… ¡Tengo que pensar en Michael!
—¡Ojalá —replicó con inquina el general— te aclarases sobre cómo se llama el chico…, Michael o Mark! —Añadió—: Iba a decir, con la mujer de su ahijado… Uno no se casa con la mujer de su ahijado.
Sylvia se inclinó para acariciar el cuello del alazán.
—Uno —dijo— no se casa con la mujer de otro… Pero si crees que voy a ser la segunda señora de Tietjens después de esa… viuda de un peluquero francés…
—Preferirías —respondió el general— ir a la India…
Por su imaginación hostil cruzaron imágenes de la India. Miraron desde sus caballos las posesiones de Tietjens en West Sussex, por encima de una casa con un tejado de teja muy inclinado y ventanas pequeñas, construida con la piedra grisácea del país. Sin embargo, Campion vio nombres como Akhbar Khan, Alejandro de Macedonia, el hijo de Felipe, Delhi, la masacre de Cawnpore… Su imaginación, acostumbrada desde la infancia a la contemplación de la mayor joya de la corona, vertió todos aquellos nombres románticos. Era miembro del Parlamento por la circunscripción de Cleveland oeste y una espina en el costado del gobierno. Tenían que darle la India. Sabían que, de lo contrario, podía hacer públicas ciertas revelaciones sobre los últimos días de la guerra… Lógicamente, no lo haría. No se debe chantajear ni siquiera a un gobierno.
Aun así, y a todos los efectos, él era la India.
Sylvia también era consciente de que, a todos los efectos, él era la India. Vio recepciones en edificios gubernamentales, en las que, tocada con una diadema, ella también sería la INDIA… Como alguien dijo en Shakespeare:
¡Muero, Egipto, muero! Tan sólo
importunaré a la muerte un instante hasta
que, de tantos besos como te he dado,
se pose el postrero en tus labios… [222]
Imaginó que sería agradable, suponiendo que traicionara a aquella India de opereta, tener un amante exclamando a sus pies: «¡Muero, India, muero…». Y ella con su diadema, muy alta. Probablemente vestida de blanco. ¡Probablemente de satén!
El general dijo:
—Sabes que no puedes divorciarte de mi ahijado. Eres católica romana.
Ella replicó sin dejar de sonreír:
—¿Ah, no…? Sin embargo, sería una gran ventaja para Michael que su padrastro fuese el mariscal de campo…
El general exclamó con una irritación impotente:
—¡Ojalá te decidieras sobre si el chico se llama Michael o Mark!
Ella respondió:
—Él se hace llamar Mark… Pero yo le llamo Michael porque detesto ese nombre…
Miró a Campion con auténtico odio. Dijo que, llegado el momento, su venganza sería ejemplar. Michael era un nombre Satterthwaite, Mark, el nombre de un primogénito de los Tietjens. El chico había sido bautizado y registrado como Michael Tietjens. Al ingresar en la Iglesia católica lo habían bautizado Michael Mark. Luego Sylvia había sufrido la única verdadera humillación de su vida. Después de su bautismo papista, el chico había insistido en que le llamasen Mark. Le había preguntado si era eso lo que quería de verdad. Tras una larga pausa —una de esas pausas largas y terribles que hacen los niños antes de emitir un veredicto— había dicho que quería que, en adelante, le llamasen Mark… Como el hermano de su padre o el padre de su padre, de su bisabuelo, tatarabuelo… Como aquel apóstol irascible del león y la espada… Los Satterthwaite, la familia de su madre, podían irse por la borda.
Sylvia odiaba el nombre de Mark. Si había un hombre en el mundo a quien odiaba por ser inmune a sus encantos, ése era Mark Tietjens, que yacía en aquel cobertizo de paja que tenía delante… Su hijo, no obstante, quería, con crueldad infantil, llamarse Mark Tietjens…
El general gruñó:
—Es imposible seguirte… Dices que te humillaría ser la señora Tietjens después de esa francesa… Pero siempre has dicho que es sólo la concubina de sir Mark… Primero dices una cosa y luego la contraria… ¿Qué es lo que tengo que creer? —Sylvia lo miró con luminosa condescendencia. Él siguió refunfuñando—: Primero una cosa y luego otra… Dices que no puedes divorciarte de mi ahijado porque eres católica romana. Sin embargo, inicias los trámites del divorcio y arrastras a ese pobre hombre por el fango. Luego recuerdas tus creencias y no sigues adelante… ¿A qué estás jugando? —Sylvia siguió mirándole con ironía y buen humor desde el otro lado del cuello del caballo. Él dijo—: Eres insondable… Hace poco, durante meses, te estabas muriendo de cáncer…
Ella comentó de muy buen humor:
—No quería que esa chica se convirtiera en la amante de Christopher… Comprenderás que ningún hombre podría… Quiero decir que con su mujer en ese estado… Pero, claro, cuando ella insistió… En fin, no iba a pasarme en cama el resto de mi vida… —Se burló muy alegre de su acompañante—: No creo que conozcas lo más mínimo a las mujeres —dijo—. ¿Por qué ibas a hacerlo? Como es natural, Mark Tietjens se casó con su concubina. Los hombres siempre lo hacen como muestra de arrepentimiento en el lecho de muerte. Tú acabarás casándote con la señora Partridge si finalmente decido no ir a la India. Crees que no, pero lo harás… En cuanto a mí, sería mucho mejor para Michael que su madre fuese lady Edward Campion, ¡de la India!, y no sólo lady Tietjens, la segunda de Groby por detrás de una viuda que fue una aventurilla al otro lado del Canal… —Se rió y añadió—: En cualquier caso, las hermanas del Santo Niño dijeron que nunca habían visto tantos lirios, símbolos de pureza, como en los tés que ofrecí cuando me estaba muriendo… Reconocerás que jamás me habías visto tan arrebatadora como cuando estaba entre los lirios y las tazas de té con el gran crucifijo sobre mi cabeza… ¡Te conmoviste como nunca! El día que el detective nos confirmó que estaba viviendo con aquella chica, juraste cortarle tú mismo el cuello a Christopher…
El general exclamó:
—Y respecto a Dower House en Groby… Es realmente irritante… Cuando le alquilaste Groby a aquella maldita chiflada americana, me dijiste que podría quedarme con Dower House y guardar mis caballos en los establos. Y ahora resulta que no puedo… Al parecer…
—Al parecer —dijo Sylvia— Mark Tietjens pretende dejarle Dower House a su concubina francesa… De todos modos, puedes permitirte pagar una casa propia. ¡Eres lo bastante rico!
El general gimió:
—¡Lo bastante rico! ¡Dios mío!
Ella respondió:
—Todavía tienes tu pensión de hijo menor. Aún cobras la paga de mariscal de campo. Tienes los intereses de la donación que te hizo el país al acabar la guerra. Ganas cuatrocientas libras al año como miembro del Parlamento. Os he mantenido a ti y a tu ayudante, tus caballos y caballerizos en Groby durante años y años…
Una inmensa frustración cubrió el rostro de su compañero. Dijo:
—Sylvia… Ten en cuenta los gastos de mi circunscripción… ¡Cualquiera diría que me odias!
Los ojos de ella siguieron devorando el huerto y el jardín que se extendían a sus pies. Un surco de tierra recién removida se alejaba casi verticalmente desde los cascos de sus caballos hasta la casa que había abajo. Dijo:
—Supongo que de aquí es de donde sacan el suministro de agua. De aquel manantial de allí. ¡Cramp, el carpintero, dice que tienen muchos problemas con las tuberías!
El general exclamó:
—¡Oh, Sylvia! ¡Le contaste a la señora de Bray Pape que no tenían agua corriente y que no podían ni tomar un baño!
Sylvia repuso:
—De lo contrario nunca se habría atrevido a talar el gran árbol de Groby… ¿No ves que para la señora de Bray Pape cualquiera que no se bañe es casi como un proscrito? De este modo, aunque no es precisamente valiente, se arriesgará a talar esos árboles viejos… —Añadió—: Sí, odio los usureros, y tú eres lo más parecido a un usurero que he conocido… —Y prosiguió—: Pero te aconsejo que te calmes. Si dejo que te cases conmigo dispondrás de los ingresos de los Satterthwaite. Por no hablar de los ingresos de Groby hasta que Michael sea mayor de edad y los, ¿cuánto es?, diez mil al año que cobrarás de la India. ¡Si con todo eso no puedes ahorrar lo suficiente para hacerte una casa a mi costa en Groby es que no eres ni la mitad de usurero de lo que yo pensaba!
Varios caballos llegaron con lord Fittleworth y Gunning por el sendero, que discurría junto al jardín y desembocaba en la carretera que bordeaba la parte más alta de la casa. Gunning iba sentado en uno de los caballos sin meter los pies en los estribos y sujetaba las bridas de otros dos por encima del codo. Eran los caballos de la señora de Bray Pape, la señora Lowther y Mark Tietjens. El jardín con sus membrilleros, la vieja casa con el enorme tejado de madera igual que los que se ven en algunos países donde abunda la madera, la techumbre del cobertizo de Mark Tietjens y los famosos cuatro condados se extendían desde el otro lado del seto hasta el infinito. Un aeroplano descendía zumbando hacia ellos, a varios kilómetros de allí. Desde la carretera ascendía una pendiente cubierta de helechos hasta un grupo de hayas enormes que crecían a lo largo de un alambre de espino. Era la cima del prado Cooper. En el silencio, los cascos de todos aquellos caballos resonaban como un destacamento de caballería que se acercase sin demasiado entusiasmo. Gunning detuvo a los caballos a cierta distancia: el animal que montaba Sylvia era demasiado nervioso para acercársele.
Lord Fittleworth cabalgó hasta el general y le espetó:
—Maldita sea, Campion, Helen Lowther no debería estar aquí. ¡La condesa me volverá loco las próximas dos semanas! —Luego le gritó a Gunning—: Y tú, viejo tunante, maldito seas, ¿dónde está esa cerca que me ha dicho Speeding que andas toqueteando? —Por fin, añadió dirigiéndose al general—: Ese viejo tunante pasó treinta años a mi servicio, pero se pasa la vida alterando las cercas de las puñeteras tierras de su ahijado. Desde luego, su obligación es velar por los intereses de su patrón, pero tendremos que llegar a algún acuerdo. No podemos seguir así —Por último le dijo a Sylvia—: Éste no es sitio para Helen, ¿no crees? Gente que vive con toda clase de… Si lo que cuentas es cierto… —El conde de Fittleworth siempre daba la impresión de vestir una levita escarlata, una bufanda blanca con un alfiler de caza, pantalones bombachos de gamuza, un pesado monóculo y un sombrero de seda unido a su persona por un cordón de seda. En realidad, vestía un sombrero cuadrado de fieltro, un traje de tweed y no usaba monóculo. Sin embargo cerraba un ojo para mirar a sus lúcidos pupilos: subido en aquel caballo, con su rostro atezado y contraído, las patillas grises y el híspido bigote grisáceo tenía el aire de un mono disgustado, pero muy habilidoso. Cuando pensó que Gunning no podía oírle, prosiguió—: Sé que no debería poner en evidencia a los señores delante de los criados… Pero éste no es lugar para la sobrina del presidente de un negocio en el que Cammie ha invertido casi todo su dinero. ¡En cualquier caso me echará un buen rapapolvo! —Antes de casarse con el conde, lady Fittleworth había sido la señorita Camden Grimm—. Si lo que dices es cierto, es una auténtica aga… agapemone. Qué raro que el viejo Mark haya hecho algo así a su edad.
El general le dijo a Fittleworth:
—Sylvia dice que soy un usurero… ¿No habrás tenido quejas, digamos, de tus guardas de que doy pocas propinas? ¡Ésa es la firma del verdadero usurero!
Fittleworth le dijo a Sylvia:
—No te importará que hable así de la propiedad de tu marido, ¿verdad? —Añadió que, en los viejos tiempos, nadie habría hablado así de un marido delante de una dama. ¡O tal vez sí! Su abuelo mantenía a una…
Sylvia era de la opinión de que Helen Lowther podía cuidar de sí misma. Se decía que su marido no le prestaba la atención que una mujer tiene derecho a esperar de un marido. Así que si Christopher…
Le echó una mirada inquisitiva a Fittleworth. Aquel aristócrata se estaba poniendo ligeramente purpúreo debajo de la piel morena. Miró en dirección al paisaje y tragó saliva. Ella sintió que el momento de tomar una decisión había llegado. Los tiempos cambian, el mundo había cambiado. Ella había tenido una charla larga e ingeniosa con Fittleworth la noche anterior en una larga terraza. Había estado más ingeniosa incluso de lo normal, pero era perfectamente consciente de que después Fittleworth había tenido una larga conversación de matrimonio con su Cammie. Incluso en las grandes casas se cierne cierta sensación de suspense cuando el señor habla con la señora. El señor y la señora —normalmente por indicación del primero— se retiran y los invitados, siempre en pequeños grupos, se demoran, dudan sobre el momento indicado para marcharse, e incluso contienen los bostezos. Por fin, el mayordomo se acerca al invitado de mayor confianza y le anuncia que la condesa no volverá a bajar.
Esa noche Sylvia había disparado su rayo. En la terraza le había pintado al conde un cuadro del ménage cuyo jardín contemplaba ahora. Aquel pequeño dominio se extendía a sus pies como si fuese una diosa capaz de controlar sus destinos. Pero no estaba tan segura. El púrpura oscuro de la piel de Fittleworth no tenía visos de disminuir. Seguía mirando su territorio, como si estuviera leyendo un libro…, un grupo de árboles desaparecido aquí, el tejado rojo de una casa surgido entre los árboles de allí, una estufa de lúpulo con su característica forma de campana desaparecida de un cerro. Se estaba preparando para decir algo. Ella le había pedido la noche anterior que echara a aquella familia de sus tierras.
Como es lógico, no había utilizado esas palabras concretas, pero le había pintado un retrato de Christopher y Mark que, si el aristócrata la había creído, casi obligaba a aquel noble a hacer todo lo que estuviese en su mano para librar a la comarca de semejante plaga… La cuestión era si Fittleworth escogería creerla por ser una mujer hermosa con una voz conmovedora. Era terriblemente hogareño y estaba unido a su mujer americana de un modo que sólo pueden estarlo los hombres morenos y malvados de edad avanzada que descienden de familias muy malvadas, altivas e influyentes. Es como si hubiesen atendido a los caprichos de tantas cantantes de ópera y actrices famosas que, de viejos, cuando contraen matrimonio con mujeres caprichosas o influyentes, le cogieran el gusto a afectar rígida, pero minuciosamente, todo género de atenciones por sus compañeras. Es algo innato.
De modo que el destino de aquel jardín y aquel tejado tan empinado estaba, de hecho, en las manos de Cammie Fittleworth, suponiendo que los señores siguieran teniendo influencia sobre los destinos de sus vecinos. Y era de presumir que la tenían.
Y los hombres son criaturas peculiares. Fittleworth era muy quisquilloso. Así había sido la noche anterior. No obstante, había dudado de muchas de sus acusaciones. No hay que olvidar que Mark Tietjens era un viejo conocido suyo…, no tan íntimo como lo hubiera sido si el conde hubiese tenido hijos, pues Mark prefería las casas de gente casada y con hijos. Pero el conde conocía muy bien a Mark… Un hombre que presta atención a los cotilleos sobre otro a quien conoce muy bien estará dispuesto a dar crédito a casi todo lo que le diga sobre él una mujer hermosa. La belleza y la verdad siempre parecen ir unidas, y al fin y al cabo nadie sabe lo que hacen los demás cuando no están presentes.
Así que Sylvia calculó que no estaba yendo demasiado lejos al inventar o sugerir la existencia de un harén oculto y decadente, con la consecuente enfermedad que explicaba la condición física de Mark y su aparente ruina. En cualquier caso tenía que correr el riesgo. Era una de esas cosas que cualquiera creería incluso de su mejor amigo. Diría: «Imagínate…, el bueno de X…, parecía un apacible vejete, y en realidad estaba…». Y con esas palabras remacharía su convicción.
Eso parecía haber colado.
En cambio, no había tenido tanto éxito con sus revelaciones sobre los hábitos financieros de Christopher. El conde la había escuchado con la cabeza ladeada mientras ella le daba a entender que Christopher vivía de las mujeres: de la antigua señora Duchemin, hoy lady Macmaster, por ejemplo. Cierto que el conde la había escuchado con deferencia y que había sido una acusación bastante segura. Todo el mundo sabía que el viejo Duchemin le había dejado un montón de dinero a su viuda. De hecho, tenía una propiedad muy agradable a menos de diez kilómetros de allí.
Y el nombre de Edith Ethel había surgido de forma natural en la conversación, porque hacía poco tiempo que lady Macmaster le había hecho una visita a Sylvia para hablarle del dinero que el difunto Macmaster le debía a Christopher. Una cuestión sobre la que lady Macmaster era —y siempre había sido— un poco puntillosa. De hecho había ido a preguntarle a Sylvia si no podría emplear su influencia sobre Christopher. ¡Para que le perdonase la deuda!
Aparentemente, Christopher no había llevado su estupidez tan lejos como podía esperarse. Había arrastrado a aquella pobre chica hasta aquellos tristes parajes, pero no iba a permitir que ella y el niño, que por lo visto iban a tener, pasasen hambre o sufrieran demasiadas preocupaciones. Y al parecer años antes, para silenciar una conciencia más bien incómoda, Macmaster le había hecho a Christopher una cesión de su seguro de vida. Macmaster, como ella sabía bien, había exprimido sin piedad a su marido y Christopher ciertamente había considerado el dinero que le prestaba como un regalo. Ella le había censurado por eso muchas veces: le parecía uno de los rasgos más insoportables de Christopher.
Pero, al parecer, la pignoración del seguro de vida seguía en vigor y se había convertido en una carga sobre las propiedades de aquel sujeto miserable. Y el caso era que la compañía de seguros se negaba a pagarle un penique a la viuda hasta que la deuda estuviese liquidada… La idea de que Christopher fuese a hacer por esa chica algo que estaba segura que jamás habría hecho por ella había renovado su amargura. Lo cierto era que había dado paso, casi por completo, a la más pura crueldad: quería atormentar a aquella chica hasta volverla loca. Para eso estaba allí. Imaginaba a Valentine sufriendo debajo de aquel tejado, sólo porque ella les miraba por encima del seto.
El caso es que la visita de lady Macmaster no sólo había reavivado su amargura sino que le había sugerido nuevas formas de amargarle la vida a la familia que vivía debajo. Lady Macmaster con su indescriptible vestido de viuda de crepé, que le otorgaba al mismo tiempo la elegancia y el aire portentoso de un caballo fúnebre, le había parecido un poco desquiciada. Había solicitado la opinión de Sylvia sobre toda clase de procedimientos para obligar a ceder a Christopher y había proseguido con sus súplicas incluso por correspondencia. Por fin había dado con un método singular… Por lo visto, unos años antes, Edith Ethel había tenido un asunto amoroso con un distinguido literato escocés hoy fallecido. Edith Ethel, como era bien sabido, había sido la Egeria de muchos hombres de letras escoceses. Era natural: los Macmaster eran escoceses, Macmaster había trabajado como crítico y había gestionado los fondos gubernamentales de ayuda a los hombres de letras indigentes y Edith Ethel era apasionadamente cultivada. Eso se veía incluso en la forma que adoptaba su vestido de crepé y en cómo lo disponía a su alrededor cuando se sentaba o se levantaba agitada para retorcerse las manos.
Sin embargo, las cartas de aquel escocés en particular habían sobrepasado el mero egerianismo. Hablaban de los ojos, los brazos, los hombros y el aura femenina de lady Macmaster… Y Lady Macmaster había propuesto confiarle a Christopher aquellas cartas para que se las vendiera a algún coleccionista americano. Aseguraba que podría conseguir al menos treinta mil dólares por ellas y, con el diez por ciento de comisión que ganaría Christopher, podía dar por más que recuperadas las casi cuatro mil libras que le debía Macmaster.
A Sylvia le había parecido un método tan excéntrico que había sentido un profundo placer al recomendarle a Edith Ethel que fuese a casa de Tietjens y se entrevistara, a ser posible, con Valentine Wannop en su ausencia. Sylvia calculó que eso intranquilizaría un poco a su rival…, y aunque no lo hiciera, siempre podría sacarle a Edith Ethel jugosos y grotescos detalles sobre el aire cansado, la ropa raída y las manos cansadas de la Wannop.
Hay que tener en cuenta que uno de los mayores tormentos que sufre una mujer abandonada es la pura curiosidad por los detalles materiales respecto a cómo se las arregla sin ella su marido. Sylvia Tietjens había atormentado a su marido muchos años. Ella misma habría dicho que había sido como una espina clavada en su carne, sobre todo porque él nunca le había parecido muy inclinado a defenderse. Si vives con una persona que sufre cuando le torturan y esa persona no hace valer sus derechos, llegas a pensar que tus valores como caballero y cristiano están por debajo de los del otro, y a la larga eso puede ser muy desagradable. Pero, en cualquier caso, Sylvia Tietjens tenía razones para creer que durante muchos años, para bien o para mal —y sobre todo para mal—, había sido la influencia dominante sobre Christopher Tietjens. No obstante, también era consciente de que, salvo alguna molestia externa, ya no podía influenciarle ni para bien ni para mal. Era un montón de sacos de harina demasiado pesado para que ella pudiera cargar con él.
Así que el único placer verdadero que le quedaba era cuando, de noche, con un agradable círculo de amigas, podía afirmar que seguía gozando de su confianza. Normalmente no habría convertido en sus confidentes a los criados de su ex marido —los miembros de su círculo no hacían esas cosas—. Pero había tenido que arriesgarse para comprobar si los detalles del ménage de Christopher, que le revelaba la mujer del carpintero, divertirían lo bastante a sus amigas para hacerles olvidar la infracción social cometida al confraternizar con los sirvientes de su marido, igual que había tenido que arriesgarse a que la mujer del carpintero reparara en que, al proclamar la injusticia de que su marido la hubiese dejado, también estaba proclamando su falta de atractivo.
Hasta entonces se había arriesgado a ambas cosas, pero sabía que pronto llegaría el momento en que tendría que preguntarse si no le iría mejor siendo eso que los franceses llaman rangée, y la mujer del comandante en jefe de la India, que siendo una mujer que iba por libre y que debía toda su popularidad a su propio esfuerzo. Sería ligeramente ignominioso deber parte de su prestigio a un viejo carcamal como el general lord Edward Campion KCB, ¡pero también muy descansado! Para conservar tu estatus en una sociedad de Marjies y Beatties —incluso de Cammies, como la condesa de Fittleworth— hacían falta un esfuerzo y una vigilancia constantes, incluso si eras de buena familia y tenías dinero, y ese esfuerzo se multiplicaba cuando tu principal fuente de entretenimiento eran las desdichas domésticas de un marido al que no le gustabas.
Podía contarle a Marjie, lady Stern, que la ropa de su marido no tenía botones y su compañera carecía del más mínimo chic; podía contarle a Beattie, lady Elsbacher, que, según la mujer del carpintero, el interior de la casa de su marido parecía una cueva abarrotada de cajas de embalaje de madera, mientras que en su día… O incluso podía contarle a Cammie, lady Fittleworth, a la señora de Bray Pape y a la señora Luther que, como tenían un suministro deficiente de agua, la compañera de su marido probablemente no pudiera tomar un baño… Pero, de vez en cuando —como le había ocurrido una o dos veces con las tres damas americanas— alguien señalaba entre titubeos que su marido era a todos los efectos Tietjens de Groby. Y la gente —y sobre todo las damas americanas— le concede particular importancia a los caballeros ingleses que renuncian a su título y otras cosas parecidas. Su marido no había renunciado a su título: no había podido, pues, por mucho que Mark había tratado de rechazar el título de baronet, en el último momento le habían dado a entender que no podía hacerlo. No obstante había renunciado a una enorme heredad y los aspectos románticos de aquel logro empezaban a calar en sus amigas. Pese a todas sus afirmaciones de que su aparente pobreza se debía a la vida disoluta y la consecuente bancarrota, sus amigas le preguntaban de vez en cuando si su pobreza no sería de hecho algo puramente voluntario, producto de un capricho o de una vena de misticismo. Señalaban que, tanto ella como su hijo, daban la impresión de ser considerablemente ricos, lo que parecía más un indicio de que Christopher no deseaba la riqueza o de que era generoso, que de que se le hubiese acabado el dinero…
Había síntomas de que las damas americanas que le gustaba frecuentar a Cammie Fittleworth empezaban a preguntarse esas cosas. Hasta entonces Sylvia se las había arreglado para acallarlos. Después de todo, la casa que había a sus pies era un sitio muy peculiar para quienes no disponían de la clave del misterio. Ella sí la tenía: estaba al tanto de la muda disputa entre los dos hermanos y de sus actitudes ante la vida. Y, aunque le enfurecía que Christopher despreciara las cosas que ella más valoraba, también le gustaba saber que, en último extremo, era ella la responsable de aquella disputa y de la renuncia que había ocasionado. Era su lengua la que había puesto en circulación los rumores deshonrosos sobre su hermano a los que Mark había dado crédito.
No obstante presentía que, si quería conservar su poder de destruir aquella familia con su lengua, necesitaba conocer detalles. Tenía que disponer de detalles que corroborasen lo que decía. De lo contrario, no podría pintar de forma convincente aquel cuadro de corrupción y abandono. Cualquiera podía haber pensado que, al obligar a su hijo y a la señora de Bray Pape a hacer aquella escandalosa visita, y al despertar la curiosidad inocente de la señora Lowther sobre el contenido de aquella casa, la había movido tan sólo el deseo de atormentar a Valentine Wannop. Pero era consciente de que había algo más: de ese modo podría obtener detalles acerca de todo tipo de rarezas, que podría exhibir en presencia de otros oyentes como prueba de su familiaridad con aquella casa.
Y, si a dichos oyentes se les ocurría sugerir que era raro que un hombre como Christopher, que parecía un amable montón de sacos, fuese un ser tricéfalo mezcla de un Lovelace, un Pandarus [223] y un sátiro, ella siempre podría responder: «¡Ah!, pero ¿qué puede esperarse de una gente que cuelga jamones a secar en el salón?». O, si otros alegaban que era raro que, teniendo Valentine Wannop tan dominado a Christopher como decía Sylvia, permitiera que Christopher organizase una agapemone en su propia casa, Sylvia habría podido responder: «¡Ah!, pero ¿qué puede esperarse de una mujer en cuyas escaleras te encuentras un cepillo para el pelo, una sartén y un ejemplar de Safo?».
Ésos eran los detalles que Sylvia necesitaba. Lo único que sabía era que los Tietjens, según le había contado la señora Cramp, tenían una chimenea enorme en el comedor y, según una costumbre ancestral, ahumaban jamones en aquella chimenea. Pero, a la gente que no sabía que ahumar jamones en una gran chimenea era una costumbre ancestral, la afirmación de que Christopher secaba jamones en el salón les hacía pensar en un sitio donde había jamones apoyados en los cojines del sofá. Para una persona reflexiva eso no tendría por qué ser necesariamente una prueba de que se trataba de un loco y un sádico…, pero hay muy poca gente reflexiva y, en cualquier caso, era raro, y una rareza bien podía implicar la otra.
Sin embargo, todos los detalles sobre Valentine eran pocos. Necesitaba demostrar que era una mala ama de casa y una intelectual marisabidilla para que diera la impresión de que Christopher era desdichado…, y necesitaba demostrar que Christopher era desdichado para que diese la impresión de que la influencia que Valentine Wannop ejercía sobre él era de naturaleza impía. Para eso le hacían falta los detalles sobre cepillos del pelo, sartenes y ejemplares de Safo.
No obstante, le había resultado muy difícil conseguirlos. La señora Cramp, cuando le preguntó, le había dejado bien claro que, lejos de ser una mala ama de casa, Valentine Wannop no se ocupaba de ninguna de las tareas domésticas, mientras que Marie Léonie —lady Mark— era una ménagère consumada. Al parecer, la señora Cramp sólo tenía acceso al lavadero de la casa, por culpa de los kilos de azúcar y los plumeros a los que la señora Cramp, en su papel de señora de la limpieza, había creído tener derecho. Marie Léonie no había estado de acuerdo.
Tanto el médico local como el párroco visitaban la casa y habían contribuido con vagos retratos de la joven. Sylvia había ido a verlos y, aprovechando el patrocinio de Fittleworth —e insinuando que lady Cammie quería conocer detalles de sus vecinos más humildes— había tratado de ir más allá del secreto profesional que distingue a los párrocos y los médicos. Pero no había llegado muy lejos. El párroco le había dado a entender que Valentine era una chica muy alegre, hospitalaria, con una sidra muy buena y aficionada a leer debajo de los árboles…, sobre todo a los clásicos. También estaba muy interesada en las plantas de jardín, como podía verse por los arriates que había debajo de la ventana de casa de los Tietjens. Ya la llamaban la casa de los Tietjens. Sylvia nunca había estado debajo de esas ventanas y eso la enfurecía.
Por lo que le dijo el médico, Sylvia pensó durante un fugaz instante que Valentine disfrutaba de mala salud. Pero fue sólo una impresión derivada del hecho de que el médico fuese a verla a diario y se vio desmentida cuando el médico le explicó que sus visitas diarias eran para atender a Mark, que podía espicharlas en cualquier momento. Necesitaba cuidados constantes. Cualquier impresión y estaría listo… Por lo demás, Valentine parecía tener buen ojo para los muebles antiguos, como el médico sabía a su costa, pues él también era coleccionista a pequeña escala. También le dijo que en las subastas locales, y tratándose de objetos pequeños, Valentine conseguía unas gangas que ni siquiera el propio Tietjens encontraba.
Lo cierto es que, tanto del médico como del cura, había sacado la impresión de que el hogar de los Tietjens era muy raro…, raro por lo unido y rutinario que era. ¡La verdad es que esperaba algo más emocionante! De verdad. No le parecía posible que Christopher se limitara a la tranquila devoción por su hermano y su amante después de las emociones que ella le había proporcionado. Era como si un hombre saltara de una sartén a un… estanque de patos.
De modo que, mientras contemplaba el rubor en el rostro de Fittleworth, casi la dominó un desquiciado momento de impaciencia. Aquel tipo era casi el único hombre que había tenido agallas para hacerle frente… Un terrateniente aficionado a la caza del zorro: ¡un animal en vías de extinción!
El problema es que no era fácil saber hasta qué punto estaba extinguido. Podía morder con tanta fuerza como un zorro. De lo contrario, ahora mismo estaría bajando por aquel zigzagueante sendero anaranjado hacia la tierra prohibida.
A eso no se había atrevido hasta ahora. Desde un punto de vista social habría sido escandaloso, aunque ella estaba decidida a correr el riesgo. Se sentía segura de su posición social y si la gente se aviene a disculpar a un hombre que abandona a su mujer, también disculpará que ella le organice al menos una o dos escenas un poco exageradas. Pero sencillamente no se había atrevido a ver a Christopher: cabía la posibilidad de que la ignorase.
Tal vez no lo hiciera. Era un caballero y los caballeros no ignoran a las mujeres con quienes se han acostado… Pero cabía la posibilidad… Podía bajar allí y, en una habitación oscura de techo bajo, imponerle alguna condición —Dios sabe cuál, la primera que se le pasara por la cabeza— a Valentine. Cualquiera puede encontrar un motivo para aproximarse a la mujer que le ha suplantado. Pero él podía llegar con aire despistado y adoptar de pronto una expresión —¡oh, adorable!— torpe y gélida.
A eso era a lo que no se atrevía a enfrentarse. Habría sido un golpe mortal. Podía imaginárselo saliendo de la habitación, dándose la vuelta. Dejándole toda la casa para ella, encerrándose en sí mismo con lazos invisibles…, cerrados para ella por el ángel de la espada flamígera… Eso es lo que haría. Y en presencia de la otra. Ya había hecho algo parecido y casi había acabado con ella. ¡Aquella enfermedad fingida, no había sido tan fingida al fin y al cabo! Había sonreído angelicalmente, debajo del enorme crucifijo del convento donde la habían cuidado, angelicalmente, entre lirios, al general, a las hermanas, a las muchas visitas que iban a sus tés. Pero para hacerlo había tenido que obligarse a pensar que Christopher probablemente estaría en los brazos de la chica, y que la había abandonado cuando más necesitaba su ayuda.
Pero no había sido una ocasión tranquila, en aquella casa vacía y oscura… Y, en aquellas fechas, Christopher todavía no disfrutaba de los favores y las comodidades del hogar con aquella joven. No había podido comparar, así que su rechazo no contaba. La había tratado de un modo inhumano —desde el punto de vista social eso la había ayudado—, pero lo había hecho empujado por una joven iracunda. Eso podía paliarse. Ahora apenas la perjudicaba. Pensándolo bien, si un hombre vuelve a su casa con la intención de acostarse con una joven que lo ha tenido fascinado varios años y se encuentra con otra mujer que le dice que tiene cáncer y sufre un creíble desmayo en lo alto de la escalera y —a pesar de muchos años de práctica— se disloca el tobillo, tiene que escoger entre la una y la otra. Y la otra, en este caso, había sido vigorosa y decidida, incluso oprobiosa. Obviamente, Christopher no era de los que disfrutarían seduciendo a una joven mientras su mujer se muere de cáncer, y menos aún si tiene un tobillo dislocado. Pero la joven había llegado a un punto en que no le importaban las delicadezas ni sus dictados.
No, eso Sylvia había podido soportarlo. Pero si volviera a pasarle lo mismo en una vieja y tranquila habitación a plena luz del día… ¡No lo resistiría! Una cosa es admitir que tu marido te ha dejado…, que se haya ido no tiene nada de irrevocable. Siempre puede volver cuando la otra le parezca insignificante y una despreciable intelectualilla de tres al cuarto… Pero si daba el paso —¡la responsabilidad— de ignorarla, equivaldría a interponer entre ellos una barrera que ningún esfuerzo podría superar.
Su impaciencia aumentó. Él estaba en un avión. Había ido al norte. Que supiera, era la primera vez que se había ausentado. Su única oportunidad de bajar por aquel zigzag anaranjado. Y ahora era casi seguro que Fittleworth desaprobase que lo hiciera. Y a Fittleworth no se le podía ignorar.