Marie Léonie, con un fuerte sabor a manzanas en la boca, un fuerte aroma a manzanas en el aire, rodeada de avispas y con una especie de lluvia de plumas cayendo sobre sus pies, fruncía el ceño muy seria junto a las botellas de Borgoña en las que iba metiendo la sidra con un tubo de cristal que ella sujetaba contra el gollete. Tenía el ceño fruncido porque aquélla era una ocupación muy seria y absorbente, porque las avispas la molestaban y porque estaba resistiéndose a un impulso interior: tenía el presentimiento de que algo estaba afligiendo a Mark y sentía la necesidad de correr a su lado.
Le irritaba porque, por lo general, esos presentimientos sólo la acosaban por la noche. Sólo por la noche. Durante el día tenía la sensación en su intérieur de que Mark estaba como estaba sólo porque él quería. Su mirada era demasiado viril y dominante para pensar de otro modo…, ¡una mirada líquida y directa! En cambio por la noche…, o poco después de cenar, cuando se retiraba a su alcoba, la visitaban terribles premoniciones de los desastres que acechaban a Mark: se estaba muriendo allí tumbado; le acosaban los espectros del campo e incluso los ladrones que se arrastraban hasta él. Aunque eso carecía de lógica, pues toda la comarca sabía que Mark estaba paralizado y no podía guardar nada de valor en su colchón… Aun así, algún infame desconocido podía verle y pensar que guardaba el reloj de oro debajo de la almohada… Por eso se levantaba tantas veces en plena noche, se asomaba a la ventana baja y escuchaba. Sin embargo, no se oía nada: el viento en las hojas, el grito de las aves acuáticas en el cielo. En el cobertizo brillaba una luz tenue, que se discernía inmóvil entre las ramas de los manzanos.
Ahora, no obstante, a plena luz del día, hacia la hora del té, mientras la doncella desplumaba sentada a su lado en un taburete las gallinas escaldadas que venderían en el mercado al día siguiente, con las cajas de huevos en los estantes y cada huevo sujeto por una malla de alambre al fondo de su caja esperando a que tuviese tiempo de ponerle un sello con la fecha, en aquel cobertizo, a plena luz de un tranquilo día estival, le visitó el presagio de que algo afligía a Mark. Le irritó, pero no era mujer capaz de resistirse.
No obstante, no vio nada que lo corroborase. Desde el rincón de la casa donde se asomó veía bastante bien la figura solitaria de Mark. Gunning sujetaba a un caballo por la brida, mientras el lord le hablaba, y miraba a la vez a Mark por encima del seto. No demostraba ninguna emoción. Un muchacho caminaba por el otro lado, entre el seto y las frambuesas. No era asunto suyo: Gunning no se había quejado. La cabeza y los hombros de una joven —o puede que se tratase de otro joven— se movían detrás del seto casi a la vez que el primero. Eso tampoco era asunto suyo. Probablemente estarían contemplando el nido de algún pájaro. Había oído decir que en aquel espeso seto había uno. La locura de los ingleses no conoce límites ni en el campo ni en la ciudad: siempre están dispuestos a perder el tiempo con cualquier cosa. Aquel pájaro era un capuchino…, un no sé qué capuchino, y Christopher, Valentine y el párroco estaban emocionadísimos con él. Andaban de puntillas cuando estaban a veinte metros del seto. Gunning estaba autorizado para podarlo, pero al parecer los pájaros lo conocían… Para Marie Léonie todos los pájaros eran moineaux, como esos que llaman «gorriones» en Londres, igual que todas las flores eran giroflées, o flores de pared… ¡No era de extrañar que aquella nación se estuviese yendo al garete, cuando perdía el tiempo de ese modo en conservar los nidos de los gorriones y en nombrar las innumerables especies de flores de pared! El campo no estaba mal…, le recordaba a las afueras de Caen, pero ¡la gente…! No era raro que Guillermo, de Falaise, Normandía, los conquistara tan fácilmente.
Había perdido cinco minutos, pues había tenido que sacar los tubos de cristal, colgados de una goma, que formaban el sifón del barril a la botella, y les había entrado aire, ahora tendría que volver a ponerlo y aspirar por el tubo hasta que llegase a su boca el primer chorro de sidra. No le gustaba tener que hacerlo, así se malgastaba la sidra y además no le gustaba su sabor por la tarde, después de comer. Además la doncella diría: «¡Ah…, oh, señora, qué raro es eso…!». No había forma de que no lo dijese, aunque por lo demás era sage et docile. Incluso Gunning se rascaba la cabeza al ver los tubos.
¿Es que aquellos salvajes no llegarían a comprender nunca que, si se quiere tener cidre mousseux —espumosa—, hay que tener el menor sedimento posible? Y que en el fondo de los barriles, aun cuando no los hayan movido en mucho tiempo, siempre hay un poco de sedimento, sobre todo si se hace correr el líquido por un grifo cerca del fondo. Por eso hay que sacar la sidra con un sifón desde lo alto de los grandes barriles para embotellarla mousseux, embotellar el resto del barril y meter lo más espeso en barriletes de madera fina con la esperanza de que hiele en invierno… Para fabricar calvados, ya que era imposible poseer un alambique por culpa de los impuestos… En aquel triste país no se podían tener alambiques para destilar aguardiente de manzana, de ciruelas u otros fines…, ¡por culpa de los impuestos! Quel pays! Quels gens!
Carecían de industriosidad, de frugalidad…, ¡y sobre todo de espíritu! No había más que ver a la pobre Valentine, escondida arriba en su habitación porque habían venido visitas de quienes sospechaba que procedían de la casa del lord inglés… La pobre Valentine debería estar ayudándola a embotellar la sidra y tratando de venderles aquellos tristes muebles viejos a los visitantes mientras su compañero estaba fuera comprando más cachivaches viejos… Estaba muy alterada porque no encontraba unos grabados que representaban —Marie Léonie lo sabía porque lo había oído contar varias veces— a unos vendedores ambulantes en el Londres del siglo pasado. Sólo había encontrado ocho. ¿Dónde estaban los otros cuatro? La cliente, una aristócrata, estaba deseando verlos. ¡Los quería con urgencia para un regalo de boda! Monsieur su cuñado había encontrado los cuatro que completaban el lote dos días antes en una subasta. Había contado muy satisfecho cómo los había descubierto tirados sobre la hierba… Se suponía que los había llevado a casa, pero no estaban en el almacén de Cramp, el carpintero, y tampoco se los había olvidado en el carro. No estaban en ningún cajón ni aparador… ¿Cómo demostrar que su beau-frère los había llevado a casa después de la subasta? Ahora no estaba allí: se había ausentado un día y medio. Muy típico de él eso de marcharse un día y medio cuando más lo necesitaban… ¿Y adónde había ido dejando a su mujer así de nerviosa? ¡Un día y medio! Nunca antes se había ausentado un día y medio… Se estaba cociendo algo, lo notaba en el aire, en los huesos… Era como aquel terrible día del armisticio cuando esta nación miserable traicionó al hermoso pays de France…! Cuando monsieur le pidió prestadas cuarenta libras… En nombre del cielo, ¿por qué no tomaba prestadas otras cuarenta, u ochenta, o cien, en lugar de alterarse así y preocupar a Mark y a su desdichada compañera…?
La chica no le caía del todo mal. Era civilizada. Sabía hablar de Filemón y Baucis. Había hecho su bachot, era lo que podía llamarse una fille de famille… Aunque sin chic… Sin… Sin… En fin, no hacía gala de tanta erudición como para ser una bas bleu, ¡aunque era muy erudita!; carecía del suficiente chic para ser una femme légère…, una poule que querría faire la noce con su galán. Monsieur el cuñado no era precisamente alegre. Pero con los hombres nunca se sabe… El corte de una falda; un rizo del cabello… Aunque hoy no había cabellos que rizar…, pero hay equivalentes.
Y era un hecho que una no acaba nunca de conocer a los hombres. Fíjate en el caso de Eleanor Dupont, que vivió diez años con Duchamp de la Sorbonne… Eleanor nunca cuidó mucho su atuendo porque su marido usaba gafas y era un savant… Pero ¿qué pasó…? Que llegó una pájara con un sombrero tan grande como una rueda de carro, cubierta de gasa verde y con las mangas por encima de las orejas, tal como se llevaba entonces…
Había sido toda una lección para Marie Léonie, que entonces era sólo una niña. Había decidido que, si conseguía un collage sérieux con un monsieur de ochenta años ciego como un topo, estudiaría la moda del momento hasta el último perfume. Esos messieurs no lo saben, pero se mueven entre femmes du monde y cocottes a la moda y, por mucho que en casa fuese muy hogareña, el corte de sus vestidos, su cabello y su olor personal deberían estar en consonancia con eso. Mark ni siquiera lo sospechaba, estaba segura de que no había visto nunca una revista de modas en su apartamento ni habría imaginado que se hubiera ido a pasear por Hyde Park cuando él estaba fuera… Pero había estudiado todas esas cosas con mucha atención. Y más. Pues resulta difícil estar a la moda y al mismo tiempo dar la impresión de ser una petite bourgeoise muy seria. Pero lo había hecho: y no había más que ver los resultados…
En cambio esa pobre Valentine… Su compañero estaba muy unido a ella, y bien podía estarlo teniendo en cuenta el lío en que la había metido… Pero siempre se acaba por llegar al pic des tempêtes, el cabo de Hornos, y entonces hay que saber rodearlo. ¡Es el día en que tu compañero te mira y dice: «Hum, hum», y se plantea si no valdrá más el collar que el galgo! ¡Ah, entonces…! Hay quien dice que ocurre el séptimo año, otros que el segundo y otros que el undécimo… Pero lo cierto es que puede suceder cualquier día de cualquier año… Y aquella pobre Valentine con cuatro manchas de grasa en una de sus dos únicas faldas. Y además con un corte tan feo, aunque sin duda el material era bueno. ¡Eso había que admitirlo! En este país confeccionaban un tweed admirable, ciertamente mejor que en Roubaix. Pero ¿basta con eso para salvar a un país…, o a una mujer que depende de un hombre que la ha puesto en una mala situación?
Una voz detrás de ella dijo:
—¡Veo que tiene usted muchos huevos! —Una voz rara, con una especie de nerviosismo jadeante. Marie Léonie siguió sujetando el extremo del tubo contra el gollete de la botella de Borgoña, en la que ya había introducido un poco de azúcar tamizado y un pellizquito de unos polvos que le había comprado a un farmacéutico de Ruán. Según tenía entendido, eso servía para darle a la sidra un color más oscuro. No entendía por qué la sidra tenía que ser oscura, pero se consideraba que tenía menos cuerpo si era de color dorado claro. Siguió pensando en Valentine, que debía de estar hecha un manojo de nervios junto la ventana de cristal emplomado que había abierta sobre sus cabezas. Seguro que había dejado a un lado el libro de latín y se había acercado a escuchar a la ventana.
La niñita que había junto a Marie Léonie se había levantado del taburete de tres patas con una gallina muerta casi desplumada sujeta del cuello. Dijo con voz áspera:
—Son los huevos premiados de la señora. —Era rubia y sonrosada y llevaba una cofia muy grande sobre el cabello rubio y un vestido de cuadros azules muy fino—. Cuestan media corona cada uno o veinticuatro chelines la docena.
Marie Léonie oyó la voz áspera con cierta satisfacción. Aquella chica, que llevaba con ellos sólo quince días, parecía bastante despierta: vender los huevos no era cosa suya, sino de Gunning, pero se sabía los detalles. Marie Léonie no se dio la vuelta: no era asunto suyo hablar con alguien que quería comprar huevos y los clientes no despertaban su curiosidad. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. La voz dijo:
—Media corona me parece mucho por un huevo. ¿Cuánto es en dólares? Éste parece uno de esos casos de abuso en el precio de los comestibles por parte del productor, de los que tanto se oye hablar.
—En dólares no es nada —respondió la chica—. Medio dólar son dos chelines. Media corona son dos con seis.
La conversación prosiguió, pero acabó por desdibujarse en la imaginación de Marie Léonie. La chica y la voz discutían lo que era un dólar…, o eso le pareció, pues Marie Léonie no estaba familiarizada con el acento de ninguna de las dos. La chica era muy peleona. Llevaba tanto a Gunning como al fabricante de bargueños Cramp a toque de silbato. De hojalata tal vez, como un silbato de un penique. Cuando no estaba trabajando se dedicaba a leer libros con avidez…, libros sobre Blood, si podía conseguirlos. Tenía un exagerado respeto por la familia, pero ninguno por nadie más…
Marie Léonie pensó que, para entonces, ya debía de haber llegado al fondo del barril donde estaba el sedimento. Vertió un poco de sidra en un vaso limpio y tapó el tubo con el pulgar. Calculó que la sidra estaba lo bastante clara como para embotellar otra docena; luego le pediría a Gunning que destapase el siguiente barril. Tenía que vaciar cuatro barriles de doscientos litros, dos ya estaban. Empezaba a cansarse: por muy incansable que fuese, no era infatigable. En todo caso empezaba a sentirse soñolienta. Deseó que Valentine hubiera podido ayudarla. Pero a aquella chica le faltaba nervio y Marie Léonie admitía que era mejor que se quedara descansando y leyendo libros en griego o latín. Y evitara cualquier encuentro que pudiera ponerla nerviosa.
La había arropado debajo de un edredón de plumón en su cama con dosel, porque Ellos querían tener abiertas todas las ventanas y las mujeres deben evitar a toda costa las corrientes de aire… Elle había sonreído y le había dicho que una vez había soñado con leer las obras de Esquilo junto al azul Mediterráneo. Le había dado un beso…
La doncella a su lado estaba diciendo que muchas veces había oído decir a su padre, que también había sido vendedor: «¡Que sean dos dólares y medio!». En ese país no tenían dólares, pero sí tenían medios dólares. ¡Y el capitán Kidd, el pirata, también tenía dólares, piezas de a ocho y doblones!
Una avispa molestó a Marie Léonie: zumbó casi junto a su nariz, se alejó, volvió, dio una vuelta muy amplia. Había ya varias avispas peleándose en el vaso de sidra que acababa de dejar; otras daban vueltas alrededor de las gotas de sidra en las tablas de madera donde estaban colocados los barriles. Hundían en ella el abdomen y se estiraban extáticas. Y eso que, dos noches antes, Valentine y ella habían recorrido el huerto con Gunning, una linterna, un trasplantador y una botella de ácido prúsico y se habían dedicado a tapar todos los agujeros a lo largo del sendero y los bancales. Le había gustado la experiencia: la oscuridad, el anillo de luz de la linterna sobre la hierba, la sensación de estar fuera, cerca de Mark, y de que Gunning y su linterna espantaban a los visitantes espirituales… Lo que sufría dividida entre el deseo de visitar a su marido en plena noche y la posibilidad de toparse con revenants… ¿Era razonable…? ¡Cuánto tienen que sufrir las mujeres por los hombres! Incluso cuando les eran fieles…
¡Cuánto habría sufrido la desdichada de Elle…!
Incluso en lo que podía llamarse su nuit de noces… En la época le había parecido incomprensible. No conocía los detalles. Le había parecido increíble, posiblemente incluso trágico por lo mal que se lo había tomado Mark. La verdad es que pensó que se había vuelto loco. A las dos de la mañana, junto a la cama de Mark, los dos hermanos habían cruzado palabras de una considerable violencia mientras la chica, muy decidida, temblaba a su lado. La chica estaba decidida a no volver con su madre. A las dos de la mañana… ¡En fin, cuando una se niega a volver con su madre a las dos de la mañana es que ha quemado las naves!
Recordó los detalles de aquella noche, entre el zumbido de las avispas y la conversación de la mujer invisible, en el cobertizo donde el agua corría hasta el bebedero. Había metido las botellas en el bebedero porque es bueno enfriar la sidra antes de que empiece el proceso de fermentación en la botella. Las botellas con sus cuellos relucientes de cristal verde ofrecían un espectáculo muy placentero. La mujer que tenía a su espalda estaba hablando de Oklahoma… El vaquero de nariz grande que había visto en aquella película en el cine de Piccadilly también era de Oklahoma. Sin duda debía de ser algún lugar de América. Ella tenía la costumbre de ir al cine de Piccadilly los viernes. Una no va al teatro los viernes si es bien pensant, pero el cine respecto al teatro era lo que un repas maigre respecto a una comida con carne… La dama que hablaba a su espalda al parecer era de Oklahoma, había comido urogallos de niña. En una granja. Sin embargo, ahora era muy rica. O eso le dijo a la doncella. Su marido podría comprar la mitad de las propiedades de lord Fittleworth y no echaría a faltar el dinero. Dijo que ojalá la gente de aquí tomara ejemplo…
Aquella noche habían aporreado la puerta. El timbre no la había despertado con todo el bullicio que había habido en la calle ese día… Se había plantado de un salto en mitad de la habitación y había corrido a salvar a Mark…, de un ataque aéreo. Había olvidado lo del armisticio… Entretanto habían seguido aporreando la puerta.
Allí estaban monsieur el cuñado y aquella chica vestida con una especie de uniforme azul marino de joven exploradora. Los dos estaban blancos como la cera y muy cansados. Como si se apoyasen el uno en el otro… Ella les había pedido que se fuesen, pero Mark había salido en camisón de la alcoba con las piernas desnudas. ¡Y peludas! Les había pedido con aspereza que entrasen y había vuelto a meterse en la cama… ¡Había sido la última vez que le habían sostenido las piernas! Ahora, de tanto estar en cama, sus piernas ya no estaban peludas sino pulidas. ¡Como si fuesen huesos finos y cristalizados!
Recordaba su último ademán. Había empleado un gesto de rabia… Y sin duda estaba rabioso. Con Christopher. Y empapado de sudor. Dos veces se había enjugado la cara mientras se gritaban.
Le había costado entender lo que decían porque habían utilizado una especie de patois. Como es natural, cuando aquella gente tan imperturbable se excitaba, volvía a la lengua que había hablado en su infancia. Se parecía al patois de los bretones. Áspero…
En cuanto a ella, le había preocupado mucho la chica. Lógicamente se había preocupado por ella. Al fin y al cabo era una mujer… Al principio la había tomado por una pelandusca de la calle… Pero incluso una pelandusca de la calle… Luego había reparado en que no usaba carmín ni llevaba un collar de perlas falsas…
Por supuesto, en cuanto comprendió que Mark les estaba ofreciendo dinero, cambió de forma de pensar. En dos sentidos. No podía ser una pelandusca. Y se le encogía el corazón al pensar que les estaba dando dinero. Podían arruinarse. Tal vez fuesen ellos, y no los sobrinos de París, quienes saquearan su cadáver. Sin embargo, el cuñado se negó a aceptar su dinero con determinación. Si ella —Elle— quería irse con él tendría que compartir su suerte… ¡Qué país! ¡Qué gente!
Luego parecían no haberse puesto de acuerdo… Por lo visto Mark había insistido en que la chica se quedara allí con su amante; el amante por el contrario insistía en que se volviera a casa con su madre. La chica no hacía más que decir que no dejaría a Christopher bajo ningún concepto. No podía dejarle. Si lo dejara se moriría… Y de hecho el cuñado parecía bastante enfermo. Jadeaba incluso más que Mark.
Por fin ella se había llevado a la chica a su habitación. Una niña rubia y angustiada. Se había sentido tentada de abrazarla, pero se había contenido. Por lo del dinero… Y la verdad es que podía haberlo hecho. Era imposible convencer a aquella gente de que aceptasen un penique. Ahora daría cualquier cosa por poder prestarle veinte libras para que se comprase un vestido y ropa interior.
La chica se había quedado allí sin decir palabra. Le habían parecido horas. Luego algún borracho había empezado a tocar el bugle en las escaleras de la iglesia que había enfrente. Toques largos… Tii… Tiii… TIIIII… Ta-riii… Tu-rii… Sin parar…
La chica se había puesto a llorar. Había dicho que era horrible. Pero no se podían poner objeciones. Estaba tocando el toque de retreta. Por los muertos. Nadie podía negarse a que tocaran el toque de retreta por los muertos esa noche. Aunque lo tocase un borracho y te sacara de quicio. Todo homenaje a los muertos era poco.
Sin algunas concesiones a Marie Léonie le habría parecido un sentimentalismo exagerado. Las notas de un bugle inglés poco podían hacer por los muertos franceses y las bajas inglesas eran tan ridículas en número que apenas valía la pena estar emotionnée cuando un borracho tocaba su toque fúnebre. Los periódicos franceses calculaban que las bajas inglesas ascendían a unos pocos cientos, ¿qué era eso comparado con los millones de muertos de su propio pueblo…? Sin embargo, supuso que la chica había tenido un terrible enfrentamiento con la esposa y pensó que, como era demasiado orgullosa para expresar cualquier emoción respecto a sus vicisitudes personales, se desahogaba con lo de aquel bugle… En fin, la verdad es que era muy triste. Lo había comprendido cuando Christopher se asomó por la puerta entreabierta y le susurró que iba a pedirle a aquel hombre que dejase de tocar porque a Mark le resultaba insoportable.
La chica debía de estar ensimismada porque no le había oído. Marie Léonie había ido a ver a Mark y había dejado a la chica sentada en la cama. Mark estaba muy quieto. El bugle dejó de sonar. Para alegrarle, había hecho algunas observaciones sobre lo poco apropiado que resultaba aquel toque fúnebre a las tres de la mañana, tratándose de un número casi despreciable de bajas. Si hubiese sido por los muertos franceses…, o si no hubiesen traicionado a su país. Conceder un armisticio a aquellos asesinos cuando estaban lejos de sus fronteras había sido traicionar a su país. Sólo eso ya era una traición por parte de aquellos falsos aliados. Tendrían que haber cargado contra aquellos monstruos, haberlos aniquilado a miles cuando estaban indefensos y luego haber arrasado su país a sangre y fuego. Que supieran lo que era sufrir como había sufrido Francia. No haberlo hecho era una traición y los niños aún no nacidos sufrirían las consecuencias.
Y todavía faltaba por saber, una vez consumada la traición, cuáles serían los términos de la misma. Tal vez ni siquiera se plantearan llegar a Berlín… ¿De qué servía seguir viviendo?
Mark había gemido. La verdad es que era un buen francés. Ella se había ocupado de eso. La chica había entrado en la habitación. No soportaba estar sola… ¡Qué noche de avances y retiradas! Había empezado a discutir con Mark. ¿Es que no había habido ya —le preguntó— bastante sufrimiento? Él admitió que sí. Pero debía haber más… Aunque fuese por hacerles justicia a esos pobres y condenados alemanes… Los había llamado pobres y condenados alemanes. Afirmó que lo peor que se podía hacer con un enemigo era no hacerle comprender que determinadas acciones tienen consecuencias inevitables. Entrometerse para darle a entender que puede hacer lo que le venga en gana sin tener que padecer las consecuencias era cometer un pecado contra Dios. Si los alemanes no comprendían que la paciencia de Europa y el mundo tenía sus límites, ¿qué impediría que volviese a suceder lo ocurrido el 4 de agosto de 1914, cerca de un lugar llamado Gemmenich, a las seis de la mañana? [221] Nada podría impedirlo. Cualquier otro estado, grande o pequeño, podría…
La chica le había interrumpido para decir que el mundo había cambiado y Mark se había apoyado casi sin fuerza en las almohadas y había dicho con una siniestra aspereza:
—Eso decís… Pues tendréis que regir vosotros el mundo… Yo no quiero saber nada… —Daba la impresión de estar exhausto.
Fue raro el modo en que aquellos dos discutieron «la situación» a las tres y media de la mañana. En fin, daba la impresión de que esa noche nadie quería dormir. Incluso en la calle la turba seguía gritando y cantando serenatas. Nunca había oído discutir a Mark… y nunca volvería a oírlo. Parecía tratar a aquella chica con una especie de indulgencia distante, como si la apreciara pero la considerase un poco marisabidilla, demasiado joven y totalmente carente de experiencia. Marie Léonie los había observado y escuchado con mucha atención. Después de veinte años, en aquellas tres semanas, había visto por primera vez a su compañero en contacto con los suyos. Y verlo le había resultado fascinante.
No obstante, comprendió que su compañero estaba exhausto en su interior y que obviamente la chica había soportado mucho más de lo soportable. Mientras hablaba, daba la impresión de estar escuchando voces a lo lejos… Continuó dándole vueltas a la idea de que la venganza era ajena al modo de pensar moderno. Mark siguió obcecado en que ocupar Berlín no era una venganza, y en que no ocuparlo era cometer un pecado intelectual. La consecuencia de una invasión es la contrainvasión y la ocupación simbólica, igual que la consecuencia del orgullo excesivo es la humillación. No sabía cómo sería para el resto del mundo. Para su país era una cuestión de pura lógica…, la lógica por la que él se había regido. Apartarse de la lógica era apartarse de la claridad intelectual: un acto de cobardía mental. Mostrarle al mundo un Berlín ocupado, con armas y bagajes y banderas en los lugares públicos, era probar que Inglaterra respetaba la lógica. No hacerlo era probar que era intelectualmente cobarde. No nos atrevíamos a hacer sufrir a las naciones enemigas porque nos daba miedo verlo.
Valentine había dicho:
—¡Ha habido demasiado sufrimiento!
Él había respondido:
—Sí, ya sé que el sufrimiento te asusta… Pero Inglaterra es necesaria para el mundo… Para mi mundo… En fin, construid vuestro mundo y dejad que se haga pedazos. Yo he terminado con él. Pero dime…, ¿sabrás aceptar esa responsabilidad? Un mundo en el que Inglaterra ofrezca el espectáculo de su cobardía moral será un mundo inferior… Si uno reduce el récord del kilómetro, también reduce la calidad de los caballos. Trata de pensarlo. Si Persimmon no hubiese hecho lo que hizo en el Grand Prix de Francia, los entrenadores de Maisons Laffite serían menos eficaces, igual que los jinetes, y los caballerizos, y los periodistas deportivos… El mundo se nutre del ejemplo de una nación firme…
De pronto, Valentine dijo con tanta preocupación que fue como un golpe:
—¿Dónde está Christopher? —Christopher había salido. Ella exclamó—: ¡Pero…, no deben dejarle salir…! ¡No está en condiciones de irse solo…! ¡Ha salido para volver a…!
Mark replicó:
—No vayas. —Pues ella había ido hacia la puerta—. Ha salido a pedir que dejen de tocar el toque de retreta. Pero tú puedes tocarlo para mí. Tal vez haya vuelto a la plaza. Quizá sea buena idea que vaya a ver qué ha sido de su mujer. Aunque yo no lo haría.
Valentine había respondido con una extraordinaria amargura:
—No lo hará. No lo hará. —Y se había ido.
A Marie Léonie se le había ocurrido, en parte entonces y en parte después, que la mujer de Christopher se había presentado en la casa vacía de Christopher, que estaba en la plaza a pocos metros de allí. Habían vuelto tarde por la noche, probablemente con pretensiones amorosas y la habían encontrado allí. Había ido a comunicarles que iban a operarla de cáncer, de modo que, dadas sus sensibilidades, difícilmente podían haber considerado la idea de acostarse juntos en ese momento.
Había sido una buena mentira. Era innegable que esa señora Tietjens era una maîtresse femme. Tanto por sus inclinaciones como por lo que le había dicho su marido, ella estaba de parte de los otros dos, pero había que reconocer que madame Tietjens era ciertamente ingeniosa. Se las había arreglado para molestar y desacreditar a la pareja en todo lo posible, y eso que eran la pareja más inofensiva del mundo.
Desde luego, no habían disfrutado de una celebración muy agradable del día del armisticio. Al parecer, uno de los oficiales a los que habían invitado a cenar se había vuelto loco; la mujer de otro de los camaradas de regimiento de Christopher había sido grosera con Valentine; el coronel del regimiento había aprovechado la ocasión para morirse con mucho dramatismo. Como es natural, los demás oficiales habían huido y había dejado a Christopher y a Valentine con el loco y el coronel agonizante en sus manos.
Un agradable voyage de noces… Al parecer habían parado un coche y se habían ido con el loco y el otro hasta Balliam, un lúgubre barrio de las afueras, con otros dieciséis celebrantes colgados del coche y dos más a lomos del caballo, al menos hasta estar a varios kilómetros de Trafalgar Square, por supuesto no estaban interesados en quién fuese dentro del coche, sólo estaban alegres porque no iba a haber más sufrimiento. Valentine y Christopher se habían librado del loco en algún lugar de Chelsea en un hospital para afectados por fatiga de combate. Allí seguía desde entonces. Sin embargo, los médicos no quisieron aceptar al coronel por lo que siguieron hasta Balliam, mientras el coronel hacía discursos agónicos sobre la guerra, sus logros, el dinero que le debía a Christopher… Por lo visto había sido muy duro para Valentine. El hombre había muerto en el coche.
Habían tenido que volver al centro a pie porque el cochero se cogió tal disgusto con aquella muerte que no podía conducir. Además, el caballo estaba agotado. Hasta las doce de medianoche no llegaron a Trafalgar Square. Habían tenido que abrirse paso entre la multitud casi todo el camino. Por los visto estaban contentos de haber cumplido con su deber…, o de su benevolencia. Subieron a lo alto de las escaleras de la iglesia de St. Martin, desde donde se domina toda la plaza que estaba iluminada, abarrotada de gente y muy ruidosa: había hogueras hechas con las tablas del pavimento y ómnibus, la columna de Nelson se alzaba a lo alto, las fuentes estaban llenas de borrachos y había oradores y bandas de música… Se quedaron en lo alto de la escalera, tomaron aliento y se abrazaron… Por primera vez, aunque por lo visto llevaban enamorados desde hacía un lustro o más… ¡Qué gente!
Luego, en lo alto de las escaleras de la casa de Gray’s Inn, habían visto a Sylvia ¡toda vestida de blanco…!
Al parecer, se había enterado de que Christopher y la chica se habían visto…, por una mujer a quien no le gustaba Christopher porque le debía dinero. Una tal lady Macmaster. Daba la impresión de que no hubiese nadie en el mundo que no odiara a Christopher porque le debiese dinero. El coronel, el loco y el marido de la mujer que había sido grosera con Valentine…, ¡todos, todos! Hasta el señor Schatzweiler que sólo le había pagado a Christopher un cheque de unos pocos dólares como comisión de una enorme suma y luego había padecido un colapso nervioso por lo mucho que había sufrido como prisionero de guerra.
Qué clase de hombre era aquel Christopher para tener en sus manos el destino de una mujer… ¡De cualquier mujer!
Ésas fueron prácticamente las últimas palabras que le había dicho su Mark. Le estaba sujetando mientras se bebía una tisane que le había preparado para que pudiera dormir bien y él le había dicho con mucha gravedad:
—No es necesario que te pida que seas amable con mademoiselle Wannop. Christopher es incapaz de cuidarla…
Fueron sus últimas palabras, pues justo después sonó el teléfono. La fiebre parecía haberle subido y, mientras la miraba con ojos saltones, con el termómetro que le había metido en la boca asomando entre sus labios oscuros, ella lamentaba haber permitido que su familia lo atormentara de aquel modo, y se oyó el seco timbrazo del teléfono en el salón. Poco después, el fuerte acento alemán de lord Wolstonemark zumbaba en su oído con el mismo tono desagradable de siempre. Le había dicho que el gobierno seguía reunido y que necesitaban saber de inmediato el código que empleaba Mark en sus comunicaciones con varios puertos. Por lo visto, su segundo al mando había desaparecido entre las celebraciones del día. Mark había dicho con lúgubre ironía desde el dormitorio que si querían impedir la partida de su transporte no necesitaban ningún código. Si querían hacer economías para las próximas elecciones más les valía anunciarlo a los cuatro vientos. Además, no creía que pudieran llegar a Alemania con los medios que tenían. Muchos se habían estropeado en los últimos tiempos.
El ministro había respondido con una especie de torpe alegría que no iban a invadir Alemania, y ése había sido el peor momento de la vida de Marie Léonie, aunque con mucha disciplina se había limitado a repetirle las palabras a Mark. Él había dicho algo que ella no había entendido y no había querido repetirlo. Ella se lo explicó a lord Wolstonemark y una voz risueña replicó que ya suponía que la noticia no le habría sentado muy bien al viejo. Pero había que saber adaptarse: los tiempos cambian.
Ella se había apartado del aparato para mirar a Mark. Le habló; volvió a hablarle. Una y otra vez…, con breves palabras de pánico. Su rostro estaba congestionado y tenía un tono purpúreo, tenía la mirada fija. Ella lo levantó y su cuerpo se desplomó inerte.
Recordaba haberse puesto al teléfono y haberle hablado en francés al hombre que esperaba al otro extremo de la línea. Le había dicho que era un alemán y un traidor y que su marido no volvería a dirigirles la palabra ni a él ni a sus amigos. El hombre había dicho: «¿Cómo…? ¿Qué dice…? ¡Cómo se…! ¿Quién es usted?».
Ella había respondido mientras unas sombras terribles recorrían su imaginación:
—Soy la señora de Mark Tietjens. Ha asesinado usted a mi marido. ¡Cuelgue el teléfono, asesino!
Había sido la primera vez que se había hecho llamar así; y también la primera que había hablado en francés con aquel ministro. Pero Mark había roto con el ministro, con el gobierno, con la nación… Y con el mundo.
En cuanto logró que colgase aquel hombre, telefoneó a Christopher. Había ido enseguida con Valentine. Desde luego la joven pareja no había disfrutado de una gran nuit de noces.