VI

Debió de ser tres semanas antes del 11 de noviembre. Su cabeza dudaba un poco al calcular la fecha concreta de octubre. Con la preocupación por la neumonía, su memoria no había registrado las fechas con exactitud, los días habían pasado entre la fiebre y el aburrimiento. Aun así, uno debería recordar la fecha de su boda. Digamos que hubiese sido el 20 de octubre de 1918. El 20 de octubre era el cumpleaños de su padre. Si se paraba a pensarlo, recordaba vagamente haber pensado que era raro que se hubiese apartado de la vida el mismo día que su padre había entrado en ella. Marcaba una especie de período. Igual que el hecho de que, casi ese mismo día, los papistas tomasen posesión de Groby. Ya había digerido la idea de que el hijo de Christopher viviría en Groby aunque Christopher no lo hiciera. Y aquel chico era papista a todos los efectos, adobado, y bien sazonado. Sylvia se había encargado de pasárselo por las narices una semana antes, al enviarle una invitación a la primera comunión de su sobrino. Le había sorprendido que la noticia no le disgustara.

No le quedaba ninguna duda de que aquello le había reconciliado con la idea de casarse con Marie Léonie. Un año antes le había dicho a su hermano que nunca se casaría con ella porque era papista, aunque sabía que lo hacía sólo para mofarse de Spelden, el tipo que escribió Sobre el sacrilegio, un libro que predecía todo género de desastres para las familias dueñas de tierras que antes habían pertenecido a la Iglesia papista o que hubieran desplazado a los papistas. Cuando le dijo a Christopher que nunca se casaría con Charlotte —antes del matrimonio la llamaba Charlotte por motivos de discreción— lo había hecho consciente de que estaba ridiculizando el espíritu de Spelden, pues Spelden debía de llevar muerto más de cien años. Era como si le hubiese estado diciendo triste pero agradablemente a aquel espectro: «Eh, amigo. Ya lo ves. Podrás profetizar el desastre para Groby, porque se lo quitaron a uno de los vuestros para dárselo a un Tietjens en época del holandés William. Pero no puedes asustarme lo bastante para obligarme a convertir a una papista en una mujer decente, y menos aún en la señora de Groby».

Y no lo había hecho. Estaba dispuesto a jurar que el día de su boda no se le había ocurrido pensar en el desastre de Groby. Ahora ya no estaba tan seguro, pero sabía que no lo había pensado entonces. Recordaba haber pensado, durante la ceremonia, en las palabras de Fraser de Lovat,[219] antes de que lo ejecutaran en el Cuarenta y Cinco. Al parecer, le habían dicho en el cadalso que, si les daba alguna prueba de adhesión a la causa de Jorge II, no exhibirían su cuerpo descuartizado en las picas sobre los edificios de Edimburgo. Y Fraser había respondido: «Si el rey va a tener mi cabeza me da igual lo que haga con mi…», y se había referido a una parte de la anatomía masculina a la que no suele aludirse en los salones hoy en día. Así que, si un papista iba a vivir en Groby House, poco importaba que la primera lady Tietjens de Groby fuera papista o pagana.

Por lo general uno no se casa con su amante mientras le quedan fuerzas. Si todavía aspira a tener una carrera podría perjudicarle que se supiera que su mujer antes había sido su amante, o, por supuesto, si pretende hacer carrera tal vez quiera ascender por medio del matrimonio. Aunque no sea su intención hacer carrera, podría pensar que es probable que su antigua amante acabe convirtiéndolo en cornudo después de la boda, pues, si fue capaz de descarriarse con él, bien pudiera descarriarse también con otro. Sin embargo, cuando un tipo está prácticamente acabado, esas consideraciones desaparecen y recuerda que uno va al infierno por seducir a una virgen. Y, más tarde o más temprano, tiene uno que ponerse en paz con su Creador. Para siempre es una palabra muy larga y se dice que Dios desaprueba las uniones sin consagrar.

Además, era muy probable que a Marie Léonie le gustase la idea, aunque jamás había dicho una palabra al respecto, y ciertamente incomodaría a Sylvia que sin duda contaba con ser la primera lady Tietjens de Groby. Y, por si fuera poco, dejaría a Marie Léonie mucho más protegida. En un sentido y en otro le había dado a su amante varias cosas que bien podía ambicionar aquella furcia, y ni su vida ni la de Christopher valían demasiado, mientras que los tribunales pueden ser muy caros.

Era consciente de que siempre había tenido debilidad por Marie Léonie, de lo contrario no le habría puesto el nombre de Charlotte para consumo público. Uno sólo le pone a su amante un nombre distinto cuando cree que hay una posibilidad de acabar casándose con ella, para que así parezca luego que se casa con otra. Marie Léonie Riotor suena muy diferente que un simple Charlotte. Y le da mejores posibilidades ante el mundo.

Así había sido. El mundo estaba cambiando y no había ningún motivo para no cambiar con él… No se le ocultaba que el fin se acercaba. El tiempo se acortaba. Una vez que volvió empapado de una de esas carreras que tenían que improvisar durante la guerra, había comprendido que le iba a pasar algo porque, después de que Marie Léonie le arropara en su cama, fue incapaz de recordar el linaje del ganador de una carrera sin importancia. Marie Léonie le había suministrado un buen lingotazo de ron con mantequilla y tal vez eso le hubiese nublado un poco la memoria…, pero con ron o sin ron era la primera vez que le ocurría en toda su vida. Y ahora había olvidado incluso el nombre del ganador y de la carrera…

No, no se le ocultaba que su memoria estaba empezando a fallar, aunque por lo demás se consideraba un hombre tan sano como cualquiera, sin embargo, desde ese día, su memoria se echaba atrás como un caballo cansado al llegar a una valla… ¡Igual que un caballo cansado!

No conseguía calcular en qué había caído aquel día tres semanas antes del 11 de noviembre, su cerebro se negaba a hacerlo. De hecho, recordaba muy mal los sucesos de esas tres semanas. Desde luego, Christopher había estado allí, ayudando a Marie Léonie por la noche y velándole con una mirada dulce y saltona que sólo podía tener un hombre cuya madre hubiera sido una santa. Durante horas y horas le había leído en voz alta la Vida de Johnson de Boswell, por la que Mark tenía predilección.

También recordaba haberse quedado adormilado muy satisfecho mientras oía el sonido de su voz y haberse despertado igual de satisfecho oyéndola todavía. Christopher tenía la teoría de que, si su voz seguía sonando mientras él dormía, Mark tendría sueños más satisfactorios.

Satisfacción… Tal vez la última que conocería Mark. Pues por entonces —a lo largo de esas tres semanas— no había podido convencerse de que Christopher quisiera desvincularse verdaderamente de Groby. ¿Cómo iba a creer que alguien que le había atendido con la dulzura de una chica hecha de sacos de trigo estuviera decidido a… llamémoslo romperle el corazón? A eso se reducía… Alguien que además coincidía en general de forma sorprendente con sus opiniones, alguien que sabía diez veces más que él. Un auténtico erudito…

Mark no despreciaba la cultura…, sobre todo en los hijos pequeños. El país se iba al diablo por la falta de educación de los hijos pequeños, cuya función era hacer funcionar la nación. En el norte había un dicho muy antiguo que decía que la cultura está muy bien cuando se pierden las tierras y el dinero. No, no despreciaba la cultura. Nunca había adquirido ninguna porque era demasiado perezoso: un poco de Salustio, un poco de Cornelio Nepote y un toque de Horacio, el suficiente francés para leer una novela y para seguir lo que contaba Marie Léonie… Incluso para sí, la llamaba Marie Léonie ahora que se había casado con ella. ¡Al principio la había asustado!

En cambio Christopher era un auténtico erudito. Su padre, un hijo menor al principio, también lo había sido. Decían que, incluso a su muerte, había sido uno de los mejores latinistas de Inglaterra…, amigo íntimo de aquel tal Wannop, el profesor… ¡Buena época la de su padre para morir por la propia mano! En fin, si la boda había sido el 29 de octubre de 1918, su padre, que ya estaba muerto, debía de haber nacido el 29 de octubre de… 1834… No, eso era imposible… No, en el 44. Mark sabía que su abuelo había nacido en 1812…, ¡antes de Waterloo!

Grandes espacios de tiempo. ¡Grandes cambios! Y, sin embargo, su padre no había sido ningún inculto. Al contrario, pese a ser grande y decidido, era muy pacífico. Y sensible. Había querido mucho a Christopher…, y a la madre de Christopher.

Su padre era muy alto, al final iba encorvado como un chopo inclinado. Su cabeza parecía muy lejana, casi como si no te oyera. De color gris como el hierro, con las patillas cortas. En sus últimos días había sido muy despistado. Olvidaba dónde había puesto el pañuelo y dónde estaban sus gafas cuando se las ponía sobre la cabeza… Había estado cuarenta años sin hablar con su padre. El abuelo nunca le había perdonado que se casara con la señorita Selby de Biggen…, no porque se hubiese casado con alguien inferior, sino porque quería casar a la madre con su hijo mayor… En la infancia habían sido pobres y se dedicaron a vagar por Europa hasta que acabaron estableciéndose en Dijon donde tenían algunas propiedades…, una gran casa en el centro de la ciudad con varios criados. Nunca supo cómo se las había arreglado su madre con sólo cuatrocientas libras al año. Pero lo había hecho. Era una mujer muy fuerte. En cambio su padre se había relacionado con los franceses y había mantenido correspondencia con el profesor Wannop y algunas sociedades eruditas. A Mark siempre lo había tenido por un estúpido… Se pasaba el día leyendo libros elegantemente encuadernados. Su despacho había sido una de las habitaciones más hermosas de la casa de Dijon.

¿De verdad se habría suicidado? Si lo había hecho es que Valentine Wannop era hija suya. No había muchas más posibilidades, aunque tampoco es que tuviese mucha importancia. En ese caso Christopher estaría viviendo con su media hermana… No tenía importancia. Al menos para Mark…, pero su padre era de esos a quienes se les puede empujar al suicidio.

¡Qué mala suerte la de Christopher…! En conjunto no podía ser peor: el suicidio del padre, el hijo viviendo en pecado con su hermana, el hijo del hijo que no era del hijo y Groby que había ido a parar a manos papistas… Eran las típicas cosas que les pasaban a los Tietjens como Christopher: a cualquier Tietjens que no optara por quedarse al margen como había hecho él. Los Tietjens siempre aceptaban las consecuencias de sus actos. Y eso les abocaba a esa clase de situaciones… Una situación sin salida. Un toque de retreta. Pues si aquel chico no era de Christopher, Groby dejaría de pertenecer a los Tietjens. Ya no habría más Tietjens. Spelden habría estado en lo cierto.

Al abuelo de su padre le habían arrancado la cabellera los indios en Canadá en la guerra de 1810; el padre de su padre había muerto en un lugar donde no debería haber estado, lo que había causado un enorme escándalo en la corte de la reina Victoria; el hermano mayor de su padre había muerto borracho mientras cazaba zorros; su padre se había suicidado; Christopher se había arruinado por su propia voluntad y su puesto lo ocupaba un hijo bastardo. Y, si hubiese más Tietjens, de sangre y de nombre… ¡Pobres diablos! Serían sus propios primos. O algo por el estilo…

Y posiblemente no fuese eso lo peor… Spelden o el gran árbol de Groby habían destruido a los demás. El gran árbol de Groby lo habían plantado para conmemorar el nacimiento del tatarabuelo, que había muerto en un burdel…, y en Groby siempre se había rumoreado, entre los niños y los sirvientes, que al gran árbol de Groby no le gustaba la casa. Sus raíces arrancaban trozos de los cimientos y dos o tres veces habían tenido que reconstruir la fachada principal por culpa del tronco. También citaban el dicho italiano sobre los árboles que crecen más altos que la casa. Obviamente Christopher se lo había contado a su hijo y el joven se lo había explicado a la señora de Bray Pape. Por eso habían aludido a él tres veces ese día… ¡Y lo cierto es que era un árbol italiano! Lo habían llevado allí como un pimpollo desde Cerdeña en la época en que los caballeros todavía se preocupaban por el cuidado de sus jardines. En ese tiempo un caballero consultaba a sus herederos antes de plantar un árbol. ¿Sería mejor plantar un grupo de hayas delante del grupo de arces del foso que había a medio kilómetro de la casa para que el contraste, visto desde el salón de baile, fuese agradable…, al cabo de treinta años? En esa época, las familias pensaban a treinta años vista y el propietario consultaba muy serio a los herederos que contemplarían el juego de sombras y luces que él mismo no disfrutaría nunca.

Hoy, por lo visto, el heredero consultaba al propietario si el inquilino que iba a alquilar amueblada la casa solariega podía talar los árboles para ajustarse a las ideas higiénicas del momento… ¡Un momento americano! Bueno, ¿y por qué no? No podía esperarse que aquella gente supiera qué contraste tan pintoresco hacía el árbol contra los tejados de la gran casa de Groby visto desde Peel’s Moorside. Nunca habrían oído hablar de Peel’s Moorside, ni de John Peel, ni de su manto gris…

Al parecer, tal era el motivo de la visita de aquel jovenzuelo y la señora de Bray Pape. Habían ido a pedirle permiso para talar el gran árbol de Groby. Y luego se habían acobardado y habían salido corriendo. Al menos el chico seguía hablando muy serio con la mujer de blanco por encima del seto. Y, en cuanto a la señora de Bray Pape, era imposible saber dónde se habría metido; tal vez estuviera en el patatal estudiando las patatas de los pobres. Deseó que no se topara con Marie Léonie, pues Marie Léonie despacharía en el acto a la señora de Bray Pape y encima se enfadaría.

No obstante, se equivocaban al acobardarse al pedirle permiso para talar el gran árbol de Groby. A él le traía sin cuidado. La señora de Bray Pape lo mismo podía haberse presentado y haberle dicho: «Hola, amigo, vamos a talar ese dichoso árbol tuyo y a dejar que entre un poco de luz en la casa…», suponiendo que los americanos hablen de ese modo cuando están contentos, no tenía forma de saberlo. No recordaba haber hablado nunca con un americano… ¡Oh, sí, con Cammie Fittleworth! Ciertamente había sido una joven muy chabacana antes de que le concedieran el título a su marido. Aunque Fittleworth también lo era. Se contaba que había tenido que interrumpir un discurso en la Cámara de los Lores porque no dejaba de emplear la expresión «de primera» que irritaba al presidente de la Cámara… Así que quién sabe lo que le habría dicho la señora de Bray Pape si no hubiese pensado que se estaba dirigiendo a un miembro sifilítico de una aristocracia decadente que estaba loco por un viejo cedro. Aunque podía habérselo dicho con más claridad. A él le traía sin cuidado. Nunca había tenido la impresión de caerle simpático al gran árbol de Groby. Nadie parecía caerle bien. Se decía que nunca había perdonado a los Tietjens por trasplantarlo de la cálida y amable Cerdeña a aquel lúgubre clima… Eso era lo que les contaban los criados a los niños y lo que ellos se susurraban en los pasillos oscuros.

¡En cambio el pobre Christopher! Se volvería loco si le hicieran aquella propuesta. ¡Sólo con que se lo insinuasen! El pobre Christopher, que en ese preciso instante estaba de vuelta de Groby en uno de esos malditos artefactos voladores… Mark deseaba que, ya que Christopher había tenido que comprar aquella maldita casa de campo en el sur del país, al menos no la hubiese comprado tan próxima a un condenado aeródromo. Aunque probablemente lo hiciera pensando que los dichosos americanos llegarían volando en esos malditos artefactos para comprarle sus malditos chismes viejos. Y de hecho lo hacían…, enviados por el señor Schatzweiler que, sin duda, era muy eficaz a la hora de mandar cheques.

Christopher casi se había puesto en pie de un salto —es decir, que se había quedado quieto como una estatua de mármol— al enterarse de que Sylvia, y, lo que es peor, su propio heredero, querían alquilar Groby amueblado. Le había dicho a Mark, por encima de la primera carta de Sylvia: «No irás a permitírselo…», y Mark había comprendido la agonía que se ocultaba detrás de su máscara cérea y sus ojos saltones… Se le habían puesto blancas las aletas de la nariz… ¡no podía haber indicio más claro!

Y eso había sido lo más parecido a una petición que le había hecho, a menos que la solicitud de un préstamo el día del armisticio pudiera considerarse una petición. Aunque Mark no pensaba que pudiera considerarse como un tanto a su favor. En aquella partida ninguno de los dos había ganado ningún tanto todavía. Probablemente ninguno lo haría: por muchos que fueran sus otros defectos, eran un par de tipos del norte muy tenaces.

No, no había sido un punto a su favor que dos días antes Christopher le hubiera dicho: «No irás a permitírselo…». Por mucho que sufriera, Christopher no le había pedido a Mark que no permitiese que alquilasen Groby, sólo estaba tratando de averiguar hasta dónde permitiría Mark que se degradase aquel viejo lugar. Mark le había dejado bien claro que él no movería un dedo aunque demolieran Groby y lo reemplazaran por un hotel de terracota. Por otro lado, Christopher no tenía más que mover un dedo y nadie podría arrancar ni una hoja de la hierba que crecía entre los adoquines del Stillroom Yard… Pero, según las reglas del juego, ni uno ni otro podían dar una orden. Ninguno. Mark le decía a Christopher: «¡Groby es tuyo!» y Christopher le decía a Mark: «¡Groby es tuyo!». Con mucha frialdad y buen humor. Así que lo más probable era que el lugar acabara por venirse abajo o que Sylvia lo convirtiera en una casa de citas… ¡Parecía una broma! ¡Una broma macabra de Yorkshire!

Era imposible saber quién de los dos lo pasaba peor. Estaba claro que a Christopher le partía el corazón asistir a la degradación que estaba sufriendo el lugar, pero, ¡maldita sea!, ¿acaso no se lo partía también a Mark ver que Christopher rechazaba la casa que le ofrecía…? ¡Era imposible saber quién lo pasaba peor!

Sí, se le había partido el corazón el día del armisticio en la mañana…, entre la mañana y la mañana del día siguiente… Sí: después de que Christopher le hubiera leído a Boswell en voz alta, noche tras noche, durante tres semanas… ¿Era eso respetar las reglas? ¿Es que velar a un hermano sin perdonarle era respetar las reglas…? ¡Oh!, sin duda lo era. Uno no perdona a su hermano si le ha traicionado del peor modo posible… Y, por supuesto, decirle que crees que vive de las ganancias inmorales de su mujer es traicionarlo del peor, ¡del peor!, modo posible… Y eso era lo que Mark le había hecho a Christopher. Había sido ciertamente imperdonable. Y, por supuesto, uno tampoco se venga de su hermano, salvo en los términos exigidos por la naturaleza de la ofensa: eres el mejor amigo que tiene…, en los términos exigidos por la naturaleza de la ofensa; y lo cuidas como a un gusano…, salvo si los términos exigidos por la ofensa impiden que lo hagas.

Pues, obviamente, lo mejor que podría haber hecho Christopher por la salud de su hermano habría sido aceptar ocuparse de administrar Groby, no obstante su hermano podía morirse y él también antes de que lo hiciera. Aun así era muy cruel…

Con lo de Boswell los dos hermanos se habían hecho uña y carne y habían desarrollado una intimidad sorprendente y un parecido no menos sorprendente. Si uno de ellos hacía un comentario sobre Bennet Langton [220] era precisamente el que el otro tenía en la punta de la lengua. Era como eso que los idiotas llaman hoy telepatía: una sensación cálida y confortable, tarde por la noche, con la luz atenuada, la voz recorriendo el profundo silencio de Londres que esperaba la caída de las bombas… Mark aceptaba el dictamen de Christopher de que era un tipo dieciochesco y tuvo que contenerse para decirle que aún era más anticuado: una especie de anglicano del siglo XVII que debería estar paseándose por un bosque con el Nuevo Testamento debajo del brazo…

Y ¡qué demonios!, todavía había sitio para él en este mundo. La tierra no había cambiado… Aún había profundos bosques de hayas junto a las tierras de cultivo, donde los grajos levantaban perezosos el vuelo al ver acercarse el arado. La tierra no había cambiado… La raza no había cambiado… Ni Christopher… Sólo habían cambiado los tiempos… Los grajos, las tierras de cultivo, las hayas y Christopher seguían allí… Lo que había cambiado era la forma de pensar… El sol saldría y se alzaría sobre el arado hasta ir a ponerse detrás del seto y que el labriego fuese a sentarse a la taberna, y lo mismo haría la luna. Pero ni el sol ni la luna verían a alguien como Christopher en sus viajes. Nunca. Antes podrían haber visto a un mastodonte… El propio Mark era un vejestorio anticuado. Eso estaba bien. ¡Judas Iscariote también fue un idiota anticuado en su tiempo!

Pero eso de que Christopher dejase crecer entre ellos aquella intimidad y aun así no le perdonara equivalía casi a violar las reglas del juego… No las violaba pero casi. ¿Acaso no le había tanteado Mark? ¿Acaso no había hecho concesiones? ¿No había sido su boda con Marie Léonie una especie de concesión a Christopher? Puestos a decirlo todo, ¿acaso Christopher no había querido que se casase con Marie Léonie porque él quería casarse con Valentine Wannop y no tenía esperanzas de hacerlo? Puestos a decirlo todo… Le había hecho esa concesión a Christopher. Pero ¿debería Christopher haberle exigido —haberle pedido telepáticamente— esa concesión si él no pensaba concederle nada? ¿Debería haberle obligado a aceptar sus cuidados femeninos y despistados cuando, pobre diablo, estaba exhausto por sus obligaciones militares y pretendía convertirse en un maldito vendedor de muebles antiguos y negarse a aceptar Groby? Por su alma que, hasta la mañana del día del armisticio, Mark se había tomado la historia del señor Schatzweiler como una amenaza lúgubre y simpática… Una especie de finta…

En fin, probablemente entrase dentro de las normas del juego: ¡si Christopher pensaba que era lícito, es que lo era!

Pero… fue una impresión terrible… Estaba prácticamente convaleciente, se había levantado de la cama con el batín y le había dicho a lord Wolstonemark que podía apilar todos los papeles que quisiera en su despacho… Y entonces Christopher, sin sombrero, y con un condenado traje civil de tweed de color morado había irrumpido en la habitación con un puñetero mueble viejo debajo del brazo… Una especie de escritorio de juguete. Una maqueta. ¡Para fabricantes de escritorios! Bonita cosa para llevar a la habitación de un convaleciente, a un hombre que está leyendo tranquilamente un formulario TO LOUWR 1962 E 17 del 10 de noviembre de 1918 delante de un buen fuego… Y tenía las aletas de la nariz blancas como la cera…, y el pelo muy canoso… ¿Qué edad tendría? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y tres? ¡Sabe Dios!

Cuarenta… Quería que le prestara cuarenta libras a cambio de aquel maldito mueble. ¡Para celebrar el día del armisticio e instalarse con su novia! ¡Cuarenta libras! ¡Dios mío! Mark sintió que se le revolvían las tripas de asco… La chica —casi seguro su media hermana— estaba esperando en una casa vacía a que fuese a seducirla. ¡Para celebrar la salvación del mundo después de siete millones de muertos!

Si uno seduce a una chica, no lo hace por cuarenta libras: acepta Groby y tres, siete o diez mil al año. Eso le había dicho a Christopher.

Y entonces se lo había soltado. En plena cara. Christopher no iba a aceptar un penique suyo. Nunca. ¡Jamás…! Sin ningún género de dudas. El hecho le había atravesado a Mark la garganta como un cuchillo el cuello de un ciervo. Le había dolido igual, ¡pero no le había matado! ¡Maldita sea, ojalá lo hubiera hecho! Ojalá lo hubiera hecho… ¿Es que uno le hace eso a su hermano, sólo por haberle llamado…, cuál era la palabra? Maquereau…! Probablemente un maquereau sea peor que un chulo… Como dijo el doctor Johnson, es imposible distinguir entre una pulga y un piojo.

¡Christopher estaba enfadado…! Por lo visto, había ido primero a ver a sir John Robertson con aquel chisme. Sir John le había prometido comprárselo por cien libras. Era un bargueño especial comprado por un duque a un fabricante de bargueños de Bath en 1762… ¿No era ése el año de la rebelión americana? Bueno, Christopher lo había comprado en una especie de baratillo por cinco libras y sir John había prometido pagarle cien. Coleccionaba bargueños muy valiosos. Christopher le había soltado que aquél valía mil dólares… ¡Pensando en sus clientes de muebles antiguos!

Cuando Christopher empleó esa palabra —los mechones grises destacaban en su torpe cabeza— Mark notó cómo le empapaba el sudor. Supo que todo había terminado… Christopher siguió hablando, daba la impresión de estar echando chispas, pero su voz era fría. Sir John le había dicho:

«De eso nada, muchacho. Te crees todo un soldado, primero violáis a la mitad de las chicas de Flandes y Ealing y luego queréis que os tengamos por héroes. Menudos héroes. Y ahora os creéis a salvo… Cien libras es un precio para un cristiano que le es fiel a su encantadora esposa. No te daré más de cinco libras por el bargueño y agradece que sean cinco y no una, ¡por nuestra vieja amistad!».

Eso era lo que le había dicho sir John Robertson a Christopher; así era el mundo para los soldados esos días. No era raro que Christopher estuviese enfadado…, incluso con su propio hermano que tenía la ropa interior helada por el sudor. Le había respondido:

—Muchacho. No pienso prestarte un penique a cambio de ese chisme absurdo. Pero te extenderé ahora mismo un cheque por valor de mil libras. Acércame el talonario que hay sobre la mesa…

Marie Léonie había entrado en la habitación al oír la voz de Christopher. Le gustaba enterarse de las noticias por él. Y también que sostuviese discusiones acaloradas con Mark. Había comprobado que le sentaban bien: el primer día que Christopher había ido allí, tres semanas antes, tuvieron una discusión ciertamente muy acalorada y ella había notado que la temperatura de Mark había bajado de treinta y siete con ocho a treinta y seis y medio. En dos horas… Después de todo, cuando alguien de Yorkshire tiene ganas de discutir es que sigue vivo. Así era la gente de allí.

Christopher se había vuelto hacia ella y le había dicho:

—Ma belle amie m’attend à ma maison; nous voulons célébrer avec mes camarades de régiment. Je n’ai pas un sou. Prêtez moi quarante livres, je vous en prie, madame! —Luego añadió que le dejaría el bargueño como garantía. Estaba tan rígido como un centinela a las puertas de Buckingham Palace. Ella había mirado perpleja a Mark. Motivos no le faltaban. Él no había dicho nada. De pronto Christopher había exclamado—: Prêtez les moi, prêtez les moi, pour l’amour de Dieu!

Marie Léonie se había puesto un poco pálida, le había dado la vuelta al dobladillo de la falda y había sacado los billetes de la media. Le había dicho:

—Pour le dieu d’amour, monsieur, je veux bien.

Nunca se sabe por dónde puede salir una mujer francesa. Eso lo había sacado de una vieja canción.

Pero al recordarlo se le cubría el rostro de sudor, de grandes gotas de sudor.