Aunque no…, debió de ser alrededor de las doce de aquel día maldito, o incluso antes, o tal vez después. En cualquier caso, no recordaba ninguna comida posterior, aunque sí un período casi infinitamente largo de intenso fastidio. Casi de humillación, pese a que nadie podía acusarle de haberse sentido nunca humillado. Todavía recordaba cómo había aspirado aire por la nariz cuando Christopher le anunció sus ruinosas intenciones… Lord Wolstonemark no le había telefoneado hasta cerca de las cuatro de la mañana para pedirle que anulara la orden de partida del transporte que tenía que salir de Harwich… A las cuatro de la mañana, menuda pandilla de idiotas. Su sustituto había desaparecido con la alegría de las celebraciones en el ####y lord Wolstonemark necesitaba saber el código de Harwich porque había que detener el transporte a toda costa. No iban a avanzar sobre Alemania… ¡Después de eso no había vuelto a decir palabra!
Su hermano estaba acabado, el país liquidado y, como suele decirse, él mismo estaba hundido. Muy humillado…, sí, ¡humillado!, esa mañana —el 11 de noviembre de 1918— le había dicho a Christopher que no volvería a hablarle. Con eso no quería decir que no volvería a dirigirle la palabra, ¡sino sólo que no volvería a hablar con él de nada relacionado con Groby! Christopher podía quedarse con la inmensa casona gris, el árbol, el pozo y los páramos y el maldito disfraz de John Peel. O deshacerse de ellos. Mark no volvería a hablar del asunto.
Recordó haber pensado que Christopher podía haber entendido que tenía el propósito de retirar su apoyo al ménage de Christopher Tietjens. Nada más lejos de su intención. En su corazón siempre habría un sitio para Valentine Wannop. Lo había desde que estuvo sentado a su lado como un idiota en la antesala del Ministerio de la Guerra mientras mordisqueaba el mango del paraguas. Entonces le había recomendado que se hiciese amante de Christopher: le había rogado que se ocupase de que tuviese siempre un par de chuletas de cordero y de coserle los botones. Así que no era probable que, un año después, cuando Christopher le anunció que pensaba irse a vivir con la joven y sufrir las consecuencias…, pensaran que iba a dejarlos en la estacada.
La idea le había obsesionado tanto que le había escrito una tosca nota —fue la última vez que su mano sostuvo una pluma— a Christopher. Le había dicho que el apoyo de un hermano no tenía mucho valor para una mujer, pero que dadas las peculiares circunstancias del caso, siendo él, a todos los efectos, Tietjens de Groby y teniendo en cuenta que lady Tietjens —Marie Léonie— estaba totalmente dispuesta a dejarse ver en cualquier ocasión con Valentine y su compañero, sí serviría de algo, al menos con los arrendatarios y otra gente parecida.
¡En fin, no había vuelto a pensarlo!
Pero una vez se le metió la idea en la cabeza, había crecido y crecido sobre su humillación y su fatiga. No podía ocultársele que estaba agotado, de la oficina, la nación, el mundo, y la gente… De la gente… ¡estaba harto! ¡Y de las calles, la hierba, el cielo y los páramos! Había cumplido con su labor. Eso había sido antes de que le telefoneara Wolstonemark y todavía pensaba que había cumplido con su obligación de llevar las cosas de aquí para allí por el mundo.
Uno viene a este mundo para cumplir con su deber con el país y su familia.
Y, en primer lugar, con los suyos. Tenía que admitir que se había portado mal con los suyos…, empezando por Christopher. Sobre todo con Christopher, y eso había influido en los arrendatarios.
Siempre le habían fatigado Groby y sus arrendatarios. Desde que nació. Son cosas que pasan. Sobre todo en las familias antiguas y prominentes. Era raro que Groby y todo lo relacionado con Groby le fatigasen tanto, suponía que debía de ser alguna peculiaridad de nacimiento. Todos los Tietjens tenían alguna. Tal vez derivada de la soledad en los páramos, del clima tan frío, de los rudos vecinos…, posiblemente incluso del hecho de que el gran árbol de Groby diera sombra a la casa. No se podía asomar uno a la sala de estudio porque la tapaba el tronco enorme y rugoso y el ala de los niños estaba oscurecida por sus ramas. Penachos negros… y fúnebres. Se dice que los Habsburgo odiaban sus palacios, por eso sin duda muchos de ellos, empezando por Juan Ort, se habían vuelto tan rudos. En cualquier caso, habían renunciado a sus privilegios reales.
Y, desde muy pronto, él había decidido que no quería ser un propietario rural. No veía por qué tenía que preocuparse por aquellos pordioseros testarudos o de los malditos páramos barridos por el viento y los fondos de los valles. Tenía ciertas obligaciones con aquellos tipos, pero no tenía por qué vivir con ellos o asegurarse de que ventilasen sus dormitorios. Siempre había sido sobre todo una cuestión de vanidad y, desde que se aprobaron las leyes del trigo, lo era casi exclusivamente. Aun así es evidente que un señor le debe algo a las tierras de las que él y sus antepasados han obtenido sus rentas durante generaciones.
En fin, nunca había querido serlo porque había nacido harto de aquello. Le gustaban las carreras y hablar de carreras con gente a quien también les gustasen. Su intención había sido seguir así hasta el final.
No había podido.
Su intención había sido seguir viviendo entre el despacho, sus habitaciones, las de Marie Léonie y los fines de semana en casas de propietarios de caballos de carreras de buena familia hasta que sus ojos se cerrasen… Pero, por supuesto, Dios dispone, ¡incluso sobre los Tietjens de Groby! Su intención había sido dejarle en herencia Groby, a la muerte de su padre, a cualquiera de sus hermanos que tuviese herederos y pareciera ir a administrarlo bien. Eso, durante mucho tiempo, le había parecido muy satisfactorio. Ted, el siguiente hermano, tenía la cabeza sobre los hombros. Si hubiese tenido hijos habría servido. Igual que el siguiente… Pero ninguno los había tenido y ambos se las habían arreglado para que los mataran en Gallípolli. Incluso la hermana Mary, que era mayor que él y una maîtresse femme como ninguna, se las había arreglado para que la mataran como enfermera de la Cruz Roja. Ella sí que habría administrado bien Groby…, era una mujer grande, rubicunda y gris con un poco de bigote.
Así que Dios le había dejado sólo a Christopher…
Christopher habría administrado Groby bastante bien, pero se había negado a hacerlo. No quiso poseer ni un metro cuadrado de tierra de Groby, y se negó a tocar un solo penique de las rentas de Groby. Ahora lo estaba pagando.
De hecho, lo estaban pagando los dos, pues Mark no veía qué iba a ser de Christopher o de las fincas.
Hasta la muerte de su padre, Mark se había interesado muy poco por el chico. Tenía catorce años menos que él: en total habían sido diez niños, tres de los hijos de su madre murieron de niños y otro era retrasado. Así que Christopher era sólo un bebé cuando Mark se marchó de Groby para siempre…, salvo cuando iba de visita y llevaba su paraguas y veía a Christopher con aire despistado a la puerta de la sala de estudio o en el salón de su madre. Así que apenas había llegado a conocerlo.
Y en la boda de Christopher había decidido no volver a ver nunca a aquel idiota que se había dejado enredar así por una puta. No le deseaba a su hermano ningún mal, pero le ponía enfermo pensar en él. Y luego, durante años, había oído los peores rumores sobre Christopher. En cierto sentido le habían servido de consuelo. Dios sabía que le traía sin cuidado la familia Tietjens —sobre todo los hijos de aquella santa tan débil—. Pero prefería tener por hermano un malvado que un idiota.
Luego, poco a poco, por los cotilleos que llegaron a sus oídos, se fue convenciendo de que Christopher era un auténtico malvado. Era comprensible. Christopher tenía una vena de debilidad y lo que puede hacer una mujer para pervertir a un tipo con una vena de debilidad es casi inconcebible. Y la mujer que había escogido Christopher —que lo había escogido a él— también lo era. Mark no tenía una gran opinión de las mujeres: con que fueran un poco rollizas, saludables, mínimamente fieles y vistieran con discreción se contentaba… Pero Sylvia era delgada como una anguila, llena de vicios como una yegua sin domar, totalmente infiel y vestía como una cocotte de París. En su opinión, mantener a aquella puta en sociedad con todas aquellas mujeres de ministros liberales o judíos que eran como ella, debía de haberle costado a Christopher seis o siete mil al año, y con unos ingresos de dos mil como mucho… Mucho para un hijo menor. Era lógico que hubiera tenido que pervertirse para conseguir el dinero.
Eso le había parecido… y no le había dado mucha importancia. Había pensado en su hermano tal vez dos veces al año. Pero un día —justo después de que mataran a sus dos hermanos— su padre había ido a verle al club desde Groby para decirle: «¿Se te ha ocurrido pensar que, ahora que han muerto los chicos, Christopher es prácticamente el heredero de Groby? Tú no tienes hijos legítimos, ¿verdad?». Mark respondió que tampoco había tenido ningún bastardo y que, desde luego, no pensaba casarse.
Por aquel entonces le parecía obvio que no iba a casarse con Marie Léonie Riotor y, ciertamente, no pensaba casarse con ninguna otra. Así que Christopher —o en cualquier caso el heredero de Christopher— se harían con Groby. Hasta ese momento no se le había ocurrido pensarlo. Pero cuando se lo plantearon de ese modo tan claro, comprendió al instante que eso echaba por tierra todos los planes que había hecho. Christopher, en aquel momento, era la última persona en el mundo que quería que se quedase con Groby —pues hasta cierto punto se le podía considerar el responsable de todas aquellas almas—. Y él mismo tampoco lo haría mejor. Había perdido el contacto con las tierras y, a pesar de que el administrador de su padre era un tipo muy eficiente, estaba tan inmerso en los asuntos de la guerra que apenas habría podido dedicar tiempo a aprender algo sobre las fincas.
Así que se produjo un fallo en su sistema de vida. Para él supuso toda una conmoción. Mark estaba acostumbrado a pensar que controlaba su destino: tenía tan pocas ambiciones y estaba tan atrincherado detrás de sus hábitos y su riqueza que, aunque las circunstancias no tenían por qué plegarse necesariamente a sus designios, el destino apenas podía rozarle.
Una cosa era que el hijo menor de los Tietjens fuese una especie de transgresor… o que despreciase las normas. Y otra muy distinta que el heredero de Groby fuese un bala perdida cuyos turbios manejos le hicieran vergonzoso para los de su propia clase social. ¡Suponiendo que un hijo menor tenga clase social…! En cualquier caso, para los de la clase social a la que pertenecían él y su padre. Se decía que Tietjens le había vendido su mujer a su primo el duque a un precio tan bajo que obviamente había seguido arruinado después de la transacción. También se la había vendido a otros hombres…, por ejemplo a directores de banco. Y aun así se veía obligado a extender cheques sin fondos. Cuando uno le vende su alma al diablo al menos debe conseguir un buen precio. Se decía que aquel tipo de transacciones eran características del grupo social en que se movía aquella furcia, pero la mayoría de los hombres que, de acuerdo con Ruggles, vendían a sus mujeres a los miembros del gobierno, ganaban millones gracias a sus consejos financieros… o títulos nobiliarios. Y no era raro que obtuviesen ambas cosas. En cambio Christopher era tan marrullero que no había conseguido ni lo uno ni lo otro. Sus cheques no valían ni dos peniques. Y, por si fuera poco, había sido tan estúpido como para seducir a la hija del amigo más antiguo de su padre, dejarla encinta y permitir que se enterase todo el mundo…
Es lo que le había contado Ruggles… y también lo que había enviado a su padre a la tumba. En fin, era innegable que Mark había sido el culpable de aquello. Pero —y eso era muchísimo peor— además había empujado a Christopher a no aceptar ni un penique del dinero de Mark, que antes había sido de su padre. Y Christopher era tozudo como una mula. Aunque eso Mark no se lo reprochaba. Era un rasgo típico de los Tietjens.
No obstante, no podía quitarse de la cabeza la idea de que el rechazo por parte de Christopher de Groby y de todo lo que tuviera que ver con Groby era tanto una manifestación de aquella dichosa santurronería que había heredado de su madre como de resentimiento. Christopher quería deshacerse de sus grandes posesiones. El hecho de que su padre y su hermano hubieran creído que era eso que Marie Léonie habría llamado un maquereau, y por tanto le hubiesen ofendido, era sólo una excusa a la que se aferraba. Lo que él quería era apartarse del mundo. Eso es. Quería apartarse de un mundo repugnantemente ineficaz y venal, exactamente igual que Mark, que lo encontraba casi más corrupto y deshonesto que él.
En cualquier caso, la primera vez que hablaron de la herencia de Groby, Christopher le había dicho que podía irse con su dinero al diablo y llevarse de paso la titularidad de Groby. No tenía intención de perdonarles nunca ni a Mark ni a su padre. Sólo había consentido estrecharle la mano a Mark por lo mucho que había insistido Valentine Wannop…
Ése había sido el momento más terrible de la vida de Mark. El país se estaba yendo al diablo, Christopher parecía dispuesto a dejarse morir de inanición y, por expreso deseo de su hermano, Groby iba a caer en manos de aquella furcia… Y el país cada vez se iba más al diablo, y Christopher cada vez estaba más arruinado…, y en cuanto a Groby…
El chico que prácticamente era el propietario de Groby, nada más oír la voz de la mujer que vestía el equipo blanco de amazona y había gritado «¡Hola! ¡Eh!», había pasado entre las matas de frambuesas y ahora estaba apoyado contra el seto mientras ella se inclinaba riendo hacia él y su caballo cabeceaba al otro lado. Fittleworth les sonreía con benevolencia y al mismo tiempo proseguía su conversación con Gunning…
La mujer era demasiado vieja para el joven, que se había puesto de color escarlata al oírla. Sylvia también había sido demasiado mayor para Christopher: le había hecho bailar al son de su música cuando no era más que un crío… El mundo seguía su marcha.
De todos modos se sintió agradecido por aquel momento de descanso. No le quedaba más remedio que admitir que ya no era tan joven como antes. Tenía mucho en lo que pensar si quería comprender el mundo —desde luego no iba a entrometerse— y prestar atención a conversaciones consistentes sobre todo en apotegmas morales le había fatigado. Habían sido demasiadas y demasiado seguidas. Si hubiese hablado no habría tenido que hacerlo, pero como no hablaba, tanto la dama descendiente de la Maintenon como aquel chico, lo habían acribillado con puntos de vista morales muy interesantes sin darle tiempo a recobrar aliento mentalmente.
La dama les había llamado aristócratas corruptos y decadentes. Puede que no fuesen corruptos, pero desde luego, como propietarios, tanto él como Christopher eran decadentes. Sencillamente estaban aburridos de ocuparse de aquella terrible molestia… y, al negarse a cumplir con las obligaciones de su puesto, renunciaban también a los emolumentos. No recordaba haber cobrado un penique de Groby desde la infancia. Nunca aceptarían aquel puesto: habían aceptado otros… En fin, éste sería el último puesto [218] de Mark… Le entraron ganas de sonreír por aquel chiste siniestro.
De Christopher no estaba tan seguro. Aquel idiota era un terrible sentimental. Tal vez le hubiera gustado ser un gran propietario rural y cuidar los cercados de las fincas, como Fittleworth que estaba chiflado por las cercas. Probablemente ahora mismo estaría dándole la lata con eso a Gunning, mientras se golpeaba la caña de la bota con el mango de la fusta. Sí… cuidar de los cercados y asegurarse de que las tierras de los arrendatarios produjeran tantos sacos de trigo por hectárea o mantuviesen tantos corderos a lo largo del año… ¿Cuántos corderos podían mantenerse por hectárea y cuántos sacos producía? Mark no tenía ni la menor idea. Christopher lo sabría, y también las diferencias que podían esperarse de cada una de las quinientas hectáreas que tenía Groby… ¡Sí, Christopher había escrutado el rostro de Groby con la emoción de una madre contemplando el rostro de su bebé!
Así que su negativa a convertirse en su administrador podía surgir de una especie de ansia por mortificar el espíritu. El viejo Campion había dicho una vez que creía —creía firmemente, entre escalofríos— que Christopher quería vivir en el espíritu de Cristo. Eso al general le parecía horrible, aunque Mark no pensaba que lo fuese per se… No obstante, dudaba de que Cristo se hubiese negado a administrar Groby si ésa hubiese sido su labor. Cristo era una especie de inglés y, por lo general, los ingleses no se niegan a hacer su trabajo… Al menos antes, aunque ahora sin duda sí. Era una especie de manía rusa. Había oído contar que, antes incluso de la Revolución, los grandes nobles rusos vendían sus fincas, liberaban a los siervos, se ponían una camisa de crin y se sentaban a mendigar junto al margen del camino… O algo por el estilo. Tal vez Christopher fuese un síntoma de que los ingleses estaban cambiando. Él no. ¡Sólo estaba cansado y decidido a acabar con todo!
Al principio no había podido creer que Christopher se hubiera decidido —con una obcecación típica de Yorkshire— a no tener nada que ver con Groby o su dinero. No obstante, había sentido una gran admiración por su hermano cuando le dijo que nunca aceptaría su dinero ni les perdonaría a él ni a su padre. Un genuino sentimiento de Yorkshire formulado con frialdad y cierto sentido del humor. Sus ojos, como es natural, lo habían mirado saltones, pero no había demostrado ninguna otra emoción.
Sin embargo, Mark había imaginado que se traía algo entre manos. Tal vez sólo quisiera humillarlo. Pero ¿qué forma mejor de humillarle que obligarle a ofrecerle Groby? Cierto que se había guardado la oferta en la manga el tiempo que Christopher estuvo en Francia. Después de todo, no tenía sentido ofrecerle la administración de grandes posesiones a un tipo que puede convertirse en carne de cañón. Se había alegrado de que se alistara, aunque también le había dado lástima. Admiraba a Christopher por hacerlo… e imaginó que eso podría limpiar en parte su reputación, aunque ahora sabía que era totalmente inocente del crimen que le habían atribuido. Por supuesto, se había equivocado: no había contado con el descrédito que, acabada la guerra, la población civil atribuiría a los excombatientes. Después de todo era lógico. La mayoría de la población masculina era civil y, una vez terminada la guerra y ahora que ya no corrían peligro, todos lamentarían no haber ido. ¡Y se lo echarían en cara a los soldados!
Así que los servicios de Christopher a su país habían servido más para desacreditarle que para ayudarle. Sylvia se las había arreglado para alegar, de forma muy razonable, que Christopher era por naturaleza un ser ocioso y disoluto como todos los soldados. En tiempos de paz, le había resultado muy fácil.
Aun así, Mark se había sentido orgulloso de su hermano, y, después de que hiriesen a Christopher y lo devolvieran a su base cerca de Ealing, había puesto en marcha la maquinaria para hacer que desmovilizasen a su hermano y que así pudiera hacerse cargo de Groby, donde por entonces vivían Sylvia, el chico y la madre de Sylvia. Las fincas sólo podía gestionarlas el administrador de su padre y ni Sylvia ni su familia podían mover un dedo al respecto, aunque la madre le aseguró a Mark que iban todo lo bien que permitían el Comité Agrícola de verduleros y los acaparadores. Insistían en sembrar trigo en páramos donde no podía crecer nada salvo brezo y en abrevar a las ovejas en charcas llenas de parásitos. No obstante, el administrador les combatía con la eficacia que podía esperarse de un hombre enfrentado a los elegidos de una nación de tenderos…
Por esas fechas —las fechas del regreso de Christopher a Ealing— Mark todavía pensaba que Christopher se estaba haciendo el remolón respecto a Groby. Así que se llevó una desilusión muy desagradable. Se las había arreglado para que desmovilizaran a Christopher, sin decirle nada a él, más o menos cuando llegó el armisticio… ¡Y luego descubrió que había empleado gasolina para apagar un fuego!
Prácticamente le había rogado a aquel desdichado que, contando con vivir de su paga de oficial al menos un año más, se había hipotecado hasta las cejas para asociarse con un maldito americano en un negocio de muebles antiguos. Y, por supuesto, la paga se había reducido mucho y se había convertido en una pensión concedida a los oficiales desmovilizados computada según el número de días de servicio. Así que había privado a Christopher de dos o trescientas libras. Era la típica situación en la que ponían siempre a Christopher quienes en teoría pretendían ayudarle… ¡Justo antes del armisticio, y cuando estaba a punto de que lo desmovilizaran, lo habían dejado sin un penique! Al parecer, había tenido que vender hasta los pocos libros que le había dejado Sylvia cuando le desvalijó la casa.
Mark había comprendido la halagüeña verdad justo cuando estaba tan enfermo de neumonía que esperaban que pudiera estirar la pata en cualquier momento. Hasta el punto de que Marie Léonie, por propia iniciativa, había telefoneado a Christopher para decirle que más valía que fuese a ver a su hermano si quería verlo a este lado de la tumba.
Enseguida se habían puesto a discutir, o más bien cada cual había expuesto sus argumentos. Christopher le había explicado lo que pretendía hacer y Mark había expresado el horror que le producían sus proyectos. Su horror provenía del hecho de que Christopher pretendiera renunciar a las comodidades. El deber de todo inglés es asegurarse para toda la vida un vestuario decente, una camisa limpia al día, un par de chuletas de cordero asadas sin condimentos, dos patatas blancas, un pastel de manzana con un trozo de Stilton y un poco de pan, una jarra de Club médoc, una habitación limpia, un buen fuego en la chimenea en invierno, un sillón cómodo, una mujer solícita que se ocupe de que le preparen todo eso, que le tenga la cama caliente, le cepille el sombrero y le pliegue el paraguas por la mañana. Y una vez tenga todo eso garantizado de por vida, puede hacer lo que quiera, siempre que no lo ponga en peligro. ¿Qué tiene de malo?
Christopher no pudo anticiparle nada salvo que no tenía intención de vivir de ese modo. No pensaba vivir así a menos que pudiera hacerlo merced a su propio talento. El único talento que le quedaba, y que tenía valor comercial, era su don para reconocer los muebles antiguos auténticos. Así que iba a ganarse la vida con eso. Tenía el plan perfectamente trazado e incluso se había buscado un socio americano, un tipo que tenía tanta habilidad para persuadir a los compradores americanos de antigüedades como él para descubrirlas. Por entonces todavía estaban en guerra, pero Christopher y su socio habían calculado que, con el acaparamiento del oro por parte de los americanos y el consecuente despojo de las antigüedades de las casas europeas, uno podría ganarse la vida.
Otras carreras, afirmó, le estaban vedadas. El Departamento de Estadística, donde antes había un tenido un puesto, le había dado la espalda. No sólo se mostraban reacios, sino vengativos con los funcionarios que habían sido soldados. Daban por supuesto que los miembros de sus plantillas que habían preferido servir en el ejército era gandules y disolutos y que se habían alistado sólo para dar rienda suelta a su lujuria. Las mujeres, como es natural, habían preferido los soldados a los civiles, y ahora éstos se estaban vengando. Era lógico.
Mark admitía que lo era. Antes de interesarse por su hermano como soldado, tenía la idea de que la mayoría de los soldados eran incompetentes en todo lo referido al transporte y, en general, una molestia. También admitía que Christopher no podía volver al departamento. Ciertamente era un hombre marcado. Podría haber tratado de hacer valer sus derechos para que lo readmitieran, aunque ellos habrían recurrido para rechazarlo con el pretexto legal de que sus pulmones estaban considerablemente dañados después de pasar tanto tiempo a la intemperie. El Real Cuerpo de Funcionarios y los departamentos de la Administración tenían derecho a negarse a emplear a personas que pudieran causar baja permanente. Si uno había perdido un ojo podían rechazarlo en cualquier departamento, porque podía perder el otro y entonces tendría derecho a cobrar una pensión. Pero, aunque Christopher hubiera podido colarse en el departamento, lo habrían puesto en la lista negra. Había sido muy grosero con ellos durante la guerra cuando habían tratado de obligarle a elaborar las estadísticas falsas que el ministerio había exigido al departamento para proporcionárselas a los franceses que no paraban de exigir más tropas.
Mark coincidía totalmente con ese punto de vista. Su larga relación con Marie Léonie, su respeto por el modo en que estaba amueblada su cabeza, la constante familiaridad con la vida y los puntos de vista de la petite bourgeoisie francesa que le habían proporcionado sus cotilleos…, todo eso unido a su desesperanza respecto al futuro de su propio país, le había hecho abrigar una fe considerable en el destino y, desde luego, en las virtudes del país al otro lado del Canal. Así que le habría resultado muy desagradable que su hermano cobrase de una organización que había sido utilizada para engañar traicioneramente a nuestros aliados. De hecho, a él mismo le resultaba muy desagradable cobrar de un gobierno que había llevado a la nación por esos derroteros y habría dimitido encantado de su puesto si no hubiese pensado que sus servicios eran indispensables para proseguir con éxito con la guerra que todavía se libraba. Estaba deseando romper con ellos, pero en ese momento no veía cómo hacerlo. Por aquel entonces la guerra había dado un giro muy favorable. Gracias al genio militar de los franceses, que se habían hecho con el mando supremo, las naciones enemigas se veían obligadas a retirarse a diario de grandes extensiones de terreno. Sin embargo, eso hacía que el transporte fuese más necesario que nunca, pues, si íbamos a ocupar victoriosos la capital enemiga, tal como pensaba que haríamos todavía en esas fechas, las exigencias de transporte se harían casi inconcebibles.
Aun así, no era argumento para que su hermano volviera a trabajar al servicio del país. Tal como veía él las cosas, los miembros del gobierno con su torticera política exterior y su familiaridad con oscuros financieros que nunca habían metido la cuchara en el pastel de la política inglesa, la vida pública se había vuelto, y seguiría siéndolo mucho tiempo, tan inmoral y deshonrosa que el único remedio era que las verdaderas clases gobernantes se retirasen del servicio público. Las cosas, en suma, debían empeorar antes de que pudiesen mejorar. El país pronto se sumiría en la ruina y el descrédito en el extranjero por culpa de la conducta de los verduleros escoceses, los financieros de Frankfurt, los leguleyos galeses, los fabricantes de armas del centro de Inglaterra y los incompetentes del sur que se habían pasado intrigando los últimos años de la guerra, y para afrontar esa terrible situación, deberían volver al antiguo sentido común y la probidad inglesas que eran proverbiales en el norte del país. La vieja clase gobernante a la que ellos pertenecían tal vez no volviera a ejercer nunca el poder, pero, por muchas revoluciones que hubiese, ¡y a él eso le traía sin cuidado!, el país tendría que exigirle a quienesquiera que integrasen su clase gobernante una apariencia de probidad personal y el cumplimiento de los compromisos públicos. Obviamente él estaba al margen o lo estaría al acabar la guerra, pues incluso desde su cama había desempeñado un papel nada despreciable en la dirección de los asuntos de la oficina… La guerra, como es lógico, favorecía la llegada de toda clase de oportunistas a lo más alto, eso era inevitable y no tenía remedio. Pero en épocas normales un país —cualquier país— era sincero consigo mismo.
No obstante se alegró mucho de que, en el ínterin, su hermano no formase parte de aquello. Que se asegurase sus chuletas de cordero, su jarra de Burdeos, su mujer y su paraguas y luego que se retirase a cualquier rincón discreto. Pero ¿cómo hacerlo? Había varias maneras.
Sabía, por ejemplo, que Christopher era tanto un matemático de primer orden como un hombre de iglesia. Podía tomar los hábitos, ponerse al frente de una de las tres parroquias que había en sus tierras, y, además de cumplir competentemente con los deberes de su cargo, dedicarse a cualesquiera que sean las ocupaciones predilectas de un matemático.
Christopher, no obstante, pese a admitir su inclinación por una vida así —que, tal como lo veía Mark, se ajustaba muy bien a su ascetismo, su debilidad y sus gustos privados—, alegaba que había un obstáculo que le impedía dedicarse al cuidado de las almas…, un obstáculo de una naturaleza insuperable. Mark enseguida le preguntó si estaba viviendo con la señorita Wannop. Pero Christopher le respondió que no había visto a la señorita Wannop desde el día que partió por segunda vez al frente. Ambos habían estado de acuerdo en que no eran de los que se embarcaban en una relación secreta y no habían ido más allá.
Mark, sin embargo, comprendía que una persona que pensara como Christopher podría sentirse impedida para dedicarse al cuidado de las almas si, a pesar de haberse contenido a la hora de seducir a una joven, siguiera deseando en secreto tener relaciones ilícitas con ella, y que eso bastaría para que dijera que había un obstáculo insuperable. No podía decir que estuviese de acuerdo, pero no era asunto suyo entrometerse entre un hombre y su conciencia, y menos tratándose de un asunto relacionado con la Iglesia. Él no era muy buen cristiano, al menos en lo que se refiere a las relaciones entre los hombres y las mujeres. Sin embargo, la Iglesia de Inglaterra era la Iglesia de Inglaterra. Sin duda, si Christopher hubiera sido papista podría haber colocado a la joven de ama de llaves y a nadie le habría importado.
Pero entonces, ¿qué demonios iba a hacer su hermano? Le habían ofrecido, como compensación, y, sin duda, para que no protestara por lo del Departamento de Estadística, un viceconsulado en no sé qué puerto del Mediterráneo, Toulon, Leghorn o algo parecido. Eso podría haber estado bien. Era absurdo pensar en un Tietjens, heredero de Groby, que tuviese necesidad de ganarse la vida. Era absurdo, pero si eso era lo que quería Christopher qué se le iba a hacer. Un viceconsulado es un trabajo ridículo. Hay que esperar a que te entreguen el manifiesto de carga de los barcos, sacar a marineros de la cárcel, proporcionarles a viejas damas inglesas las direcciones de las casas de pensión regentadas por ingleses o mestizos y darles a los vicealmirantes de los escuadrones británicos los nombres de los residentes locales a los que debe invitar a las recepciones a bordo del buque insignia. Un trabajo insignificante, pero inocuo, si se consideraba como un modo de ganar tiempo… Y en aquel momento Mark seguía pensando que Christopher trataba de arrancarle alguna concesión antes de hacerse cargo definitivamente de Groby, sus arrendatarios y sus minas… Sin embargo, había objeciones insuperables incluso para lo del viceconsulado. En primer lugar, tendría que trabajar para la Administración, algo a lo que, como se ha dicho ya, Mark se oponía con todas sus fuerzas. Después, le habían ofrecido aquel trabajo como una especie de soborno. Y, además, el servicio consular exige a cualquiera que ocupe un puesto consular o viceconsular un depósito de cuatrocientas libras esterlinas, y Christopher no tenía ni cuatrocientos chelines… Y, por si fuera poco, Mark sabía muy bien que la señorita Wannop sería un obstáculo. Un vicecónsul británico podía mantener a una maltesa o meridional en una calleja y no pasaba nada, pero probablemente no podría vivir con una joven inglesa de buena familia y elevada posición social sin levantar tanto escándalo que acabara por hacerle perder el puesto…
Fue entonces cuando Mark le preguntó por última vez a su hermano por qué no se divorciaba de Sylvia.
Marie Léonie se había retirado a descansar. Estaba agotada. La enfermedad de Mark había sido grave y larga, le había atendido con tanto cuidado que en todo ese tiempo no había salido a la calle, salvo una o dos veces para ir a la iglesia católica donde encendía una vela o dos por su recuperación y un par de veces para regañar al carnicero por la calidad de la carne que le vendía para los caldos de Mark. Por si eso fuera poco, muchos días se había quedado trabajando hasta tarde, siguiendo instrucciones de Mark, con los papeles que le enviaban del despacho. Ni quería ni podía poner a su compañero al cuidado de una enfermera nocturna. Alegaba que no quedaba ni una sola disponible por culpa de la guerra, pero Mark sospechaba que no había hecho ningún esfuerzo por encontrarla. La explicación estaba en su terror nacional a las corrientes de aire. Acataba con disciplina, aunque también con desesperación, la orden del médico de que ventilasen la habitación del enfermo, pero se pasaba una noche tras otra en un sillón de orejas atenta a cualquier cambio en la dirección del viento y cambiando consecuentemente de sitio una complicada serie de biombos que había colocado entre el paciente y la ventana abierta. Sin embargo, había dejado a Mark con su hermano sin rechistar y se había ido en silencio a dormir a su cuarto, y Mark, que hablaba casi de todo con su hermano y no le habría pedido que les dejara solos para tratar de algún asunto de índole privada, aprovechó la oportunidad para explicarle a Christopher lo que pensaba de Sylvia y de las relaciones de tan singular pareja.
Todo se resumía al hecho de que Mark quería que Christopher se divorciara de su mujer y al hecho de que Christopher no había cambiado su opinión de que un hombre no puede divorciarse de una mujer. Mark observó que, si Christopher tenía intención de irse a vivir con Valentine, prácticamente carecía de importancia que se casara o no con ella después del divorcio. Lo que hay que hacer si uno pretende irse a vivir con una mujer, y quiere salvaguardar su honor en lo posible, es escenificar una ruptura… aunque sea simbólica. El matrimonio, si no se considera un sacramento —que es como, sin duda, debería considerarse—, es sólo una prueba de que los dos miembros de una pareja tienen intención de estar juntos y apoyarse el uno al otro. Hoy en día la gente —la gente apropiada— casi no le concede importancia a nada que no sea eso. Un cambio constante de parejas sería una complicación social: uno no sabría si invitar o no a una pareja a tomar el té. Y la sociedad existe para desempeñar funciones sociales. Por eso no es deseable la promiscuidad. Para las funciones sociales hace falta un número igual de hombres y de mujeres o alguien se quedaría fuera de la conversación, de modo que hay que saber quién va oficialmente con quién en el sentido social. Todo el mundo sabía que los hijos de Lupus del Ministerio de la Guerra en realidad eran hijos de un ex primer ministro, por lo que es de suponer que la condesa y el primer ministro durmiesen juntos la mayor parte del tiempo, pero eso no significaba que uno invitara al primer ministro y a la mujer a las reuniones sociales y oficiales, porque no tenían ningún vínculo de unión reconocido. Por el contrario, invitabas a lord y lady Lupus a todas las reuniones sociales que aparecerían después en los periódicos y te asegurabas de invitar sólo a la dama a todas las fiestas privadas de fin de semana o a las cenas íntimas a las que fuese a asistir el jefe.
Y Christopher debía tener en cuenta que, tratándose del matrimonio, el noventa por ciento de los habitantes del planeta consideraban inválidos los matrimonios ajenos. Obviamente un papista no podía concederle validez espiritual a un matrimonio celebrado por un registrador o un maire francés. En el mejor de los casos no es más que la prueba de unas aspiraciones después de mucha constancia. Uno acude públicamente a un funcionario para dar fe de que una mujer y él tienen intención de estar juntos y apoyarse el uno al otro. Por la misma razón, para un protestante radical, una boda celebrada por un cura papista, un cura de otra secta, o un lama budista, carece de la bendición de su propia rama de la deidad. Así que, a efectos prácticos, bastaba con que una pareja les dijese a sus amigos que tenían la intención de seguir juntos y apoyarse el uno al otro, a ser posible para siempre, o, como mínimo, los años suficientes para demostrar que lo habían intentado con todas sus fuerzas. Mark invitó a Christopher a que le preguntara a cualquiera sobre su punto de vista y comprobaría que todo el mundo estaba de acuerdo.
Por eso le preocupaba tanto que, si Christopher pretendía irse a vivir con la joven Wannop, tratase al menos de conseguir el divorcio. Tal vez no lo lograse. Era evidente que tenía motivos de sobra, pero Sylvia podía interponer alegaciones, y Mark no sabía decir si tendrían éxito. Estaba dispuesto a creer las afirmaciones de su hermano sobre su total inocencia, pero Sylvia era endiabladamente inteligente y era imposible saber cómo reaccionaría el juez. Podría pensar que donde había habido tanto humo tal vez hubiese fuego suficiente para justificar el rechazo del divorcio. Sin duda se organizaría un buen escándalo. Pero un buen escándalo era mejor que la mala fama velada que Sylvia había logrado atribuirle a Christopher. Y el hecho de que Christopher se enfrentara al escándalo y lo hubiese intentado sería al menos un tributo a la señorita Wannop. La sociedad tenía buen natural y tendía a pensar que, si un tipo se había enfrentado al castigo y lo había aceptado, era casi como si lo hubiesen absuelto. Tal vez hubiese quien les diera la espalda, pero Mark suponía que lo que Christopher quería para él y la chica eran unas comodidades materiales razonables y una sociedad de personas apropiadas que les invitaran a cenar una vez por semana y un fin de semana o así al mes.
Christopher había escuchado sus opiniones con tanta amabilidad que Mark empezó a abrigar la esperanza de salirse con la suya respecto a Groby. Estaba dispuesto a ir más allá y arriesgarse a afirmar que, si se establecía en Groby, aceptaba unas rentas dignas y cuidaba de las fincas, él les garantizaría a su hermano y a Valentine unas circunstancias sociales tolerables.
Christopher, no obstante, no había respondido nada salvo que si trataba de divorciarse de Sylvia arruinaría su negocio de muebles antiguos. Su socio americano le había asegurado que, en Estados Unidos, si un hombre se divorcia de su mujer, en lugar de dejar que sea ella quien lo haga, todos se niegan a hacer negocios con él. Le había contado el caso de un tal Blum, un corredor de Bolsa muy adinerado que insistió en divorciarse de su mujer contra el consejo de sus amigos: al volver a la Bolsa descubrió que todos sus clientes le daban la espalda y se arruinó. Y como aquellos tipos pronto iban a arramblar con todo, incluyendo el negocio de muebles antiguos, Christopher pensaba que valía la pena tener en cuenta sus prejuicios. Había conocido a su socio de un modo muy curioso. El tipo, cuyo padre era un judío alemán que se había naturalizado americano, había pasado una temporada en Berlín comprando muebles antiguos alemanes para venderlos en América, donde tenía un negocio floreciente. Así que cuando América entró en la guerra contra los alemanes, se limitaron a coger al señor Schatzweiler con mucha amabilidad, alistarlo en el ejército y enviarlo al frente como un desdichado soldado raso antes de que los americanos llevasen un mes en combate. Y allí, entre los prisioneros a quienes le habían encargado vigilar, Christopher encontró a aquel individuo pequeño, sensible y de ojos grandes, que no sabía una palabra de alemán y estaba loco por los muebles y los tapices de los châteaux franceses por donde pasaban los prisioneros en sus marchas. Christopher había trabado amistad con él, lo había tenido apartado de los demás prisioneros, a quienes lógicamente no les caía bien, y había tenido largas conversaciones con él.
Había resultado que el señor Schatzweiler había tratado mucho a sir John Robertson, el millonario aficionado a los muebles antiguos que era amigo íntimo de Sylvia y había sido tan admirador de las dotes de comprador de Christopher e incluso le había propuesto asociarse con él unos años antes. En aquella época, las propuestas de sir John le habían parecido a Christopher muy alejadas de su carrera, que por entonces pasaba por su empleo en el Departamento de Estadística. Pero la propuesta le divirtió e impresionó mucho. Si aquel viejo escocés cabezota que había hecho una fortuna con aquel negocio le hacía una proposición comercial seria, basada en el flair de Christopher para la madera y las curvas viejas, es que podía tomarse esas dotes con seriedad.
Y, cuando lo pusieron al mando de la escolta de aquellas criaturas desdichadas, se dio perfecta cuenta de que, en cuanto dichas escoltas dejaran de ser necesarias, tendría que pensar en cómo iba a ganarse la vida. Eso estaba claro. No tenía intención de volver con aquella miserable colección de sinvergüenzas que trabajaban en su antiguo departamento; era demasiado viejo para seguir en el ejército; ciertamente no iba a aceptar un penique de las rentas de Groby. Le daba igual lo que fuese de él, pero su indiferencia no adoptaba ninguna forma trágico-romántica. Estaba dispuesto a vivir en una cabaña en una colina y a prepararse las comidas encima de unos ladrillos junto a la puerta…, pero ésa no era una forma práctica de vida y además también requería dinero. Cualquiera que hubiese servido en el ejército en el frente sabía lo poco que hacía falta para que la vida siguiera de forma satisfactoria. Pero no le pareció que el mundo, cuando volviese a organizarse, fuese a ser un lugar apto para viejos soldados que hubieran aprendido a apreciar la frugalidad. Al contrario, los viejos soldados se verían acosados por la población civil, que los aborrecía. Así que seguir limpio y sin deudas no iba a ser tarea fácil.
En sus largas vigilias en las tiendas, a la luz de la luna, mientras los centinelas montaban guardia y se daban voces de vez en cuando junto a las barricadas de alambre de espino, había pensado mucho en la propuesta de sir John. La idea había cobrado fuerza después de encontrar al señor Schatzweiler. Aquel hombrecillo era un artista y Christopher era lo bastante supersticioso para que le impresionase la coincidencia de haberlo conocido en tan singulares circunstancias. Después de todo, la Providencia tenía que darle algún tipo de tregua y ¿por qué no iba a ser aquel desdichado e impresionante miembro del pueblo elegido una señal? En cierto modo, le recordaba a su antiguo protégé, Macmaster: tenía los mismos ojos negros, la misma figura, la misma ansiedad temblorosa.
A Christopher no le preocupaba que fuese judío y americano: no le había puesto objeciones a que Macmaster fuese el hijo de un tendero escocés. Si tenía que asociarse y tratar de cerca a alguien, le traía sin cuidado quien fuera, siempre que no se tratase de un ladrón o de alguien de su propia clase y raza. Sabía que la comunión intelectual con un granuja inglés o con un inglés de buena familia le resultaría insoportable. En cambio era capaz de sentir verdadero afecto por un pequeño judío tembloroso igual que lo había sentido antes por Macmaster…, como quien le coge afecto a un animal. Sus modales no eran como los suyos y no podía esperarse que lo fueran y, cualquiera que fuese su inteligencia, eran despiertos y pensaban de forma precisa… Además, si acababan traicionándote, como era de esperar que lo hiciera cualquier socio o protégé, no te sentías tan humillado como cuando te engañaba alguien de tu propia raza y clase social. En el primer caso sencillamente era de esperar, en el segundo tenías que enfrentarte al hecho de que tu propia tradición había sido quebrantada. Y la constante presión de la guerra le había hecho superar tanto la mentalidad como las tradiciones de su familia y de su raza. Ni la una ni las otras estaban hechas para soportar una presión continuada.
Así que agradeció las miradas implorantes y la gratitud oriental de aquel infeliz. Pues, como es lógico, se puso en contacto con el cuartel general de Estados Unidos y logró que liberasen al desdichado hombrecillo, que ahora estaba de vuelta y a salvo en algún lugar del continente norteamericano.
Pero antes había mantenido correspondencia con sir John y había descubierto por él y por uno o dos miembros de la Fuerza Expedicionaria Americana que el hombrecillo era un gran entendido en muebles antiguos. Sir John se había retirado y sus cartas no fueron particularmente cordiales, cosa que era de esperar si Sylvia lo había enredado con sus encantos. El caso era que el señor Schatzweiler había hecho muchos negocios con sir John, quien ciertamente le había proporcionado mucho material y así, si sir John había dejado el negocio, el señor Schatzweiler necesitaba encontrar a alguien que ocupase el lugar de sir John en Inglaterra. Y no iba a resultarle fácil después de que lo desplumaran los alemanes: le habían vendido enormes cantidades de muebles antiguos, le habían pagado y luego lo habían alistado en las filas de los Brandenburgers donde, como es lógico, de nada le servían sus baúles de roble tallado con elaboradas bisagras y cerraduras de acero… El caso es que, entre eso y su prolongada ausencia del barrio de Detroit donde había encontrado casi siempre sus compradores, el señor Schatzweiler estaba un tanto bloqueado. Así que, para poder asociarse con el ahora optimista y encantador meridional, Christopher tuvo que aportar una suma de dinero. No le había resultado fácil, pero hipotecando su paga y su trabajo, y vendiendo los libros que le había dejado Sylvia, se las había arreglado para proporcionarle al menos al señor Schatzweiler lo suficiente para volver a empezar en algún lugar al otro lado del océano… Y luego el señor Schatzweiler y Christopher habían diseñado un ingenioso plan basado en algunas ideas que le rondaban al americano desde hacía tiempo, aunque teniendo en cuenta los gustos de sus compatriotas y la naturaleza de los tiempos.
Mark había escuchado a su hermano con indulgencia e incluso con interés. Si un Tietjens pensaba dedicarse a los negocios, al menos debería buscarse un negocio entretenido que requiriese inspiración. Y lo que había planeado Christopher al menos era más digno que ser corredor de Bolsa o dedicarse al pago de créditos por adelantado. Además, estaba casi convencido de que su hermano se había reconciliado por completo con él y con Groby.
Fue entonces, al empezar a introducir de nuevo la cuestión de Groby en la conversación, cuando Christopher se levantó de la silla que había junto a su cama, tomó a su hermano por la muñeca con los dedos fríos y observó:
—Tienes la temperatura muy baja. ¿No crees que ya va siendo hora de que te decidas a casarte con Charlotte? Supongo que querrás casarte con ella antes de que se pase este ataque y puedas empeorar.
Mark recordaba sus palabras a la perfección, con el añadido de que Christopher también afirmó que, si se daba prisa, podrían tenerlo todo listo esa misma noche. Así que debió de ser alrededor de la una de un día cualquiera, unas tres semanas antes del 11 de noviembre de 1918.
Mark respondió que le quedaría muy agradecido. Así que Christopher despertó a Marie Léonie y le aseguró que estaría de vuelta a tiempo para dejarla descansar y se marchó diciendo que iba directo a Lambeth. En esos días, suponiendo que uno pudiera reunir alrededor de treinta libras, era muy fácil casarse enseguida, y Christopher había promovido demasiados matrimonios en el último momento entre sus hombres para no conocer el procedimiento.
Mark consideró el arreglo con no poca satisfacción. No cabía discusión posible: si contaba con la aprobación del presunto heredero de Groby no había nada que añadir. Además pensó que, si aceptaba una propuesta que Christopher sólo podía haber sugerido como presunto heredero, era una razón adicional para pensar que su hermano acabaría por aceptar ocuparse en persona de la administración de Groby.