Se oyó tal estrépito en la hierba que Mark Tietjens pensó que una vaca o un cerdo se habían colado en el huerto. Se dijo que aquel maldito Gunning, que tanto se jactaba de su habilidad para el cuidado de los setos, podía asegurarse de que sus condenados cercados impidieran el paso a los animales del prado comunal. Una voz rara —rara por su acento— observó:
—¡Oh, sir Mark Tietjens, esto es terrible!
Desde luego parecía terrible. Una dama vestida con una falda larga —una especie de Di Vernon anciana salida de Waverley,[215] que era una de las pocas novelas que había leído Mark— estaba haciendo un destrozo terrible en la hierba. Las hermosas y orgullosas espigas se tambaleaban y caían mientras se movía a toda prisa con ellas hasta las rodillas; se paraba, volvía a andar a toda prisa delante de él y luego se paraba otra vez a retorcerse las manos y a afirmar que aquello era terrible. Un conejito, asustado por su presencia, salió disparado de debajo de la cama presumiblemente hacia las verduras. El minino de Marie Léonie probablemente lo atraparía y, como era viernes, ella se llevaría un disgusto.
La dama en cuestión se abrió paso entre la poca hierba que se interponía todavía entre ellos como si estuviera dispuesta a llegar al pie de su cama. Era una figura casi tan desdibujada como el acentor. Vestía de gris, con una chaquetilla corta, un chaleco con botones pequeños y redondos y un sombrero de tres picos. Tenía el rostro delgado y cansado… En fin, debía de estarlo de arrastrar aquella falda tan larga entre la hierba. Empuñaba una fusta verde de piel de zapa. La hembra de herrerillo que vivía en un zapato viejo, metido a propósito debajo del tejado soltó largos gritos de advertencia. Por lo visto, no le gustaba el aspecto de aquella aparición.
La mujer lo escrutaba con una mirada no del todo desagradable y murmuraba:
—¡Terrible! ¡Terrible! —Un avión pasó volando a poca altura. Ella elevó la vista y dijo casi al borde de las lágrimas—: ¿No se le ha ocurrido pensar que, de no haber sido por los pecados de su juventud, ahora mismo podría estar haciendo cabriolas por estas hermosas colinas? —Mark consideró el asunto mientras le devolvía fijamente la mirada. Para un inglés, la frase «los pecados de su juventud», aplicados a la parálisis física de un caballero, implica sólo una cosa. Nunca se le había ocurrido que pudieran echarle encima ese sambenito. Pero, por supuesto, entraba dentro de lo posible. Era una implicación desagradable, y además injuriosa, pues la gente de su clase daba por sentado que esa enfermedad se adquiría a través del contacto con mujeres públicas de lo más vulgar. Él no había tenido relaciones con ninguna mujer en toda su vida, a excepción de Marie Léonie que rebosaba salud. Y, de haber querido hacerlo, habría buscado a las más caras. ¡Y habría tomado precauciones! ¡Un caballero se debe a sus semejantes! La mujer estaba diciendo—: Será mejor que le informe cuanto antes de que soy la señora Millicent de Bray Pape. ¿Tampoco se le ha ocurrido pensar que, de no ser por su inmoralidad, su inmoralidad desmedida, su hermano podría estar jugando a la Bolsa en Capel Court en lugar de vender muebles viejos en un lugar dejado de la mano de Dios? —Y añadió de modo desconcertante—: Es el nerviosismo el que me hace hablar así. Siempre me pongo nerviosa en presencia de un notorio libertino. Me educaron así.
Su nombre le recordó que aquella mujer iba a instalarse en Groby. No tenía ninguna objeción. De hecho, ella le había escrito para preguntarle si la tenía. Le había enviado una carta extraña escrita con jeroglíficos retorcidos y alambicados… «Soy la señora que va a alquilarle su mansión de Groby a mi amiga Sylvia.»
En ese momento —mientras Valentine le sujetaba la carta para que la leyera…, estaba muy guapa últimamente, el aire del campo le sentaba bien— había pensado que esa mujer debía de ser una amiga íntima de Sylvia, la mujer de su hermano. De lo contrario, habría dicho como mínimo «Sylvia Tietjens».
Ahora no estaba tan seguro. No parecía una de las amigas íntimas de aquella furcia. Así que tenía que ser una mandada. Las íntimas de Sylvia se llamaban todas Bibbie, Jimmie y Margie. Cuando le hablaba a otra mujer era para utilizarla como doncella o como instrumento.
La dama dijo:
—Debe de ser una tortura verse obligado a alquilar la casa solariega. Pero no me parece un motivo para no hablarme. Quería pedirle al capataz del conde unos huevos para usted, pero se me olvidó. Siempre me olvido de todo. Soy una persona tan activa. El señor de Bray Pape dice que soy la mujer más activa de aquí a Santa Fe.
Mark se preguntó: ¿por qué a Santa Fe? Probablemente porque el señor Pape tuviera plantaciones de olivos en esa parte de Estados Unidos. Valentine le había contado, por encima de la carta, que el señor Pape era el mayor productor de aceite de oliva del mundo. Acaparaba el aceite de oliva y las botellas forradas de paja de la Provenza, Lombardía y California e informaba a los ciudadanos de su país de que uno no era verdaderamente refinado si utilizaba en sus ensaladas un aceite que no proviniese de una botella de Calidad Pape. Mostraba a damas y caballeros con traje de fiesta levantándose con sorpresa de la mesa de la cena, tapándose la nariz y exclamando: «¡Es que no tiene Pape!». Mark se preguntó cómo se habría enterado Christopher, pues lógicamente Valentine lo había sabido por él. Probablemente Christopher le hubiera echado un vistazo a los periódicos americanos. Pero ¿por qué iba uno a hojear periódicos americanos? Mark nunca lo había hecho. ¿Es que no le bastaba con el Field…? Christopher era un tipo muy raro.
La dama dijo:
—¡No es motivo para no hablarme! ¡No! —Su rostro grisáceo se ruborizó lentamente. Y los ojos le brillaron detrás de los quevedos sin montura. Exclamó—: Probablemente sea demasiado engreído y aristocrático para hablarme, sir Mark Tietjens. Pero yo tengo en mi interior el alma de la Maintenon, y usted no es más que el descendiente de un linaje de libertinos probados. Eso es lo que el Tiempo y el Nuevo Mundo han hecho para restablecer el equilibrio con el viejo. Somos nosotros quienes conservamos el estatus de los grand seigneurs de antaño en sus supuestas casas solariegas.
Él pensó que probablemente estuviera en lo cierto. No parecía una mala mujer: era natural que le irritara que no le respondiese. Tenía sentido.
No recordaba haber hablado nunca con un americano o haber pensado siquiera en América. Excepto, claro, durante la guerra. Entonces había hablado con americanos de uniforme acerca del transporte. No le habían gustado los cuellos de sus camisas, pero al menos conocían su trabajo…, que había consistido en exigir medios de transporte exagerados para tan pocas tropas. Su misión había consistido en sacarlos del país.
Si por él hubiera sido no lo habría hecho. Pero no pudo salirse con la suya porque las clases gobernantes no eran buenas. El transporte es el alma de la guerra: el espíritu de un ejército estaba en sus pies. Eso decía Napoleón. O algo por el estilo. Pero esos tipos primero le racaneaban el transporte al ejército, luego le proporcionaban tanto que no podían moverse y luego volvían a racaneárselo. Después habían insistido en que encontrase medios de transporte para aquellos otros tipos, que lo utilizaban para deshacerse de las máquinas de escribir de contrabando y las máquinas de coser que habían llegado en los trenes de transporte de tropas… Se había deslomado organizándolo y además había estado muy solo. Hacia el final, no le quedó un solo tipo en el gobierno con quien hablar. Nadie que fuese capaz de distinguir entre los ancestros de Persimmon y los registros genealógicos de Cetro o Isinglass. Ahora lo pagaban.
La dama estaba diciendo que su afinidad espiritual tal vez pudiera sorprender a sir Mark. No obstante, no había equivocación posible: en todos los palacios de la Maintenon se sentía enseguida como en casa; si veía en cualquier museo una baratija o una joya que hubiese pertenecido a la respetable compañera de Luis XIV sentía una especie de descarga eléctrica. El señor Quarternine, el famoso defensor de la escuela de la metempsicosis le había explicado que dichos fenómenos demostraban sin lugar a dudas que el alma de la Maintenon había vuelto a la tierra para reencarnarse en su cuerpo. ¿Qué méritos carnales podía alegar la vieja familia comparables con aquello?
Mark admitió que probablemente estuviera en lo cierto. Las viejas familias de su país eran una pandilla de incompetentes con los que le alegraba haber terminado. Ahora las carreras las organizaban sobre todo nobles ingleses de Frankfurt am Main. Si se consideraba de forma alegórica lo que le decía aquella señora, era probable que tuviese razón. Y de alguna parte tenía que proceder su alma.
Pero hablaba demasiado de eso. La gente no debería ser tan locuaz. Era fatigoso, le costaba mantener la atención. La mujer siguió hablando.
Él se perdió en especulaciones sobre los motivos que podría tener para haberse presentado allí a pisotearle la hierba a su hermano. A Gunning y a los jornaleros les costaría un trabajo innecesario segarla. La dama estaba hablando de María Antonieta. María Antonieta se había deslizado en trineo sobre un montón de sal en verano. Pisotear el heno era mucho peor. O mejor. Si todo el mundo pisoteara el heno, el precio del forraje para los animales de transporte subiría hasta ser prohibitivo.
¿Por qué habría ido a verle? Quería alquilar Groby amueblado. A él le daba igual hacerlo. Groby nunca le había interesado. Su padre nunca había tenido un semental que valiera la pena. Sólo un par de caballos para vender. Nunca le habían gustado la caza ni el tiro al blanco. Recordaba haber estado en el campo de tiro de Groby viendo cómo la gente disparaba el día 12 [216] y haberse sentido como un idiota. Christopher, por supuesto, adoraba Groby. Era más joven y no había imaginado llegar a ser su dueño.
A estas alturas Sylvia debía de haber convertido el lugar en un desastre —suponiendo que su madre le hubiera dejado—. Bueno, pronto lo sabrían. Christopher no tardaría en volver, si es que no se partía el cuello en aquel artefacto… Entonces, ¿qué hacía allí aquella mujer? Probablemente fuese una nueva forma de coacción que aquella mujer empleaba contra Christopher.
Su cuñada Sylvia personificaba para él una serie de incesantes e interminables actividades de lo más insólito. Suponía que su intención era que su hermano volviera y meterlo otra vez en su cama. Tanto odio no podía tener otra explicación… Igual que no podía haber otro motivo para enviar allí a aquella dama americana.
La dama americana le estaba diciendo que tenía intención de convertir Groby en una residencia casi principesca, por supuesto con la apropiada modestia doméstica. ¡Al parecer ya sabía cómo cuadrar aquel círculo…! Probablemente hubiese maneras de lograrlo. ¡En su país debía de haber gente muy rica! ¿Cómo conciliaban el hacerse ricos con la democracia? ¿Se sentaban a la mesa con sus ayudas de cámara, por ejemplo? Eso debía de ser malo para la disciplina. Aunque tal vez no les preocupase la disciplina. Era imposible saberlo.
Por lo visto, la señora de Bray Pape era partidaria de tener lacayos con peluca empolvada y de que los hijos de los arrendatarios se arrodillasen cuando pasara en el carruaje con el tiro de cuatro caballos de su padre. Porque su intención era utilizar el carruaje de su padre para atravesar los páramos cuando fuese a Redcar o Scarborough. Eso, según le había explicado Sylvia a la señora de Bray Pape, era lo que hacía su padre. Y era cierto. Aquel viejo tarugo de su padre siempre había empleado aquella monstruosidad para ir a los tribunales o asistir a las sesiones del consejo. Lo hacía para conservar su estatus y no veía por qué la señora de Bray Pape no iba a conservar el suyo si quería. ¡Aunque no veía a los hijos de los arrendatarios arrodillándose al paso de la dama! Imagínate a los niños del viejo Scot o a Tom el Largo o a los de los Clough… A sus nietos claro. Todos habían llamado a su padre «Tietjens», ¡y algunos incluso «el viejo Mark»! ¡Y en su presencia! Él mismo había sido siempre «el joven Mark». Y muy probablemente siguiera siéndolo todavía. Esas cosas son tan inmutables como el brezal de los páramos. Se preguntó cómo la llamarían a ella los arrendatarios. Seguro que no le gustaba. No eran sus arrendatarios, sino de él y lo sabían muy bien. Esa gente que alquilaba casas y castillos amueblados pensaba que también alquilaban la estirpe de la familia. Antes de la guerra había conocido a un tipo de Frankfurt am Main que alquiló Lindisfarne o Holy Island o algún sitio parecido y contrató a un gaitero para que tocase alrededor de la mesa mientras comían. Y cerraba los ojos al oírle tocar danzas escocesas. Como si fuese un momento sagrado… Era un amigo de los amigos que Sylvia tenía en el gobierno. En su favor había que reconocer que no se relacionaba con judíos. ¡Era la única virtud que tenía!
La señora de Bray Pape le estaba diciendo que no era antidemocrático hacer que los hijos de los arrendatarios se arrodillen a tu paso.
Una voz de muchacho dijo: «¡Tío Mark!».
¿Quién demonios sería? Probablemente el hijo de los que habían pasado allí el fin de semana. Bowlby tal vez; o Teddy Hope. Siempre le habían gustado los niños y además les caía bien.
La señora de Bray Pape le estaba diciendo que incluso era bueno para los hijos de los arrendatarios. El reverendo doctor Slocombe, el distinguido pedagogo, afirmaba que aquellos ritos antiguos tan conmovedores debían preservarse en interés de los jóvenes. Aseguraba que ver al príncipe de Gales arrodillándose delante de su padre y jurándole lealtad en la ceremonia de coronación era muy emotivo. Y había visto cuadros en los que los niños se arrodillaban al ver pasar a la Maintenon. Ella era la Maintenon, así que debía ser lo correcto. De no haber sido por María Antonieta…
La voz del chico insistió:
—Espero que me disculpes… Sé que éstos no son modos…
No podía ver al chico sin volver la cabeza sobre la almohada y no tenía intención de hacerlo. Tenía la sensación de que estaba a un metro o así a su espalda. Al menos aquel chico no había pasado por encima del heno.
No concebía que al hijo de nadie a quien hubiese invitado a pasar el fin de semana se le ocurriera pasar por un campo sembrado de heno. Aquella generación de jóvenes eran un hatajo de inútiles, pero le costaba creer que hubiesen llegado a tanto. Tal vez sus hijos… Imaginó salones de techos altos muy bien iluminados, grandes cuadros, vestidos de noche y el atardecer colándose por la ventanas sobre la hierba de los parques. Eso se había acabado. Si el hijo de algún arrendatario se arrodillaba delante de él sería cuando lo llevasen con un abrigo de madera a la iglesuela que había en los páramos… Donde su padre se había pegado un tiro.
Eso había sido muy raro. Recordaba cómo se enteró de la noticia. Estaba cenando, en casa de Marie Léonie…
La voz del chico se estaba disculpando precisamente porque la dama hubiese pisoteado la hierba. En ese momento, la señora de Bray Pape estaba criticando a María Antonieta, que por lo visto no era precisamente santo de su devoción. No podía imaginar por qué motivo iba a disgustarle a nadie María Antonieta. Aunque muy probablemente fuese una mujer desagradable. Los franceses, que son gente sensata, le habían cortado la cabeza, así que lo más probable era que no les gustase…
Estaba cenando en casa de Marie Léonie, que lo miraba de brazos cruzados mientras se comía sus chuletas de cordero y sus patatas hervidas, cuando el portero de su club telefoneó para avisarle de que había recibido un telegrama. Marie Léonie había respondido al teléfono. Él le había pedido que le dijera al portero que abriese el telegrama y se lo leyera. Era un procedimiento corriente. Los telegramas que le llegaban al club por lo general le informaban del resultado de las carreras a las que no había asistido. Odiaba tener que levantarse de la mesa. Marie Léonie había vuelto muy despacio y le había dicho todavía más despacio que tenía malas noticias que darle: se había producido un accidente: habían encontrado a su padre muerto de un disparo.
Él se había quedado mudo un buen rato y Marie Léonie tampoco había dicho nada. Recordaba que se había terminado las chuletas, aunque no se había comido el pastel de manzana. Se había bebido el vino.
Para entonces había llegado a la conclusión de que su padre probablemente se hubiera suicidado y de que él —él, Mark Tietjens— era con toda probabilidad el responsable de que lo hubiera hecho. Luego se había puesto en pie, le había dicho a Marie Léonie que se comprara ropa de luto y había tomado el tren nocturno para Groby. Cuando llegó allí, no le quedó la menor duda. Su padre se había suicidado. Su padre no era de los que se arrastran imprudentemente a través de un seto con la escopeta cargada y menos aún persiguiendo a un conejo… Había sido premeditado.
De modo que había un rasgo de debilidad en la sangre de los Tietjens, pues no había habido motivos reales y suficientes para el suicidio. Obviamente su padre tenía sus pesares. No se había recuperado de la muerte de su segunda mujer, lo que era una muestra de debilidad para tratarse de un nativo de Yorkshire. Había perdido a dos hijos y a su única hija en la guerra, aunque a otros les había pasado lo mismo y lo habían superado. Se había enterado por él, Mark, de que su hijo menor —Christopher— era un bala perdida. Pero muchos hombres tenían hijos que eran balas perdidas… ¡Así que tenía que haber un rasgo de debilidad en la sangre! Christopher, ciertamente era débil. Pero eso lo había heredado de la madre. La madrastra de Mark era del sur de Yorkshire. La gente de allí es débil, y ella también lo era. ¡Christopher había sido siempre su ojito derecho y la madre se había muerto de pena cuando Sylvia lo dejó!
El chico había entrado en su campo de visión a los pies de la cama, cerca de la señora de Bray Pape… Era un muchacho alto y delgado, con los mofletes un poco rollizos, sonrosado, de cabello rubio y ojos castaños. Erguido, pero apocado. A Mark le pareció reconocerlo, pero no logró ubicarlo. Pidió que les disculpara aquella intromisión y afirmó que sabía que ésas no eran maneras.
La señora de Bray Pape estaba hablando con incoherencia de María Antonieta, quien era ya evidente que le disgustaba mucho. Afirmó que María Antonieta había sido muy ingrata con madame de Maintenon…, lo que debía de haber sido muy duro para ella. Al parecer, según la señora de Bray Pape, cuando María Antonieta era una niña a la que nadie hacía caso en la corte de Francia, madame de Maintenon le había brindado su amistad y le había prestado vestidos, joyas y perfumes. Luego, María Antonieta había perseguido a su benefactora. De ahí provenían todos los males de Francia y el Viejo Mundo en general.
A Mark le dio la impresión de que estaba confundiendo las fechas históricas. Lo más probable era que la Maintenon hubiera vivido cien años antes que la otra. Pero no estaba seguro del todo. La señora de Bray Pape afirmaba, no obstante, que había obtenido esos datos poco conocidos de Regibald Weiler, el famoso profesor de economía social de una de las universidades del oeste.
Mark volvió a considerar la debilidad de la estirpe de los Tietjens mientras el muchacho lo miraba con ojos que lo mismo podían ser implorantes que meramente trastornados. Mark no veía razón para que el muchacho le implorase nada, así que debía de tratarse de simple estupidez. Sus pantalones, no obstante, tenían muy buen corte. Muy bueno. Mark reconoció al sastre —un hombre que tenía la tienda en Conduit Street—. Si el chico tenía el sentido común de comprarle sus pantalones de montar a aquel hombre no podía ser tan idiota…
Que Christopher fuese débil porque su madre no procediera de Durham o el norte de Yorkshire tenía sentido…, pero eso no bastaba para explicar la desaparición de su estirpe. Al padre de Mark sus hijos no le habían dado descendientes. Los dos hermanos que murieron nunca tuvieron hijos. Él tampoco. Y Christopher… Bueno, ¡era discutible!
Estaba dispuesto a reconocer que prácticamente era el responsable de la muerte de su padre. Uno comete errores: ése era uno. Cuando uno comete errores debe tratar de repararlos, de lo contrario su obligación es, por así decirlo, minimizar las pérdidas. No podía devolver a su padre a la vida, tampoco había podido hacer nada por Christopher… No mucho, desde luego. El hombre había rechazado su dinero… Y la verdad es que no podía culparle.
El chico le estaba preguntando si no estaba dispuesto a hablar con ellos. Aseguró ser Mark Tietjens, el sobrino de Mark.
Mark se sintió orgulloso de no haber movido un dedo. Descubrió que se había convencido hasta tal punto de que el hijo de Christopher no era hijo suyo que casi había olvidado la existencia del chico. Pero no debería haberse convencido tan deprisa: le sorprendió comprobar que lo había hecho de manera tan automática. Había demasiados factores que considerar que él ni siquiera se había molestado en tener en cuenta. Christopher había decidido que el chico se quedara con Groby: a Mark eso le había bastado. Le daba lo mismo quién se quedase con Groby.
Pero al tener delante al chico a quien nunca había visto, se le planteó un problema que requería una solución. Un desafío. Si se paraba a pensarlo era una especie de desafío obligarle a formarse por fin una opinión sobre la naturaleza de la mujer. Él pensaba que nunca le había prestado mucha atención a esa rama del reino animal. Pero descubrió que, desde que estaba allí postrado, había pasado una enorme cantidad de tiempo meditando sobre los motivos de Sylvia.
Nunca había hablado mucho con nadie…, y en todo caso casi siempre con hombres de su propia clase y condición social. Como es natural, también le había dirigido algunas palabras corteses a su anfitriona los fines de semana. Si se encontraba con una mujer joven o anciana que supiera algo de carreras en la rosaleda, antes de ir a la iglesia un domingo, le hablaba de caballos o de Goodwood o Ascot lo suficiente para demostrar educación con los invitados de su anfitriona. Si no sabía nada de caballos le hablaba de las rosas o los iris o del tiempo de la semana pasada. Pero eso era todo.
No obstante, lo sabía todo de las mujeres, de eso estaba seguro. Es decir, cuando en el curso de una conversación o un cotilleo había oído comentar o relatar las acciones de las mujeres, siempre había podido encontrar un motivo capaz de explicarlas de forma satisfactoria o que le permitiera predecir con exactitud lo que harían en el futuro. Sin duda, veinte años de escuchar la casi incesante, pero nunca desagradable, conversación de Marie Léonie había sido una educación muy completa.
Consideraba su relación con ella con satisfacción absoluta…, le parecía el único motivo de satisfacción que podía encontrarse en la familia Tietjens. Valentine era un buen hallazgo y tenía la cabeza muy bien amueblada. Pero su relación con Christopher le había ocasionado tantos quebraderos de cabeza que, dejando aparte a la chica como individuo, era una mala elección. Un hombre debía escoger a una mujer que ni le preocupara ni fuese una fuente de preocupaciones. En fin, Christopher había elegido dos… ¡y no había más que ver los resultados!
Él, desde el primer momento, no se había equivocado lo más mínimo. Había conocido a Marie Léonie en el escenario de Covent Garden. Había ido a Covent Garden como acompañante de su madrastra, la segunda mujer de su padre…, la mujer débil. Una persona amable, sonrosada y piadosa. En Groby todos la tenían por una santa. Una santa anglicana, por supuesto. Ése era el problema de Christopher. Ahí estaba su vena de debilidad. ¡Un Tietjens no tenía por qué ser un santo! ¡Por fuerza tenían que confundirlo con un sinvergüenza!
El caso es que había ido a Covent Garden por deferencia con su madrastra, que iba muy pocas veces a la ciudad. Y allí, en la segunda fila del ballet, había visto a Marie Léonie, que por supuesto en esos días estaba mucho más delgada. De inmediato decidió trabar amistad con ella y, gracias a un amable portero que le consiguió su dirección en la puerta de artistas, pudo dirigirse, a las doce y media de la noche, a Edgeware Road, donde ella tenía sus alojamientos. Tenía pensado subir a verla, pero se la había encontrado en la calle. Al verla le había gustado su manera de andar, su figura y su vestido inmaculado.
Se había plantado con su paraguas y su sombrero hongo enfrente de ella —¡que ni se asustó ni trató de esquivarlo!— y le había dicho que, si al terminar su contrato en Londres, le gustaría que la pusiera dans ses draps con doscientas cincuenta libras al año y un poco de dinero de bolsillo, la instalaría en un apartamento que le alquilaría en St. John’s Wood Park, que era el lugar donde aquellos días tenían casas sus amigos. Ella había preferido el barrio de Gray’s Inn Road porque le recordaba más a Francia.
Pero Sylvia era harina de otro costal…
El joven se había ruborizado hasta la raíz del cabello. Los polluelos del herrerillo del zapato se estaban impacientando: estaban gorjeando a pesar de los gritos de alarma de su madre en las ramas por encima del tejado de paja. Ciertamente era insalubre tener ramas sobre el tejado, pero ¿qué más daba eso en una época tan degenerada que incluso los polluelos de herrerillo eran incapaces de contener sus gorjeos en vista de sus apetitos?
El muchacho —el bastardo de Sylvia— le estaba haciendo avergonzadas observaciones a la señora de Bray Pape para darle a entender que tal vez su tío no estuviese interesado en sus lecciones sobre historia y sociología. Afirmó que habían ido a verle para hablarle del árbol. Tal vez por eso su tío no quisiera hablarles.
La dama replicó que darle lecciones de historia a la aristocracia disoluta del Viejo Mundo era precisamente su misión en la vida. Por mucho que les molestara lo hacía por su bien. En cuanto a lo del árbol, sería mejor que el muchacho se ocupase en persona de eso. Ahora tenía intención de dar una vuelta por el jardín para ver cómo vivían los pobres.
El chico dijo que en ese caso no entendía para qué había ido allí la señora de Bray Pape. La dama respondió que había ido a petición de su madre ofendida. Y que eso debería ser suficiente razón para él. Se alejó muy indignada del campo de visión de Mark.
El joven, tragando saliva visiblemente, fijó los ojos un poco saltones en el rostro de su tío. Iba a decir algo pero se quedó un buen rato mirándolo en silencio. Eso de quedarse un buen rato mirándote antes de hablar era típico de Christopher, no un rasgo de la familia Tietjens. Sin duda, Christopher lo había heredado de su madre, aunque de forma exagerada. Ella también se te quedaba mirando. De un modo agradable, claro. Aunque Christopher siempre le había puesto nervioso, incluso de pequeño… Incluso era posible que Mark no estuviese ahora como estaba si Christopher no se le hubiera quedado mirando largo rato, como un cordero degollado. La mañana de aquel día maldito. El día del armisticio… Había sido muy desagradable.
El hijo mayor de Cramp, un corneta del segundo de Hampshire, bajó por el camino con el bugle reluciendo detrás de su figura vestida de caqui. Ahora organizarían un alboroto con ese instrumento. El día del armisticio habían tocado el toque de retreta en los escalones de la iglesia al pie de las ventanas de Marie Léonie… ¡El toque de retreta…! ¡El fin de Inglaterra! [217] Recordó haber pensado eso. Entonces no conocía los términos concretos de la rendición, ¡pero había tenido una buena dosis de los ojos de cordero degollado de Christopher…! ¡Una dosis doble! No decía que no se lo mereciese. Cuando uno se equivoca debe aceptar las consecuencias. Uno no debería cometer errores.
El chico al pie de su cama estaba haciendo agónicos movimientos con la garganta: su nuez subía y bajaba.
Dijo:
—Comprendo, tío, que te moleste que vengamos a verte. ¡Pero me parece un poco exagerado que te niegues a hablarnos!
Mark se preguntó por el fallo de comunicación que debía de haberse producido. Sylvia había estado espiando alrededor de la casa un día tras otro. Había hablado varias veces con la señora Cramp. Le había parecido de un gusto dudoso que les contase —que se regodeara contándoles— a unos desconocidos lo desagradable que le resultaba a su marido. Si su mujer lo hubiese abandonado él habría optado por no hablar del asunto. Ciertamente no habría ido a lloriquearle al carpintero del hombre con el que se hubiera ido. De todos modos, sobre gustos no hay nada escrito. Sylvia, sin duda, tenía tantas preocupaciones que casi seguro no había oído lo que le había contado la señora Cramp acerca del estado de salud de Mark. En el par de entrevistas que había sostenido varios años antes con aquella furcia también se había comportado así. Había arremetido contra Christopher con tanto vigor que se había ido sin sacarle más información que las condiciones que le imponía para instalarse en Groby. Sin duda, inventarse todas aquellas cosas le había pasado factura. Uno no puede inventar esas mentiras sobre crueldad sexual sin que su imaginación acabe algo dañada. No podría, por ejemplo, haber inventado el cuento de que Mark estaba sufriendo por culpa de los pecados de su juventud sin ningún perjuicio. Así recompensa la Providencia a quienes inventan cotilleos: acaban un poco chiflados… El tipo —ahora no recordaba su nombre, era medio escocés, medio judío— que le había contado los peores chismes contra Christopher estaba un poco chiflado. Se había dejado barba y usaba chistera en los momentos menos indicados. Pues bien, lo cierto era que Christopher era un santo y la Providencia sabe cómo recompensar a quienes difaman a un santo.
En cualquier caso, aquella furcia debía de estar tan absorbida por su mentira que no se había enterado de que Mark no podía hablar. Por supuesto, las consecuencias de una enfermedad venérea no son nada agradables y, sin duda, después de inventarse la enfermedad, no había querido detenerse a considerar los síntomas resultantes. Fuese como fuere, ni el muchacho ni la señora de Bray Pape sabían que no podía hablar, ni a ellos ni a nadie. Había acabado con el mundo. Percibía la tendencia de sus acciones, escuchaba sus aspiraciones e incluso sus oraciones, pero no volvería a despegar un labio o a mover un dedo. Era como estar muerto… o ser un Dios. El chico parecía estar pidiéndole su absolución. En su opinión, haber ido a verle no era muy elegante ni por su parte ni por parte de la señora de Bray… Aunque tenía un pase. Se daba perfecta cuenta de que ambos parecían tenerle más miedo que al propio diablo. No obstante, que fuese o no de buen gusto, era discutible. Aun así era una situación rara…, como todas las situaciones.
Obviamente no era de buen gusto que un chico visitase la casa donde vivía su padre con su amante, y tampoco que lo hiciera una amiga íntima de su mujer. Sin embargo, por lo visto querían poner en alquiler el uno y alquilar Groby el otro. Y no podían hacer ni una cosa ni otra si él no les daba su permiso, o si se oponía. Era una cuestión de negocios y los negocios tapan en gran parte el mal gusto.
Y, de hecho, el chico le estaba diciendo que su madre era, por supuesto, una persona estupenda, pero que a él su forma de actuar le parecía reprobable en muchos aspectos. Sin embargo, no podía esperarse que una mujer, y sobre todo una mujer ofendida… —el chico de los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas parecía estar rogándole a Mark que admitiera al menos que su madre era una mujer ofendida—. No puede esperarse que una mujer ofendida sea de la misma opinión que… ¡un joven de Cambridge! Pues se apresuró a asegurar que todos los de su grupo —el hijo del primer ministro, el joven Dobles, Porter y él mismo— eran de la opinión unánime de que uno debía poder vivir con quien quisiera. Por lo que no cuestionaba el comportamiento de su padre y, llegado el caso, no tendría ningún reparo en estrechar la mano de su… compañera.
Sus ojos brillantes se volvieron un poco húmedos. Afirmó que, de hecho, no estaba cuestionando nada, aunque consideraba que le habría ido mejor si hubiese estado un poco más bajo la influencia de su padre. Pensaba que había estado demasiado tiempo bajo la de su madre. ¡Lo notaban incluso en Cambridge! Ése, en efecto, era el verdadero obstáculo a la hora de disolver una unión previamente contraída. Vistas desde el punto de vista científico, las cuestiones de la… atracción sexual, a pesar de todos los esfuerzos de los científicos, seguían siendo muy misteriosas. La mejor manera de considerarlo…, el modo más seguro, era que la atracción sexual se producía por lo general entre físicos y temperamentos opuestos porque la naturaleza deseaba corregir los extremos. Nadie, de hecho, podía ser más distinto que su padre y su madre —la una tan grácil, atlética y…, ¡oh!, encantadora. Y el otro tan…, ¡oh!, digamos totalmente honrado, pero anárquico—. Porque, claro, uno puede quebrantar ciertas leyes y seguir siendo el honor en persona.
Mark se preguntó si aquel chico sabría que su madre acostumbraba a contarle a todo el mundo que su padre vivía de las mujeres. Y que incluso llegaba a sugerir, cuando le parecía seguro hacerlo, que se aprovechaba de las ganancias ilícitas de las mujeres…
Así que era el honor en persona, y tenía una torpeza muy masculina y muy elegante a su modo… En fin, él no había ido allí a juzgar a su padre. Su tío Mark notó que hablaba de su padre con cariño y admiración. Pero si la naturaleza —debía perdonarle por emplear expresiones antropomórficas, pero así le resultaba más fácil— favorecía la unión de los caracteres opuestos para rectificar los extremos en los hijos, el proceso no se completaba con…, en suma, con la unión física. Pues, igual que había rasgos físicos heredados y sin duda se podía heredar la memoria, quedaba la cuestión de la influencia de un temperamento en otro mediante la asociación personal. Por lo que, si un opuesto dejaba los frutos de la unión exclusivamente bajo la influencia personal del otro opuesto, era como si se enfrentase a los designios de la naturaleza…
Aquel chico, pensó Mark, era un problema muy curioso. Parecía un muchacho recto y digno. Tal vez un poco locuaz: aunque había que disculparlo porque tenía que cargar él con todo el peso de la conversación. De vez en cuando se había interrumpido como si, deferentemente, quisiera saber la opinión de Mark. Eso estaba bien. Mark no soportaba a los bocazas, sobre todo a los de esa edad, que parecían más emotivos y dogmáticos de lo normal para lo que suelen ser los bocazas. En todo caso, no soportaba a los jóvenes una vez dejaban atrás la niñez. Pero era consciente de que, si se quiere hacer una investigación científica, si uno quiere llegar a discernir la verdad acerca del parentesco de un individuo, hay que dejar de lado los gustos y disgustos personales.
El cielo era testigo de que, cuando Christopher no era más que uno de los niños de casa de su padre, siempre le había parecido exasperante…, un mocoso rubio y despistado muy interesado por las matemáticas, que tenía la costumbre de quedársete mirando con los ojos azules y un poco saltones…, hacía mucho tiempo, primero en el cuarto de los niños y luego en los establos de Groby. Así que, si este muchacho le resultaba exasperante, era un argumento a favor de que fuese hijo de Christopher y no fruto del desliz de Sylvia con aquel otro hombre… ¿Cómo se llamaba? Un sujeto impresentable en cualquier caso.
Lo más probable es que fuese hijo del otro tipo. Esa mujer no habría engatusado a Christopher para que se casara con ella si no hubiese estado encinta. No tenía nada de malo que una joven engañase a alguien para que se casara con ella si lo estaba. Pero, después de conseguir que le diese un nombre a su bastardo, debería tratarlo con cierta lealtad: después de todo, se trata de un gran favor. Sylvia nunca lo había hecho… Habían metido a aquel jovenzuelo en la familia —la familia Tietjens—. Y ahí estaba, con Groby ya entre sus manos… En fin, no tenía importancia. Lo mismo les había ocurrido a otras familias tan grandes como los Tietjens.
Pero lo que hacía que Sylvia fuese una pesadilla era que hubiese desarrollado después aquella locura sexual por su desdichado hermano.
No había otro modo de verlo. Sin duda, había engatusado a Christopher para que se casara con ella porque pensaba, correcta o incorrectamente, que estaba embarazada de otro hombre. Nunca sabrían —¡lo más probable era que ni ella misma lo supiera!— si aquel chico era hijo de Christopher o del otro. Por mucho que se hagan las remilgadas, las mujeres inglesas son muy poco cautas con estas cosas. Eso era disculpable. Lo que no tenía excusa era todo lo demás, a menos que se considerase que había perpetrado todos sus actos bajo el impulso de una perversión sexual.
Es muy comprensible —al fin y al cabo es su obligación— que una madre le dé a su hijo no nacido un nombre y un padre. Pero destruir después la reputación del padre es más deshonroso que dejar al niño sin apellido. Aquel chico era ahora Tietjens de Groby…, pero también el hijo legal de un padre que se comportaba de un modo indescriptible de acuerdo con lo que contaba su madre… Hijo de una madre que no había sido capaz de atraer a su marido… ¡Y que no se recataba en contárselo al carpintero del pueblo! Si consideramos que el bien de los hijos es la ley suprema, ¿qué tipo de virtud era aquélla?
Estaba muy bien eso de decir que todas y cada una de las excentricidades de Sylvia tenían como único objeto lograr que el padre de su hijo volviera con ella. Mark estaba totalmente dispuesto a conceder que incluso sus infidelidades, por notorias que hubieran sido, podían haber sido sólo un modo de atraer la atención de su pobre hermano…, de que no pudiera quitársela de la cabeza. Después de la boda, Christopher, al descubrir que lo habían utilizado, probablemente la hubiera tratado con frialdad o la habría ignorado… maritalmente… Y era un tipo bastante atractivo. Mark estaba dispuesto a admitirlo. Un santo y un mártir cristiano y demás… Suficiente para volver loca a una mujer obligada a vivir sin que le hiciese caso.
Es evidente que a las mujeres debe permitírseles utilizar todos los medios a su alcance para conservar —o despertar— la atracción sexual de sus maridos. Para eso están las hembras en el mundo. Su deber es perpetuar la especie. Y para lograrlo tienen que llamar la atención y utilizar todos los trucos que crean necesarios, de acuerdo con su temperamento. También estaba dispuesto a admitir que la crueldad puede ser muy excitante. Estaba dispuesto a concederle cualquier cosa a las mujeres. Ser cruel es un modo de llamar la atención, una mujer no puede contar con que la corteje un hombre si previamente ha permitido que la olvide. Pero también es probable que todo tenga sus límites. En esto, como en todo lo demás, uno debería saber lo que se puede y lo que no se puede hacer, y aquel pastel, como todos, se probaba al comerlo. Sylvia no había dejado piedra sin remover en su determinación de perpetuarse en la imaginación de su marido y lo había perdido irremisiblemente: por otra chica. Ahora no era más que un incordio.
Una mujer que trata de recuperar a su marido debería ser sistemática, tener como mínimo algún plan. Pero Sylvia —lo sabía por la conversación interminable que había sostenido con Christopher la noche del armisticio— disfrutaba haciendo lo que ella llamaba tirar del cordón de la ducha. Hacía cosas extravagantes, sobre todo de carácter cruel, sólo por ver qué ocurriría. En fin, uno no puede permitirse diversiones cuando está en campaña. ¡Y menos convertirlas en el principal objetivo de la campaña! Si escoges hacer lo que te apetece en lugar de lo que es necesario te mereces todo lo que te pase. ¡Desde luego que sí!
Lo único que habría disculpado a Sylvia, independientemente de lo que hubiera hecho antes, es que hubiese tenido otro hijo con su hermano. No lo había hecho. La descendencia de los Tietjens no había aumentado. Así que no era más que un incordio.
Un incordio infernal… ¿Qué pretendía ahora? Era muy evidente que tanto la señora de Bray Pape como aquel chico estaban allí sólo porque ella había tenido otro ataque de… casi podría decirse de sadismo. Estaban allí para hacerle daño a Christopher y que no pudiera olvidarla. ¿Cuál era entonces la razón de aquella visita? ¿Qué demonios quería?
El chico llevaba callado un buen rato. Estaba mirando a Mark con la mirada saltona que tan exasperante había sido en su padre, sobre todo el día del armisticio… En fin, Mark parecía estar admitiendo que aquel chico probablemente fuese el hijo de su hermano. Después de todo, un Tietjens auténtico iba a reinar sobre la casa enormemente larga y gris de detrás de aquel cedro tan increíble. El cedro más alto de Yorkshire, de Inglaterra, del Imperio… Daba igual. Quien deja que las ramas de un árbol crezcan sobre su tejado está invitando al médico a visitar a diario la casa… Los labios del chico empezaron a moverse. No emitió ningún sonido. ¡Era de suponer que estuviera muy nervioso!
Sin duda se parecía al padre. Aunque era un poco más moreno… De cabello y ojos castaños, mejillas sonrosadas y ruborizadas, nariz recta, cejas castañas y marcadas. Tenía una expresión… asustada, perpleja, ¿cómo? En fin, Sylvia era rubia y Christopher moreno con un mechón plateado, pero de piel blanca… ¡Qué demonios!, ese chico era más atractivo que Christopher a su edad e incluso antes… Christopher remoloneando alrededor de la sala de estudio de Groby, preocupado por la teoría matemática de las ondas. Mark no lo soportaba a él ni a los otros niños. Su hermana Effie, nacida para ser la mujer de un cura… ¡Perpleja! ¡Eso es…! Aquella mujer, la segunda mujer de su padre…, ¡la santa!, era quien había introducido esa vena de perplejidad en los Tietjens… Ése era el hijo de Christopher, con vena de santidad incluida. Christopher había nacido para ser un diácono rural que se pasara el tiempo escribiendo tratados sobre el cálculo integral, salvo los sábados por la tarde. Y con una gran reputación de santidad. En fin, no era lo primero ni tenía lo segundo. Era un vendedor de muebles antiguos que hacía que los virtuosos arrugaran la nariz… La Providencia obra de un modo misterioso. Ahora el chico le estaba diciendo:
—El árbol…, el gran árbol… Oscurece las ventanas… —Mark se dijo: «¡Ajá!». El gran árbol de Groby era el símbolo de los Tietjens. En cincuenta kilómetros a la redonda la gente se prometía en matrimonio por el gran árbol de Groby. En los otros distritos decían que el árbol de Groby y el pozo de Groby tenían la misma altura y profundidad. Y, cuando estaban totalmente borrachos, los aldeanos de Cleveland declaraban —y te noquearían si osases negarlo— que el gran árbol de Groby tenía 365 pies de altura y el pozo de Groby 365 pies de profundidad. Un pie por cada día del año… En las ocasiones especiales —no recordaba cuáles— pedían permiso para colgar trozos de tela y otros objetos de sus ramas. Christopher decía que una de las principales acusaciones contra Juana de Arco había sido que ella y otras jóvenes del pueblo de Domrémy habían colgado trozos de tela y baratijas de las ramas de un cedro. ¿O era un espino? Ofrendas a las hadas… Christopher apreciaba mucho aquel árbol. Era un idiota romántico. Probablemente apreciara más aquel árbol que cualquier otra cosa de Groby. Estaría dispuesto a demoler la casa si pensara que incomodaba al árbol.
El joven Mark estaba balando, ciertamente balando:
—Los italianos tienen un proverbio… Quien deja que un árbol crezca por encima de la altura de la casa está invitando al médico a visitar a diario la casa… Yo estoy de acuerdo… En principio, por supuesto…
¡Así que era eso! Sylvia estaba amenazándoles con pedir que talaran el gran árbol de Groby. Sólo amenazaba con pedirlo. Pero con eso bastaría para hacer sufrir al pobre Christopher. No se podía talar el gran árbol de Groby. Pero la idea de que el árbol estuviera al cuidado de gente tan poco comprensiva bastaría para hacer enloquecer a Christopher… años y años.
—La señora de Bray Pape —siguió balbuciendo el muchacho— insiste en que el árbol… Yo estoy de acuerdo en principio… Mi madre quería hacerte comprender que… ¡oh!, en los tiempos que corren…, es casi imposible alquilar una casa si… La señora de Bray Pape… No ha tenido el valor aunque jura que…
Siguió balbuciendo. Luego se sobresaltó y se interrumpió con el rostro casi carmesí. Una voz de mujer había llamado:
—Señor Tietjens… Mark… ¡Hola…! ¡Eh…!
Una mujer diminuta, toda vestida de blanco, con pantalones blancos, una chaqueta blanca y una pamela blanca estaba desmontando de un alazán con una estrella blanca en la frente, un caballo con grandes hocicos y una cabeza inteligente. Saludó con la mano al muchacho y luego le acarició la nariz al caballo. Debía de estar saludando al chico…, porque era imposible que Mark conociera a una mujer capaz de gritar «¡Hola…! ¡Eh…!» para llamar su atención.
Lord Fittleworth, con un sombrero duro y cuadrado montaba un enorme caballo gris de cabeza cuadrada. Tenía los bigotes erizados y bien recortados y montaba como una garrapata. Movió el látigo en dirección a Mark —eran viejos amigos— y siguió hablando con Gunning, que estaba junto a los estribos. El animal de cabeza cuadrada se sobresaltó y echó las patas por alto: un ruido agudo, brusco e impertinente le había asustado. El chico estaba cada vez más ruborizado y a medida que se emocionaba se parecía más y más a Christopher aquel día… A Christopher con un mueble debajo del brazo, en el cuarto de Marie Léonie, mirándolo con ojos saltones al pie de la cama.
Mark blasfemó para sus adentros. Odiaba que le recordasen aquel día. Y ahora este chico y el dichoso bugle que el crío de los Cramp le había quitado a su hermano el corneta, se lo habían traído a la memoria. Siguió oyéndolo. A ratos. Primero probó un niño, luego otro. Era evidente que después lo había cogido el hermano mayor. Resonó: Ta… Ta… Ta… Ta, ti… ta-ta-ti… Ta… El toque de retreta. El condenado y puñetero toque de retreta… En fin, Christopher, tal como le había predicho Mark, se había metido, con todo su buen juicio, en un lío de narices mientras un idiota borracho tocaba el toque de retreta al pie de la ventana… Lo que quería decir Mark era que mientras sonaba aquella despedida él había tenido una intuición. Y odiaba el bugle porque se lo recordaba. Lo odiaba más de lo que había imaginado. Nunca se había imaginado blasfemando, aunque fuese para sus adentros. Debía de haberle conmovido. Aquel maldito sonido debía de haberle conmovido profundamente. Había llegado como anunciando el desastre. Vio hasta el último detalle de la habitación de Marie Léonie, tal como estaba aquel día. En la repisa de mármol de la chimenea había, debajo de un enorme grabado de la Madonna Sixtina, una taza sobre una lámpara en la que Marie Léonie tenía una papilla caliente para él. Probablemente la última comida que había comido sin ayuda…