Beatrice, la doncella, al igual que Gunning, consideraba a Marie Léonie con una obediencia hierática pero perpleja. Era la señora, y eso estaba bien. También era francesa extranjera. Y eso estaba mal. Era extraordinariamente eficaz en el cuidado de la casa, el jardín y el corral, y eso despertaba toda una serie de sentimientos ambivalentes. Era rubia y no tenía la tez oscura, lo que equivalía a otro punto a su favor; era rolliza y no delgada como las personas verdaderamente distinguidas. Así que un punto en su contra por no ser verdaderamente distinguida, y un punto a su favor porque, puestos a tener personas distinguidas en la casa, es mejor que no sean verdaderamente distinguidas… Aunque, en conjunto, la impresión era favorable porque, al igual que ellos, era muy rubia. Y eso le daba un aspecto más humano. Nunca confíes en una mujer morena y, si te casas con un hombre moreno, ten en cuenta que te tratará mal. Así son las cosas en la campiña inglesa.
El fabricante de bargueños Cramp, que era un resto de la raza diminuta, morena y persistente que una vez pobló Sussex, la veía con desconfianza mezclada con admiración por la calidad del barniz que le llevaba de París. Auténtico barniz francés. Vivía en la cabaña que había al cruzar el sendero, al otro lado del prado comunal. No tenía palabras para explicar cuánto le gustaban los encargos que le hacía el jefe. Tenía que restaurar y abrillantar con cera de abeja —no barnizar— trastos viejos, como los que tenía su abuelo. Y de los que se había deshecho. Bártulos viejos. De más de cien años. ¡Y más!
Tenía que coger trozos de madera vieja de un mueble viejo y restaurar los que faltaban en otro. El capitán había comprado las tablas de la porqueriza del viejo Moley, que antes habían sido los reclinatorios de la iglesia de Little Kingsworth, para que Cramp los utilizase para restaurar toda clase de cosas. También había comprado la conejera de la vieja señorita Cooper. Cramp admitía que, una vez limpios y encerados, los paneles tenían un bisel casi perfecto. Le había hecho rebajar el bisel de la madera de los reclinatorios de la iglesia de Kingsworth para reponer una de las puertas que faltaban, y usar otros trozos de madera para tapar agujeros. Cramp había hecho un buen trabajo. Había quedado muy bien: un aparador largo y bajo, con seis puertas biseladas, con preciosos adornos en los bordes. Como algunos de los muebles que tenía su señoría en la habitación Tudor de Fittleworth House. De más de cien años. Trescientos. Cuatrocientos… No había forma de saberlo.
Sobre gustos no hay nada escrito, pero el capitán tenía ojo para los muebles. Le bastaba con echarle un vistazo a un trasto viejo para ver que era más antiguo que el monumento a sir Richard Atchinson en Tadworth Hill, que se erigió en 1842 para celebrar la gloriosa victoria del librecambismo. Eso decía el monumento. Sacaba toda clase de cachivaches viejos de la parte trasera de alguna vaquería donde los habían tirado. Había días que a Cramp se le caía el alma a los pies al ver volver a la yegua con el carro lleno de gallineros, comederos para puercos, y platos de peltre que la gente había empleado para tapar agujeros en algún establo.
Y todo se iba para América, que debía de ser un sitio muy raro y lleno de despojos de la vieja Inglaterra: comederos de cerdos, gallineros, conejeras, recipientes de cobre que no servían para nada. Una vez cepillados, pintados, encerados y barnizados, los cargaba en el carro, enganchaba a la yegua y los llevaba a la estación, rumbo a Southampton y Nueva York. ¡Debía de ser un sitio rarísimo! ¿Es que allí no tenían fabricantes de bargueños o cachivaches viejos?
En fin, menos mal que en el mundo tenía que haber de todo. Gracias a que había gente que estaba un poco mal de la cabeza, él tenía un buen trabajo, que probablemente le duraría toda la vida. A cambio de todos aquellos bártulos, su mujer había comprado muchas cosas. Y su salón estaba muy elegante con aquellas aspidistras sobre trípodes de caoba, la alfombra Wilton, las sillas de bambú y qué sé yo cuántos objetos de caoba. La señora Cramp era una buena esposa, aunque tenía la lengua muy larga.
La señora no le caía muy bien. Ella estaba en contra de los extranjeros y afirmaba que todos eran espías alemanes. No quería saber nada de ellos. Además, ¿quién sabe si estaría casada? Unos decían que sí, pero otros afirmaban que no. Pero a la señora Cramp no la engañaba…, en cuanto a su distinción. ¿Qué tenía de distinguido? Su manera de vivir no era nada distinguida. La gente distinguida era engreída y vestía ropa nueva y tenía coches y estatuas, y palmeras, y salones de baile e invernaderos. Y no embotellaba sidra, ni recogía huevos, ni le hablaba en una lengua extraña al capataz. Ni vendía las sillas en las que estaban sentados ahora. A sus cuatro hijos pequeños tampoco les gustaba la señora. Nunca les llamaba criaturitas, ni les daba caramelos, ni muñecas de trapo ni manzanas. Y, si se los encontraba en el huerto, los sacaba de allí a pescozones. Ni siquiera les dio un gorro rojo de franela en invierno.
En cambio a Bill, el mayor, sí le gustaba la señora. Decía que era muy buena y se pasaba el día hablando de ella. Tenía estatuas en el dormitorio, y sillas doradas, y relojes y plantas en flor. Bill había hecho para la señora lo que ella llamaba una cantonera. De tres pisos, para que la tuviera en un rincón y pusiese figuritas encima. Con unos adornos que le había pedido ella. Y muy bien barnizada. ¡Digna de una condesa! Si la señora Cramp la viese, tal vez cambiase de opinión… Pero, en lugar de eso, había dicho: «No me fío de las rubias», porque ella era morena.
No obstante, a él lo de la sidra le daba mucho que pensar. Le habían regalado una botella o dos y era una sidra muy buena. Pero no era sidra de Sussex. Más bien de Devonshire, o de Herefordshire. Aunque no acababa de parecerse a ninguna. Tenía más cuerpo, y era más dulce y oscura. ¡Y no podía beberse alegremente! ¡Si bebías más de dos pintas se te subía a la cabeza!
La pequeña colonia estaba avanzando furtivamente hacia el seto: Cramp asomó la calva del taller y se arrastró fuera. La señora Cramp, una mujer desaliñada, morena y muy delgada, salió al umbral de la casa secándose las manos en el mandil. Los cuatro niños de los Cramp, todos en distintas etapas de crecimiento, salieron de la charca vacía de la porqueriza. Cramp no tenía pensado comprar los cerdos de ese año hasta la próxima feria quincenal de Little Kingsworth. Los niños de los Elliott llegaban a paso de caracol con la lechera por el verde sendero desde la granja; la señora Elliott, una mujer enorme con el pelo revuelto, miró por encima de su propio seto, que formaba un pequeño cercado en el prado comunal; el joven Hogben, el hijo del granjero, un hombre de unos cuarenta años muy fornido, apareció en el sendero del bosque de hayas guiando una gran cerda negra. Incluso Gunning dejó de barrer y se quedó remoloneando junto al establo. Desde allí podía ver a Mark en su cama y, entre los troncos de los manzanos, a Marie Léonie embotellando la sidra, grande, sofocada y muy concentrada, junto al cobertizo de ordeñar, donde el agua corría por un bebedero de madera en forma de uve.
—¡Saca la sidra del barril con un tubo! —le gritó la señora Cramp a la señora Elliott.
—¡Dónde se ha visto…! —le respondió refunfuñando la señora Elliott a la señora Cramp. Todas aquellas figuras siguieron acercándose furtivamente: los niños husmeaban por los diminutos intersticios del seto y se musitaban unos a otros: «¡Dónde se ha visto…! Cosa de extranjeros… Un tubo de cristal… ¡Dónde se ha visto!». Incluso Cramp, aunque, después de secarse la calva con el mandil de carpintero, le había advertido a la señora que recordase que tenía un buen trabajo, bajó por el camino hasta el seto y se quedó tan cerca —mirando por encima— que las espinas se le clavaban en el pecho sudoroso a través de la fina camisa. Le gritaron al panadero, que conducía cansino a su exhausto caballo por el empinado sendero desde los bosques de abajo, que alguien debería detenerla. Habría que avisar a la policía. Embotellar sidra con un tubo de cristal. Y dejarla en el agua corriente. ¿Dónde estaban los de sanidad? ¡Fastidiarle la tripa a la gente honrada! Envenenarla. Sin duda el jefe les diría algo si pudiera moverse. Habría que advertir a la policía… Meter la sidra en agua corriente…, ¡enfriarla recién embotellada! ¡Dónde se ha visto! Y sólo porque se las daba de señora. Y de tener más dinero que otros mejores que ella. Y tampoco tenían tanto dinero. Tal vez estuvieran arruinados y tuviesen que vender como hizo Higginson con Fittleworth. Higginson también se las daba de distinguido. Y además no era una gran señora. Tanto como pudieran serlo ellas. No era ni condesa ni señora, sólo baronesa consorte, suponiendo que fuese cierto… ¡La policía debería tomar cartas en el asunto!
Un grupo de personas distinguidas, montadas en caballos relucientes, con arreos de cuero que crujían como es debido, subieron al paso por el sendero. Ellos sí que eran gente distinguida. Un elegante caballero anciano, delgado como un palo, de rostro limpio, nariz ganchuda, bigote blanco, un precioso bastón y unas bonitas polainas. Iba montado en el caballo favorito de su señoría. Una yegua baya. Una dama elegante, delgada como un muchacho, montada a horcajadas como se hacía ahora, aunque antes no era frecuente. Pero los tiempos cambian. En el propio alazán de la condesa, uno que tenía la frente blanca. Era un caballo con mucho genio. Aquella dama debía de montar muy bien. Otra señora de cabello gris, pero también delgada, montaba con gracia al estilo amazona. Vestía una falda larga con ballenas y un sombrero de tres picos como los de los cuadros de bandoleros del nuevo pub de Queens Norton. Tenía un aspecto un poco anticuado. Aunque sin duda iba a la última moda. Hoy todo es tan confuso. Los amigos de su señoría pueden permitirse hacer lo que quieran. Un muchacho, de unos dieciocho años. También con polainas relucientes, como el resto de su ropa. Y también monta muy bien. Mira cómo acicatea con las piernas a Orlando, el caballo del jefe de partido en el Parlamento. Han salido a tomar un poco el aire. El caballerizo de su señoría estará encantado de que los caballos hagan un poco de ejercicio en la época de la siega. Eso sí que es distinción.
Un poco más arriba refrenaron a los caballos y se quedaron mirando el huerto. Alguien debería haberles dicho lo que estaba pasando allí. En lugar de azúcar le ponían un polvo blanco a la sidra. La gente distinguida debería saberlo… Pero a la gente distinguida no se le habla. Es mejor que no se fijen en ti. Nunca se sabe. Siempre se ayudan unos a otros. Puede que sean amigos de los Tietjens. Quién sabe si los Tietjens no serán también gente distinguida. Mejor vayámonos, no nos metamos en un lío. ¿Me oyes?
El muchacho de las polainas y la ropa relucientes —iba sin sombrero y tenía el cabello rubio y las mejillas brillantes— exclamó en voz alta:
—¡Vamos, mamá, no me gusta cotillear! —Y los caballos se sobresaltaron y chocaron entre sí.
Ya ves. No les gusta cotillear. Vamos. Y todos los campesinos se marcharon mientras los caballos seguían pendiente arriba. Es curioso lo que pueden llegar a hacerte los nobles si se fijan en ti. Está muy bien eso de que éste es un país para la gente sencilla, o comoquiera que se diga. Pero tienen a la policía y a los guardas en sus manos, igual que tu vida y hacienda.
Gunning salió a la puerta del jardín detrás del establo y le gritó con reprobación al joven Hogben.
—¡Eh!, aquí no traigas esa cerda. Tiene tan poco derecho a estar en el prado como tú.
La enorme cerda precedía con obstinación a la rechoncha figura del joven Hogben que silbaba y gritaba detrás de ella. Movía las grandes orejas y husmeaba a uno y otro lado: todo un monumento a la impasibilidad.
—¡Pues aparta a tus cerdos de nuestros nabos! —gritó el joven Hogben entre recriminaciones—. ¡Se pasan el día en nuestras tierras, y también toda la noche!
—Aparta tú tus nabos de nuestros cerdos —replicó Gunning balanceando sus brazos de gorila como las aspas de un molino. Avanzó hacia el prado. El joven Hogben bajó por la colina.
—Encierra a tus cerdos igual que hacen los demás —le amenazó el joven Hogben.
—Quienes lindan con el prado comunal tienen que quitar cercas, no ponerlas —amenazó Gunning. Los dos se enfrentaron sobre la hierba amenazándose mutuamente con el mentón.
—Su señoría le vendió sus derechos al capitán excluyendo el uso del prado —dijo el granjero—. Pregunta al señor Fuller.
—Su señoría tenía tanto derecho a vender excluyendo los derechos al uso del prado como tú a vender leche sin licencia. ¡Pregúntale al abogado Sturgis! —Insistió Gunning. El joven Hogben aseguró que le pondría arsénico entre las raíces. Gunning respondió que si lo hacía se pasaría siete años en la cárcel de Lewes. Siguieron enzarzados en una de esas interminables discusiones que se producen entre los granjeros arrendados sin distinción, acostumbrados a tratar con brutalidad a los labriegos, y el capataz de un caballero que está acostumbrado a ser popular entre los de su clase y los campesinos. En lo único que estaban de acuerdo era en que parecía que no hubiese habido ninguna guerra. La guerra debería haber otorgado a los granjeros arrendados los poderes de un tirano local, y lo mismo a los capataces de los caballeros. La cerda gruñó junto a las botas de Gunning en busca de los granos de maíz que a veces se le caían de los bolsillos. Por eso las cerdas acuden cuando las llamas aunque estén en el otro extremo del prado.
Por el sendero del jardín que muy lejos de la carretera ascendía en zigzag la pendiente de la casa de los Tietjens en dirección al seto…, bajaba la señora de edad que, en opinión de los campesinos, vestía de forma tan peculiar. Se consideraba descendiente, si no de sangre al menos por afinidad moral, de madame de Maintenon, así que vestía una larga falda de montar gris con ballenas y un sombrero de tres picos de fieltro gris y llevaba una fusta de montar de piel de zapa. Su rostro delgado y gris estaba cansado pero tenía un gesto autoritario, su cabello, que llevaba anudado por debajo del sombrero, era luminosamente gris, usaba quevedos sin montura.
Debido a la pendiente del bancal sobre el que se alzaba el jardín, el sendero de guijarros marinos zigzagueaba a lo ancho del mismo, teñido de un color anaranjado porque hacía poco que lo habían cubierto de arena. La mujer pasó furtivamente entre los troncos de los membrillos, revoloteó un poco como el acentor y se detuvo para dejar que la alcanzara el muchacho de las polainas brillantes.
Dijo que era terrible pensar que los pecados de juventud podían alcanzarte de ese modo. Eso debería darle que pensar a su joven acompañante. ¡Que el final de la vida te sorprenda viviendo en un lugar tan remoto! Ni siquiera se podía llegar en automóvil. Su propio DelarueSchneider se había averiado en la carretera al intentar hacerlo ayer.
El chico, delgado de cuerpo pero con aspecto rollizo por las mejillas sonrosadas y brillantes, tenía el cabello castaño, vestía unas polainas ciertamente brillantes y una corbata de rayas verdes, escarlatas y blancas, su expresión era temporalmente taciturna. No obstante, dijo con determinación que no creía que estuviera siendo justa. Además, cientos de coches subían por esa colina, ¿cómo si no iría la gente a comprar los muebles viejos? Ya le había dicho a la señora de Bray Pape que los carburadores de los Delarue-Schneider eran una porquería.
Eso precisamente, insistió la señora Pape, era lo que le parecía tan horrible. Avanzó ligera por otra curva del sendero y luego se detuvo vacilante.
Era lo más terrible de aquellas regiones tan antiguas, dijo. ¿Por qué no aprendían nunca? ¡Podían tomar ejemplo! Ahí estaban los descendientes de una gran familia, los Tietjens de Groby, en un lugar tradicionalmente idílico, el uno reducido sin duda a un estado terrible por los pecados de su juventud, el otro obligado a ganarse la vida vendiendo muebles viejos.
El joven le dijo que se equivocaba. No debía creer todo lo que le insinuaba su madre. Su madre tenía razón, pero sus insinuaciones iban más allá de lo que corroboraban los hechos. Si quería alquilarle Groby a la señora de Bray Pape era porque odiaba la fanfarronería. Su tío también la odiaba… Murmuró un poco y añadió: «¡Y… mi padre!». Así que no estaba siendo justa. Tenía ojos suaves y castaños que ahora estaban turbios y se había ruborizado.
Murmuró que su madre era estupenda, pero que creía que no debería haberlo enviado allí. Lógicamente, tenía sus defectos. En cuanto a él, era marxista-comunista. Todo Cambridge lo era. Así que, por supuesto, aprobaba que su padre viviera con quien quisiese. Pero había muchas formas de hacer las cosas. Que uno tuviese ideas avanzadas no quería decir que tuvieses que tratar a las mujeres con descortesía. Más bien lo contrario. Estaba dolorosamente agitado cuando adelantó a la fatigada señora al volver la siguiente curva.
Ella le pidió que no la malinterpretara. No veía nada vergonzoso en la venta de muebles antiguos. Todo lo contrario. El señor Lemuel, de Madison Avenue, podía considerarse un vendedor de muebles antiguos. Claro que era oriental y eso cambiaba las cosas. Pero el señor Lemuel era un hombre muy cultivado. Su casa de campo en Crugers, en el estado de Nueva York, no tenía nada que envidiar a las de los grands seigneurs de la Francia prerrevolucionaria. Sin embargo, de aquello a esto…, ¡qué decadencia!
La casa —la casita— estaba ahora a sus pies, la techumbre era muy alta, las ventanas estaban hundidas en la piedra gris y eran muy pequeñas. Delante de la puerta había un patio semicircular empavesado que habían ganado al bancal del huerto y rodeado de una cerca de piedra. Era extravagantemente verde, estaba oculta entre el follaje y la hierba que llegaba hasta las rodillas de la señora Pape estaba cargada de flores que empezaban a convertirse en semillas. Los cuatro condados se extendían a lo lejos, los setos eran como cordones que circundasen los campos hasta llegar a las colinas en el lejano horizonte, el campo más cercano estaba cubierto de árboles. El chico a su lado tomó aliento como hacía siempre que contemplaba una vista como aquélla. En los páramos al norte de Groby, por ejemplo. Allí eran de color púrpura.
—¡No es apta para ser habitada por el hombre! —exclamó la señora en el tono triunfal de quien ve confirmada una gran verdad—. Las casas de los pobres en esta región llegan a dar lástima. ¿Tú crees que tienen siquiera cuarto de baño?
—¡Yo diría que mi padre y mi tío son muy limpios! —dijo el chico. Murmuró que era un sitio bastante pintoresco. Era típico de su padre vivir en un sitio así. ¡No había más que ver las plantas que crecían entre las rocas del jardín! Exclamó—: ¡Oiga! ¡Volvamos a casa!
El desconcierto de la señora Pape dio paso a la obstinación. Gritó:
—¡Nunca! —La pobre madre del chico le había encomendado una misión. Si se echaba atrás no podría volver a mirar a Sylvia Tietjens a la cara. La salubridad ante todo. Tenía la esperanza de convertir el mundo en un lugar mejor antes de morir. Le habían conferido autoridad. Por metempsicosis. Estaba convencida de que el alma de madame de Maintenon, la compañera de Luis XIV, había migrado hasta ella. ¿Cuántos conventos no habría fundado la Maintenon y con qué rigidez no habría velado por la virtud y la salubridad de sus habitantes? Eso era lo que ella, la señora Millicent de Bray Pape, pretendía. Tenía un palacio en el sur de Francia, en la Riviera, erigido por el señor Behrens, el famoso arquitecto, a imitación del palacio de la Maintenon en Sans Souci. ¡Pero con cuartos de baño! Le pidió al joven que la creyese. El boudoir parecía un simple boudoir con paneles, muy grande por culpa de la fútil vanidad de «le Rua Solel». Madame de Maintenon habría podido pasarse sin tanta vanidad… Pero bastaba con tocar un resorte en los paneles y, detrás de las paredes, aparecían toda clase de accesorios de baño: bañeras de suelo, bañeras de pie, duchas con agua marina extra yodada, duchas laterales con y sin sales de baño disueltas en el agua. A eso es a lo que ella llamaba hacer del mundo un sitio mejor.
El chico murmuró que en principio no se oponía a que talaran los viejos árboles. De hecho en principio estaba en contra de que su tío y su padre hubiesen adoptado una vida de campesinos. Ésta era una era industrial. Los campesinos siempre han impedido el avance de las ideas. Todo el mundo en Cambridge estaba de acuerdo en eso. Exclamó:
—¡Eh! No haga eso… ¡No pase por el heno!
Hasta la última fibra de su alma de hijo de un terrateniente rural se indignó al ver el largo rastro de gris satinado que dejaban las largas faldas de la señora de Bray Pape. ¿Cómo iban a segar los hombres de su padre un heno que había sido pisoteado de ese modo? Pero, incapaz de soportar más la tensión del espectacular avance hacia Mark Tietjens por aquel zigzag anaranjado, la señora de Bray Pape se estaba dirigiendo en línea recta por el bancal hacia el cobertizo sin paredes y con techo de paja, que asomaba por encima de las copas de los manzanos.
El chico, muy nervioso, siguió bajando por el zigzagueante sendero que le llevaría hasta el mismísimo lindero de la casa de su padre…, hasta el patio empavesado donde crecían plantas entre los intersticios. Su madre no debería haberle obligado a acompañar a la señora de Bray Pape. Era una madre estupenda. Muy hermosa, tan atlética como Atalanta o Betty Nuthall,[209] a pesar de lo mucho que había sufrido. Pero no debería haber enviado a la señora de Bray Pape. Era una especie de venganza. Al general Campion no le había parecido bien. Lo había notado, aunque le hubiese dicho: «Muchacho, ¡deberías obedecer siempre a tu querida madre! Ha sufrido tanto. Tu deber es compensarla cumpliendo hasta su más nimio deseo. ¡Un inglés siempre cumple su deber para con su madre!».
Por supuesto, lo que había obligado al general a decir eso había sido la presencia de la señora de Bray Pape. El patriotismo. El general Campion le tenía terror a su madre. ¿Y quién no? Pero no habría aprobado que enviasen a un hijo a espiar a su padre y a la… compañera de su padre, si no hubiese querido demostrarle a la señora de Bray Pape la superioridad de los lazos familiares ingleses sobre los de su país. Se habían pasado el día discutiendo sobre eso.
Y aun así no estaba seguro. El dominio que ejercen las mujeres sobre el sexo opuesto era algo terrible. Había visto al viejo general lloriquear como un perro apaleado y murmurar por debajo de su blanco bigote… Su madre era estupenda. Pero el sexo era algo terrible… Se quedó sin aliento.
Recorrió medio metro de guijarros cubiertos de arena naranja. ¡Debía de ser difícil echar arena en aquella pendiente! Aun así la inclinación no era tanta en los zigzags. Tal vez de un dieciséis por ciento. Recorrió otro medio metro sobre los guijarros cubiertos de arena. ¿Cómo lo haría? ¿Cómo recorrería otros dos? ¡Le temblaban los talones!
A sus pies se extendían cuatro condados. ¡Hasta el horizonte! «Le mostró los reinos de la tierra». [210] Una vista tan magnífica como la de Groby, pero no era purpúrea y no se veía el mar. Su padre siempre se instalaba en sitios donde hubiera buena vista sólo con subir a un altozano. Vox adhaesit… «Sus pies estaban arraigados a la tierra…» No, vox adhaesit faucibus [211] significaba que su voz estaba adherida a sus mandíbulas. Más bien al paladar. ¡Tenía el paladar seco como el serrín! ¿Cómo lo haría…? ¡Era terrible! ¡Lo llamaban sexo…! Su madre, con su fiebre sexual, era la culpable de que tuviese el paladar así de seco y de que le temblasen los tobillos. Qué conversaciones tan terribles habían tenido en su boudoir en las que ella le había obligado una y otra vez con sus argumentos. A venir aquí. ¡Mi hermosa madre…! ¡Cruel! ¡Cruel!
El boudoir iluminado. ¡Cálido! ¡Perfumado! ¡Los hombros de su madre! Un retrato de Nell Gwynn [212] pintado por sir Peter Lely.[213] La señora de Bray Pape quería comprarlo. Pensaba que podía comprar la tierra, pero lord Fittleworth se limitó a echarse a reír… ¿Quién les había obligado a ir allí? Su madre… Para espiar a su padre. Su madre nunca le había hecho mucho caso a Fittleworth —¡un buen tipo y buen señor!— hasta el invierno pasado, cuando se enteró de que su padre había comprado este lugar. ¡A partir de entonces fue Fittleworth, Fittleworth, Fittleworth! Almuerzos, cenas, bailes en el Ambassador. Fittleworth nunca decía que no. ¿Quién podría decirle que no a su madre, con la figura que tenía a caballo y su mata de pelo?
¡Si hubiese sabido lo que sabía ahora cuando fueron a casa de Fittleworth el invierno pasado! Ahora sabía que su madre había ido a cazar, aunque nunca le había gustado mucho la caza… Sin embargo, sabía montar. Dios, si sabía montar. Al principio él se había puesto nervioso al verla saltar aquellos obstáculos que ella saltaba entre risas. Diana, eso es lo que era… Bueno, no, Diana era… Su madre había ido a cazar para atormentar a su padre y su… compañera. Ella misma se lo había confesado. Entre risas… ¡Debía de ser crueldad sexual…! Riéndose como esas Leonardi-do-da… En fin, como esas mujeres Da Vinci. Con una risa rara que terminaba en un rictus torcido… Había hablado con los sirvientes de su padre… Se había vestido como una doncella y les había espiado por encima del seto.
¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo? ¿Cómo se las había arreglado para obligarlo a ir allí? ¿Qué pensarían Monty, el hijo del primer ministro, Dobles, Porter —un estúpido cuyo padre era inmensamente rico—, qué pensarían sus amigos de Cambridge? Todos eran marxistas comunistas. Pero aun así…
¿Qué pensaría la señora Lowther si supiera…? ¡Si hubiera estado en el pasillo esa noche cuando él salía del boudoir de su madre! Entonces se habría atrevido a preguntarle. Su cabello era sedoso, sus labios como granadas maduras. Cuando se reía y echaba hacia atrás la cabeza… Se notó acalorado, le ardían los ojos y los tenía llorosos. Si le hubiese preguntado si quería que hiciese lo que ella le pedía, tanto si le parecía bien como si no… Aunque pensase que lo que su madre le pedía era una mezquindad… Pero eso había sido en la Peacock Terrace con las famosas rosas Fittleworth… ¡Cómo resaltaba delante de aquellas rosas…! Vestida de amarillo… No, de color ala de mosca… No, de amarillo no. El verde implica abandono y el amarillo repudio. Le invadió la tristeza al pensar que a la señora Lowther pudieran abandonarla. Pero no debían repudiarla…, seda de color ala de mosca. Brillante. Contra las flores de color rosado. Y con el cabello formando una especie de halo. Había mirado hacia arriba y a los lados, casi a punto de reírse con sus labios como granadas maduras… Le había dicho que, por lo general, uno debía obedecer a su madre cuando era como la señora de Christopher Tietjens. Su voz suave… Una voz suave y meridional… ¡Oh!, cuando se reía de la señora de Bray Pape… ¿Cómo podía ser amiga de la señora de Bray Pape…?
Si no hubiese sido a plena luz del sol… Si se la hubiese encontrado cuando salía del boudoir de su madre. Habría tenido valor. Por la noche. Tarde. Le habría dicho: «¡Si de verdad le interesa mi destino, dígame si debo espiar a mi padre y a su… compañera!». Tarde por la noche, ella no se habría burlado. Le habría cogido de la mano. Tenía unas manos deliciosas y los pies ligeros. Y sus ojos se habrían enturbiado… ¡Violetas encantadoras! Violetas silvestres.
¿Por qué pensaba esas cosas, por qué tenía esos arrebatos de intolerable…? ¡Oh, deseo! Era hijo de su madre… Su madre era… Mataría a cualquiera que se atreviese a decirlo…
¡Gracias a Dios! ¡Oh, gracias a Dios! Había llegado a aquel absurdo patio empavesado que estaba a la altura de la casa. Y había otro sendero que subía hasta el cobertizo del tío Mark. La virgen bendita —¡que era como Helen Lowther!— velaba por él. No tendría que pasar por delante de aquellas ventanas pequeñas y profundas.
La… compañera de su padre podría haber estado asomada. Si la hubiese visto se habría desmayado…
Su padre era un buen hombre. Aunque también debía de ser… como su madre. Si lo que decían era cierto. Se había arruinado por su vida disoluta. No obstante, era un hombre bueno y gris. El típico hombre al que atormentaría su madre. Con dedos grandes en forma de espátula. Aunque nadie ataba las moscas como él. Algunas de las que le había preparado hacía años seguían siendo las mejores que tenía. Y su padre adoraba el páramo de color vino. ¡Cómo debía de ahogarse debajo de aquellas ramas! Una casa cubierta de árboles es insalubre. Todo el mundo lo dice…
Pero qué vista tan encantadora debajo de aquellos árboles. Claveles de poeta festoneaban el camino. La luz se filtraba entre las ramas. Sombras. Brillos en los cristales de las ventanas. Paredes de piedra cubiertas de líquenes. Así es Inglaterra. Si pudiera pasar un tiempo allí con su padre…
Su padre había sido incomparable con los caballos. Y con las mujeres… ¡Qué habría heredado él, Mark Tietjens Segundo! Si pudiera pasar un tiempo allí… Pero su padre dormía con… Si saliera por la puerta… Debía de ser guapa… No, decían que no podía compararse con su madre. Lo había oído decir en casa de Fittleworth. O con Helen Lowther… ¡Pero su padre había podido elegir…! Y si había escogido dormir con…
Si saliera a la puerta se desmayaría… Como la Venus de Botti…[214] Con una sonrisa torcida… No, Helen Lowther le protegería… Podría enamorarse de la… de su padre… ¿Quién sabe lo que sucede al entrar en contacto con la Mujer Malvada… de opiniones avanzadas…? Decían que era de opiniones avanzadas. Y una latinista… Él era latinista. ¡Le encantaba!
O puede que su padre…, loco de celos. Su padre era de esos hombres que… Ella podría… ¿Por qué… la gente como su padre y su madre tenían hijos?
Siguió mirando con fascinación el porche de piedra de la casita mientras trastabillaba por las grandes losas de piedra del sendero que conducía al cobertizo sin paredes del tío Mark… En el porche no se distinguía forma alguna. ¿Qué iba a ser de él? Era muy rico, la suya sería una tentación terrible. Su madre no le servía de guía. Su padre habría sido mejor… En fin, le quedaba el marxismo-comunismo. Todo su grupo de Cambridge estaba obsesionado con eso ahora. Monty, el hijo del primer ministro, que tenía los ojos tan negros; Dobles, el sobrino de Campion, delgado como una rata; Porter, que tenía hocicos de cerdo, pero era inteligentísimo. ¡El muy idiota!