II

Siguió a su lado sermoneándolo y esperó a darle la vuelta al periódico enmarcado para que él pudiera leer el otro lado de la página. Lo primero que leyó incluía las observaciones de diversos autores sobre las carreras. Eso lo engulló enseguida, como si fuese un mero hors d’oeuvre. Ella sabía que desdeñaba las opiniones de los escritores sobre las carreras, aunque desdeñara un poco menos las de los dos que escribían en aquella página. No obstante, la lectura de verdad empezó cuando le dio la vuelta al periódico. Allí había infinitas columnas apretadas con los nombres de los caballos de carreras, sus jinetes, y los participantes de varias carreras, sus edades, ancestros y logros anteriores. Eso lo leería con atención y minuciosidad. Tardaría casi una hora en hacerlo. Le habría gustado quedarse con él mientras leía, pues el estudio intensivo de todo lo relacionado con las carreras de caballos había sido siempre el único asunto que compartían. Había pasado horas casi emocionantes inclinada sobre el respaldo de su sillón y leyendo junto a él las noticias del hipódromo; y los cumplidos que le dedicaba a propósito de sus predicciones de los resultados de las carreras, a pesar de ser los únicos que le había dedicado jamás, la habían llenado del cálido placer y la confusión que podría haber sentido si se los hubiese dedicado a su persona. Ciertamente, ella no necesitaba cumplidos, le bastaba la satisfacción completa que siempre le demostraba, aunque había disfrutado, y ahora los echaba de menos, con aquellos ratos largos y tranquilos de comunión entre los dos. Le comentó que Seattle había ganado la carrera tal como ella había predicho, pues no había habido competidores a la altura de aquella yegua, pero no obtuvo como respuesta ningún gruñido de aquiescencia medio despectivo como los que solía dedicarle en los viejos tiempos.

Un aeroplano había zumbado sobre sus cabezas y ella había salido a ver el alegre juguete que, iluminado por el sol, avanzaba lentamente por el cielo diáfano. Cuando volvió a entrar, en respuesta al doble parpadeo que le indicaba que podía pasar la página del periódico, soltó uno de los alambres del poste de roble que tenía a su derecha, dio la vuelta a la cama y enganchó el alambre en el poste de la izquierda, luego hizo lo mismo con el alambre que había quedado a su izquierda. Así los marcos se dieron la vuelta y mostraron el otro lado del periódico.

Era un mecanismo que la irritaba a diario y, como de costumbre, expresó su irritación. Otro ejemplo de la locura de ellos, de su cuñado y aquella mujer. ¿Por qué no habían adquirido uno de esos ingeniosos aparatos, como un brazo de latón brillante que tenía en el extremo un atril de caoba barnizada y se podía enganchar en la cama y ajustar en cualquier ángulo? ¿Por qué no habían adquirido uno de esos cobertizos para tuberculosos que había visto en un catálogo y que podían pintarse de agradables franjas de verde y bermellón, por lo que tenían un aspecto muy alegre, y además giraban sobre un eje para que recibieran los rayos del sol o para evitar las corrientes de aire? ¿Qué explicación podía tener aquella tosca y descabellada estructura? ¡Un techo de paja apoyado en postes sin paredes! ¿Acaso querían que saliera volando de la cama con las corrientes? ¿Lo hacían sólo por irritarla? ¿O es que sus recursos eran tan exiguos que no podían permitirse las comodidades de la civilización moderna?

Ella pensaba que bien podía ser el caso. Pero ¿cómo iba a serlo, en vista del singular comportamiento de monsieur su beau-frère en el asunto del grupo escultórico de Casimir-Bar, el gran escultor? Ella se había ofrecido a contribuir a los gastos de la casa aunque tuviese que sacrificar aquello que más apreciaba, y qué singular había sido el comportamiento de monsieur Christophère. Durante su ausencia, y con ocasión de la gran subasta en Wingham Priory, les había pedido al amable, aunque rudo, Gunning y al carpintero semiidiota que bajasen de su alcoba al salón la admirable Niobe y la ciertamente incomparable Tetis informando a Neptuno de la muerte de su yerno, por no citar su butaca Segundo Imperio recién dorada. ¡Cómo habían brillado en aquella lúgubre desolación con sus respectivas blancura y aurificencia! ¡Qué apasionada la pose de Niobe, qué llena de energía y a la vez qué patética la acción de Tetis! Y de paso había aprovechado la oportunidad para barnizar con un preparado especial importado de la Ciudad de las Artes la única silla del salón que, por ser también de París, no era demasiado tosca para ser barnizada, aunque fuese también bastante burda, de la época de Luis XIII de Francia, Dios sabía qué época sería ésa allí. ¡Sin duda la de Cromwell el regicida!

Y monsieur escogió el momento de su entrada en aquel lugar ahora lleno de vida para hacer la única exhibición de emoción que ella le había conocido. Pues, por lo demás, monsieur era al menos tan contenido, por no decir tan absolutamente taciturno, como el propio Mark. Ella le había preguntado a Mark: ¿había sido ese momento, pues qué otra cosa podía ser después de todo, una manifestación de afecto por su joven mujer? ¿Qué otra cosa podía ser si no? Il…, monsieur su pariente, pasaba por ser un hombre de conocimientos ilimitados. Lo sabía todo. Y no podía sino ser consciente del valor supremo de la obra de Casimir-Bar, quien, de no ser por las maquinaciones de su rival monsieur Rodin y sus confrères, debería haber conseguido los mas altos honores en Francia. Sin embargo, monsieur, no sólo había dado órdenes entre exclamaciones y gestos de desaprobación a Gunning y al carpintero de que retirasen de inmediato el grupo escultórico y la butaca del salón donde ella los había expuesto —con Dios sabe cuántos reparos— por si atraían la atención de algún cliente casual…, pues por allí pasaban clientes casuales en ausencia de Ellos y sin rendez-vous… No sólo eso, sino que monsieur, para halagar tal vez la natural envidia de Elle, había expresado las dudas más vulgares respecto al valor pecuniario de las propias obras de Casimir-Bar. Todo el mundo sabía que los americanos estaban expoliando la desdichada tierra francesa de sus tesoros artísticos más escogidos y los precios exorbitantes que pagaban por ellos y la avidez que demostraban. No obstante, aquel hombre había tratado de convencerla de que sus estatuas no valían más que unos pocos chelines cada una. Era incomprensible. Necesitaba dinero hasta el punto de convertir su casa en un mero almacén de objetos viejos de madera tosca y latón abollado. Se las había arreglado para cobrarles precios desmedidos por aquellos objetos olvidados a unos yanquis dementes que llegaban de muy lejos para comprarle aquellos desechos. Y, sin embargo, cuando le ofrecían unas piezas de belleza inigualable y en perfectas condiciones, se limitaba a rechazar dichos objetos con desprecio.

Por su parte, ella respetaba la pasión —aunque se le ocurrían objetos de pasión capaces de despertar mucho más ese sentimiento que Elle, a quien por motivos de conveniencia llamaría su belle-soeur—, al menos era amplia de miras y comprendía el funcionamiento del corazón humano. Le parecía muy respetable que uno se arruinase por el objeto de sus afectos. Pero esto lo consideraba como mínimo exagerado.

¿Y a qué venía entonces esa determinación a ignorar el desarrollo del genio moderno? ¿Por qué no le compraban a Mark un atril con un brazo de latón que sirviese para indicarles al menos a los vecinos y criados que era un hombre de condición social elevada? ¿Por qué no le compraban un cobertizo giratorio? Había ciertos síntomas de la época que eran inquietantes. Ella era la primera en reconocerlo. No había más que leer en los periódicos los hechos de los asesinos, ladrones, subversivos e ignorantes que tenían en sus manos las riendas del poder. Pero ¿qué tenían contra cosas tan inocentes como un atril, un cobertizo giratorio y el avión? ¡Sí, el avión!

¿Por qué ignoraban los aviones? Ellos le habían asegurado que el motivo por el que no habían podido suministrarle navets de Paris era que la estación estaba demasiado avanzada para plantar las semillas de aquellas divertidas y admirables verduras que, vistas a la luz pálida de las farolas a primera hora de la mañana, apiladas simétricamente en las carretas, hasta tanta altura como el primer piso de los edificios, proporcionaban uno de los espectáculos más alegres de la vida nocturna de la Ville Lumière. Le habían dicho que traer las semillas de París tardaría al menos un mes. Pero, si hubiesen enviado una carta en avión, pidiendo el envío de las semillas igualmente por avión, conseguirlas habría costado, como todo el mundo sabe, apenas unas pocas horas. Y, después de volver así a la cuestión de los nabos, concluyó:

—Sí, mon pauvre homme, nuestros parientes, pues soy lo bastante amplia de miras para incluir a la mujer en esa categoría, son muy raros. Muy, muy raros. ¡Todo esto es muy extraño!

Se fue por el camino en dirección al establo, especulando sobre la naturaleza de los parientes de su marido. Eran los parientes de un dios, pero los dioses tenían parientes muy raros. Supongamos que Mark fuese Júpiter; en fin, Júpiter tenía un hijo llamado Apolo que no podía considerarse exactamente un fils de famille. Sus aventuras habían sido de lo más irregular. ¿Acaso no era sabido que había pasado largo tiempo cantando y bebiendo con los pastores del rey Admeto? Pues bien, monsieur Tietjens podía considerarse una especie de Apolo entre los pastores de Admeto con compañera incluida. Aunque no cantase a menudo, porque lo cierto era que disimulaba las tendencias que habían conducido a su caída en desgracia. Cuando estaba en aquella casa tan extraordinaria era muy silencioso. Y elle también. Por irregular que fuese su situación, no ofrecía aspectos de regocijo reprobables. Era un collage bastante serio. Eso, al menos, era un rasgo de familia.

Rodeó los toscos caballones de detrás del establo para ir a ver a Gunning, que estaba sentado en el umbral cortando trozos enormes de un gran pastel de carne con una navaja de hoja muy ancha. Inspeccionó sus piernas extendidas, sus inmensas botas embarradas y su rostro sin afeitar y observó en francés que los pastores de Admeto probablemente vistieran de otro modo. Aunque él tal vez estuviese cómodo así.

Gunning dijo que era hora de volver a trabajar. Supuso que ella tenía intención de embotellar la sidra o no le habría hecho bajar allí el barril. Más le valía apretar bien los corchos o se destaparían todos.

Ella observó que sería muy raro que la descendiente de varias generaciones de normandos no supiera cómo embotellar sidra y él repuso que sería una pena que, después de tanto trabajo, se acabara echando a perder.

Se cepilló las migas de pastel de la pana de los pantalones, recogió con cuidado los trozos más grandes de corteza y se los metió en la boca entre los labios anchos y rojos. Preguntó si la señora sabía si el capitán iba a necesitar a la yegua esa tarde. De lo contrario iría a soltarla en el prado. Ella respondió que no lo sabía: el capitán no le había dicho nada al respecto. Gunning repuso que en el fondo daba igual: Cramp, afirmó, no tendría el sofá listo para llevarlo a la estación «antes de mañana». Si esperaba un momento, iría a buscar un poco de agua tibia para humedecer los huevos de las gallinas. Ella pensó que no podía pedir más.

Se puso en pie y se fue andando pesadamente camino abajo en dirección a la casa. Se quedó mirando la alta hierba de la finca, los troncos retorcidos y blanquecinos de los árboles frutales, las lechuguitas alineadas como rosetas en los caballones y la pendiente que se alejaba hacia las viejas piedras de la casa, que las ramas de los manzanos ocultaban en su mayor parte. Y admitió que, en efecto, no podía pedir más. Era normanda y, si Mark hubiese muerto, sin duda habría vuelto a las cercanías de Falaise o Bayeux de dónde procedían respectivamente las familias de su abuela y su abuelo. Probablemente se habría casado con un granjero o un agricultor rico y dedicado a embotellar sidra y a humedecer los huevos de las gallinas cluecas. Se había formado como coryphée de la Ópera de París y, sin duda, de no haber viajado a Londres con la troupe, y si Mark no la hubiera encontrado en Edgeware Road donde tenía su alojamiento, habría vivido con algún hombre en Clichy o Auteuil hasta haber ahorrado lo suficiente para retirarse a uno u otro de los pays de su familia y casarse con un granjero, un carnicero o un agricultor. Reconocía que, puestos a eso, era probable que no hubiese criado poulets au grain más suculentos ni fabricado sidra con más cuerpo que los de los gallineros y las prensas de allí, y que llevaba justo la vida que había querido siempre. Tampoco habría podido desear mejor ayudante que Gunning quien, con un blusón azul con bordados y un casquette con la punta de cuero negro, habría podido pasar por un campesino en el mercado de Caen.

Llegó por el sendero tambaleándose y cargando con cuidado con un gran cuenco azul que parecía una protuberancia de su camisa, con el mismo rictus que antes y la misma entonación. Daba igual que ella se obstinara en hablarle en francés: sabía por intuición lo que tenía responderle y ella también le entendía bastante bien.

Afirmó que sería mejor que le sacase él las gallinas del gallinero, no fuesen a picarle en las manos, le pasó el cuenco y sacó de las sombras una gallina quejosa y cloqueante con las plumas erizadas y le colocó delante un puñado de pasta de salvado y una hoja de lechuga. Luego salió con otra y con otra. ¡Y muchas más! Por fin, le dijo que podía ir a humedecer los huevos. A él no le gustaba darles la vuelta porque sus manos viejas y torpes muchas veces los rompían. Añadió:

—Espere mientras saco a esa vieja yegua. Un poco de hierba no le hará ningún daño.

Las gallinas, que con las plumas erizadas tenían un tamaño enorme, desfilaron con hostilidad junto a sus pies, cacarearon, cloquearon, picotearon los trozos de pasta y bebieron agua con ansiedad de un bebedero metálico de hierro. La vieja yegua salió del establo con un exagerado ruido de cascos. Era una yegua baya muy oscura de diecinueve años, tozuda, hosca y extremadamente flaca. Podías atiborrarla de avena cinco veces al día, pero no había manera de que ganase peso. Salió por la puerta con el trote de una prima donna, pues sabía que había sido un animal famoso. Las gallinas huyeron, la yegua dio un bocado al aire y mostró unos dientes enormes. Gunning abrió la puerta de la plantación que estaba justo al lado y el animal salió a medio galope, dobló las rodillas, se tumbó de lado y dio vueltas y vueltas, sus patas grandes y esbeltas se elevaban incongruentes en el aire.

—Sí —dijo Marie Léonie—, pour moi-même je ne demanderais pas mieux!

Gunning observó:

—No parece que tenga la edad que tiene, ¿verdad? ¡Retozando como un corderito de cinco días! —Su voz estaba llena de orgullo y su rostro gris exhibía un gesto alegre—. Su señoría dijo una vez que deberían haber llevado a esa vieja yegua a la Exhibición Hípica de Lunnon. ¡Hace ya muchos años!

Ella se internó en las oscuras, cálidas y olorosas profundidades del establo-gallinero. El cajón del caballo estaba separado del gallinero por varios alambres, cajas y mantas tendidas sobre pértigas y para entrar tuvo que agacharse. La luz que se colaba por las rendijas entre los tablones de las paredes la deslumbró. Cargó con cuidado con el cuenco lleno de agua y metió la mano en los cálidos huecos en la paja. Los huevos estaban tan calientes como si tuviesen fiebre, les dio la vuelta y los salpicó de agua tibia: trece, catorce, catorce, once —¡esa gallina era una fuera de serie!— y quince. Vació el cuenco y cogió, uno tras otro, los huevos de los demás ponederos. La adquisición le alegró.

Una gallina cloqueó en un nidal que había un poco más arriba. Cacareó amenazadora, luego gritó como si anunciara un desastre aviar cuando se le acercó. Las voces compasivas de las gallinas que había fuera se unieron a aquel anuncio de un desastre aviar…, igual que las de las gallinas del prado. Un gallo cantó.

Volvió a decirse que no podía imaginar mejor vida que aquélla. Pero, contentarse de ese modo, ¿no era una forma de autocomplacencia? ¿No debería, pese a todo, estar dando pasos para el futuro… cerca de Falaise o Bayeux? ¿No se lo debía a sí misma? ¿Cuánto duraría esta vida? Y, lo que es más, cuando terminase, ¿qué ocurriría? ¿Qué harían Ils —esa gente tan extraña— con ella, con sus ahorros, sus pieles, sus baúles, perlas, turquesas, grupos escultóricos y sillas y relojes recién dorados Segundo Imperio? Cuando moría el soberano, ¿qué le hacían el heredero, sus concubinas, cortesanos y sicofantes a la Maintenon [207] del momento? ¿Qué precauciones debería estar tomando contra su cólera venidera? Debía de haber abogados franceses en Londres.

¿Era acaso concebible que Il, Christopher Tietjens, torpe, aparentemente obtuso, pero en realidad dotado con la visión de lo sobrenatural —Gunning siempre decía: «El capitán nunca habla, pero ¿quién sabe lo que piensa? No se le escapa nada»—, era acaso concebible que, cuando Mark muriese y él fuese el dueño de aquel lugar llamado Groby y de las vastas tierras de carbón de las que había hablado el periódico, Christopher Tietjens conservara la disposición benévola y frugal de hoy? Ciertamente sí. Pero, igual que parecía obtuso y sin embargo estaba dotado con la visión de lo sobrenatural, también podía dar a entender que despreciaba la riqueza y al mismo tiempo convertirse en un auténtico Harpagon [208] en cuanto tuviera las riendas de la mano. Los ricos destacan por la dureza de sus corazones y los hermanos roban a la viuda del hermano antes que a nadie.

Así que, sin duda, debería ponerse bajo la protección de las autoridades. Pero ¿qué autoridades? El largo brazo de Francia protegería a uno de sus ciudadanos incluso en aquella tierra remota e incivilizada. Pero ¿sería posible poner en marcha aquella maquinaria sin que se enterase Mark…? Y ¿qué terribles pasos podría dar Mark en su cólera si descubría que la había puesto en marcha?

No parecía quedarle otro remedio que esperar, y como esa parte de su naturaleza era indolente, y tal vez sólo indolente, era consciente de que se contentaba con esperar. No obstante, ¿sería ése el modo correcto de actuar? ¿Se estaba haciendo justicia a sí misma y a Francia? El deber de todo ciudadano francés era acumular bienes mediante la industriosidad, la frugalidad y la vigilancia, y, por encima de todo, volver con todos esos bienes a aquel afligido país, desvalijado por la perfidia de los aliados. Tal vez disfrutase de aquellas circunstancias, de la hierba, la plantación, las aves de corral, las prensas de sidra y los huertos…, ¡aun cuando los nabos no fuesen de la variedad navet de Paris! No podía desear nada mejor. Pero también podía ser que hubiese un pequeño pays, cerca de Falaise o de Bayeaux, un pequeño lugar que ella pudiera enriquecer con estos despojos de los bárbaros. Si cada habitante de un pays hiciera lo mismo, ¿no volvería a ser Francia una nación próspera en la que todos los clochers repicarían de contento a través de miles de hectáreas sonrientes? ¡Pues eso!

Se quedó mirando las gallinas mientras Gunning reparaba las mellas de su guadaña con una piedra de afilar antes de volver al trabajo, y empezó a pensar en la naturaleza de Christopher Tietjens, pues quería calcular cuáles eran sus probabilidades de conservar las pieles, las perlas y los artículos dorados de vertu… Por orden del médico que atendía a diario a Mark —un tipo seco, rubio y sin duda totalmente ignorante— no había que perderlo de vista en ningún momento. Aquel médico era de la opinión de que un día Mark podía moverse…, físicamente. Y era muy peligroso que lo hiciera. Las lesiones que pudiera haber en el cerebro podían reproducirse con efectos fatales…, o algo por el estilo. Así que no había que perderlo de vista. Por la noche, tenían una alarma conectada con su cama. Ella dormía en una alcoba que daba a la plantación. Bastaría con que él se moviera lo más mínimo para que un timbre sonara junto a su oído. Aun así se levantaba cada noche, una y otra vez, para mirar el cobertizo desde su ventana: una tenue lámpara iluminaba sus sábanas. Aquella disposición le parecía una barbaridad, pero era lo que quería Mark y no se atrevía a cuestionarle… Así que esperó mientras Gunning afilaba la hoja de mango corto con forma de hoz.

El caso es que todo —todas las calamidades del mundo— habían empezado entre los clamores e intoxicaciones de aquel día terrible. Hasta entonces apenas había oído hablar de Christopher Tietjens. Lo cierto es que tampoco había oído hablar mucho del propio Mark hasta hacía muy pocos años. No conocía su nombre, ni sabía a qué se dedicaba, ni dónde vivía. No era cosa suya, así que nunca había hecho averiguaciones. Y una mañana —transcurridos trece años— él se había despertado con un ataque de bronquitis, después de unas carreras muy lluviosas en Newmarket. Le había pedido que fuese a su despacho con una nota dirigida a su jefe, para pedirle sus cartas y decirle que enviara a un mensajero a sus habitaciones a recoger un poco de ropa y unos artículos imprescindibles.

Cuando le respondió que no sabía cuál era su despacho, dónde estaban sus habitaciones y ni siquiera cómo se apellidaba, él había soltado un gruñido. No había expresado ni sorpresa ni alegría, pero ella sabía que se había alegrado, probablemente más por él, por haber escogido a una compañera que demostraba tener tan poca curiosidad, que por ella, que no la había demostrado. Después había mandado instalar un teléfono en su casa y, más de una vez, se había quedado hasta más tarde de lo acostumbrado por la mañana y había hecho que un mensajero de la oficina le llevase las cartas o entregase los documentos que había firmado. Cuando su padre murió la hizo guardar luto.

Para entonces, poco a poco, había averiguado que era Mark Tietjens de Groby, una inmensa heredad en algún lugar del norte, y que trabajaba en una oficina gubernamental en Whitehall —al parecer en algo relacionado con ferrocarriles—. Dedujo, sobre todo por lo que decía el mensajero, que trataba al ministro con desprecio, pero que lo consideraban tan indispensable que no lo habían despedido. De vez en cuando, la llamaban de la oficina y le preguntaban si sabía dónde estaba. Después deducía por los periódicos que había sido porque se había producido un grave accidente de ferrocarril. En esas ocasiones, él solía estar ausente en una carrera de caballos. De hecho, dedicaba a la oficina sólo el tiempo que le apetecía, ni más ni menos. Ella concluyó que, dada su inmensa riqueza, el trabajo no le importaba demasiado, salvo para ocupar su tiempo libre entre carreras, y dedujo que lo consideraban un poder oculto entre los gobernantes de la nación. Una vez, durante la guerra, se hizo daño en la mano y le dictó una nota de carácter confidencial dirigida a uno de los ministros del gobierno. Tenía que ver con el transporte y su tono había sido de un peculiar y educado desprecio.

Al fin y al cabo, no tenía nada de sorprendente. Era un milor inglés con le Spleen. Había leído acerca de ellos en las novelas de Alexandre Dumas, Paul de Kock, Eugène Sue y Ponson du Terrail. Representaba la Inglaterra que el continente aplaudía, la única Inglaterra que el continente aplaudía. Silenciosa, obstinada, inescrutable, insolente, pero inmensamente rica e incontrolablemente generosa. Elle demandait pas mieux, pues al menos no tenía nada de imprevisible. Sus hábitos eran tan regulares como las campanas de Westminster: nunca le exigía nada inesperado y era todopoderoso e infalible. Era, en suma, lo que sus compatriotas llamaban sérieux. Ninguna francesa podría imaginar un amante o marido mejor. Era el collage sérieux par excellence: como ménage eran sobrios, honrados, frugales, industriosos, muy ricos y ahorrativos. Dos veces por semana, le preparaba dos chuletas de cordero a las que les había dejado sólo medio centímetro de grasa, dos patatas tan blancas y ligeras como la harina, un pastel de manzana con una base muy crujiente de hojaldre, que se comía con una porción de queso Stilton, y un poco de pan con mantequilla. Esa cena no había variado ni una sola vez en veinte años, salvo durante la temporada de caza cuando, en semanas alternas, llegaban de Groby un faisán y un par de urogallos o perdices. Tampoco se habían separado más de una semana en esos veinte años a excepción del mes que él pasaba en Harrogate a finales de verano. También le lavaba las camisas en su lavandería del Quartier. Él pasaba siempre los fines de semana en alguna casa de campo y necesitaba, como mucho, dos camisas, y eso si se quedaba hasta el martes. Los ingleses de buena familia no se visten para cenar los domingos. Es una deferencia con nuestro señor porque teóricamente uno va a la iglesia por la tarde y no se puede ir a la iglesia en el campo en traje de fiesta. Lo cierto es que uno nunca va a la iglesia por la tarde…, pero se considera una deferencia dar a entender por la vestimenta que podría tener el impulso de hacerlo. Así, al menos, era como lo entendía Marie Léonie Tietjens.

Estaba contemplando las gallinas de color castaño brillante mientras se afanaban en la hierba de color verde intenso del prado, que descendía en pendiente hacia un grupo de hayas. El gran gallo le recordó al difunto monsieur Rodin, el escultor que había conspirado contra Casimir-Bar. Una vez había visto a Rodin en su estudio mientras les mostraba su obra a unas señoras americanas y le había parecido exactamente un gallo sacudiendo las patas y ahuecando las alas en el polvo alrededor de una gallina nueva. Sólo alrededor de una nueva. ¡Claro…! Aquel gallo era un francés tremendo. Un vrai de la vraie! ¡Era imposible imaginar a nadie menos parecido a Christopher Tietjens…! Las piernas arqueadas moviéndose sobre los pies danzarines, ¡el paso de un verdadero maestro en una academia de señoritas! El ojo despierto y vigilante mirando a cada minuto… ¡Oíd! Una sombra sobrevoló el terreno: ¡el gavilán! ¡El canto agudo y penetrante del padre de la comarca! ¡Cómo lo repitieron las gallinas, cómo corrieron los pollitos junto a sus madres y luego todos juntos a la sombra del seto! Monsieur el gavilán no tendría ninguna oportunidad en medio de aquella algarabía. ¡El gavilán se mueve en silencio y detesta el ruido, que atrae al campesino con su escopeta…! Todo se descubre por la vigilancia de milord Chantecler… Hay quienes le reprochan que se pase la vida mirando al cielo, porque le da un aspecto altanero. Pero ésa es su función…, ésa y la galantería. Vedlo con un grano de trigo: cómo vuela a cogerlo, ¡qué invitador se muestra con sus gritos! ¡Sus gallinas favoritas —las más nuevas— corren cacareando hacia él! Cómo se inclina, se agacha y danza con el grano de trigo en su pico poderoso, lo deposita en el suelo, lo picotea para ablandarlo y luego lo deja a los pies de su sultana del momento. Y tampoco se queja si una bolita de plumas pasa corriendo a toda prisa y le arrebata el grano del pico antes de que madame Partlet pueda cogerlo. Su galantería se ha malogrado, ¡pero es un buen padre…! Tal vez ni siquiera tenga un grano de trigo cuando envía sus invitaciones: tal vez sólo convoque a sus favoritas para recibir sus halagos o realizar el acto amoroso…

En ese momento es el hombre que toda mujer desea conseguir. Cuando golpea las plumas del ala contra la espalda y profiere su toque de clarín victorioso sobre el gavilán, que ahora se aleja hacia la colina, sus gallinas salen de las sombras, los pollitos de debajo del ala de sus madres. Le ha infundido confianza a la comarca y así pueden volver a sus ocupaciones. Muy distinto, sin duda, de aquel monsieur Christopher que, siendo soldado, ya parecía más un saco de harina tosco y gris, sin resuello y con duros ojos azules y saltones. ¡No de mirada dura, sino de un azul duro! Y sin embargo, curiosamente, tenía también algo del espíritu de Chantecler por debajo de esos hombros de verraco. Por supuesto, no podía ser hermano de su hermano sin tener alguno de los rasgos del milor… Y también el spleen. Pero nadie podía decir que su Mark no fuese un hombre correcto. Chic de un modo excéntrico, pero, ¡oh, sí, chic! Y ése era su hermano.

Como es natural podía tratar de desvalijarla. Es lo que los hermanos hacen con la viuda y los hijos de su hermano…, pero ahora la trataba con una especie de cortesía pomposa y mucha prosopopeya. La primera vez que la había visto —no hacía tanto: durante aquel período de la guerra en que el tiempo parecía haberse detenido— la había tratado con gestos pesados pero expresivos de respeto y con palabras corteses en un lenguaje pasado de moda que debía de haber aprendido en el Théatre Français cuando todavía interpretaban Ruy Blas. El francés ahora era muy diferente, había que reconocerlo. Cuando fue a París —cosa que hacía siempre a finales de verano, aprovechando que su compañero se iba a Harrogate— la lengua que hablaban sus sobrinos le pareció distinta, sin gracia, cortesía ni inteligibilidad. ¡Y, desde luego, sin respeto! Oh, la, la! ¡Cuando tuvieran que repartirse su herencia sería un pillaje mucho mayor que el de Christopher Tietjens! Mientras estuviese en su lecho de muerte, esos jovenzuelos y sus mujeres se dedicarían a saquear sus cajones y armarios como una manada de lobos… La famille! En fin, eso estaba bien. Demostraba un apropiado espíritu de adquisición. ¡Para qué servía una buena madre si no era para desvalijar a los parientes del marido en interés de los hijos tenidos en común!

El caso es que Christopher había sido tan cortés como un saco de harina bien educado del dix-huitième. ¡Dieciochesco! Aún más antiguo, période Molière! Cuando entró en su habitación, que estaba tenuemente iluminada por una veilleuse —¡una mariposa, son mucho más económicas que la luz eléctrica!— le había recordado exactamente a un pesado personaje de Molière representado en la Comédie Française, de verbo y carácter elaborados, pero protuberante en los lugares más extraños. Podría haber pensado que albergaba intenciones sobre su persona, pero había entrado con mucha consideración y con los ojos saltones sólo para darle la noticia de que su hermano estaba a punto de convertirla en una mujer recta. Así lo había formulado Mark. Por supuesto, sólo Dios puede hacer eso… Pero la empresa había contado con el apoyo absoluto de monsieur el Aparente Heredero.

De hecho había estado muy activo mientras ella dormitaba en un sillón de orejas después de cuatro días y tres noches sin dormir. No le habría confiado el cuerpo de Mark a nadie salvo a su hermano. El hermano había llegado —jadeante por el nerviosismo y la disnea…, ¡los dos hermanos tenían malos pulmones!— para pedirle que no se asustara al encontrar en la habitación de su compañero a dos sacerdotes, un funcionario, un abogado y el pasante del abogado… Esa gente vestida de negro que nos atiende en el momento de la muerte, redacta testamentos y aplica los santos óleos. El médico y un hombre con bombonas de oxígeno habían estado allí cuando ella se retiró a descansar. Era toda una reunión de los buitres que nos asisten en vida.

Ella se había puesto a gritar. Eso sin duda era lo que le había puesto tan nervioso: la anticipación de que se pondría a gritar de pronto en el Londres negro y silencioso que meditaba entre los ataques aéreos. En aquel silencio, antes de que el sueño la visitara envuelta en su peignoir, había reparado en las actividades de Christopher en el teléfono del pasillo. ¡Se le había ocurrido que podía estar llamando a las Pompes Funèbres…! Así que se había puesto a gritar: ese sonido que uno emite irresistiblemente cuando la muerte está a punto de abatirse sobre alguien. Pero él había corrido a tranquilizarla, ¡exactamente igual que monsieur Sylvain en las tablas del teatro de Molière! Le habló en aquella especie de francés, con un susurro áspero, entre las sombras de la mariposa… y le aseguró que el cura era para casarlos, con la licencia del archevêque de Cantorbéri que en esos tiempos se conseguía de Lambeth Palace por treinta libras esterlinas. Eso te permitía volver recta a cualquier mujer a cualquier hora del día o de la noche. El abogado estaba allí para la firma del testamento. Pues en aquel país tan peculiar el matrimonio invalida cualquier testamento previo. O eso le explicó Tietjens (Christopher).

Pero, entonces, ¡si se daban tanta prisa es que había peligro de muerte! A menudo había especulado sobre si se casaría o no con ella como acto de contrición en el lecho de muerte. Con desdén, como se ponen en paz con Dios los grandes señores con le Spleen. Gritó, en el Londres negro y silencioso. La mariposa tembló en su platillo.

Le explicó con voz ronca que su hermano iba a doblar en su nuevo testamento lo que le dejaba póstumamente. Lo suficiente para comprar una casa en Francia, si no quería vivir en Dower House en Groby. Una casa estilo Luis XIII. Ésa era su idea del consuelo. Trató de adoptar un tono profesional… Estos ingleses. ¡Aunque a cambio tal vez no saqueen tus cajones y armarios mientras tu cuerpo está todavía tibio!

Ella gritó que podían llevarse sus testamentos y contratos matrimoniales, pero que le devolvieran a su compañero. Si le hubiesen dejado darle sus tisanes en lugar de…

Con el pecho agitado, le había gritado a aquel hombre a la cara:

—Juro que lo primero que haré cuando sea madame Tietjens y tenga potestad para hacerlo será echar a toda esa gente y darle infusiones de amapola y azahar. —Pensó que se horrorizaría, pero en lugar de eso le había dicho:

—Hazlo, por el amor de Dios, hermana querida. ¡Tal vez lo salves a él y a la nación!

Fue muy tonto por su parte hablar así. Esa gente tenía demasiado orgullo familiar. Mark sólo se ocupaba del transporte. Bueno, tal vez el transporte en esos días tuviera su importancia. Aun así, probablemente Tietjens, Christopher, exagerase la indispensabilidad de Tietjens, Mark… Eso debió de ser tres semanas o un mes antes del armisticio. Fueron días aciagos… No obstante, demostró ser un buen hermano…

En la habitación de al lado, mientras se firmaban los papeles, después de que el curé, con su calotte y todo, hubiese leído su Biblia, Mark le había hecho señas de que inclinase la cabeza y la había besado. Le susurró:

—¡Gracias a Dios hay una Tietjens que no es una puta y una zorra! —Hizo una leve mueca: las lágrimas de ella habían caído sobre su cara. Por primera vez, dijo:

—Mon pauvre homme, ce qu’ils ont fait de toi! —Quiso salir corriendo de la habitación pero Christopher la detuvo. Mark le había dicho en francés:

—Siento causarte tantas molestias… —Nunca le había hablado en francés. El matrimonio cambia las cosas. Los hombres te hablan con ceremoniosidad por respeto a sí mismos y su posición social. Además, puedes tomarte la libertad de llamarles tu pauvre homme.

Tuvo que celebrarse otra ceremonia. Un tipo de aspecto patibulario se adelantó con su libro como si fuese un registrador de la propiedad de mejillas azuladas. Volvió a casarlos. Esta vez por lo civil.

Entonces fue cuando, por primera vez, supo de la existencia de otra Tietjens, la mujer de Christopher… No sabía que Christopher estuviera casado. ¿Por qué no estaba allí? Mark le había explicado jadeante y con alambicada educación que había exagerado el formalismo del matrimonio porque, si él y Christopher morían, ella, Marie Léonie Tietjens, podría tener dificultades con una tal Sylvia. ¡La Zorra…! Bueno, ella, Marie Léonie, estaba dispuesta a enfrentarse con su cuñada legítima.