¡Oh, Rokehope sería un sitio muy agradable
si no fuese por los falsos ladrones!
Yacía mirando los hatos de mimbre que formaban la techumbre de paja del cobertizo; la hierba era infinitamente verde; la vista abarcaba cuatro condados; el techo estaba sujeto por seis pequeños troncos de roble joven, toscamente tallados y acariciados desde arriba por ramas de manzano. ¡De manzano silvestre francés! El cobertizo no tenía paredes.
Un proverbio italiano dice que quien deja que las ramas de árbol crezcan sobre su tejado está invitando al médico a visitar a diario la casa. ¡O algo por el estilo! Habría sonreído, pero podría haberse notado.
Para tratarse de un hombre que no se movía nunca, su rostro tenía un singular tono castaño; su cabeza, hundida en el blanco lechoso de las almohadas, podría haber sido la de un gitano con el cabello oscuro y plateado muy corto, la cara cuidadosamente afeitada y totalmente inmóvil. Los ojos, no obstante, se movían con una vivacidad anormal, toda la vida de aquel hombre estaba concentrada en ellos y en los párpados.
Por el camino cortado en la hierba, que llegaba casi hasta las rodillas y conducía desde el establo al cobertizo, llegó un campesino pesado y anciano. Sus brazos largos y peludos se balanceaban como si le hiciera falta un hacha, un tronco o un saco para ser un hombre completo. Era de constitución robusta, vestía bombachos de pana muy estrechos en las nalgas, medias negras, un chaleco azul desabotonado, una camisa de franela de rayas abierta por el cuello y un sombrero alto y cuadrado de fieltro negro.
Preguntó:
—¿Quiere que le dé la vuelta? —El hombre de la cama cerró despacio los párpados—. ¿Un trago de sidra? —El otro volvió a cerrar los ojos. El que estaba de pie se apoyó con una mano inmensa como la de un gorila en uno de los postes de roble—. Es la mejor sidra que he probado nunca —afirmó—. Me la dio a probar su señoría. Dijo: «Gunning…», eso fue el día que se coló la zorra en el gallinero del guarda… —Empezó y terminó lentamente una larga historia encaminada a demostrar que los nobles terratenientes ingleses preferían los zorros a los faisanes. ¡O deberían hacerlo! Al menos los terratenientes ingleses como Dios manda—. Su señoría no quiso que matásemos a la zorra, ni siquiera que la asustásemos, porque estaba preñada… No se imagina el desastre que puede hacer una zorra preñada en un gallinero con pollos de faisán… ¡Tiene que comer por seis o siete! Están creciendo… Así que su señoría me dijo… —Luego vino la descripción de la sidra…—: ¡Seca! Esa sidra era más seca que el corazón de un avaro o la lengua de una vieja solterona. Tenía cuerpo. Y fuerza. Lógico. Era una sidra de diez años. En casa de su señoría no se bebía ni una gota que no llevase al menos diez años en barriles. Mataban tres corderos a la semana para el consumo de la casa y los criados. Y trescientos palomos. El palomar tenía treinta metros de alto y las palomas anidaban en agujeros en las paredes. Dabas una palmada para ahuyentarlas y cogías a los pichones. Los tiempos han cambiado, pero su señoría sigue igual. ¡Y siempre lo hará!
El hombre de la cama —Mark Tietjens— siguió sumido en sus pensamientos.
El viejo Gunning se fue andando pesadamente por el camino hacia el establo balanceando los brazos. El establo tenía la techumbre de paja cubierta de tejas. No era un verdadero establo en el sentido del norte…, un sitio donde guardar a una vieja yegua entre pollos y patos. La gente del sur no era ordenada. No lo llevaban en la sangre, aunque Gunning sabía arreglar un tejado de paja y cortar un seto como es debido. Sabía muchas cosas. Era un hombre muy completo, capaz de hacer muchas cosas. Era un experto en la caza del zorro, la cría del faisán, la carpintería, el cuidado de los setos, la construcción de azudas, la cría del cerdo y las costumbres de caza del rey Eduardo. ¡Siempre fumaba unos cigarros enormes! Al acabar uno, encendía otro y tiraba la colilla…
¡La caza del zorro, el deporte de reyes con sólo el veinte por ciento del peligro de la guerra! A él nunca le había interesado la caza, ahora ya nunca lo haría, nunca le había interesado dispararle a los faisanes. Ahora ya nunca lo haría. No es que no pudiera, pero en adelante no lo haría… Le irritaba no haberse tomado la molestia de comprobar lo que dijo Yago, antes de tomar su decisión… «En adelante no volveré a decir palabra…» [204] O algo por el estilo, pero con eso no se podía hacer un verso blanco.
Tal vez Yago no estuviese hablando en verso cuando tomó la decisión de Mark Tietjens… «Cogí por el cuello a ese perro circunciso y le golpeé…» [205] ¡Un buen tipo ese Shakespeare! En cierto sentido, también era un hombre completo. Probablemente se pareciera mucho a Gunning. Conocía las costumbres de la reina Isabel cuando iba de caza, muy probablemente supiera cómo cuidar un seto, hacer un tejado de paja, despellejar un ciervo, una liebre o un cerdo, cómo notificar un mandato judicial y escribir en mal francés. Se había alojado con una familia francesa en un convento de frailes crucíferos o en The Minories. [206] En cualquier caso por los alrededores.
Los patos estaban haciendo mucho ruido en el estanque de arriba. El viejo Gunning subió la cuesta iluminada por el sol entre la pared del establo y las frambuesas. Todo el jardín estaba en pendiente. Mark miró hacia el seto por encima de la hierba. Cuando le giraban la cama miraba hacia la casa. Tosca, de piedra gris.
A un lado, se divisaban los famosos cuatro condados, al otro un empinado bancal cubierto de hierba que llegaba hasta el seto de la carretera principal. Ahora estaba mirando hacia arriba por encima de la hierba y las matas de frambuesas junto al seto que iba a podar Gunning… Todos eran muy considerados con él. Siempre se esforzaban por buscar cosas que pudieran interesarle. No lo necesitaba. Tenía intereses de sobra.
Por el sendero que había más allá del seto, en una pendiente herbosa, pasaron los niños de los Elliot: una niña delgada de diez años con el cabello largo y trigueño y un niño gordo de cinco con un traje de marinero indeciblemente sucio. La niña tenía las piernas y los tobillos demasiado largos y el pelo lacio… ¡El hambre de la guerra en los primeros años de desarrollo! Bueno, de eso él no tenía la culpa. Él le había proporcionado a la nación el transporte que necesitaba: la nación tendría que haberse procurado la comida. No lo había hecho y ahora los niños tenían piernas largas y delgadas, y los huesos de las muñecas les sobresalían como tuberías. ¡Toda una generación…! ¡No era culpa suya! Él había organizado el transporte como era debido. Su departamento lo había hecho. Su departamento. Creado por él desde que era un simple oficinista en prácticas hasta que llegó a ser un alto funcionario. Lo había creado, desde el día de su ingreso treinta años antes, hasta el día en que decidió no volver a decir palabra.
¡Ni mover un dedo! Tenía que estar en este mundo, en esta nación. Que cuidaran de él ahora que había terminado con ellos… Conocía a los progenitores de todos los caballos desde Eclipse a Perlmutter. Eso le bastaba. Le ayudaban a leer todo lo que se publicaba sobre carreras de caballos. ¡Tenía intereses de sobra!
Los patos del estanque siguieron haciendo mucho ruido allá arriba, chapoteando en el agua con las alas y graznando. Si hubiesen sido gallinas habría significado que pasaba algo, que un perro las perseguía. Pero con los patos no quería decir nada. Enloquecían de un modo contagioso. Como las naciones o la cabaña ganadera de todo un condado.
Gunning pasó lentamente junto a las matas de frambuesa, cogió un capullo y lo apretó entre el índice y el pulgar. Para ver si tenían gusanos. Las frambuesas tenían hojas de color verde pálido: era la planta más frágil de las robustas rosáceas. Eso no era efecto del hambre, sino de la raza. Su intendencia era lo bastante eficiente, pero no sabían alimentarse. Gunning empezó a recortar el seto con golpes secos de la podadera. Había todavía mucha zarzamora entre el seto: en una semana volvería a estar igual de feo.
Lo podaban tanto para que se entretuviera viendo a los que pasaban por el camino, aunque en realidad habrían preferido dejarlo crecer para que los caminantes no pudieran ver el jardín… Bueno, había visto pasar a muchos. ¡Más de los que imaginaban…! ¿Qué demonios se traería Sylvia entre manos? ¿Y aquel viejo estúpido de Edward Campion…? En fin, él no pensaba entrometerse. Sin duda, algo pasaba… Marie Léonie —antes Charlotte— no conocía a aquella hermosa pareja de vista, pero había tenido que verlos husmeando por encima del seto…
Habían colocado —era otra de sus atenciones— un ancho estante en el poste izquierdo de su cobertizo. Para que lo entretuvieran los pájaros. ¡Siempre había aspirado a presas mayores…! Un acentor común, silencioso y grisáceo como un cuáquero, se posó con aire fantasmal sobre aquel estante. Revoloteó y se ocultó en lo más profundo del seto. Lo tomó por un pájaro americano…, tal vez porque había tantos americanos por allí, aunque él nunca los viese… Un ruiseñor mudo, esbelto, delgado, de pico fino, casi sin marcas, como corresponde a un pájaro que casi nunca ve el sol, sino que vive en la profunda penumbra de los setos… Americano porque debería llevar una letra escarlata. Casi todo lo que sabía de los americanos procedía de un libro que había leído sobre una mujer como un acentor común que se arrastraba furtivamente por los setos y acababa enredándose con un cura… Pero, sin duda, habría otros tipos.
Aquel pájaro desganado, esbelto y obviamente puritano, insertó el pico fino en el bebedero que Gunning había puesto en el estante para los herrerillos. Los escandalosos herrerillos, los carboneros, los herrerillos capuchinos…, toda esa familia adora los bebederos. Los acentores evidentemente no, el bebedero en aquel caluroso día de junio se había vuelto aceitoso. El acentor, con el pico grasiento, se frotó la mandíbula de arriba con la de abajo, pero no bebió del bebedero. Miró a Mark a los ojos. Como lo miraron inmóviles, gorjeó una larga nota de advertencia y revoloteó sin ruido hacia la invisibilidad. Todos los animales de los setos te ignoran si te mueves y no les miras. En cuanto te paras y fijas la mirada en ellos, avisan al resto del seto y huyen. Aquel acentor sin duda tenía cerca a sus polluelos. O la advertencia habría sido sólo cooperativa.
Marie Léonie, de soltera Riotor, estaba subiendo por los escalones y luego por el camino. Lo supo por el ruido de su respiración. Se quedó a su lado, informe con su largo delantal de algodón estampado, con un plato de sopa en la mano y dijo:
—Mon pauvre homme! Mon pauvre homme! Ce qu’ils on fait de toi!
Empezó un discurso jadeante en francés. Era una de esas normandas rubias y grandes, cuarentona, con el pelo muy rubio y llamativo. Había vivido con Mark Tietjens más de veinte años, pero siempre se había negado a hablar una palabra de inglés, pues sentía un invencible desprecio tanto por la lengua como por el pueblo de su país de adopción.
Su discurso se desbordó. Había puesto la bandejita con el plato de sopa rojiza y amarillenta en una repisa de madera que sobresalía de un tornillo de debajo de la cama; en la sopa había un reluciente termómetro clínico que movía y miraba de vez en cuando, y junto al plato una jeringa de cristal graduada. Decía que Ils —ellos— se habían confabulado para hacer incomible su sopa de verduras. No le habían proporcionado navets de Paris sino unos redondos como botones; se las habían arreglado para que las zanahorias estuviesen pourris por los extremos; los puerros tenían la consistencia de la madera. Estaban decididos a que no pudiese tomar sopa de verduras porque querían que comiera carne. Eran antropófagos. ¡Nada salvo carne, carne, carne! ¡Esa chica…!
En Gray’s Inn Road siempre había conseguido nabos de París de Jacopo’s en Old Compton Street. No había motivos para que no se pudiesen cultivar navets de Paris en este suelo. El nabo de París tenía forma de barril, redondeado, redondeado, redondeado, como un adorable cerdito hasta que se convertía en una simpática colita. Eso era un nabo capaz de hacerte cambiar de idea. Ils —ella y él— eran incapaces de cambiar de idea por un nabo.
Entre frase y frase, exclamaba de vez en cuando:
—¡Pobre hombre! ¿Qué te han hecho?
Su facundia fluyó sobre Mark como una corriente de agua sobre una rejilla y sólo reparó en alguna frase de cuando en cuando. No le resultaba desagradable: le gustaba su mujer. Tenía un gato al que no dejaba comer carne los viernes. En Gray’s Inn Road había sido más fácil, en una gran habitación decorada con innumerables miniaturas y siluetas que representaban a los miembros de la familia Riotor y todas sus ramas. Madame Riotor mère y madame Riotor grand’mère también habían sido aficionadas a pintar miniaturas y Marie Léonie poseía un grupo escultórico sorprendentemente blanco esculpido por el distinguido artista Casimir-Bar, un viejo amigo de la familia que nunca había sido condecorado por culpa de las conspiraciones de sus enemigos lo que le hacía albergar un profundo desprecio por las condecoraciones y los condecorados. Marie Léonie se había acostumbrado a repetir con detalle las tremebundas opiniones de monsieur Casimir-Bar siempre que tenía ocasión. Aunque, desde que a Mark le había honrado el soberano, las había recitado con menos frecuencia. Afirmaba que la democracia de hoy no tenía la pátina que había distinguido a los demócratas de la época de sus padres, así que sería mejor caser, encontrar un hueco entre los distinguidos por el Estado.
El sonido de su voz, que era muy profunda y nada desagradable, continuó. Mark la miró con la indulgencia irónica que se les concede a los niños, aunque cuando estaba atado al duro banco le había descansado volver a casa como hacía todos los jueves y los lunes, y no pocos miércoles cuando no había carreras. Le había tranquilizado volver a casa de un mundo de imbéciles incompetentes y oír sus opiniones sobre la vida. Tenía opiniones sobre la virtud, el orgullo, las caídas en desgracia, las carreras humanas, las costumbres de los gatos, los peces, los clérigos, los diplomáticos, los soldados, las mujeres de moral relajada, san Eustaquio, el presidente Grévy, los proveedores de alimentos, los oficiales de aduanas, los farmacéuticos, los tejedores de seda de Lyon, los patronos de las pensiones, los verdugos, los fabricantes de chocolate, los escultores, a excepción de monsieur Casimir-Bar, los amantes de mujeres casadas, las doncellas… Su cerebro, de hecho, era como un armario abarrotado de las cosas más incongruentes: herramientas, recipientes y escombros. Cuando abrías la puerta, era imposible saber lo que te caería encima y lo que vendría después. Eso era tan descansado para Mark como lo habría sido viajar al extranjero…, aunque en realidad nunca había viajado al extranjero salvo cuando su padre, antes de su accesión a Groby, decidió irse a vivir a Dijon para educar allí a sus hijos. Así había aprendido francés.
Su conversación tenía otra cualidad que le divertía constantemente: siempre terminaba con el mismo asunto con el que había elegido empezar. Y, como hoy había escogido empezar con los navets de Paris, con los navets de Paris terminaría, siempre le divertía ver cómo se las arreglaba para volver al asunto del principio. Puede que estuviese concluyendo un largo comentario sobre los acorazados y tuviese que volver de pronto a las natillas porque llamaran a la puerta cuando la doncella estuviera fuera, pero siempre lograba hacer la transición antes de abrir. Por lo demás era frugal, astuta y sorprendentemente limpia y saludable.
Mientras le daba la sopa y le insertaba la jeringa de cristal en los labios a intervalos de medio minuto que controlaba con su reloj de pulsera, le hablaba de muebles… Ils no le dejaban aplicar un barniz que había importado de París a aquella especie de conejeras que tenían en el salón; una vez que ella barnizó una silla ciertamente deplorable, monsieur su cuñado hizo gala de un asombro que la había sorprendido mucho. Tal vez la moda del momento fuese tener muebles toscos y decrépitos. Que no le hubiesen dejado colocar en el salón el sillón dorado de su difunta madre o el grupo escultórico que representaba a Niobe y algunos de sus hijos obra del difunto monsieur Casimir-Bar o el reloj de repisa que era una reproducción exacta en bronce de la Fuente de los Medici en los jardines de Luxemburgo de París…, era una cuestión de gusto. Era lógico que Elle se avergonzara al pensar que la falda que vestía cuando se dedicaba a las labores de jardinería era… ¡En suma, era lo que era! Sin embargo, dejaba que el cura la viese con esa falda. Pero ¿por qué Il, que era un hombre de honor y buen juicio con fama de conocer las cosas de este mundo y tal vez el próximo…, por qué Él se unía a esa conspiración infinitamente estúpida contra la obra del gran genio Casimir-Bar? Marie Léonie podía entender que Él, dado lo difícil de su situación, no quisiera que instalasen en el salón obras que hiciesen que Elle se sintiera incómoda, porque sus posesiones no incluían objetos de arte que el mundo entero hubiese reconocido como obras clásicas, por no aludir a los collares de perlas que Marie Léonie, de soltera Riotor, debía a la generosidad de Mark y a sus propias economías. Y a otros objetos de valor y buen gusto. Si la dote…, llamémoslo dote…, de tu mujer es muy escasa, porque ciertamente Marie Léonie no era de las que meten cizaña si alguien está pasando dificultades… ¡No sería propio de ella! No obstante, un largo período de muchos años de honradez, frugalidad, vida regular y limpieza… Y le preguntó a Mark si alguna vez había visto en su salón huellas de barro como las que ella había observado sin duda los días de lluvia en el salón de cierta persona… ¡Y también podría hacer ciertas revelaciones respecto al estado del armarito de debajo de las escaleras y a la condición en que se encontraba el aparador de la cocina! Pero, si no tenía experiencia doméstica, ¿qué esperabas…? Sin embargo, unos cuantos años dedicados al cuidado de la casa, como los que había pasado ella, le daban a una derecho a opinar, por supuesto con delicadeza, sobre el ménage de una joven incluso aunque su delicada situación le impidiera hacer comentarios no cristianos sobre otros hechos. De todos modos, a Marie Léonie le parecía que presentarse delante de un cura con una falda adornada nada menos que con tres visibles tâches de gasolina, unos guantes cubiertos de barro igual que una trufa cubierta de pasta antes de ponerla a cocer entre las cenizas y empuñando, de entre todos los objetos vulgares del mundo, nada menos que un trasplantador… ¡Y reírse y bromear con él…! Sin duda, la situación requería cierta, llamémosla, discreción. No es que ella le concediese a los curas los extravagantes privilegios a los que aspiran. El difunto monsieur CasimirBar solía decir que, si concediéramos a nuestros soi-disant consejeros espirituales todo lo que pedían, dormiríamos sobre un lecho que no tendría ni sábanas, ni edredons, ni cojines, ni almohada, ni somier. Y Marie Léonie se inclinaba a coincidir con monsieur Casimir-Bar, aunque, como buen héroe de las barricadas de 1848, tendía a ser un poco extremista en sus posiciones. Aun así, en Inglaterra un vicario es un funcionario del Estado y como tal hay que recibirle con cierta reserva y modestia. Por otro lado, Marie Léonie —antes Riotor, su madre se llamaba Lavigne-Bourdreau y por tanto era sospechosa de tener sangre hugonota, de modo que era de suponer que Marie Léonie sabría cómo recibir a un clérigo protestante— había visto claramente desde la ventanita que había junto a las escaleras cómo Elle le ponía una mano en el hombro al cura y señalaba —imagínate, con el trasplantador— a la puerta principal que estaba abierta y le decía —había oído claramente sus palabras—: «Pobre hombre, si tiene usted hambre encontrará al señor Tietjens en el comedor. Está comiéndose un bocadillo. ¡Con este tiempo se despierta el apetito…!». Eso había sido hacía seis meses, pero los oídos de Marie Léonie todavía cosquilleaban con aquellas palabras y aquel gesto. ¡Un trasplantador! ¡Señalar con un trasplantador, pensez y! Ya puestos a usar un trasplantador, ¿por qué no un main de fer, un recogedor? ¡O un recipiente incluso más doméstico…! Y Marie Léonie soltó una risita.
Su abuela Bourdreau recordaba a un vendedor ambulante de cacharros de cocina que una vez había llenado uno de esos recipientes —un vase de nuit—, por supuesto nuevo, de leche y había ofrecido gratis su contenido a quien se atreviera a beberse la leche. Una joven llamada Laborde aceptó el desafío en el mercado público de Noisy-Lebrun. El novio la dejó porque el gesto le pareció exagerado. ¡Pero es que aquel vendedor era un guasón!
Sacó del bolsillo del delantal varias hojas de periódico dobladas y un bastidor de debajo de la cama: dos marcos atornillados entre sí para que pudieran plegarse. Colocó una de las hojas en el bastidor y luego lo colgó de un alambre que pendía de una de las vigas del techo del cobertizo. Dos alambres a izquierda y derecha sujetaban el bastidor justo delante de la cara de Mark. Ella tenía un aspecto agradable cuando abría los brazos. Le levantó el torso con mucha fuerza y un infinito cuidado, lo apoyó un poco en los almohadones y lo miró para asegurarse de que sus ojos quedaban enfrente de la hoja impresa. Dijo:
—¿Ves bien así?
Sus ojos comprendieron que iba a leer una noticia sobre las carreras veraniegas de Newbury y de Newcastle. Los cerró dos veces para decir «¡Sí!». Las lágrimas inundaron los de ella. Murmuró: «Mon pauvre homme! Mon pauvre homme! ¿Qué te han hecho?». Sacó de otro bolsillo del delantal una botella de eau de cologne y una borla de algodón con la que le limpió todavía con más cuidado la cara y luego sus manos delgadas, como de caoba. Parecía una de esas mujeres francesas que le cambian las ropas de satén blanco y les lavan el rostro a las imágenes de la virgen a la puerta de la iglesia en agosto.
Luego se apartó y empezó a sermonearle. Él leyó que la yegua del rey había ganado la bandeja de oro de Berkshire y el caballo de un amigo el Handicap Seaton Delaval. Había tenido intención de ir a las carreras de Newcastle ese año y saltarse las de Newbury. El último año que había ido a las carreras Newbury se le había dado muy bien, así que se le había ocurrido probar Newcastle para cambiar y, ya que estaba allí, echarle un vistazo a Groby y ver lo que aquella furcia de Sylvia estaba haciendo con la casa. Muy bien, eso ya estaba arreglado. Probablemente lo enterrarían en Groby.
Ella dijo en tono profundo y ensayado:
—¡Mi compañero! —Casi podría haber dicho «¡Mi Dios!»—. ¿Qué clase de vida llevamos aquí? ¿Se ha visto alguna vez algo tan peculiar y poco razonable? Si nos sentamos a tomar una taza de té, en cualquier momento pueden arrebatárnosla de entre las manos; si nos tumbamos en un diván, el diván puede desaparecer en cualquier momento. No me opongo a que te pases día y noche aquí tumbado al aire libre, pues comprendo que ése sea tu deseo y nunca me opondría a nada que tú desearas y con lo que consintieras. Pero ¿no podrías arreglarlo para que viviésemos en una casa más apropiada para las personas de esta época y que no sea una procesión de bienes personales? Seguro que podrías. Aquí es como si fueses omnipotente. Ignoro cuáles son tus recursos. Nunca te gustó hablarme de eso. Siempre has velado por mi comodidad. Jamás expresé ningún deseo sin que lo satisficieras, aunque también es cierto que mis deseos fueron siempre razonables. Así que no sé nada, pese a que a veces leo en los periódicos que eras un hombre de una riqueza exorbitante que difícilmente puede haberse evaporado, pues no ha habido nadie más frugal y moderado en sus gastos. El caso es que no sé nada y jamás les preguntaría a aquellos dos, pues eso implicaría que pongo en duda tu confianza en mí. No dudo de que te habrás preocupado de garantizar mi bienestar en el futuro y estoy segura de la continuidad de esas disposiciones. Mis miedos no son materiales. Pero todo esto me parece una locura. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué vives en esta construcción tan peculiar? Puede que vivir al aire libre sea necesario para tu enfermedad. No creo que vivieras entre perpetuas corrientes de aire en tus habitaciones, aunque yo nunca llegué a verlas. Pero, los días que me concedías, siempre procuré que estuvieras cómodo y tú parecías contento. Tu hermano y su mujer son tan alocados en los demás aspectos de la vida que también podrían estar siéndolo ahora. ¿Por qué, entonces, no le pones fin a esta situación? Puedes hacerlo. Aquí es como si fueras omnipotente. Tu hermano saltaría de un extremo de este lúgubre lugar al otro con tal de anticiparse al más mínimo de tus deseos. ¡Y elle también!
Era tan grande y pálida y tenía el cabello tan rubio que, con los brazos extendidos, casi parecía una mujer griega invocándole a una deidad. Y sin duda él tenía para ella, con su silencio y su misterio, el aire de una deidad capaz de arrojar dardos inconcebibles y conceder favores inimaginables. A pesar de que todas sus circunstancias hubieran cambiado, eso no lo había hecho, de modo que incluso su inmovilidad aumentaba su misterio. En todo el tiempo que habían pasado juntos, no sólo allí, él siempre había guardado silencio mientras ella hablaba. Los dos días de la semana en que acostumbraba a visitarla, desde el momento en que ella abría la puerta a las siete en punto de la tarde y lo veía con su sombrero hongo, el paraguas cuidadosamente enrollado y los prismáticos de las carreras cruzados en diagonal sobre el pecho, hasta el momento en que, a las diez y media de la mañana siguiente, le cepillaba el sombrero y se lo daba junto con el paraguas, él apenas pronunciaba palabra: tan sólo decía lo necesario para dar la impresión de una taciturnidad absoluta, mientras ella lo entretenía con el flujo incesante de su charla y sus comentarios sobre los cotilleos del Quartier, los colonos franceses en aquella parte de Londres, o las noticias de los periódicos franceses. Él se quedaba sentado en un sillón duro, ligeramente inclinado hacia delante, con unas arruguitas en la comisura de los labios que sugerían una sonrisa infinita e indulgente. En ocasiones, le recomendaba apostar un soberano a algún caballo, o le llevaba un opulento regalo: pesados brazaletes de oro con floridos grabados y engarzados con grandes esmeraldas, pieles suntuosas, caros baúles de viaje para cuando iba a París o viajaba a la costa en otoño. Cosas así. Una vez le compró las obras completas de Victor Hugo encuadernadas en tafilete púrpura y todas las obras que había ilustrado Gustave Doré, en piel verde; otra vez una pezuña de un caballo de carreras, criado en Francia, montado en plata con forma de tintero. En su cuarenta y un cumpleaños —ella nunca supo cómo se las había arreglado para saber que era su cuarenta y un cumpleaños— le había regalado un collar de perlas y la había llevado a un hotel de Brighton regentado por un ex boxeador. Le había pedido que se pusiera las perlas en la cena y que tuviese cuidado con ellas porque tenían un valor de más de quinientas libras. Una vez le preguntó en qué invertía sus ahorros y, cuando le dijo que invertía en rentes viagères francesas, le respondió que él podía asesorarla mejor y, de cuando en cuando, le fue recomendando extraños pero muy provechosos métodos de invertir pequeñas sumas.
De ese modo, gracias a esos regalos que la dejaban boquiabierta por su opulencia y pesadez, había adquirido poco a poco el aspecto de un dios capaz de bendecir —y posiblemente aniquilar— de forma inescrutable. Hasta muchos años después de que él la recogiera por primera vez en Edgeware Road, a la salida del viejo Apollo, ella siguió mirándolo con suspicacia, pues no dejaba de ser un hombre y la naturaleza de los hombres les empuja a tratar a las mujeres de modo traicionero, lujurioso y mezquino. Ahora se tenía por la compañera de un dios, segura y a salvo de los traicioneros golpes de la Fortuna, como si estuviera sentada en una de las águilas jupiterinas junto a su trono. Los Inmortales a veces habían escogido a humanos por compañeros y, siempre que lo habían hecho, el destino de los elegidos había sido dichoso. Ella se sentía uno de ellos.
Ni siquiera cuando sufrió el ataque dejó de sentir aquel poder inconmensurable e inescrutable y no pudo librarse de la convicción de que, de haber querido, habría podido hablar, andar, y realizar los trabajos de un Hércules. Era imposible pensar lo contrario: el vigor de su mirada no había disminuido y seguía siendo la mirada oscura de un hombre orgulloso, vigilante y dominante. Y la misteriosa naturaleza del ataque sólo servía para confirmar su convicción subconsciente. El ataque se había producido de un modo tan poco dramático que, aunque los pomposos, y para ella casi imbéciles, médicos ingleses que le habían atendido, coincidían todos en que debía de haberle sorprendido cuando estaba dormido, ella no había cambiado de opinión. De hecho, incluso cuando su propio médico, Drouant-Rouault, afirmó que aquél era un caso típico de hemiplejia fulminante, su razón aceptó el diagnóstico, pero su intuición inconsciente siguió inconmovible. El doctor Drouant-Rouault era un hombre sensato, eso lo había demostrado al destacar la perfección anatómica de las esculturas de monsieur Casimir-Bar y al reconocer que sólo las conspiraciones de sus rivales habían impedido que no hubiese llegado a ser presidente de la École des Beaux Arts. Era pues un hombre sensato cuya reputación entre los comerciantes franceses del Quartier era muy alta. Ella nunca había necesitado los cuidados de un médico. Pero era evidente que, en caso de necesidad, había que consultar a uno francés y aceptar lo que dijera.
Pero, aunque aceptaba de palabra lo que le decían los demás, no podía convencerse en su intérieur, ni había conseguido esa convicción exterior sin dificultad. Le había indicado, no sólo al doctor DrouantRouault, sino que también le había parecido su deber comunicárselo a los médicos ingleses a quienes de otro modo no les habría hablado, que el hombre que yacía tendido en su cama era un hombre del norte, de Yorkshire, cuyos habitantes son de una tozudez increíble. Les había pedido que tuviesen en cuenta que no era raro que los hermanos y hermanas y otros parientes de una misma familia pasasen decenios viviendo bajo el mismo techo sin dirigirse la palabra, y les había advertido que, después de una larga relación, ella sabía que Mark Tietjens era de una determinación indecible. Por ejemplo, nunca había podido hacerle variar su dieta ni un gramo, ni modificar su sabor con una pizca de pimienta, ni una sola vez en los veinte años en que había cocinado para él. Les imploró a aquellos caballeros que tuviesen en cuenta la posibilidad de que los términos del armisticio fuesen de tal naturaleza que hubiesen hecho que una persona de la determinación e idiosincrasia de Mark decidiera encerrarse en sí mismo para siempre y apartarse de todo contacto humano y que, en caso de que así lo hubiera decidido, nada ni nadie le haría cambiar de opinión. La última palabra que había pronunciado había sido mientras ella hablaba con uno de sus colegas del ministerio que la había telefoneado para pedirle que informase a Mark de los términos del armisticio. Al oír las noticias, que ella había tenido que darle por encima del hombro, había hecho no sé qué observación. En esa época se estaba recobrando de una doble neumonía. Ella no sabría repetir exactamente lo que había dicho, aunque estaba casi segura de que había sido para dar a entender —en inglés— que no volvería a hablar jamás. Sin embargo, era consciente de que su propia vehemencia podría haberle hecho oír lo que no era. Al enterarse de la noticia de que los aliados no tenían intención de perseguir a los alemanes en su propio país ella misma se había sentido tentada de decirle al alto funcionario al otro lado del teléfono que no volvería a dirigirle la palabra a él ni a ningún otro miembro de la raza humana. Fue lo primero que se le pasó por la cabeza y sin duda también lo primero que debió de ocurrírsele a Mark.
Eso les había implorado a los médicos. Casi no le habían hecho ningún caso y ella sabía que muy probablemente se debiera a su ambigua situación como compañera, hasta hacía muy poco sin ninguna garantía legal, de un hombre a quien consideraban incapaz de seguir protegiéndola. No se lo tenía en cuenta, pues estaba en la naturaleza de todos los hombres ingleses. El francés, naturalmente, la había escuchado con deferencia e incluso se había inclinado un poco. Pero había insistido con sorda obstinación: madame debía tener en cuenta que el momento en que se produjo el ataque sólo servía para reafirmar que se trataba de un ataque. Un argumento que para ella, como francesa, debía ser casi incontrovertible. Pues la traición a Francia por sus aliados en el supremo momento del triunfo había sido un crimen que casi hacía deseable el fin del mundo.