Entrar en la plaza era como estar muerto de pronto, así de silenciosa y tranquila le habría parecido a cualquiera que, para llegar, hubiese tenido que abrirse paso a empujones entre una inmensa multitud y que estuviera ensordecido por un incesante griterío. Los gritos habían durado tanto que habían llegado a convertirse en algo persistente e invariable, como la vida. Por lo que el silencio se parecía a la muerte, y ella sintió la muerte en su corazón. Iba a enfrentarse a un loco en una casa despojada, que estaba en una plaza no menos vacía cuyas casas eran tan dieciochescas, grises y rígidas que sólo podían albergar a hombres muertos o locos. ¿Y era ésa su misión? ¿Precisamente hoy, cuando todo el mundo exultaba de alegría? Convertirse en la guardiana de un hombre que se había deshecho de todos sus muebles y no reconocía ni al portero…, ¡exultaba de alegría!
Resultó ser peor de lo que esperaba. Había imaginado que giraría el picaporte de la puerta de una habitación alta y vacía, y que allí, en un espacio oscurecido por las persianas, vería, mirando con suspicacia por encima del hombro, a un tejón gris o a un oso dedicado a sus lúgubres menesteres. Y de uniforme. No obstante, ni siquiera tuvo tiempo de prepararse, en el último momento y de un modo inconcebible, para convertirse en la fría enfermera de un caso de fatiga de combate.
No hubo último momento. Él salió a su encuentro. Al aire libre. Como un león. Llegó, vestido de gris, con el pelo gris, o los mechones grises de su cabello, deslumbrante, corriendo por las escaleras después de cerrar la puerta de la entrada de un portazo. E inclinado hacia un lado. Debajo del brazo llevaba un mueble diminuto. Un bargueño en miniatura.
Fue todo muy rápido. Como si le hubiera dado un ataque. Las casas se tambalearon. Él la miró. Es de suponer que se había parado en seco con paso torpe. Ella no se fijó por culpa del balanceo de las casas. Sus pétreos ojos azules fueron ocupando su lugar en el rostro rígido…, blanco y rosado. Demasiado rosado donde era rosado y demasiado blanco donde era blanco. Demasiado para ser saludable. Llevaba un jersey de punto gris. No le sentaba bien la ropa de punto, ni el gris. Le hacían parecer demasiado grande. Él podía tener un aspecto…, ¡oh, digamos muy buen aspecto!
¿Qué estaba haciendo? Hurgaba en el bolsillo de sus nada elegantes pantalones. Ella se estremeció al oír su voz, ligeramente áspera y entrecortada, cuando exclamó:
—Voy a vender esto… Espérame aquí. —Había sacado una llave. Estaba jadeando a su lado. Subieron las escaleras. Estaba a su lado. A su lado. Era infinitamente triste estar al lado de aquel loco. E infinitamente agradable. Porque, de haber estado cuerdo, no habría podido estar a su lado. Pero si estaba loco podría estarlo mucho tiempo. ¡Tal vez no la hubiera reconocido! Podría pasar mucho tiempo con él sin que la reconociera. ¡Como si cuidara de un bebé!
Estaba apuñalando con furia el ojo de la cerradura con la llave. Lógico y normal. Era uno de esos hombres torpones que apuñalan las cerraduras. No quería que cambiase. Excepto lo de la ropa. Se dijo: «¡Estoy preparándome deliberadamente para vivir con él mucho tiempo! ¡Imagínate!». Luego le preguntó:
—¿Me has mandado llamar?
Él había abierto la puerta jadeante, ¡sus pobres pulmones!, dijo:
—No. —Luego añadió—: ¡Entra! —Y por fin—: Estaba a punto de…
Estaba en su casa. Como un niño… No la había hecho llamar… Como un niño dudando a la entrada de una enorme cueva oscura.
Era muy oscura. Losas de piedra. Paredes rojo pompeya con marcas rosadas donde habían estado los muebles. ¿Era allí donde iba a vivir?
Él dijo jadeando a su espalda:
—¡Espera aquí! —Cuando se apartó de la puerta entró un poco más de luz en el vestíbulo.
Estaba bajando las escaleras. Calzaba unas botas inmensas. Estaba inclinado a un lado por culpa del mueble que llevaba bajo el brazo. En realidad era grotesco. Pero, cuando andabas a su lado, la felicidad irradiaba de su jersey de punto. Se desbordaba, te envolvía… Como el calor de un radiador eléctrico, sólo que el radiador no te daba ganas de llorar y rezar tus oraciones…, estúpido estirado.
No, no era estirado. ¡Pues torpe! No, tampoco era torpe… No podía correr detrás de él. Era una mancha brillante con las orejas rojas y el cabello plateado. Brincaba torpemente junto a las verjas que había delante de las casas dieciochescas. Él también era dieciochesco… Pero el siglo XVIII nunca enloqueció. Fue él único siglo que no enloqueció. Hasta la Revolución francesa; y eso no fue locura, o no fue dieciochesca.
Avanzó indecisa hacia las sombras, volvió indecisa a la luz… Se oía un sonido largo y hueco: el mar que decía: ¡Oh, oh…!, a lo largo de kilómetros y kilómetros. Era el armisticio. El día del armisticio. Lo había olvidado. ¡Iba a pasarse enclaustrada el día del armisticio! ¡Ah, enclaustrada no! ¡Y menos allí! ¡Mi amado es mío y yo soy suya! [196] ¡De todos modos podía cerrar la puerta!
Cerró la puerta con tanta delicadeza como si estuviera besándole en los labios. Era un símbolo. Era el día del armisticio. Debería marcharse y, en lugar de hacerlo, había cerrado la puerta el día del… ¡El día del armisticio! ¡Cómo se sentía al notarse… cambiada!
¡No! ¡No debería marcharse! ¡No debería marcharse! ¡No! Le había dicho que esperase. No estaba enclaustrada. Aquél era el lugar más emocionante del mundo. Su destino no era llevar una vida monjil. Iba a pasar el día con un loco, y la noche también… ¡La noche del armisticio! Esa noche la recordarían innumerables generaciones. Mientras viviera alguien que la hubiese vivido, se preguntaría: «¿Qué hiciste la noche del armisticio?». ¡Mi amado es mío y yo soy suya!
Las grandes escaleras de piedra no tenían alfombra, subir por ellas sería como participar en una procesión. El vestíbulo quedaba enfrente de la puerta principal. Había que torcer a la derecha antes de llegar a la entrada de una habitación. Era una disposición un poco rara. Tal vez al siglo XVIII le dieran miedo las corrientes de aire y no le gustase tener la puerta del comedor cerca de la puerta de entrada… Mi amado es… ¿Por qué repetía eso tan ridículo? Además, era de la canción de Salomón, ¿no? ¡Del Cantar de los Cantares! Entonces, era una blasfemia citarlo cuando… No, la esencia de la oración es la voluntad, igual que lo es la esencia de la blasfemia. No quería citar aquello. Le había venido a la memoria por puro nerviosismo. Estaba asustada. Estaba esperando a un loco en una casa vacía. ¡Se oían ruidos que susurraban en la escalera!
Era como Fátima. Abrió la puerta de la habitación. Podía asesinarla. La locura inducida por las obsesiones sexuales suele ser homicida… «¿Qué hiciste la noche del armisticio? ¡Me asesinaron en una casa vacía!» Pues, sin duda, la dejaría vivir hasta medianoche.
Aunque tal vez no tuviera obsesiones sexuales. A ella no le constaba que las tuviera, ¡más bien lo contrario! Ciertamente más bien lo contrario. Siempre había sido un caballero.
¡Habían dejado el teléfono! Las persianas estaban echadas como es debido, pero el níquel brillaba sobre el mármol blanco a la tenue luz que se colaba por las rendijas. La repisa de la chimenea. Puro mármol de Paros, la repisa se sostenía sobre unas cabezas de carnero. Resultaba singularmente casta. Los techos y las molduras rectilíneas guardaban una intrincada simetría. También resultaban castas. Dieciochescas. Aunque el siglo XVIII no fue casto… Él sí era dieciochesco.
Debería telefonear a su madre para informar a la desaliñada eminencia vestida de negro con cintas violeta aquí y allá del grave paso que su hija iba a…
¿Qué iba a hacer su hija?
Debería salir corriendo de la casa vacía. Debería estar temblando de terror sólo de pensar que él no tardaría en volver para asesinarla. Pero no lo estaba haciendo. ¿Qué hacía? ¿Temblar de satisfacción? Muy probablemente. De pensar que él no tardaría en volver. Si la asesinaba… ¡Era inevitable! En cualquier caso, estaba temblando de satisfacción. Tenía que telefonear a su madre. Tal vez quisiera saber dónde estaba. Pero su madre nunca quería saberlo. Estaba demasiado alterada emocionalmente para preocuparse… ¡Imagínate!
De todos modos, en un día así, su madre podría preguntarse por su paradero. Deberían compartir su alegría porque su hermano estuviese definitivamente a salvo. Igual que los demás. Por lo general, a su madre le irritaba que la llamara. Estaría trabajando. Era impresionante verla trabajar. Tal vez no volviera a hacerlo. Qué barullo de papeles. En una pequeña habitación. Muy pequeña. Nunca trabajaba en una habitación mayor porque sentía la tentación de pasear y no podía perder el tiempo.
Ahora estaba escribiendo dos libros a la vez. Una novela… Valentine no sabía de qué trataba. Su madre nunca le contaba de qué trataban sus novelas hasta que estaban acabadas. Y una historia de las mujeres en la guerra. Una historia para mujeres escrita por una mujer. Ahora estaría sentada a una mesa enorme que apenas dejaba sitio en la habitación. Gris, grande, cansada y con rasgos generosos, estaría husmeando en un mazo de papeles a un extremo de la mesa o dejando los papeles de la novela; se le habrían caído los quevedos y estaría empujando la mesa contra la pared para leer las hojas de la historia de las mujeres que estaban esparcidas por ahí. Trabajaba diez, o veinticinco minutos, o una hora en una cosa y luego una hora y media, o media hora o tres cuartos en la otra. ¡Menudo lío debía de tener su madre en su vieja cabeza!
Descolgó el teléfono con cierto temor. Tenía que hacerlo. No podía irse a vivir con Christopher Tietjens sin antes decírselo a su madre. Debía darle la ocasión de disuadirla. Dicen que hay que darles a los enamorados la oportunidad de una escena final antes de dejarlos para siempre. Y aún más a una madre. Era lo decente.
¡Quebrantaría la palabra prometida al oído, al teléfono…! [197] ¿Sería blasfemia citar a Shakespeare cuando una iba…? Tal vez de mal gusto. Shakespeare, no obstante, no era inmaculado. Eso decían… ¡Esperar! ¡Esperar! ¿Qué parte de la vida se pasa una esperando mientras su peso aplasta los talones contra el suelo…? Pero aquel trasto estaba mudo. Del auricular no salía ningún rugido y, cuando subías y bajabas la palanca de al lado, no sonaba ninguna campana… Probablemente lo habrían desconectado. Quizá le hubiesen cortado la línea por falta de pago. O lo hubiera desconectado él para que no pudiera llamar a la policía mientras la estrangulaba. El caso es que no había línea. Estarían desconectados del mundo en la noche del armisticio. Bueno, tal vez fuese lo mejor…
Qué absurdo. Él no sabía que iba a ir a verlo. No la había mandado llamar.
Así que, despacio, despacio, subió por la gran escalera de piedra, los ruidos susurraban delante de ella… «Así que, despacio, despacio subió y despacio miró a su alrededor. Ten cuidado…» [198] Bueno, no necesitaba tener cuidado, a ella no iba a pasarle como a Barbara Allen. ¡Al contrario!
No la había mandado llamar. No le había pedido a Edith Ethel que la llamara. Entonces debería sentirse humillada. ¡Y, sin embargo, no era así! De hecho, era lógico. Era bastante evidente que estaba loco, corriendo de ese modo, con muebles debajo del brazo y sin un sombrero que le cubriera el notable cabello. ¡Notable! Eso es lo que era. ¡Una nunca lo pasaría por alto entre una multitud…! Se había deshecho de todos los muebles, tal como había dicho Edith Ethel. Y era muy probable que tampoco hubiera reconocido al portero. Ella lo había visto ir a vender sus muebles. ¡Como un loco! Corriendo. Uno no corre cuando vende sus muebles, si está cuerdo. Tal vez Edith Ethel lo hubiera visto corriendo por ahí con una mesa en la cabeza. ¡Ni siquiera estaba segura de que la hubiese reconocido a ella!
Así que Edith Ethel podría haber estado casi justificada al telefonearla. De otro modo habría sido una ofensa, teniendo en cuenta los términos en que se separaron. ¡Y que Edith Ethel la había acusado de haber tenido un hijo con aquel hombre! Era difícil de justificar aunque si lo hubiera visto corriendo por la plaza cargado de muebles y nadie más podía ayudarle… Debería haber enviado a la rata de su marido. ¡No tenía excusa!
Aun así, Valentine no podría haber actuado de otro modo. Así que no había razón para que se sintiera humillada. Aunque no sintiera por aquel hombre lo que sentía, habría ido a verlo y, si lo hubiese encontrado muy mal, se habría quedado.
¡No la había mandado llamar!, ¡el hombre que le había hecho proposiciones amorosas y luego se había ido sin decir una palabra y no le había enviado ni siquiera una postal! ¡Torpe! ¡Estirado! ¿Había otra forma de llamarlo? No. Entonces sí que tendría que sentirse humillada. Pero no lo hacía.
Al subir por las grandes escaleras y entrar en la habitación sintió miedo. Era una habitación muy grande. Estaba pintada de blanco, nuevamente con las manchas que los muebles desaparecidos habían dejado en las paredes. Al otro lado de la calle había más casas de aspecto dieciochesco, con un toque de alegría en las caperuzas rojas de las chimeneas… Con el corazón en un puño, se sintió como si le estuviese espiando. Tenía mucho miedo. Aquella habitación estaba habitada. Alguien había acampado allí como si estuviese en el frente… Había una cama de campaña como las que usan los oficiales, GS. Y utensilios de lona verde sujetos con tablones de madera blanca: una silla, un cubo con un asa de cuerda, un lavabo, una mesa. La cama estaba cubierta con un saco de dormir de lana marrón. Tenía mucho miedo. Cuanto más entraba en la casa más a su merced se ponía. Tendría que haberse quedado abajo. Era como si le estuviese espiando.
Todas aquellas cosas tenían un aspecto terriblemente sórdido y desolado. ¿Por qué las habría puesto en el centro de la habitación? ¿Por qué no contra la pared? Lo normal cuando no hay dónde apoyar la almohada es colocar la cabecera de la cama contra la pared. Así no se cae. Ella se lo cambiaría… No, no. Había puesto la cama en el centro porque no quería que tocase las paredes que habían rozado los vestidos de… ¡No debes pensar mal de esa mujer!
Tenían un aspecto sórdido y desolado. Frugal. ¡Y glorioso! Se agachó, dobló el saco de dormir y besó la almohada. Le compraría una almohada de hilo. Ahora se podría conseguir ropa de hilo. La guerra había terminado. ¡En todo el frente, los hombres podrían estar de pie!
En un extremo de la habitación había un estrado. Una tarima de madera cuadrada, como las que tienen los artistas en sus estudios. Era de suponer que ella no recibiese a sus invitados sobre un estrado, como los reyes. Era capaz… No debes… Quizá fuese para un piano. Tal vez diese conciertos. Ahora servía de biblioteca. Había una hilera de libros encuadernados en piel apoyada contra la pared al fondo de la tarima. Se acercó a ver qué libros había elegido. Debían de ser los libros que había leído en Francia. Si pudiera saber qué libros había leído en Francia sabría en qué había estado pensando. Sabía que dormía entre sábanas baratas de algodón.
Frugal y glorioso. ¡Así era él! Y había diseñado aquella habitación para amarla. Era la habitación que ella habría elegido… Los muebles… Alceste nunca tuvo… Ella, Valentine Wannop, también era frugal. Y sentía adoración por él. Reflejaba su gloria… Maldita sea, se estaba poniendo sensiblera. Aun así, era curioso lo mucho que se parecían sus gustos. No había sido ni torpe ni estirado. Le había hecho un verdadero cumplido. Se había dicho: «Su imaginación funciona tan a la par con la mía que lo comprenderá».
Los libros ciertamente eran una mezcla curiosa. Los bordes corrían a lo largo de la pared como una escarpada cadena montañosa: uno era una edición en folio encuadernada en piel con el título profundamente grabado. Los demás eran novelas francesas y manuales militares. Se agachó junto al estrado para leer el título del más alto. Imaginaba que serían los poemas de Herbert o su El párroco rural… Él debería ser un párroco rural. Ahora nunca lo sería. Estaba privando a la Iglesia de… En realidad de un brillante matemático. El título del libro era Vir. Obscur. [199]
¿Por qué daba por sentado que iban a vivir juntos? Él no le había comunicado oficialmente que quisiera hacerlo. Pero querían HABLAR. Y no podrían hablar si no vivían juntos. Su mirada viajó a lo largo del estrado y recayó sobre unas palabras escritas en un papel. Destacaban entre media docena desordenada de páginas mecanografiadas, estaban escritas a lápiz con letra grande y firme. Destacaban porque estaban escritas a lápiz, decían:
«¡Se podría estar de pie en lo alto de una maldita colina!».
El corazón le dio un vuelco. Debía de estar enferma. No se tenía derecha, pero no había donde apoyarse. Había leído también —aunque no era consciente de haberlo hecho— las palabras mecanografiadas:
«La señora Tietjens le deja el bargueño en miniatura de Barker de Bath en el que, según tiene entendido, está usted interesado…».
Desesperada, apartó la vista de la carta. No quería leerla. Se había quedado paralizada. Se sintió morir. La alegría no mata… Aunque… fait peur. Asusta. ¡Asusta! ¡Asusta! ¡Asusta! Ahora nada se interponía entre los dos. Era como si estuviesen el uno en brazos del otro. Pues, sin duda, el resto de la carta debía de decir que la señora Tietjens se había llevado los muebles. Y su comentario —que sorprendentemente había repetido las palabras que acababa de pensar ella— significaba que ahora podría estar de pie. Pero no tenía nada de sorprendente. Mi amado es mío… Sus pensamientos iban a la par, no tenía nada de sorprendente. Ahora podrían estar juntos de pie en lo alto de una colina. O meterse en un agujero. Para siempre. Y hablar. Eternamente. No debía leer el resto de la carta. No quería estar segura. Si lo estuviese no tendría la menor esperanza de conservar su… De seguir…, asustada e incapaz de moverse. Estaría perdida. Miró implorante por la ventana las fachadas de las casas al otro lado de la calle. Parecían amistosas. La ayudarían. Dieciochescas. Cínicas, pero no perversas. Se puso en pie. Podía moverse. No había sufrido un ataque.
Idiota. Era sólo el teléfono. Sonaba y sonaba. Riiiiing, riiiing, riiiiing. Sonaba debajo de sus pies. No, debajo del estrado. El auricular estaba en el estrado. No se había dado cuenta porque pensaba que estaba mudo. ¿Quién repara en un teléfono mudo?
Como si le estuviese hablando a él al oído, hasta ese punto estaba imbuida de su presencia, preguntó:
—¿Quién es usted?
Uno no debería responder a todas las llamadas telefónicas, pero lo hace de manera automática. No debería haber respondido a ésta. Estaba en una situación comprometida. Podrían reconocer su voz. Que la reconociesen. ¡Quería que todos supieran que estaba en una situación comprometida! ¡Qué hiciste el día del armisticio!
Una voz pesada y anciana dijo:
—Estás ahí, Valentine…
Ella exclamó:
—¡Oh, pobre madre…! Pero él no está aquí. —Añadió—: No ha estado conmigo. Todavía le estoy esperando. —Y aún añadió—: ¡La casa está vacía! —Tenía la sensación de estar siendo sigilosa y de que la casa murmuraba a su alrededor. Era como si le susurrase a su madre para salvarla y no quisiera que la casa la oyera. La casa era dieciochesca. Cínica. Pero no perversa. Quería su ruina, pero sabía que a las mujeres les gusta… buscarse la ruina.
Su madre dijo, después de un buen rato:
—¿Tienes que hacer esto…? Mi pequeña Valentine… ¡Mi pequeña Valentine! —No estaba llorando.
Valentine respondió:
—¡Sí! —Sollozó. De pronto dejó de sollozar y exclamó atropelladamente—: Escucha, mamá. Todavía no he hablado con él. Ni siquiera sé si está cuerdo. Es como si estuviera loco. —Quería darle esperanzas a su madre. Cuanto antes. Había hablado tan deprisa para darle esperanzas lo antes posible. Pero añadió—: Creo que me moriré si no puedo vivir con él. —Lo dijo muy despacio. Como una niña pequeña tratando de convencer a su madre. Añadió—: He esperado demasiado. Todos estos años. —No sabía que pudiera adoptar un tono de voz tan desconsolado. Le pareció ver a su madre mirando a lo lejos con cada frase que le decía, pensativa. Anciana y gris. Y amable y majestuosa… La voz de su madre dijo:
—A veces lo sospechaba… Mi pobre niña… ¿Hace mucho tiempo? —Las dos guardaron silencio. Pensando. Su madre preguntó—: ¿No hay ninguna salida más práctica? —Meditó un buen rato—. Supongo que debes de haberlo pensado. Sé que eres lista y buena. —Se oyó una especie de frufrú—. Pero estos tiempos no son para mí. Me alegraría si hubiese una salida. Si pudieseis esperar. O tal vez encontrar un procedimiento legal…
Valentine respondió:
—¡Oh, mamá, no llores…! ¡No puedo…! Volveré… Volveré contigo si me lo ordenas. —Con cada frase su cuerpo se estremecía como con una ola. Pensaba que eso sólo ocurría en los escenarios. Sus ojos le dijeron: Estimado señor:
Nuestra cliente, la señora Tietjens de Groby en Cleveland…
Dijeron:
Después de lo sucedido en el campamento base en…
Dijeron:
Considera inútil…
Estaba mortificada por lo que pudiera responder su madre. El teléfono tarareaba en mi bemol. Pasaba al si. Luego volvía al mi bemol. Sus ojos le dijeron:
Propone mudarse a Groby cuando se presente la ocasión… en gruesas letras mecanografiadas. Gritó angustiada:
—Mamá. Ordéname que vuelva a tu lado o será demasiado tarde…
Había bajado inconscientemente la mirada…, como hace uno cuando está al teléfono. ¡Si volvía a bajarla y leía hasta el final la frase que contenía las palabras «es inútil» sería demasiado tarde! ¡Sabría que su mujer lo había abandonado!
La voz de su madre llegó, convertida por medio de aquel instrumento en la voz de una máquina del destino:
—No, no puedo. Estoy pensando. —Valentine puso el pie en el estrado. Al mirar hacia abajo vio que había tapado la carta. Dio gracias a Dios. La voz de su madre dijo—: Dices que te morirías sin él, así que no puedo ordenarte que vuelvas. —Valentine sintió cómo su mentalidad victoriana avanzada buscaba desesperadamente el alegato adecuado…, cualquier alegato que pudiese emplear sin dar la impresión de estar ejerciendo la autoridad materna. Empezó a hablar como un libro, un augusto libro victoriano, la Vida de Gladstone de Morley. Era razonable: ella escribía libros así.
Le dijo que ambos eran de buena familia. Si sus conciencias les permitían actuar de ese modo, lo más probable es que estuviesen haciendo lo correcto. Pero les rogó, en nombre de Dios, que se asegurasen de que sus conciencias les empujaban a actuar así. ¡Tenía que hablar como un libro!
Valentine respondió:
—No tiene nada que ver con la conciencia. —Sonaba un poco brutal. Su imaginación trató de buscar una cita. No logró encontrarla. Las citas rebajan la tensión. Dijo—: «¡A uno le empuja el ciego destino! (¡Así que una cita griega!). Como a una víctima en el altar. Tengo miedo, pero accedo…». —¡Probablemente de Eurípides, casi seguro del Alceste! [200] Si hubiese sido un autor latino, habría recordado la frase en latín. Cuando estaba con su madre, siempre acababa hablando de forma libresca. Su madre hablaba así y ella también. No les quedaba otro remedio, de lo contrario se pondrían a gritar… Pero eran damas inglesas. De hábitos eruditos. Era horrible. Su madre dijo:
—Probablemente eso sea lo mismo que la conciencia…, ¡la conciencia de la estirpe! —No podía insistirles en la locura de lo que pensaban hacer. Había conocido demasiadas uniones irregulares dignas de emulación y demasiadas uniones regulares que ofrecían un triste ejemplo y contribuían a acabar con la moral… Era valerosa. No podía remontarse a las enseñanzas de toda una vida. Quería hacerlo. ¡Desesperadamente! Valentine sentía la tensión casi física de su cansado cerebro. Pero no podía retractarse. ¡No era Cranmer! [201] Ni siquiera era Juana de Arco. Así que siguió repitiendo—: Sólo te pido y te ruego que te asegures de que no vivir con ese hombre te causará la muerte o un grave daño espiritual. Si crees que puedes vivir sin él o esperarle, si crees que hay alguna esperanza de una unión posterior sin que te produzca un grave daño espiritual te ruego y te pido que… —No fue capaz de terminar la frase… ¡Estaba bien eso de comportarse con dignidad en el momento más crucial de tu vida! Muy correcto y apropiado. Justificaba tu vida filosófica previa. Y era astuto. ¡Astuto! De momento, dijo—: ¡Mi niña, mi niñita! Has sacrificado toda tu vida por mí y mis enseñanzas. ¿Cómo voy a pedirte ahora que te prives de su beneficio? —Añadió—: ¡No puedo persuadirte de que actúes de un modo que podría suponer tu infelicidad…! —¡Aquel «puedo» era como una llama agónica!
Valentine se estremeció. Era una presión cruel. Su madre, sin duda, estaba cumpliendo con su deber, pero era una presión cruel. Hacía mucho frío. Noviembre es un mes frío. Se oyeron pasos en las escaleras. Se puso a temblar.
—¡Oh, ya viene! ¡Ya viene! —gritó. Quiso decir: «¡Sálvame!». Dijo: «¡No te vayas! ¡No… No te vayas!». ¿Qué le hacen a una los hombres a los que ama? Los locos. Llevaba un saco. Fue lo primero que vio cuando abrió la puerta. Sólo tuvo que empujarla un poco, pues ya estaba entreabierta. Un loco con un saco es algo terrible. Y más en una casa vacía. Soltó el saco sobre el hogar. Tenía carbonilla en la sien derecha. Era un saco muy pesado. Barbazul habría llevado en él el cadáver de su primera mujer. Borrow [202] asegura que los gitanos dicen: «¡Nunca confíes en un joven de cabello gris!». Él sólo tenía gris la mitad del cabello y sólo era joven a medias. Estaba jadeando. Debería dejar de cargar con sacos pesados. Boqueaba como un pez. Una carpa enorme e inmóvil que flotara en un tanque de agua.
Dijo:
—Supongo que querrás salir. Pero, si no te apetece, encenderemos un fuego. No podemos quedarnos aquí sin un buen fuego.
En ese mismo momento su madre dijo:
—Si es Christopher, quiero hablar con él.
Ella respondió apartando el teléfono:
—Sí, salgamos. ¡Oh, oh, oh! Salgamos… El armisticio… Mi madre quiere hablar contigo. —De pronto se sintió como una dependienta cockney. Una costurera vestida con una imitación del uniforme de exploradora. «Temerosa de los caballeros, querida.» ¡Sin duda una podría defenderse de una carpa gigantesca! Podría derribarlo por encima del hombro. Sabía suficiente Ju Jitsu para hacerlo. Claro que una persona pequeña, por mucho Ju Jitsu que sepa, no puede vencer a un gigante si está prevenido. Pero sí, si no se lo espera.
La sujetó por la muñeca izquierda con la mano derecha. Había nadado hasta ella y había cogido el teléfono con la izquierda. Uno de los cristales de las ventanas era tan viejo que estaba abombado y tenía un tono purpúreo. Había otro. Había varios. Pero el primero era el más purpúreo de todos. Exclamó:
—¡Al habla Christopher Tietjens! —No se le ocurrió nada más sofisticado que decir… ¡un gigantón torpe! Sintió la mano fría sobre la muñeca. Ella estaba tranquila y colmada de felicidad. No había otra palabra. Como si acabara de salir de un baño de cálido néctar y chorreara felicidad. El contacto con él la había tranquilizado y cubierto de felicidad.
Le soltó la muñeca muy despacio. ¡Para dar a entender que era una caricia! ¡Su primera caricia!
Antes de entregarle el teléfono ella le había dicho a su madre: «Él no sabe que… ¡Ten en cuenta que él no lo sabe!».
Se fue al otro extremo de la habitación y se quedó mirándolo.
Él oyó cómo el teléfono decía desde sus negras profundidades:
—¿Cómo estás, querido muchacho? Por fin estás a salvo. —Le produjo una sensación desagradable. Era la madre de la joven a quien pretendía seducir. Porque eso era lo que pretendía. Respondió:
—Estoy bien. Un poco débil. Acabo de salir del hospital. Hace cuatro días. —Ya no volvería a aquel maldito circo. Tenía la solicitud de desmovilización en el bolsillo. La voz dijo:
—Valentine cree que estás muy enfermo. Muy, muy enfermo. Por eso ha ido a verte. —O sea que no había ido porque… Pero, claro, no era propio de ella. Sin embargo, ¡tal vez quisiera que pasaran juntos el día del armisticio! ¡Eso sí era posible! Lo invadió una sensación de desánimo. Decepción. Estaba muy verde. ¡Ese viejo demonio de Campion! Aun así no debería estar tan verde. Estaba diciendo con deferencia:
—Oh, fue más mental que físico. Aunque también tuve neumonía. —Siguió contándole que el general Campion le había puesto al mando de las escoltas de los prisioneros alemanes en las líneas de varios ejércitos. Había estado a punto de volverse loco. No podía soportar ser un maldito carcelero. ¡Otra vez…! ¡Otra vez…!, volvió a ver las figuras grises y espectrales que le habían acompañado en esos últimos días. La imagen le llenaba de desazón en los momentos más extraños…, en los más extraños; sin venir a cuento, vio flotando delante de sus ojos la imagen, el paisaje de formas grises. A miles, sentados en cubos del revés, con latas de manteca en las que comían en el suelo, sujetando periódicos que no eran verdaderos periódicos: días grises. Todos le rodeaban. Y él era su carcelero. Dijo—: ¡Un trabajo repugnante!
La voz de la señora Wannop repuso:
—¡Lo importante es que sigues vivo y has podido volver con nosotros!
Él replicó:
—A veces desearía que no fuese así. —Le sorprendió haber dicho eso y la amargura de su voz. Añadió—: Claro que no hablo con la cabeza fría. —Y, nuevamente, le sorprendió la deferencia de su tono. De hecho estaba inclinado, como si hablara con una dama anciana y muy distinguida que estuviese sentada. Se incorporó. Le pareció una vulgar hipocresía inclinarse ante una dama anciana cuando albergaba aquellos planes para su hija. Su voz dijo:
—Mi querido muchacho…, casi es como si fueras hijo mío…
El pánico le dominó. No había duda respecto a su tono. Se volvió para mirar a Valentine. Tenía juntas las manos como si las estuviera retorciendo. Ella le dijo, mientras recorría penosamente su rostro con la mirada:
—Sé amable con ella. Sé amable con ella…
Entonces alguien había revelado su… ¡no podía llamarse intimidad!
Nunca le había gustado su uniforme de exploradora. La prefería con un jersey blanco y una falda corta de color pardo. Se había quitado el sombrero…, el sombrero de vaquera. Se había cortado el pelo. Su pelo rubio.
La señora Wannop dijo:
—Debo tener en cuenta que nos has salvado. Hoy debo tener en cuenta que nos has salvado… Y todo lo que has sufrido. —Su voz sonaba melancólica, lenta y noble.
Unas reverberaciones huecas y ruidosas llenaron la casa. Dijo:
—No es nada. Ya pasó. No tiene por qué preocuparse.
Por lo visto, ella oyó las reverberaciones. Preguntó:
—No te oigo. Es como si tronara.
Fuera volvió a hacerse el silencio. Él repitió:
—Le estaba diciendo que no se preocupe por mis sufrimientos.
Ella inquirió:
—¿No podéis esperar? ¿Ella y tú? ¿No hay una…? —Las reverberaciones volvieron a empezar. Cuando pudo volver a oírla, le estaba diciendo—:… ha tenido que contar con que algo así le ocurriera a su hija. De nada sirve luchar contra las tendencias de la edad. Pero tenía la esperanza de que…
La aldaba de abajo sonó secamente tres veces, pero el eco prolongó el sonido. Le dijo a Valentine:
—Suena como la llamada de un borracho. La mitad de la población debe de estar borracha. Si vuelven a llamar, baja y échalos.
Ella respondió:
—Bajaré de todos modos, antes de que vuelvan a llamar.
Antes de salir de la habitación le oyó decir —no pudo resistirse a oír el final de la frase, tenía que sacar todo lo que pudiera de aquella tensa conversación entre su madre y su amante. Y a la vez tenía que marcharse para no volverse loca. De nada servía decirse que tenía la cabeza sobre los hombros. No era así. Le daba la impresión de tener dentro dos bolas de hilo con dos extremos. Su madre tiraba de una y él de la otra…—. Le oyó decir: «No lo sé. Tengo una desesperante necesidad de hablar. ¡Llevo dos años sin hablar con nadie!». ¡Oh, qué hombre tan adorable! Le oyó seguir, más animado: «Eso es lo más desesperante. Se lo aseguro. Le pondré un ejemplo. Trasladé a un chico. Bajo fuego de fusilería. Le dieron en el ojo. Si lo hubiese dejado donde estaba no le habrían dado en el ojo. Entonces pensé que se ahogaría, pero luego comprobé que el nivel del agua nunca sube demasiado. Así que soy el responsable de que perdiera el ojo. Es una especie de monomanía. Ya ve que estoy hablando de eso. Es recurrente. Me pasa continuamente. Y sobrellevarlo en total soledad…».
Ahora, mientras bajaba por las grandes escaleras, ya no tuvo miedo. Susurraban, pero ella era como una plácida Fátima. Era la hermana Anne, y también un hermano. Su peor enemigo era el miedo. No debía tener miedo. Él la había rescatado del miedo. Para refugiarse de los remordimientos sobre el ojo de un chico hay que acudir a una mujer.
Su interior se removió. ¡Había estado bajo el fuego! Podía no haber estado nunca allí, como un tejón gris, un tierno tejón gris, inclinado y sosteniendo el teléfono. Explicando las cosas con cuidado y ternura. Era encantador cómo hablaba con su madre, era delicioso que estuviesen allí los tres. Aunque su madre los separaría. Si le estaba hablando a él como le había hablado a ella, estaría recurriendo al único modo de separarlos.
Era imposible saberlo. Le había oído decir que estaba bastante bien… ¡Gracias a Dios…! Un poco débil… ¡Ah, dame la oportunidad de cuidarlo! Acababa de salir del hospital. Hacía cuatro días. Había tenido neumonía, pero había sido más mental que físico…
¡Ah!, lo más terrible de la guerra era que el sufrimiento había sido más mental que físico. Y no se habían parado a pensarlo… Había estado bajo el fuego. Siempre se lo había imaginado en una base, pensando. Si lo hubieran matado no habría sido tan terrible para él. Pero ahora había vuelto con sus obsesiones y sus preocupaciones… Y necesitaba a su mujer. ¡Y su madre le estaba obligando a apartarse de ella! Y eso era lo terrible. Había sufrido una tortura mental y ahora estaban utilizando su compasión para obligarle a abstenerse de la mujer que podría curarle.
Hasta ese momento, ella había concebido la guerra como una tortura exclusivamente física: ahora la veía sólo como una tortura mental. Kilómetros y kilómetros de angustia en espíritus ensombrecidos. Eso perduraba. Se podía estar de pie en lo alto de una colina, pero la tortura mental no podía eliminarse.
Bajó corriendo los escalones que le quedaban y forcejeó con los cerrojos de la puerta principal. Lo hizo con torpeza. Estaba pensando en la conversación que temía que siguiera celebrándose. Tenía que hacer que cesaran aquellos golpes. La aldaba se había interrumpido lo justo para que se desesperase un hombre impaciente que estuviese llamando a una puerta. Su madre era demasiado astuta para ellos. Tenía la astucia que hace fingir a la hembra del ganso salvaje que tiene un ala rota para apartarte de sus crías. ¡AMOR PATERNO lo llama Gilbert White! Pues, por supuesto, jamás podría posar sus labios sobre los de ella si pensaba en aquella astuta y adorable eminencia gris sentada en casa temblorosa… ¡Pero lo haría!
Encontró la palanca que abría la puerta…, la tercera que probó de entre varios tiradores incomprensibles y recién pintados con más de un siglo de antigüedad. La puerta se abrió justo antes de que se produjera otro sonido frustrado. Un hombre estuvo a punto de caer sobre ella arrastrado por la aldaba a la que estaba agarrado… Había salvado sus pensamientos. Sin la interrupción de la aldaba podría darse cuenta de que el truco de su madre era pura astucia. Los grandes victorianos eran muy astutos… ¡Oh, pobre madre!
Un hombre horrible de uniforme la miró de forma odiosa con unos ojos negros, vacíos y penetrantes que destacaban en su rostro abatido. Dijo:
—Tengo que ver a ese tipo, Tietjens. ¡Usted no es Tietjens! —Como si la estuviese engañando—. Es urgente. —Añadió—: A propósito de un soneto. Me echaron del ejército ayer. Por su culpa. Y la de Campion. ¡El amante de su mujer!
Ella respondió con brusquedad:
—Está ocupado. Ahora no puede verle. Si quiere tendrá usted que esperar. —Le horrorizó que Tietjens hubiese tenido algo que ver con un tipo tan grosero. Iba sin afeitar, sucio. Y estaba lleno de odio. Alzó la voz para decir:
—Soy McKechnie. El capitán McKechnie del Noveno. ¡Premio del Vicerrectorado! ¡Uno de los viejos compadres! —Añadió—: ¡Tietjens se coló en los viejos compadres!
Ella sintió el desprecio de la hija del erudito por el premiado; sintió que Apolo en presencia de Admeto no era nada comparado con el asco que le producía imaginar a Tietjens entre un grupo de seres así.
Dijo:
—No tiene usted por qué gritar. Puede pasar y esperarle.
Tenía que asegurarse a toda costa de que Tietjens pudiera concluir la conversación con su madre sin interrupciones. Condujo a aquel tipo a un rincón del vestíbulo. Una especie de emanación inalámbrica parecía conectarla con la conversación del piso de arriba. Sentía cómo continuaba, a través de la pared de arriba, en diagonal y luego a través del techo en ondas perpendiculares. Era como si obrase algún efecto en su cabeza, como unas ondas que agitasen su imaginación.
Abrió las persianas de la habitación vacía que había a la derecha. No quería estar a solas en la oscuridad con un hombre tan lleno de odio. No se atrevió a ir a llamar a Tietjens. Debía impedir a toda costa que le molestaran. No era justo llamar astucia a lo que hacía su madre. Era instinto, inculcado en su pecho por el Todopoderoso, como suele decirse… Aun así, ¡era un instinto de principios de la era victoriana! Y por tanto muy astuto.
Aquel hombre odioso rezongó:
—Ya veo que le han engañado. Eso es lo que pasa cuando uno vende su mujer a los generales. Para conseguir ascensos. Son muy astutos. Pero se pasó de listo. Campion le traicionó. Aunque Campion también se pasó de listo…
Ella estaba mirando por la ventana, al otro lado de la plaza. La luz era agradable. Cuando había luz se podía respirar hondo… ¡Un instinto de principios de la era victoriana…! Los victorianos posteriores tuvieron que aflojar las riendas. Su madre, para ponerse al día, había tenido que admitir la virtud de las «uniones irregulares». Siempre que fuesen elevadas. Pero los espíritus elevados no consuman uniones irregulares. Todos sus libros describían a elevadas criaturas que contraían uniones irregulares espirituales o amistosas, pero nunca las llevaban a su conclusión necesaria. Éticamente habrían sido libres de hacerlo, pero no lo hacían. Corrían con la liebre ética, pero perseguidos por los sabuesos eclesiásticos… ¡Y, por supuesto, no podía ir contra sus principios sólo porque se tratase de su hija!
Le dijo a aquel tipo:
—¿Disculpe?
Él había estado diciendo:
—Se creen muy astutos. ¡Pero se pasan de listos! —A ella la cabeza le daba vueltas. No sabía de qué le hablaba. Oía las palabras, pero no comprendía su significado. Estaba sumida en la contemplación del pensamiento de principios de la era victoriana. Recordó la larga…, llamémoslo, liaison de Edith Ethel Duchemin con el pequeño Vincent Macmaster. A Edith Ethel, envuelta en crepé opaco, deslizándose como una viuda junto a esa misma verja que había al otro lado de la plaza, camino de sus elevados adulterios, entre el aplauso susurrante de la Inglaterra victoriana. ¡Tan recta y circunspecta…! Tenía que dominar sus pensamientos… En fin, había sido muy paciente. El hombre dijo muy angustiado—: Mi sucio e inmundo tío, Vincent Macmaster. ¡Sir Vincent Macmaster! Y ese Tietjens. Están todos confabulados contra mí… Y también Campion… Pero se ha pasado de listo… Un hombre entró en el dormitorio de la mujer de Tietjens. En la base. Y Campion lo mandó al frente. Para que lo mataran. Era su otro amante, ¿comprende? —Ella le escuchó. Le escuchó con mucha atención. Quería poder… ¡No sabía lo que quería poder hacer! El hombre dijo:
—El general de división lord Edward Campion, VC, KCMG, patatín y patatán, etcétera. Es muy listo. Demasiado listo. Envió también a Tietjens al frente para que lo mataran. Y a mí. Los tres viajamos a la división en el mismo furgón: Tietjens, el amante de su mujer y yo. Y Tietjens confesó a ese condenado estúpido. Como si fuese un puñetero monje. Le dijo que cuando mueres…, in articulo mortis, ¡aunque usted no sabe lo que eso significa!, tus facultades están tan entumecidas que no sientes ni miedo ni dolor. Le contó que la muerte era sólo un anestésico. Y ese corderito gimoteante y tembloroso se lo tragó… Me parece estar viéndolos. En un furgón. En un túnel.
Ella preguntó:
—¿Ha sufrido usted fatiga de combate? ¡Ahora la padece!
Él respondió, revolviéndose como un tejón acosado:
—No. Me casé con la mujer equivocada. Igual que Tietjens. Al menos la mía no es una mala esposa. Es una mujer con apetitos. Sacia sus apetitos. Por eso me han echado del ejército. Pero al menos no se la vendo a los generales. Al general de división lord Edward Campion VC, KCMG y demás. Pedí un permiso por divorcio y no me divorcié. Luego pedí otro permiso. Y tampoco me divorcié. Va contra mis principios. Vive con un paleontólogo del Museo Británico que perderá su trabajo. Le debo a ese Tietjens ciento setenta libras. Por mi segundo permiso de divorcio. No puedo pagarle. No me divorcié, pero me he gastado el dinero. Con mi mujer y su amigo. ¡Por principios!
Hablaba de un modo tan atropellado e inagotable y cambiaba tan rápido de tema que ella no podía hacer otra cosa que oírle. Oía sus palabras y las guardaba. Sólo seguía una línea principal de pensamiento, de lo contrario era incapaz de pensar. Se limitaba a recorrer con la mirada los frisos de las casas de enfrente. Dedujo que Campion había relevado injustamente del servicio a Tietjens después de que salvara dos vidas bajo el fuego enemigo. McKechnie admitió a regañadientes el heroísmo de Tietjens para denigrar al general. El general deseaba a Sylvia Tietjens. Y para conseguirla había enviado a Tietjens a la parte más peligrosa del frente. Pero Tietjens se había negado a morir. Tenía siete vidas. Era como si la Providencia le escupiera en la cara al general. Aunque, de todos modos, la Providencia no podía sentir predilección por Tietjens, un tipo que consolaba al amante de su mujer. Era repugnante. Cuando vio que Tietjens no se dejaba matar, el general fue al frente y lo amonestó terriblemente. ¿No comprendía por qué? Quería que expulsasen a Tietjens del ejército para no caer él en desgracia por enredarse con su mujer. Pero se había pasado de listo. No te pueden expulsar del ejército por no haber estado en tu puesto para lamerle las botas a un general cuando estabas salvando vidas bajo el fuego enemigo. Así que el general tuvo que retirar sus palabras y le buscó a Tietjens un sucio trabajo de carroñero. ¡Lo convirtió en un maldito carcelero!
Ella siguió en el umbral para que aquel hombre no pudiera subir al piso de arriba, donde proseguía la conversación. Las ventanas la consolaban. Sólo pudo deducir que Tietjens había tenido que afrontar graves conflictos mentales. Nada más lógico. Valentine no sabía nada de Sylvia Tietjens ni del general, salvo que eran muy bien parecidos. Pero Tietjens debía de haber tenido graves conflictos mentales. ¡Terribles!
Era odioso. ¡Cómo podía resistirlo! Pero tenía que hacerlo, para apartar a aquel hombre de Tietjens, que estaba hablando con su madre.
Y…, si su mujer era una mala esposa, no…
Las ventanas le servían de consuelo. Un oficial minúsculo y moreno pasó junto a la verja de la casa mirando hacia las ventanas de arriba.
McKechnie había hablado con aspereza. Estaba tosiendo. Empezó a quejarse de que su tío, sir Vincent Macmaster, se había negado a recomendarlo en el Ministerio de Exteriores. Esa mañana ya había organizado una escena en casa de los Macmaster. Lady Macmaster —una vieja bruja donde las hubiera— se había negado a dejarle ver a su tío, que había sufrido un colapso nervioso. De pronto dijo:
—Y volviendo a lo del soneto: al menos quiero demostrarle a ese tipo que… —Dos oficiales más, uno alto y el otro un poco más bajo pasaron junto a la ventana. Iban riendo y gritando— soy mejor latinista que él…
Ella saltó hacia la entrada. La puerta había vuelto a retumbar.
En la luz de fuera un oficial diminuto con su medio perfil vuelto hacia ella parecía estar escuchando. Junto a él había una chica muy alta y delgada. Al pie de las escaleras estaban los dos oficiales que habían pasado riéndose. El chico la miró con su único ojo, casi habría dicho que con timidez, y exclamó con voz amable:
—Hemos venido a ver al mayor Tietjens… Ésta es Nancy. ¡De Bailleul, ya sabe! —Había vuelto la cara un poco más hacia la chica. Era desmedidamente alta y delgada, la piel de su rostro parecía macilenta. Era mucho mayor que él. Mucho. Y daba impresión de hostilidad. Debía de haberse puesto mucho colorete. Tenía un tono purpúreo. Iba vestida de negro. Se agachó un poco.
Valentine dijo:
—Me temo… que está ocupado…
El chico replicó:
—¡Oh!, pero aun así querrá vernos. Es Nancy, ¿sabe?
Uno de los oficiales añadió:
—Se nos ocurrió pasar a ver al bueno de Tietjens… —Sólo tenía un brazo. Ella creyó perder la cabeza. El chico tenía una cinta azul alrededor de la gorra. Les respondió:
—Pero es que está ocupado con algo muy urgente…
El chico volvió la cabeza del todo con un gesto de súplica.
—¡Oh, pero…! —dijo. Ella dio un paso atrás y estuvo a punto de desmayarse. La órbita del ojo no contenía nada: era una fea cicatriz rojiza. Le hacía parecer ciego: la ausencia de un ojo borraba la existencia del otro. Dijo en un tono de súplica meridional—: El mayor me salvó la vida, ¡tengo que verle!
El oficial manco gritó:
—Se nos ocurrió pasar a ver al bueno de Tietjens… ES el día del armis… ¡hip…! En Ruán, en el pub… El chico prosiguió:
—Soy Aranjuez, ¿sabe? Aranjuez… —No hacía ni una semana que se había casado. Al día siguiente partía al ejército de la India. Tenían que pasar el día del armisticio con el mayor. No sería lo mismo sin él. Habían reservado una mesa en el Holborn.
El tercer oficial —un joven mayor muy moreno y de voz aterciopelada— subió despacio los escalones, apoyándose en un bastón y mirándola con sus ojos negros.
—Es una cita, ¿comprende? —dijo. Tenía la mirada decidida y la voz aterciopelada—. Quedamos en vernos hoy en casa de Tietjens… Cuando llegase el armisticio… Éramos muchos. En Ruán. Los que estuvimos en el Número Dos.
Aranjuez insistió:
—También va a venir el CO. Se está muriendo, ¿sabe? Y no sería lo mismo sin el mayor…
Ella le dio la espalda. Se echó a llorar por el tono suplicante de su voz y por sus manos diminutas. Tietjens estaba bajando las escaleras muy despacio con aire despistado.