VI

Tietjens se apoyó en la pendiente del enorme montículo iluminado por el sol. Necesitaba estar solo y reflexionar sobre su situación sentimental y sus ametralladoras. Lo habían tenido tan apartado de los asuntos de la unidad que de pronto había recordado que no sabía nada de las ametralladoras, o ni siquiera sobre el tipo encargado de manejarlas. Un tipo nuevo llamado Cobbe, con aire un poco estúpido, una enorme narizota tostada por el sol y la boca siempre abierta. Por su cara no parecía un hombre muy indicado para desempeñar ese trabajo. Aunque nunca se sabe.

Tenía hambre. Casi no había comido nada desde la siete de la noche anterior y se había pasado en pie la mayor parte del tiempo.

Envió al cabo Duckett al refugio de la compañía A, a pedir un bocadillo y un poco de café con ron, y al subteniente Aranjuez a la compañía B para advertirles de que iba a ir a inspeccionar a los hombres y el refugio. A la sazón, el comandante de la compañía B era un muchacho muy joven recién salido de un OTC. Era un inconveniente que estuviese al mando de una de las compañías de los flancos. Pero a Constantine, el anterior comandante, lo habían matado dos noches antes. De hecho, se decía que era el caballero cuyos restos colgaban en el alambre de espino, aunque Tietjens lo dudaba: si se hubiese retirado con sus hombres no habría quedado tan a la izquierda. En cualquier caso, no habían encontrado a nadie para reemplazarlo, salvo a aquel muchacho llamado Bennett. Un buen chico. Tan tímido que apenas se atrevía a dar órdenes, a pesar de ser muy inteligente. Y tenía la suerte de contar en la compañía con un sargento mayor muy experimentado. Uno de los Glamorganshires más veteranos. En fin, la necesidad obliga. Esa mañana la compañía había informado de cinco casos de gripe, que por lo visto estaba diezmando el mundo exterior. ¡Otra cosa que aquel hatajo de soldados de opereta podía agradecerle al mundo exterior! Se alejaban de él para convertirse en auténticos ermitaños. Y luego el mundo exterior se lo pagaba así. ¿Por qué no les dejaba disfrutar de su ensimismamiento monástico?

¡Incluso los odiosos y detestables alemanes la padecían! Los boletines de noticias de la división decían que les había afectado hasta tal punto que había divisiones enteras incapaces de combatir. Tal vez fuese una mentira para animarnos, pero probablemente fuera cierto. Al parecer, los alemanes estaban muy mal alimentados con comidas sustitutivas de escaso valor nutritivo. Los papeles que había traído aquel NCO insistían en la necesidad de tomar todo género de precauciones para evitar la propagación de aquella plaga. Otra circular aseguraba violenta y lacrimosamente a las tropas que estaban tan bien alimentadas como la población civil y el cuerpo de oficiales. Por lo visto se había producido un escándalo. Una circular que no había tenido tiempo de leer completa terminaba diciendo algo como que se había rehabilitado el honor del cuerpo de oficiales.

Era horrible pensar en la vasta extensión de terreno que tenían enfrente, abarrotada de estómagos vacíos y cerebros trastornados. Esos tipos debían de ser los hombres más desdichados del mundo. Dios sabía que la vida de los Tommies era un infierno. Pero la de esos tipos… No soportaba imaginarlo.

Era curioso considerar cómo el odio que uno sentía por los habitantes de dichas regiones parecía saltar por encima del campo de batalla. A quien uno odiaba con verdadera inquina era la población civil y a sus gobernantes. Los muy canallas estaban dejando morir de hambre a aquellos pobres diablos de las trincheras.

Eran odiosos. Los soldados alemanes, sus servicios de inteligencia y el Estado Mayor le parecían sólo aburridos y grotescos. Unos auténticos cargantes. Le irritaba mucho pensar en el destrozo que habían hecho en sus limpias y agradables trincheras. Había sido como cuando sales una hora y dejas al perro en el salón, y al volver descubres que ha destrozado todos los cojines del sofá. Te entran ganas de darle de palos… Igual que te gustaría darles de palos a los soldados alemanes. Aunque en realidad no les desearas ningún mal. ¡Bastante era tener que vivir en aquel infierno con el estómago vacío y las pesadillas que eso produce! Como es natural, la gripe los estaba diezmando.

De todos modos, los alemanes eran de esos pueblos a los que acaba diezmando la gripe. Eran tan cargantes porque siempre se ajustaban al tópico. Uno leía sus dichosas circulares y daban risa. Eran como perpetuas caricaturas de ellos mismos y estaban siempre histéricos… Hipocondriacos… El cuerpo de oficiales… El orgulloso ejército alemán… Su Gloriosa Majestad… Los hechos famosos… Nada que ver con el ejército de opereta, ¡la hipocondría los desbordaba constantemente!

A un ejército de opereta la gripe no puede afectarle tanto. No sentía su pulso físico o moral… Y, sin embargo, había gripe en la compañía B. Debían de haberse contagiado de los alemanes dos noches antes. Les habían saltado encima; había habido combates cuerpo a cuerpo. Era un fastidio. Igual que la compañía. Naturalmente, les había correspondido la parte más baja y húmeda del frente. Se decía que el refugio era como un pozo con el techo rezumante. Un sitio así sólo podía tocarle en suerte a la compañía B… Era difícil dar con una solución… no para drenar la trinchera, sino para acabar con su mala suerte. Aun así, habría que hacerlo. Tenía intención de echarles una reprimenda, pero había enviado a Aranjuez para anunciar su llegada a fin de darle al joven comandante de la compañía una oportunidad de adecentar el refugio…

¡Malditos alemanes! Se interponían entre él y Valentine Wannop. Si se volvieran a casa, podría pasarse tardes enteras hablando con ella. Para eso eran las jóvenes. Uno seduce a una joven para poder terminar sus conversaciones con ella. Es imposible hacerlo sin vivir juntos. Y no podrían vivir juntos si antes no la sedujera, pero eso no era más que un subproducto. El caso es que de otro modo no se puede hablar. Uno no puede terminar las conversaciones en una esquina, en un museo o en un salón. Puede que uno no esté de humor, aunque ella sí lo esté, para sostener esa conversación íntima que supone la comunión final de las almas. Hay que esperar juntos…, una semana, un año, una vida, hasta que pueda tenerse, y terminarse, dicha conversación íntima. De modo que…

En efecto, era amor. Le pareció sorprendente. La palabra ocupaba tan poco sitio en su vocabulario… Amor, ambición, deseo de riquezas… Eran cosas cuya existencia ignoraba…, al menos en él. Había sido el hijo pequeño, indolente, despreciativo, competente, dedicado a contemplar ocioso la vida, aunque dispuesto a ocupar la posición de cabeza de familia si la Muerte así lo disponía. Había sido una especie de eterno segundo al mando.

Y ahora, ¿en qué demonios se había convertido? ¡En una especie de Hamlet de las trincheras! No, por Dios, no lo era… Estaba totalmente dispuesto a actuar. Dispuesto a asumir el mando del batallón. Probablemente era un enamorado. Los enamorados hacían cosas como asumir el mando de batallones. ¡Y cosas peores!

Debería escribirle una carta. ¿Qué pensaría ella de aquel caballero que primero le había hecho proposiciones indecentes, luego había dudado, le había dicho «¡Hasta la vista!», o tal vez ni siquiera eso, y a continuación se había ido? ¡Y que no le había mandado ni una sola carta! ¡Ni siquiera una postal! ¡En dos años! ¡Sí, una especie de Hamlet! ¡O un canalla!

Muy bien, tendría que escribirle una carta. Tendría que decirle: «Le escribo para decirle que tengo la intención de vivir con usted en cuanto termine este circo. Haga el favor de prepararlo todo para ponerse a mi disposición nada más concluir las hostilidades. Firmado, “Xtopher Tietjens, OC en funciones del 9.º de Glamorganshires”». Una comunicación militar en toda regla. A ella le gustaría saber que estaba al mando de un batallón. O tal vez no. Era pro alemana. Le gustaban aquellos tipos cargantes que hacían pedazos los cojines de su sofá.

No estaba siendo justo. Ella era pacifista. Pensaba que aquel modo de actuar era odioso e inútil. Y la verdad es que a veces lo parecía. Bastaba con ver lo que había pasado con sus limpios pasadizos en la grava. Y el montículo de tierra. Aunque al menos le servía para sentarse un rato a cubierto. ¡A la luz del sol! Con un montón de alondras. Alguien escribió una vez:

¡Una miríada de alondras cantó por encima de ella, y se elevó hasta perderse de vista! [195]

En realidad era una idiotez. Las alondras no saben cantar al unísono. Emiten un sonido descorazonador, parecido al que se produce al frotar dos corchos uno contra el otro… Una imagen acudió a su memoria. Muchos, muchos años antes, probablemente después de ver cómo aquel artillero torturaba al alemán gordo, porque había sido al pie de Max Redoubt… ¡Sin duda el sol ya brillaría en Bemerton! En fin, él no podría ser un párroco rural. ¡Iba a vivir con Valentine Wannop…! Recordó que había bajado por el otro lado de la colina y que se había sentido muy bien. Casi seguro por haber salido de aquel OP que habían tratado de descubrir los cañones alemanes. Había bajado a grandes zancadas, con las puntas de los cardos rozándole las caderas. Obviamente en los cardos había algo que atraía a las moscas. Suele ocurrir después de una gran victoria. El caso es que miríadas de golondrinas lo habían seguido a lo largo de unos veinte metros volando y revoloteando a su alrededor, rozándolo con las alas a él y a los cardos. Y, cuando el cielo azul se reflejaba en el azul de su espalda —pues volaban por debajo de su punto de vista—, se había sentido como un dios griego caminando por el mar…

Las alondras eran mucho menos inspiradoras. En realidad, estaban insultando a los cañones alemanes. Imbécil e incesantemente, les gritaban imprecaciones y amenazas. Hasta ahora había habido muy pocas. Ahora que volvían a caer obuses a uno o dos kilómetros de allí, el cielo estaba cubierto de alondras. ¡Una miríada —dos miríadas— de corchos a la vez, no al unísono, cantaban por encima de él y se elevaban hasta perderse de vista! Casi parecía una señal de que los alemanes iban a volver a bombardearles. «¡El Todopoderoso ha inculcado un instinto sorprendente en su pecho!» Tal vez fuese cierto. Sin duda, los obuses al acercarse sacudían la tierra y perturbaban a los animales en sus nidos. Por eso se ponían a chillar, quizá para advertirse unos a otros, quizá para desafiar a la artillería.

Iba a escribir a Valentine Wannop. Había sido una torpeza despreciable no haberlo hecho antes. Se había propuesto seducirla, no lo había hecho, y se había ido sin decir una palabra… ¡Y, por si fuera poco, convencido de haber hecho lo correcto!

Dijo:

—¿Ha comido usted algo, cabo?

El cabo se tambaleó en la pendiente del montículo delante de Tietjens. Se ruborizó, se frotó la suela derecha contra la pantorrilla izquierda, y sostuvo en la mano derecha una latita y una taza y en la izquierda un paño inmaculado con un pequeño cubo.

Tietjens se debatió entre beberse primero el café con ron del ejército para despertar el apetito y comerse luego los bocadillos, o dar cuenta de ellos antes para así tener más sed… Escribir a Valentine Wannop sería totalmente reprobable. Un acto digno de un seductor sin escrúpulos. ¡Reprobable…! Dependería de qué fuesen los bocadillos. Sería agradable llenar el vacío que sentía detrás del esternón. Pero ¿sería mejor hacerlo con algo sólido o con un líquido caliente?

El cabo fue muy hábil… Puso la lata de café, la taza y el paño sobre una piedra plana que sobresalía del montículo; una vez desenvuelto, el paño hizo las veces de mantel, sobre el que aparecieron tres montones de bocadillos etéreos. Respondió que había comido media lata de cordero caliente y unas judías, mientras preparaba los bocadillos. La primera pila de bocadillos era de foie gras: una pasta de ternera con mantequilla, que en realidad era margarina; la segunda, de pasta de anchoas de lata y cebolla picada; la tercera pila era de carne de ternera nature con salsa Worcester… ¡Había utilizado todo lo que había disponible!

Tietjens sonrió al ver la obra de aquel muchacho. Le dijo que estaba hecho todo un chef. El chico respondió:

—¡Un chef todavía no, señor! —Llevaba un taburete de campaña colgado de la pala, junto a la cadera. Había sido ayudante de uno de los cocineros del Savoy. En París—. ¡Más bien lo que suele llamarse un marmiton, señor! —dijo. Estaba allanando un sitio junto a la roca plana con la pala. Luego dispuso el taburete sobre dicha plataforma.

Tietjens preguntó:

—¿Llevaba usted un gorro y un delantal blancos?

Le gustaba imaginar vestido de blanco a aquel muchacho rubio que se parecía a Valentine Wannop. El cabo replicó:

—¡Ahora es distinto! —Se quedó junto a Tietjens, sin dejar de frotarse la pantorrilla. Pensaba que la cocina era un arte. Habría preferido ser pintor, pero su madre no tenía dinero. La fuente de sus ingresos se secó durante la guerra… Si el CO pudiera recomendarlo al acabar la guerra… Era consciente de que sería difícil encontrar trabajo después de la guerra. Todos los sinvergüenzas que se habían librado de ir al ejército, los RASC y los hombres de las líneas de comunicación tendrían mejores oportunidades. Como solía decirse, cuanto más lejos del frente, mejor era la paga. ¡Y también las oportunidades!

Tietjens dijo:

—Por supuesto que le recomendaré. Conseguirá usted un trabajo. Nunca olvidaré sus bocadillos. —¡Nunca olvidaría el sabor limpio y agradable de los bocadillos o la cálida generosidad del café dulce con ron! Ni el aire azul de abril en aquella colina. Todos los objetos de aquel paño blanco estaban bien definidos, con bordes iridiscentes. ¡Y también el rostro del muchacho! Tal vez no fuese una iridiscencia física. Su aliento también era agradable. ¡Aire puro! Iba a escribir a Valentine Wannop: «Haga el favor de ponerse a mi disposición. Firmado…». ¡Reprobable! ¡Peor aún que reprobable! Uno no seduce a la hija del mejor amigo de su padre. Exclamó—: ¡Me costará mucho encontrar un trabajo después de la guerra! —Y no sólo seducir a la joven, sino invitarla a compartir con él una precaria existencia. ¡Esas cosas no se hacen!

El cabo respondió:

—¡Oh, señor; no señor…! ¡Es usted el señor Tietjens de Groby! —Había ido con frecuencia a Groby los domingos por la tarde. Su madre era de Middlesbrough. De Southbank, más bien. Él había ido a la escuela secundaria e iba a ingresar en la Universidad de Durham cuando… se acabaron los ingresos. El 9 de agosto de 1914… No deberían enviar a muchachos de North Riding en Yorkshire a unidades de tradición galesa. Era un error. De no ser por eso no se habría topado con aquel chico que le traía tantos recuerdos desagradables—. Dicen —prosiguió el chico— que el pozo de Groby tiene cien metros de profundidad, y que el cedro que hay junto a la esquina de la casa mide cincuenta metros. ¡El pozo es dos veces más profundo que la altura del árbol! —A menudo había arrojado piedras al pozo y había escuchado: hacían un ruido enorme. Largo, ¡como un eco desquiciado! Su madre conocía a la cocinera de Groby. La señora Harmsworth. Había visto muchas veces…, se frotó las pantorrillas con más furia en una especie de paroxismo, al señor Tietjens padre, y a él, y a Mark y a John y a Eleanor. Una vez le había recogido a Eleanor su fusta de montar, que se le había caído…

Tietjens no iba a vivir más en Groby. ¡Se acabó el ambiente feudal! Supuso que viviría en un ático de cuatro habitaciones en lo alto de uno de los edificios de Gray’s Inn. Con Valentine Wannop. ¡A causa de Valentine Wannop!

Le dijo al chico:

—Parece que vuelven a caer obuses. Vaya a decirle al capitán Gibbs que, si se acercan, ponga a sus hombres a cubierto hasta que dejen de disparar.

Quería estar a solas con el cielo… Se bebió la última taza de café dulce y caliente, mezclado con ron… Tomó aliento profundamente. ¡Imagínate soltar un suspiro de satisfacción después de echar un largo trago de café caliente, endulzado con leche condensada y mezclado con ron…! ¡Reprobable! ¡Gastronómicamente reprobable…! ¿Qué dirían de eso en el club…? ¡Bueno, no pensaba volver al club! ¡Echaría de menos el vino de Burdeos! ¡Era un Burdeos excelente! ¡Y el frío aparador!

Aunque, puestos a eso, ¡imagínate soltar un suspiro de satisfacción por el mero hecho de asumir el mando de un batallón!, en una pendiente, en el aire limpio, con veinte mil —¡dos miríadas!— de corchos haciendo ruido por encima de él y los cañones alemanes apuntando sus proyectiles cada vez más cerca! ¡Increíble!

Probablemente estarían probando el nuevo cañón austriaco. Metódicamente, con una meticulosidad ilimitada. Eso, suponiendo que de verdad tuvieran un nuevo cañón austriaco. Tal vez no lo tuviesen. Aquella arma había despertado mucho nerviosismo en la división. Las órdenes decían que era imprescindible averiguar todo lo que se pudiese sobre ella, pues se suponía que disparaba un proyectil de gran eficacia explosiva. Así que Gibbs había llegado a la conclusión de que lo que había hecho pedazos el proyectado emplazamiento de su ametralladora había sido el nuevo cañón. En ese caso, lo estaban probando con mucha meticulosidad.

La explosión del cañón o cañones —disparaban cada tres minutos, lo que podía significar que había sólo uno y que hacían falta unos tres minutos para recargarlo— era muy ruidosa y aguda. Todavía no había oído el ruido hecho por el proyectil, pero las explosiones a lo lejos sonaban extrañamente amortiguadas. Era de suponer que cuando el proyectil llegaba al suelo se enterraba y después explotaba con un temporizador. Lo más probable era que no fuese muy peligroso para la vida, pero si tenían suficientes cañones y el HE necesario para machacar las trincheras en todo el frente, y si los proyectiles eran tan eficaces como lo habían sido en la trinchera del pobre Gibbs, supondría el fin de la guerra de trincheras por parte de los aliados. Aunque, por supuesto, lo más seguro era que no tuviesen ni suficientes cañones ni suficientes explosivos y que además fuesen menos eficaces en otro tipo de suelos. Puede que fuera eso lo que estuvieran probando. O, si estaban disparando con un único cañón, quizá estuvieran probando cuántas andanadas podía disparar antes de quedar inutilizado. O tal vez sólo estuvieran jugando al juego de desgaste: machacar las trincheras, lo que siempre resultaba útil, y que los francotiradores les disparasen a los hombres que trataban de repararlas. Así se podía eliminar a unos cuantos, de vez en cuando. O, claro, con aviones… ¡Las alternativas eran tediosas e infinitas! Tal vez nuestros aviones pudieran inutilizar ese cañón o batería. ¡Así dejaría de disparar!

¡Reprobable…! Resopló. ¡Si uno no cumple las normas de su club, le dan la patada, y se acabó! Si uno se retira del puesto de segundo al mando de Groby, no tienes que…, ¡oh, asistir a los desfiles del batallón! Se había negado a aceptar el dinero que le había ofrecido su hermano Mark con el pretexto de una descabellada discusión. Pero, en realidad no había discutido con él. Aquella pareja sardónica sólo había contrastado su cabezonería. Por otra parte, uno tenía que ofrecer a los arrendatarios un ejemplo de castidad, sobriedad y probidad o no podría aceptar su maldito dinero. Les proporcionabas las mejores semillas canadienses, experimentos agrícolas adaptados a su suelo, te sentabas al lado del administrador, te asegurabas de que los edificios estuvieran en buen estado, empleabas a sus hijos como aprendices, cuidabas de sus hijas cuando se metían en líos y de sus hijos bastardos, tuyos o de otro. Pero para eso hay que residir en la casa solariega. «Hay que residir en la casa solariega». El dinero que sale del bolsillo de esos pobres diablos debe volver a la tierra a fin de que las fincas y todo lo que hay en ellas, incluso los mendigos oficiales, puedan hacerse más y más ricos. Por eso se había inventado aquella absurda disputa con su hermano Mark, porque iba a vivir con Valentine Wannop. No se puede tener a alguien como Valentine Wannop compartiendo contigo la unión infinita y necesaria en un sitio como Groby. Se podría tener a una amante pintarrajeada, sacada de las habitaciones de los criados, que se pasara el día discutiendo con las otras doncellas, que estarían deseando ocupar su sitio, y escandalizando a los párrocos de varios kilómetros a la redonda. A su modo sardónico, a los arrendatarios les gustaba: formaba parte de la tradición y se hacía en todo Riding. ¡Pero no a una señora, que además era la hija del mejor amigo de tu padre! Querían que las mujeres de calidad fuesen mujeres de calidad y ellos mismos preferirían arruinarse, gastar el dinero del estiércol y las semillas en putas y arruinar la finca entera antes que permitir que tú sostuvieras la interminable conversación… Así que no había aceptado ni un penique del dinero que le ofrecía su hermano, y no lo aceptaría cuando Groby pasara a sus manos. Por fortuna estaba el heredero… ¡De lo contrario no habría podido irse con la chica!

Sintió dos agudas punzadas: ¡su hijo no le había escrito y la chica podía haberse casado con un funcionario del Ministerio de la Guerra! ¡Con el disgusto! Eso es: no podía haber nada más opuesto a él que un funcionario civil del Ministerio de la Guerra. Pero, sin duda, las cartas de su hijo las habría retenido la madre. Es lo que le hacían a la gente donde él estaba. ¡Ya lo había dicho el CO! ¡Y Valentine Wannop, que había oído su conversación, no querría entrometerse íntimamente en otra! ¡Su comunión era inmutable e inconmovible!

Así que le escribiría: pecosa, categórica, bien plantada, con los pies un poco separados y siempre dispuesta a decir: «¡Oh!, déjate de historias, Edith Ethel». ¡Era como si todo se iluminase!

¡No, por Dios, no podía escribirle! Si una bala se cruzara en su camino o acabara desquiciado… ¿No sería mucho peor que se enterase de que su amor había sido profundo e inmutable? Eso lo empeoraría todo, pues ahora los bordes de la pasión probablemente se habrían hecho menos dolorosos. ¡O al menos existía esa posibilidad…! Pero, impenitentemente, seguía insistiendo en que ella se sometiese a su voluntad, por encima de los montículos formados por los proyectiles austriacos y a través de los mares. ¡Harían lo que quisieran y que cada palo aguantara su vela!

Se recostó sobre el hombro derecho sintiéndose como una especie de estatua inmensa y absurda: una pila de sacos de harina cubiertos de fango con unos grotescos pantalones cortos de los que asomaban las rodillas embarradas… Una figura de una de las tumbas Mediceas de Miguel Ángel. O tal vez el Adán… Sintió que la tierra se movía un poco a sus pies. El último proyectil debía de haber caído muy cerca. No había oído el ruido porque se había convertido en una secuencia regular. Pero había notado cómo se había estremecido la tierra…

«¡Reprobable! —se dijo—. ¡Por el amor de Dios, seamos reprobables! ¡Y al diablo con todo! ¡No somos estrategas alemanes para pasarnos el tiempo calculando los pros y los contras de la moralidad militante!»

Cogió, con la mano izquierda, la taza de la roca. El pequeño Aranjuez llegó desde el otro lado del montículo. Tietjens arrojó la taza contra una roca que había pendiente abajo. Respondió a la mirada inquisitiva y melancólica de Aranjuez diciendo:

—¡Así nadie podrá volver a brindar por nadie con ella!

El chico se atragantó y se ruborizó:

—¡O sea que quiere usted a alguien, señor! —exclamó en su tono de adoración al héroe—. ¿Se parece a Nancy, la de Bailleul?

Tietjens replicó:

—No, a Nancy no… ¡O tal vez sí se parezca un poco a Nancy! —No quería ofender al chico dándole a entender que podía amar a alguien que no se pareciese a Nancy. Tuvo la premonición de que iban a herir a aquel chico. O tal vez fuese sólo que era atormentado de por sí.

El muchacho respondió:

—Entonces la conseguirá, señor. ¡Sin duda la conseguirá!

—¡Sí, probablemente la conseguiré! —repuso Tietjens.

El cabo llegó también del otro lado del montículo. Le informó de que todos los de la compañía A estaban a cubierto. Los tres dieron la vuelta al montículo en dirección a la trinchera de la compañía B y se metieron en ella. Bajaba en pendiente. Ciertamente estaba encharcada. Terminaba en una especie de pantano. El batallón de al lado incluso había colocado un parapeto de sacos terreros antes de su trinchera. Estaban en Flandes. Tierra de patos. Aquel pantano dificultaría el mantenimiento de las comunicaciones. Habían sacado mucha agua de donde Tietjens había puesto sus sifones de teja. El joven OC de la compañía le informó de que habían tenido que achicar el agua de la trinchera hasta hacer un desagüe que llevaba a la ciénaga. La achicaban con palas. Dos de ellas seguían apoyadas contra el revestimiento del parapeto.

—¡En cualquier caso no deberían dejarlas tiradas por ahí! —gritó Tietjens. Estaba muy satisfecho del funcionamiento de su sifón. Entretanto, los nuestros habían empezado una considerable demostración de artillería. Se volvió abrumadora. Había una especie de Bloody Mary a unos metros de allí, o eso parecía. Disparaba. Los aviones tal vez hubiesen revelado la situación del cañón austriaco. O tal vez estuviésemos bombardeando sus trincheras para obligarles a dejar de disparar ese cañón. Uno se sentía como un enano en mitad de una conversación o una discusión entre mastodontes. Había tanto ruido que parecía que fuese de noche. Era una oscuridad mental. No se podía pensar. ¡Una Edad Oscura! La tierra temblaba.

Estaba mirando a Aranjuez desde una altura considerable. Disfrutaba de un buen punto de vista. El rostro de Aranjuez tenía una expresión de arrobo…, como la de quien está componiendo poesía. Grandes masas de barro líquido lo rodeaban por doquier. Como tortitas que alguien echara por el aire. Pensó: «¡Gracias a Dios no le he escrito! ¡Vamos a volar en pedazos!». La tierra giró como un hipopótamo fatigado. Se posó lentamente sobre el rostro del cabo Duckett que estaba a su lado y siguió como una ola muy lenta.

Lenta, lenta, lenta…, como una película pasada a cámara lenta. La tierra siguió maniobrando durante un tiempo infinito. Tietjens se quedó suspendido en el espacio. Como había querido estarlo enfrente de la cresta de cal. ¡Qué coincidencia!

La tierra absorbió sus pies lenta y cuidadosamente.

Envolvió sus pantorrillas, sus muslos. Lo aprisionó hasta la cintura. Con los brazos libres parecía un hombre en un salvavidas. La tierra lo movía lentamente. Era casi sólida.

Debajo de donde él estaba, al pie de un montículo, el rostro del pequeño Aranjuez, moreno, con unos inmensos ojos negros de órbitas azuladas lo miró. Desde el lodo viscoso. ¡Una cabeza en una bandeja! Vio cómo sus labios implorantes pronunciaban las palabras: «¡Sálveme, capitán!». Respondió: «¡Antes tengo que salvarme yo!». No pudo oír sus propias palabras. El ruido era inconcebible.

Un hombre se le acercó. Parecía inmensamente alto porque el rostro de Tietjens quedaba al nivel de su cinturón. Aunque en realidad era un Tommy cockney bastante bajito llamado Cockshott. Tiró de Tietjens por los brazos. Tietjens trató de patear con los pies. Luego se dio cuenta de que era mejor no hacerlo. Lo sacó. De forma satisfactoria. Habían sido dos hombres. Había llegado otro, un cabo. Los tres sonreían. Se deslizó por la tierra resbaladiza hasta Aranjuez. Le sonrió a su rostro lívido. Resbalaba mucho. Sintió una terrible quemadura en el cuello, detrás de la oreja. Se tocó con la mano. Las puntas de los dedos estaban llenas de barro y tenían un ligero tono rosado. Tal vez le hubiese reventado una ampolla. Al menos quedaban dos hombres a los que no habían matado. Les hizo señas a los Tommies. Hizo gestos de excavar. Tenían que llevarle unas palas.

Se acercó a Aranjuez, al borde del barro líquido. Tal vez se hundiera. No lo hizo. Sólo hasta la caña de la bota. Sintió que sus pies eran enormes y le sostenían. Sabía lo que había ocurrido. Aranjuez se había hundido en la boca del manantial que formaba la ciénaga. Era como estar en Exmoor. Se inclinó sobre una cara pequeña e inefable. Se inclinó un poco más abajo y metió las manos en el fango. Tuvo que ponerse a cuatro patas.

Se enfureció. Le había disparado algún francotirador. Antes de sentir aquel dolor había oído un íntimo zumbido por debajo del infernal estruendo. Tenía razones para darse prisa. O, no… Estaban abajo. En un agujero muy grande. No había motivos para darse prisa. Sobre todo estando a cuatro patas.

Tenía las manos y los antebrazos en el lodo. Se esforzó por meter las manos por debajo de aquella tela grasienta, una tela grasienta. ¡Fangosa, no grasienta! Tiró hacia fuera. Aparecieron los brazos y las manos del chico. Iba a ser más fácil de lo que había pensado. Probablemente tenía la cara muy cerca de la del chico, pero era imposible oír lo que decía. Tal vez estuviese inconsciente. Tietjens se dijo: «¡Gracias a Dios tengo una fuerza física descomunal!». Era la primera vez que había tenido que dar gracias por su gran fuerza física. Levantó los brazos del chico por encima de sus hombros para que pudiera sujetarse por el cuello con las manos. Eran fangosos y desagradables. Le faltaba el aliento. Tiró hacia atrás. El chico salió un poco. Sin duda, se había desmayado. No le ayudó. El barro estaba sucio. Era una maldición del mundo civilizado que Tietjens no hubiera tenido que emplear su enorme fuerza física hasta entonces. Era como una pila de sacos de harina, pero al menos podía partir un mazo de cartas por la mitad. Ojalá sus pulmones no fuesen…

Cockshott, el Tommie, y el cabo estaban a su lado sonriendo. Con las dos palas que no deberían haber estado apoyadas en el parapeto de la trinchera. Estaba muy enfadado. Había tratado de indicarles por señas que a quien tenían que sacar era al cabo Duckett. A estas alturas probablemente ya no sería el cabo Duckett. Sería «eso». ¡El cadáver! Lo más probable era que hubiese perdido un hombre, después de todo.

Cockshott y el cabo sacaron a Aranjuez del barro. Salió con dificultad, como una lombriz de la arena. No se tenía en pie. Las piernas se le doblaban. Se doblaba como una flor cubierta de barro. Movía los labios, pero no se oía lo que decía. Tietjens lo cogió de los dos hombres que lo sostenían entre los brazos, lo tumbó contra el montículo y le gritó al oído al cabo:

—¡Duckett! ¡Vayan a sacar a Duckett! ¡Deprisa!

Se arrodilló y le palpó la espalda al chico. Podría haberse hecho daño en la columna. El muchacho no se encogió. Aun así, podía estar herido en la columna. No podían dejarlo allí. Tendrían que enviar a unos camilleros con una camilla, si es que encontraban una. Pero los francotiradores podían dispararles por el camino. Probablemente él mismo pudiera cargar con el chico, si sus pulmones aguantaban. De lo contrario, podría arrastrarlo. Se sintió tierno como una madre, y enorme. Tal vez fuese mejor dejarlo allí. Era imposible saberlo. Le dijo: «¿Está herido?». Los cañonazos casi habían cesado. Tietjens no vio que manase sangre. El chico susurró: «¡No, señor!» Probablemente sólo se había desmayado. Debía de estar aturdido. Era imposible saber lo que era o podía hacer la fatiga de combate. O el mero vapor de los proyectiles.

No podía quedarse allí.

Cogió al chico debajo del brazo como quien coge un rollo de mantas. Si se lo echaba a hombros podría quedar lo bastante alto para que le disparase algún francotirador. No iba muy deprisa, sus piernas eran demasiado pesadas. Dio varios pasos en dirección al manantial donde se había hundido el muchacho. Había más agua. El manantial estaba llenando el hueco. No podría haberlo dejado allí. La única explicación posible era que su cuerpo había taponado la boca del manantial. Había sido como estar en casa, donde tenían manantiales así. En los páramos, cazando tejones. O más bien cavando canales de drenaje, porque los tejones siempre construyen la madriguera en sitios secos. En los páramos que había al norte de Groby. Bajo el sol de abril. Con mucho sol y un montón de alondras.

Estaba trepando por el montículo. Durante varios metros no había otro camino. Tenían que salir del pozo hecho por el proyectil. Se desvió hacia la izquierda. Por la derecha habrían llegado antes a la trinchera, pero quería poner el montículo entre ellos y el francotirador. Jadeaba de forma espantosa. Cada vez había más luz.

¡Eso es…! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam…! Unos ruidos muy claros a un kilómetro de distancia… Las balas silbaron sobre sus cabezas. Con un sonido largo que se alejaba. No eran francotiradores, sino los hombres de un batallón. ¡Una oportunidad! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Las balas silbaban sobre sus cabezas. Los hombres de un batallón se ponen nerviosos cuando le disparan a un blanco en movimiento. Disparan alto. Aprietan el gatillo con demasiada fuerza. Ahora era un blanco gordo en movimiento. ¿Le estarían disparando con odio o sólo por divertirse? Probablemente con odio. Los alemanes no tienen demasiado sentido del humor.

Jadeaba de forma insoportable. Tenía las piernas como dos maderos dolorosos. Llegaría arriba si lograba dar dos pasos más… ¡Bueno, lo haría…! Llegó arriba. Había estado trepando entre terrones de barro. Tenía que tomar aliento. El suelo que tenía debajo del pie izquierdo cedió. Había estado sujetando a Aranjuez delante de su cuerpo por debajo del brazo derecho. Cuando el suelo se hundió a su izquierda, el cuerpo del chico quedó arriba. Como es lógico, aquel suelo lleno de terrones tenía fisuras. Huecos. No era como una trinchera normal.

El chico pateó, chilló, se soltó… ¡Bueno, si quería irse! El chillido que dio fue como el de un caballo en un establo en llamas. Las balas habían pasado por encima de sus cabezas. El chico echó a correr tapándose la cara con las manos y desapareció al otro lado del montículo de forma cónica. Tietjens pudo arrastrarse sobre el estómago. Era más cómodo.

Se arrastró. Apoyándose en las caderas y los codos. Lo más seguro es que el manual describiera el modo correcto de arrastrarse. Él no lo conocía. Los terrones de barro le parecieron amistosos. Para ser tierra del fondo echada a lo alto no tenía un olor tan acre como habría sido de esperar. Aun así, pasaría mucho tiempo antes de que se pudiera dedicar a tierra de cultivo o de que creciera encima la hierba. Era muy probable que, desde el punto de vista agrícola, aquel país estuviese en pésimas condiciones durante mucho tiempo…

Se sintió satisfecho de su cuerpo. No había hecho ninguna clase de ejercicio en dos meses…, como segundo al mando. No podía esperarse que estuviese ni siquiera en las condiciones en que estaba. ¡Pero probablemente su estado de ánimo tuviese mucho que ver! Sin duda, había estado muy excitado. Era lógico. Resultaba muy desagradable pensar en aquellos endemoniados alemanes disparándole a unos desdichados. Muy desagradable. Y, sin embargo, nosotros hacíamos lo mismo… El chico también debía de estar muy excitado. De pronto. Se había tapado la cara con las manos. Debía de haberle dado miedo mirar. No podía culpársele. No deberían enviar colegialas al frente. Era como una chica. Aun así, debería haberse quedado para asegurarse de que Tietjens no estaba herido. Por el modo en que se le había doblado la pierna, cualquiera habría pensado que le habían dado. Tendría que amonestarle. Levemente.

Cockshott y el cabo estaban a cuatro patas cavando con las palas de mango corto llamadas herramientas de trinchera. Estaban al otro lado del montículo.

—Lo hemos encontrado, señor —dijo el cabo—. Está completamente enterrado. Sólo se le ven los pies. No se puede emplear la pala. ¡Podríamos cortarlo en dos!

Tietjens respondió:

—Tal vez tenga razón. ¡Deme la pala! —Cockshott era aprendiz de pañero, el cabo, lechero. Lo más seguro era que no fuesen muy duchos en el manejo de la pala. Él tenía la ventaja de haberse pasado la infancia cavando. Duckett estaba enterrado en horizontal, a un lado del montículo cónico. Al menos así era como asomaban sus pies, aunque no se podía saber cómo estaría el cuerpo. Podía estar girado hacia un lado o hacia arriba. Exclamó—: ¡Sigan quitándole tierra de encima! Pero déjenme sitio.

Como los pulgares apuntaban hacia arriba, el tronco no podía estar hacia abajo. Se puso a la altura de los pies y empezó a dar terribles paladas a medio metro por debajo. Le gustaba cavar. Por suerte, esa tierra estaba un poco más seca. Caía pendiente abajo. Aquel hombre debía de llevar enterrado unos diez minutos. Parecía más, pero probablemente fuese menos. Había una posibilidad. La tierra debía de ser menos asfixiante que el agua. Le preguntó al cabo:

—¿Sabe usted aplicar la respiración artificial? ¿A un ahogado?

Cockshott respondió:

—Yo sí, señor. ¡Fui campeón de natación en Islington Baths! —Cockshott era un hombre notable. Su padre le había sujetado el brazo a un hombre que había tratado de disparar al señor Gladstone en 1866. Caía mucha tierra, después de dar una palada, aparecieron las piernas delgadas del cabo Duckett con las piernas dobladas. Cockshott dijo—: ¡Esta vez no se está frotando los tobillos!

El cabo dijo:

—El comandante de la compañía ha muerto, señor. ¡De un balazo en la cabeza!

A Tietjens le molestó que hubiese otra cabeza herida. Por lo visto no podía librarse de ellas. Era una tontería molestarse por eso, porque en las trincheras la mayoría de las heridas tenían que ser por fuerza en la cabeza. Pero la Providencia podía ser un poco más imaginativa. Para complacerle a uno. También le molestó pensar que había amonestado a aquel chico justo antes de que lo mataran. Por dejar las palas tiradas por ahí. En los jóvenes una reprimenda deja una impresión desagradable durante una media hora. Probablemente, habría sido la última incidencia de su vida. Y habría muerto desazonado… ¡Ojalá Dios se lo compensara!

Le dijo al cabo:

—Ayúdeme a subir. —Habían aparecido la mano izquierda y la muñeca de Duckett, la mano colgaba inerte y muy sucia al nivel del muslo. Se podía adivinar el contorno del cuerpo, se podía quitar la tierra.

—No tenía ni veintidós años —dijo el cabo. Cockshott replicó:

—La misma edad que yo. Estaba obsesionado con las baquetas de los rifles.

Un minuto después sacaron a Duckett por las piernas. Podía haberle caído una piedra en la cara: en ese caso se la habría aplastado. No lo estaba, aunque había tenido que correr el riesgo. Estaba ennegrecida, pero tan sólo inconsciente… Como si Valentine Wannop se hubiese tumbado sobre un cubo de cenizas. Tietjens dejó que Cockshott le hiciera la respiración artificial metódica y eficientemente a la forma tendida.

Le supuso cierta satisfacción que, en cualquier caso, en aquella operación tan minuciosa, no hubiera perdido a ninguno de los hombres sino sólo a un oficial. No era una satisfacción militarmente correcta, aunque no tenía nada de malo porque no hacía daño a nadie. El caso es que siempre sentía más responsabilidad por sus hombres, le daba la impresión de que no estaban allí por propia voluntad. Era como ese sentimiento que le hacía considerar la crueldad con los animales un crimen mucho más repugnante que la crueldad con cualquier persona que no fuese un niño. Sin duda era algo irracional.

Inclinado, en la trinchera de comunicaciones, contra el hierro corrugado que exhibía una enorme A pintada con cal, con una gabardina muy limpia y un montón de insignias de rango, coronas bordadas y otras cosas…, y con un pequeño casco de acero de aspecto elegante, había una figura delgada. ¡Cómo diablos se las arreglaría para que un casco de acero pareciese elegante! Llevaba espuelas y una fusta de caza. Un general haciendo una inspección. El general dijo con benevolencia:

—¿Quién es usted? —y luego con irritación—: ¿Dónde demonios está el oficial al mando de este batallón? ¿Por qué no puedo encontrarlo? —Por fin añadió—: Está usted asquerosamente sucio. Parece un negro. Espero que tenga una explicación.

Quien le hablaba así a Tietjens era el general Campion. Muy enfadado. Se puso firmes como un espantapájaros.

Dijo:

—Yo estoy al mando de este batallón, señor. Me llamo Tietjens, segundo al mando. Ahora temporalmente al mando. No podían encontrarme porque estaba enterrado. Temporalmente.

El general exclamó:

—Tú… ¡Dios mío! —Y dio un paso atrás con la boca abierta. Luego añadió—: ¡Acabo de llegar de Londres! —Y luego—: ¡Dios mío, no hace ni un segundo que he asumido el control del ejército y tú ya te pones al mando de uno de mis batallones! —Dijo—: ¡Me han asegurado que éste era el mejor batallón de mi unidad! —Y resopló apasionadamente. Luego prosiguió—: Ni mi oficial de enlace ni Levin daban contigo. ¡Y de pronto apareces paseándote con las manos en los bolsillos!

En el absoluto silencio, pues, después de callarse los cañones, las alondras se habían tomado un descanso, Tietjens oyó su corazón arrancando sonidos chirriantes de sus pulmones. Los fuertes latidos estaban muy acelerados. Le daban una sensación de terror. Se dijo: «¿Qué demonios tiene que ver eso con que haya estado en Londres? —y luego—: ¡Quiere casarse con Sylvia! ¡Apuesto a que ha ido a casarse con Sylvia!». Eso era. Estaba obsesionado y era lo primero que había dicho al verse cogido de sorpresa.

Siempre pactaban aquellos períodos de absoluto silencio cuando algún general iba de inspección. Tal vez lo pactaran los altos estados mayores de ambos bandos. O, lo que era aún más probable, hubiesen inutilizado nuestros cañones durante el exitoso intento de informar a los alemanes de que queríamos que se callasen…, de que les estábamos disparando con lo que los papistas llaman una intención especial. Eso sería tan eficaz como una llamada telefónica. Los alemanes sabrían que pasaba algo. Y no hay que enfadar al enemigo innecesariamente.

Dijo:

—Me han hecho un pequeño rasguño, señor. Estaba hurgándome los bolsillos en busca de un vendaje de campaña.

El general respondió:

—Un hombre como tú no tiene derecho a estar donde puedan herirlo. Tu lugar está en las líneas de comunicación. Cometí una locura al enviarte aquí. Te devolveré a donde estabas. —Añadió—: Puedes romper filas. No quiero ni tu ayuda ni tu información. Me dijeron que había un oficial muy inteligente al mando. Es a él a quien quería ver… Un tal… Un tal… No tiene importancia. Puedes romper filas…

Tietjens se marchó andando pesadamente por la trinchera. De pronto se le ocurrió: «¡Es una tierra de gloria y esperanza!». Y luego exclamó:

—¡Qué demonios! Protestaré ante el comandante en jefe. Y ante el mismísimo rey, si es necesario. ¡Vaya si lo haré!

El viejo Campion no tenía derecho a hablarle así. Era mezclar la enemistad personal con los asuntos del servicio activo. Se quedó pensando en los términos de su carta a la brigada. El furriel Notting llegó corriendo por la trinchera. Dijo:

—El general Campion quiere verle, señor. El lunes se pondrá al frente de este ejército. —Y añadió—: Ha estado usted en un sitio muy peligroso, señor. ¡Espero que no esté herido! —Era un ejemplo de locuacidad muy poco habitual en Notting.

Tietjens se dijo: «Entonces me quedan cinco días al mando de esta unidad. No puede echarme hasta que haya asumido el mando». Los alemanes les atacarían antes. ¡Cinco días de combate! ¡Gracias a Dios!

Respondió:

—Gracias, vengo de verle. No, estoy bien. ¡Muy sucio!

Los ojos negros y brillantes de Notting tenían un matiz agónico. Exclamó:

—Cuando me dijeron que le habían dado, señor, pensé que iba a volverme loco. ¡Estamos hasta el cuello! —Tietjens se estaba preguntando si debería escribir la carta a la brigada antes o después de que Campion asumiera el mando. Notting estaba diciendo—: El médico dice que Aranjuez se recuperará.

Sería lo mejor, si iba a basar su apelación en la enemistad personal… Notting estaba diciendo:

—Claro que perderá el ojo. De hecho… ni siquiera lo tiene. Pero se recuperará.