V

El coronel dijo:

—Oiga, Tietjens, présteme doscientas cincuenta libras. Dicen que es usted riquísimo. Mis cuentas están vacías. Han interpuesto una repugnante reclamación contra mí. Todos mis amigos me han dado la espalda. Si vuelvo a casa tendré que enfrentarme a una Comisión de Investigación. Pero no me queda más remedio que volver. Tengo los nervios destrozados. —Añadió—: Supongo que ya lo sabía.

El odio súbito y feroz que sintió al pensar en prestarle dinero a aquel hombre, sirvió para que Tietjens supiera que su subconsciente basaba todos sus cálculos en la idea de irse a vivir con Valentine Wannop… cuando se pudiese estar de pie en lo alto de una colina.

Había encontrado al coronel en la bodega —una auténtica bodega construida en lo que quedaba de una granja— sentado en el borde de su cama de campaña, en pantalones cortos, con la camisa caqui muy abierta. Tenía los ojos un poco enrojecidos, pero llevaba el cabello corto y plateado bien peinado y el bigote gris muy arreglado. De hecho, enfrente de él, sobre la mesa, había dos cepillos con el dorso de plata y un pequeño espejo. A la luz de la lámpara que, colgada del techo, les daba a las paredes de piedra un tono ligeramente nauseabundo, su aspecto era limpio y decidido. Tietjens se preguntó qué aspecto tendría a la luz del día. Junto al espejo y los cepillos había una pipa vacía, un lápiz rojo y los papeles blancos y amarillentos de Whitehall que Tietjens había leído ya.

Había empezado por mirar a Tietjens con una mirada dura, aguda y enrojecida. Le había dicho: «¿Cree que puede ponerse al mando de este batallón? ¿Tiene usted alguna experiencia? Por lo visto, ha sugerido que me tome dos meses de permiso».

Tietjens esperaba un estallido violento. Incluso con amenazas. No se había producido ninguno. El coronel se había quedado mirándole fijamente, sólo eso. Se había quedado quieto, con los largos brazos desnudos hasta el codo y apoyados en las rodillas abiertas. Le informó de que, en caso de que se decidiera a marcharse, no quería dejar su batallón en manos de un hombre que acabara haciéndolo pedazos. Siguió mirando a Tietjens. La frase resultaba singular a esa hora y en ese lugar, pero Tietjens comprendió que se refería a que no quería que hiciera pedazos la disciplina del batallón.

Tietjens le respondió que no creía que la disciplina acabara hecha pedazos bajo sus órdenes. El coronel inquirió:

—¿Cómo lo sabe? Usted no es militar, ¿verdad?

Tietjens le explicó que en el frente había estado al mando de una compañía entera, casi tan numerosa como el batallón y, en concreto, una unidad de exactamente ocho veces su fuerza actual. No creía que hubiese habido quejas. El coronel dijo con frialdad:

—¡Bueno! No sé nada de usted. —Luego añadió—: Por lo visto, organizó muy bien la retirada del batallón la otra noche. Yo no estaba en condiciones de hacerlo. No me encuentro bien. Estoy en deuda con usted. Parece que les ha caído en gracia a los hombres. Están hartos de mí.

Tietjens estaba sobre ascuas. Ahora le embargaba un deseo apasionado de ponerse al mando del batallón. Era lo último que habría pensado. Dijo:

—Si esto se convierte en una guerra de movimientos, señor, me temo que no tengo demasiada experiencia.

El coronel respondió:

—No se convertirá en una guerra de movimientos antes de mi vuelta. Si es que vuelvo.

Tietjens dijo:

—¿No cree usted que ya lo parece, señor? —Tal vez fuese la primera vez en su vida en que le pedía información a un superior en rango…, con la creencia implícita de que obtendría una respuesta precisa.

El coronel objetó:

—No. Sólo nos estamos retirando a posiciones predeterminadas. Tendremos trincheras esperándonos hasta llegar al mar. Eso suponiendo que el Estado Mayor haya hecho bien su trabajo. De lo contrario, estamos listos. Nos habrán despachado, ultimado, machacado, aniquilado, dejaremos de existir.

Tietjens insistió:

—Pero, si el gran bombardeo que, de acuerdo con la división, está a punto de empezar…

El coronel preguntó:

—¿Qué?

Tietjens repitió sus palabras y añadió:

—Podrían empujarnos más allá de la siguiente línea de trincheras.

El coronel pareció sumirse en sus pensamientos.

—No va a haber ningún gran bombardeo —dijo. Estaba empezando a añadir «La división ha recibido…», cuando un considerable golpetazo sacudió la colina que tenían a sus espaldas. El coronel se quedó escuchando sin prestar demasiada atención. Sus ojos se posaron pensativos sobre los papeles que tenía delante. Dijo sin elevar la mirada—: Sí, ¡no quiero que mi batallón acabe hecho pedazos! —Luego siguió leyendo el requerimiento de Whitehall. Preguntó—: ¿Lo ha leído usted? —Y añadió—: Retirarse a posiciones predeterminadas no es lo mismo que huir a campo abierto. Hay que hacer exactamente lo mismo que durante un ataque de trinchera a trinchera. Imagino que sabrá usted orientarse de noche con una brújula. O buscar a alguien que lo haga por usted. —Otro topetazo considerable sacudió la tierra, aunque desde un poco más lejos. El coronel le dio la vuelta a la hoja de papel de Whitehall. Por el otro lado estaba la nota del general de brigada. La contempló con ojos tristes y nada sorprendidos—. Mal asunto —dijo—. ¿Lo ha leído? Tendré que ir a ver qué es lo que pasa. —Exclamó—: También es mala suerte. Me gustaría haber dejado el batallón en manos de alguien que lo conociera mejor. No creo que usted lo haga. Aunque puede que sí. —Una inmensa colección de atizadores de chimenea, todos los atizadores del mundo cayeron justo sobre sus cabezas. El ruido parecía repetido por el eco, pero, por supuesto, no era así: simplemente se repetía. El coronel miró con desgana hacia arriba. Tietjens se ofreció a ir a echar un vistazo. El coronel dijo—: No, no suba. Notting nos avisará si hace falta algo… ¡Aunque no creo! —Notting era el furriel de ojos negros de la bodega contigua—. ¿Cómo querían que llevásemos las cuentas correctamente en agosto de 1914? ¿Cómo pueden esperar que recuerde lo que ocurrió? ¡En la base! ¡Entonces! —Parecía abatido, pero no resentido—. Qué mala suerte… —dijo—. En el batallón y… ¡con esto! —Tamborileó los dedos sobre los papeles y alzó la vista para mirar a Tietjens—. Supongo que podría librarme de usted con un informe negativo —dijo—. O tal vez no… El general Campion lo destinó aquí. Dicen que es usted hijo bastardo suyo.

—Es mi padrino —replicó Tietjens—. Si redacta usted un informe negativo, no me quejaré. Siempre que lo base en mi falta de experiencia. Si alega cualquier otro motivo, elevaré una queja al general de brigada.

—Es lo mismo —repuso el coronel—. Me refiero a que sea usted su ahijado. Si hubiese pensado que era usted el hijo bastardo del general no lo habría dicho… No, no quiero redactar un informe negativo sobre usted. Es culpa mía que no conozca al batallón. Le he tenido siempre apartado. No quería que viese el estado en que está el papeleo. Dicen que es usted todo un burócrata. Trabajaba usted en una oficina gubernamental, ¿no? —Estaban dando golpetazos regulares en el suelo a ambos lados de la bodega. Era como si un boxeador del tamaño de una montaña le estuviera propinando derechazos e izquierdazos pesadamente. Eso dificultaba mucho la conversación—. Negra suerte la mía —dijo el coronel—. Y encima McKechnie está chiflado. Como un cencerro. —Tietjens se perdió algunas palabras. Dijo que probablemente se las arreglaría para arreglar el papeleo del batallón antes de que volviera el coronel. El ruido bajó por la colina como una pesada nube. El coronel siguió hablando y Tietjens, que no estaba acostumbrado a su voz, se perdía gran parte de lo que le decía, pero en una especie de grieta en el sonido oyó: «No pienso pillarme los dedos escribiendo un mal informe sobre usted y arriesgarme a que se me eche encima el general sólo para que traigan de vuelta a McKechnie, que está chiflado… Y no es apto para…».

El suelo retumbó de nuevo. Esta vez, el coronel escuchó y levantó la cabeza. Pero pareció satisfecho de lo que había oído y volvió a leer la carta de Whitehall. Cogió el lápiz, subrayó unas palabras y luego se sentó clavando aburrido la punta en el papel.

A cada minuto, aumentaba el respeto que Tietjens sentía por él. Aquel hombre al menos conocía su trabajo, igual que un maquinista, o el capitán de un barco de vapor. Sus nervios debían de estar destrozados. Probablemente lo estuvieran y no pudiese ir muy lejos sin estimulantes: ahora debía de estar bajo el efecto de algún sedante.

Y, en conjunto, el modo en que le había tratado había sido admirable y Tietjens tendría que reconsiderarlo. Cayó en la cuenta de que había sido McKechnie quien le había dado a entender que el coronel lo odiaba, pero él nunca le había dicho nada. Llevaba demasiado tiempo en el ejército para darle motivos de queja a Tietjens diciendo algo claro… Y siempre le había tratado con esa deferencia colosal de la que debe hacer gala un coronel con su principal ayudante. Al entrar en el comedor, por ejemplo, si iban juntos le hacía un gesto para dejarle pasar, aunque, como es lógico, pasara el primero cuando Tietjens se detenía. Y ahí estaba, tan tranquilo. Y con ganas de ser instructivo.

Tietjens no estaba tan tranquilo: le preocupaba demasiado Valentine Wannop y la idea de que, si había empezado el bombardeo, debería estar cuidando de su batallón. Y por supuesto, el propio bombardeo. Pero, cuando Tietjens volvió a ofrecerse por señas para ir a echar un vistazo, el coronel dijo:

—No. Quédese donde está. Esto no es el bombardeo. No va a haber ningún bombardeo. Es sólo una dosis de odio matutino un poco mayor de lo normal. Se nota por el ruido. Sólo son cañones del 4,2. No están empleando artillería pesada. La verdadera artillería pesada no es tan rápida. Ahora les dispararan a los del regimiento de Worcester y a nosotros sólo una vez cada medio minuto… A eso es a lo que están jugando. Si todavía no lo sabe, ¿qué está haciendo aquí? —Luego añadió—: ¿No lo oye? —Señaló al techo con el dedo. El ruido se trasladó a la derecha tan despacio como una vagoneta de carbón. Prosiguió—: Su sitio está aquí. Ahí arriba no se le ha perdido nada. Si le necesitan ya bajarán a avisarle. Notting es un furriel de primera y Dunne también es un buen elemento… Los hombres están todos a cubierto, eso es lo bueno de que tus fuerzas se hayan reducido a sólo trescientos hombres. Hay refugios de sobra para todos… En cualquier caso, éste no es sitio para usted. Ni para mí. Es una guerra de jóvenes. Nosotros somos viejos. Tres años y medio han acabado conmigo. Tres meses y medio acabarán con usted. —Miró con pesimismo su imagen en el espejo que tenía delante—. ¡Estás acabado! —dijo. Luego lo cogió, lo sostuvo al final del brazo blanco y desnudo y lo arrojó con violencia contra las toscas piedras de la pared que había detrás de Tietjens. Los fragmentos cayeron tintineando al suelo—. Dicen que son siete años de mala suerte —exclamó—. ¡Muy bien, si llego a tener siete años peores que este último será muy instructivo! —Miró a Tietjens con ojos furiosos—. ¡Oiga! —dijo—. Usted es un hombre cultivado… ¿Qué es lo peor de esta guerra? ¡Lo peor de todo! ¡Contésteme a eso! —Se puso a jadear—. Lo peor es que no nos dejan en paz. ¡Nunca! ¡A nadie! Si nos dejasen en paz, podríamos combatir. Pero nunca… ¡A nadie! No es sólo el maldito papeleo del batallón, aunque admito que nunca se me han dado bien los papeles, sino la gente en Inglaterra. Los nuestros. Dios mío, cualquiera diría que a un pobre diablo que está en las trincheras tendrían que dejarlo en paz… Maldita sea: cuando estaba en el hospital me llegaban cartas de abogados acerca de disputas familiares. ¡Imagínese…! ¡Imagínese! Y no me refiero a papeleos de mercachifles. Sino de mi propia familia. Y ni siquiera tengo una mujer mala como la de McKechnie, o, según dicen, como la suya. Mi mujer es un poco manirrota y los niños salen caros. Ya es suficiente preocupación… Pero mi padre murió hace dieciocho meses. Estaba asociado con mi tío. Un constructor. Y trataron de quitarle la herencia de su parte del negocio y dejar a mi madre sin nada. Mi hermano y mi hermana han acudido a los tribunales para recuperar lo poco que mi padre gastó en mi mujer y mis hijos cuando vivieron con él mientras yo estaba en la India… Y aquí… Mi abogado dice que pueden deducir el coste de su mantenimiento de mi parte de la herencia. Lo llama doctrina de la revocación testamentaria… De la revocación… Doctrina de… Me iba mejor de sargento. —Y añadió con pesimismo—: Pero a los sargentos tampoco los dejan en paz. Siempre tienen mujeres persiguiéndoles. O sus mujeres se enredan con belgas y la gente les escribe cartas. El sargento Cutts de la compañía D recibe una carta anónima a la semana acerca de su mujer. ¡Cómo va a cumplir así con su deber! Y sin embargo lo hace. Y hasta ahora yo también… —Añadió con violencia renovada—: ¡Oiga! Usted es un hombre cultivado, ¿no? Podría escribir un libro. Escríbalo. Escriba a los periódicos. De ese modo le sería mucho más útil al ejército que estando aquí. Debe de ser usted un buen oficial. El viejo Campion es demasiado avispado para enviar a un mal oficial a este puesto, por muy ahijado suyo que sea… Además, no creo lo que se dice de usted. Si un general quisiera destinar a un tipo a un puesto cómodo, no lo habría enviado aquí. Así que puede asumir el mando del batallón con mis bendiciones. No se preocupará por ellos más de lo que lo he hecho yo, pobres Glamorgan.

¡De modo que tenía su batallón! Soltó un inmenso suspiro. Otra vez empezaron a oírse los golpetazos en la trinchera. Imaginó aquellos obuses como halcones cazando en un seto. Lo más probable era que fuesen muy precisos. Los alemanes siempre lo eran. Casi seguro que las trincheras se estarían llevando un buen vapuleo, la grava hermosa y rosada estaría desmoronándose y formando montones como los que hay en los parques esperando a que los extiendan por los senderos. Recordó cuando estuvo en lo alto de la Montagne Noire, todavía, gracias a Dios, detrás de donde estaban ahora. ¿Por qué daba gracias a Dios? ¿De verdad le importaba dónde estuviera el ejército? ¡Probablemente! Pero ¿tanto como para decir «gracias a Dios»? Probablemente también… Sin embargo, ¿qué importancia tenía eso mientras siguiesen resistiendo? ¿Qué importancia tenía nada? Lo único que importaba era seguir resistiendo. Desde la Montagne Noire había visto nuestros obuses cayendo sobre una fina línea en la distancia, con un tiempo espléndido. Cada obús se convertía en una hermosa columna de humo blanco. Delante y detrás del frente… Junto al pueblo de Messines. Le había producido cierta euforia pensar que nuestros artilleros tuviesen tanta puntería. Ahora algún alemán en alguna colina se sentiría eufórico al ver las columnas de humo sobre nuestras líneas. Pero Tietjens iba a… ¡Qué demonios!, iba a ganar doscientas cincuenta libras para irse a vivir con Valentine Wannop… cuando realmente se pudiera estar de pie en una colina…, ¡en cualquier parte!

Notting, el furriel, se asomó y dijo:

—La brigada pregunta si estamos sufriendo muchos daños, señor.

El coronel miró a Tietjens con ironía:

—¿Qué va usted a responderles? —le preguntó. Luego le dijo a Notting—. Este oficial asumirá el mando. —Los ojos pequeños y brillantes y las mejillas rubicundas de Notting no expresaron la menor emoción—. ¡Oh!, dígale a la brigada —dijo el coronel— que estamos más contentos que unas pascuas. Podríamos seguir así hasta el día del Juicio. —Preguntó—: No estamos sufriendo muchos daños, ¿verdad?

Notting dijo:

—No, no muchos. Los de la compañía C se quejan de que les han echado abajo sus preciosos contrafuertes. El centinela de su refugio dice que los guijarros son tan peligrosos como la metralla.

—Bueno, contéstele a la brigada lo que le he dicho. Con los saludos del mayor Tietjens, no con los míos. Él está al mando… Más vale que empiece dándoles una buena impresión —y añadió dirigiéndose a Tietjens. Había sido entonces cuando le había espetado de pronto—: ¡Oiga! ¡Présteme doscientas cincuenta libras!

Se quedó mirando fijamente a Tietjens con el extraño aspecto de un hombre que acaba de plantear un acertijo jocoso y complicado…

Tietjens se había apartado…, en realidad medio centímetro. El hombre le explicó que sufría una enfermedad repulsiva: casi algo sucio. Uno no contrae una enfermedad repulsiva, salvo contagiándose de las mujeres más vulgares o siendo terriblemente desaseado… Sus amigos le habían dado la espalda. ¡Los amigos así siempre acaban dándote la espalda! Tenía las cuentas vacías… Era, en suma, uno de esos canallas sucios y timadores a los que uno les presta dinero… ¡Inevitablemente!

Un estallido de los que no se pueden pasar por alto, como ocurre en las tormentas con algunos truenos, envió un montón de grava por las escaleras de la bodega. Se estrelló contra la endeble puerta. Oyeron a Notting salir de la bodega y decirle a alguien que volviera a echarla fuera.

El coronel miró al techo. Dijo que ése había acertado en el parapeto y luego se le quedó mirando fijamente. Tietjens se dijo: «Estoy perdiendo los nervios… Es por esa condenada noticia de que va a venir Campion… Me estoy convirtiendo en un tipo indeciso y desdichado».

El coronel dijo:

—No soy un maldito parásito. ¡Nunca había pedido dinero prestado! —Su pecho jadeaba… Se expandía y luego volvía a contraerse cuando se contraía el orificio color caqui de su garganta. Tal vez fuese cierto que nunca hubiese pedido dinero prestado…

Después de todo, no tenía importancia qué clase de hombre fuera, lo importante era en qué clase de hombre se estaba convirtiendo Tietjens. Dijo:

—No puedo prestarle el dinero. Pero le garantizaré un descubierto a su pagador. Por importe de doscientas cincuenta libras.

De modo que seguía siendo de los que prestan dinero automáticamente. Se alegró.

El coronel pareció abatido. Sus hombros rectos y marciales se encorvaron. Exclamó con pesar:

—Vaya, pensé que podía acudir a usted.

Tietjens respondió:

—En el fondo viene a ser lo mismo. Puede extender un cheque en su banco exactamente igual que si hubiese ingresado el dinero.

El coronel dijo:

—¿Sí? ¿Viene a ser lo mismo? ¿Está usted seguro? —Sus preguntas eran como los ruegos de una joven pidiendo que no la asesinaran.

… Obviamente no era ningún parásito. Estaba virgen en cuestiones financieras. No había un solo subalterno de dieciocho años en todo el ejército que, después de un permiso de quince días, no supiera lo que significaba que le garantizasen un descubierto… Tietjens habría preferido que no lo supieran. Dijo:

—Prácticamente tiene usted el dinero en la mano mientras está ahí sentado. Sólo tengo que escribir la carta. Es imposible que su pagador rechace mi aval. Si lo hace, reuniré el dinero y se lo enviaré. —Se preguntó por qué no lo hacía en cualquier caso. Un año o dos antes no habría dudado en dejar su cuenta en números rojos. Ahora tenía una objeción insoportable. ¡Una especie de repugnancia! Dijo—: Es mejor que me dé usted su dirección. —Y, como su imaginación estaba divagando un poco, ¡llevaban mucho tiempo hablando!, añadió—: Supongo que irá usted a la Cruz Roja n.º IX de Ruán un tiempo.

El coronel se puso en pie de un salto:

—¡Dios mío! ¿Cómo? —gritó—. Yo… al n.º IX.

Tietjens exclamó:

—No conozco el procedimiento. Usted dijo que tenía…

El otro gritó:

—Tengo cáncer. Un bulto enorme en la axila. —Se pasó la mano sobre la carne desnuda por la abertura de la camisa y el largo brazo desapareció hasta el codo—. Dios mío…, supongo que, cuando dije que mis amigos me habían dado la espalda, pensó usted que les había pedido ayuda y me la habían negado. No… Lo que pasa es que están todos muertos. Es la peor forma de darle la espalda a un amigo, ¿no cree? ¿Es que no entiende cómo habla un hombre?

Volvió a sentarse pesadamente en la cama.

Dijo:

—Dios, si no hubiese prometido prestarme el dinero, no me habría quedado otra salida que quitarme de en medio.

Tietjens replicó:

—Pues quíteselo de la cabeza. Y asegúrese de que le cuidan bien. ¿Qué dice Derry?

El coronel volvió a estallar con violencia:

—¡Derry! El MO… ¿Cree usted que se lo contaría? ¿O a esas sabandijas de los subalternos? ¿O a nadie? Comprenderá ahora por qué no quería tomarme la dichosa pastilla de Derry. No sé qué efectos podría tener… —Una vez más, se pasó la mano por la axila y sus ojos adoptaron una expresión anhelante y calculadora. Añadió—: Ya que le he pedido el préstamo, creo que es mi deber advertirle de que tal vez no pueda devolvérselo. ¿Su oferta sigue en pie?

Unas gotas de sudor habían formado unas perlas sobre su frente, que ahora brillaba húmeda.

—Si no ha consultado a nadie —respondió Tietjens—, es posible que no sea cáncer. Yo iría cuanto antes a que me viese un médico. ¡Mi oferta sigue en pie!

—Lo es —respondió el coronel con un aire de infinita omnisciencia—. Mi padre también lo tuvo. Y no se lo dijo a nadie hasta tres días antes de morir. Yo tampoco lo haré.

—Yo iría a ver al médico —insistió Tietjens—. Se lo debe usted a sus hijos. Y al rey. Es usted demasiado buen soldado para que el ejército pueda permitirse perderle.

—Muy amable por su parte —dijo el coronel—. Pero ya he soportado demasiado. No podría enfrentarme al veredicto… —De nada habría servido decirle que se había enfrentado a cosas peores. Teniendo en cuenta la clase de hombre que era, probablemente no lo hubiera hecho. El coronel añadió—: ¡En fin, si puedo serle de ayuda!

Tietjens observó:

—Creo que debería ir a recorrer la trinchera. Hay un sector inundado…

Estaba decidido a recorrer la trinchera. Tenía que…, ¿cómo era…?, «encontrar un sitio donde estar a solas con el cielo».[194] Además, seguía convencido de que tenía que mostrarles a los hombres su corpachón parecido a un saco de harina mientras se paseaba despreocupado pero atento.

Había otra cosa que le preocupaba. No quería plantearla para no dar la impresión de que estaba cuestionando la eficiencia militar del coronel. Lo edulcoró un poco: ¿tenía el coronel algún consejo concreto que darle acerca de las comunicaciones con las unidades de los flancos? ¿Y sobre el envío de mensajes?

Era una manía que tenía Tietjens. Si por él fuese, tendría al batallón entrenándose día y noche para asegurar las comunicaciones. No había visto que se hubiesen tomado precauciones al respecto en la unidad. Ni en los flancos…

Le había dado al coronel en su talón de Aquiles.

Al aire libre se hizo evidente: ¡más y más y más evidente a cada instante! La noticia de que el general Campion iba a ponerse al mando había cambiado completamente el punto de vista de Tietjens sobre el mundo.

Las trincheras estaban tal como lo había imaginado. Se ajustaban con exactitud a la imagen que se había formado en la bodega. Parecían montones de grava rojiza dispuestos para distribuirlos sobre los caminos de los parques. Salir del refugio había sido como meterse en una carretilla a la que le hubiesen dado la vuelta para vaciarla. Para los hombres era muy desagradable cavar un pasadizo de salida y ponerse a cubierto al mismo tiempo. Como es lógico, los francotiradores alemanes estaban al acecho. Nuestro objetivo era conservar la mayor parte de trinchera que pudiésemos reparar a la luz del día. El de los alemanes era matar a tantos de nuestros hombres como fuese posible. Tietjens tenía que ocuparse de que los hombres estuviesen a cubierto hasta el anochecer, el comandante de la unidad que tenían enfrente tenía que procurar que los francotiradores eliminaran a todos los hombres que pudieran. A Tietjens sólo le quedaban tres francotiradores de primera, que debían tratar de eliminar a todos los francotiradores alemanes que pudiesen. Pura defensa propia.

Además, gran parte de las atenciones enemigas se dirigirían contra el tramo de las líneas bajo el mando de Tietjens. La artillería seguiría lanzándoles algún obús de vez en cuando. No demasiados para no atraer la atención de nuestra artillería. Arrojarían sobre el frente masas más o menos pesadas de explosivos, puede que el artefacto que los alemanes llamaban Minenwerfer disparara lo que los nuestros llamaban salchichas. Eran visibles cuando volaban por el aire y se podían destacar vigías que te advirtiesen y te dieran tiempo de ponerte a cubierto. Así que los alemanes casi habían dejado de utilizarlas, probablemente porque fuesen tan costosas como los explosivos y no tan eficaces. Hacían grandes agujeros, pero mataban a pocos hombres.

Los aviones con sus dichosas tolvas de distribución de balas —eso parecían— barrerían de vez en cuando la trinchera, pero no muy a menudo. El procedimiento era, una vez más, demasiado costoso: se limitarían a volar tranquilamente en círculos sobre sus cabezas y a bombardearles mientras la metralla impactaba a su alrededor y… llenaba de cascotes toda la trinchera. Cerdos volantes, torpedos aéreos y otros misiles flotantes, bellos y brillantes objetos plateados con aletas caerían del aire y explotarían al dar contra el suelo o después de enterrarse. Sus artefactos eran inagotables y los alemanes tenían uno nuevo cada semana. Tal vez invirtieran demasiado esfuerzo en ellos. Muchos resultaban ser defectuosos. Y últimamente también lo eran muchos de sus misiles más eficaces. Sin duda empezaban a acusar la tensión… mental y de sus materiales. Así que, puestos a estar en aquel maldito lugar, era mejor estar en nuestras trincheras que en las suyas. ¡Nuestro material de guerra era bastante bueno!

En eso consistía la guerra de desgaste… ¡En una pérdida de tiempo! Una pérdida de tiempo en lo que se refería a matar gente, pero una ocupación interesante si se tomaba por una lucha de voluntades sobre el vasto paisaje a la luz del sol. No mataban a demasiados hombres y consumían un número infinito de misiles y una enorme cantidad de materia gris. Si se cogiera a seis millones de hombres armados con porras, ladrillos y cuchillos y se les enfrentara a otros seis millones armados de manera similar, al cabo de tres horas, cuatro millones de un bando y los seis millones del otro bando estarían muertos. En lo que se refería a matar hombres, esa guerra era una pérdida de tiempo. Es lo que ocurre cuando uno se pone en manos de los científicos aplicados. Todas aquellas cosas no las habían inventado unos soldados, sino hirsutas criaturas con gafas que miraban a través de una lupa. Aunque, por supuesto, los de nuestro bando tendrían las mejillas afeitadas y no serían tan distraídos. Su única eficacia como carniceros se reducía a que hacían posible trasladar con rapidez a esos millones de personas. Cuando sólo se tienen cuchillos uno no puede moverse muy rápido. Por otro lado, un cuchillo mata a cada cuchillada, pero, si se pone a un millón de personas a dispararle a otro con rifles a ciento ochenta metros de distancia, muy pocos acertarán en el blanco. Así que el invento era relativamente poco eficaz. Y alargaba las cosas de forma innecesaria.

Y, de pronto, se había vuelto aburrido.

Probablemente, todo ese día los alemanes se esforzarían, con toda su inteligencia centelleando a través del mundo, por matar a un par de hombres de Tietjens, mientras ellos pondrían el máximo de cuidado para no tener una sola baja. Y al acabar el día todos estarían agotados y los pobres hombres tendrían que ponerse a reparar las trincheras. Un día normal de trabajo.

Iba a ocuparse de todo… Dio órdenes de que el comandante de la compañía A fuese a verle y le informara de los daños. La trinchera parecía haber sufrido menos a la derecha del cuartel general que a la izquierda y era posible trasladar a unos cuantos hombres sin riesgos. El comandante de la compañía A era un hombre calvo y sorprendentemente delgado de unos cincuenta años. Estaba tan calvo que el casco de acero resbalaba sobre su cráneo. Había sido el dueño de una pequeña naviera y debía de haberse casado muy tarde, pues, según decía, tenía dos hijos, uno de cinco y otro de siete años. Un par de pichoncitos. Su empresa tenía unas cincuenta mil libras al año de beneficios. A Tietjens le gustaba pensar que sus hijos tendrían la vida resuelta si lo mataban. Era un hombre agradable, capaz y silencioso que a menudo miraba abstraído a lo lejos al hablar. Dos meses más tarde lo mató limpiamente una bala.

Le impacientaba que las cosas no progresaran. ¿Qué había sido del gran bombardeo alemán?

Tietjens dijo:

—¿Recuerda al sargento mayor alemán que se rindió a sus hombres hace dos noches y que dijo que iba a abrir una tienda de chucherías en Tottenham Court Road con el dinero de la compañía que había robado…? ¿O no lo oyó usted?

El recuerdo de aquel NCO de aspecto huidizo con un uniforme gris azulado demasiado elegante para tratarse de un hombre que había participado en el combate despertó unos sentimientos muy desagradables en la imaginación de Tietjens. Le resultaba odioso tener en sus manos la vida de otro ser humano…, casi tanto como que lo cogieran prisionero…, que era lo que más temía en el mundo. De hecho le parecía incluso más odioso, pues que te cogieran prisionero al menos era algo ajeno a tu propia voluntad, mientras que tener que controlar a un prisionero, aunque fuese bajo la compulsión de la disciplina, implica cierto libre albedrío por tu parte. Y ése había sido un asunto particularmente repulsivo. Normalmente, por muy irracional que pareciese, los prisioneros le daban la impresión de estar sucios. Como si fueran gusanos. No era sensato, pero sabía que si hubiese tenido que tocar a un prisionero habría sentido náuseas. Sin duda era la consecuencia de su apasionado sentido tory de la libertad. Lo que distinguía al hombre de los animales era la libertad. Así que cuando a un hombre se le privaba de ella se convertía en un animal. Vivir en su compañía era como vivir entre animales, ¡como Gulliver entre los Houyhnhnms!

¡Y, por si fuera poco, aquel tipo sucio era un desertor!

Lo habían llevado al refugio del cuartel general a las tres de la mañana, una vez concluido el bombardeo. Por lo visto, había cambiado de bando aprovechando el ataque. Aunque se había pasado la noche en el cráter de un obús y se había arrastrado hasta nuestras líneas cuando todo estaba en silencio. Antes se había llenado los bolsillos con el dinero de la compañía e incluso los papeles que pudo coger. Lo habían llevado al cuartel general a esa hora tan intempestiva por culpa del dinero y los papeles, pues los de la compañía A habían considerado que debían ponerlos en manos como mínimo del furriel lo antes posible.

El CO, McKechnie, el oficial de inteligencia y el médico, aparte del propio Tietjens, acababan de instalarse allí y el aire de aquel lugar tan pequeño apestaba ya a whisky y ron. El aspecto de aquel alemán casi había hecho vomitar a Tietjens, que tenía los nervios crispados después de organizar la retirada del batallón. Tenía una especie de neuralgia en las sienes que él atribuía a haber tenido que forzar tanto la vista.

Por lo general, interrogar a los prisioneros antes de que llegasen a la división estaba muy mal visto, pero un desertor siempre despierta más interés que un prisionero normal, y el CO, que estaba en un estado de ridículo amotinamiento, ordenó a Tietjens que averiguara todo lo que pudiese del prisionero. Tietjens apenas sabía alemán: al oficial de inteligencia que hablaba dicho idioma lo habían matado. Dunne, que lo había sustituido, no sabía alemán.

El tipo, delgado, moreno, escurridizo y con ojos particularmente inquietos había respondido de buen grado a sus preguntas: sí, los alemanes estaban hartos de la guerra, se había hecho tan difícil mantener la disciplina que uno de sus motivos para desertar era que estaba harto de tratar de controlar a los hombres que tenía a sus órdenes. No tenían comida. Era imposible contenerlos cuando, al avanzar, pasaban junto a algún montón con restos de comida. ¡Y maldijo a sus superiores por reprenderle injustamente! Sin embargo, cuando el CO le pidió a Tietjens que le hiciera algunas preguntas sobre un cañón austriaco que los alemanes habían empezado a utilizar en ese frente y que disparaba un obús que se enterraba en el suelo y contenía una enorme cantidad de HE, el tipo había dado un taconazo y había respondido: Nein, Herr Offizier, das wäre Landesverratung…!, contestar a esa pregunta sería como traicionar a su país. Le había costado entender su psicología. Les había explicado lo mejor que había podido, en un inglés macarrónico, en qué consistían los papeles que había llevado consigo. Casi todo eran arengas a los soldados alemanes, circulares relativas a los daños y la desmoralización sufrida por las tropas aliadas y algunos informes de escaso interés…, sobre todo estadísticas de los casos de gripe. Pero, cuando Tietjens le puso delante una hoja mecanografiada con un encabezamiento que ahora no recordaba, el sargento había exclamado: Ach, nicht das…!, y había tratado de quitársela de las manos. Luego había desistido, al reparar sin duda en que estaba arriesgando la vida. No obstante, se había quedado tan lívido como la pared y se había negado a traducir las frases que no entendía Tietjens, quien de hecho casi no entendía ninguna, pues eran todas de carácter técnico.

Sabía que la hoja contenía algún tipo de órdenes relativas a los movimientos de tropas, pero para entonces ya estaba harto y además sabía que era uno de esos papeles en los que el Estado Mayor no quiere que metan las narices los hombres del frente. Así que dejó correr el asunto y, aprovechando que el coronel y los compadres estaban cansados y no comprendían lo que pasaba, había enviado al tipo a la brigada con el oficial de inteligencia y una escolta mayor de lo normal.

Lo que mejor recordaba Tietjens era la expresión que había empleado aquel hombre cuando le preguntaron qué pensaba hacer con el dinero que había robado. Iba a abrir una tiendecita de chucherías en Tottenham Court Road. Por supuesto, había sido camarero en Old Compton Street. Tietjens se preguntó vagamente qué sería de él. ¿Qué hacían con los desertores? Tal vez los mandaran a un campo de prisioneros: quizá los nombrasen NCO en unidades de prisioneros. Nunca podría volver a Alemania… Era lo que mejor recordaba…, eso y el horror y el asco que le había inspirado aquel episodio, como si le hubiese causado un deterioro personal. Había tratado de olvidarlo.

¡Ahora se le ocurrió que, muy probablemente, el aviso urgente del Estado Mayor lo hubiese inspirado aquel mismo papel que ese tipo tan repulsivo había tratado de arrebatarle! Recordó que estaba tan asqueado que ni siquiera se había molestado en hacer esposar al tipo… Se le plantearon varias preguntas: ¿es posible desertar y al mismo tiempo negarse a traicionar a tu país? Quizá sí. El carácter humano es infinitamente contradictorio. ¡No había más que ver al CO, que era a la vez un oficial eficiente y un completo inútil, incluso en cuestiones relativas al servicio!

Por otro lado, puede que se tratara de una estratagema de los alemanes. El papel —con las órdenes del movimiento de tropas— podría estar pensado para hacerlo llegar a nuestro cuartel general. De hecho, en el puesto de mando de una compañía no suele haber órdenes de tanta importancia. No era normal. Los alemanes podían haber tratado de atraer nuestra atención hacia esa parte del frente mientras el verdadero ataque ocurría en otro sitio. Eso también era improbable porque esta parte del frente estaba tan debilitada por culpa de la impopularidad del pobre general Puffles entre los peces gordos de Londres, que atacar en cualquier otro lugar habría sido una locura por parte de los alemanes. Además, los franceses estaban trasladando allí un enorme contingente a toda prisa. Así que, después de todo, ¡puede que aquel hombre fuese un héroe…! ¡Aunque no tenía aspecto de serlo!

Hoy esa clase de complicaciones le resultaba fatigosa, aunque en otro tiempo le habría encantado pensarlo con calma y especular con todo género de cifras y cálculos de probabilidades. Ahora la única emoción que sentía era que, gracias a Dios, aquello no era cosa suya. Los alemanes no parecía que tuviesen intención de atacarles.

Le sorprendió comprobar que, pese a todo, lamentaba que no fuese a producirse el bombardeo. Era increíble. ¿Cómo iba a lamentar no estar en inminente peligro de muerte?

Alto, delgado, enjuto y pensativo, con el casco de acero inclinado sobre la nariz, el OC de la compañía A miró a lo lejos y observó:

—¡Siento que no nos ataquen los alemanes!

Sentía que no les atacasen los alemanes. Porque, si lo hicieran, se habría confirmado la información que les había proporcionado el prisionero. Él había capturado a aquel tipo. Probablemente se habría llevado el mérito. Tal vez lo hubiesen tenido en cuenta si hubiese pedido un permiso. Necesitaba un permiso. Quería ver a sus hijos. Hacía dos años que no los había visto. A esas edades los niños cambian mucho. Se quejó, sin recatarse en confesar sus verdaderos motivos. ¡Un hombre corriente! Pero merecía respeto. Tenía una voz gutural y chirriante. A Tietjens se le ocurrió que aquel hombre nunca volvería a ver a sus hijos.

Deseó no tener aquellos presentimientos. A veces miraba a varios hombres a la cara y tenía el pálpito de que a éste o aquél no tardarían en matarlos. Deseó poder librarse de aquella costumbre. Le parecía indecente. Por lo general acertaba. Aunque a casi todos los hombres a los que uno veía allí acababan matándolos… Excepto a él. A él lo herirían en ese sitio blando que hay junto a la clavícula derecha.

¡Lamentaba que esa mañana no fuese a haber un bombardeo! De lo contrario se habría confirmado la información que les había dado el prisionero en el apestoso refugio. Y a aquel tipo lo había apresado su unidad. Ahora estaría firmando sus informes del cuartel general como OC en funciones del Noveno de Glamorganshire. En cierto modo, Tietjens había capturado a aquel tipo. Y su perspicacia al hacer que lo enviasen al cuartel general de la brigada con su precioso papel, tal vez hubiese causado una impresión favorable y le permitieran seguir al mando temporalmente del batallón. ¡Y si lo hiciesen, tendría muchas probabilidades de conseguir un batallón propio!

Se quedó atónito… ¡Tenía la misma mentalidad que el OC de la compañía A!

Dijo:

—Fue muy inteligente por su parte reparar en la importancia de aquel tipo y hacer que me lo enviaran. —El OC de la compañía A se sonrojó. ¡Tal vez él también se sonrojara algún día de contento al oír las palabras de algún miserable con una cinta roja alrededor del casco! Añadió—: Aunque no nos ataquen, es posible que haya sido de ayuda. Más de lo que cree. Tal vez haya sido el medio de contenerlos. —Si los alemanes se habían enterado de que teníamos sus planes de movimientos de tropas, no habrían tenido más remedio que cambiarlos. Habría sido un inconveniente. Era poco probable. No había pasado suficiente tiempo para que la noticia llegase a las altas esferas. Pero era posible. Cosas así pasaban de vez en cuando.

Aranjuez y el cabo estaban tan silenciosos que parecían formar parte de la trinchera rojiza. La grava roja empezaba a estar sucia de tierra de labor. A lo lejos las trincheras se convertían en puro terreno aluvial y se extendían por un material tan húmedo que casi parecían arenas movedizas. Una ciénaga. Era el terreno que había tratado de reforzar con sifones. Al pensar en aquel tramo se acordó. Inquirió:

¿Está usted familiarizado con el mantenimiento de las comunicaciones con las unidades de los flancos?

El hombre respondió con pesimismo:

—Sólo con lo que nos enseñaban en el campo de entrenamiento al principio de la guerra, señor. Cuando me alisté. Era bastante concienzudo, pero ya casi lo he olvidado.

Tietjens le dijo a Aranjuez:

—Usted es oficial de señales. ¿Qué hace para garantizar la comunicación con las unidades a la izquierda y la derecha? —Aranjuez, ruborizándose y tartamudeando, demostró ser todo un experto en teléfonos y señales de campaña. Tietjens replicó—: Todo eso sirve sólo en las trincheras. ¿Y en movimiento? ¿No le entrenaron en el OTC para asegurar la comunicación entre las tropas en movimiento?

No lo habían hecho… En teoría estaba en el programa, pero siempre había habido algo que lo había impedido. La instrucción en el manejo del rifle y las granadas; el lanzamiento de bombas; el manejo de los morteros…, cualquier tipo de instrucción siempre que no fuese trasladar grupos de hombres por terreno dificultoso —pongamos dunas— o recordarles que era imprescindible que unas unidades mantuviesen el contacto con las otras, o dejaran soldados de enlace si una unidad se dividía.

Tal vez la idea que más obsesionaba a Tietjens, la idea que le dominó toda la guerra, era que uno debe estar en contacto a toda costa con las tropas de los flancos. Cuando, más tarde, tuvo que escoltar a un enorme número de prisioneros alemanes, en varias ocasiones dejó atrás a tantos soldados de enlace con los hombres, los NCO, o incluso los oficiales de su tropa que se retrasaban por enfermedad o puro agotamiento, que a veces llegó al campamento casi sin escolta, digamos con treinta soldados para custodiar a tres mil prisioneros. Teniendo en cuenta que la función de la escolta era evitar que se fugasen los prisioneros, a cualquier otro le habría parecido mejor llevarse consigo a los soldados de enlace. Aunque, por otra parte, nunca perdió a ningún prisionero —a excepción de los que mataron las bombas alemanas— y nunca dejó atrás a ninguno de sus hombres.

Le dijo al OC de la compañía A:

—Haga el favor de ocuparse de eso en su compañía. En cuanto pueda haré que lo transfieran al flanco derecho de la unidad. Siempre que los hombres estén sin hacer nada, aleccióneles sobre el asunto y hable muy seriamente con todos los cabos, los jefes de sección y los soldados más veteranos de los pelotones. Y tenga la bondad de ponerse en contacto cuanto antes con el comandante de la compañía del regimiento de Wiltshire que tenemos a nuestra derecha. De uno u otro modo la guerra ha terminado. Al menos la guerra de trincheras. O bien los alemanes nos empujan hasta el mar del Norte o bien nosotros los rechazaremos a ellos. En ese caso estarán desmoralizados y tendremos que movernos deprisa. Teniente Aranjuez, arrégleselas para estar presente cuando el capitán Gibbs arengue a su compañía y repita en las otras compañías lo que él diga.

Hablaba claro y deprisa, como hacía siempre que se encontraba bien y hablaba a propósito de manera solemne. Era obvio que, dada la inminencia de un ataque alemán, no podía convocar una reunión de oficiales, pero estaba seguro de que parte de lo que dijera llegaría a oídos de todos los hombres del batallón si lo decía en presencia del comandante de una compañía, un teniente de señales y un cabo del puesto de mando. Se correría la voz de que el jefe estaba obsesionado con aquello, y los sargentos se ocuparían de que se tuviera en cuenta. Y los oficiales también. Era todo lo que podía hacerse, de momento.

Siguió a Gibbs por la trinchera, que en aquel tramo seguía intacta, aunque la grava roja iba siendo sustituida por tierra, y le dijo a aquel buen tipo que de ese modo harían algo para contrarrestar a los malditos civiles cuyo entrometimiento les había llevado a aquella situación. Gibbs coincidió lúgubre en que la intromisión de los civiles acabaría haciéndoles perder la guerra. Odiaban tanto al ejército regular que, cada vez que un civil veía el menor resto de un entrenamiento regular en esta lucha en el barro en la que tanto les gustaba tenernos, escribía cien cartas bajo nombres distintos a los periódicos y el ministro de la Guerra se apresuraba a dar los pasos necesarios para conservar aquellos cien votos; Gibbs había estado leyendo un periódico inglés esa mañana.

Tietjens se sorprendió diciendo:

—¡Bueno, todavía podemos vencerles! —Era una expresión de un optimismo inconcebible. Trató de justificar sus palabras diciendo que el comandante en jefe del ejército había combatido tan bien, a pesar de las criminales intromisiones de los civiles, que ahora empezaba a ponerles coto. La llegada de Campion era la prueba de que los soldados iban a tener algo que decir en el modo de combatir. Equivalía al mando único… Gibbs expresó una satisfacción silenciosa. Si los franceses se encargaban de defender aquel frente, como sin duda harían si tuviesen el mando único, podría ir a casa a ver sus hijos. Tendrían que llevarse del frente a todas las divisiones para reorganizarlas. Tietjens dijo—: En cuanto a lo que estábamos hablando… Supongamos que destacase usted al jefe de una sección y a otro soldado para mantener el contacto con el regimiento de Wiltshire y ellos hicieran lo mismo. Y que, para que pudiesen reconocerse, llevasen pañuelos alrededor del brazo derecho e izquierdo respectivamente… Ya se ha hecho antes…

—Los alemanes —respondió lúgubremente Gibbs— les dispararían sobre todo a ellos. Probablemente le dispararan a cualquiera que llevase un distintivo. Y estaríamos peor que antes.

A petición suya, fueron a inspeccionar un tramo de la trinchera. El puesto de mando le había ordenado que lo dispusiese todo para emplazar una ametralladora en aquel lugar. Era imposible. No existía. No quedaba nada. Gibbs supuso que debía de haber sido el nuevo cañón austriaco. Probablemente nuevo, pero ¿por qué austriaco? Los austriacos no mostraban demasiado interés por los explosivos. Éste, fuera lo que fuese, disparaba algo que se enterraba y luego volaba el universo entero por los aires con poquísimo ruido y estruendo: tan sólo lo echaba todo por los aires como un hipopótamo. Gibbs apenas había reparado en nada, como habría hecho si se hubiese tratado, por ejemplo, de una mina. Cuando llegaron a avisarle de que había estallado una mina se había negado a creerlo… Sin embargo, cualquiera podía ver que era exactamente igual que si hubiese estallado una mina. Una mina pequeña. Pero aun así una mina…

En el refugio, al otro extremo de la trinchera, un equipo de seis hombres trabajaba pacientemente por turnos con el pico y la pala. Amontonaban barro y piedras y los apisonaban, bajaban al agujero que acababan de hacer y amontonaban más barro y más piedras. El agua rezumaba sin saber muy bien adónde ir. Debía de haber un manantial por allí. Aquella ladera estaba llena de manantiales…

Cualquiera habría dicho que había sido una mina. Si hubiésemos estado avanzando habría sido una mina pequeña dejada por los alemanes para darnos la bienvenida. Pero nos habíamos retirado a un terreno que siempre habría estado en nuestro poder. Así que no podía tratarse de una mina.

Además, echaba la tierra hacia delante y hacia atrás y un poco hacia a los lados, por lo que el profundo agujero que había creado recordaba más la entrada a un pozo rudimentario que a un cráter de obús. Entre donde estaba Tietjens y la trinchera de la compañía B había un montículo lo bastante alto para que no se pudiese ver lo que había al otro lado. Un montículo enorme, una Primrose Hill en miniatura. Mucho mayor de lo que hacía un cerdo volante, o cualquier otro proyectil aéreo que hubiesen visto antes. En cualquier caso, el montículo era lo bastante grande para que Tietjens lo rodeara a cubierto y pasara a la trinchera de la compañía B. Le dijo a Gibbs:

—Tendremos que buscar un nuevo emplazamiento para esa ametralladora. No es necesario que me acompañe. Asegúrese de que los hombres no asoman la cabeza y póngalos a cubierto si ve que los alemanes tienen intención de enviarnos algún otro regalito.